miércoles, 24 de octubre de 2018

Uno y Ella.



El último oxímoron.
                                                            Alan Watts: Jung señaló alguna vez en broma que la vida                                                              misma es una enfermedad con un pronóstico muy grave:                                                                dura años y años y siempre termina causando la muerte.
Uno, porque siempre se es uno ante Ella, ignora en qué momento se consumó, como hecho incontrovertible, su presencia en su vida, su insidia, su ambigua malquerencia, su ofensa. Vive Uno tan tranquilo y, de la noche a la mañana, como que se le queda cara de despedida. Se deja el, desde ese momento, perecedero Uno invadir por un gélido aire de apego a lo que le rodea e incluso a lo que se le enreda dentro. Lo que hoy es, mañana no será. La mirada que se derrama hacia fuera y hacia dentro en un pendular movimiento perezoso, artrítico, nunca sabe a ciencia cierta dónde detenerse más, porque mejor es imposible que lo haga, una contradicción hiriente. No hay nada bueno en dejar de poseer lo único que tiene ese Uno sorprendido por una sombra aciaga que, como el agradecido orvallo para los campos, va empapando su día a día con sombrías perspectivas frente a las que no hay procrastinaciones que valgan. Por imposible que a ese Uno se le represente perder el impulso vital que ha presidido toda su larga vida, esa costumbre arraigada de vivir proyectado hacia el futuro, sin desatender al inaprehensible presente,  lo cierto es que un pésimo día esa presencia hostil se enseñorea de su vida y se afana en dictarle no solo el humor, sino hasta el desamor. Uno perplejea cómo haya sido posible semejante invasión sin haber siquiera intuido la mera posibilidad de la misma. Pero ya es tarde, cuando Ella ha hecho acto de presencia. Todo cambia. La vida de Uno ya no es la misma, y lo que teme, Uno, sobre todo, es que él mismo deje de ser quien hasta ese momento había sido. No hay cambios espectaculares, mudanzas inverosímiles, ¡ni mucho menos transformaciones kafkianas! Sorprende mucho la presencia de paz romana que tiene la invasión, porque ni siquiera ha podido presentarse batalla, numantina o no, contra la terrible descortesía. Hacia dondequiera que Uno posa su vista, advierte señales de fugacidad, mensajes de disipación. Las venerables leyes de la costumbre, de los hábitos, de la bendita rutina…, han sido dinamitadas, pero sin estruendos aparatosos y efectistas. Uno ha entrado en pérdidas, sin haber tenido otro beneficio que su propia vida, ahora puesta entre paréntesis, como un mero epifenómeno de la memoria. Contempla sus posesiones más preciadas, las librerías que albergan en sus estantes, ordenadas, las voces de la amistad y de los retos, y se pregunta sobre cuál de ellas se posarán sus ojos y a cuál de ellas se abrirán sus oídos cuando Ella mute su presencia en la imantadora ausencia definitiva. Abre sus cuadernos y se le hace muy cuesta arriba llegar a imaginar qué estará escribiendo en el momento decisivo, incisivo, abrasivo. No emotivo. No hay emoción en su compañía ni deseada ni desdeñada, sino silencio y una frustración airada. Enojarse es, propiamente, posar los ojos sobre Ella y saberse impotente, inerme. No hay fuerzas ya, sin embargo, para contradecirla o para rebelarse puerilmente. A Uno le sorprende, con todo, la naturalidad con que acepta la compañía alevosa y diurna, porque, contra la opinión general, Ella no suele llegar de noche, ni aunque Uno padezca un insomnio pertinaz en el que, acaso, tuviera más sentido-¡que nunca lo tiene!