Roberto
Calasso aborda la mitología griega desde la perspectiva de textos nada
canónicos que le permiten una visión esencial del significado de dichos relatos
para el mundo griego, y especialmente para Atenas.
Las bodas de Cadmo y Harmonía es un denso libro poético y
filosófico de Roberto Calasso que deslumbró en el momento de su aparición, allá
por 1988, y que, como otras tantas lecturas, postergué hasta que el júbilo del
retiro laboral me permitiera afrontarla con lo que la lectura requiere: la
ausencia de compromisos, de urgencias, de exigencias vitales imperiosas, y la
entrega a la lentitud lectora indispensable, sin la que es muy difícil
adentrarse en estas páginas tan llenas de descubrimientos luminosos como de
relecturas de la mitología canónica.
Ni siquiera, después de su
lectura, estoy muy seguro de haber extraído de ella todo el caudal de luminosas
intuiciones que Calasso nos regala, extraídas, a su vez, de su propia lectura de un mundo de relatos
que condicionó la existencia de la Hélade -una realidad indiscutible para
quienes formaban parte de ella en su momento, sin que sintieran nunca la
necesidad de plantearse qué era ni cómo se definía- duranta tantos siglos y del
que nació nuestra literatura y nuestra filosofía, si bien esta última lo hizo
en permanente conflicto con esa otra percepción de la realidad que es el mito.
De hecho, lo que vamos a
descubrir, de la mano de Harmonía, es que el mito es el precedente de
cualquier gesto, el forro invisible que lo acompaña. Para entender la
entidad del mito en la vida griega, hemos de entender lo que significaban los
mitos para Platón: Ya Sócrates, poco antes de morir, lo había aclarado: se
entra en el mito cuando se entra en el riesgo, y el mito es el encanto que en
ese momento conseguimos hacer actuar en nosotros. Más que una creencia, lo
que nos rodea es un vínculo mágico. Es un hechizo que el alma aplica a ella
misma. «Hermoso es, en efecto, este riesgo, y con estas cosas en cierto modo
tenemos que encantarnos [epádein] a nosotros mismos». Epádein es el verbo que designa el «canto
encantador». «Estas cosas», en la banalización de la forma pronominal, son las
fábulas, los mitos. Y esos mitos se
oyen en Grecia, en los versos de Homero que repiten los aedos justo cuando comenzaron
a menudear por Grecia los primeros representantes de una secta del Libro: los
órficos.
Así pues, los «misterios» y
los «santuarios» están estrechamente unidos a la vigencia de esa realidad
mítica en que vive sumergida la sociedad griega. A este respecto, como defiende
Calasso: Si un rito es secreto, se
debe a que «imita la naturaleza de lo divino», que escapa a nuestra percepción.
Aunque nos adelantemos al desarrollo del libro, no está de más recordar que
todo este mundo mitológico colindante con el de la superchería, la
superstición, contempló la aparición de los impostores que se aprovecharon de
la devoción popular para sacar un beneficio de la impostura. Calasso recoge en
su libro, como ejemplo de esas fuerzas que operaron contra el sistema religioso
mitológico griego, la historia de Alejandro de Abotonicos, narrada por Luciano
de Samosata para escarmiento de creyentes y con su acerado punto de
incredulidad. Aún no sabemos con certeza si el personaje existió realmente Algunas
gemas, algunas monedas, algunas inscripciones lo confirman. Pero, aparte de
esas imágenes silenciosas, su vida solo ha dejado huellas en el desenfrenado
panfleto de Luciano contra él. ¿Debemos creer a Luciano? Es difícil decirlo,
pero la pura fuerza de la literatura nos arrastra.
Recapitulemos, de la forma
más sucinta, esa existencia para comprobar la fuerza no solo literaria, sino
embaucadora de semejante personaje: Bellísimo de joven. Se hizo prostituto. De
un charlatán aprendió el oficio del embaucamiento. Vagaba vendiendo hechizos.
Se unió con una mujer rica. Compro en Pella unas serpientes inofensivas. Funda
un oráculo. Elige Abotonicos para instalarse. Sepulta en el templo de Asclepio
de Calcedonia unas tablillas de bronces. Las desentierra y lee lo que estaba
escrito: Apolo, padre de Asclepio, estaba a punto de instalarse en Abotonicos.
Los ciudadanos votaron la construcción de un templo. Hizo el número del huevo
del que nace la serpiente, como si él fuera un nuevo Asklepios. Según Luciano,
ganaba entre setenta y ochenta mil dracmas al año. Había profetizado que
viviría ciento cincuenta años y que el rayo le mataría. Murió antes de los
setenta, porque se le había gangrenado una pierna y estaba infestada de gusanos.
En resumen: De Alejandro de Abonoticos jamás sabremos si era el sórdido
embustero descrito por Luciano o un sabio que, en tiempos tardíos, escenificaba
el origen. Allí donde pugnan la autoparodia pagana o la requisitoria cristiana,
allí onde lo innoble y lo ridículo imperan, repasa con mucha frecuencia el
secreto más antiguo.
Calasso traza aquí, en estas
páginas brillantes, el proceso mediante el cual se pasa en Grecia del mito a la
Historia, un final que coincide con la muerte de Ulises y un principio que nace
de un relato contado de muchas maneras. En la selección de las fuentes
mitológicas es donde Calasso opera una transformación que lo lleva al
descubrimiento de esos conceptos capitales no solo para entender la propia
mitología, sino, sobre todo, para entender el mundo griego y el nuestro propio.
