domingo, 26 de enero de 2025

«Epistolario completo Ortega-Unamuno», edición de Laureano Robles.

 

Dos visiones autobiográficas y dos modos diversos (y no siempre coincidentes) de afrontar la reflexión filosófica y sociopolítica.

 

      A lo largo de casi 30 años no son muchas las cartas que cruzaron Unamuno y Ortega y Gasset, pero este epistolario completo reunido en volumen y cuidadosamente editado por Laureano Robles es una estimulante y provechosa lectura para entender una parte de nuestra historia sociopolítica y, por supuesto, subirse a un mirador privilegiado para contemplar la intimidad de dos pensadores de talla universal, cuyas respectivas obras deberían ser de lectura constante, aunque su desoladora percepción de la realidad española de su época es hoy, más de un siglo después de que iniciaran su intercambio epistolar, tristemente actual, dada la vertiginosa degradación democrática que estamos viviendo desde que la extrema izquierda y el neofascismo nacionalista han devenido los únicos sostenes de un disminuido y radicalizado partido socialista, con poco de obrero y perdiendo a pasos agigantados lo de español, en beneficio de no se sabe bien qué plurinacionalidad indefinible. Hacia el final del epistolario, en una de esas cartas escritas por Ortega pero que no llegó a enviar a Unamuno, fechada en 1933, leemos: Nos llegan tiempos de prueba y de confusión. Los cabecillas políticos no aciertan a desentrañar —desentrañar, ¿eh?— de los actos del pueblo —unas elecciones, por ejemplo— su estado de ánimo. ¡Es tan difícil desentrañar de actos estados! ¡Llegar al hondón de la conciencia comunal!  En otra, de 1907, el desaliento de Ortega ante la realidad le lleva al extremo de decir nada menos que lo siguiente:      Los españoles han sido hoy y siempre una raza simiesca, un arrabal de la humanidad. Pero entre ellos ha habido unos semi-hombres que no se han contentado con pensar en hacerse hombres sino que han querido asaltar a Dios, derretirse en todos los infinitos. Monos y sobrehombres: eso ha sido Celtiberia. Lo que no se puede buscar son hombres. Solo ha habido un castellano que siendo sobrehombre supo a fuerza de ironizarse tomar su sobrehumanismo como espectáculo, superarlo y llegar, si no totalmente, por lo menos teoréticamente a Hombre. Fue Cervantes. Esta opinión se condice con su reacción ante la lectura de la Vida de don Quijote y Sancho, de don Miguel: Por lo demás… ¡he llorado! —desde que soy platónico todo me hace llorar— pensando que a la hora de ahora es posible que no haya quinientos españoles que lo hayan leído y ni diez que lo hayan comprendido. ¡He ahí un fiel retrato de la soledad del intelectual en la España del primer tercio de siglo XX! Ambos tienen la sensación de, como se dice vulgarmente, clamar en el desierto, pero no por ello abdican de su alta labor intelectual con la esperanza de sacar a España del «marasmo» que denunciara una y otra vez Unamuno en su esforzada labor polígrafa.

          He llegado tarde al género memorialístico, acaso porque, muy quijotesco y bovariano a mi manera me perdí desde muy joven en el laberinto de la novelería, tan gustoso como terrible; pero será la edad, en su franja septuagenaria, la que me empuja hacia el recuerdo y hacia las vidas, hechos y escritos de los otros, no ficticios, sino reales, como si se declarara con ella, la edad, una última necesidad de realidad «palmaria» que acabara dándole sentido a tanta imaginaria como he vivido antes de abandonarla definitivamente. No estoy muy seguro de ello, pero como yo vivo de continuo en un poblado jardín de hipótesis de toda laya, advierto que ha crecido esta, y la riego. Y leo, de tanto en tanto, memorias, confesiones y epistolarios como un cotilla de la vida intelectual de los demás, cumpliendo acaso el viejo impulso de asomarnos a la ventana para ver la vida de los otros ya cercarnos a nuestros desemejantes… Unamuno y Ortega se llevan diecinueve años, son de generaciones muy distintas, uno, de la del 98; el otro, de la del 14. El primero aún arrastra la memoria de las guerras carlistas; el segundo, es un español abierto a las corrientes europeas del pensamiento, que tanto influirán en su concepción de Europa como una superación del nacionalismo, ese que Ortega define en estas cartas de este modo: El prejuicio nación es un octavo pecado capital. El atrabiliario rector de Salamanca, sin embargo, será un antieuropeísta convencido, el adalid del tan incomprendido «¡Que inventen ellos!», que en estas cartas justifica con tanto ingenio:  La luz elécttrica alumbra aquí tan hien como donde se inventó. (Me felicito de habérseme ocurrido este aforismo tan ingenioso). 

