viernes, 31 de enero de 2020

El capítulo llamado...





Hace un tiempo ofrecí una reflexión del momento inaugural en el que el autor comienza un capítulo de la obra en curso, a la que remite el vínculo del título. Hoy la virtud de la cortesía me impele a ofrecer el comienzo de ese capítulo que se extiende durante más de 90 páginas, de un modo acaso exageradamente torrencial, pero así son las cosas del escribir... 

Necesito sentarme y escribir sobre cuanto me está pasando, porque corro el peligro de convertirme, guardándolo solo para mí, en un volcán que acabará explotando el día menos pensado. He escogido hacerlo en estos folios doblados que me permiten, ante la hipotética curiosidad de A., mi marido, hacerlos pasar por el borrador de una carta a mi hermana, a mis padres o a algunas de mis amigas que, al acabar el College, ya no volvieron a Miami, salvo esporádicas visitas a sus padres.
No sé ni por dónde empezar, porque lo que me está pasando tiene varios principios, o así al menos me lo parece a mí. ¿Qué ha sido lo primero: el trastorno de conducta de nuestra hija, mi depresión, el fracaso de nuestro matrimonio, el día que conocí a Fritz en una fiesta, la sesión de terapia de grupo a la que asistimos, juntos, A. y yo o aquella primera sesión individual al acabar la cual me besó de un horrible modo lascivo y grotesco hasta que le paré la lengua y las manos, más que los pies, y le dije que yo necesitaba un terapeuta, no un amante? Todo, además, se sucede muy rápidamente, como si hubiera entrado en una espiral vertiginosa cuya aceleración me sumerge en una confusión dolorosa.
Por eso me siento hoy a tratar de aclarar mis ideas y mis emociones, ¡o la ausencia de ellas!, fijándolas por escrito, siempre y cuando sea capaz de hacerlo en términos que me permitan ver cuanto ocurre con claridad, porque no se me escapa, y Fritz insiste mucho en ello, que las palabras son unas hermosas traidoras no solo capaces de desfigurar la verdad de los hechos, sino incluso de convencernos de que ellas, y nada más que ellas, son los únicos y los auténticos hechos.
Siempre me ha gustado escribir, y ello es lo que me indujo a convertirme  durante algún tiempo en profesora, pero, ¡qué paradoja!, ahora mismo me noto tan torpe como si me hubiera sentado a escribir  como la niña insegura que fui, la primera redacción escolar, esa ante la que todos, salvo los muy dotados, nos bloqueamos y buscamos ayuda desesperadamente… Ni siquiera sé cómo he llegado hasta aquí, la verdad sea dicha, y me da pánico volver al principio y leer de nuevo lo escrito, porque, por poco y torpe que sea, de la vergüenza, sería capaz de hacer trizas el papel, tirarlo a la papelera y dar por concluida la «aventura», porque esto tiene un no sé qué de travesía llena de  peligros y de trampas con las que, paradójicamente, yo misma parezco dispuesta a sabotearme.
Con mi decisión, seguir adelante, he superado la tentación, pero no me consuela lo más mínimo, porque abro la puerta a cometer no pocos desvaríos, imprecisiones y errores, pero no hay otra: o seguir o abandonar.
Reconozco, y no me duelen prendas hacerlo, que hay algo de valentía en mi decisión: seguir escribiendo sin retroceder jamás, y la constatación de que, para un asunto tan íntimo, pocos son quienes estén dispuestos a seguir mi ejemplo, porque lo habitual, al escribir sobre uno mismo, es medir con cuentagotas lo que se dice. Si lo tuviera que hacer así, con tanto temor, ya digo que ahora mismo no estaría escribiendo esta línea, ni la que ya tengo «necesidad» de escribir a continuación.
Sonará lo que acabo de escribir, ya me hago cargo, a la viejísima captación de la benevolencia ajena que nos enseñaron en la escuela, pero mi alibi es inobjetable: escribo solo para mí, ¡y es posible que contra mí! Nadie más está destinado a leer estas confesiones o impresiones o recuerdos  o memorias o lo que sean, pues, francamente, tampoco me importa mucho cómo hayan de ser definidas. ¡Ni siquiera Fritz! O él menos que nadie, mejor dicho. Y después de mí… Prefiero no pensar. Lo más seguro es que se acaben perdiendo en alguna mudanza de las muchas que me quedan por hacer en esta vida, porque, sin saberlo aún con la certeza de las decisiones tomadas, intuyo que no habrá de durar mucho mi matrimonio, y menos aún si por algún inescrutable azar llega a oídos de A. mi relación con Fritz o si, por descuido mío, acabara leyendo estas líneas que acabo de comenzar a escribir…
Si así fuera, cariño, si ahora mismo estás ahí, al otro lado de estos cuadernillos y el despecho o la curiosidad te han hecho llegar hasta aquí, te pido que no sigas leyendo y que te apartes de estas hojas como del fuego en el bosque, que acorrala, sentencia y ejecuta. Te lo pido por ti y por mí. ¡Te lo exijo! No tienes derecho a herirte tanto con la lectura de estas hojas, ni yo obligación de silenciarme, de autocensurarme. Si nada ha pasado aún entre nosotros, deja aquí de leer y hablemos, civilizadamente, sobre lo imposible «nuestro»..; si por alguna razón impensable, han llegado a tus manos estos cuadernillos, esquivando el azar para malmeternos…, devuélvemelos o, si la indignación no te impide tal gesto magnánimo, quémalos sin seguir leyendo o hazlos trizas o tíralos a la basura, mezclados con los desechos del vivir cotidiano en el que no hemos sabido cómo sobrevivir.
Te lo pido por ti, y luego por mí y por nuestros hijos. No tengo nada que reprocharme y soy enteramente consciente de haber actuado con total libertad. Pero no quiero que mi vida en modo alguno pese sobre la tuya como un dolor, menos aún como una vergüenza, y en ningún caso como una deslealtad. La vida, querido mío, te empuja hacia delante…, y aun en el más árido de los desiertos crece la esperanza que echa raíces y consigue alumbrar un tallo que acaba floreciendo.
 Es mi vida, A., la que yo estoy trayendo a estos cuadernillos, no la nuestra que enterraron sucesivas tormentas de arena, ¡y de ninguna de las maneras la de nuestros hijos!, a los que espero que mantengas  al margen de estas confesiones mías. Cuando ellos sean mayores, tampoco creas que me importaría mucho que lo leyeran, porque a ellos no les dolerían como a ti estas relaciones insospechadas. Insisto, cariño, deja de leer aquí mismo, antes de que pase al siguiente punto y aparte. Gracias. De corazón. Te quiero.
No puedo decir, pues, que mi vida matrimonial haya sido un infierno insoportable, ¡ojalá fuera todo tan sencillo! ¡Ojalá viviera yo una de esas relaciones llenas de violencia y menoscabo de mi dignidad como mujer que me llevaran a pedir el divorcio y una orden de alejamiento para no tener que verlo! Aquí, en esta vida mía, lo más «dramático» ha sido la indiferencia, el lento pasar de las días en una rutina de ausencia de pasión y de atracción que me convierte en lo más parecido a un corcho que flota sobre la aguas y que el oleaje lleva de aquí para allá sin darse ni cuenta de que existe el movimiento, como confiesan los personajes de Julio Verne cuando se instalan en la cesta del globo y se dejan llevar por los vientos sin percatarse de su desplazamiento. Y si ellos oían desde su barquichuela cualquier mínimo sonido en la horas nocturnas, hasta una conversación templada entre dos vecinos tranquilos a la puerta de sus casas, yo no oigo sino el más espeso de los silencios, ¡y hasta veo las muecas más aterradoras de la extrema cortesía! Porque ese ha sido mi día a día desde que A. y yo nos casamos y luego los hijos me disuadieron  de retomar mi carrera profesional. ¡Hasta que llegó Fritz!
En la fiesta en la que lo conocí, en diciembre, poco antes de las fiestas, en casa de las hermanas Krause, tuve, supongo que la suerte…, de que el Dr. Perls, pomposo creador de la Terapia Gestalt, así me fue presentado, me dedicara una atención casi exclusiva, lo que motivó algún recelo de A., porque es ley no escrita que nadie puede acaparar a nadie en un party, porque ello atenta contra la más elemental de las normas de cortesía a que obliga el trato social.
No sé qué vio en mí, más allá de que ambos fuéramos judíos, pero esa condición la compartíamos con la mayoría de los presentes en la fiesta, aunque en esa ocasión su conversación, que giró casi todo ella acerca de «su» terapia, no incluyó ningún movimiento equívoco que pudiera confundirse con una insinuación sexual. ¡Lo hubiera frenado en seco y allí mismo lo hubiera dejado, ofendidísima…, ¡qué naíf!, con la palabra en la boca. Y acto seguido le hubiera pedido a A. que me llevara de vuelta a casa.
Nada de eso ocurrió y, después de presentarle a A., a quien casi ni siquiera miró, o lo hizo con menos detenimiento de al que obliga el simple compromiso, nos invitó a los dos a una sesión de grupo que hacía en su casa, en Alton Road, por si nos pudiera interesar, aunque insistió en que a mí particularmente me «convendría». A. me miró con gesto de sorpresa, como si me dijera: «¿Pero de qué has estado tú hablando con este vejestorio sucio y casposo?» Lo miré y bajé los párpados, para indicar que delante de él no iba a iniciar una conversación íntima y nos retiramos para coger los abrigos y abandonar la fiesta.
Lo cierto es que a A. no debía extrañarle que, en aquella época, yo anduviera algo más que afectada emocionalmente por el brote de rebeldía que se había apoderado de nuestra hija, incapaz de someterse a ninguna regla, casi permanentemente embarcada en rabietas que recordaban las terribles suyas de los tres añitos, y con una hiperactividad que no permitía ningún momento de relajación, porque, para redondear el cuadro, le era muy difícil conciliar el sueño. De todo eso, A., por su dedicación laboral, no se enteraba, y como jamás, por la misma razón, se levantaba por las noches para calmar a nuestra hija, lo que me rompía el sueño casi cada día…, recaía todo sobre mis espaldas y mi frágil equilibrio nervioso.
Comprendió enseguida, no obstante. Que hubiera hablado de los trastornos de S. con un psiquiatra, porque ninguna persona más idónea para ello, y aunque los niños no eran su especialidad, los comportamientos humanos tienen patrones, al parecer, que se repiten, con diferente grado de intensidad, en todas las edades… Los caracteres no aparecen como por ensalmo en la edad adulta, sino que se forjan desde la niñez. A. se asustó, porque malentendió que nuestra hija había iniciado el camino de una dolorosa perturbación mental futura, pero, al final, después de un extraño intercambio de ignorancias, logramos concertar la tranquilidad de un trastorno propio de la edad y sin futuras consecuencias, porque, ciertamente, quienes no se consuelan es porque no quieren, sobre todo cuando no está en tu mano ni siquiera acercarte por intuición al diagnóstico de un profesional.
Fuimos juntos a la sesión a la que nos invitó el extraño Dr. Perls, y asistimos, después de una breve explicación algo simplista de los fundamentos de la terapia y de asegurarse él de que entendíamos que estábamos allí libremente y que nadie era responsable de nosotros más que nosotros mismos; asistimos, digo, a una reunión verdaderamente impactante, al menos para mí. A., con cierta suficiencia, veía en los pacientes ciertos síntomas de debilidad mental, de inseguridad, para los que la técnica del Dr. Perls, agresiva hasta rayar en el acoso, en la intimidación, le parecía contraproducente. No vio, o no quiso ver, el agradecimiento de los pacientes por haber sido «despertados» del engaño en que vivían, negándose a aceptarse a sí mismos.
To be continued...