Escojamos, por ejemplo, el
mito del origen: Eran una pareja majestuosa e inmóvil: eran
Tiempo-sin-vejez y Ananké. Del coito que se ocultaba en el nudo de su abrazo
nacieron Éter, Caos y Noche. (..) Luego, separándose de Ananké, la serpiente se
enroscó alrededor del huevo luminoso. ¿quería triturarlo? Al fin la forma se
rompió. Desprendía una luz radiante. Apareció el aparecer*. (…) Después
de haber roto la envoltura, el padre serpiente se enroscaba alrededor del
cuerpo del hijo. en la parte superior se reconocía la cabeza del padre que
miraba al hijo y una hermosa cabeza de muchacho que miraba dentro de la luz
emanada por su propio cuerpo. Era Fanes, el Protogonos [«primogénito»], el
primer nacido en el mundo del aparecer. Era la «llave de la mente». (…) Fanes,
copulando consigo mismo, preñó su sagrado vientre. Parió una serpiente,
Equidna, con un soberbio rostro de mujer rodeado por una vasta cabellera. (…)
Después Fanes engendró a Noche, que ya existía antes que él; pero Fanes debía
de todos modos engendrarla, porque era todo. Convirtió a Noche en su concubina.
Fue huésped en su caverna. Nacieron otros hijos, Urano y Gea. Poco a poco, con
la luz que seguía manando de la cima de
su cabeza, Fanes compuso los lugares donde habitarían los dioses y los hombres,
Las cosas entraron en el aparecer.
[*A pesar de la tosquedad, y dada la condición
laberíntica del libro de Calasso, en el que, tan pronto seguimos un orden lineal
como nos remontamos a los orígenes o, con antelación a estos, recalamos en las
postrimerías boqueantes de la existencia de los relatos como parte inmanente de
la vida de los griegos, me voy a permitir subrayar con la negrita -aunque suene
a paradoja- esos destellos luminosos que se reparten a lo largo del libro y que
representan, a mi juicio, seguramente desnortado, los ejes cardinales de la
propuesta de Calasso.]
El planteamiento de la obra,
sin embargo, no es lineal, sino simultáneo, porque la mitología actúa toda ella
sobre la realidad al mismo tiempo: no existe el tiempo en ella o ella acoge en
sí todos los tiempos. Las historias mitológicas constituyen una maraña de
historias en la que es difícil trazar líneas causales o ejes diacrónicos: todas
«son» al mismo tiempo, eso es, y como hemos dicho antes, el tiempo que no
contiene tiempo alguno: Las historias jamás viven solitarias: son ramas de
una familia, que hay que recorrer hacia atrás y hacia delante. De hecho,
como señala Calasso, durante generaciones
los griegos contaron los años refiriéndose a la sucesión de las
sacerdotisas en el Heraion, aquel santuario cerca de Argos donde podía
verse sobre una tabla votiva, la boca de Hera que se cerraba amorosamente
alrededor del falo erecto de Zeus. Ninguna otra diosa, ni siquiera Afrodita,
había admitido una imagen semejante en sus santuarios.
Calasso no arranca desde
Fanes, su abordaje a mundo tan complejo, sino del rapto de Europa. Arranca de
Creta y de la importancia de la figura del toro, divinidad cuya forma adoptará
Zeus para el rapto de Ío, y enemigo al que ha de derrotar Teseo para fundar
Atenas, o mejor dicho, para refundarla políticamente, porque Cécrope fue su
“primer rey” y luego Atenea la amurallará. Pero en el mundo de la mitología
esto es lo usual: que las diferentes narraciones recuenten los mismos hechos
desde perspectivas muy distintas e incluso con actores que parecen aparejados
por algún demiurgo para la ocasión. Así, Teseo será el libertador de Atenas
frente a Creta: El ateniense Dédalo construye en Creta un edificio que esconde
detrás de la piedra tanto el misterio
(el trazado por la danza) como la vergüenza (Asterio, el Minotauro). Desde
entonces y hasta hoy, el misterio es también aquello de lo que nos avergonzamos.
Recordemos así mismo que en Delos, después de haber matado al Minotauro,
Teseo ejecuta la danza de la grulla, que contiene cifrado el secreto del
laberinto. Y Delos es el primer lugar de Apolo.
Que los dioses no tienen
escrúpulos morales escapa a nuestro limitado mundo axiológico, del mismo modo
que las metamorfosis se nos aparecen como prodigios ajenos a nuestra mortalidad
definitiva: somos los expulsados hacia la «indiferencia» del Hades, que es el
rasgo más distintivo del infierno para los hombres: la anonimia, el olvido, la
desaparición. El mismo Teseo fundador es quien, tras ser ayudado por Ariadna
para matar al Minotauro, abandona a
Ariadna en la isla de Naxos. (…) Es una playa, batida por olas ensordecedoras,
un lugar abstracto al que solo acuden las algas. Es la isla que nadie habita,
el lugar de la obsesión circular, del que no hay salida, Todo ostenta la
muerte, Es un lugar del alma. Con todo, conviene no olvidar que, a pesar de
ser el héroe que refunda Atenas, su destino no escapa al aciago que la política
reserva a sus elegidos: «Nada sin Teseo»: esta frase, que los atenienses se
han repetido durante siglos, alude a eso: además de héroe, Teseo es el
iniciador del héroe, aquel sin el cual el tosco héroe no podría alcanzar la
totalidad iniciática: teleíōsis, teletē. (…) El fundador de
Atenas tuvo también el privilegio de ser el primero expulsado de ella. «Después
de que Teseo donara la democracia a los atenienses, un tal Lico consiguió,
denunciándole, que el héroe cayera en el ostracismo.» Como concluye
Calasso, los acontecimientos míticos son también cambios de paisaje.