- dicha aparición. No, no hay fantasmagoría posible, sino un orden riguroso y casi aséptico, aunque sin rituales extemporáneos ni parafernalias efectistas. Digamos que sus maneras corteses le permiten situarse junto a Uno con la dulce naturalidad de lo inexorable, y Uno agradece su discreción y sus modales ceremoniosos, armoniosos, que rehuyen toda estridencia. Uno está tentado de decir que, como la costumbre, que es segunda naturaleza, Ella es algo así como una nueva piel superpuesta a la que Uno ya no perderá, después de las muchas mudadas a lo largo de su asendereada existencia, y a la que sofoca, pero sin forzarla. Complejo mundo de respiraciones cruzadas. No hay momento de la vida cotidiana en el que Ella esté ausente, como si su poder midásico mudara, subrepticiamente, cualquier realidad en una oscura página indescifrable del libro del olvido. Uno se va con Ella, pero Ella no tarda en deshacerse de Uno. Estando en vida, no hay ni vida ni esperanza. Ante Uno se abre la gran explanada de los campos elisios como burda ensoñación que su presencia alienta con fervor bondadoso, pero la poesía naufraga en las visiones de ultratumba y Ella tampoco está especialmente dotada para la lírica consoladora, ¡y no digamos para la prosa de la obviedad! A Uno le desconcierta la instantaneidad de la aceptación, su súbita aquiescencia. Nunca había imaginado nada al respecto por el propio respeto a sí mismo: engolfado en el sinvivir de la vida acezante, ¡cómo iba a permitir que su negación  formara parte del mismo presente! Ahora, sin embargo, que Uno la ha descubierto, casi como sin querer…, a su lado, ¡qué ajados advierte aquellos afanes del entusiasmo! Cree advertir, incluso, una leve y brillante pátina de impostura en ellos. Se niega a aceptar que Ella sea quien haya desgarrado el velo de Maya, enfrentándole a la realidad de realidades, única inmutable. Lo cierto es que Uno, al contacto con Ella, se ha vuelto más grave, pero no más triste; más peripatético, pero no más sereno; más intuitivo, pero no más sagaz. Uno se queja, básicamente, de la alteración de los ritmos… En ello sí que advierte una rotura, una quiebra. Ni los ritmos internos de su propio cuerpo ni los externos de la naturaleza parecen tener ya capacidad ninguna para pautarle la música de su existencia. Ensordecer es otra manera de perecer. En compañía de Ella, Uno se va acostumbrando poco a poco a la distancia, al desasimiento, al desprendimiento. Como el poeta que se preciaba de hacer el inconcebible viaje del morir  sin equipaje y desnudo, como los hijos de la mar, Uno no ignora lo consolador de no dejar tras de sí riqueza ninguna y el desasosiego relativo de las deudas infinitas con el conocimiento que contrajo su ignorancia… La presencia de Ella supone la pérdida de la inocencia, la muy severa de la ingenuidad y la archiingrata de la espontaneidad. No es tanto la asunción de la censura previa, que también, cuanto la insufrible carencia de libertad. Uno tiene todita la sensación, a pesar de su longeva edad, de que Ella lo lleva de la mano como a un niño al que prohíbe más que protege. Uno no tiene humor ni para releer La risa en los huesos, de Bergamín, que murió tan enteco como vivió; menos aún para ver El séptimo sello, de Bergman, y se niega a ponerle a su relación con Ella la banda sonora del Réquiem de Mozart. Uno no está por atender a los demás, ¡tan circunstanciales!, y le maravilla que confundan una honda impresión con una profunda depresión, que es desafección ómnibus de este tiempo, y un poco de todos. Uno tiende a recluirse en sí mismo, donde sabe que todo concluye, siguiendo el dictum célebre de Quevedo: Vive para ti solo, si pudieres, pues solo para ti, si mueres, mueres.

miércoles, 17 de octubre de 2018

Gertrudis Gómez de Avellaneda: «Autobiografía» y «Cartas a Ignacio Cepeda».






La intimidad de una firme voz de mujer en la España romántica: Gertrudis Gómez de Avellaneda o el derecho inalienable a la individualidad temerosa y temida.

