La complejidad formal de la materia narrativa ordinaria: Las ideas como motor diegético: Una exhibición técnica agotadora y luminosa a partes iguales.
Atraído por la notoriedad del autor, intenté hace muchos años leer dos veces Volverás a Región, novela que abre la trilogía que culminan estas dos que acabo de leer con un regusto amargo y un placer intelectual que no acaban de expresar las muchas tentaciones de abandonar la lectura que he sufrido y que he vencido solo por un amor propio lector que no tuve, en su momento con la primera del ciclo. Hube de concluir que se trataba de la novela de un ingeniero de caminos, y que a mí el ánimo lector me pedía otra cosa. Todo esto que digo puede y debe ser usado en mi contra, naturalmente, porque son mi incapacidad, mi insensibilidad y mis muchas limitaciones las responsables de que , aun siendo un devoto de Ulises y de Finnegans Wake, estas novelas de Benet se me atraganten, en parte.
Lo primero es
reconocer la absoluta maestría de Benet en el arte de novelar y, sobre todo, si
alguien cree que se sobrepasa de lo lindo la deconstrucción de las estructuras
básicas de la novela, en el arte del ensayo, de la reflexión, porque tanto en Una
meditación —de título inequívoco—, como en Un viaje de invierno, más
en la primera que en la segunda, las tiradas reflexivas en el más puro dominio
del arte del ensayo tienen una presencia que, aun siendo antidiegéticas, poseen
un interés sustantivo extraordinario, dado que Benet era poseedor de una mente
privilegiada que vuela por la abstracción con una seguridad absoluta, y son
constantes en estas dos novelas lo que, en la narrativa tradicional, llamaríamos
digresiones o excursos reflexivos, y que en sus novelas articulan la «narración»
en gran medida.
Mi única
convicción es la de no ser el lector ideal de Benet, aunque en estas dos que
comento sí se me puede calificar de fiel y de atento, y de ahí la extraña mezcla
de admiración hacia su portentosa capacidad intelectual y de extraño rechazo
hacia una dificultad lectora aparentemente impostada. Otra cosa es que este
tipo de novelas tengan, más allá de los críticos, mayor o menor público, lo que
nada dice sobre sus posibles, y en este caso indudables, valores literarios.
De Una
meditación quizás quede para la posteridad el artilugio inventado por el
autor para facilitarle un rollo de papel de imposible vuelta atrás donde fue
escribiendo, de una tirada, el cuerpo de la novela. Imagino que las galeradas
fueron acaso el momento oportuno para las correcciones inevitables que el
desafío implicaba, porque ya se sabe que lo propio del novelar es rehacer
constantemente la materia narrativa y corregir sin descanso una y otra vez. En
la medida en que la voz narradora recuerda una saga familiar en un pueblo y,
básicamente, una hacienda de Región —el universo literario inventado por el
autor—, podemos decir que la obra se articula a partir de la memoria y que por
ella desfilan personajes, sucesos y cosas sobre cuya existencia se vuelve una y
otra vez sin que, más allá de las informaciones de la voz narrativa, tengamos
otras fuentes, otros puntos de vista que nos permitan lo que la novela no
admite: una comprensión lógica y cronológica de los episodios que aparecen y
desaparecen como por ensalmo de un párrafo para otro: Me pregunto muchas
veces: si no fuera por los demás, ¿qué sabríamos de nosotros mismos?, ¿qué
sería la niñez sino un espejismo contradictorio e incontrastable? […] Porque de
treinta o cincuenta años vividos ¿qué es lo que se conoce con seguridad? Añadamos que las 391 páginas de letra
diminuta de la novela constituyen un solo párrafo, coronado por un punto final,
en las que no hay diálogos formalmente reconocibles.
Se
advierte, enseguida, lo mucho que de desafío tiene el texto, algo que forma
parte de la Literatura desde hace muchos siglos. Los 146 versos en latín con
todas las palabras iniciadas con «c» en la Ecloga de Calvis escrita
por Hucbaldo, los caligramas, el Finnegans
Wake de Joyce o la reclusión de Camilo José Cela en una «celda» mínima para
escribir Oficio de tinieblas 5, por ejemplo, nos indican que los retos,
los desafíos, son parte consustancial de la creación literaria.
