Las
crónicas parlamentarias de un estilista sujeto a los crudos vaivenes de la
realidad política en la que luego se vería inmerso…
Pocos
después de haber acabado Confesiones de un pequeño filósofo, que culmina
la trilogía iniciada por La voluntad y continuada por Antonio Azorín,
de donde sacó su pseudónimo de por vida, Azorín dedicó no pocos años de su vida
a la crónica parlamentaria, justo antes de convertirse él mismo en diputado conservador
y ofrecernos la visión «desde dentro» de lo que él había criticado desde fuera,
primero de forma anónima en El Globo, en 1902 y luego, ya con su firma en los diarios España y ABC.
Las sesenta y tres crónicas recogidas en Parlamentarismo español, el libro
que queremos dar a conocer, porque devendrá para el lector un placer extraordinario
la lectura del mismo, no recogen el total de las que escribió Azorín a lo largo
de su vida, pues en el volumen se recogen las correspondientes a 1904, 1905 y
1916, pero deja fuera muchas otras de años posteriores. Aun así, y a la espera
de la edición definitiva de todos sus textos de naturaleza parlamentaria, bien
está esta vieja edición de Bruguera para abrir boca de lo que puede ser la
magna edición completa de unos textos que adquieren, con la restauración de la
democracia en España, su definitivo sentido. Por imperfectos que fueran nuestros
Congresos del primer tercio del siglo XX eran, en comparación con las cortes
franquistas, un prodigio de libertad y usos democráticos que solo podemos
apreciar cabalmente desde nuestro presente, en el que esos usos han vuelto a
sentarse en nuestras vidas con una calidad infinitamente mayor que la de los
Congresos que nutrieron las crónicas de Azorín. Hay, de hecho, algo así como un
punto de arqueología en sus crónicas, lo que les confieren una perspectiva
histórica indispensable para acercarnos a unas maneras de entender el
parlamentarismo que a veces nos parecen entrañables, otras deleznables, algunas
veces envidiables y la mayoría de las veces muy divertidas. Como Azorín se ciñe
a la diacronía, caen del lado final del volumen unas crónicas que, en rigor,
deberían de haber abierto el volumen, porque nos describen el espacio físico en
el que va a tener lugar la «acción» del vodevil…Sí, sí, no me retracto. A medida
que vamos leyendo las crónicas, emerge de ellas una visión cómica de la
institución que se impone a cualesquiera otras visiones, y a ello colabora en
no poca medida la fina ironía levantina con que Azorín, que también se incluye a
sí mismo en la chacota, nos retrata una vida parlamentaria con suficientes
alicientes como para no abandonar la lectura del volumen en ningún momento.
¿A cuento de qué ha venido resucitar ahora esta obra
parlamentaria de Azorín? Salió en la conversación confinada que mantuve con Emilio
Pascual y le aseguré que se trataba de una obra desternillante, con un capítulo
especialmente brillante que debería aparecer en todas las crestomatías de las
mejores páginas de nuestra literatura. Se trata de El confort de la cámara,
que he transcrito para los intelectores que deseen leerlo cómodamente en mi
blog Provincia
Mayor, pues aquí lo añadiré a modo de apéndice documental en letra
reducida.. De otra naturaleza más objetiva es la descripción que añade Azorín
en las últimas crónicas del libro. En la crónica Biología del Congreso, Azorín
nos sitúa en el relativamente «viejo caserón», porque el edificio del Congreso
se construyó a mitad del siglo pasado. El arquitecto constructor se ingenió de
tal modo, que ninguna de las dependencias en que se mueven los diputados tiene
ventanas a la calle. No las tiene ni el salón de sesiones, ni el de
conferencias, ni los pasillos, ni los escritorios, ni lo que ahora es
botillería o cafetín. […] Únicamente en este edificio, entre las dependencias
destinadas a los diputados, tiene ventanas a la calle la biblioteca. No sabemos
si el arquitecto supuso, con harto pesimismo, que en esta estancia no sería
probable defenestrar a ningún representante del país, puesto que serían pocos
los que pusieran sus pies en este ámbito. La chufla final está emparentada
muy directamente con Un
jornalero, cuento de Clarín sobre el que también me he explayado en este
blog.
Digamos que Azorín supo captar lo que de ridículo y grande
había en el parlamentarismo de principios de siglo, y él mismo sabe meterse,
¡con su singular paraguas rojo incluido!, en aquella danza de prima donnas,
de figurones, de currutacos políticos y fieros defensores «del obrero» y de la «República»
que nos traen ecos de asuntos de los que nunca se acaban de zanjar ni en el
nuestro ni en ningún otro Parlamento: Yo paseo por los anchos pasillos
lentamente, reposadamente, como un viejo senador. Yo tengo en mi mano derecha
mi paraguas de seda roja, y en el bolsillo de mi levita mi diminuta tabaquera
de plata. […] U diputado es un hombre loco, absurdo, que tiene encima de su
mesa un número de El Imparcial, otro de El Liberal, y un tomo de Maucci (o, si
se trata del señor Villanueva, un ejemplar de Le Temps); un senador es un
hombre discreto, mesurado, parco, que lee, antes de almorzar, un tomo de
tarifas arancelaras, una monografía sobre la acuñación de la plata o un
discurso que Cánovas pronunció el año 1883 ante las cortes con motivo de algo
trascendental. Los diputados gritan, gesticulan, van, vienen, entran y salen rápidamente
en el salón […]; los senadores marchan lentos, miran con recelo las puertas
-estas puertas por las que se cuelan los aires sutiles-, apoyan con cuidado su
bastón en el suelo, inclinan lentamente la cabeza para saludaros, os hablan con
palabras tranquilas y finas, sonríen con sonrisas discretas y vagas. —¡Caramba,
Azorín! -oigo exclamar de pronto a mis espaldas- ¿Trae usted hoy su famoso
paraguas encarnado? Y mi paraguas rojo es izado en un grupo y corre a lo largo
de los pasillos, causando una profunda estupefacción. Todos en el Congreso son
amigos queridos del pequeño filósofo; todos le zarandean y quieren hablar con
él. Y yo digo, como don Mariano Rementería: «Estos amigos queridos, a quienes
jamás he conocido, debían, a lo menos, no tener tanta familiaridad». Y de
forma tan natural, van apareciendo en las crónicas referencias literarias,
aforismos, obras de sociología, filosofía, etc., que hacen las delicias de
cualquier aficionado. Me apresuró a decir que ya me he descargado una copia de ese
prometedor El hombre fino, de 1829, que leeré siquiera sea para celebrar
íntimamente que mi primera lectura íntegra de un libro, tras salir del largo
periodo de los tebeos y las ilustraciones de la Colección Historias, también de
Bruguera, fue el manual Educación y Mundología, de Antonio Armenteros.