No por ninguna razón especial, salvo la de las grandes lagunas por cubrir en una formación tan defectuosa como la mía, me había abstenido de “entrar” en la vida y la obra de Gómez de Avellaneda, quien se postuló para entrar en la RAE y fue preterida por sus colegas. Lo mismo le pasó a Emilia Pardo Bazán, quien, cuando fue rechazada, publicó en la prensa una “carta abierta a Gertrudis Gómez de Avellaneda”, solidarizándose con ella, a más de medio siglo de distancia. Finalmente, ha caído en mis manos un tomito saldado de la benemérita editorial El Parnasillo, de Simancas ediciones, que reúne dos textos aut0biográficos de la autora, el denominado Autobiografía, escrita para ser leída “exclusivamente” por Ignacio Cepeda y Alcalde, estudiante de Leyes,  a quien la autora pide expresamente que se deshaga materialmente del cuadernillo: Después de leer este cuadernillo, me conocerá usted tan bien, o acaso mejor que a sí mismo. Pero exijo dos cosas. Primera: que el fuego devore este papel inmediatamente que sea leído. Segunda: que nadie más que usted en el mundo tenga noticia de que ha existido. Nos hallamos, pues, ante una relación personal extraordinaria e inusual, porque, a lo largo de los dieciséis años de correspondencia entre ellos, nunca, y eso se desprende de los textos, llegó a quedar claro cuál era el verdadero fundamento de dicha relación. Tan pronto estamos ante una amistad pura y desinteresada, una reunión de almas aparentemente gemelas, ya ante una exigencia de fidelidad que roza casi el compromiso matrimonial. En cualquier caso, esa indefinición constituye una de las líneas argumentales de la autobiografía y de la relación epistolar. Cepeda fue para Gómez de Avellaneda poco menos que un Dios sobre la tierra, tales son los acentos “a lo Calixto” con que a él se refiere, y es menester añadir que ambos construyeron un espacio íntimo de libertad en la comunicación de sus pensamientos y sentimientos imposible de disfrutar de él públicamente, de ahí el inmenso valor que la escritora le atribuye, porque ella es consciente de su personalidad transgresora. Pensemos que, mientras dura ese epistolario, la Avellaneda tiene una relación íntima con el poeta sevillano Gabriel García Tassara con quien llega a tener una hija, María (Brenhilde la llama ella -quiero entender que como un eco de la Brunilda wagneriana, quien, por amor, opta por la condición humana frente a la divina…), que muere a los siete meses sin que el padre, atareado en la seducción de otra mujer por aquel entonces, se haya dignado ni siquiera conocerla. Soltera y embarazada en el Madrid de 1850 no es precisamente una situación apta para personalidades de escaso fuste. DE hecho, incluso se casó dos veces, una en 1846, con don Pedro Sabatger, de quien enviudó a los pocos meses, y diez años después, en 1856, con Domingo Verdugo, con quien, tras ser herido de gravedad en un duelo en defensa del honor literario de su esposa, viaja a Cuba para que se recupere, aunque fallece y vuelve a quedar viuda. Gertrudis Gómez de Avellaneda, que volvió de Cuba cuando su madre se casó en segundas nupcias, fue siempre en la sociedad española algo así como un “bicho raro”, una “indiana” que pronto destacó como poetisa, dramaturga y, finalmente, como novelista. Luego hablaré brevemente de Sab, una novela antiesclavista que puede competir perfectamente, en interés narrativo, con Ancho mar de los sargazos, de Jean Rhys. Aunque Baltasar fue su obra dramática más exitosa, leída hoy no está a la altura de Sab y mucho menos a la de estos textos autobiográficos que, aun pertenecientes al reducto íntimo de una privacidad construida con no poco esmero por los dos amigos, son hoy un maravilloso documento de las dificultades de una mujer para afirmarse en sí misma en aquella España de mediados del siglo XIX. Baltasar tiene la virtud de trazar, sin embargo, el retrato de un hombre minado por el nihilismo de una época en que han periclitado los optimismos románticos: ¡La dicha!... ¡fantasma vano,/que sigue loco el mortal!.../¡Nada hay cierto sino el mal!/¡Solo el dolor no es arcano! O, en conversación con su madre: ¿Qué mal sufres? La existencia. En 1860, Avellaneda escribe unos artículos dedicados a “La mujer”, en los que plantea la igualdad intelectual entre mujeres y hombres, e incluso la superioridad intelectual de las mujeres: "No ya la igualdad de los sexos, sino la superioridad del nuestro". En ellos pasa revista a los diferentes ejemplos del “triunfo” de las mujeres a lo largo de la Historia en todos los campos, desde el arte hasta la ciencia, pasando por la política, y llega a esa enaltecedora conclusión. La brevedad de los mismos permite una lectura, a mi juicio, necesaria, porque Gómez de Avellaneda jamás perdió de vista la reivindicación feminista. Pueden leerse en este vínculo.