jueves, 30 de enero de 2020

«Juventud de cristal», de Luis Mateo Díez, la magia del realismo «ad libitum».


 La novela en territorio propio o el autor dicta las leyes de la termonarrativa…

Hacía mucho que no entraba en una obra de Luis Mateo Díez, después de la celebérrima La fuente de la edad y otro libro suyo de nouvelles, Apócrifo del clavel y la espina, y ello a pesar del buen sabor de boca que deja siempre meterse en la obra de quien domina el castellano con tanta maestría y quien tiene, además, un universo propio, Celama, que es, podría decirse, la aspiración «macondiana» de cualquier escritor, por más que, luego, el estro de cada cual lo lleve a cada uno por caminos de difícil trazado y, a veces, de insólita ubicación.
No es Juventud de cristal una obra datable en un tiempo concreto, más allá del tiempo propio de las vidas contemporáneas, porque, además, tiene el sabor antiguo de las historias que ocurren en el lugar privilegiado de la memoria, con las vueltas y revueltas que tienen los acontecimientos en esa instancia narradora, algo así como un mapa que se va construyendo a medida que quien narra, Mina, la enfermera vocacional, añade veredas, paisajes, alamedas, fachadas, callejones, ruinas, un cine abandonado, una sala de baile llena de lápidas, el río Margo o las estaciones de ferrocarril donde  cruzaron sus padres las mirada que los unieron.
Todo irá brotando de la memoria de esa narradora de expresión feliz cuya mirada al entorno tiene un sí sabemos qué de notarial, amén de compasiva. Presta a ayudar a los demás y a no dejarse engatusar, Mina es un tesoro memorístico lleno de una juventud tan extraña y singular como solo pueden serlo los habitantes de un espacio que casi no parece compartir las leyes básicas de la realidad desde la que leemos. No es tanto el manido realismo mágico, cuanto la magia que un narrador inspiradísimo y libre, esto es, sin servidumbres de ningún tipo ni al academicismo, ni a la tradición, ni a la azarosa innovación gratuita, puede llegar a tener al tratar una materia narrativa como la de las vidas cruzadas -digámoslo «a lo Altman»- que desfilan por esta novela coral llena de fragilidades, equívocos, aspiraciones e infidelidades.
Todo en la novela transcurre al modo como nos han acostumbrado maestros como Torrente Ballester, el de La saga/Fuga de JB o, en el cine, el inefable José Luis Cuerda de Amanece que no es poco o la depuración de dicho estilo que son las Canciones del segundo piso, de Roy Andersson. Pensemos, por ejemplo, en el feliz hallazgo del cine de los fotogramas rotos y esparcidos que se entretejen en la narración para construir desde ellos una divertidísima mezcla de géneros y aun de historias, el Cine de Sustos. La memoria no está solo en la narradora, Mina, sino diseminada aquí y allá, sea en las lápidas que aparecen en la sala Baile de corales,  sea en esos fotogramas, sea en los personajes que, casi como un deporte propio de la comarca narrativa, tienen el hábito de suicidarse en el Margo repetidamente: Los suicidios estaban a la orden del día y en muchos casos las razones resultaban sorprendentes, pero lo habitual eran las frustradas ilusiones amorosas, la traición, el engaño o el mero menosprecio de una mala cara o una respuesta intemperante. Nadie se mataba por haber suspendido.
Historia de historias, pues, Juventud de cristal se centra, además de en la lírica historia del noviazgo y matrimonio de los padres de Mina, con sus encuentros y desencuentros en estaciones y trenes; en la juventud de unos personajes que tratan de abrirse camino en el complejo mundo de las relaciones amorosas, sin descuidar, no obstante, sus vidas académicas que las condicionan. Nadie, salvo la narradora, está exento en la obra de acabar siendo la pieza cobrada de su cinegética mirada, ni siquiera sus hermanos, todos caen bajo el control de quien no duda nunca en ofrecerse como enfermera o como hombro consolador. Desde la liebre que persigue a un joven que llega a Armenta desde un pequeño pueblo de Celama, hasta la pareja homosexual y birracial que se aloja en el hotel, del que se marcharán súbitamente sin pagar, pasando por los extravíos de los gemelos pícaros, hermanos de la protagonista, el libro es la memoria de una juventud tan llena de impulsos como de desconocimiento de sí, pero Mina ata a su narración, con absoluta naturalidad y un interés sobresaliente todas las historias que acaban levantando ante el lector un mundo atrayente, misterioso y, sobre todo, muy vivo.
Contrastan con esa joven vida pugnaz los escenarios en ruinas en que transcurre la acción, pero de ese contraste, que le da a la narración un inequívoco aire de historia antigua, lejana en el tiempo, emerge, ya lo hemos dicho, una concepción de la realidad que va más allá del realismo tradicional y se abre al mundo de lo fabuloso, si bien naturalizado en la novela con una pasmosa fluidez que convierte la voz de Mina en lo que literalmente es: un archivo generacional tan trabado como delicioso. Son los recuerdos de una adolescente, pero lo son, sobre todo, de una aspirante a escritora, y se nota.
La mezcla constante de registros, entre la reflexión sentenciosa y el lenguaje coloquial, marcan, desde el punto de vista estilístico, esta recreación de unas vidas llenas de impulsos de difícil esclarecimiento, y a las que solo la voz de Mina sabe dotar del espesor, de la densidad humana que nos las hace cercanas y cálidas, porque la propia desorientación de esos jóvenes es la misma de todos los jóvenes siempre y en cualquier lugar.
Feliz reencuentro, pues, con una de las voces narrativa más depuradas de nuestra reciente historia literaria, algo que siempre constituye un motivo de alegría para cualquier intelector.

domingo, 19 de enero de 2020

«Asklepios», de Miguel Espinosa, un raro mediterráneo.