A partir de esos momentos
augurales, Calasso recorrerá la existencia de los principales actores
mitológicos que han ayudado a configurar no solo el propio relato excepcional
de los dioses, sino también el de la sociedad para quienes «obraban» con una
inmanencia social anterior al relato de los mismos. De hecho, la línea de
fuerza del planteamiento de Calasso, a mi modesto entender, va desde esa
inmanencia hasta la aparición de la escritura, llevada por Cadmo desde Fenicia
hasta Grecia, momento en que los mitos comenzarán a ser leídos, no a ser
vividos de un modo «cosido» a la vida cotidiana, como una manifestación tan
propia de ella como la vida de los habitantes de la polis: Cadmo había
llevado a Grecia «dones provistos de mente»: vocales y consonantes unidas en
signos minúsculos, «modelo grabado de un silencio que no calla»: el alfabeto.
Con el alfabeto, los griegos aprenderían a vivir los dioses en el silencio de
la mente, ya no en la presencia plena y normal, como todavía le había correspondido
a él, el día de sus nupcias. Pensó en su reino deshecho: hijas y nietos
descuartizados, descuartizadores, abrasados por el agua hirviente, asaeteados,
ahogados en el mar. También Tebas era un cúmulo de ruinas. Pero ya nadie
conseguiría borrar aquellas pequeñas letras, aquellas patas de mosca que Cadmo
el fenicio había esparcido por la tierra griega, done los vientos le habían
empujado en busca de Europa raptado por un toro surgido del mar. Así
concluye Calasso esta travesía mirífica, lírica, emotiva e intuitiva que va
desde el rapto de Europa hasta el legado de su hermano Cadmo a los griegos.
Dioniso, del mismo modo que
Apolo vendrá después, en el capítulo siguiente, como la polarización sobre la
que construyera Nietzsche buena parte de su filosofía -recordemos que el primer
libro de Nietsche fue El origen de la tragedia, en el cual abordaba ya
esa polarización entre Dioniso y Apolo- es un actor indispensable en esta trama
de historias que se retuercen sobre sí mismas como Fanes se autoinseminaba. Dioniso
fue concebido en el momento en que Zeus gritó el nombre con el que durante
siglos sería invocado: «Euoi», o «evohé», que prefieren otros traductores
-y eso es algo que tampoco nos puede chocar: las diferentes soluciones
traductoras para el complejo mundo mitológico-, y a esa traviesa deidad nos la
describe Clemente de Alejandría el primer «doctor de la Iglesia» del siguiente
modo: La cristiana malicia de Clemente de Alejandría recuerda Dioniso como
choiropsálēs, «aquel que toca la vulva»; mejor dicho que sabe hacerla vibrar
con los dedos como las cuerdas de una lira. Y la gente de Cición le veneraba
asimismo como «magistrado» de las partes femeninas, lo cual no es
contradictorio, ya lo veremos con Aquiles, que jugaba como una niña entre
niñas, con otra orientación sexual: el primer amor de Dioniso fue un
muchacho. Se llamaba Ámpelo. Jugaba con el joven dios y los Sátiros en las
orillas del Patolo, en Lidia. La actividad erótica de los dioses
mitológicos está fundado, al decir de Calasso en que la cópula, mîxis, es
«mezcla» con el mundo. Virgen es la señal aislada y soberana. Su correlato,
cuando lo divino intenta tocar el mundo es el estupro. En la figura del rapto
se fija la relación canónica de lo divino con el mundo madurado y hervido de
los sacrificios. (…) Se dan dos regímenes de relaciones entre los dioses
y los hombres: el convite y el estupro. El tercer régimen, el moderno, es la
indiferencia, pero supone que los dioses ya se han retirado.
Un recurso constante del
libro es cifrar en algunos objetos el hilo de unión argumental que da sentido a
acontecimientos muy diversos. Pongamos por ejemplo el caso de Apolo y su
relación con Corónide y las «coronas» como objeto simbólico en el mundo griego;
ello le permite al autor un viaje etimológico que da unidad y coherencia al
relato: Corónide estaba embarazada de Apolo cuando se sintió atraída por un
extranjero que venía de la Arcadia y se llamaba Isquis. Junto a ella velaba un
blanquísimo cuervo. Apolo le había encargado la custodia de la amada, «para que
nadie la violase». El cuervo vio a Corónide que se entregaba a Isquis. Entonces
voló a Delfos, a casa de su señor, para hacer de espía Dijo que había
descubierto las «obras ocultas» de Corónide. Apolo, en su furia, arrojó el
plectro. La corona de laurel cayo en el polvo. Miró al cuervo con odio, y sus
plumas se volvieron de un negro de pez. Después Apolo pidió a su hermana
Ártemis que fuera a Lacereia a matar a Corónide. La flecha de Ártemis se hundió
en el seno de la traidora. Y, junto con ella, mató a muchas otras mujeres , a
lo largo de las orillas abruptas del lago Boibeis. Antes de morir, Corónide
confesó al dios que había matado también a su hijo. Entonces Apolo intentó
inútilmente reanimarla Sus artes médicas se revelaron insuficientes. Pero,
cuando el cuerpo perfumado de Corónide quedó tendido sobre la hoguera, alta
como una pared, y el fuego ya lo atacaba, las llamas se abrieron ante la mano
rapaz del dios, que extrajo del vientre de la muerta, ileso, a Asclepio, aquel
que cura. (…) De Corónide quedó un montón de cenizas. Pero, años después,
también de Asclepio quedaría un montón de cenizas, porque había osado devolver
a la vida a un muerto, y Zeus lo había fulminado. (…) Koronē es el pico
curco del cuervo, pero también es la guirnalda. ¿Y la historia de Ariadna no
era acaso una historia de coronas? Koronē también es la popa de la nave y la
culminación de la fiesta. Korōnís es la greca ondulada que señalaba el final de
un libro: sello del acabamiento. Calasso nos recuerda, para coronar su
excurso, que se iba coronado tanto al
sacrificio como a las nupcias. Más adelante, cuando entre de lleno en el mundo
de los santuarios y los misterios, el «caldero de bonce» será el máximo símbolo
de la compleja relación con los dioses, porque sí, hay, en efecto, toda una teoría
sobre el sacrificio que veremos más adelante.
