La primera novela europea conservada y una brillante secuela: el ideal del amor romántico sometido a la prueba de las mayores adversidades imaginables o la maldición de la belleza… La perfección de un género desde sus inicios.
Ahora que nos
llega la noticia de la desaparición de la Biblioteca Básica Gredos, atenta a
los clásicos grecolatinos desde su nacimiento, en un servicio cultural a la
sociedad de primer orden, equivalente al de la Fundació Bernat Metge para la lengua y la sociedad
catalanas, traigo a este Diario unas impresiones volanderas sobre la
primera novela europea conservada, Quéreas y Calírroe y una secuela suya,
Efesíacas, a las que nos introduce la
sabiduría helénica de un auténtico especialista como es Carlos García Gual, con
traducción de Julia Mendoza.
Diríase que se trata de lecturas para
helenófilos o apasionados por las culturas antiguas, pero mi experiencia de las
mismas es la de haber leído una muestra del género novelístico, tenido por
menor entonces, con un nivel de perfección formal y de interés humano
sobresaliente. En mi calidad de devoto lector y apasionado de los clásicos, no
por ello estoy exento de ciertas flaquezas humanas, y a veces se adentra uno en
obras clásicas de las que ha de salir por piernas que lleven sobre ellas sus
ojos, a juzgar por el soberano aburrimiento que deparan las mismas o por la
propia incapacidad de degustarlas por falta de contexto, experiencia o
sensibilidad. En el caso presente ha sucedido justo lo contrario: leía con
ansia y me uncía al relato de las adversidades de los jóvenes enamorados con el
pasmo de quien ve usados recursos narrativos propios del género diecisiete
siglos después, en el auge de la novela del XIX y en subgéneros como el
folletín, con el que comparte no pocos de sus principios básicos, si entendemos
que dentro de ese género puedan caer obras maestras como El conde
Montecristo, por supuesto.
Que las tramas
giren en torno al amor sometido a la prueba de la separación y al compromiso de
morir antes que de ser de otro o de otra, ha hecho pensar que estas obras se
dirigían a un público femenino; del mismo modo que las obras de Chretien de Troyes
sobre la materia de Bretaña fueron lectura de mujeres en castillos de los que
los hombres salían para ir a las Cruzadas durante mucho tiempo. Fuera o no así,
es indudable lo mucho que debieron contribuir a la creación del mito romántico,
del amor absoluto, de la entrega total, de la devoción casi religiosa a la
dama; un bonito repertorio de actitudes que veremos desarrollarse, siglos más
tarde, en la llamada «novela sentimental» del siglo XV, en el que uno de sus
más preclaros ejemplos Cárcel de amor, de Diego de San pedro, es considerado
como el primer best-seller novelístico europeo.
La acumulación
de múltiples episodios, todos ellos actuantes contra el interés supremo de la
pareja de reunirse y disfrutar el uno del otro, dotan a la narración de un
ritmo realmente trepidante desde el mismo inicio de la novela. Que las intrigas
envidiosas desbaraten el matrimonio de los dos jóvenes, provocando un
malentendido a resultas del cual el recién esposado acusa a su mujer de serle
infiel y le propina una patada en el vientre que la derriba, cayendo ella en un
estado catatónica, por efecto del golpe, que lleva a todos a considerar que
está muerta, abre una narración en la que la decisiva intervención de unos
ladrones que quieren saquear su tumba y la encuentran viva, marca el devenir de
la narración: es secuestrada para venderla como esclava, ella, que es la
encarnación de Afrodita, por lo que sacarán de su venta más dinero que de
cualquier otro robo. El marido, tras descubrir el engaño a que ha sido
sometido, no busca más que su propia muerte; pero el descubrimiento de que su
amada está viva lo empuja a dejar a sus padres y lanzarse a la aventura de
encontrarla para regresar con ella a su tierra, teniendo en cuenta lo que se
afirma al principio, cuando se narra su enamoramiento: Fáciles son las
reconciliaciones de los amantes, y con gusto aceptan todo tipo de excusas.
Junto a esa obviedad, no se recata el narrador del apunte psicológico agudo: la
mujer es fácil de engañar cuando se cree amada.
La narración,
ceñida al caso de los amantes, no evita juicios generales ni impresiones subjetivas
por parte del narrador, auténtico deus ex machina de cuanto ocurre, en
lo que parece complacerse, como si fuera la encarnación de Fortuna y en su mano
estuviera determinar por qué penalidades han de pasar los amantes antes de un
final feliz -¡discúlpeseme ser un aguafiestas!- que es característico de este
género de la novela bizantina. Tómese como ejemplo este juicio sobre los
atenienses: —¿Sois vosotros los únicos que no habéis oído hablar de la
indiscreción de los atenienses? Es un pueblo charlatán y aficionado a los
juicios, y en su puerto miles de sicofantes se informarán de quiénes somos y de
dónde traemos estas mercancías. Y les entrará la mala sospecha a esos hombres
malignos.
