sábado, 29 de marzo de 2025

«Memorables reflexiones socráticas y otros textos», de Johan Georg Hamann y «Escritos de Hamann», de G.W. Hegel, o el prestigio de la rareza y la excentricidad.


La razón encarnada frente a la razón abstracta: la lucha de Hamann contra Kant.

 

          El azar intelector me ha llevado al conocimiento de Johan Georg Hamann, un escritor alemán que pasa por ser el «campeón» del irracionalismo, debido a sus acerbas críticas a la Crítica de la razón pura, de Kant, de quien fue amigo en la ciudad de Königsberg y con quien mantuvo una curiosa relación, a pesar de sus encontronazos. Se trata de un dotado pensador, seguidor de la Ilustración en sus inicios, que sufrió una transformación religiosa en un  viaje a Londres en el que, tras ser asaltado y robado, permaneció casi un año en miserables condiciones y estudiando la Biblia, tras haber leído con anterioridad, en Alemania, a Hume en inglés. Su peculiar peripecia vital e intelectual hizo de él un caso tan particular en su tiempo que, admirado por Goethe, entre otros, Hegel le dedico dos escritos en los que creyó oportuno mezclar su biografía y su pensamiento, un caso insólito en la obra del paladín del idealismo, porque suponía un reconocimiento, en parte, de la indisolubilidad de la unión biológica, digámoslo así, entre las ideas y el sujeto que las defendía, algo que, forzosamente, había de repugnar a su bien establecido método filosófico.

          Nada mejor, pues, que trazar esa biografía de la mano de Hegel, a quien debemos buena parte de los datos que del autor se conocen. Cabe anticipar que Hamann es autor de cartas, opúsculos inverosímiles y ensayos breves como el que a mí me llamó la atención, este titulado Memorables reflexiones socráticas, de poco interés si comparado con la crítica que le hace a Kant, donde expone los fundamentos de un «holismo» que se anticipa casi dos siglos al de Jan Smut y de una concepción de la razón como «razón vital» que también se anticipa a la concepción de Ortega y Gasset.

La profesora Cinta Canterla, en un estudio dedicado a Hamann, nos deja clara la concesión de la razón que tiene Hamann: Hamann creía en la razón: una razón crítica, pragmática y comunicativa. la filosofía no es para él irracionalismo (aunque frente a cierto tipo de razón lo mejor sea rebelarse), pero tampoco erudición, escolástica o autoritarismo dogmático: es sabiduría basada en la creencia, pragmatismo. lo que significa en él: instinto, razón biológica, un instrumento de conocimiento vivo basado en el cuerpo, la comunicación y el intercambio —también el sexual—. Por ello la filosofía trascendental de Kant, con sus sucesivas purificaciones en el campo del conocimiento —al que separa del lenguaje, del cuerpo situado y de la tradición, consagrando la escisión solipsista entre el yo, la naturaleza y sus semejantes—, su radical demarcación del ámbito del saber del de la creencia moral, y su escisión entre el fenómeno y la cosa en sí reproducida después en las contraposiciones antinómicas dadas como irresolubles, le parecería la peor forma de nihilismo e irracionalismo: la negación de la vida, que era la verdadera, santa y justa razón, sustituida ahora por un nuevo aparataje conceptual. Pero paradójicamente, fue Hamann el que pasó a la historia de la filosofía como irracionalista.

Pero sigamos a Hegel, de quien se extrae una sucinta biografía que, sin dar explicación pormenorizada de la vida del «Mago del Norte» —luego explicaremos de dónde sale ese apodo—, nos permite calibrar la desordenada vida que no impidió a nuestro autor ser considerado un autor digno de ser leído, una voz digna de ser escuchada, a pesar de las reservas de  Mendelssohn, según recoge Hegel: «Todavía hay quien se sobrepone y atraviesa los sombríos recovecos de una cueva subterránea, si a la postre se pueden descubrir secretos sublimes e importantes: pero si el esfuerzo de desentrañar un escritor oscuro no permite esperar más recompensa que ocurrencias, entonces bien puede quedar el escritor sin ser leído».  El propio Hegel no tiene empacho en reconocer que, , en cierto modo, la estrafalaria vida de Hamann habían arruinado lo que prometía ser una obra muy interesante y que quedo en poco menos que esas «ocurrencias» de las que hablaba Mendelssohn: Su forma de vida insociable y extravagante, que era en parte apariencia, en parte falsa inteligencia, en parte consecuencia de su desasosiego interno, del que ha adolecido largo tiempo en su vida —una insatisfacción y una imposibilidad de aguantarse a sí mismo, un pretencioso querer convertirse a sí mismo en enigma— lo corrompieron y lo tornaron indecoroso. […] La energía de su inteligencia intelectual adopta simplemente la forma de un hambre salvaje de dispersión espiritual, sin cuajar en fin alguno.