                      Como el género epistolar tiene mucho del típoco cajon de sastre,m del batiburrillo o del matalotaje, tiene el intelector una sensación de fuerte reparo ante el cruce de intimidades que no le han sido destinadas y que acaso han sido escritas amparándose en la lectura exclusiva que hará el destinatario. Otra cosa es que los corresponsales, como creo que ocurre en este caso, sean conscientes de que cualquier esrito de ambnos será suscetible de formar parte de su «obra», y contribuirá a fijar su perfil humano e intelectual definitivo. Accedemos, desde esta perspectiva, a unas manifestaciones íntimas muy alejadas del discurso elaborado, y leemos revelaciones ciertamente sorprendentes que nos acercan a una visión de ambos intelectuales muy distante de la imagen más divulgada de ambos. ¿Qué decir de esta sorprendente revelación de Ortega, al poco de iniciar su cruce epistolar con Unamuno:  Luego me agarra la convicción de que no sé ni una palabra de nada; pero así: ni una palabra. ¡Y piense ahora el intelector de estas páginas en la catarata de declaraciones ebrias de cuantos se reclaman «autoridad» intelectual a propósito de cualquier cosa, desde el conflicto entre Israel y los terroristas árabes hasta la fracturación hidráulica, pasando por las entretelas de las esferas de poder rusas! Como si supiera perfectamente con quién habla, que lo sabe, sabe definirse en los términos que apreciará profundamente su interlocutor: Me creo capaz de ser un hombre franco, bueno, justo, de aire libre, al mismo tiempo que entendido, aficionado, studiosus, lento y calientalibros. Sí, sí, con este último neologismo encantador, porque en las cartas suele desatarse una creatividad a la que no le aplicamos los criterios normativos de la obra pública, por supuesto. Remachemos, con otro fragmento de la misma carta primeriza, de 1904, esa sensación de «intruso» en la vida intelectual de Ortega: Nunca olvidaré las frases amargas, humanas, con que habla Turguenev, en Humo, de los diamantes en bruto, de su país: «No extendáis por Rusia la idea de que se puede hacer algo sin el estudio, ¡por Dios! No; aunque se tenga una frente como una hectárea, hay que estudiar, comenzando por el alfabeto; si no, hay que callarse y estarse quieto». Una de las cosas honradas que hay que hacer en España (como en Rusia), donde falta todo cimiento, es desterrar, podar del alma colectiva la esperanza en el genio que viene a ser una manifestación del espíritu de la lotería, y alentar los pasos mesurados y poco rápidos del talento. Seguro que no habrá ningún intelector que no reconozca en este párrafo el credo de los regeneracionistas como Costa o Lucas Mallada, y ello porque la sociedad española, tan deficitaria en el terreno educativo, necesitaba un impulso que tardará aún muchos años en llegar, y, según y cómo, aún, a pesar de todo lo conseguido, aún no se ha completado, sobre todo si atendemos a las pruebas internacionales que evalúan no solo a nuestros alumnos, sino al sistema educativo en su conjunto. No tardará mucho Unamuno, en 1906, en devolver una confidencia semejante, al hablar de la brava tormenta por que mi pobre espirituelo está pasando:  Cada vez me siento más solitario. Y ya apenas gozo si no con la compañía de los solitarios como yo. No me interesa nada de lo que interesa a la generalidad; no les interesa a ellos nada de lo que a mí me interesa.

          Parece una maldición, que los poderosos intelectos hayan de sufrir la soledad, como ese «pájaro solitario» del que predicaba Juan de la Cruz que no sufre compañía, aunque sea de su naturaleza. En este caso, la gozan ambos, a pesar de sus discrepancias, que las hubo, porque Ortega no es tan espiritualista como lo fue Unamuno, por supuesto. ¡Qué escalofriante, viniendo de quien viene, esta confesión!: Es el caso que habiendo hecho no pocos favores en esta vida a otros bípedos, no tengo un solo amigo, […] Años he buscado algún otro hombre que acordara con mi ánimo. Inútil. Todos están preocupados con la realidad, todos necesitan de su tiempo y del de los demás para ir a alguna parte; en la tierra donde es sentencia «fulano no va a ninguna parte» es casi imposible dar con alguien que no quiera ir a parte alguna. Pocos años después, aunque en la lectura se produce una suerte de continuo cronológico que salva los años y lo reduce todo a una larguísima conversación entre ambos…, Unamuno corresponderá a la humanísima confidencia de Ortega: Mi batalla es en este país que dicen atacado de individualismo y donde en realidad se odia la personalidad y carga a cada uno lo que en el otro es el hombre, pelear por el respeto y el interés hacia el hombre. Mi lema es: ecce homo, abrirme el pecho, aunque esto me cueste la vida, y decir: ecce homo. Y enseñar así a que cada cual haga lo mismo. El interés por el hombre concreto, palpitante, individual, ese interés que ha matado el confesionario. A mí me interesa usted personalmente, no sus ideas. Esta última idea del párrafo la reitera a lo largo del epistolario y la asocia a su cristianismo militante: Lo grande del cristianismo es ser el culto a una persona, a la persona, no a una idea. No hay más teología que Cristo mismo, el que sufrió, murió y resucito. Y solo me interesan las personas.