La descripción
de los personajes, como este apunte del narrador sobre Calírroe, va mucho más
allá de los «tipos», pues los individualiza y nos permite adivinar una
complejidad que los enriquece: De esto se rió para sí Calírroe, pese a estar
sumamente afligida (él la creía completamente estúpida), porque se daba cuenta
de que ya estaba vendida, pero consideraba su venta más feliz aún que su
antigua nobleza, ya que quería librarse de los piratas. Junto a esa
técnica, el narrador usa el soliloquio de los personajes con la intención de
buscar, apelando a sus sentimientos, la complicidad de los lectores. La belleza
de Calírroe es algo así como su salvoconducto, porque al caer todos rendidos
ante ella, villanos y reyes, se le da la oportunidad de usarla como arma
protectora de su integridad. Veamos el efecto que provocaba: Y entonces fue
posible ver que los reyes lo son por su propia naturaleza, como ocurre en los
enjambres de abejas, pues todos la seguían automáticamente, como si la hubieran
hecho por votación señora por su belleza. Y cómo un beso suyo es capaz de
trastornar a quien se lo da: …y a Dionisio se le hundió el beso como un
dardo en el corazón, y ya no era capaz de ver ni de oír, y estaba por todas
partes cogido en la trampa, no encontrando ningún remedio a su amor.
La naturalidad
con que la protagonista piensa en abortar el hijo engendrado por Calírroe, la
misma con la que su esclava le promete que se lo facilitará, sorprende en esta
muestra inicial del género, porque durante siglos algo así en la novela europea
posterior al Cristianismo estará severamente censurado, y hasta no hace mucho,
ha sido una práctica social prohibida. La reflexión patética de la madre,
dirigiéndose a su propio hijo, nos recuerda las prácticas de la oratoria y, por
supuesto, los modelos dramáticos de las tragedias antiguas: No conviene que
tú, hijo, vengas a una vida miserable, que te convendría rehuir incluso si ya
hubieras nacido. ¡Márchate libre, sin que te afecten las desgracias, y no oigas
nada de las aventuras de tu madre!
La presencia
dosificada del narrador omnisciente no impide que sea un rasgo constitutivo del
género: Pero incluso ese mismo día se irritó de nuevo aquella divinidad
celosa, y el cómo, poco más adelante lo diré. Quiero contar antes lo ocurrido
en Siracusa durante este tiempo. Aquí se revela la estructura en dos líneas
paralelas a lo largo del tiempo: por un lado, lo que le ocurre a Calírroe; por
el otro, lo que le acontece a Quéreas. Y
el narrador nos lleva de una a otro y viceversa con la decidida voluntad de
hacernos creer que cada nueva aventura no solo aleja a los enamorados, sino que
hace imposible su reencuentro. Por eso se ve obligado a recordarles a sus
lectores que por naturaleza ama el hombre la vida, y ni en las peores
desgracias pierde la esperanza de un cambio a mejor, habiendo sembrado en todos
esta ilusión el dios creador para que no escapen a una vida desdichada.
La obra está
llena de escenas de mucho mérito, como la despedida de la madre de Quéreas,
quien quiere que su hijo la lleve con ella, autorizándolo a tirarla por la
borda si era un estorbo para los designios de su hijo: Al decir esto rasgó
sus vestidos, y exponiendo sus pecho y sus senos dijo: —Hijo, respeta esto y
compadécete de mí, si alguna v3z tuve tu boca sobre los pechos que destierran
la pena, que no es propiamente de Caritón, sino, como en otras ocasiones
sucede en el texto, una cita literal de la Iliada, usada como tributo y
argumento de autoridad, para aspirar a formar parte de una tradición que
ennoblezca las aspiraciones literarias del novelista.
Al narrador le
gusta acentuar las paradojas que produce no solo la separación de los amantes
sino las escasas informaciones deformados que reciben uno del otro
respectivamente, como le ocurre a Calírroe cuando cree que Quéreas ha muerto,
razón por la cual le erige una tumba en una colina cercana: —Tú me
enterraste a mí primero en Siracusa, y yo a mi vez a ti en Mileto. Hemos
sufrido males no solo grandes, sino también asombrosos, pues nos hemos
enterrado el uno al otro, pero ninguno de los dos posee el cadáver del otro.