         La Autobiografía que escribe Avellaneda para “uso y disfrute” de Cepeda nos permite conocer el periodo de formación sentimental de la autora desde su primer compromiso matrimonial, cuando tiene 15 años, que habría de formalizarse cuando ella tuviera 18. Desde su inicial romanticismo acrítico, influida por las lecturas más que por una experiencia imposible, por su situación familiar, Gertrudis no tardará en conocer algunos recovecos del alma humana que, como en el caso de su prima Rosa, su mejor amiga, no duda en acusarla infundadamente de tener planes licenciosos con un posible enamorado, exclusivamente pata birlárselo. Los desengaños contribuyeron no poco a la forja de un carácter que fue, poco a poco, consolidándose como una férrea determinación de gobernar su vida sin ceder a las convenciones sociales: ¡Cepeda!, ¡cuánto me engañaba!... ¿Dónde existe el hombre que pueda llenar los votos de esta sensibilidad tan fogosa como delicada? ¡En vano le he buscado nueve años! ¡En vano! ¡He encontrado hombres!, hombres, todos parecidos entre sí; ninguno ante el cual pudiera yo postrarme con respeto y decirle con entusiasmo: Tú serás mi Dios sobre la tierra, tú el dueño absoluto de esta alma apasionada. Mis afecciones han sido por esta causa débiles y pasajeras; yo buscaba un bien que no encontraba y que acaso no existe sobre la tierra. Ahora ya no le busco, no le espero, no le dese; por eso estoy más tranquila. Tras romper el compromiso de matrimonio, después de “escaparse” a casa de su abuelo, ante quien se postra pidiéndole ayuda, este muere tras haber cambiado el testamento, desheredándolas a ella y a su madre. No son pocas, pues, las adversidades que contribuyeron a la forja de un carácter que, a pesar de su triunfo literario relativamente temprano, hubo de lidiar con situaciones ante las que sintió la soledad de ser mujer, por el mero hecho de serlo: ¡Cuántas veces lloré en secreto lágrimas de hiel, y pedí a Dios me quitase la existencia, que no le había pedido, ni podía agradecerle! (…) Abrumada por el instinto de mi superioridad, yo sospeché entonces lo que después he conocido muy bien: que no he nacido para ser dichosa y que mi vida sobre la tierra será corta y borrascosa. La conciencia de su superioridad forma parte de esos serios impedimentos para la conquista de una paz emocional, digámoslo así, tras de la que anduvo durante toda su existencia. De hecho, su personalidad fogosa (Mi gran defecto es no poder colocarme en el medio, y tocar siempre en los extremos) debió de ser una de las razones, si no la principal, que “amedrentaron” al joven Cepeda e impidieron que un amor platónico, una amistad casi perfecta, se convirtiera en un apasionado matrimonio. Bueno, ello, la superioridad y el convencimiento de que la institución matrimonial, tal y como estaba planteada en su época, se le quedaba bastante más que estrecha: Mi única amiga era ya mi prima Angelita, era como yo desgraciada, y como yo lloraba un desengaño. Su marido, aquel amante tan tierno, tan rendido se había convertido en un tirano (…) y mi horror al matrimonio nació y creció rápidamente. Ya hemos visto, con todo, que ese horror no impidió que se casara dos veces, ni que estuviera a punto de hacerlo en otras dos, con Tassara y con el propio Cepeda, de haber llegado a algo positivo el “proceso de amores” que revelan las cartas y la Autobiografía. Avellaneda no tardará en percatarse de que ella es una mujer que, por su condición de literata, promoverá algo así como el “escándalo” a su alrededor, porque, dado el empuje arrollador de su talante, no tarda en percibir el ataque de las fueras contrarias: Daban mil punzadas de alfiler a mi reputación bajo otro concepto. Decían que yo era atea, y la prueba que daban era que leía las obras de Rousseau y que me habían visto comer con manteca un viernes. (…) Ridiculizaban también mi afición al estudio y me llamaban la Doctora. El panorama final, así pues, es el de una personalidad madura y consciente de su singularidad que ha de hacer frente a la pacatería y gazmoñería de una sociedad anclada en valores ultraconservadores, para los que sus “andanzas” no dejan de constituir un capitulo privilegiado de la chismosería, de la que no se librará propiamente hasta su muerte.