Es curioso contrastar la visión que nos da Azorín de los
parlamentarios desde el prologo y la que nos da casi en el epílogo: ¿A qué
responden, exactamente, estas manifestaciones de integridad? Este político, a quien
tanto se elogia, ¿no es una medianía? Y aquel otro, ¿no es un bribón? Y el de
más allá, ¿no es un insoportable petulante? ¿Y en las manos de todos estos
hombres está el porvenir de España? ¿Y estos son los hombres que monopolizan el
Poder, mientras España se desquicia, se hunde con sus campos yermos, con sus
multitudes hambrientas y sin escuelas?, nos los retrata apenas inicia su
andadura de cronista. Pero, tras acabar apreciando los valores de tanto
disparate como ha conocido, se atreve a decir lo siguiente: Queremos, sin
embargo, hacer una declaración, y es que, por lo que se nos alcanza de lo que
pasa en otras partes, en el Parlamento español hay más corrección, más mesura,
más policía y más urbanidad que en algunos otros Parlamentos, lo que no
significa, añado yo, que haya más luces o ingenio o inteligencia práctica... De hecho,
aún hoy es muy notoria la distancia entre nuestras broncas parlamentarias -y ya
leeremos después cómo las transcribe Azorín- y las muy aguerridas y violentas
que podemos ver en Parlamentos como el italiano, el japonés o cualesquiera
otros… Sobre ese punto, Azorín, tan fino
analista siempre, nos recuerda algo que hace poco levantó no poca polémica en
nuestro país, al ver un «aparte» parlamentario en el que Iván Espinosa de los
Monteros, Pablo Manuel Iglesias e Inés Arrimadas confraternizaban como colegas
a los que nada les separase, ni humana ni ideológicamente. Dice Azorín al
respecto: A nosotros nos parece bien
que los más irreconciliables adversarios no traspasen en el debate los límites
de la civilización y de la humanidad. Ahora, lo que encontramos inadmisible es
que mientras el público de las tribunas cree, a juzgar por los gestos y voces
de pasión, que aquellos oradores son realmente irreducibles en sus respectivas
posiciones; luego estos señores, fuera del salón, a los dos minutos, se abracen
en los pasillos y cambien chanzas regocijadas y cordiales.
Que el
Parlamento tiene algo de pantomima es inevitable pensarlo una vez que se ha
tenido el vicio arraigado de seguir, íntegras., sesiones parlamentarias
inolvidables, y, con tantos medios de difusión como hay en la actualidad, a
nadie se le escapa que hay mucho de «teatrillo», en el peor sentido de la
palabra. Pero pongámoslo en las palabras de un diputado de entonces, Julio Burell,
quien ya en pie, se lleva el fino pañuelo a la boca y tose; luego se inclina
ante su asiento y toma un papel, de entre los variados apuntes que en él hay
amontonados; al fin, con voz recia, dirigiendo la mano extendida hacia el banco
del Gobierno: “¡La responsabilidad de la Prensa! -exclama- ¡Sí, la prensa ha venido, con sus bellezas y
extravagancias, a suceder a la antigua epopeya formada por el pueblo!
A través de un apasionante ejercicio de observación, Azorín «peca»
de sociólogo aficionado y elabora una suerte de teoría del parlamentarismo en
el que trata de diseccionar el ejercicio del parlamentarismo a través de lo que
él considera que es lo mejor que puede ofrecerles a los lectores: Lo fugaz,
lo momentáneo, lo deleznable, aquello de que no se ocupan los historiadores,
encontrará el lector aquí. Pero el intelector descubre mucho más y de lo
mejorcito que un observador penetrante como Azorín es capaz de observar, porque
hay un retrato del parlamentario y de su función tan impecable que bien pueden
pasar las páginas de su Parlamentarismo español como una suerte de manual del
perfecto parlamentario, a contrario sensu
de los ejemplos con que él va ilustrando la teoría. El «gesto» es uno de los
pilares de la teoría, y ahí va un ejemplo: ¿Qué importa lo que el orador dice?