Del mismo modo, y como harán muchos novelistas realistas después de él, ve
necesario, de tanto en tanto, abrir un nuevo “libro” con un resumen de o
ocurrido, de tal modo que no se pierdan los lectores en la multiplicación de
episodios que pueden despistarlos.
La novela, hacia
algo más allá de la mitad de la misma, se convierte, de repente, en una novela
“de tribunales”, con el consiguiente interés que siempre despiertan en lectores
y espectadores las obras que giran en torno a procesos judiciales. En este caso
se trata de la disputa entre dos reyes dependientes del rey de Persia, que se
disputan la posesión de Calírroe, guardándose uno la baza de Quéroe para
desbaratar el intento del otro de que le sea reconocida como su propia mujer. El
comentario del narrador lo deja bien claro: En treinta días no hablaron de
otra cosa los persas y sus mujeres, más que de este juicio, de suerte que, si
hay que decir la verdad, Babilonia era un tribunal. Recordemos que las «causas
célebres» han sido una constante en los «novelones» del XIX y aun después. El
juicio, como es obvio, se complica porque el rey de Persia acaba enamorándose
también de Calírroe y se consume por poder hacerla suya, algo que nos anticipa
la propia Calírroe: Los demás, cuando se presentan al tribunal, desean
hallar benevolencia y gracia ante él, y yo en cambio o que temo es agradar al
juez.
La sutileza del
narrador, sabiendo los lectores, frente a Calírroe, que Quéreas está vivo, lo
lleva a imaginar la realidad a través del sueño de la protagonista, porque, tras
salir del sueño justo cuando iba a abrazar a Quéreas, y contárselo a su
criada, esta la consuela del modo que, para el lector, habría de cumplirse el
mismo: —Ten ánimo, señora, y alégrate. Has tenido un hermoso sueño. Abandona
toda preocupación, pues lo que has visto en sueños es lo mismo que verás despierta.
Eso ocurre cuando ambos amantes se encuentran frente a frente en el tribunal,
aunque Dionisio, que la reclama como esposa porque la compró como esclava, le
impide correr a su encuentro. El comentario del narrador omnisciente, dueño
absoluto de su relato y de sus técnicas, nos sorprende una vez más con una
intervención usada recurrentemente por los novelistas a lo largo de la vida del
género, que se prevé larga y fértil: ¿Quién sería capaz de describir dignamente
el aspecto de aquel tribunal? ¿Qué autor sacó a escena una historia tan
extraordinaria? Podría uno pensar que estaba en un teatro lleno de miles de
sentimiento, pues había de todo a la vez: lágrimas, alegría, asombro, compasión,
incredulidad, ruegos… Amigos como lo fueron, los griegos, de la pureza de
los procedimientos legales y democráticos, la jugada del rey de Persia para que
Calírroe quede bajo custodia de su mujer, en vez de seguir bajo la de Dionisio
es una auténtica filigrana de la razón. Aplazado cinco días el juicio para que
preparen sus argumentos, el rey de Persia concluye que Calírroe ha de quedar bajo
custodia del juez, porque no es justo que la que se va a someter a juicio
sobre quién es su marido venga con un marido al juicio. Me perdonarán mis
queridos intelectores, pero una esgrima tan delicada me cuesta Caritón y ayuda
leerla en los «productos» novelísticos de nuestros días que, casi por equivocación,
acabo llevándome a los ojos.
La novela está
llena de formulaciones de carácter proverbial o filosófico que recoge en buena
parte los logros de la filosofía y la literatura griegas de siglos anteriores,
por eso al narrador le fluyen de forma tan natural juicios al estilo de este: por
naturaleza cree el hombre precisamente aquello que desea; o de este: Quéreas, al oír esto, se lo creyó sin
vacilar, puyes el hombre desgraciado es fácil de engañar. Se trata, en
definitiva, de un autor muy consciente de su propio saber y de la tradición
cultural desde la que escribe. Por eso no nos sorprende que los giros
constantes de la trama los ponga bajo la advocación de los dioses, quienes trastocan
en cualquier momento hasta los más firmes designios de los personajes: Se
compadeció de él [Quéreas] Afrodita, y tras haber perseguido por tierra
y mar a aquellos dos seres, los más hermosos, a los que al principio había
enlazado al yugo, decidió devolverlos de nuevo el uno al otro.