Πάντα ε..., , pero todo permanece


          En  2005 publicó la editorial Siruela una nueva edición de Asklepios, del escritor murciano Miguel Espinosa. Se incluye en esta nueva edición un apéndice con un capítulo sobre la adolescencia, Riqueza de sentimientos, multitud de deseos, que fue suprimido por el autor en la versión definitiva del libro. Aun no tratándose de un inédito, pues fue publicado en El Urogallo, en 1991, el capítulo halla en este apéndice su lugar propio. 
           Hay libros que, desde su concepción, saben ya cuál será su destino y cuáles sus lectores. No cuántos, sino cuáles. A la lectura de Asklepios, autobiografía de Espinosa por ficción helénica interpuesta, sólo pueden y deben acercarse, así pues, aquellos lectores a quienes distinga una larga paciencia y un constante e incausado amor por todo lo que vive y sufre bajo el sol, como quería Alcmeón, otro de los muchos disfraces filosóficos de Espinosa. 
           La metamorfosis de Asklepios consiste en reencarnarse en Miguel Espinosa y convertirse, por ende, en un desterrado tanto geográfica como temporalmente. El juego literario con la anacronía se va revelando a medida que avanza lo que, no sin cierta ironía, el autor llama “relato”,  como una suerte de verdad revelada que exige y consigue de nosotros un total asentimiento. No es un como si, sino un así, un sí y un cómo. 
           La extrañeza de Asklepios es la propia de Espinosa: ambos son seres exilados y marginales: El exilado no concurre con los naturales del país; simplemente observa, compara y sueña con su imposible patriaQue una autobiografía se presente como un tratado filosófico en el que el autor no busca la mera evocación del pasado, sino establecer ciertas verdades a través del teorizar, esto es, del enjuiciar desde principios y concluir impecablemente, muestra con meridiana claridad no tan solo la originalidad de Espinosa, sino su excepcionalidad en las Letras españolas, pues Asklepios es una obra que nace de una rebelión contra la barbarie del medio franquista y provinciano desde el que escribe el autor (“¡No te obedezco!” Tal fue mi postulado, aprendido de Prometeo) y de la necesidad de conciliar el conocimiento de sí con el de la realidad circundante, pues, como dice con acierto Espinosa: el que no tiene interioridad no siente avidez, y viceversa; quien no vive el ensimismamiento, no goza del conocimiento; aunque parezca contradictorio, el absorto es un constante investigador.
            ¡Y qué sagaz penetración, la del contemplador! 
            Asklepios es un libro de amor a la razón que descubre e ilumina; la razón que revela, a su juicio, los cuatro humores del alma: el sentir estético, el sentir temporal, el sentir eidético y el sentir ético. Aunque en el ser humano la razón va estrechamente ligada a la condición afectiva de aquél: No se puede hablar del ser sin  nombrar lo que llamamos amor, dice Asklepios, preocupado por fijar la preeminencia de la bondad originaria, natural, del ser.
            La autobiografía de Espinosa parte de una sencilla constatación: las edades del hombre no son fases de un proyecto, sino realidades acabadas que han de comprenderse en su plenitud de tales: Para averiguar quiénes somos, tenemos que indagar cada una de las edades que hemos sido, tratando de conocer los seres que fuimos. Desde esa concepción, es admirable la disposición de la obra, pues, en lugar del relato de los sucesos, de las experiencias, se nos ofrecen las reflexiones sobre conceptos que en vez de velar aquéllas, las iluminan con una intensidad consciente especial. 
            A pesar del rigor racionalizador de Espinosa, el libro, como buen discípulo de los clásicos griegos a  los que recrea, se mueve más en el ámbito de la Sabiduría presocrática que propiamente en el de la Filosofía sistemática. El carácter fragmentario del “relato” y la tendencia al aforismo nos sitúan más cerca de autores como Heráclito  que de otros como Platón o Aristóteles. Es una fortuna, en consecuencia,  leer este canto a Grecia esmaltado de joyas que acreditan a su autor no tanto como recreador literario de una edad de oro de la cultura occidental, sino como un inspirado espíritu inocente que descubre lo real desde la convergencia de la inteligencia y la memoria. Que lo perenne viene a ser el encuentro de fugacidades, que el niño descubre cosas; el hombre descubre ideas, que allí donde hay un corazón piadoso, hay un dios verdadero, que como no quiero poseer, soy nadie, o que, finalmente, amo todo lo que tiene destino y odio lo que tiene porvenir son, todos ellos, ejemplos inequívocos de sus elocuentes hallazgos y pruebas irrefutables de la impregnación helénica que ha posibilitado la creación de la obra, no tanto como un remedo, sino como un remedio para el ser atribulado, pues la filosofía ha sido siempre, también, consolación, como bien lo supo Boecio. 
           Atenas, para Espinosa, es el futuro, no el pasado; y Asklepios una muestra deslumbrante de tantísimo amor a esa disposición hacia el saber que, como él mismo propone que ha de hacer el artista, objetiva una emoción, sosteniendo el instante y haciéndolo perenne. Y eso es, en realidad, Asklepios: un presente eterno; una inagotable lectura  que fluye.

viernes, 10 de enero de 2020

«Las bodas de Cadmo y Harmonía», de Roberto Calasso, o el paso de la mitología a la Historia.



Roberto Calasso aborda la mitología griega desde la perspectiva de textos nada canónicos que le permiten una visión esencial del significado de dichos relatos para el mundo griego, y especialmente para Atenas.