          Este epistolario recoge una pluralidad de intereses de ambos escritores que lo convierten, como dije al principio, en un privilegiado mirador sobre la España de aquellos años; pero me van a permitir que ponga el acento en las confesiones íntimas, porque esas expansiones el ánimo nos ofrecen un retrato, acaso poco divulgado, que es justo conocer, por acercarnos a nuestra experiencia individual la vida de aquellos dos hombres excepcionales en nuestra historia cultural: Estoy amargado, muy amargado. —le confiesa Unamuno—. Es cosa triste que festejen a las ideas expósitas a que por caridad dimos nuestro nombre y saluden fríamente y no más que por compromiso a los hijos de nuestra alma. […] La batalla entre el ambiente y yo llega al punto de mayor tristeza para mí. Quieren hacer mis mejores amigos una cosa de mí y yo quiero hacerme otra cosa. Una sensación de sentirse instrumentalizado que hirió profundamente a Unamuno, quien defendió su individualidad y su criterio aun a costa de enfrentarse a todo el mundo, y su final es una clara muestra de su coherencia. Ortega conoce a la perfección esa soledad de quienes moran en el encumbramiento del pensamiento y de la emoción: Mi querido Unamuno: todos tenemos nuestra soledad porque todos tenemos nuestro Yoecillo —Egunculus— pero la mía es más modesta que la de U. y de todo tiene menos de espléndida. Se trata de la soledad de quienes se mueven en el alto mundo de la especulación filosófica, social y moral, porque, como defiende Ortega: «La moral es la vida buena, el buen orden de la vida». Pero volvamos a la exigencia intelectual que rige la vida de ambos filósofos: ¿Cuál es el español capaz de olvidarse y despreocuparse por completo de sí mismo? ¿Para quién solo existan las ideas? Esto es lo clásico. Clásico es el espíritu que nazca cuando naciere está soterráneamente en comunicación con la corriente soberana de la eterna tarea humana, la que se cumple en horas de siglos. […] Lo clásico es pues lo sincero y lo sincero no es preocuparse en ser por fuera lo que se es individualmente por dentro, sino en no preocuparse de nada que no sea la idea. Ninguno de ellos, sin embargo, se ajusta escrupulosamente a esa exigencia rigurosa que plantea Ortega, porque el compromiso social en aras de una racionalización de nuestra vida política les llevó a dedicar muchos esfuerzos y un tiempo precioso a la labor política, con el convencimiento de que se trataba de un imperativo moral que no podían rehuir en aras de una labor solitaria, por importante que fuera. Ampliamente conocida es la vida de ambos como para reproducirla aquí, pero los dos pagaron un alto precio por esa dedicación, permanentemente sembrada de incomprensión por buena parte de una sociedad polarizada que respondía más a la propaganda barata que a la razón poderosa, casi me atrevo a decir que como en este sexenio ominoso de nuestra política actual… Al principio, 1904, Ortega se resiste: Creerá usted que es avaricia o temor a comprometerse; pero yo le aseguro que es respeto a las ideas, y —¡qué demonio!— cierto asco de entrar a formar parte, casi a sabiendas, del coro de ocas; pero no tardará en volcarse en esa dimensión política de su actividad intelectual: «Creo que estamos en momentos precisos para resucitar el liberalismo y ya que los de oficio no lo hacen vamos a tener que echarnos nosotros ideólogos a la calle. No hay más remedio: es un deber. Hay que formar el partido de la cultura».