 Esto es lo que destaca, a grandes rasgos, de su vida Hegel:

Hamann nació el 27de agosto de 1730 en Königsberg, Prusia; su padre era un cirujano barbero y, según parece, bien situado. [El padre de Cervantes, por cierto,  también era cirujano («zurujano» en la época), aunque «menor».] […] Siguiendo su viaje a Londres, perdió su dinero, víctima de la estafa de un inglés, al que había encontrado por la mañana de rodillas, mendigando, y al que por ello había tomado confianza. En Londres, donde Hamann llegó el 18 de abril de 1757 [Fue enviado por los Berens, familia de comerciantes para quienes trabajaba como educador], su primer paso fue el de buscar un charlatán de feria del que había oído que sabia sanar todas las deficiencias de lenguaje (ya arriba se ha mencionado dicha deficiencia, concretamente el tartamudeo). […] Lo vemos, después de un año vivido sin ocupación y sin meta alguna, alojado, desde el 8 de febrero de 1758, en la casa de un matrimonio honrado y pobre, donde, en tres meses, a lo sumo tuvo cuatro comidas adecuadas, y donde toda su alimentación consistía en gachas de agua [en realidad, con avena], y por el día un café. […] H. vivió, como ya se ha dicho, desde que abandonara en enero de 1759 la casa de los Berens, sin profesión ni determinación, en casa de su padre, y a expensas del mismo. También el único hermano de H., que había estado empleado en Riga como profesor de instituto, debió retornar a la casa paterna porque cayó en un estado de melancolía, que lo incapacitaba para su puesto, y que finalmente desembocó en una idiotez absoluta; todavía durante dieciocho años hubo H. de hacer frente a sus cuidados y a su tutela. […] En el año 1763 contrajo —con una campesina, que, según parece, no se distinguía por nada especial— lo que él llama a veces un «matrimonio de conciencia» [Se trata de una larga convivencia extramatrimonial], el cual fue muy frutífero en hijos, y que mantuvo a lo largo de su vida. […] [Sobre su segunda mujer, la campesina, nos dice que] «Su juventud floreciente, su salud de roble, su manifiesta inocencia, su candidez y lealtad, provocaron en mí un arrebato enfermizo que ni la religión ni la razón, ni el bienestar, tampoco la medicina, los ayunos, ni los nuevos viajes o las diversiones, podían dominar». […] En 1767 lo ayudó generosamente Herder, con motivo de un apuro económico, el cual lo habría forzado, de lo contrario, a vender su biblioteca. […] A comienzos de 1777 fue nombrado finalmente Director de Depósitos Aduaneros; su salario era el mismo, 300 táleros reales, pero se completaba con el derecho a una vivienda y un jardín gratis, así como una participación en los llamados Fooigeder, que superaba los 100 táleros reales. […] A finales de 1777 muere su hermano y, a pesar de la herencia que le cae en suerte, dado su inclinación a la compra de libros y las pérdidas por la venta de las cosas en las que había invertido su patrimonio, se encontró en una situación cada vez más apurada. […] El tiempo que tenía que estar en la oficina, de 7 a 12 por las mañanas, y de 2 a 6 por las tardes, lo pasaba básicamente leyendo. La lectura es completamente variada; sin planteamiento de un objetivo, todo al azar y sin orden, aquella tenía en su escritura un efecto perverso más bien que una influencia formativa. [Carta a Lavater en 1781:] «Desde hace tiempo solo disfruto de un escritor mientras tengo el libro en las manos; tan pronto como lo cierro, todo se confunde de nuevo en mi alma, como si mi memoria fuera un papel secante».

A mí, y no solo por su relativa pobreza, sino por su ardor religioso y su cristianismo socrático, fundado en el ejemplo moral de los hechos, no en la prédica, me ha traído a la memoria la figura de Léon Bloy, con quien Hamann, mediante un imaginativo salto diacrónico, hubiera hecho excelentes migas. Téngase presente que fue de los pocos contemporáneos de Kant que le desafió en su propio terreno, el de las idea, con argumentación tan contundente que Kant optó por refugiarse en un altivo silencio propio de quien está convencido de que hablaban en dos lenguas distintas; pero, para Hamann, es el idealismo kantiano el verdadero nihilismo, porque, habiendo escogido el terreno impoluto de la abstracción como territorio  propio de la razón, excluye de su ámbito el mundo, la naturaleza, de la que nosotros formamos inextricable parte. Hamann vio nítidamente la seria contradicción de la filosofía kantiana: «Nada hay en el entendimiento que no haya estado antes en nuestros sentidos, así como nada hay en todo nuestro cuerpo que no haya pasado antes por nuestro propio estómago o por el de nuestros padres. Los stamina [las fibras] y los menstrua [los nutrientes] de nuestra razón son, por eso en sentido estricto, revelaciones y tradiciones que asumimos como nuestras y que transformamos en humores y fuerzas de toda clase».