El reencuentro,
ya dijimos que esta novela sentimental no admite otro final que el final feliz,
no ocurre de forma inmediata, porque aún han de sortear no pocos obstáculos
para que la felicidad de la pareja sea completa, aunque el narrador, tan
compasivo, se adelanta al anhelo con que leen el público: Creo que esta
parte final de la historia va a ser la más agradable para los lectores, pues va
a purificarla de las tristezas de los primeros libros.
Y así es porque
así el autor lo quiso, como reza el colofón de la novela: Tal es la historia
de Calírroe que he escrito.
A título anecdótico cabe reparar, según nos
hace ver Julia Mendoza en nota oportuna, que en esta novela aparece la primera
mención de los chinos en la literatura europea, llamados «Seres» por provenir
la palabra de si, «seda» en chino. De igual modo, la pulcritud de la
edición lleva a la traductora a ilustrarla con unas notas llenas de sabiduría
helenófila que harán las delicias de todos los amantes de las misceláneas y del
mundo antiguo en general.
¡Que lo disfruten!
La secuela, Efesíacas, cuyo autor
nada tiene que ver con el historiador Jenofonte, es considerada como una obra muy menor en
relación con la perfección narrativa de Quéreas; pero he de reconocer que la he
leído con idéntico interés, porque las aventuras de Habrócomes y Antía, aun
comprimida en mucho menor extensión, nos ofrece motivos literarios de mucha
enjundia. Se inicia con la mutua seducción de los jóvenes tras algún
malentendido y una profecía del templo de Apolo en Colofón [el templo de
Claros, cerca de Éfeso] que dice que, una vez juntos, serán separados y
perseguidos por piratas. La sensualidad de Efesíacas es mucho más explícita
que en la novela de Caritón, como advertimos en su noche de bodas: yacían
desfallecidos por el placer, llenos de pudor y miedo, respirando
entrecortadamente. Su cuerpo se estremecía de temblor y sus almas estaban
agitadas […] y durante toda la noche compitieron uno con otro,
rivalizando en quién se mostraba más enamorado.
Una vez secuestrados, y hecha la promesa
mutua de suicidarse antes que ser de otros, el principal objetivo de la trama
son los ardides y recursos que utilizan ambos jóvenes para impedir convertirse
en objetos sexuales de otros. A veces, sin embargo, la exaltada efusión
sentimental de la obra acentuaba los rasgos emotivos de dichas tramas,
salpicadas de episodios muy diversos, para gusto, sin duda, de las lectoras, de
modo que encontramos «renuncias» tan apasionadas como esta: —Tengo,
Habrócomes, tu cariño, y estoy convencida de que soy extremadamente amada por
ti. Pero te suplico, dueño de mi alma, que no te traiciones a ti mismo ni te
arrojes a la cólera de una bárbara. Accede al deseo del alma, yo os dejaré
libres dándome la muerte. Solo una cosa te pido: entiérrame tú mismo y dame un
beso cuando caiga sin vida. Y acuérdate de Antía.
Desde falsas denuncias contra quien como
Habrócomes se niega a secundar los lascivos deseos de su ama hasta el bandido
enamorado, dispuesto a renunciar a sus viles procedimientos para someter a sus
víctimas, pasando por el recurso de la pócima en apariencia mortal, como la de Romeo
y Julieta, la novelita está llena de motivos narrativos de corte tradicional
que ya en aquellos primeros tiempos del género debieron de ser algo así como
una señal distintiva del mismo. De hecho, el robo de la tumba de Antía es en
todo similar al robo de la tumba de Calírroe, algo que, sin duda, no debía de
molestar a los lectores, porque tenían la seguridad de «moverse» en un universo
conocido; pero es nuevo, sin embargo, el recurso de representar la epilepsia
para impedir un acercamiento sexual a la protagonista. De hecho, cuando la
protagonista cuenta cómo fue «infectada» nos ofrece lo que podríamos considerar
la primera aparición literaria de los «muertos vivientes», que tanto éxito
tendrían después en las películas y las series.
Lo común, con todo, estaba claro: la
vivencia de la belleza como una fatalidad que determina el azaroso destino de
quienes han sido distinguidas con ella. Las quejas de Calírroe y las de Antía
son las mismas, y se resumen en esta imprecación de Antía: —¡Oh belleza
traidora -decía-, oh infortunada hermosura! ¿Por qué continuáis haciéndome
daño? ¿Por qué os habéis convertido para mí en causa de tantas desgracias? ¿No
os bastaron tumbas, muertes, cadenas, bandidos, sino que ahora me meterán en un
burdel y un proxeneta me obligará a destruir la pureza que hasta ahora guardaba
para Habrócomes?
Lo dicho, aun
siendo secuela, tiene virtudes propias que la hacen de muy apetecible lectura.