Las bodas de Cadmo y Harmonía es un denso libro poético y filosófico de Roberto Calasso que deslumbró en el momento de su aparición, allá por 1988, y que, como otras tantas lecturas, postergué hasta que el júbilo del retiro laboral me permitiera afrontarla con lo que la lectura requiere: la ausencia de compromisos, de urgencias, de exigencias vitales imperiosas, y la entrega a la lentitud lectora indispensable, sin la que es muy difícil adentrarse en estas páginas tan llenas de descubrimientos luminosos como de relecturas de la mitología canónica.
Ni siquiera, después de su lectura, estoy muy seguro de haber extraído de ella todo el caudal de luminosas intuiciones que Calasso nos regala, extraídas, a su vez,  de su propia lectura de un mundo de relatos que condicionó la existencia de la Hélade -una realidad indiscutible para quienes formaban parte de ella en su momento, sin que sintieran nunca la necesidad de plantearse qué era ni cómo se definía- duranta tantos siglos y del que nació nuestra literatura y nuestra filosofía, si bien esta última lo hizo en permanente conflicto con esa otra percepción de la realidad que es el mito.
De hecho, lo que vamos a descubrir, de la mano de Harmonía, es que el mito es el precedente de cualquier gesto, el forro invisible que lo acompaña. Para entender la entidad del mito en la vida griega, hemos de entender lo que significaban los mitos para Platón: Ya Sócrates, poco antes de morir, lo había aclarado: se entra en el mito cuando se entra en el riesgo, y el mito es el encanto que en ese momento conseguimos hacer actuar en nosotros. Más que una creencia, lo que nos rodea es un vínculo mágico. Es un hechizo que el alma aplica a ella misma. «Hermoso es, en efecto, este riesgo, y con estas cosas en cierto modo tenemos que encantarnos [epádein] a nosotros mismos».  Epádein es el verbo que designa el «canto encantador». «Estas cosas», en la banalización de la forma pronominal, son las fábulas, los mitos. Y  esos mitos se oyen en Grecia, en los versos de Homero que repiten los aedos justo cuando comenzaron a menudear por Grecia los primeros representantes de una secta del Libro: los órficos.
Así pues, los «misterios» y los «santuarios» están estrechamente unidos a la vigencia de esa realidad mítica en que vive sumergida la sociedad griega. A este respecto, como defiende Calasso:  Si un rito es secreto, se debe a que «imita la naturaleza de lo divino», que escapa a nuestra percepción. Aunque nos adelantemos al desarrollo del libro, no está de más recordar que todo este mundo mitológico colindante con el de la superchería, la superstición, contempló la aparición de los impostores que se aprovecharon de la devoción popular para sacar un beneficio de la impostura. Calasso recoge en su libro, como ejemplo de esas fuerzas que operaron contra el sistema religioso mitológico griego, la historia de Alejandro de Abotonicos, narrada por Luciano de Samosata para escarmiento de creyentes y con su acerado punto de incredulidad. Aún no sabemos con certeza si el personaje existió realmente Algunas gemas, algunas monedas, algunas inscripciones lo confirman. Pero, aparte de esas imágenes silenciosas, su vida solo ha dejado huellas en el desenfrenado panfleto de Luciano contra él. ¿Debemos creer a Luciano? Es difícil decirlo, pero la pura fuerza de la literatura nos arrastra.
Recapitulemos, de la forma más sucinta, esa existencia para comprobar la fuerza no solo literaria, sino embaucadora de semejante personaje: Bellísimo de joven. Se hizo prostituto. De un charlatán aprendió el oficio del embaucamiento. Vagaba vendiendo hechizos. Se unió con una mujer rica. Compro en Pella unas serpientes inofensivas. Funda un oráculo. Elige Abotonicos para instalarse. Sepulta en el templo de Asclepio de Calcedonia unas tablillas de bronces. Las desentierra y lee lo que estaba escrito: Apolo, padre de Asclepio, estaba a punto de instalarse en Abotonicos. Los ciudadanos votaron la construcción de un templo. Hizo el número del huevo del que nace la serpiente, como si él fuera un nuevo Asklepios. Según Luciano, ganaba entre setenta y ochenta mil dracmas al año. Había profetizado que viviría ciento cincuenta años y que el rayo le mataría. Murió antes de los setenta, porque se le había gangrenado una pierna y estaba infestada de gusanos. En resumen: De Alejandro de Abonoticos jamás sabremos si era el sórdido embustero descrito por Luciano o un sabio que, en tiempos tardíos, escenificaba el origen. Allí donde pugnan la autoparodia pagana o la requisitoria cristiana, allí onde lo innoble y lo ridículo imperan, repasa con mucha frecuencia el secreto más antiguo.
Calasso traza aquí, en estas páginas brillantes, el proceso mediante el cual se pasa en Grecia del mito a la Historia, un final que coincide con la muerte de Ulises y un principio que nace de un relato contado de muchas maneras. En la selección de las fuentes mitológicas es donde Calasso opera una transformación que lo lleva al descubrimiento de esos conceptos capitales no solo para entender la propia mitología, sino, sobre todo, para entender el mundo griego y el nuestro propio.
Escojamos, por ejemplo, el mito del origen:   Eran una pareja majestuosa e inmóvil: eran Tiempo-sin-vejez y Ananké. Del coito que se ocultaba en el nudo de su abrazo nacieron Éter, Caos y Noche. (..) Luego, separándose de Ananké, la serpiente se enroscó alrededor del huevo luminoso. ¿quería triturarlo? Al fin la forma se rompió. Desprendía una luz radiante. Apareció el aparecer*. (…) Después de haber roto la envoltura, el padre serpiente se enroscaba alrededor del cuerpo del hijo. en la parte superior se reconocía la cabeza del padre que miraba al hijo y una hermosa cabeza de muchacho que miraba dentro de la luz emanada por su propio cuerpo. Era Fanes, el Protogonos [«primogénito»], el primer nacido en el mundo del aparecer. Era la «llave de la mente». (…) Fanes, copulando consigo mismo, preñó su sagrado vientre. Parió una serpiente, Equidna, con un soberbio rostro de mujer rodeado por una vasta cabellera. (…) Después Fanes engendró a Noche, que ya existía antes que él; pero Fanes debía de todos modos engendrarla, porque era todo. Convirtió a Noche en su concubina. Fue huésped en su caverna. Nacieron otros hijos, Urano y Gea. Poco a poco, con la luz   que seguía manando de la cima de su cabeza, Fanes compuso los lugares donde habitarían los dioses y los hombres, Las cosas entraron en el aparecer.
 [*A pesar de la tosquedad, y dada la condición laberíntica del libro de Calasso, en el que, tan pronto seguimos un orden lineal como nos remontamos a los orígenes o, con antelación a estos, recalamos en las postrimerías boqueantes de la existencia de los relatos como parte inmanente de la vida de los griegos, me voy a permitir subrayar con la negrita -aunque suene a paradoja- esos destellos luminosos que se reparten a lo largo del libro y que representan, a mi juicio, seguramente desnortado, los ejes cardinales de la propuesta de Calasso.]
El planteamiento de la obra, sin embargo, no es lineal, sino simultáneo, porque la mitología actúa toda ella sobre la realidad al mismo tiempo: no existe el tiempo en ella o ella acoge en sí todos los tiempos. Las historias mitológicas constituyen una maraña de historias en la que es difícil trazar líneas causales o ejes diacrónicos: todas «son» al mismo tiempo, eso es, y como hemos dicho antes, el tiempo que no contiene tiempo alguno: Las historias jamás viven solitarias: son ramas de una familia, que hay que recorrer hacia atrás y hacia delante. De hecho, como señala Calasso, durante generaciones  los griegos contaron los años refiriéndose a la sucesión de las sacerdotisas en el Heraion, aquel santuario cerca de Argos donde podía verse sobre una tabla votiva, la boca de Hera que se cerraba amorosamente alrededor del falo erecto de Zeus. Ninguna otra diosa, ni siquiera Afrodita, había admitido una imagen semejante en sus santuarios.
Calasso no arranca desde Fanes, su abordaje a mundo tan complejo, sino del rapto de Europa. Arranca de Creta y de la importancia de la figura del toro, divinidad cuya forma adoptará Zeus para el rapto de Ío, y enemigo al que ha de derrotar Teseo para fundar Atenas, o mejor dicho, para refundarla políticamente, porque Cécrope fue su “primer rey” y luego Atenea la amurallará. Pero en el mundo de la mitología esto es lo usual: que las diferentes narraciones recuenten los mismos hechos desde perspectivas muy distintas e incluso con actores que parecen aparejados por algún demiurgo para la ocasión. Así, Teseo será el libertador de Atenas frente a Creta: El ateniense Dédalo construye en Creta un edificio que esconde detrás de la piedra tanto el  misterio (el trazado por la danza) como la vergüenza (Asterio, el Minotauro). Desde entonces y hasta hoy, el misterio es también aquello de lo que nos avergonzamos. Recordemos así mismo que en Delos, después de haber matado al Minotauro, Teseo ejecuta la danza de la grulla, que contiene cifrado el secreto del laberinto. Y Delos es el primer lugar de Apolo. 
Que los dioses no tienen escrúpulos morales escapa a nuestro limitado mundo axiológico, del mismo modo que las metamorfosis se nos aparecen como prodigios ajenos a nuestra mortalidad definitiva: somos los expulsados hacia la «indiferencia» del Hades, que es el rasgo más distintivo del infierno para los hombres: la anonimia, el olvido, la desaparición. El mismo Teseo fundador es quien, tras ser ayudado por Ariadna para matar al Minotauro,  abandona a Ariadna en la isla de Naxos. (…) Es una playa, batida por olas ensordecedoras, un lugar abstracto al que solo acuden las algas. Es la isla que nadie habita, el lugar de la obsesión circular, del que no hay salida, Todo ostenta la muerte, Es un lugar del alma. Con todo, conviene no olvidar que, a pesar de ser el héroe que refunda Atenas, su destino no escapa al aciago que la política reserva a sus elegidos: «Nada sin Teseo»: esta frase, que los atenienses se han repetido durante siglos, alude a eso: además de héroe, Teseo es el iniciador del héroe, aquel sin el cual el tosco héroe no podría alcanzar la totalidad iniciática: teleíōsis, teletē. (…) El fundador de Atenas tuvo también el privilegio de ser el primero expulsado de ella. «Después de que Teseo donara la democracia a los atenienses, un tal Lico consiguió, denunciándole, que el héroe cayera en el ostracismo.» Como concluye Calasso, los acontecimientos míticos son también cambios de paisaje.
A partir de esos momentos augurales, Calasso recorrerá la existencia de los principales actores mitológicos que han ayudado a configurar no solo el propio relato excepcional de los dioses, sino también el de la sociedad para quienes «obraban» con una inmanencia social anterior al relato de los mismos. De hecho, la línea de fuerza del planteamiento de Calasso, a mi modesto entender, va desde esa inmanencia hasta la aparición de la escritura, llevada por Cadmo desde Fenicia hasta Grecia, momento en que los mitos comenzarán a ser leídos, no a ser vividos de un modo «cosido» a la vida cotidiana, como una manifestación tan propia de ella como la vida de los habitantes de la polis: Cadmo había llevado a Grecia «dones provistos de mente»: vocales y consonantes unidas en signos minúsculos, «modelo grabado de un silencio que no calla»: el alfabeto. Con el alfabeto, los griegos aprenderían a vivir los dioses en el silencio de la mente, ya no en la presencia plena y normal, como todavía le había correspondido a él, el día de sus nupcias. Pensó en su reino deshecho: hijas y nietos descuartizados, descuartizadores, abrasados por el agua hirviente, asaeteados, ahogados en el mar. También Tebas era un cúmulo de ruinas. Pero ya nadie conseguiría borrar aquellas pequeñas letras, aquellas patas de mosca que Cadmo el fenicio había esparcido por la tierra griega, done los vientos le habían empujado en busca de Europa raptado por un toro surgido del mar. Así concluye Calasso esta travesía mirífica, lírica, emotiva e intuitiva que va desde el rapto de Europa hasta el legado de su hermano Cadmo a los griegos.