         Las cartas a Cepeda han de leerse como continuación de la Autobiografía, porque, de hecho, esta nace de aquellas. Dieciséis años de correspondencia, con altibajos comprensibles, porque Cepeda ha de atender a sus estudios y también a sus fugaces enamoramientos, hasta que, finalmente, se casa en 1854 con María Córdoba Goyanes, a quien se debe que las cartas, guardadas por su marido durante 70 años, vieran la luz de la publicación, razón por la que todos le hemos de estar muy agradecidos. La relación entre Avellaneda y Cepeda, pasa por muchas fases en las que nunca acaban de estar claros los fundamentos de la misma. Eso sí, Avellaneda es consciente de lo singular de su relación:  Raro, original es el papel que hago contigo. Yo, mujer, tranquilizándote a ti del miedo de amarme. ¡Es cosa peregrina! Pero contigo no soy mujer, no, soy toda espíritu, y ninguna regla es aplicable a este cariño excepcional que me inspiras. Esa situación casi de “privilegio” lleva a la autora a medir con extraordinario tacto los límites de dicha correspondencia: Nuestras cartas serán las de dos amigos, no amigos como lo hemos sido en algún tiempo, porque aquella amistad era una dulce ilusión; la de ahora será más sólida porque no será hija del sentimiento que antecede al amor, seralo, sí, de aquel que sobrevive a él, y que se funda precisamente sobre sus desengaños. No sé si hablaría así otra mujer en mi posición respecto a usted; pero ya he dicho mil veces que no pienso como el común de las mujeres, y que mi modo de obrar y de sentir me pertenece exclusivamente. Con todo, lo que está claro es el poder terrible que ejerce Cepeda sobre nuestra autora, quien no duda en darle sobre ella una autoridad que, consentida, se parece muy mucho al sometimiento matrimonial:  ¡Cepeda! ¡Cepeda!, debes gozarte y estar orgulloso, porque este poder absoluto que ejerces en mi voluntad debe envanecerte. ¿Quién eres?, ¿qué poder es ese?, ¿quién te lo ha dado?... Tú no eres un hombre, no, a mis ojos: eres el ángel de mi destino, y pienso muchas veces, al verte, que te ha dado el mismo Dios el poder supremo de dispensarme los bienes y los males que debo gozar y sufrir en este suelo. Te lo juro por ese Dios que adoro, y por tu honor y el mío; te juro que mortal ninguno ha tenido la influencia que tú sobre mi corazón. Tú eres mi amigo, mi hermano, mi confidente, y como si tan dulces nombres aún no bastasen a mi corazón, él te da el de su Dios sobre la tierra. ¿No está ya en tu mano dispensarme un día de ventura entre siete? ¡Así pudieras también señalarme uno de tormento y desesperación, y yo lo recibiría, sin que estuviese en mi mano evitarlo! Ese día, querido hermano mío, ese día sería aquel en que dejases de quererme; pero yo lo aceptaría de ti sin quejarme, como aceptamos de Dios los infortunios inevitables con que nos agobia. Desde esta perspectiva, diríase que Avellaneda se “abandona” a la confianza en su querido Cepeda y deposita en él su entera reputación. Es emotivo descubrir las inseguridades y flaquezas de una mujer madura que se sorprende ante sentimientos de amor inflamado que creía ya ajenos a su vida cotidiana: Yo he mandado siempre en mi corazón y en mis acciones con mi entendimiento, y ahora mi entendimiento está subyugado por mi corazón, y mi corazón por un sentimiento todo nuevo, todo extraordinario. ¡Posible es, Dios mío, que cuando yo me creía libre ya del dominio del amor, cuando me persuadía haberle conocido, cuando me lisonjeaba de experta y desilusionada haya caído en las garras de hierro de una pasión desconocida, inmensa y cruel!... ¡Posible es, Cepeda, que yo ame ahora con el corazón de una niña de 13 años!..., ¿qué es esto que por mí pasa?, ¿qué es esto que siento?..., dímelo, porque