Para un sicólogo y para un artista, lo importante es el gesto. Salmerón
extiende sus manos hacia el banco ministerial, con un ademán de fuerza,
mientras habla; luego las sube a la altura de su cabeza, con un grito
apocalíptico; luego las baja lentamente, como con desconsuelo, al pensar que
España no puede marchar hacia su felicidad con este régimen; y, por fin,
mientras da dos pasos ante su escaño, cuelga la mano izquierda del bolsillo del
chaleco y dirige una mirada de profundo desdén a los ministros… El gesto,
no obstante, forma parte de las «maneras», estudiadas, dice el autor de forma
harto exhaustiva por Francisco Giner, quien en un bello, definitivo trabajo sobre el
asunto, dice que «la voz, el gesto, el ademán, la actitud, el modo de andar y
el de estar parado (la locomoción y la estación, que dicen los fisiólogos) caen
bajo la jurisdicción de las manera, con todos los restantes órdenes análogos en
donde se manifiesta la personalidad de un modo sensible.» Y debemos añadir que
existe una tradición, una nacionalidad, en las maneras, y que estas cambian con
las épocas, con los pueblos, con las clases sociales. Y a los componentes
de esas «maneras» dedicará no pocas páginas el autor, con un grado de penetración
psicológica que hace muy recomendable la lectura del volumen para todos
aquellos que quieran iniciarse en el noble o deleznable arte del parlamentarismo…,
porque, como recuerda con cita oportuna: No hay nada -decía La Bruyère-, no
hay nada, por sencillo, por insignificante, por imperceptible que sea, donde no
entre algo que descubra nuestro carácter. Un tonto no entra, ni sale, ni se
sienta, ni se levanta, ni se calla, ni se está pie como un hombre inteligente;
y de ahí que sus crónicas indaguen en tales diferencias para discriminar entre
los usos parlamentarios aceptables y los deleznables. Sigue, el autor, la guía
de los mejores clásicos para perfilar esos retratos, como cuando se acoge al clásico
por excelencia de la oratoria: Cicerón precisa en su Diálogo del orador
que «el más grande defecto en oratoria es hablar como los demás hablan». Y
dicho se está que quedan condenados con esto los gritos, los manotazos
excesivos, los golpes sobre el pupitre, el cruzar los brazos sobre pecho con arrogancia
o el colgar los pulgares -horror de horrores- en las aberturas del chaleco…
Azorín tiene un don especial para percibir esa sinfonía de gestos, entonaciones
y actuaciones que le permiten perfilar la mediocridad de toda una generación de
parlamentarios que siempre hacen buenos a los anteriores, como exige el tópico.
Hay las excepciones de rigor, por supuesto, porque Azorín tiene también un «ojito
derecho» que ve con complacencia ciertas manifestaciones parlamentarias
exquisitas: El señor Maura domina uno de los más peligrosos, pero más
necesarios, resortes de la oratoria: el énfasis; y el señor Maura sabe también
hacer uso oportuno de otro recurso indispensable: el silencio, o sea las
pequeñas pausas que en el curso de la oración es preciso ir distribuyendo
cautamente, bien para dar solaz al ánimo del oyente o bien, a la inversa para
encenderlo.
Vamos entrando en materia y aún no hemos asistido a un rifirrafe
parlamentario de los que definían aquellas cortes de nuestros bisabuelos, en
los que ideologías tan polarizadas como la conservadora monárquica y la republicana
libraban una batalla feroz para ganarse a la opinión pública. El libro esta
abarrotado de intervenciones que harían interminable la lectura de esta recensión.
Asomémonos al modo como se planteaban ciertas identificaciones políticas en
aquellos momentos: No le preguntemos
al señor Vincenti si es individualista o socialista; él lo dice
terminantemente: «No, no me lo preguntéis.» Y la razón es porque si antes estas
cuestiones de socialismo e individualismo tenían razón de ser, hoy ya no la
tienen. «Rousseau, Bastiat», dice el orador; pero no logramos averiguar para
qué el señor Vincenti cita a Bastiat y a Rousseau. […] También el orador habla
de la clase media y de los obreros, pero aquí ya logramos entender algo. Lo que
quiere el señor Vincenti es que los obreros se eduquen, se instruyan. «Yo
-afirma el orador- lo dijo en un mitin, al cual asistieron representantes del
anarquismo: yo lo dije: Si vosotros queréis quitarme a mí el sitio tirándome un
cartucho de dinamita, yo os tiraré a vosotros otro.» […] Antes había condenado
las tendencias individuales del señor Romero Robledo; a su parecer, el
socialismo era preferible; pero ahora el insidioso y terrible socialismo del
Gobierno del señor Maura le parece igualmente condenable. […] «¡Antes -exclama
el señor Vincenti- se decía el pan negro de la emigración; pero ahora tendremos
que decir el pan duro de Maura!» «Yo -afirma el señor Dato- no soy socialista
ni individualista; soy intervencionista.» Ya está lanzada la palabra; una
palabra puede ser un partido. […] «He mantenido siempre, dentro de mi esfera
modestísima, y con ayuda de mis pobres medios oratorios, que el Estado debe
intervenir en el problema obrero en aquella medida que las circunstancias
aconsejen y no más allá de los límites que marcan las funciones que le están
encomendadas. […] Y por eso yo -añade el señor Dato- lamento sinceramente que
no tenga representación aquí el elemento obrero, no encarnado en apóstoles y en
mesías, sino en obreros genuinos, auténticos, apartados de los partidos, con
callos en las manos.» Advertimos ecos de planteamientos que aún hoy es posible
que se reproduzcan en términos similares en nuestro Congreso actual. Pero
vayamos sin mas demora a esa minitrifulca para tener una idea clara de que
parecía haber mucha más vida parlamentaria ciento diez años atrás que ahora: Y
se aprueba el acta entre un barullo formidable; una voz, en la mayoría, imita
el mugido terrible de un monstruo paleolítico; el señor Nougués salta de pronto
en su asiento y grita: «¿Quién hace ese mu?» […] «¡Tiene la palabra el señor
Nougués!», clama el presidente de la Cámara. «¡No, no; que conste mi protesta!»,
replica el señor Burell. «¡Que se lea el artículo ciento sesenta y nueve!»,
torna a gritar el señor Nougués. «¡Su señoría tiene la palabra para apoyar, y
solo para apoyar su proposición ¡», vuelve a gritar el presidente. «¡Se la
tomará para lo que él quiera!», se oye gritar con ira. «¡Se la quitaré yo si
hace eso!», grita el señor Romero Robledo. Y entonces, como al decir eso el
presidente el señor Nougués estuviese de espaldas, el señor Romero Robledo
entra en un furor repentino y violento.