En la medida en que el tiempo de las
novelas incluye nuestra Guerra Civil y
la tremenda posguerra posterior, hay buena parte de la materia narrativa que
todos los lectores reconocemos, al margen de las digresiones especulativas, y
seguimos con interés la presencia de exiliados que vuelven, el contraste entre
el discurso de los vencedores y el de los vencidos, las costumbres, etc. Hay,
por lo tanto, un sustrato narrativo que emparenta de forma clara con la novela
tradicional, la de las relaciones de familia, la de los herederos, la de
personajes cuya caracterología ocupa no pocas páginas. No hay más que pensar
que para describir una sonrisa, el narrador recurre a Los caracteres, de
Teofrasto, citado explícitamente en el texto. De igual manera, no son pocos los
excursos de carácter psicoanalítico sobre el yo, el ego y aun hasta sobre el
ello. Hay, también, una lucha abierta entre la sociedad y el individuo o entre
el Estado y el individuo, constante a lo largo de toda la novela: De tanto
en tanto el Estado, en su lucha permanente contra el Individuo, elige al más
rebelde o al más inocente y en su día más lúcido para hacerle comprender que si
bien los principios de la Moral reposan sobre una falacia, eso no es bastante
para destruirla y edificar, en sustitución de ella, una fábula del Yo. […]
Porque existe un principio de generalidad al que tiene que someterse.[…] El
principio de generalidad solo se apoya en sí mismo, ni sobre la fe ni sobre la
historia.
Que Benet quiere «distinguirse» de
cualquier contemporáneo suyo me parece tan evidente que quizás a ese afán de
individuación extrema respondan usos y abusos como el de cierto léxico propenso
a los neologismos y a los usos técnicos de su profesion o directamente
importados de otras lenguas. Veamos una muestra significativa y enriquecedora,
porque su uso es, en muchos casos, su supervivencia: abujardado (piedra
labrada con bujarda); nacela: escocia: moldura cóncava.; vargueño
(3ª acepción, a imagen de los construidos en Bargas); galayo: la roca
pelada en la cima de un monte. *Valedictorio: el discurso de final de
carrera de un estudiante en la ceremonia de graduación (anglicismo, valedictorian,
del latín vale dicere). Refringencia: propiedad de refractar la
luz. Demeure, galicismo por «morada, casa, mansión». *Liticontestación:
Contrapleito, vendría a significar, porque «litis» significa pleito. Puff
por asiento. Capitoné: tapizado tipo Chester. *aloína: Principio
laxante de la savia del aloe vera. Referido, como aquí, a «una tarde aloína»,
quizá se refiera a una tonalidad verdosa o blanquecina, como la propia savia de
la planta.*Etiolante: debilitador. Tomado del étioler francés: «debilitar,
ajar, marchitar». Pero el valor anecdótico de este uso halla un correlato más
potente en el desarrollo argumental que muy a menudo suele extenderse durante
casi una página o más, como ocurre desde el último tercio de la página 250
hasta el final del primer tercio de la 252, en una sola oración; acaso para
demostrar, como decía Claude Simon, que la inteligencia se mide por la
capacidad para no «perderse» en la lectura de una oración que se extiende,
subordinada va, subordinada viene, a lo largo de una página o dos del texto. Lo
mejor es percibir en un ejemplo este rasgo de la literatura benetiana que
tendrá tantos entusiastas como detractores, imagino: Si por culpa de la
memoria a veces es preciso tardar tanto para calar en el escueto significado de
una palabra que con independencia de sus connotaciones está grabada con una
estampa emotiva que afluye y colorea el discurso donde aparece —al tiempo que
un recuerdo impenetrable e inaccesible al análisis, exento de palabras, queda
materializado y estabilizado en una figura inmóvil— por culpa de las palabras
con tanta frecuencia o más se borran las imágenes (demasiado voluminosas para
un principio de economía que exige su reducción a referencias indelebles
abstractas) en virtud de ese proceso cognoscitivo mediante el cual la imagen
que engendra la idea es destruida en cuanto esta tiene suficiente
representación para remitir directamente a la emoción que dio lugar a aquella;
por cuanto ese proceso que enlaza dos familias de abstracciones dominadas por
la palabra no tiene lugar mediante una relación biunívoca e inequívoca de ambas
series sino, antes al contrario, a través de una proyección multivalente que
puede poner en relación muy diversas ideas con una misma emoción —atravesando
además un campo en el que la destrucción de las imágenes no ha sido tan
completa como para que no queden intactas un buen número de ellas, como
relicario —podría decirse— de un primitivo y desaparecido mecanismo que el
conocimiento ha abandonado… Y sigue…, pero como botón de muestra nos parece
ya lo suficientemente redondo lo transcrito.
