Tres obras de arte, una imitación
anodina y un
colosal disparate: Blancanieves. Amor. Tabú.
The artist. La piel
que habito.
Extrañamente, porque
podemos estar temporadas largas sin tener tiempo para dejarnos caer por las
carísimas salas de cine, hemos aprovechado la cercanía a nuestro domicilio de
un cine de reestreno, más barato, pero con una programación impecable, para
ponernos un poco al día de películas que salen de las carteleras y que a veces
perdemos irremisiblemente, si no nos agarramos a esta penúltima oportunidad, como
nos ha pasado no pocas veces, la última, por ejemplo, con la película de Aki
Kaurismaki, Le Havre. Esperemos que
vuelva, o que salga en un edición de vídeo a precio de saldo o en edición
especial para algún periódico. A veces hemos de esperar a su pase por
televisión para recuperarlas. Aún me acuerdo de la versión de Saura sobre parte
de la vida de San Juan de la Cruz, La
noche oscura. Duró exactamente cinco días en la sala Renoir, desapareció, y
nunca más se supo de ella, en ningún otro cine. Menos mal que tuve la fortuna
inmensa, en 1977, de haber visto El
pájaro solitario, una obra televisiva sobre San Juan, interpretada
apasionada y excelsamente por José Mª Prada, en la que, a mi juicio, fue la
mejor interpretación de su brillante carrera, y que me convirtió en devoto de
nuestro místico para siempre, devoción que acrecentó, si ello era posible, la
biografía y estudio de su obra hecha por Gerald Brenan.
¡Ay, el peligro de la
digresión!
Entremos en ese juego de
colores y ausencia de ellos, salvo los componentes del claroscuro, para hacer
un repaso más o menos esclarecedor, aunque poderosamente subjetivo, de las
cinco películas que he visto recientemente. La última ha sido The artist, laureada y aclamada, pero
tan previsible como ha de serlo una historia contada ya mil veces, aunque se le
ha de reconocer la fidelidad en la recreación. Me han venido a la memoria las
copias del húngaro Elmyr De Hory,
personaje central de aquella “rara” y magistral película documental de Welles
titulada F for Fake. La perfección de la copia despertaba una admiración sincera
por el copista, pero en modo alguno podía competir éste, desde la simple
técnica, con la invención del original. Lo mismo le ocurre a The artist. Dada la alergia de la
juventud al cine mudo y en blanco y negro, la película ha sabido atraer a ese
público brindándole algo así como un remake de los “mejores momentos” de películas
clásicas no necesariamente mudas, como Singing in the rain, de Gene Kelly, A
star is born de William Wellman o Cautivos
del mal, de Vincent Minnelli, tres joyas con evidente relación con The artist. Frente a esta película, que
peca de un excesivo esquematismo argumental, otra película en blanco y negro,
galardonada, pero no aclamada, Blancanieves, es realmente una obra de arte, y
digna heredera de planteamientos visuales como los que impulsaron a su
director, Pablo Berger, a sentir la necesidad de rodar en blanco y negro, según
su propia confesión: la visión en el Festival de San Sebastián de una de las
granes películas de la historia del cine: Avaricia,
de Joseph von Stroheim, que tuve la inmensa suerte de ver, como cineclubista
acreditado, nº 482, en 1968. Blancanieves lleva a la pantalla una historia
que se alimenta de una tradición temática doble, la del cuento popular y la de
las tramas en torno a los toreros y las tonadilleras o bailaoras, de amplia
tradición no sólo en el cine, sino en la novela, el teatro o la copla, como es
bien sabido. ¿Qué es lo cautivador de la película de Berger? La creación de imágenes,
el ritmo de la realización, la puesta en escena y la interpretación exquisita
de todos, repito, todos los actores y actrices que intervienen en ella y lo
hacen, como se suele decir, en estado de gracia. La mentira del cine tiene, a
veces, ironías como la de que el palacete andaluz donde se retira el torero,
sea, en realidad, el que fuera antiguo palacete de Julio Muñoz Ramonet, un
personaje de biografía fílmica también, ubicado en la céntrica calle Muntaner
de Barcelona y que está pendiente de un litigio entre las herederas y el Ayuntamiento
sobre su propiedad y la de las muchas obras de arte valiosísimas que contiene.