«¡Oiga el señor diputado, y no, y no me vuelva las espaldas!», grita. Y
al señor Nougués le parece que estas palabras son «insidiosas», puesto que él
es incapaz de faltar a la cortesía, y sobre esto, un agrio cambio y recambio de
dimes y diretes raudo por los aires… […] Cuando el señor Nougués ha expuesto a
la Cámara que los actuales políticos viven bien al amparo de las grandes
compañías, mientras se intenta llevar a la cárcel a los republicanos porque han
dicho «si estaba o no delgada determinada persona», los espectadores han podido
ver que, al ser pronunciadas estas palabras, en el ánimo del señor Romero Robledo
se producía un terrible conflicto, y que el señor presidente de la Cámara ha
estado un momento confuso, anonadado por la incertidumbre, pensando en si debía
tocar la campanilla o, por el contrario, dejarla inmóvil. Y su mano blanca y
fina, ha revolado con un aleteo misterioso sobre la mesa durante un segundo.
[…] El señor Nougués ha acabado de hablar. ¿Quién habla ahora? ¿El señor
Burell? ¿El señor Lombardero? ¿El señor Lerroux? Todos están en pie, erguidos,
retadores, inflamados. […] El señor Lerroux, frenético, fuera de sí, blande con
su mano derecha el diminuto reglamento de la Cámara: «¡Pido que se lea el
articulo ciento cuarenta y dos!», exclama a grandes voces. Y un estruendo y
retumbante clamoreo estalla en todo el ámbito. Parten de todos lados gritos de
exasperación y de ira; resuenan golpes enormes; los brazos de los diputados
republicanos se tienden, rígidos, amenazadores, como en una carga de lanza,
hacia el presidente. «¡Pido que se lea el artículo ciento cuarenta y dos!»,
torna a gritar el señor Lerroux. Y redoblan los gritos, las imprecaciones, las
protestas, los golpazos atronadores sobre los pupitres. […] Pero nadie oye a
nadie; la minoría, en masa, está en pie; enfrente, los diputados conservadores
les increpan a grandes voces; aporrea la mesa con la campanilla el presidente;
corren lo ujieres; se extiende un largo y atronador murmullo por las tribunas.
[…] El señor Salmerón vuelve a tender sus brazos imperativos, y vocea con un
grito desgarrador: «¡Señores diputados, que nos contempla el mundo!» Y un ¡oh!
multiforme de exclamaciones irónicas ha partido de los escaños ministeriales y
ha hecho nacer sonrisas y siseos, que apagan el fuego de la ira…
En otras ocasiones, Azorín destaca
los planteamientos versallescos de un parlamentarismo «antiguo», decimonónico,
que nos retrotrae a los tiempos de la Restauración, o poco menos: «Pero
-dice el señor Villaverde-; pero acompañando a estos créditos vienen otros
que…» Hemos llegado al punto culminante de la expectación: los señores
ministros están pendientes de este tremendo pero; todos están sentados de medio
lado, de cara al orador, sorbiendo sílaba por silaba sus palabras aterradoras.
¿Y qué quiere decir, en definitiva, este pero espantable del señor Villaverde?
Quiere decir que hemos retrocedido a los tiempos que siguieron inmediatamente a
la Revolución francesa… ¿Sobre qué llama nuestra atención el señor Villaverde?
Es cosa abstrusa y complicada; se trata del excedente, del sobrante y del
contingente… Maura bosteza y se frota los ojos y las mejillas… […] No aconseja
nada a sus amigos; habla por sí mismo. Y, desde luego, siente tener que hablar
de su persona, «porque, como dijo Balzac, es de mal gusto hablar de sí tanto en
público como en privado». Ya senté, al principio de esta crónica que el señor
Villaverde era un conspicuo erudito; la cita es estupenda. Se trata de un escogido
ramillete de intervenciones que tienen su clímax excepcional en la crónica del
señor Morote, de la que el cronista ha tomado nota con particular atención y
que nos presenta con un corolario que, al menos a quien esto redacta, le dejó
con un dolor de abdomen total y absoluto y con muy pero que muy escaso aire que
llevar mediante a la inhalación a los torturados pulmones. ¡un peligro, a según
qué edad! Me trajo a la memoria la risa convulsa que me produjo el capítulo de El
antropólogo inocente, de Barley Nigel, cuando decide ir al dentista por un
serio problema… He aquí la crónica de ese día:
16 de diciembre de
1905.