          Algunos aspectos anecdóticos de ese epistolario llamarán la atención de intelectores suficientemente informados para apreciar algunos juicios llamativos, como el desprecio que manifiesta Unamuno por Gabriel Miró: Iría a informar en eso o en otra cosa si estuviese dispuesto a llevar una docena de palabritas nuevas como un Miró cualquier (pero qué huero y qué estúpido es lo de este levantino!) […] pero estoy en ánimo de cagarme en lo que llaman estilo y es todo lo contrario. Que informe el camello estridente, quiero decir, D. Melquiades, con su retórica sahárica en la que no hay más rocío que el del sudor. Se trata de una libertad de juicio con manifiesto animus iniurandi que solo se manifiesta al amparo de la confidencialidad del correo. Como cuando recomiendo al «espectador»: Hay que darse baños de bêtise humana. Son como los baños de fango. Y más usted que quiere ser el hombre de la calle. Lo más propio del hombre de la calle es aguantar los codazos de la muchedumbre callejera y las salpicaduras de barro de los coches. Por otro lado, no faltan datos anecdóticos como el recuento de los ingresos que tiene Unamuno como rector en la universidad de Salamanca, más lo que gana con los artículos en La Nación y otros ingresos, para declinar la oferta que le hace Ortega de irse a Madrid a ocupar una cátedra de Historia de las religiones: Ir ahí, a Madrid? A ese indecente, a ese bochornoso, a ese indolente, a ese repulsivo Madrid? A esa cueva de políticos, estetas, chulos, pedantes, cómicos y periodistas? Voy a probar cuánto tiempo puedo pasarme sin pisar eso, le contesta. De igual tenor podría considerarse la confidencia de las aspiración a la aurea mediocritas de quien en alguna carta firma Pepe Ortega: Yo deseaba casarme e irme a vivir a la sierra de Córdoba cerca de la ciudad en cuyo Instituto creo que va a haber vacante. La serenidad de Córdoba me enamora. Córdoba es una mujer en mis sueños.

          Permítanme concluir con la descripción que hace Unamuno de su modo de trabajar: Y si hay, según Schopenhauer, escritores que escriben sin pensar, otros que escriben porque han pensado y otros que piensan para escribir, los hay también, y creo contarme entre ellos, que piensan escribiendo. Una pluma en la mano es mi mejor excitante. Y es como mejor me refuto a mí mismo y me contradigo.

          El resto de maravillosos descubrimientos de este epistolario lo conocerán quienes se acerquen a él, y ya les aseguro que lo harán con insólito provecho.   

miércoles, 22 de enero de 2025

«‘Tú eres la tarea’. Aforismos», de Franz Kafka.

Las ideas sin género: el acercamiento de Kafka al judaísmo.

 

          Ahora que han pasado los exiguos «fastos» del centenario de la muerte de Franz Kafka y evitamos las cifras redondas que tanto ofenden a Enrique Vila-Matas, estoy en condiciones de acercarme a una obra que puede tener la apariencia de «menor» en el total de las obras del autor, pero que, bien leída, nos ofrece claves para entender buena parte de su obra, marcada por la fiera determinación de ser construida como absoluta prioridad vital: Dos tareas del comienzo de la vida: limitar cada vez más tu círculo y verificar una y otra vez si tú no estás escondido en algún lugar fuera de tu círculo. Los magníficos comentarios de Stach a los aforismos nos permiten adentrarnos en los vínculos que estos tienen con otros textos de diferente época del autor, como esta anotación de 1912 en su diario: Puede reconocerse muy bien en mí una concentración orientada a la escritura. Cuando se hizo claro a mi organismo que escribir era la dirección más productiva de mi naturaleza, todo tendió con apremio hacia allá y dejó vacías todas aquellas capacidades que se dirigían preferentemente hacia los gozos del sexo, la comida, la bebida, la reflexión filosófica, la música. Adelgacé en todas esas direcciones.

El esmerado prólogo de Reiner Stach confiesa de buen comienzo lo obvio: Resulta problemático calificar de aforismos la colección de breves piezas de Kafka que normalmente se publica con el título de Aforismos o Aforismos de Zürau. Desde esa constatación, pues, nadie espere lo propio del género aforístico: el ingenio, la agudeza e incluso el humor; pero sí, por supuesto, la sinceridad extrema y un excelso surtido de pensamientos que inciden en las constantes propias del autor: su fe en la escritura y su temor a la realidad.

 Los supuestos aforismos de Kafka constituyen un nutrido conjunto de reflexiones que, partiendo de una idea fuerza: la existencia de dos mundos, el espiritual y el físico, se dedica a plasmar, acaso de forma reiterativa, la sombría concepción del mundo , ¡y de sí mismo!, que tenía el autor checo y que le han valido fama universal. Los textos escritos durante su estancia en casa de su hermana Ottilie, en el campo, en Zürau, una vez se le había declarado la tuberculosis que, pocos años después, le causaría la muerte. Su hermana, familiarmente Ottla, fue la responsable de acercarlo al judaísmo y suscitó el interés del autor por el mundo yiddish, su teatro, sus tradiciones y, claro está, por la lectura de la Biblia, muy presente en los pensamientos de este libro.