La novela es una fuente constante de reflexiones
que surgen al hilo de las relaciones familiares y de vecindad, territoriales,
de los personajes de quienes no podemos acceder nunca a una visión más o menos
objetiva en función de sus vidas o sus hechos; la historia nos llega
mediatizada por la voz narradora y a ello hemos de atenernos. Cierto, el poder
discursivo, más que narrativo, es poderoso, aunque haya sus altibajos, como
sucede en la adaptación conyugal con que concluye una sólida reflexión sobre
nuestra Guerra Civil: Pero aun cuando una forzosa tregua parece
ser el momento indicado para reconsiderar las causas y posturas que provocaron
la catástrofe, ambo contendientes —tan incapacitados se hallan por sus propias
culpas y agravios para recapacitar con aplomo— ya no estarán por mucho tiempo
en situación de recobrar el primer hilo, volviendo una y otra vez sobre el casus
belli, como los amantes que a duras penas saben encontrar el camino de la
reconciliación porque, habiéndose despojado del manto protector bipersonal del afecto
que un día les unió, se guarnecen cada uno en su amor propio y, en la porfía
por desmontar el ajeno, se lanzan a la cara toda la serie de recriminaciones
con que quieren poner en claro la responsabilidad de la beligerancia y que nada
ayudan, como es evidente, a echar las bases del nuevo pacto cuya sinceridad
puede medirse por las consecuencias que acarrea su cancelación; [etc]. Es
decir, que la opción de la Transición del 78 tuvo la virtud de superar el
rencor con un pacto de no agresión y olvido que ahora se erosiona desde el
actual gobierno de coalición ultraizquierdista.
Está claro que el panorama humano y social
que emerge de Una meditación es más el de los escombros que el de
la obra confiada en el futuro. Todo parece estar tocado por el ala de la
destrucción y la desesperanza, y todo se somete a la rígida censura de quienes
se sienten atrapados por la memoria y por el espacio: recluidos en el abismo donde
todo se mezcla como el extraño matalotaje de un barco, como el pandemonio miltoniano
de lo que acaso nunca fue un paraíso perdido, sino la mera posibilidad de la
supervivencia o la exploración. Quien lea estas líneas puede sacar la idea
equivocada de un texto sombrío y casi indigerible, pero lo cierto es que Benet
acredita con creces su altivo y exquisito sentido del humor que se manifiesta
cuando menos se espera, como esta comparación que viene muy a cuenta, dadas las
élites sindicales verticales de nuestra actual democracia: Habían desarrollado
una tal amargura, una tal hostilidad a cuanto ocurría en la hora presente que
sus caras habían perdido todo rasgo femenino, surcadas por arrugas tan hondas
que habrían hecho palidecer de envidia a un dirigente sindical.
Aun admirando, como he tenido ocasión de
hacerlo a lo largo de estas dos novelas, un arte que sabe circular por la cuerda
floja de la abstracción más interesante en el seno de un endeble armazón narrativo,
no corren buenos tiempos para esta lírica reflexiva, ciertamente, porque la
exigencia lectora, amén de una sólida preparación multidisciplinar —como corresponde
a un género en el que cabe literalmente «todo»—, desde las teorías del yo hasta
la Historia, pasando por la filosofía, la ética, la psicología y la ciencia, no
favorece que pueda haber en el inmediato futuro generaciones de lectores que
tengan su novelística como libros de cabecera, y, sin embargo, ahí sí que seguirán
estando otros modelos que Benet desprecia, como el realismo de Tolstoi, la metafísica y el existencialismo de
Dostoievski o la memoria de Proust, y, por supuesto, El Quijote de
Cervantes o, si se me apura, y es algo más discutible, la novelística de su
amigo Martín-Santos, con su inmortal Tiempo de silencio. Tengo la
impresión de que Javier Marías, también amigo suyo, supo extraer las lecciones
adecuadas de una obra que parece escrita para otros escritores y críticos, más
que para un lector estándar, como yo mismo, con sus correspondientes
limitaciones, y expurgó su novelística de toda complicación que alejaba a los
lectores del inexorable «hilo seguido» al que el género obliga. Otra cosa es
que se hable de estas dos novelas como «textos» indeterminados genéricamente,
al estilo de los de Sebald, por ejemplo, o del Monsieur Teste de Valéry.