Apolo, al igual que Dioniso,
también es afecto al amor homosexual, y prueba de ella es su particular
relación con Admeto, por quien Apolo
aceptó otra prueba, quizá todavía más grave: ser pagado por el amado, como un
pornós, como un prostituto vulgar carente de todo derecho, extranjero en la
propia ciudad, despreciado en primer lugar por sus amantes. [Un prostituto,
Apolo, «la raza peor entre los depravados»]. (…) Sobre la servidumbre de
Heracles bajo Ónfale los poetas han ironizado. Pero sobre la esclavitud de
Apolo con Admeto nadie se ha atrevido. [Admeto, en Tesalia, sustituta del
Tártaro, es el dios de la muerte. El pecado de Apolo es querer sustraer a la
muerte al señor de los muertos] Calasso igualmente nos recuerda que por
amor a Admeto, Apolo emborrachó a las Moiras: esa fue quizá la fiesta más loca
de la que ha quedado noticia, y de la que nada podemos decir, salvo que ocurrió.
Inmediatamente, el autor se
nos vuelve antropólogo y nos relata la visión de la mujer en ese mundo en el
que los mitos determinan los roles y los valores sociales: Temor y
repugnancia se mezclan en la sensibilidad griega hacia la mujer: por una parte,
está el horror por la mujer sin maquillaje, que «se levanta por la mañana de la
cama más fea que las monas»; por otra, está a sospecha del maquillaje como arma
del apátē, de un engaño invencible. El maquillaje y los humores femeninos se
exaltan sucesivamente en una morbidez que enferma y debilita. Así pues, mejor
el sudor y el polvo de la palestra. «El sudor de los muchachos sabe bien, mejor
que todo el cajón de los ungüentos de la mujer.» (…) El amor entre mujeres ni
siquiera se menciona, y es penoso comprobar cómo en ciertos pasajes del género el traductor
moderno traduce por «lesbianismo» esa palabra prohibida, sin percibir su
incongruencia. «Lesbianismo» nada significa para los griegos, mientras el verbo
lesbiázein significaba «lamer las partes sexuales», y la palabra tribádes,
«frotadoras» indicaba las mujeres que aman a otras mujeres, como si en el furor
de sus amores quisieran consumir la vulva.
A los lectores, hoy, pueda
parecernos literalmente demencial el modo como la imbricación entre mito y vida
determinaba la vida cotidiana en la Grecia antigua, pero ha de tenerse en
cuenta que, como indica Calasso, por
cada mito narrado existe un mito no narrado e innominado que se insinúa desde
la sombra, asomando con alusiones, esbozos, coincidencias, sin que jamás un
autor se atreva a contarlo sin interrupción como una historia concreta. (…)
Cuando la vida se encendía, en el deseo o en la aflicción, o incluso en la
reflexión, los héroes homéricos sabían que un dios les movía. (…) El pueblo,
obsesionado por la «insolencia» (hýbris) era el mismo que contempló con la
máxima incredulidad la pretensión de que el individuo deba hacer algo. Lo que
el individuo seguramente hace es lo mediocre; tan pronto como le roza un soplo
de grandeza, de cualquier tipo, viciosa o virtuosa, ya no es él quien actúa.
Después el individuo se desploma como un médium cualquiera tan pronto como le
abandonan las voces. ¿Hemos de recordar, el daimon que decía
Sócrates que guiaba sus pasos, sus actos e incluso sus palabras?
Calasso presta especial atención
a Ananque, «la necesidad», algo así como la diosa sin culto ni representación,
pero más poderosa que cualquier otra manifestación divina: La Necesidad que en Grecia lo domina todo,
incluso el Olimpo y sus dioses, jamás tuvo un rostro. Homero no la personifica,
pero nos muestra sus tres hijas, las Moiras, hilanderas; o las Erinias, sus
emisarias; o Ate la de los pies ligeros. (…) Existe un único lugar de culto
reservado a Ananque: en las laderas del Acrocorinto [la Acrópolis de Corinto],
el monte de Afrodita y de sus sagradas prostitutas, se encontraba un santuario
de Ananque y Bía [Con Crates y Hefestos, redujo y cegó a Prometeo después de
que este robara el fuego para dárselo a los hombres], la Violencia. (…) Según Parrménides, el propio ser está rodeado
por los «vínculos de cuerda» de la poderosa Ananké. (…) Fueron muchos en Grecia
los que dudaron de los dioses, pero nadie expreso una duda sobre esa red
invisible, y más poderosa aun que los dioses.[Ananque] (…) Ananque pertenece al mundo de Cronos, es su
paredra, con él se sienta en el trono polar como Zeus se sienta junto a Hera en
el Olimpo.