La película de Berger es deudora, en parte, de una vena de humor negro tan
española que, curiosamente, se aviene a
la perfección con el planteamiento lirico que ha hecho de la narración popular,
llena, al mismo tiempo, de un profundo sentido trágico. No creo que su
visionado deje indiferente al buen aficionado, porque se multiplican los planos
y las secuencias que maravillan al espectador, poco acostumbrado, si no es
devoto de los clásicos mudos, a ese despliegue de imaginación. Es evidente que
The artist, no resiste la comparación con ella: hablamos de un best-seller y de
una obra de arte: el primero tiene la frialdad de las copias inmaculadas; la
segunda, un poder creativo arrollador.
Lo bueno del séptimo arte,
frente a otras artes, como la literatura, tan compartimentada en sus géneros
tradicionales, narrativa, lírica, dramática y aforística, es que sus subgéneros
siempre admiten comparación, porque los elementos expresivos fundamentales de
todos ellos son comunes. Así, es bien normal que comparemos un Western con un
musical o con un thriller, independientemente de los rasgos definidores exclusivos
de cada uno de ellos. Es más, incluso los documentales entran en ese ámbito de
comparaciones, como bien lo saben quienes recuerden películas como Man of Aran, de Flaherty, o Calcuta, de Louis Malle, película
nominada a la Palma de Oro en Cannes, en su momento, 1969. Todo ello nos
permite enfrentar dos películas como Amor,
de Haneke y La piel que habito, de
Almodóvar, para enjuiciarlas, a pesar del abismo narrativo, conceptual e
imaginativo que hay entre ambas. Mientras Amor
es una película intimista, llena de profunda y genuina realidad emocionante,
construida a partir de un historia minimalista,
la devastación que la enfermedad obra sobre una anciana y los amorosos
esfuerzos paliativos de quien hace honor no al título de marido o esposo, sino al
más profundo de compañero, La piel que habito es un completo
disparate construido sobre la superficialidad y la actualización de los más viejos
registros del folletín decimonónico, concepción de la que se deriva una
interpretación impostada, carente en todo momento de la más mínima realidad
humana: todos los personajes están prisioneros del disparate argumental, y esa
angustia de no saber encontrar nunca el principio de realidad sobre el que
construir alguna emoción genuina, no limitarse a acompañar un efecto visual o
musical, es lo que lastra definitivamente la película para convertirla en la
vuelta de tuerca al tormento del espectador que, al parecer, ¡ya me cuidaré de
caer en el error de ir a verla! (La piel que habito la he visto por televisión),
constituye Amores pasajeros, el cacofónico
canto del cisne de quien fue un renovador de la comedia con Mujeres al borde de un ataque de nervios.
Ni los seguidores más acérrimos del manchego han conseguido esbozar una triste
semisonrisa de complicidad con lo que se considera un bodrio total.
Cualquier plano de Amor, de Haneke, en el que aparezca un maestro
de la actuación como Trintignant, cuya longevidad profesional está en justa
relación con su dominio de la composición de los personajes que ha exhibido
siempre, amén de su evidente fotogenia; cualquier plano, digo, cualquier
secuencia de Amor, pongamos por caso
la secuencia onírica, un minúsculo episodio con más capacidad de aterrorizar
que todas las películas de susto o casquería que se han rodado desde Repulsión; cualquier secuencia, pues, deja tan empequeñecida la película de Almodóvar,
que a este crítico le sorprende que haya habido espectadores que la hayan
aplaudido o que no hayan visto la impostura de la película en su totalidad, con
un guión que no hay por dónde cogerlo y con unos papelones, como el que le
obliga a hacer Almodóvar a Eduard Fernández, que, con un mínimo de dignidad –y con
un máximo de ahorros, claro, que andan los tiempos mu achuchaos…–, actores soberbios como él deberían de haber rechazado.