Acerquémonos, para finalizar, porque casi
400 páginas de letra apretada da para citar durante horas, al análisis —y
advirtamos cómo la mención de sus textos incita más al uso de conceptos
discursivos que narrativos— que hace Benet del proceso amoroso, algo que, en
principio, debiera de ser uno de esos momentos en que la comunión autor-lector debería
producirse instantáneamente, lo que me temo que no ocurra, porque el enfoque
del autor casi parece destinado a levantar en el lector la sospecha de que sus
sentimientos, y específicamente el del amor, es poco menos que una aberración: A
este y otros respectos me digo a veces cómo el amor actúa como un disyuntor de
la red social, como las tijeras que imperceptible pero inevitablemente van
cortando los hilos que unen a la sociedad a los dos seres que en él se buscan y
que cuando se enlazan entre sí dejan ver dos cabos sueltos que el cuerpo social
—necesitado de cubrirse con un tejido que le tape sin hiatos ni cesuras ni
desgarros— se ocupa de enlazar de cualquier manera para que no se advierta la falta
de continuidad; no será esa la razón —me digo— pero no me caben muchas dudas de
que el recelo con que desde siempre se toma la capacidad del ser humano para
romper sus ataduras con la sociedad y religarse con otras más personales, y la
permanente desazón que le produce el saber que al obrar así no solo está
utilizando sus energías más poderosas sino que actúa con el plácet de su
naturaleza más íntima y en concordancia con sus apetitos, ha inducido a la
sociedad (como en la desaparición por muerte) a buscar la forma de transformar
tal desgarro en un fortalecimiento de la malla que —contrariamente a lo que en
verdad supone— de los vínculos de amor pretende formar sus más tenaces y
enhebrados hilos cuando en verdad toda grave historia de pasión (sea de amor o
de amistad) alienta, como no puede ser de otra manera, el horror, el miedo y la
repugnancia por la especie humana.
He tenido la sensación de que Una
meditación es una versión elitista y
excesiva del Pedro Páramo de Juan Rulfo, porque en la mezcla constante de
recuerdos, presencias, ausencias, deseos, censuras y confusiones, toda la
novela diríase poblada de fantasmas vivos y muertos impotentes. El narrador
reitera constantemente la imposibilidad de acceder al conocimiento y menos aún
al conocimiento de uno mismo, y de ahí la atmósfera agobiante de postrimerías
que se respira, a duras penas, en toda la novela: Intentar conocer el yo
desconocido cuyo reflejo advertimos en el triple espejo de la sastrería conduce
al conocimiento de la nada, del «no poder ser». Y de ahí que El desánimo
tiene eso: no solo borra toda la carrera de errores sino que en buena parte
viene a restablecer el equilibrio volitivo original (que descansa en la
indiferencia) roto y desordenado por el afán de consecución. Querer,
desear, apetecer, son los pecados originales de los personajes, los que parecen
explicar su destrucción y su miedo a lo largo de la ¿narración?, dado que El
tiempo no es más que la capacidad de desventura concentrada o dispersa que
puede soportar un cuerpo.