¿Qué dijo ayer en el
seno de la Representación nacional el señor Morote? No vamos a referirlo punto
por punto; eso sería imposible. Nosotros, lápiz en mano, fuimos anotando
escrupulosamente todos los temas que el señor Morote tocó en su oración
parlamentaria; responda de nuestra veracidad el propio Diario de Sesiones. He
aquí la lista:
Un preámbulo del señor
Montero Ríos; los hombres que en el año 1837 expropiaron los bienes
eclesiásticos; la personalidad jurídica de la Iglesia en los primeros tiempos
del Cristianismo; el año 316; el emperador Galileo, misión del Cristianismo; si
el Cristianismo ha logrado cumplir la misión que se propuso; la moral cristiana
y sus relaciones con la moral de los estoicos y la helénica; Renán y su Vida de
Jesús; diferencias entre la Vida de Jesús de Renán y la Vida de Jesús, de
Strauss, lectura de un pasaje del libro de Renán; evolución del sentido del
Cristianismo; los albigenses, la Saint-Barthélemy; las hogueras de la
Inquisición; Felipe II; las luchas de la Edad Media; Tolstoi y el nuevo
Cristianismo; el Cristianismo tal como es practicado por los cristianos
ortodoxos; el Congreso de las religiones de Chicago; modo de entender en
Alemania y en Inglaterra el espíritu religioso y modo de entenderlo en España;
costumbre que tiene el novelista ruso autor de La muerte de los dioses de
comenzar todos sus escritos diciendo: «En el nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo»; lectura de un fragmento del libro de Macías Picavea El
problema nacional; el presupuesto de 1871; lo que hizo el propio señor Morote
en 1895 con motivo de la persecución de El Porvenir Vasco; lo que pasó el 19 de
marzo de 1902 en la reunión celebrada en casa de Sagasta; lo que dijo el señor
Moret la otra tarde; el sentido profundamente regalista del señor Cánovas del
Castillo; la discusión ocurrida el año 1876 con motivo de la base segunda de la
Constitución; Álvarez, Pidal, Toreno y el partido moderado; Beltrán de Lis; la
dinastía merovingia y la Revolución francesa; papel de la Iglesia en la Edad
Media; la Revolución norteamericana; Argüelles y su opinión sobre la propiedad
de la Iglesia; Mendizábal y sus leyes; dos novelas de Jean Lombart, que son,
aunque con apariencias de novelas, estudios sociales; los católicos de Estados
Unidos; la congrua sustentación; las reglas del Concilio de Trento; la reforma
del ministro señor González; lo que el día anterior decía el mismo señor
Morote, hablando de Casandra: lectura de un fragmento del cuestionario para
oposiciones a las escuelas normales, que dice: «Culto verdadero; su
importancia; culto de Latría, hiperdulía y dulía. ¿Por qué el culto tributado a
San José recibe el nombre de protulía?»; las reducciones que hizo Napoleón y
las que se hicieron en Portugal; el clero catedral y el clero parroquial; la
obra muerta y la obra viva del presupu4esto; el Papa y la guerra civil; los
carlistas y la legalidad existente; el señor Mella, inventor de un carlismo
científico; el señor Lloréns y su concepto atávico de la Patria; los muros de
Granada sobre los que flotaba una bandera; el conflicto de 1898 con Estados
Unidos; el general Boulanger y el movimiento político iniciado por el en
Francia; los Pirineos como barrera de la civilización europea; el fardo latino
que no podemos sacudirnos de encima: la ley universal que dice: o las naciones
se civilizan ellas mismas, o son civilizadas a la fuerza; explicación del
argumento de la novela de Anatole France Sur la Pierre blanche; invocación a
los apóstoles modernos Tolstoi, France y Zola…De todo esto nos habló el señor
Morote en la tarde de ayer; comenzó el señor Morote su discurso a las seis
menos cuarto; lo terminó a las siete y media. El señor Morote se proponía con
todo esto -es preciso decirlo- defender un voto particular relativo a un
capítulo de los presupuestos generales del Estado. Esto sería algo
equivalente a lo que estremeció de horror a Azorín: Cuando el señor Nougués
llevaba tres cuartos de hora parlando, ha salido de sus labios la siguiente
terrorífica frase: «Acabo de hacer el exordio, y voy a entrar en materia.» Esa
periclitada retórica parlamentaria que Azorín trata con notable desprecio en sus
crónicas, cometiendo, incluso, la irreverencia de dejar al orador con la
palabra en la boca, como en este caso en que el orador discursea acerca de un rifirrafe
sobre los tejemanejes electorales en distintas demarcaciones: Y en estas se
pone en pie el señor marqués de Teverga. La Cámara guarda un profundo silencio.
«Señores diputados -comienza diciendo el señor marqués de Teverga-: Yo me creo
en el deber de decir a la Cámara y exponer ante vosotros, en breves y
concluyentes palabras, los motivos que he tenido y que yo consideraba y
considero fundamentados y razonables para formar, como lo he hecho, el dictamen
que, unido a los demás individuos de la Comisión, he tenido el honor de firmar,
y que ha originado el debate que ha presenciado la Cámara y en que me veo
obligado a intervenir…» El señor marqués de Teverga se detiene un momento. «Sí
-prosigue diciendo-, yo quiero que vosotros conozcáis estas razones». Todos
esperamos las razones del señor marqués. «No, no he de ocultaros los motivos
-agrega el señor marqués- que yo he tenido para firmar este dictamen». Nadie
desea que el señor marqués le oculte sus motivos. «Os expondré los hechos tales
como han sucedido -continúa el señor marqués-; os repetiré las palabras que yo
he pronunciado en el seno de la Comisión». Todos ansiamos que el señor marqués
nos repita las palabras que pronunció en el seno de la Comisión. «No os
ocultaré -agrega el señor marqués- ni un átomo de la verdad». Todos creemos que
el señor marqués no nos ocultará ni un átomo de la verdad. «Yo creo que
vosotros -sigue el señor marqués- debéis saber las causas que me han movido a
obrar». Nosotros queremos saber las causas que le han movido a obrar al señor
marqués… Y el señor marqués, al cabo, cuando todo estamos rabiando de ansiedad,
añade: «Pero antes permitidme que exponga tres cuestiones importantes, la
primera de las cuales se refiere a la interpretación del párrafo primero del
artículo cuarenta y cinco de la ley electoral…» Y comprenderás, lector, que no
hemos esperado a que el señor marqués nos hiciera esta interpretación.