Intentar enumerar a modo de prueba los disparates de un guión delirante, como
el de La piel que habito, digno de
películas de serie B (de basura), sólo nos llevaría a sentir tanta vergüenza ajena que mejor
le ahorro al hipotético lector de estas
líneas el sufrimiento y a mí la incomodidad. Es defecto antiguo de Almodóvar
que no ha logrado superar: creer que una ocurrencia es un ideón, que un
disparate es un rasgo de originalidad y que la ausencia de un guión
estructurado es indicio de libertad creativa. Quizás una de sus mejores
película sea Carne Trémula, a pesar de
que la elección de Liberto Rabal en sustitución de un experimentado profesional
como Jorge Sanz (cuya interpretación en Amantes,
de Vicente Aranda, justifica toda una carrera), condenó la película
irremediablemente a la insignificancia. ¿Por qué se sostenía aquella película?
Porque estaba basada en un relato de Ruth Rendell, porque había un esqueleto
narrativo sobre el que ir adosando sus “ocurrencias”, sus “imaginaciones”, sin
estropearlo todo. Por el contrario, el minimalismo narrativo e interpretativo
de Amor es un prodigio de emoción genuina que le permite al espectador una
experiencia vital valiosa y hermosa, a pesar de su final, tan lógico como
triste. La pasmosidad con que Haneke es capaz de retratar la cotidianeidad de
dos seres que se aman en el último trecho de sus vidas, plasmándolo todo con
una exploración de interiores llena de sugestión y de lirismo, sólo puede
convencer al espectador de que está ante una obra de arte indiscutible.
Finalmente, una película
como Tabú, de Miguel Gomes, mezcla, en dos partes muy bien diferenciadas,
el color y el blanco y negro, en un uso ya visto, con la misma función, en
otras películas. El cambio cromático permite al director marcar el paso del
tiempo, por un lado, y, por el otro, el carácter evocador de las imágenes que
ilustran el relato de una voz anciana en el momento de recordar la pujanza de
la juventud y de la pasión desenfrenada, en un contexto social adverso,
represivo, en un espacio africano cuya capacidad de impresionar visualmente al
espectador es casi mayor que si se le hubiera ofrecido con sus exuberantes
colores. Hay un uso del blanco y negro cinematográfico para retratar paisajes
que parece acentuar el idealismo de estos, su esencialidad, su carácter primigenio,
como si la historia amorosa que se nos narra fuera la historia del primer amor
entre el primer hombre y la primera mujer. Tabú
es una película portuguesa y el portugués como lengua cinematográfica tiene una
dimensión muy especial, sobre todo si la morosidad en la pronunciación, como es
el caso de la película, permite apreciar sus infinitos matices sensuales. Es
imposible no relacionar Tabu con Los
misterios de Lisboa, película de cuatro horas de duración –que vimos, mi
compañera y yo, en una sesión matinal interrumpida sólo los 10 minutos
fisiológicos de rigor para prostáticos y perdedoras sin compresa– , de Raúl
Ruiz (o Raoul Ruiz, como llegó a firmar Genealogías
de un crimen, ¡otra maravilla elevada al cubo!), que pasó casi sin pena ni
gloria por nuestras pantallas (También le sucedió lo mismo a la del paréntesis
anterior) y que quizás como serie de televisión, con sus seis extraordinarias horas
de metraje, hubiera tenido otra fortuna. Tanto en Los misterios… como en Tabú,
el idioma es un actor de primer orden, uno de los principales atractivos de
ambas películas. En Tabú,
concretamente, el uso de la voz en off para narrar la historia parece el
complemento idóneo para las imágenes de cine mudo que la ilustran. El espectador,
gracias a esa estrategia, tiene la sensación de estar recuperando la historia justo
en el momento en que está sucediendo, en una confusión de planos temporales, el
presente de la voz y el pasado de las imágenes que, paradójicamente se
potencian para lograr esta obra de arte que ningún amante del cine debería perderse.
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