Un viaje de invierno, título
shubertiano, vendría a ser una especie de solo virtuoso desgajado de la gran sinfonía
compleja que es Una meditación. Cuando comencé a leerla me dejé llevar
por el arrullo de una invitación viajera que consistía en dar vueltas sobre el
propio eje de un personaje que vive aislado, una mujer divorciada, con una
hija, que, por marzo de cada año, para celebrar la primavera y el regreso de su
hija a casa, celebra una fiesta a la que invita, mediante cartas que han de ser
levadas por un sirviente a la estafeta de correos, a sus amigos. La composición
literaria gira como al ritmo del vals y las vueltas mínimas de ese girar van
ampliando las referencias, los personajes, los escenarios, la propia vida de la
protagonista y el misterio de un nuevo empleado que es acogido en la casa,
procedente de otras zonas de Región, porque nos movemos en la geografía
imaginaria de Volverás a Región y de Una meditación. La
novela tiene algunos elementos simbólicos, como el pañuelo que se recoge del
suelo y el bausán [«Figura humana, embutida de paja, heno u otra materia
semejante y vestida de armas, que se hacía para simular un combatiente»] que
aparece y desparece de escena sin que haya una referencia explícita a que sea
una efigie del marido ausente.
La novela tiene una estructura paralela:
por un lado, el cuerpo del texto en el que la figura de la mujer es la
protagonista principal de la no acción, porque se habla constantemente de lo
que se ha de hacer y no acaba haciéndose nunca pero se recuerda, porque se ha
hecho muchas veces, algo más sustantivo que el propio futuro hacia el que
tienden las reflexiones de la protagonista; por otro lado, al texto lo escoltan
unos ladillos en los que el autor hace unas aseveraciones formales sobre la ley,
el Estado, el Derecho, la Persona, etc., que contrastan con lo que se está
narrando en esos momentos. A veces se trata, incluso, de una referencia al
origen de una cita del texto: el origen bíblico del Eclesiastés, por ejemplo,
o, en alguna ocasión, de un resumen sintético que orienta al lector sobre lo
que está ocurriendo en el texto al que escoltan los ladillos. El esfuerzo de
lectura alterna no siempre resulta transparente, aunque se ha de reconocer que los
ladillos son absolutamente no solo pertinentes, sino una exigencia de las
vueltas y revueltas de la narración principal acerca de la famosa fiesta. Pongamos
por caso de ladillo: Toda vez que el cogito prerreflexivo sabrá siempre
identificar y reconocer los mitos que de manera desordenada e imperfecta
proporcionan una relación de la condición anterior a la reflexión, el Estado,
por la ley del disimulo, recusa a veces lo que en otro tiempo se llamaba teoría.
Y viene ese ladillo a cuenta de lo que Amat, el marido ausente, le dice a su
hija, Coré: La historia real es desmentida por la verdadera; porque la
elucubraciones sobre los impedimentos que se suceden para la celebración de la
fiesta se engarzan con la propia historia de las haciendas y del territorio, de
modo que la intervención de la autoridad, del Estado en suma, acaba teniendo una
importancia grande en el desarrollo del vals…
De la protagonista que activa, con su decisión
de enviar las notificaciones, aunque el mal tiempo puede desbaratar sus propósitos,
al impedir que el sirviente acceda a la oficina de correos para tramitarlas —y
esta mínima acción se lleva casi un tercio de la novela…— nos dice el narrador:
Hacía muchos años que vivía sola, reducida, inmersa y tan compenetrada con
esa soledad que deja de ser un estado para convertirse en una condición: tal
vez —podía decir al recordar sus años o
más bien sus días de matrimonio— lo mejor de la soledad es esa reelaboracion de
las palabras y los conceptos que al no ser nunca contestado conduce —toda
soledad es en el fondo dual, requiere un diálogo y elabora esa fantasmal
compañía que define los limites superiores del yo— a su más precisa formulación.