Al lector actual le chocará la reiteración de algunos viejos
«demonios» de nuestro país, que nunca acaban de morir de racionalidad: el «separatismo
nacionalista», la «corrupción» y los pertinente suplicatorios, la definición
identitaria de «patria» y otros tantos como estos:
«En nombre de esa minoría…», decía el señor López
Puigcerver, aludiendo a la liberal. Y unas voces han partido de los bancos
republicanos, que decían: «¡De todas, de todas!»; pero otra vez -la del señor
Rusiñol, diputado por Barcelona- ha gritado: «En nombre de nosotros, no; que no
queremos perder el tiempo.» Y otras voces, salidas también de la minoría
republicana, han clamado: «¡Separatistas ¡Traidores! ¡Malos españoles!…»
El señor Maura traza un balance de los suplicatorios […]
para acabar, a la postre, revelçandonos que a la Asamblea actual han llegado
nada menos que doscientos [suplicatorios], y que en tangto que antaño un señor
iutadod tençia sobre su cabeza un solo suplicatorio, o a lo sumo dos, ahora hay
representantes del país que llevan por delante cuarenta, cincuenta y cuatro y
hasta sesenta… «¿Se puede esto tolerar», pregunta el insigne orador, al mismo
tiempo que su mano derecha coge, sin mirarlo, el vaso repleto del áureo
azucarillo. «No se trata, no, señores diputados -agrega el señor Maura con el
vaso en la mano-; no se trata, no de la inmunidad parlamentaria; se trata de
una degeneración de esa misma inmunidad.»
¿Qué es la patria? He aquí una pregunta
que anda por nuestro cerebro desde hace días. ¿Qué es lo que entendemos por
patria? Ante todo, si meditamos fríamente sobre el asunto, veremos que la
patria es un sentimiento completamente moderno; podemos afirmar que los
antiguos (es decir, los hombres anteriores al siglo XIX) no entendían ni
sentían el patriotismo como nosotros lo entendemos y sentimos.
Patria (es decir, lo mismo que en
castellano), y patria es la terra Dove ciascheduno è nato; ahora veamos lo que
el diccionario de la Academia dice en su última edición. Patria -dice el
diccionario- «es el lugar, ciudad o país en que se ha nacido». Como ve el
lector, las palabras con que se definía la patria en el siglo XVII son las
mismas exactamente que aquellas con que se la define en el siglo X. Y esto
causaría nuestro profundo asombro, nuestra más viva estupefacción, si no
supiéramos de antemano que un diccionario de la legua es la cosa más
conservadora, más tradicionalista, más reaccionaria que existe sobre la tierra.
[…] El diccionario de la lengua es descentralizador con toda franqueza, y
-digámoslo claro- separatista, puesto que limita la patria al lugar donde hemos
nacido, bien sea La Coruña, Cádiz, Guadalajara o Alicante (cuando no otras
poblaciones más pequeñas, o simplemente villorrios o aldeas.) Debemos condenar,
pues, el diccionario; debemos anatematizarlo; debemos quemarlo. Y nos
encontramos con que al condenar el separatismo anatematizando y quemando el
diccionario, cometemos el más monstruoso, el más grande de los atentados
separatistas, ya que anatematizamos y quemamos el depositario secular y
venerable de lo que hay de más hondo y más eficaz en una nacionalidad: el
idioma. […] Esta es una cuestión que, indudablemente, habrá de tratarse en la
Cámara popular; esta es una cuestión que entraña una inmensa gravedad; esta es
una cuestión que debe ser llevada al debate actual, toda vez que el eludirla el
no resolverla puede originar conflictos en lo futuro; y esta es, en fin, una
cuestión en la que nosotros meditábamos en la tarde de ayer, en tanto que desde
la tribuna parlamentaria escuchábamos la fervorosa apología de la patria hecha
por el señor Rodríguez de la Borbolla.
Me voy extendiendo mucho y el repertorio de bondades del
libro aún está por agotar, porque son muchos y muy interesantes los apuntes de
Azorín y las citas de postín con que ilustra su texto. El maestro
noventayochesco se toma la bendita molestia de bucear en tres textos teatrales
de naturaleza política: El collar de estrellas, de Benavente, Le
deputé Leveau, de Jules Lemaitre y Clavijo, de Goethe. De ente los
parlamentos de sus personajes, destacaré dos, uno de Lemaitre, con resonancias
muy actuales:
Leveau:
«Esté usted tranquilo; esta no será
para mí una lección perdida. Yo, señor marqués, soy un hombre plebeyo; soy hijo
de la Revolución, demócrata, demagogo, ultrarradical, extrema izquierda, todo
lo que usted quiera. Pero sí, es verdad, se siente uno atraído, a pesar de
todo, por la distinción, por la elegancia, por los títulos… Y, sin embargo,
entendedlo: lo poco que queda de la aristocracia de ustedes no subsiste sino
por la sandez y la cobardía de los demócratas, que la detestan, pero que
quisieran ser aristócratas, rozarse con la aristocracia y que desde el
momento en que tienen dinero, le piden prestados, con sus maneras de vivir, la
mitad de sus prejuicios.
Carlos:
Ante ti se abre tu camino. Avanza por él, sin mirar a derecha ni a
izquierda. ¡Que sepa tu alma engrandecerse! Y ten presente (¡e hinca en tu
espíritu esta gran verdad!) que los hombres extraordinarios no son realmente
extraordinarios sino porque sus deberes se separan de los deberes del común de
los hombres.
Pero,
complementando esas teorías de autores tan brillantes, quizás la experiencia de
un modesto pero curtido parlamentario sea capaz de resumir, en tono
confidencial, el verdadero «credo» del congresista: El señor Aparicio,
discretísimo, correcto, murmura a mis oídos, con voz suave, estas palabras: «En
política, como en amor, amigo Azorín, no hay nada de efectos tan deplorables,
tan contraproducentes, como la impaciencia. Nada hay que paralice tanto
nuestros planes como el que los demás adviertan nuestro deseo inmoderado de
llegar.»