Dioniso, del mismo modo que Apolo vendrá después, en el capítulo siguiente, como la polarización sobre la que construyera Nietzsche buena parte de su filosofía -recordemos que el primer libro de Nietsche fue El origen de la tragedia, en el cual abordaba ya esa polarización entre Dioniso y Apolo- es un actor indispensable en esta trama de historias que se retuercen sobre sí mismas como Fanes se autoinseminaba. Dioniso fue concebido en el momento en que Zeus gritó el nombre con el que durante siglos sería invocado: «Euoi», o «evohé», que prefieren otros traductores -y eso es algo que tampoco nos puede chocar: las diferentes soluciones traductoras para el complejo mundo mitológico-, y a esa traviesa deidad nos la describe Clemente de Alejandría el primer «doctor de la Iglesia» del siguiente modo: La cristiana malicia de Clemente de Alejandría recuerda Dioniso como choiropsálēs, «aquel que toca la vulva»; mejor dicho que sabe hacerla vibrar con los dedos como las cuerdas de una lira. Y la gente de Cición le veneraba asimismo como «magistrado» de las partes femeninas, lo cual no es contradictorio, ya lo veremos con Aquiles, que jugaba como una niña entre niñas, con otra orientación sexual: el primer amor de Dioniso fue un muchacho. Se llamaba Ámpelo. Jugaba con el joven dios y los Sátiros en las orillas del Patolo, en Lidia. La actividad erótica de los dioses mitológicos está fundado, al decir de Calasso en que la cópula, mîxis, es «mezcla» con el mundo. Virgen es la señal aislada y soberana. Su correlato, cuando lo divino intenta tocar el mundo es el estupro. En la figura del rapto se fija la relación canónica de lo divino con el mundo madurado y hervido de los sacrificios. (…) Se dan dos regímenes de relaciones entre los dioses y los hombres: el convite y el estupro. El tercer régimen, el moderno, es la indiferencia, pero supone que los dioses ya se han retirado.
Un recurso constante del libro es cifrar en algunos objetos el hilo de unión argumental que da sentido a acontecimientos muy diversos. Pongamos por ejemplo el caso de Apolo y su relación con Corónide y las «coronas» como objeto simbólico en el mundo griego; ello le permite al autor un viaje etimológico que da unidad y coherencia al relato: Corónide estaba embarazada de Apolo cuando se sintió atraída por un extranjero que venía de la Arcadia y se llamaba Isquis. Junto a ella velaba un blanquísimo cuervo. Apolo le había encargado la custodia de la amada, «para que nadie la violase». El cuervo vio a Corónide que se entregaba a Isquis. Entonces voló a Delfos, a casa de su señor, para hacer de espía Dijo que había descubierto las «obras ocultas» de Corónide. Apolo, en su furia, arrojó el plectro. La corona de laurel cayo en el polvo. Miró al cuervo con odio, y sus plumas se volvieron de un negro de pez. Después Apolo pidió a su hermana Ártemis que fuera a Lacereia a matar a Corónide. La flecha de Ártemis se hundió en el seno de la traidora. Y, junto con ella, mató a muchas otras mujeres , a lo largo de las orillas abruptas del lago Boibeis. Antes de morir, Corónide confesó al dios que había matado también a su hijo. Entonces Apolo intentó inútilmente reanimarla Sus artes médicas se revelaron insuficientes. Pero, cuando el cuerpo perfumado de Corónide quedó tendido sobre la hoguera, alta como una pared, y el fuego ya lo atacaba, las llamas se abrieron ante la mano rapaz del dios, que extrajo del vientre de la muerta, ileso, a Asclepio, aquel que cura. (…) De Corónide quedó un montón de cenizas. Pero, años después, también de Asclepio quedaría un montón de cenizas, porque había osado devolver a la vida a un muerto, y Zeus lo había fulminado. (…) Koronē es el pico curco del cuervo, pero también es la guirnalda. ¿Y la historia de Ariadna no era acaso una historia de coronas? Koronē también es la popa de la nave y la culminación de la fiesta. Korōnís es la greca ondulada que señalaba el final de un libro: sello del acabamiento. Calasso nos recuerda, para coronar su excurso,  que se iba coronado tanto al sacrificio como a las nupcias. Más adelante, cuando entre de lleno en el mundo de los santuarios y los misterios, el «caldero de bonce» será el máximo símbolo de la compleja relación con los dioses, porque sí, hay, en efecto, toda una teoría sobre el sacrificio que veremos más adelante.
Apolo, al igual que Dioniso, también es afecto al amor homosexual, y prueba de ella es su particular relación con  Admeto, por quien Apolo aceptó otra prueba, quizá todavía más grave: ser pagado por el amado, como un pornós, como un prostituto vulgar carente de todo derecho, extranjero en la propia ciudad, despreciado en primer lugar por sus amantes. [Un prostituto, Apolo, «la raza peor entre los depravados»]. (…) Sobre la servidumbre de Heracles bajo Ónfale los poetas han ironizado. Pero sobre la esclavitud de Apolo con Admeto nadie se ha atrevido. [Admeto, en Tesalia, sustituta del Tártaro, es el dios de la muerte. El pecado de Apolo es querer sustraer a la muerte al señor de los muertos] Calasso igualmente nos recuerda que por amor a Admeto, Apolo emborrachó a las Moiras: esa fue quizá la fiesta más loca de la que ha quedado noticia, y de la que nada podemos decir, salvo que ocurrió.
Inmediatamente, el autor se nos vuelve antropólogo y nos relata la visión de la mujer en ese mundo en el que los mitos determinan los roles y los valores sociales: Temor y repugnancia se mezclan en la sensibilidad griega hacia la mujer: por una parte, está el horror por la mujer sin maquillaje, que «se levanta por la mañana de la cama más fea que las monas»; por otra, está a sospecha del maquillaje como arma del apátē, de un engaño invencible. El maquillaje y los humores femeninos se exaltan sucesivamente en una morbidez que enferma y debilita. Así pues, mejor el sudor y el polvo de la palestra. «El sudor de los muchachos sabe bien, mejor que todo el cajón de los ungüentos de la mujer.» (…) El amor entre mujeres ni siquiera se menciona, y es penoso comprobar cómo  en ciertos pasajes del género el traductor moderno traduce por «lesbianismo» esa palabra prohibida, sin percibir su incongruencia. «Lesbianismo» nada significa para los griegos, mientras el verbo lesbiázein significaba «lamer las partes sexuales», y la palabra tribádes, «frotadoras» indicaba las mujeres que aman a otras mujeres, como si en el furor de sus amores quisieran consumir la vulva.
A los lectores, hoy, pueda parecernos literalmente demencial el modo como la imbricación entre mito y vida determinaba la vida cotidiana en la Grecia antigua, pero ha de tenerse en cuenta que, como indica Calasso,  por cada mito narrado existe un mito no narrado e innominado que se insinúa desde la sombra, asomando con alusiones, esbozos, coincidencias, sin que jamás un autor se atreva a contarlo sin interrupción como una historia concreta. (…) Cuando la vida se encendía, en el deseo o en la aflicción, o incluso en la reflexión, los héroes homéricos sabían que un dios les movía. (…) El pueblo, obsesionado por la «insolencia» (hýbris) era el mismo que contempló con la máxima incredulidad la pretensión de que el individuo deba hacer algo. Lo que el individuo seguramente hace es lo mediocre; tan pronto como le roza un soplo de grandeza, de cualquier tipo, viciosa o virtuosa, ya no es él quien actúa. Después el individuo se desploma como un médium cualquiera tan pronto como le abandonan las voces. ¿Hemos de recordar, el daimon que decía Sócrates que guiaba sus pasos, sus actos e incluso sus palabras?
Calasso presta especial atención a Ananque, «la necesidad», algo así como la diosa sin culto ni representación, pero más poderosa que cualquier otra manifestación divina:  La Necesidad que en Grecia lo domina todo, incluso el Olimpo y sus dioses, jamás tuvo un rostro. Homero no la personifica, pero nos muestra sus tres hijas, las Moiras, hilanderas; o las Erinias, sus emisarias; o Ate la de los pies ligeros. (…) Existe un único lugar de culto reservado a Ananque: en las laderas del Acrocorinto [la Acrópolis de Corinto], el monte de Afrodita y de sus sagradas prostitutas, se encontraba un santuario de Ananque y Bía [Con Crates y Hefestos, redujo y cegó a Prometeo después de que este robara el fuego para dárselo a los hombres], la Violencia. (…)  Según Parrménides, el propio ser está rodeado por los «vínculos de cuerda» de la poderosa Ananké. (…) Fueron muchos en Grecia los que dudaron de los dioses, pero nadie expreso una duda sobre esa red invisible, y más poderosa aun que los dioses.[Ananque] (…)  Ananque pertenece al mundo de Cronos, es su paredra, con él se sienta en el trono polar como Zeus se sienta junto a Hera en el Olimpo.
Forma parte de las reflexiones habituales sobre el mundo griego la relación entre la belleza y el bien, dada la preeminencia que lo estético ocupó en el pensamiento y en la vida griegos. Llegará, lógicamente hasta Platón, pero los términos del debate nos lo plantea Calasso con brillante claridad:  Los griegos se evadieron de lo sagrado a lo perfecto, confiando en la soberanía de lo estético. (…) Debemos esta despreocupada inmediatez no ya a tò kalón, categoría demasiado grave, sino a la abrosýnē, palabra que no gozará del favor de los filósofos y que no podremos traducir si no es mezclando en la mente la delicadeza y el esplendor, la gracia y el lujo. «Yo amo la abrosýnē», dice otro verso de Safo, y tal vez sea su única confesión indudable. (…) La verdadera fractura de la helenidad, como cualquier otro de sus pasos irreversibles, se produce cuando Platón afirma por vez primera «cuánto difieren en su esencia la naturaleza de lo necesario y la del bien». (…) Lo Bello, en tal caso, o quedará bruscamente reabsorbido en el Bien, como agente suyo, instrumento y pedagogo, o permanecerá suspendido en el aire, como un hechizo maligno (goēteuma), que engaña a la mente para someterla aún más al imperio de la necesidad.
Forma parte de las reflexiones habituales sobre el mundo griego la relación entre la belleza y el bien, dada la preeminencia que lo estético ocupó en el pensamiento y en la vida griegos. Llegará, lógicamente hasta Platón, pero los términos del debate nos lo plantea Calasso con brillante claridad:  Los griegos se evadieron de lo sagrado a lo perfecto, confiando en la soberanía de lo estético. (…) Debemos esta despreocupada inmediatez no ya a tò kalón, categoría demasiado grave, sino a la abrosýnē, palabra que no gozará del favor de los filósofos y que no podremos traducir si no es mezclando en la mente la delicadeza y el esplendor, la gracia y el lujo. «Yo amo la abrosýnē», dice otro verso de Safo, y tal vez sea su única confesión indudable. (…) La verdadera fractura de la helenidad, como cualquier otro de sus pasos irreversibles, se produce cuando Platón afirma por vez primera «cuánto difieren en su esencia la naturaleza de lo necesario y la del bien». (…) Lo Bello, en tal caso, o quedará bruscamente reabsorbido en el Bien, como agente suyo, instrumento y pedagogo, o permanecerá suspendido en el aire, como un hechizo maligno (goēteuma), que engaña a la mente para someterla aún más al imperio de la necesidad.