yo no lo sé. Es harto nuevo para mí, te lo juro. Y yo he amado antes que a ti: he amado, o lo he creído así, y sin embargo, nunca, nunca he sentido lo que ahora siento. Es, ya digo, el epistolario, un desfile continuo del proceso de desnudamiento de un alma ajena al ridículo y al qué dirán, por más que haga todo lo posible por encubrir del mundo casquivano  e insidioso sus procesos de amores: Yo no temo jamás el ridículo, es un traje que no le viene a mi talla. (…) No busco la reputación de espíritu fuerte; desprecio íntimamente a los que hacen alarde de una incredulidad que creen necesaria para probar su inteligencia, y doy gracias a Dios porque la mía, la que él me concedió, es capaz de llegar a la altura en que se ve la mezquindad lamentable de aquellas que solo alcanzan la despreciable gloria de escarnecer lo que no son capaces de admirar. Yo temo a Dios, pero solo a Dios. Los hombres pueden inspirarme compasión, si son débiles y sin justicia; afecto, si son rectos y capaces de dignas acciones; pero temor, jamás. Si yo desdeño la opinión del vulgo, es porque conozco a los hombres: conociéndolos, no es posible ni temerlos ni respetarlos. A lo largo de esas preciosas cartas, que contienen un tesoro admirable de la psicología amorosa romántica de la autora, quien no pierde nunca de vista la perspectiva de su enfrentamiento al mundo, siempre al acecho de denigrarla, es emocionante seguir las alternativas de unos sentimientos que van de la exaltación a la retractación y casi el ocultamiento, de la euforia a la pesadumbre. Avellaneda, ya se lo hemos leído, no es una mujer prudente, sino extremada y apasionada, y eso se lee de continuo en las cartas, llenas de un ardor y una exaltación que cautivarán a los letores actuales de las mismas, porque en todas ellas reina una libertad de expresión y de confianza en Cepeda que, sin duda, debió de atemorizar mucho al joven estudiante de Leyes: Ya ves que soy la misma: la franca india, la semisalvaje que no sabrá jamás ser coqueta, ni aun ser cauta. ¡Cómo iba a comprender el joven Cepeda una declaración tan arrolladora como esta!: Yo seré sublime en amarte, y esto me basta. Porque yo te amo con un amor que tú mismo no comprendes: ¡yo lo he conocido! No lo comprendes, no. Este culto de mi corazón, esta pasión pura, inmensa, tu corazón no la ha entendido. (…) ¿Me creerás, empero, si te digo que con todo este amor yo no deseo inspirarte eso que los hombres llaman pasión? (…) ¡Cepeda!, tú no me has conocido; tú no has comprendido mi amor. Yo quiero tu corazón, tu corazón sin compromisos de ninguna especie. Soy libre y lo eres tú; libres debemos ser ambos siempre, y el hombre que adquiere un derecho para humillar a una mujer, el hombre que abusa de su poder, arranca a la mujer esa preciosa libertad: porque no es ya libre quien reconoce un dueño. Digamos que el sensible joven, aun a pesar de su mentalidad liberal, no estaba preparado para ser el recipiendario de unas confidencias y de una pasión como la que le ofrecía una mujer de tanto carácter como la Avellaneda, y de palabra tan contundente y aun un pelín amenazadora:  ¡Oh! ¡Guárdate de enfriar mi corazón y de excitar mi orgullo! Guárdate de despertar en mi voluntad un deseo que nadie ha resistido hasta hoy; porque yo puedo cuanto quiero; mi voluntad es de aquellas pocas que hallan en su furia una omnipotencia terrestre. (…) Estás jugando con fuego peligroso. Si yo te amo, tu conducta es cruel; si no te amo, es ridícula. Porque, en fin, ¿sé yo hasta ahora si eres mi amigo, mi amante, o si no eres nada? (…) Como amante das poco; porque hasta ahora todo lo más apasionado que te he oído es que yo te entretengo, que te consume el hastío, que no crees en la felicidad, que te