Que sus pensamientos giran en torno a los grandes relatos bíblicos se advierte casi desde el inicio del libro: Hay dos pecados capitales humanos de los que derivan todos los demás: la impaciencia y la dejadez. […] Por la impaciencia fueron expulsados del Paraíso, por la impaciencia no regresan. Este volumen no solo recoge los pensamientos de Kafka, sino, como ya hemos visto en el primer párrafo, los oportunos comentarios del editor, Reiner Stach, quien con suma habilidad suele poner en relación lo expresado por Kafka en el aforismo con el conjunto de su obra, una benemérita tarea de la que se beneficia el lector poco asiduo de Kafka, pues constituye una suerte de introducción a su obra completa, y en lo mas interesante de ella: los planteamientos vitales e intelectuales que determinan una vida tan compleja como la del autor checo, quien lo sacrificó todo a su escritura, la posible felicidad con yugal incluida. Recordemos que fue en Zürau donde tomó la decisión definitiva de romper su compromiso matrimonial con Felice Bauer. Pongamos como ejemplo el comentario de Stach acerca de la disquisición de Kafka sobre el mal y el demonio interior: [Sobre el demonio interior: El día anterior Kafka había anotado una pieza en prosa que ofrece un contexto narrativo del motivo del demonio interior:] Sancho Panza, quien por cierto nunca se jactó de ello, logró con el paso de los años, aprovechando las tardes y las noches, apartar de sí a su demonio —al que más tarde dio el nombre de Don Quijote— por el método de proporcionarle una gran cantidad de libros de caballerías y novelas de bandoleros… Los conocedores de la vida de Kafka están al cabo de lo mucho que apreciaba la obra de Cervantes y especialmente el Quijote.

Que Kafka no era una persona sencilla y sí un ser de altísima autoexigencia se constata uno tras otro en estos aforismos en los que su visión pesimista, lindante con el absurdo, recurre a demostraciones cuya lógica solo puede formar parte de un ser de excepción, ajeno al discurrir de la existencia, y anclada en conflictos, muchos de ellos irresolubles, que lo atrapan en una espira depresiva: Todos los errores humanos son impaciencia, una interrupción anticipada de lo metódico, un aparente cercar con estacas las cosas aparentes. Era Kafka un ser en lucha contra las obligaciones que lo apartaban de su creación y, con todo, una persona cumplidora y eficaz en sus cometidos, llamémosles «civiles», porque hasta su jubilación por enfermedad, Kafka se procuró su sustento y soportó la adversidad de su mala relación con su padre, con quien ajustó cuentas en esa obra maestra de la escritura memorialista que es Carta al padre.

Como no puede ser de otra manera, la escritura fragmentaria de Kafka, vía síntesis extremas de sus planteamientos narrativos, es capaz de sorprendernos con verdaderos aforismos que nos impactan por lo insólito y, en cierto modo, por la extrema coherencia con el resto de los fragmentos: Una jaula fue en busca de un pájaro. El buen hacer de Stach nos remite enseguida al aforismo 32 (son 109 los que contiene el volumen) donde Kafka habla de los grajos y pone en relación el pájaro del 16, con la palabra checa para grajilla, Kavka, de lo que podría inferirse que el autor nos habla de la pérdida de libertad. En otro aforismo cercano, más narrativo, esa pérdida de libertad se asocia directamente con el suicidio: El suicida es el prisionero que ve exigir un cadalso en el patio de la prisión y, creyendo erróneamente que está destinado a él, por la noche escapa de su celda, baja y él mismo se ahorca, que se nos presenta en forma de paradoja, lindante con el absurdo, otra de las «especialidades» de Kafka.

A pesar del tono íntimo de estos textos y de lo mucho que tienen de análisis de sí mismo, no era Kafka muy amigo de estas introspecciones, como no lo fue, en términos generales, de la nueva ciencia del psicoanálisis. Con todo, su experiencia de la vida social lo llevo a esta constatación: Tratar con personas induce a la observación de sí mismo. Y como dicha observación lo convertía poco menos que en rata de laboratorio y lo enajenaba de sí mismo, no era de extrañar que se manifestase enérgicamente contra algo que, hoy, constituye una auténtica «plaga psicológica», según se recoge en su diario: Mi odio a la observación activa de uno mismo. A interpretaciones psicológicas del tipo de: “Ayer estuve así por tal motivo, hoy estoy asá por tal otro” […] Soportarse con calma, sin precipitarse, vivir como es debido, no andar mordiéndose la cola como los perros. Como bien añade Stach: «En los cuadernos de Zürau incluso caracterizó la observación de uno mismo como instrumento del mal: Conócete a ti mismo no significa obsérvate. “Obsérvate” es lo que dice la serpiente. […] Finalmente, en marzo de 1922: ¿Qué pasaría si uno se estrangulase a sí mismo? ¿Si la agobiante observación de uno mismo redujese o cerrase del todo el orificio por el que uno se vierte al mundo? Hay momentos en que no estoy lejos de eso».