No podemos seguir los meandros episódicos del libro de Calasso, todos ellos planteados desde perspectivas que aspiran a «unificar» una visión de la mitología griega y de su relación con la cultura helénica, sin detenernos en la figura ejemplar y cumbre de Atenea . En una brillante divagación que antecede a la descripción de la razón de ser de Atenea, el autor nos  demuestra la trascendencia que suponen ciertos dioses en este ámbito: La capacidad de control (sophrosýnē), la habilidad de dominarse, de dominar, la agudeza de la mirada, la sobria elección de los medios adecuados para alcanzar los fines: todo esto aleja la mente de las fuerzas, concede la ilusión de utilizarlas sin ser utilizado por ellas. (…) La mirada no ve la mirada. No reconoce que ella misma es una fuerza, como las que entonces pretende dominar. La mirada fría sobre el mundo modifica el mundo con una violencia igual a la del aliento inflamado de Egis, que abrasa una tremenda extensión de tierras, de Frigia a Libia. Atenea es la fuerza que ayuda a la mirada a verse a sí misma. Atenea preside la Acrópolis ateniense con su templo, el Partenón, pero Atenea, que tiene una historia curiosa con Zeus, es también la Atenea «pulsante», «Palas» Atenea, según relata Calasso la relación entre ella y su hermano Zagreo (el primer Dioniso), asesinado por los Titanes, ante la complacencia de Hera, y cuarteado y devorado por ellos: Pállein significa «pulsar»: Palas, «pulsante»: esto era Atenea, detrás de la fría superficie de las armas, allí donde tocaba la mente indivisible, que entonces por vez primera veía fuera de sí, en aquel sucio trozo de carne roja, abandonado a los perros. Con delicadeza, tonó el corazón en sus manos y lo colocó en una cesta, y la cerró. Después se alejó. Iba a entregar el «corazón pensante» a su padre Zeus. El padre de los dioses lo meterá en el interior de un Kuros, o estatua de yeso de un hombre joven, donde seguirá latiendo. Este episodio tiene un contexto, el de la creación de los misterios, una realidad que se extenderá por toda Grecia y posteriormente, en forma de sociedades secretas, por todo el mundo: Los iniciados no son únicamente los que  saben liberarse de la culpa, sino los que la han cometido en primer lugar. La complicidad iniciática se refiere a un saber, pero también a un delito. Nada conseguirá jamás cortar del todo el vínculo entre el grupo de los iniciados y la banda de los criminales.
La guerra de Troya es el acontecimiento capital en la historia de Grecia, porque los textos homéricos son algo así como la biblia de la mitología:  Cuando los griegos tenían que referirse a una autoridad última, no citaban textos sagrados, sino a Homero. Grecia se basaba en la Ilíada. Y la Ilíada se basaba en un juego de palabras, en el cambio de una letra. Briseida, Criseida. Ahora bien, en esa historia, por las indagaciones de Calasso, hay una historia poco conocida que cambia fundamentalmente el curso de los acontecimientos, porque se trata de un conocimiento que, de haberse sabido, sí que hubiera sorprendido a tirios y troyanos: Helena es el poder del simulacro, y el simulacro es el lugar donde la ausencia subyuga. (…) Zeus pasó media noche de amor con Leda, y dejó la otra mitad a su marido, Tíndaro. Leda concibió en esas horas cuatro seres, distribuidos entre el cielo y la tierra: Helena y Pólux de Zeus, Clitemestra y Cástor de Tíndaro. Otra historia complementaria, de esas que se enredan unas con otras en hilos enmarañados, dice que Zeus había violado a Némesis y que  del vientre de Némesis asomó un huevo blanquísimo. Heres lo cogió, lo llevo a Esparta y lo depositó en el vientre de Leda. Cuando el gran huevo se abrió, se vislumbró dentro de la cáscara una minúscula y perfeta figura de mujer: Helena. Al parecer, una vez que Paris y Helena llegaron a Egipto, a la desembocadura del Nilo, el rey de Menfis, Proteo, retuvo a Helena y sus riquezas y dejó que Paris regresara a Troya, pero con el simulacro de Helena, quien quedó retenida en Menfis. ¿Por qué silenció Homero esta parte de la historia? ¿Y una parte tan esencial, de la que resultaba que los troyanos sabían que no tenían a Helena entre sus muros, sino solo a su simulacro? (…) Por una razón eminentemente literaria, Homero había silenciado el escándalo supremo de la guerra de Troya: aquella sangre había sido derramada por un cuerpo de mujer que no existía, por un impalpable fantasma. Por todo ello, es poco conocida este final de Helena que nos aporta una versión rodia, de Rodas:  Un día estaba tendida en el baño y fantaseaba, cuando irrumpieron unas criadas de Polixo [viuda de Tlepólemo, caído en la guerra de Troya, de cuya muerte hacía Polixo responsable a Helena, aunque la acogió con amabilidad en su isla.] disfrazadas de Erinias. La cogieron, desnuda, la sacaron goteando del agua agarrándola con muchas manos, y la arrastraron. Fuera, fue colgada de un árbol. El gran plátano próximo a Esparta seguía mostrando la inscripción: «Adórame: soy el árbol de Helena», cuando los rodenses fundaron un santuario de Helena Dendritis, «Helena del Árbol», junto al plátano donde la habían encontrado ahorcada. Recordemos que también Pasífae y Ariadna se ahorcan, aunque en el origen está otra figura apenas conocida: Con Erígone llegamos al origen de las ahorcadas: Erígone descubre el cadáver de su padre en un pozo, le da sepultura y luego se sube a un árbol y se ahorca. Su perro, que vela ambos cadáveres, Maira, se convertirá e en la constelación Sirio. Y concluye Calasso: Helena, la belleza surgida del huevo de la necesidad (…)  se parecía mucho a sus hermanos Cástor y Pólux, tenía un «ánimo sencillo» (o lo que eso quiera significar), modales suaves, espléndida cabellera, un lunar entre las cejas, boca pequeña, senos perfectos. (…) En toda su vida, Helena no hizo más que exhibirse y traicionar.