Recojo, finalmente, para no abusar más de lo que ya abuso de
la paciencia de los intelectores, una costumbre desaparecida y que le dio pie a
Azorín a escribir una crónica titulada Lo absurdo, y en la que describe
las sesiones plenarias ininterrumpidas, lo que provocaba un particular baile fantasmagórico
de diputados en el Congreso: He
escrito las líneas que anteceden a las diez de la mañana del domingo, al
regresar a casa. Dos horas después, a las doce, cuando me levanto de dormir,
tengo una vaga y remotísima idea de todo lo ocurrido. ¿Existe el Congreso?
¿Existen los diputados? ¿Existe esa cosa que se llama la sesión permanente? Y
experimento la sensación angustiosa de lo extraño, de lo indefinible, de lo
quimérico, de lo absurdo. Y solo veo, en el caso confuso, contradictorio,
encuadrada en el ancho chaleco del smoking,
la blanca, nítida, pechera del señor duque de Bivona, con quien he
estado paseando durante una hora, lentamente, a lo largo de los pasillos. Sin
embargo, yo paso la manga por mi pequeño sombrero de copa, me lo pongo y me voy
-instintivamente- hacia el Congreso. Y cuando penetro en la Cámara popular, mis
ideas cambian rápidamente; ya en este medio, entre estos muros, todo me parece
lógico, natural; las palabras no tienen aquí el mismo valor que fuera, ni las
cosas tienen la misma representación que fuera… […]El señor Alonso Castrillo,
que desde ayer no ha abandonado la Cámara, cruza como un vano fantasma, como un
personaje del Greco, con su barba gris, polvorienta, aguda, con sus ojos
hundidos, exornados de sombras anchas. Y os timbres suenan, suenan, locos,
afanosos, sin cesar… […] Y vosotros, en este ambiente de exasperación y de
fatiga, entre estos seres extraños que a horas intempestivas gesticulan y
gritan, tornáis a experimentar la sensación aguda, inquietadora de lo extraño,
de lo quimérico, de lo absurdo, y pensáis cómo en el seno de una sociedad
sensata, unos pocos hombres pueden entregarse a tan desatinadas fantasías. […]
«¡Arreglo!, ¡arreglo!», se oye decir. Y el señor Lloréns surge en la puerta.
«Quedan aquí los suplicatorios -dice el señor Lloréns-; pero se hará una ley, y
conforme a ella juzgará el Tribunal Supremo.» Esta es la fórmula. […] Y así ha
terminado la famosa sesión. El Parlamento español ha estado durante cuarenta
horas discutiendo si se prorrogaría la sesión; cuando, por fin, se ha acordado
esa prórroga, se ha visto que no hacía falta para nada. Y este es uno de los
resultados del debate. Y el otro es este: dentro de cuatro días, los señores
diputados recibirán un número del Diario de Sesiones con el relato de la sesión
pasada; este número constará de cuatrocientas páginas; este número será una
enciclopedia; en ella se hablará de la enseñanza, de la pesca, de los
aranceles, del bacalao, del descanso dominical, del precio de los artículos de
primera necesidad, de los mármoles, de las piedras de construcción de las máquinas
de coser y de los puerco-espines…
Eso sí, no puedo dejar de
recomendar una lectura muy atenta de una crónica, Cortes liberales de 1916.
Andanzas de un candidato, que constituye un magnífico cuadro de costumbres
en el que los próceres, a diferencia del Vuelva, usted, mañana de Larra,
citan una y otra vez a los aspirantes a candidatos para alentarles en su
perseverancia aun a riesgo de que la plaza vacante acabe siendo, como siempre
pasa, para otro que se ha adelantado a sus pretensiones. Recordemos que Azorín
fue también diputado «cunero» y de que habla con profundo conocimiento del tema…
En fin, me gustaría ser ofreciendo extractos de un libro del
que se pueden sacar por docenas, porque, insisto, el estilo irónico de Azorín
ha encontrado en la materia parlamentaria un objeto hecho a la medida de sus
magníficas dotes literarias. Le dije a Emilio Pascual que no lo encontraba en
mi biblioteca, y, al final, lo descubrí en el último estante interior del
apartado de clásicos, donde lo debí poner por las virtudes de una prosa que en
modo alguno desmerece de sus compañeros de estante, esa con la que abre,
magnificente los primeros compases del libro: Las toaletas ponen sus manchas
rosas, blancas, azules, sobre la fosquedad del palco; en el antepecho destaca
sobre el rolo peluche una fina mano enguantada de blanco, es muy probable «toaletas» sea el catalanismo
toaleta, : «Acció de rentar-se, pentinar-se, afaitar-se, abillar-se.» Es
decir, en este caso, los aseos de las
damas que asisten a las sesiones
Apéndice documental: El
«confort» de la Cámara.
Cuando penetramos en
el recinto del templo de las leyes, lo primero que llama nuestra atención es la
alfombra que pisan nuestros pies; a juzgar por esta alfombra no sabemos si nos
hallamos en un edificio donde se alberga una de las más altas instituciones
españolas, o en un viejo casino de provincias, donde el gobernador hace tiempo
que no deja jugar. Nada más sucio, más lleno de polvo, más raído que esta
alfombra. Y si tendemos nuestra vista por los parajes inmediatos a las puertas
por donde se penetra en el salón de sesiones, entonces es posible, es seguro
que sintamos la más viva vergüenza. Pero no nos avergoncemos tan aína; todavía
nos queda algo que andar en la jornada de hoy. Acaso estando aquí, en la Cámara
popular, se n os ocurra escribir una carta; nos dirigimos al escritorio. Si
somo diputados, un ujier nos proporcionará papel con e membrete de nuestro
distrito. Si no representamos a ningún pedazo de nuestra España, entonces nos
acercaremos discretamente a este ujier, le pediremos papel en que escribir, y
él, después de mirarnos atentamente, de arriba abajo, nos entregará con mucha
lentitud, y como quien nos hace un gran favor, uno o a la sumo dos
plieguecillos de cartas. El papel de estos plieguecillos es bastante inferior;
pero podemos darnos por satisfechos, por muy satisfechos, si, al fin, lo hemos
logrado.