vas a París, y que amaste, o amas, a una mujer de quien huyes. (…) Sé solamente que tu conducta me hiere, y que no sabiendo qué eres para mí, qué soy yo para ti, comienzo a creer que vale más que no seamos nada el uno para el otro, porque ya sabes que no sufro medianías, que lo indeciso no me place. Cepeda, para su mal, sin embargo, es la encarnación de la indecisión, hasta que, después del episodio de Gabriel Tassara y su embarazo, decide casarse y “sentar la cabeza”. Ese es el momento de la “despedida” entre ambos, cuando ella, consciente de la ardiente intimidad que ha volcado en sus cartas, le pide que se las devuelva y, al tiempo, poder conservar las de él: Escucha una súplica, y por Dios no la interpretes mal. Tú crees y dices que la posesión de un objeto mata el cariño que inspiraba; yo no soy tan material, y sea orgullo, sea espiritualismo excesivo, amo y aprecio todo lo que poseo, todo lo que me pertenece. En este concepto amo las cartas tuyas porque las poseo, porque son mías; y sin embargo, como por idéntica razón, las que te he escrito en estos últimos días deben valer poco para ti, quisiera deberte un favor, y es que me dejes tus cartas y me devuelvas las mías; es decir, las que te he escrito desde que estás en Madrid. Han sido un episodio extraño en nuestra amistad, y me darás un placer en devolverme esas páginas intrusas, que te disgustaban por ser largas. No dudo que te deberé este obsequio, que sabré apreciar debidamente, y si exiges que lo pague dándote tus cartas lo haré, aunque con disgusto. De esa despedida queda el tono orgulloso de haber sabido, ella, estar a la altura de las circunstancias, y jamás arrepentirse de haberse entregado a él, en su correspondencia, totalmente, sin reserva alguna, siendo consciente no solo de lo que Cepeda pierde, sino de la oportunidad que ambos han dejado pasar de cimentar una felicidad que, sobre todo él, no va a encontrar, al menos como la que ella le ofrecía. Ella misma le escribe dos dolorosos epitafios a su proceso de amores frustrado: Yo he dicho en una novela: “No acuséis al corazón de perder sus ilusiones; así como no se acusa al árbol por ceder sus hojas al inclemente soplo del viento.” Y  jamás me siento tan infeliz como cuando, en momentos de desaliento, creo que estoy destinada a sobrevivir a mi corazón. Es lógico que se vea a sí misma derrotada, aunque aún le restarán fuerzas, tras el episodio de Tassara y el “abandono” de su fiel corresponsal, que se casa, de volverse ella a casar, lo que suma a las responsabilidades que se le acumulan, al hacerse cargo de sus sobrinas huérfanas y de su madre enferma. De ahí, pues, el terrible autorretrato que pone fin a la correspondencia:  Abrumada con el peso de una vida tan llena de todo, excepto de felicidad; resistiendo con trabajo a la necesidad de dejarla; buscando lo que desprecio, sin esperanzas de hallar lo que ansío; adulada por un lado, destrozada por otro; lastimada de continuo por esas punzadas de alfiler con que se venga la envidiosa turba de mujeres envilecidas por la esclavitud social; tropezando sin cesar en mi camino con las bajezas, con las miserias humanas; cansada, aburrida, incensada y mordida sin cesar… he aquí un bosquejo de esta mi existencia, que tan fausta y brillante te finges. Envejecida a los 30 años, siento que me cabrá la suerte de sobrevivirme a mí propia, si en un momento de absoluto fastidio no salgo de súbito de este mundo tan pequeño, tan insuficiente para dar felicidad, y tan grande y tan fecundo para llenarse y verter amarguras. (…) Superior e inferior a mi sexo, me encuentro extranjera en el mundo y aislada en la naturaleza. Siento la necesidad de morir. Y sin embargo, vivo y pareceré dichosa a los ojos de la multitud.