Tres son las objeciones fundamentales que plantea Hamann a la obra fundamental de Kant, piedra angular del edificio ilustrado: La primera consiste en hacer independiente la razón de lo transmitido, de la traición y de la fe en ella. La segunda se cifra en nada menos que su independencia de la experiencia y de su inducción cotidiana. La tercera afecta al lenguaje, el único órgano y el criterio primero y último de la razón, sin ninguna credencial aparte de la que recibe de la tradición y el uso. Desde este triplete, Hamann pone el énfasis en una inseparabilidad del cuerpo y el pensamiento que inaugura una línea de pensamiento que llegaría hasta Niezsche y, desde él, a nuestra modernidad: El instinto es la más inteligente de todas las especies de inteligencia descubiertas hasta ahora o Hay más razón en tu cuerpo que en la mejor de las sabidurías. Nada más contemporáneo, pues, que el rechazo a la abstracción deshumanizadora del idealismo que culminará en la obra casi ininteligible de Hegel, al decir de Adorno, ¡y recordemos que esa ininteligibilidad es la que se le achacaba a Hamann, por más que el propio Hegel tenga que reconocer que no la hay en lo que considera su obra capital, una cita que reproduzco íntegra porque en ella se contiene una descripción de ese cristianismo socrático al que me referí ut supra y que lo emparenta, a mi juicio, con Bloy:

La mayor convulsión se la ocasionó el famoso escrito de Mendelssohn Jerusalén o sobre el poder religioso y el judaísmo. El folleto de réplica de H., Gólgota y Scheblimini, es sin duda lo más significativo que ha escrito [La búsqueda de ese título en Google apenas da tres resultados…] una obra cuyo contenido bien habría merecido verse libre de toda bufonada. [En él se halla su definición del cristianismo:] «La no creencia en el sentido histórico más profundo de la palabra es el único pecado contra el espíritu de la verdadera religión, cuyo corazón está en el cielo, y cuyo cielo está en el corazón. No es en los servicios, sacrificios, votos que Dios exige de los hombres, donde reside el secreto de la bendición  divina en el cristianismo, sino más bien en las promesas, en los cumplimientos y en los autosacrificios, que Dios ha hecho y prestado a los mejores de los seres humanos; no en el más noble y grande mandamiento, que impone, sino en el Bien más sublime que ha regalado; no en las legislaciones y dotrinas morales, que solo conciernen a las opiniones y acciones humanas, sino en la ejecución de los hechos, obras e instituciones divinas para sanación del mundo entero. La dogmática y el derecho eclesiástico pertenecen a fin de cuentas a las instituciones educativas y administrativas públicas, y como tales están sujetas al arbitrio de la autoridad. Estas instituciones visibles, publicas, comunes, no son ni religión ni sabiduría, sino terrenas, humanas y demoniacas, en consonancia con la influencia de los cardenales latinos, o de los cicerones latinos, confesores poéticos o prosaicos curas ventrudos, y en consonancia con el cambiante sistema de equilibrio y dominio estatales o de la tolerancia y neutralidad armadas».

Volvamos un momento a la disensión de Hamann respecto de la obra de Kant, porque conviene tener presente el supremo valor que él le concedía a la indisolubilidad del pensamiento y los sentidos y al aspecto simbólico del lenguaje:

Pero si la sensibilidad y el entendimiento, como dos troncos del conocimiento humano, surgen de una misma raíz común de forma que todo objeto dado a la una es pensado por el otro, ¿con qué objetivo se efectúa una separación tan tajante, inoportuna y partidista de lo que ha unido la naturaleza? ¿No se agostarán y perecerán ambos troncos a través de una dicotomía y una escisión de su raíz común? ¿No se adecuaría mejor como imagen más fidedigna de nuestro conocimiento la de un único tronco con dos raíces, una que sale hacia arriba y se eleva por los aires y otra que se hunde hacia abajo en las entrañas de la tierra? La primera se presta a nuestra sensibilidad, mientras que la segunda es invisible y se tiene que pensar por medio de entendimiento, lo cual se aviene muy bien con la aprioridad de lo pensado y con la aposterioridad de lo dado o recibido, así como también con la tan apreciada inversión de la razón pura en lo que respecta a sus teorías. Pero lo que se da es más bien un alquímico árbol de Diana. [En oportuna nota del libro, todas ellas excelentes, se nos informa de que el «árbol de Diana» es una amalgama que surge de la solución de mercurio en nitrato de plata que genera estructuras arboriformes. Para los alquimistas la plata era un elemento representado por la diosa Diana, de ahí el nombre que recibe esta formación dendrítica.]