Y ya hemos escrito
nuestras cartas. ¿No podrá darse el caso, ahora, de que nosotros, aquí, en el
Congreso, sintamos una necesidad inaplazable? Es posible; en este caso, nos
encaminamos sin pérdida de momento en busca de una de las camarillas excusadas.
Diremos, ante todo, que en el Congreso estas camarillas están situadas en dos
departamentos; las tales camarillas tienen, es cierto, un a modo de respiradero
o tapa de cristal en el techo; pero estos respiraderos están todos comprendidos
bajo el techo común del departamento, y este departamento no tiene más
aireación y ventilación que la que puede prestarle el pasillo que circunda la
Cámara, y donde los diputados se reúnen.
Y dicho se está que
hay días en que, desde el momento en que se penetra en el edificio, se tiene la
prueba patente -que el olfato nos proporciona- de esta insoportable y absurda
falta de aireación. Y debemos añadir, aunque corramos el riesgo de que no se
nos crea, que, para agravar tamaño atentado contra la higiene, hay muchos
señores (no sabemos si diputados o no) que se olvidan de tirar de una sutil cadena
que existe en tales camarillas, y que no son pocos los días en que en los tan
repetidos lugares es absoluta la falta de la indispensable agua corriente. Y
sigamos con nuestras aventuras. Cuando hemos salido de los dichos
departamentos, nos dirigimos, como es natural, en busca de un lavabo. Mas
lavarse las manos es una empresa de las más arduas en el Congreso. Existen en
la Cámara popular unos lavabos; pero estos lavabos están reservados
exclusivamente a los diputados. Y como es mucha la gente que concurre al
Congreso y que no representa al país, resulta que estos concurrentes a la
Cámara popular se ven en el trance de no poder lavarse las manos; y resulta
también que, como los sindicados lavabos están lejos de las camarillas, los
diputados que salgan de estas para dirigirse a aquellos tienen que recorrer un
gran trecho de camino, y se ven expuestos al riesgo de encontrarse en su
carrera a amigos y conocidos que les tienen la mano con objeto de saludarlos.
¿Qué es lo que en esa
situación deben hacer los diputados? Que conteste cada cual como quiera a esta
pregunta. Nosotros, en honor de la verdad, hemos de consignar que en uno de los
departamentos citados existe una diminuta palangana. Nuestra alegría al
descubrirla ha sido inmensa. Pero pronto hemos comprobado que el hilo de agua
que arroja el grifo situado sobre ella es tan sutil que hemos tenido que
esperar para llenarla dos o tres minutos; hemos visto después que el jabón que
se hallaba a su lado era un fragmento tan microscópico, que apenas podíamos cogerlo,
y nos hemos dado cuenta, finalmente, de que la hazaleja o toalla en que nos
enjugábamos las manos, mas que a blanco, tiraba a gris o a negro. Y tenga en
cuenta el lector que esta hazaleja y este jabón podrá encontrarlos los díasen
que hay sesión en la Cámara, pro no en aquellos festivos o en que la Asamblea
no trabaja, puesto que, en ellos, jabón y toalla son cuidadosamente,
celosamente, guardados.
¿Diremos que lo mismo
pasa con la calefacción, es decir, que En el Congreso no hace frío oficialmente
más que cuando los diputados deliberan? ¿Hablaremos ahora de la luz, o sea del
esfuerzo gigantesco, enorme, que se hace para no iluminar la Cámara sino cuando
ya las tinieblas impiden que nos veamos unos a otros las caras? Clásico se ha
hecho en el salón de sesiones el grito de: «¡Luz, luz!» ¿Apuntaremos también,
pasando a otro asunto, la falta de escupideras que se nota en algunos parajes
de la casa? Una tan solo hemos visto en lugar tan frecuentado como el pasillo
circular. Y aprovechamos la ocasión para dejar sentada la costumbre genera que
hemos observado en el Congreso de escupir en la alfombra. Y después de esto
tendríamos que hablar del servicio deficientísimo del cafetín o cantina; de la
tosquedad de los vasos en que se sirve el agua (más propios de una tabernilla
que del templo de las leyes); del estado lamentable del moblaje; de la falta de
lavabos y departamentos particulares para las señoras que asisten a las
tribunas; de la lenidad lamentable en conceder pases de entrada en la Cámara,
etc., etc.
Nos contentamos con lo
apuntado. ¿Qué idea formarán de la nación española un inglés, un alemán, un
francés, un norteamericano, que vengan a España y visiten este edificio en que
e alberga uno de los más altos poderes del Estado? La casa es el dato más seguro
para juzgar al morador; por los minúsculos detalles de la vida diaria y
prosaica, podemos colegir los gustos, las inclinaciones el estado de
civilización, la sicología, en fin, de un pueblo. Un millón doscientas veinte
mil ochocientas pesetas tenemos entendido que cuesta el entretenimiento anual
del Congreso. Ellos bastan para lograr un poco de comodidad y de limpieza.
Ayer n o aconteció
nada en la Cámara: hemos querido aprovechar esta tregua para hacer las
expresadas observaciones.