Forma parte de las
reflexiones habituales sobre el mundo griego la relación entre la belleza y el
bien, dada la preeminencia que lo estético ocupó en el pensamiento y en la vida
griegos. Llegará, lógicamente hasta Platón, pero los términos del debate nos lo
plantea Calasso con brillante claridad:
Los griegos se evadieron de lo sagrado a lo perfecto, confiando en la
soberanía de lo estético. (…) Debemos esta despreocupada inmediatez no ya a tò
kalón, categoría demasiado grave, sino a la abrosýnē, palabra que no gozará del
favor de los filósofos y que no podremos traducir si no es mezclando en la
mente la delicadeza y el esplendor, la gracia y el lujo. «Yo amo la abrosýnē»,
dice otro verso de Safo, y tal vez sea su única confesión indudable. (…) La
verdadera fractura de la helenidad, como cualquier otro de sus pasos
irreversibles, se produce cuando Platón afirma por vez primera «cuánto difieren
en su esencia la naturaleza de lo necesario y la del bien». (…) Lo Bello,
en tal caso, o quedará bruscamente reabsorbido en el Bien, como agente suyo,
instrumento y pedagogo, o permanecerá suspendido en el aire, como un hechizo
maligno (goēteuma), que engaña a la mente para someterla aún más al imperio de
la necesidad.
Forma parte de las
reflexiones habituales sobre el mundo griego la relación entre la belleza y el
bien, dada la preeminencia que lo estético ocupó en el pensamiento y en la vida
griegos. Llegará, lógicamente hasta Platón, pero los términos del debate nos lo
plantea Calasso con brillante claridad:
Los griegos se evadieron de lo sagrado a lo perfecto, confiando en la
soberanía de lo estético. (…) Debemos esta despreocupada inmediatez no ya a tò
kalón, categoría demasiado grave, sino a la abrosýnē, palabra que no gozará del
favor de los filósofos y que no podremos traducir si no es mezclando en la
mente la delicadeza y el esplendor, la gracia y el lujo. «Yo amo la abrosýnē»,
dice otro verso de Safo, y tal vez sea su única confesión indudable. (…) La
verdadera fractura de la helenidad, como cualquier otro de sus pasos
irreversibles, se produce cuando Platón afirma por vez primera «cuánto difieren
en su esencia la naturaleza de lo necesario y la del bien». (…) Lo Bello,
en tal caso, o quedará bruscamente reabsorbido en el Bien, como agente suyo,
instrumento y pedagogo, o permanecerá suspendido en el aire, como un hechizo
maligno (goēteuma), que engaña a la mente para someterla aún más al imperio de
la necesidad.
No podemos seguir los
meandros episódicos del libro de Calasso, todos ellos planteados desde perspectivas
que aspiran a «unificar» una visión de la mitología griega y de su relación con
la cultura helénica, sin detenernos en la figura ejemplar y cumbre de Atenea
. En una brillante divagación que antecede a la descripción de la razón de ser
de Atenea, el autor nos demuestra la trascendencia que suponen ciertos dioses
en este ámbito: La
capacidad de control (sophrosýnē), la habilidad de dominarse, de dominar, la
agudeza de la mirada, la sobria elección de los medios adecuados para alcanzar
los fines: todo esto aleja la mente de las fuerzas, concede la ilusión de
utilizarlas sin ser utilizado por ellas. (…) La mirada no ve la mirada. No
reconoce que ella misma es una fuerza, como las que entonces pretende dominar.
La mirada fría sobre el mundo modifica el mundo con una violencia igual a la
del aliento inflamado de Egis, que abrasa una tremenda extensión de tierras, de
Frigia a Libia. Atenea es la fuerza que ayuda a la mirada a verse a sí misma. Atenea preside la Acrópolis
ateniense con su templo, el Partenón, pero Atenea, que tiene una historia
curiosa con Zeus, es también la Atenea «pulsante», «Palas» Atenea, según relata
Calasso la relación entre ella y su hermano Zagreo (el primer Dioniso),
asesinado por los Titanes, ante la complacencia de Hera, y cuarteado y devorado
por ellos: Pállein significa «pulsar»: Palas, «pulsante»: esto era Atenea,
detrás de la fría superficie de las armas, allí donde tocaba la mente
indivisible, que entonces por vez primera veía fuera de sí, en aquel sucio
trozo de carne roja, abandonado a los perros. Con delicadeza, tonó el corazón
en sus manos y lo colocó en una cesta, y la cerró. Después se alejó. Iba a
entregar el «corazón pensante» a su padre Zeus. El padre de los dioses lo
meterá en el interior de un Kuros, o estatua de yeso de un hombre joven, donde
seguirá latiendo. Este episodio tiene un contexto, el de la creación de los
misterios, una realidad que se extenderá por toda Grecia y posteriormente, en
forma de sociedades secretas, por todo el mundo: Los iniciados no son
únicamente los que saben liberarse de la
culpa, sino los que la han cometido en primer lugar. La complicidad
iniciática se refiere a un saber, pero también a un delito. Nada conseguirá
jamás cortar del todo el vínculo entre el grupo de los iniciados y la banda de
los criminales.