¿Es posible, se pregunta el idealismo por una parte, encontrar a partir de la mera intuición de una palabra el concepto de la misma? ¿Es posible a partir de la materia de la palabra «Vernunft», de sus siete letras y sus dos silabas; es posible, a partir de la forma que determina el orden de estas letras y de estas sílabas, descubrir algo del concepto de la palabra «razón»?

Y Hamann no tarda en concluir que el lenguaje es también el punto clave de la confusión de la razón consigo misma. Y enseguida nos lo explica en detalle: Los sonidos y las letras son, por tanto, puras formas a priori en las que no está presente nada de lo que es propio de la sensación o del concepto de un objeto. Son los verdaderos elementos estéticos de todo conocimiento y de toda razón humana. El lenguaje más antiguo es la música y este es, junto al ritmo palpable de los latidos el corazón y de la respiración perceptible en nuestras narices, el vivo modelo por el que se rige toda medición del tiempo y toda relación numérica. La escritura más antigua es la pintura y el dibujo. Estos se ocupan, desde hace el mismo tiempo, de la economía del espacio, de su limitación y definición a través de las figuras. Por eso, por la constante influencia omnímoda de los sentidos más nobles, la vista y el oído, estos conceptos de espacio y tiempo se han vuelto en todo el ámbito del entendimiento tan necesarios y universales como lo son la luz y el aire para los ojos, los oídos y la voz, hasta el punto de que espacio y tiempo, sin ser ideae innate [ideas innatas], parece al menos que son matrices de todo conocimiento intuitivo.

          Al parecer, Hamann fue, en su tiempo un auténtico polemista, como los muchos que generaría la Ilustración en el fértil siglo XVIII, un momento apasionante del desarrollo del pensamiento en Europa, y del que, a modo de respuesta airada, surgiría la emotividad desatada del Romanticismo y cierto culto a la irracionalidad, el misterio y lo inefable. En el caso de nuestro autor, estuvo muy presente la reacción religiosa de sometimiento a la fe y a la verdad revelada como muestra de humildad frente a la soberbia desmesurada de la Razón. Fueron ciertos círculos pietistas los que, tras un ensayo de Hamann sobre la Epifanía, bautizaron a Hamann como «el mago del Norte», concretamente Friedrich Karl von Mosser. A Hamann, que firmaba a menudo con seudónimos, algo muy propio de los libelistas ilustrados, le cayó en gracia el apodo y lo usó en algunos escritos.

          Cerremos esta árida reseña con la voz autorizada de quien conoce sobradamente a Hamann, la profesora Cinta Canterla: La nueva filosofía debía abandonar la erudición y el dogmatismo para pasar a ser, en su opinión, una filosofía dionisíaca que, adoptando una forma contracultural, liberase al hombre de la alienación, la enfermedad y la decadencia. De ahí que se enfadase tanto más tarde cuando Kant publicara su artículo ¿Qué es la Ilustración?, en el que la divisa hamaniana ilustrada («¡Sé fuerte y atrévete a saber!» Vale et sapere Aude!) quedaba amputada legitimando el sometimiento. Pues durante los años intermedios a esas dos fechas, 1756 y 1784, Hamann había dedicado sus esfuerzos, situándose en posiciones de un liberalismo radical, a mostrar las trampas de la emancipación lisiada que proponían muchos ilustrados, que justificaban el sometimiento apelando a un poder razonable que tutelase a aquellos colectivos humanos que, como las mujeres, los negros o los desprovistos de recursos, se considerasen inmersos aún en la animalidad. Y Kant se alineaba de nuevo en su escrito con los falsos tutores.

          He mentido, prefiero, con permiso de la eminente profesora Canterla, que sea el propio Hamann en uno de los fragmentos de las Memorables reflexiones socráticas quien confiese la identidad de propósito entre la obra del filósofo ateniense y su propio quehacer en la sociedad ilustrada de su época: En resumen, Sócrates tentó a sus conciudadanos a salir de los laberintos de los eruditos sofistas en pos de la verdad que yace en lo oculto y en pos de la secreta sabiduría para reconducirlos desde los altares de sus devotos sacerdotes medradores hasta el servicio del dios desconocido. Platón se lo dijo sin ambages a los atenienses: Sócrates les había sido dado por los dioses para hacerlos conscientes de sus locuras y para animarlos a perseguir la virtud. A quien no soporte que se cite a Sócrates entre los profetas deberá planteársele la cuestión de quién fue el padre de los profetas y de si Dios no se proclamó a sí mismo y se mostró como un Dios de los paganos.

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