La dualismo bíblico de la lucha entre el bien y el mal está muy preeente en estos aforismos, de tal modo que acepta, a menudo, una doble realización, como idea y como narración: Los pensamientos secretos con los que acoges en ti al mal no son los tuyos, sino los del mal. Y, poco después, lo aplica a la forma narrativa: El animal arrebata el látigo de las manos del amo y se azota a sí mismo para convertirse en amo, y no sabe que esto es solo una fantasía nacida de un nuevo nudo en la correa del látigo del amo. Puede parecer simple esta vivencia del texto bíblico, pero esa dualidad que ha mecido a la especie humana desde que se aupó a la racionalidad y su expresión verbal va más allá, como vamos comprobando, del planteamiento maniqueo. Que el mal forme parte de nuestras vidas abre un insospechado territorio de ambigüedad en el que Kafka se mueve con envidiable soltura, pero no sin su correspondiente tortura, porque Kafka es un profeta de la tiniebla y el abismo, no de la luz y la esperanza, por supuesto. Y ya hemos visto que la tentación del suicidio no se extingue en él, pero su propio proceso físico final reviste todas las características de un suicidio biológico, con una garganta tan inflamada que no admite la ingestión de alimento ninguno. Recordemos que la última obra de Kafka, cuyas galeradas corrige en el lecho de muerte, es El artista del hambre. Premonitoriamente, en el cuaderno de Zürau escribe estas palabras: No hay un tener, solo un ser, solo un ser que anhela el último aliento, la asfixia.

Pocos autores han descrito mejor el absurdo de nuestra existencia que Franz Kafka, aunque él no tuviera conciencia, en ningún momento, de que estaba convirtiéndose en el principal exponente de esa tendencia literaria que tantas obras maestras nos ha legado: Se les dio a elegir entre ser reyes o correos de los reyes. A la manera de los niños, todos quisieron ser correos. Por eso hay tantos correos, corren presurosos por el mundo y, como no hay reyes, se gritan unos a otros mensajes que ya no tienen sentido. Gustosamente pondrían fin a esa vida miserable, pero no se atreven a causa del juramento profesional que prestaron. He aquí, en forma de narración, lo que bien podría considerarse una anticipación de un género de moda en nuestros días, la «microficción». Bien leída, parece un resumen de buena parte de sus obras mayores.

Kafka vivía con la idea de su imperfección, y por eso es un artista de lo que podemos entender como «autolimitación»: Entender la suerte de que el suelo sobre el que estás no puede ser más grande que los dos pies que lo cubren, hija de una visión de sí mismo francamente desmoralizadora, según puede leerse en una de las cartas a Felicia Bauer, según lo recoge Stach para contextualizar adecuadamente estas meditadas expansiones íntimas que son los Aforismos de Zürau: No tengo memoria, ni para lo que aprendo ni para lo que leo, ni para lo que vivo ni para lo que oigo, ni para las personas ni para los acontecimientos, me doy a mí mismo la impresión de que no hubiera vivido nada, de que no hubiera aprendido nada, de hecho sé de la mayoría de las cosas menos que los niños de una escuela de párvulos, y lo que sé lo sé tan superficialmente que a la segunda pregunta no puedo ya responder. Soy incapaz de pensar, al pensar tropiezo constantemente con limitaciones, aisladamente puedo coger al vuelo algunas cosas, pero en mí un pensamiento coherente y susceptible de desarrollo es completamente imposible.

          Esta humildad «fundacional» de un autor tan torturado como Franz Kafka, ¡cómo contrasta con el papo hinchado de tanto autorzuelo de tres al cuarto que se pavonea en los media! ¡Y aun de algún consagrado como Eduardo Mendoza quien, para epatar a su audiencia, le confeso paladinamente que «Kafka es un mal escritor», y siguió, después, con unas consideraciones tecnicas más que discutibles.

         

 

viernes, 3 de enero de 2025

«El diablo en el cuerpo», de Raymond Radiguet o la precocidad suma.

 


Una madura novela sentimental escrita a una edad, dieciocho años,  en la que aún, la mayoría de los jóvenes, está rompiendo el cascarón de la existencia…

          La precocidad extrema en el desarrollo intelectual, con frecuencia asociada al fallecimiento prematuro, por propia o ajena mano (la de Átropos e imitadores), como el caso de Otto Weininger, Hildegart Rodríguez, Jim Morrison, Egon Schiele, Janis Joplin Évariste Galois o en quien hoy me fijo, Raymond Radiguet, invita a escribir un capítulo —acaso ya escrito, que mis lagunas son aterradoras, por lo vastas y profundas…— de la historia de la teratología, ciertamente.