La guerra de Troya es el
acontecimiento capital en la historia de Grecia, porque los textos homéricos
son algo así como la biblia de la mitología: Cuando los griegos tenían que referirse a una autoridad
última, no citaban textos sagrados, sino a Homero. Grecia se basaba en la Ilíada. Y la Ilíada
se basaba en un juego de palabras, en el cambio de una letra. Briseida,
Criseida. Ahora bien, en esa historia, por las indagaciones de Calasso, hay
una historia poco conocida que cambia fundamentalmente el curso de los
acontecimientos, porque se trata de un conocimiento que, de haberse sabido, sí
que hubiera sorprendido a tirios y troyanos: Helena es el poder del
simulacro, y el simulacro es el lugar donde la ausencia subyuga. (…)
Zeus pasó media noche de amor con Leda, y dejó la otra mitad a su marido,
Tíndaro. Leda concibió en esas horas cuatro seres, distribuidos entre el cielo
y la tierra: Helena y Pólux de Zeus, Clitemestra y Cástor de Tíndaro. Otra
historia complementaria, de esas que se enredan unas con otras en hilos
enmarañados, dice que Zeus había violado a Némesis y que del vientre de Némesis asomó un huevo
blanquísimo. Heres lo cogió, lo llevo a Esparta y lo depositó en el vientre de
Leda. Cuando el gran huevo se abrió, se vislumbró dentro de la cáscara una
minúscula y perfeta figura de mujer: Helena. Al parecer, una vez que Paris
y Helena llegaron a Egipto, a la desembocadura del Nilo, el rey de Menfis,
Proteo, retuvo a Helena y sus riquezas y dejó que Paris regresara a Troya, pero
con el simulacro de Helena, quien quedó retenida en Menfis. ¿Por qué silenció Homero esta
parte de la historia? ¿Y una parte tan esencial, de la que resultaba que los
troyanos sabían que no tenían a Helena entre sus muros, sino solo a su
simulacro? (…) Por una razón eminentemente literaria, Homero había silenciado
el escándalo supremo de la guerra de Troya: aquella sangre había sido derramada
por un cuerpo de mujer que no existía, por un impalpable fantasma. Por todo ello, es poco
conocida este final de Helena que nos aporta una versión rodia, de Rodas: Un día estaba tendida en el baño y fantaseaba,
cuando irrumpieron unas criadas de Polixo [viuda de Tlepólemo, caído en la
guerra de Troya, de cuya muerte hacía Polixo responsable a Helena, aunque la
acogió con amabilidad en su isla.] disfrazadas de Erinias. La cogieron, desnuda,
la sacaron goteando del agua agarrándola con muchas manos, y la arrastraron.
Fuera, fue colgada de un árbol. El gran plátano próximo a Esparta seguía mostrando
la inscripción: «Adórame: soy el árbol de Helena», cuando los rodenses fundaron
un santuario de Helena Dendritis, «Helena del Árbol», junto al plátano donde la
habían encontrado ahorcada. Recordemos que también Pasífae y Ariadna se
ahorcan, aunque en el origen está otra figura apenas conocida: Con Erígone
llegamos al origen de las ahorcadas: Erígone descubre el cadáver de su padre en
un pozo, le da sepultura y luego se sube a un árbol y se ahorca. Su perro, que
vela ambos cadáveres, Maira, se convertirá e en la constelación Sirio.
Y concluye Calasso: Helena,
la belleza surgida del huevo de la necesidad (…) se parecía mucho a sus hermanos Cástor y
Pólux, tenía un «ánimo sencillo» (o lo que eso quiera significar), modales
suaves, espléndida cabellera, un lunar entre las cejas, boca pequeña, senos
perfectos. (…) En toda su vida, Helena no hizo más que exhibirse y traicionar.
Aquiles es un personaje muy
complejo, y lo que más le llama la atención a Calasso es su ambigüedad: jugaba
en Esciros como una niña con otras niñas. (…) De madre marina, educado por dos
Náyades, Aquiles era llamado Pirra, la rubia, la pelirroja, por sus compañeras.
Entonces tuvo una dicha que a nadie más fue reconocida: ser niña y seductor de
niñas. (…) Después de los amores infantiles, la mujer se presentí a Aquiles en
el signo de la muerte. Pero a nosotros nos importa saber, tal y como lo
recoge el autor que Zeus urdió ese enfrentamiento, al decir de Helena, porque el Dios de dioses quería aligerar la tierra y dar gloria a Aquiles.
Designio aparentemente inconexo: por una parte matar escuadras de héroes como
si fueran un puro número, sin nombre, un peso excesivo de pies que pisan el
vientre de la tierra; por otra exaltar a un individuo, también héroe, y no
tanto su poder, breve y coartado, sino su puro nombre, el sonido de su gloria.
Y todo esto se conseguía mediante un único artificio: Helena, pero no la propia
Helena, sino su «simulacro respirante», su «nombre».
La maldición de Aquiles, que
todas las mujeres con las que se encuentra se “resuelvan en muerte”, se
ejemplifica a la perfección en el episodio de la lucha con Pentesilea, la reina
de las Amazonas. Un dios solo puede desplazar el significado de las
formas del destino, no borrarlas -continúa Calasso-. [Aquiles] se encarniza con el cuerpo de
Pentesilea, y en ese momento está convencido de abatir a un poderoso guerrero
troyano, al que ni Áyax lograba hacerle frente. Luego levanta el yelmo de la
Amazona moribunda. Su mirada encuentra por primera vez la de Pentesilea en el
momento en que, desde arriba, le hunde la espada en el seno. En ese instante le
arrebata la pasión. Había clavado la Amazona al caballo. Ahora coge a la virgen
guerrera en los brazos con amorosa delicadeza. Entre el polvo y la sangre,
Aquiles se unió a Pentesilea, exánime y armada. (…) El deforme Tersites osó
reírse de ese estupro. Aquiles le mató de un puñetazo. (…)Aquella mujer era lo
más afín a sí mismo que Aquiles había encontrado. Era enemiga, y estaba muerta:
todo lo que Aquiles amaba en las mujeres...