Aquiles es un personaje muy complejo, y lo que más le llama la atención a Calasso es su ambigüedad: jugaba en Esciros como una niña con otras niñas. (…) De madre marina, educado por dos Náyades, Aquiles era llamado Pirra, la rubia, la pelirroja, por sus compañeras. Entonces tuvo una dicha que a nadie más fue reconocida: ser niña y seductor de niñas. (…) Después de los amores infantiles, la mujer se presentí a Aquiles en el signo de la muerte. Pero a nosotros nos importa saber, tal y como lo recoge el autor que Zeus urdió ese enfrentamiento, al decir de Helena,  porque el Dios de dioses quería  aligerar la tierra y dar gloria a Aquiles. Designio aparentemente inconexo: por una parte matar escuadras de héroes como si fueran un puro número, sin nombre, un peso excesivo de pies que pisan el vientre de la tierra; por otra exaltar a un individuo, también héroe, y no tanto su poder, breve y coartado, sino su puro nombre, el sonido de su gloria. Y todo esto se conseguía mediante un único artificio: Helena, pero no la propia Helena, sino su «simulacro respirante», su «nombre».
La maldición de Aquiles, que todas las mujeres con las que se encuentra se “resuelvan en muerte”, se ejemplifica a la perfección en el episodio de la lucha con Pentesilea, la reina de las Amazonas. Un dios solo puede desplazar el significado de las formas del destino, no borrarlas -continúa Calasso-.  [Aquiles] se encarniza con el cuerpo de Pentesilea, y en ese momento está convencido de abatir a un poderoso guerrero troyano, al que ni Áyax lograba hacerle frente. Luego levanta el yelmo de la Amazona moribunda. Su mirada encuentra por primera vez la de Pentesilea en el momento en que, desde arriba, le hunde la espada en el seno. En ese instante le arrebata la pasión. Había clavado la Amazona al caballo. Ahora coge a la virgen guerrera en los brazos con amorosa delicadeza. Entre el polvo y la sangre, Aquiles se unió a Pentesilea, exánime y armada. (…) El deforme Tersites osó reírse de ese estupro. Aquiles le mató de un puñetazo. (…)Aquella mujer era lo más afín a sí mismo que Aquiles había encontrado. Era enemiga, y estaba muerta: todo lo que Aquiles amaba en las mujeres...
La relación de los personajes homéricos con el más allá, porque la historia de Perséfone es la próxima que destaca Calasso como uno de esos momentos «sombríamente estelares», se extiende a dioses y a héroes y a los seres humanos, pero el modo como Aquiles lo vive, por ejemplo, resume a la perfección esa tensión narrativa en la que tantas virtudes se manifiestan, las que «marcan» la idiosincrasia griega -y después europea- durante milenios:  «Bueyes y robustas ovejas pueden robarse -se queja Aquiles-; trípodes y caballos de rubias crines pueden comprarse; pero la vida de un hombre (andròs psychē) nunca vuelve, ni se la puede robar ni comprar, desde el momento en que sale del claustro de sus dientes». (…) «No me falsifiques la muerte, noble Ulises. Preferiría vivir como guardián de bueyes, al servicio de un pobre campesino de mesa poco abundante, antes que reinar sobre todos estos muertos consumidos». Solo porque la vida es irreparable e irrepetible, la gloria de la apariencia puede alcanzar semejante intensidad.
En este punto quizá convenga, antes de adentrarnos en el mito de Perséfone, volver a Dionisos, quien también quiso descender al Hades para rescatar a Sémele, su madre, a quien fulminó su padre, Zeus, quien lo rescató del vientre de su madre y se lo insertó en un muslo para que continuara su gestación, de ahí que Dionisos signifique “el nacido dos veces”. Lo destacado es cómo un nuevo relato rescatado por Clemente de Alejandría, sorprende a cualquier lector. De hecho, la profusión arborescente de versiones de los mitos nunca acaban de dejar satisfecho al lector de estas entretenidas historias: Nadie ha hablado sobre la conclusión del viaje de Dioniso al Hades, a excepción de un Padre de la Iglesia. Con la brutalidad de esos nuevos cristianos que en un tiempo habían sido iniciados en los misterios, Clemente de Alejandría ha narrado la historia de cómo Dioniso se sodomizó a sí mismo: «Dioniso deseaba descender al Hades y no conocía el camino, cuando un tal Prosimno promete indicárselo, pero no sin una compensación [misthós]; y esa compensación no era una cosa buena, pero fue bastante buena para Dioniso; se refería ese favor, esa compensación pedida a Dioniso, a los placeres de Afrodita; el dios aceta la petición y promete satisfacerla si consigue regresar, reforzando con un juramento su promesa. Aleccionado sobre el camino a seguir, se leja; finalmente regresa; pero no encuentra a Prosimno (que mientras tanto había muerto); decidido a cumplir con su amante, Dioniso se dirige a su tumba, lleno de deseo amoroso. Corta una rama de higuera, que tiene delante, y después de haberle dado l forma de miembro viril se introduce esa rama, cumpliendo la promesa al muerto».
Y ahora sí, ahora de cabeza al infierno, porque la historia de Perséfone es una de las más atrayentes del libro, todo él lleno de versiones de los mitos que vienen a destacar lo que Calasso busca en ellos: una definición de la existencia, una manera de entender el mundo de la que se reapropiará la filosofía para extraer de ella lo que aún  hoy sigue siendo nuestro mundo de referencia intelectual y existencial. Todo se inicia por la «necesidad» que tiene Hades de compartir su reino con una reina a la altura de su condición.  A Zeus le gustaba todo lo que existe sin justificación. Pero ahora Hades acudía a pedir un rehén. Quería una mujer en el palacio de la muerte. Y solo podía ser una hija de Zeus, una sobrina que Hades llevaba tiempo espiando: Perséfone o Perséfata, nombres oscuros, en cuyas letras resonaban el asesinato (phónos) y el saqueo (pérsis), superpuestos a una belleza sin nombre salvo el de Muchacha: Core. ¡Cómo no iba a aceptar Hades un ser como Perséfone, con una historia tan escabrosa como la realidad de su oscuro reino! De la cópula de Zeus serpiente con Rea Deméter transformada en serpiente fue engendrada Perséfone, la «doncella cuyo nombre no se puede decir», la doncella única a la que Zeus transmitió el secreto de la serpiente. Cuando Perséfone nació, su aspecto había sido horrendo para todos menos para su padre, el único que pudo contemplarla en aquella forma. Tenía dos caras, cuatro ojos, y le asomaban cuernos de la frente. Ni los hombres ni los dioses habrían podido entender el esplendor de Perséfone, pero lo entendía Zeus, que al contemplarla recordaba la aparición de Fanes a la luz. Rea Deméter había escondido a la hija en una gruta, y allí tejía Perséfone, en el telar de piedra, una túnica salpicada de flores. Unas serpientes se encargaban de la custodia en la puerta del antro. Pero otra serpiente, que era Zeus, las adormiló con la mirada mientras se deslizaba en el antro. Y, antes de que Perséfone pudiera defenderse, su piel blanca se pegaba a las escamas de aquella serpiente, que la lamía con baba amorosa. En la oscuridad del antro, el cuerpo horroroso de Perséfone irradiaba luz, como en un tiempo el de Fanes. De aquel violento coito nació Zagreo, el primer Dioniso.
Calasso está siempre atento a los paralelismos que las historias míticas trazan, para cifrar en ellos la red de relaciones que nos permiten establecer identidades, de ahí que no le pase por alto que  de Deméter impregnada del semen del toro había nacido una niña, de Perséfone llena del semen de Zeus serpiente nació un toro. Deméter, la madre de Perséfone, quien buscó a Perséfone por toda la tierra, descuidando lo ciclos de la agricultura que ella gobernaba, fue oída por Zeus, quien envió a Hermes a rescatarla con la condición de que no comiera nada en su viaje de regreso. Sin embargo,  Hades buscó  quedarse a solas con Perséfone, en los cuidados jardines de los infiernos. Mientras caminaban por los senderos, arrancó una granada del árbol y ofreció tres granos a su esposa. Perséfone pensaba en otra cosa y los rechazó. Pero Hades insistía, con sus modales insinuantes. Perséfone se llevó los granos a la boca, distraída, con el corazón alterado por la idea de a partida. (…) Cuando Perséfone probó la granada crecida en los jardines tenebrosos, la muerte sufrió un cambio no menos grave que el que había sufrido la vida desde que le había sido sustraída la doncella. En ese momento los dos reinos estaban desequilibrados, y cada uno de ellos se abría hacia el otro. (…) Ese mínimo gesto de Perséfone fue tal vez el acontecimiento más cargado de consecuencias que jamás había existido, desde que Zeus había devorado a Fanes y se había establecido en el Olimpo. ¿Cuál es el verdadero significado de esa «ingesta»? Calasso divaga por entre la enredada madeja de historias que hace aparecer ante nuestros ojos asombrados y hacia el final, como una sorpresa largamente anunciada, nos lo revela: Core, distraída por las palabras de Hades come unos granos de granada; Deméter, distraída por la danza obscena de Baubo, come unas gachas, como un viajero hambriento. De estos gestos surgieron los misterios. Al aceptar y asimilar una comida que no es néctar ni ambrosía, Deméter y Core participan de esa culpa que es peculiar de los hombres, se exponen a esa peculiar debilidad suya de la que los dioses siempre se habían burlado: la sujeción al tiempo, que hace desaparecer los seres, y al mismo tiempo la complicidad con el propio destructor, porque el hombre no puede sobrevivir sin hacer desaparecer algo. Los misterios son la herida que se abre en la intacta epidermis olímpica, e inútilmente intenta cerrarse en la repetición de las ceremonia. Que esa herida jamás se cierre es la esperanza de los iniciados.
De hecho, como bien recoge Calasso, los teólogos de Delfos sabían que el sacrificio es la señal del desequilibrio de la vida respecto de lo necesario: desequilibrio como superabundancia, pero también como insuficiencia. En ambos casos, tanto en la disipación como en la renuncia, hay una parte que debe ser expulsada para que se produzca una distribución equitativa de las fuerzas, para que «nada sea demasiado», de acuerdo con el precepto apolíneo. Pero no solo eso, sino que, en una suerte de transgresión que dejaría descolocado a Creso,  los sacerdotes descubrieron por vez primera que el conocimiento que es poder no procede únicamente de la historia secreta de los dioses, sino del silogismo hipotético. Estamos a un paso de que la filosofía se divorcie completamente de los mitos y de sus misterios, empeñada en el único misterio que desde entonces nos ocupa: cómo funciona la mente y cuáles son los verdaderos límites de la razón, del logos.
A modo de corolario, me gustaría destacar dos reflexiones que están en la base de la cadena de metamorfosis mitológicas que alimentará durante tantísimo tiempo nuestra civilización europea anterior al monoteísmo cristiano, ¡e incluso después!: Nada es tan triste como los sacrificios a los dioses equivocados, defiende Calasso, y la auténtica ofensa, más que la muerte es desaparecer. En la evitación de esa «desaparición» ha de cifrarse el esfuerzo poético y narrativo de Homero y de todo el teatro antiguo griego; es, también, el legado de Apolo: la Ninfa es la posesión, nymphólēptos es quien delira capturado por las Ninfas. Apolo no posee a las Ninfas, no posee la posesión, pero la educa, la gobierna. Las Musas eran doncellas salvajes del Helicón. Apolo fue quien las hizo emigrar a la montaña de enfrente, el Parnaso; él fue quien las educó en los dones que convirtieron a aquel grupo de doncellas salvajes en las Musas, o sea, las mujeres que invaden la mente, pero imponiendo cada una de ellas las leyes de un arte.
[Nota bene: Calasso, que ha «escarbado» en fuentes muy poco frecuentadas, nos deja a los intelectores contumaces (y perdóneseme el pleonasmo) un desafío. A su docto parecer, uno de los más fascinantes enigmas de la Antigüedad es la vida de Nono. (…) Nos ha dejado las Donisíacas en cuarenta y ocho volúmenes (número igual a la suma de los libros de la Ilíada y de la Odisea) y una Paráfrasis del Evangelio según San Juan. (…) Las Dionisíacas son una summa desbordante del paganismo, que debiera yacer moribundo y aquí se exhibe ante nuestros ojos como un prado de narcisos. (…) Han pasado quince siglos, y los lectores que han entendido a Nono se pueden contar con los dedos de una mano. No nos queda otra que tratar de inaugurar la cuenta en la otra mano… o perecer en el intento.]