Si algo me llama la atención del estreno literario de Radiguet es que lo hiciera con una novela, género propiamente de madurez, frente a la poesía, que parece admitir de mejor grado la precocidad genial, como es el caso de Rimbaud o de Rubén Darío; y una novela amorosa, además, que cualquier lector leerá como si hubiese sido escrita por un experimentado hombre de mundo que cuenta su aventura galante entretejiéndola de observaciones sobre la existencia, el amor, la Historia y la sociedad que sorprenden por su madurez y su nivel de conceptualización. Parece, el autor, como se dice coloquialmente, «de vuelta de todo», cuando, en realidad, está comenzando a vivir.

Sí, se trata de un caso atípico, eso está claro: prefirió dejar los estudios y dedicarse a leer, ¡y a fe que lo hizo con enorme provecho!, porque no se trata ya del estilo o del plan narrativo, sino, como vengo diciendo, del alto nivel de sus consideraciones sobre una variada gama de realidades, entre las que el análisis del proceso amoroso ocupa un lugar muy destacado. Lo llamativo, con todo, es la naturalidad con que nos habla de la relación que mantuvo con una joven prometida y luego casada con un joven que estaba en el frente, durante la Primera Guerra Mundial. El autor — Voy a exponerme a no poco reproches. Pero, ¿qué puedo hacer? ¿Acaso fue culpa mía tener doce años algunos meses antes de la declaración de la guerra?— narra unos hechos autobiográficos y lo hace con total sinceridad, libertad y, sobre todo, efectividad, porque su capacidad para seducir al lector no deja lugar a dudas. A modo de premonición, resulta muy chocante que el primer episodio narrativo sea el intento de suicidio de una criada de la casa vecina, que era maltratada por el amo. Se deja caer desde el tejado, mientras el autor, aupado a hombros de su padre para no perder ripio del suceso, contempla el despeñamiento de la jovencita. Mientras le tiemblan las piernas.

          La novela fue un éxito desde el mismo momento de su publicación y el autor devino, casi inmediatamente, una celebridad. Amigo íntimo de Jean Cocteau, se le abrieron todas las puertas de la intelectualidad y el arte de su momento y, tras otra novela, no tan exitosa como la primera, murió a causa de la fiebre tifoidea a los veinte años. En esta novela hay unas líneas que pueden ser leídas como una absurda premonición de su muerte:  Me enardecía, me apresuraba, como las personas que han de morir jóvenes y van a marchas forzadas. […] Pretendía a los dieciséis años un género de vida que solo se desea en la madurez. Y sí, se advierte en el ritmo de la narración una suerte de extraño frenesí, como si quisiera vivir en pocos años toda una vida. De hecho, incluso llega, a edad tan temprana, a tener un hijo con su amante, lo que, en cierta manera, lo consuela de la muerte de ella, aunque sea el marido el que se encargará de la criatura, porque le pone el nombre del joven amante, y de ahí la ironía final de que ella muera llamando a su hijo, que el protagonista entiende como llamándole a él, porque la confesión que le hace poco antes de su separación es inequívoca: «Prefiero —susurró— ser desgraciada contigo que feliz con él» Son esas expresiones amorosas que no quieren decir nada, y que da vergüenza referir,  pero que, pronunciadas por la boca amada, producen embriaguez, escribe el protagonista, con ese aplomo suyo inidentificable con el adolescente que, más allá de vivir una pasión amorosa, se recrea en recontarla con una precisión y una sabiduría vital que asombra.

          Son muy frecuentes las alusiones a su condición de joven que no disfruta de la independencia necesaria para poder vivir a fondo su absorbente pasión amorosa. A pesar de que reconoce, de buen comienzo, que mis padres me mimaban y no me reñían nunca, la anómala situación de un joven cortejando a una mujer casada con un marido que defiende a la patria en las trincheras, suscita una oleada de rumores que llegan a los padres, de ahí que después de haber mantenido en casa una fachada digna, él [su padre] perdía toda moderación y, cuando yo pasaba varios días sin volver, enviaba a la doncella a casa de Marthe con un recado dirigido a mí, ordenándome que  volviera con urgencia; si no, comunicaría mi fuga a la prefectura de policía y demandaría a la señora L. por corrupción de menores. […] Al cabo de un rato volvía yo a casa, maldiciendo mi edad: me impedía ser dueño de mí mismo.