La relación de los
personajes homéricos con el más allá, porque la historia de Perséfone es la
próxima que destaca Calasso como uno de esos momentos «sombríamente estelares»,
se extiende a dioses y a héroes y a los seres humanos, pero el modo como
Aquiles lo vive, por ejemplo, resume a la perfección esa tensión narrativa en
la que tantas virtudes se manifiestan, las que «marcan» la idiosincrasia griega
-y después europea- durante milenios: «Bueyes
y robustas ovejas pueden robarse -se queja Aquiles-; trípodes y caballos
de rubias crines pueden comprarse; pero la vida de un hombre (andròs psychē)
nunca vuelve, ni se la puede robar ni comprar, desde el momento en que sale del
claustro de sus dientes». (…) «No me falsifiques la muerte, noble
Ulises. Preferiría vivir como guardián de bueyes, al servicio de un pobre
campesino de mesa poco abundante, antes que reinar sobre todos estos muertos
consumidos». Solo porque la vida es irreparable e irrepetible, la
gloria de la apariencia puede alcanzar semejante intensidad.
En este punto quizá
convenga, antes de adentrarnos en el mito de Perséfone, volver a Dionisos, quien
también quiso descender al Hades para rescatar a Sémele, su madre, a quien
fulminó su padre, Zeus, quien lo rescató del vientre de su madre y se lo
insertó en un muslo para que continuara su gestación, de ahí que Dionisos signifique
“el nacido dos veces”. Lo destacado es cómo un nuevo relato rescatado por
Clemente de Alejandría, sorprende a cualquier lector. De hecho, la profusión
arborescente de versiones de los mitos nunca acaban de dejar satisfecho al lector
de estas entretenidas historias: Nadie ha hablado sobre la conclusión del
viaje de Dioniso al Hades, a excepción de un Padre de la Iglesia. Con la
brutalidad de esos nuevos cristianos que en un tiempo habían sido iniciados en
los misterios, Clemente de Alejandría ha narrado la historia de cómo Dioniso se
sodomizó a sí mismo: «Dioniso deseaba descender al Hades y no conocía el
camino, cuando un tal Prosimno promete indicárselo, pero no sin una
compensación [misthós]; y esa compensación no era una cosa buena, pero fue
bastante buena para Dioniso; se refería ese favor, esa compensación pedida a Dioniso,
a los placeres de Afrodita; el dios aceta la petición y promete satisfacerla si
consigue regresar, reforzando con un juramento su promesa. Aleccionado sobre el
camino a seguir, se leja; finalmente regresa; pero no encuentra a Prosimno (que
mientras tanto había muerto); decidido a cumplir con su amante, Dioniso se
dirige a su tumba, lleno de deseo amoroso. Corta una rama de higuera, que tiene
delante, y después de haberle dado l forma de miembro viril se introduce esa
rama, cumpliendo la promesa al muerto».
Y ahora sí, ahora de cabeza
al infierno, porque la historia de Perséfone es una de las más atrayentes del
libro, todo él lleno de versiones de los mitos que vienen a destacar lo que Calasso
busca en ellos: una definición de la existencia, una manera de entender el
mundo de la que se reapropiará la filosofía para extraer de ella lo que aún hoy sigue siendo nuestro mundo de referencia
intelectual y existencial. Todo se inicia por la «necesidad» que tiene Hades de
compartir su reino con una reina a la altura de su condición. A Zeus le gustaba todo lo que existe sin
justificación. Pero ahora Hades acudía a pedir un rehén. Quería una mujer en el
palacio de la muerte. Y solo podía ser una hija de Zeus, una sobrina que Hades
llevaba tiempo espiando: Perséfone o Perséfata, nombres oscuros, en cuyas
letras resonaban el asesinato (phónos) y el saqueo (pérsis), superpuestos a una
belleza sin nombre salvo el de Muchacha: Core. ¡Cómo no iba a aceptar Hades
un ser como Perséfone, con una historia tan escabrosa como la realidad de su
oscuro reino! De la cópula de Zeus serpiente con Rea Deméter transformada en
serpiente fue engendrada Perséfone, la «doncella cuyo nombre no se puede
decir», la doncella única a la que Zeus transmitió el secreto de la serpiente.
Cuando Perséfone nació, su aspecto había sido horrendo para todos menos para su
padre, el único que pudo contemplarla en aquella forma. Tenía dos caras, cuatro
ojos, y le asomaban cuernos de la frente. Ni los hombres ni los dioses habrían podido
entender el esplendor de Perséfone, pero lo entendía Zeus, que al contemplarla
recordaba la aparición de Fanes a la luz. Rea Deméter había escondido a
la hija en una gruta, y allí tejía Perséfone, en el telar de piedra, una túnica
salpicada de flores. Unas serpientes se encargaban de la custodia en la puerta
del antro. Pero otra serpiente, que era Zeus, las adormiló con la mirada
mientras se deslizaba en el antro. Y, antes de que Perséfone pudiera
defenderse, su piel blanca se pegaba a las escamas de aquella serpiente, que la
lamía con baba amorosa. En la oscuridad del antro, el cuerpo horroroso de
Perséfone irradiaba luz, como en un tiempo el de Fanes. De aquel violento coito
nació Zagreo, el primer Dioniso.