Es el narrador, de nuevo, como en la novela anterior, quien «ordena» un
reducido mundo en el que flotan las reflexiones de la protagonista como en una
suerte de líquido *amnético, por usar el neologismo de Una meditación. No
es extraño que advirtamos intereses reflexivos comunes entre ambos narradores,
por más que el de Una meditación sea un personaje de la novela desde cuyo único
punto de vista se nos cuenta todo, y, por supuesto, se nos traslada un mismo
nihilismo desesperanzado: Mira esas piedras incandescentes y ese cielo
torturado por la fecha, el fuego de las colinas sublimado en ramas humeantes y
los rumbos del arado fosilizado en esa estampa de costumbres y dime si no es un
sueño la razón, si es inteligible el ímpetu de vivir, si toda nuestra ciencia
es algo más que el acosado balbuceo de un niño hacia el maestro que le tira de
la oreja: dime si no es extraña nuestra pretensión de dominio, si algo es
mudable y si hay algo más que un único y casi vacío instante engañoso cuya
unidad ni siquiera la memoria puede romper por más que apele a la invencible y
fracasada energía de la montaña o la desteñida seda del firmamento: no existe
ese detestable saber y si tu destino (no tu muerte se hace cada día más claro
es porque cada día importa menos. En los diálogos que los personajes cruzan
entre ellos, por más que no se nos den las respuestas de los interlocutores,
Amat, el marido desaparecido, parece dirigirse a los invitados a la fiesta para
corroborar el mensaje último que se repite, de una u otra manera a lo largo del
texto: No vamos a ninguna parte, no olvidéis que fue la ambigüedad la que
nos trajo aquí y si ahora nos queda solo un camino no podemos olvidar que si
aceptamos esta oferta fue en la seguridad de que todo da igual. El presente es
engañoso, la civilización una trampa. Poco puede añadirse a esa constatación
escrita en un tiempo y un país en el que aún no se vislumbraba, tras el deceso
del dictador, otra España diferente.
En todo caso, he de confesar lo admirable
que es el suave ronroneo del discurso narrativo-reflexivo en esta novela en la
que de nuevo la memoria y lo inexplicable ocupan el lugar central del relato: a
cada página que pasa el lector se admira más de la filigrana retórica con que
el autor va tejiendo una historia en torno a la fiesta cuya celebración permanentemente
ignora si tendrá lugar o no, al tiempo que el nuevo empleado, posible figura
sustituta de Amat («amado» en catalán —lo que remite a una posible paralelismo
con Benet, de Benedictus, «bien dicho», que prefigura el
decir/narrar del autor…—, ya pasado…) se va acercando a la protagonista de un
modo paulatino. El narrador en uno de los ladillos deja claro, por si no se lo
hubiera quedado al lector, que Los
mitos de la razón y el Estado tienen todos —frente a los de la conciencia
nostálgica— un carácter investigable. Y aquí, en este desapego relativo de
sus personajes y una adhesión a la especulación radicalmente intelectual y
alejada del discurrir novelístico de los días, ese fluir en el que los lectores
aspiran a «reconocerse», si les es posible.
Tanto Un viaje en invierno como Una
meditación llevan un epílogo muy instructivo, el primero de Félix de Azúa,
clarividente y laudatorio, y el segundo del eminente crítico Ricardo Gullón,
lleno de sabiduría hermenéutica y cariño hacia unos modos de novelar que
satisfacen ampliamente a lectores tan formados como estos dos. Recomiendo su lectura
antes de la lectura de las obras, al revés de lo que yo he hecho, por lo que se
me ocurre que los prólogos tienen una función didáctica a la que no se ha de
renunciar, sobre todo en obras como las presentes, casi inaccesibles para
lectores no experimentados.
Lo que deduzco tras la atentísima y entretenidísima lectura que he hecho de toda tu entrada -por cierto pensé me iba a costar una enormidad y se te lee de maravilla- que mejor me abstengo de intentar abordar esta novela porque seguramente me cortaría las venas jajaja Lo curioso de todo lo que expones, con un orden y ligereza admirable -dentro de lo denso que es todo- es que como haces tan magistralmente de traductor de Benet dan ganas de abordar el libro jaja de hecho el Winterreise de Schubert, también suena lento, denso y por más que su acompañamiento constante de corcheas quiera darle velocidad, su melodía se parece al arrastrar de un manto infinitamente largo, se le habrá pegado eso, si según dices, toma su título de ahí, aunque por cierto ya trató extensísimamente en uno de los ensallos que componen su recopilación Puerta de Tierra, que en una ocasión leí, creo que más como reto personal, algo parecido a lo que comentas te pasaba a ti para no abandonar estas novelas, que porque de verdad los disfrutara. Entre eso y todo lo que has desgranado me hago una perfecta idea de lo que puede ser esta novela. Leyéndote y habiendo terminado hace poco Montevideo de Vila Matas que si no has leído te recomiendo, por tú lo vas a disfrutar muchísimo, tengo la sensación, tal cual comentas, que algunos escritores no escriben para ser leídos, escriben para epatar a sus colegas, porque si no, es imposible de entender su hermetismo y su extremado vicio por esa recreación y ensimismamiento en sus propias elucubraciones que luego aun complican más con ese vocabulario hiperculto y técnico al alcande de cuatro eruditos como tú… Bueno, Vila Matas no es tan sofisticado en su vocabulario pero su metaliteratura a veces te vuelve loca perdida, como Bolaños, otro que tengo a parcado a ver si este verano soy capaz de terminar sus Detectives salvajes o lo quemo en la chimenea ; )
ResponderEliminarMil gracias, de verdad te digo que si Benet te contratara para hacerle las anotaciones al libro, vendería el doble de ejemplares.