          Desde que se conocen, ella tiene fama local de excelente acuarelista, él inicia un proceso de «descubrimiento» que deriva rápidamente hacia los gustos literarios, algo que fue, durante mucho tiempo, una pieza clave en las relaciones entre jóvenes, porque el amor debía sustentarse en la afinidad de los gustos, en la identificación imprescindible del «alma gemela» que garantizara el sustrato último de la «afinidad electiva», siguiendo el modelo goethiano, autor del protorromántico  Las cuitas del joven Werther. No es El diablo en el cuerpo —título tomado de una narración de Giacomo Casanova en la que relata la relación amorosa que, teniendo él doce años, mantuvo con una joven de diecisiete…—, una narración romántica, sino un relato realista y, dada la época, muy desafiante. El hecho mismo de la infidelidad de una joven para con un marido que luchaba en el frente y la consideración de ese periodo bélico como unas largas vacaciones para el joven son aspectos que suscitaron no poca polémica en el momento de su publicación. En todo caso, estamos más cerca de una suerte de «educación sentimental» que de una novela deliberadamente transgresora. En el fondo, además, la visión de las relaciones amorosas se ajustan a un modelo hasta cierto punto muy conservador o machista, porque, como el narrador destaca: A fuerza de orientar a Marthe en un sentido que me convenía, iba formándola poco a poco según mi imagen. De esto me acusaba a mí mismo, y de destruir a sabiendas nuestra felicidad. Que se me pareciera, y que eso fuese obra mía, me encantaba y me contrariaba. Se trata de un comportamiento que durante mucho tiempo formó parte del modelo de relación amorosa: el hombre había de «educar» a la esposa que, usualmente, solía ser siete o diez años más joven que el marido (¡cómo oro en paño guardo un librito de Andrés Revesz, La felicidad en el matrimonio, profusamente subrayado y anotado por mi padre, quien acabó su matrimonio con un divorcio traumático, a punto de convertirse en uxoricida…!), y el narrador habla, tras relatar su semejanza de gustos literarios, de que el prometido de Marthe (Alice en la vida real) le prohibía según qué lecturas: Intenté averiguar sus gustos literarios; me hizo feliz que conociese a Baudelaire y Verlaine, y me encantó su modo de amar a Baudelaire, distinto, sin embargo, del mío. […] Su prometido, en sus cartas [desde el frente], le hablaba de lo que leía, y si bien le aconsejaba algunos libros, también le prohibía otros. Le había prohibido Las flores del mal. En la novela, sin embargo, ella es mayor que él, lo que lleva al joven adolescente a una sobreactuación inequívoca: Cuando conocí a Marthe, algunos meses atrás, mi pretendido amor no me impedía juzgarla, ni encontrar feas la mayor parte de las cosas que le parecían bellas, y pueril la mayor parte de lo que decía. Ese día, al contrario, si mis opiniones no coincidían con las suyas, yo mismo me quitaba la razón. Tras la rudeza de mis primeros deseos, la dulzura de un sentimiento más profundo era lo que me engañaba. No me sentía capaz de emprender nada de lo que me había propuesto. Empezaba a respetar a Marthe, porque empezaba a amarla.

          A pesar de ese dominio masculino atávico, destaca en el proceso de amores la sutil evolución del protagonista cuando descubre, como acabamos de leer en la cita, que se ha enamorado. Entonces, además del «diablo en el cuerpo», hace acto de presencia el «demonio de los celos», porque le resulta incomprensible que la joven acepte casarse con  el «rival», para quien no tiene, desde luego, muy buenos sentimientos: Le debía mi naciente felicidad a la guerra; esperaba de ella la apoteosis. Confiaba en que favorecería mi odio del mismo modo que un anónimo comete el crimen en lugar nuestro.

          El detalle psicológico de gran precisión aparece a lo largo de toda la narración, como nos muestran estos ejemplos que dan fe de la teratológica precocidad de Radiguet:

          A fuerza de vivir con las mismas ideas, de no ver, si se la desea ardientemente, más que una sola cosa, se termina por no apreciar la perversidad de los propios deseos.

          El amor, que es el egoísmo a medias, sacrifica todo a sí mismo y vive de mentiras.

          Ignoraba que, servidumbre por servidumbre, vale más ser vasallo del corazón que esclavo de los sentidos.

          Quizá sea cierto que el amor es la forma más violenta del egoísmo.

Los verdaderos presentimientos se forman en unas profundidades que nuestro espíritu no visita.

Viene esta recensión a cuento de haber visto la película de Claude Autant-Lara, con el mismo título de la novela, y protagonizada por un inconmensurable Gerard Philippe y una «madura» Micheline Presle que convertía la obra en algo así como una prefiguración de En brazos de la mujer madura, de Stephen Vizinczey, algo muy distinto del original de Radiguet. Y como se trataba de una de esas novelas que siempre tienes pendiente, he aprovechado para leerla y quedarme «de una pieza», como se decía coloquialmente…, ahora el elogio se reduciría a un «¡brutal!», y a otra cosa… Ahora, pues, que ya estoy al cabo de la calle de la historia original, me juzgo en condiciones de hacer la crítica de la película en el Ojo correspondiente.