Calasso está siempre atento
a los paralelismos que las historias míticas trazan, para cifrar en ellos la
red de relaciones que nos permiten establecer identidades, de ahí que no le
pase por alto que de Deméter
impregnada del semen del toro había nacido una niña, de Perséfone llena del
semen de Zeus serpiente nació un toro. Deméter, la madre de Perséfone,
quien buscó a Perséfone por toda la tierra, descuidando lo ciclos de la
agricultura que ella gobernaba, fue oída por Zeus, quien envió a Hermes a
rescatarla con la condición de que no comiera nada en su viaje de regreso. Sin
embargo, Hades buscó quedarse a solas con Perséfone, en los
cuidados jardines de los infiernos. Mientras caminaban por los senderos,
arrancó una granada del árbol y ofreció tres granos a su esposa. Perséfone
pensaba en otra cosa y los rechazó. Pero Hades insistía, con sus modales
insinuantes. Perséfone se llevó los granos a la boca, distraída, con el corazón
alterado por la idea de a partida. (…) Cuando Perséfone probó la granada
crecida en los jardines tenebrosos, la muerte sufrió un cambio no menos grave
que el que había sufrido la vida desde que le había sido sustraída la doncella.
En ese momento los dos reinos estaban desequilibrados, y cada uno de ellos se
abría hacia el otro. (…) Ese mínimo gesto de Perséfone fue tal vez el
acontecimiento más cargado de consecuencias que jamás había existido, desde que
Zeus había devorado a Fanes y se había establecido en el Olimpo. ¿Cuál es
el verdadero significado de esa «ingesta»? Calasso divaga por entre la enredada
madeja de historias que hace aparecer ante nuestros ojos asombrados y hacia el
final, como una sorpresa largamente anunciada, nos lo revela: Core,
distraída por las palabras de Hades come unos granos de granada; Deméter,
distraída por la danza obscena de Baubo, come unas gachas, como un viajero
hambriento. De estos gestos surgieron los misterios. Al aceptar y asimilar una
comida que no es néctar ni ambrosía, Deméter y Core participan de esa culpa que
es peculiar de los hombres, se exponen a esa peculiar debilidad suya de la que
los dioses siempre se habían burlado: la sujeción al tiempo, que hace
desaparecer los seres, y al mismo tiempo la complicidad con el propio
destructor, porque el hombre no puede sobrevivir sin hacer desaparecer algo.
Los misterios son la herida que se abre en la intacta epidermis olímpica, e
inútilmente intenta cerrarse en la repetición de las ceremonia. Que esa herida
jamás se cierre es la esperanza de los iniciados.
De hecho, como bien recoge
Calasso, los teólogos de Delfos sabían que el sacrificio es la señal del desequilibrio
de la vida respecto de lo necesario: desequilibrio como superabundancia, pero
también como insuficiencia. En ambos casos, tanto en la disipación como en la
renuncia, hay una parte que debe ser expulsada para que se produzca una distribución
equitativa de las fuerzas, para que «nada sea demasiado», de acuerdo con el
precepto apolíneo. Pero no solo eso, sino que, en una suerte de
transgresión que dejaría descolocado a Creso, los sacerdotes descubrieron por vez primera
que el conocimiento que es poder no procede únicamente de la historia secreta
de los dioses, sino del silogismo hipotético. Estamos a un paso de que la
filosofía se divorcie completamente de los mitos y de sus misterios, empeñada
en el único misterio que desde entonces nos ocupa: cómo funciona la mente y
cuáles son los verdaderos límites de la razón, del logos.
A modo de corolario, me
gustaría destacar dos reflexiones que están en la base de la cadena de metamorfosis
mitológicas que alimentará durante tantísimo tiempo nuestra civilización
europea anterior al monoteísmo cristiano, ¡e incluso después!: Nada es tan
triste como los sacrificios a los dioses equivocados, defiende Calasso, y la
auténtica ofensa, más que la muerte es desaparecer. En la evitación de esa «desaparición»
ha de cifrarse el esfuerzo poético y narrativo de Homero y de todo el teatro
antiguo griego; es, también, el legado de Apolo: la Ninfa es la posesión,
nymphólēptos es quien delira capturado por las Ninfas. Apolo no posee a las
Ninfas, no posee la posesión, pero la educa, la gobierna. Las Musas eran
doncellas salvajes del Helicón. Apolo fue quien las hizo emigrar a la montaña
de enfrente, el Parnaso; él fue quien las educó en los dones que convirtieron a
aquel grupo de doncellas salvajes en las Musas, o sea, las mujeres que invaden
la mente, pero imponiendo cada una de ellas las leyes de un arte.
[Nota bene: Calasso, que ha «escarbado» en
fuentes muy poco frecuentadas, nos deja a los intelectores contumaces (y perdóneseme
el pleonasmo) un desafío. A su docto parecer, uno de los más fascinantes
enigmas de la Antigüedad es la vida de Nono. (…) Nos ha dejado las Donisíacas
en cuarenta y ocho volúmenes (número igual a la suma de los libros de la Ilíada
y de la Odisea) y una Paráfrasis del Evangelio según San Juan. (…) Las
Dionisíacas son una summa desbordante del paganismo, que debiera yacer
moribundo y aquí se exhibe ante nuestros ojos como un prado de narcisos. (…)
Han pasado quince siglos, y los lectores que han entendido a Nono se pueden
contar con los dedos de una mano. No nos queda otra que tratar de inaugurar
la cuenta en la otra mano… o perecer en el intento.]