viernes, 3 de enero de 2020

Morir en soledad. Vaciar la morada.


Los recuerdos  de una vida que devienen los escombros de una existencia...
Hace unos años, una película, Still Life ("Nunca es demasiado tarde") de Uberto Pasolini, me enfrentó a una situación desoladora: un funcionario municipal era el encargado de buscar a los herederos de las personas fallecidas y por quienes nadie se interesaba, y ello con la intención de hacerles llegar la noticia de su muerte y la posibilidad de conservar los bienes que desamparó la muerte de su pariente. 
Ayer, viendo Un homme idéal ("El hombre perfecto") de Yann Golan, me enfrenté a una situación relacionada con aquella pero que suponía una vuelta de tuerca en la desolación con que la contemplé: los operarios de una empresa entraban en el domicilio de quien acababa de morir sin familia alguna con una orden muy concreta: vaciarlo, deshacerse de todo, dejar la vivienda como si jamás hubiera sido una morada, convertirla en un espacio literalmente deshabitado, dispuesto para recibir a quienes tomaran posesión de ella ignorando, como suele ser habitual, quién la habitó antes que ellos.
         Las grandes y resistentes bolsas de plástico engullían, habitación por habitación, todos los enseres que, propiamente, lo habían sido: en-ese-ser, para él,  tenían sentido y formaban todo su mundo íntimo y reducido a las fronteras de su morada: fotografías, prendas de vestir, objetos de decoración, ropa de cama, utensilios de todo tipo, libros, mapas, lámparas bajo cuya luz había leído o cosido o se había cortado las uñas, espejos en los que se había reflejado, vajilla sobre la que había puesto el alimento que lo nutría... ¡Todo acababa en el saco de plástico negro, fundiendo en él, como en las películas, los capítulos cotidianos de una vida común!
Uno de los operarios descubre, en lo alto de un armario, un manuscrito de la participación en la Guerra de Argel del propietario. Se trata de un jovencísimo escritor sin inspiración ni habilidades que pretende acceder por la vía rápida del robo y la impostura a la fama y a la riqueza, y ese manuscrito va a ser el vehículo que le permita alcanzarlas, ambas, la notoriedad y el dinero. Pero eso es ya el resto de la película que aún, cuando escribo estas líneas no he acaba aún de ver, y que ya criticaré en su día, sin duda, en El ojo cosmológico, porque la película, excelente, lo merece.
Permítanme que me quede durante unos párrafos con el acerado dolor de la existencia presta a desaparece del mundo de los vivos que supone la muerte en soledad de tantos y tantos ancianos que, sin familia viva, son el último testimonio de sí mismos, quienes, una vez fallecidos, serán fatalmente devorados por el silencio espeso del olvido. El refranero es cruel, o económico, que no sé qué es peor, en este sentido: el muerto al hoyo…. Pero ayer, ante la visión de esa casa “puesta”, llena aún del hálito vital del morador que en ella acabó sus vidas, sabiendo, estoy seguro de que no lo ignoraba, que todas sus pertenencias acabarían transformadas en «escombros» de una vida construida con todas esas dificultades propias del vivir de cada cual, porque la vida es siempre una carrera de obstáculos en pos de una meta o una recompensa que no existen.
Que la vida no tiene «finalidad» es algo que solo estamos dispuestos a reconocer al final de ella, cuando intuimos, como le debió de haber pasado al fallecido en esa película: que todo lo que dejamos y que estábamos acostumbrados a llamar «nuestro» no es más que una ficción de propiedad: una vez extinguida nuestra vida, todo lo engullirá la in-significancia. Perder su sentido es, si acaso, el destino de todo a lo que nosotros se lo damos con nuestra existencia, cuando estamos, al final de nuestra vida, solos en la dimensión más espeluznante de esa palabra.
Ayer, ante la contemplación de ese necesariamente insensible vaciamiento del piso del hombre fallecido, ¡cómo agradecí haber hecho realidad la decisión de tener hijos! No soy un ingenuo sentimental, que quede claro, y sé que los hijos pueden ser, respecto de las pertenencias de los padres, tan o más crueles e indiferentes que la ausencia de ellos. Yo me quedo, sin embargo, con la promesa de mi hijo, cuando yo le dije que iban a tener que pagar para sacar de la casa tantos miles de libros cuya presencia nos conforta cada día: “De esta casa no saldrá ni un solo libro, papá”, dijo. Quisiera que en el más allá de la ceniza no haya ninguna ventana que dé a la realidad de la que desaparecemos…
Entristecí en cuanto vi que se desplegaban los sacos inmensos e iban cayendo en ellos tantísimos objetos como «definen» y «describen» nuestra vida con una propiedad que acaso solo a los familiares les es dado ver en su verdadera dimensión. ¡Qué atrocidad me pareció que, de repente, todo perdiera su significado, su historia, la huella del tiempo y de la vida que una existencia había impreso en ello!  A su manera, es una sensación agria y dolorosa que solo puede dulcificarse cuando esos objetos acabaran en un mercado callejero o en los estantes o alacenas de una tienda de antigüedades: ese es el encanto que tienen para mí esas almonedas, cacharrerías, mercadillos y antigüedades: percibir la vida a la que han estado asociados todos esos objetos, ahora a la venta.
Lo que mostraba, la película, sin embargo, era la confusión del caos en que se sumaba todo a la insignificancia: nada merecía la pena ser rescatado para seguir teniendo un contacto humano; antes al contrario, cuanto más «marcado» estuviera emocionalmente el objeto, menor era su valor y más justificada estaba su entrada en el agujero negro de las bolsas que se dilataban para recibir en sus hórridas y negras entrañas dichas manifestaciones de vida. ¡Doble muerte era la que esos «vaciadores», auténticos «creadores de vacío», ejecutaban con su acción: despojando al fallecido de la memoria material de su vivir cotidiano! A punto de se considerado un «trasto» más que se había adelantado al destino de lo que lo rodeaba.
Entrar en el año con esas imágenes terroríficas, *nadificantes, no le puede alegrar a nadie, imagino; pero tienen la virtud de obligarte a definirte ante la inminencia de tus inevitables postrimerías, una reflexión a la que nos aboca la fragilidad de la existencia frente a los acosos de la enfermedad, los accidentes o la obra de los gobiernos ineptos…
Apegarse a las cosas tiene escaso sentido; pero, sin embargo, ¡quién escapa a ese sentido de la pertenencia y la propiedad! Entristecido andamos, mi Conjunta y yo, porque una alcaldesa demagoga nos obliga a deshacernos de un coche familiar ¡en el que tanto bueno hemos vivido! No llega a la categoría de mascota viva, pero no le anda muy lejos… No diré que somos lo que tenemos, porque, como bien advirtió Unamuno, ¡Cuántas veces no llamamos nuestras a cosas de que somos poseídos!, pero estamos en lo que tenemos con una confianza y una comodidad que a veces nos falta para con las personas que nos rodean…
No tardaré en reflexionar, en la crítica correspondiente, sobre la pueril y narcisista aspiración a la fama y a la riqueza del protagonista de la película, sobre todo cuando se intenta dar el famoso «gato por liebre» en un mundo, la República de las Letras, en la que no escasean ni los intuitivos brillantes, ni los hermeneutas sabuesos…