Un beso JUAN y feliz finde!
Me dejas maravillado, María. ¡Pero cómo eres capaz de tragarte un ladrillo como esta crítica! Ya se ve que coincidimos en eso de la pertinacia lectora; pero de verdad que te sería más provechosa emplearla en textos que te depararan el placer que merece esa afición. Benet tiene un libro de memorias, "Otoño en Madrid hacia 1950" que se lee como una crónica periodística, pero con mayor enjundia y con total amenidad. "La inspiración y el estilo" es más técnico, sobre la creación literaria, pero tampoco está mal. ¡Qué preciosa esa comparación con los lieder de Schubert, mis preferidos de siempre, aunque en la voz de Diskau, que es bellísima! Bueno, siento haberte "dado" la tarde. Y ya sabes, cuando me veas tan extendido, pásame de un salto, como en las hogueras de San Juan... Un beso.
EliminarNo te menosprecies, te aseguro que para mi es un placer leerte, casi un lujo. Lástima que no te disfurte más gente, tienes una forma súper didáctica y muy amena de explicar lo complejísimo, así que mil gracias, de corazón. A Benet, tengo que pillarlo en unas vacaciones, es más fácil disfrutar de Shubert ahora en invierno ; )
ResponderEliminarDespués de recuperar el aliento tras la exhausta lectura de esta luminosa entrada de tu blog, propia de alguien con la cabeza ‘bien amueblada’, me queda claro que hay novelistas y novelistas y que Benet es de los segundos. Gracias por tan didáctico esclarecimiento de la obra ‘benetiana’, a la que me acercaré despacio empezando como estoy en la lectura de ‘Amanecer podrido’, singular publicación a la que me atrajo el nombre de Luis Martín-Santos.
ResponderEliminarConfieso que soy un lector caótico y tras mi adicción de juventud a nombres que me parecieron fundamentales (Borges, Cortázar, Llosa, Cela, Márquez, Rulfo, Ferlosio, los clásicos o el mencionado Martín-Santos, mención aparte los traducidos de otras lenguas), el resto ha sido un ir buscar lecturas singulares y abandonar muchas de ellas. Ya quisiera para mí una fracción de esa voluntad de hierro lectora que atesoras, pero la mente es débil y me puede más la escritura que la lectura. Afortunadamente existen personas como tú que nos abre los ojos a lecturas imprescindible, aunque no sé si sabré obtener tan opimo rendimiento.
Gracias por el elogio a mi "tenacidad", que debe de ser una de las pocas virtudes que me quedan ya... Me alegra sobremanera saberme "útil", que mi esfuerzo, a veces incluso contra mi deseo más íntimo, les sirva a los demás para tener una aproximación subjetiva a ciertas obras que no suelen ser las más publicitadas. Procuro revestirme de toda la objetividad que puedo, eso está claro, pero siempre lamento dejarme llevar por la parcialidad y, sobre todo, echo de menos más luces para alumbrar mejor lo escogido. En fin, por intentarlo que no quede. Leer es siempre seguir los caminos de un mapa levantado por Azar. De no ser así, ¿por qué "escogí", si no, "Satán en los suburbios" , de Bertrand Russell, en aquel cesto de libros de saldo en una librería de Murcia en 1968, por ejemplo...? UN abrazo, Francisco.
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