         Sab, finalmente, es una novela que lo tiene todo de romántica y, al tiempo, de preludio de un realismo casi naturalista, muy en la línea del posterior de la Pardo Bazán. El protagonista es un mulato que se ha criado en igualdad de condiciones con la hija del indiano en cuyas plantaciones trabajan esclavos, aunque Sab, que técnicamente lo es, va a ser liberado de tan afrentosa condición. Sab está enamorado de Carlota, pero esta es el objeto de deseo pecuniario de un negociante inglés que ha puesto en ella los ojos para casarla con su hijo y acrecentar su negocio, que no atraviesa una buena racha. El esclavo descubre los maquiavélicos intereses del enamorado, quien, a pesar de sentir un cierto afecto por su prometida, no quiere desairar a su padre, quien decide, finalmente, abortar todo el proceso del casorio porque se ha enterado de que el padre de Carlota está poco menos que en la ruina. La descripción de la naturaleza ocupa, como buena novela romántica un lugar destacado en la obra, y diera la impresión de que actúa como un personaje más, sobre todo cuando una tormenta nocturna pone en peligro al candidato a marido y es salvado por Sab, aun a riesgo de su propia vida. Con un giro truculento, un premio de lotería que le hubiera reportado al esclavo 40.000 duros, este se las ingenia, a través de una amiga de la novia, para hacerle llegar el premio a su “ama”, a fin de que el padre del candidato aceda a casar a su hijo con la hija del hacendado, lo que, nada más saber que dispone de esa “dote” de 40.000 duros, se verifica en el acto, para desconsuelo de un esclavo enamorado cuyo gesto altruista jamás será conocido por la hija del hacendado y gentil compañera de juegos de infancia del mulato. Se trata, pues, de un auténtico amor fou que, por lo exótico, tiene algo de relato surrealista, sobre todo, ya digo, por esa presencia dominante de la naturaleza exuberante en el relato, lleno de buenos sentimientos, pero también de una conciencia social por parte del esclavo que lo lleva a formular deseos de iniciar una lucha de emancipación para acabar con la esclavitud. La novela, quede claro, fue prohibida en Cuba, por contestataria. Nadie puede dudar de los profundos sentimientos antiesclavistas que animaron a Gómez de Avellaneda, profunda conocedora de Puerto Príncipe, actual Camagüey, donde nació y se crio. Me limitaré, además de recomendar la letura íntegra de la novela, que está disponible en la plataforma virtual Cervantes, a destacar dos párrafos que aúnan, a mi entender las dos perspectivas que Avellaneda quiso incluir de forma destacada en la novela: la reivindicación de la abolición de la esclavitud, de una parte, y, de la otra, la crítica de la sumisión de la mujer al hombre en una estructura patriarcal que la limitaba hasta herirla de muerte civil: -¡Cuán buena sois! -la dijo-, pero ¿quién soy yo para que os intereséis por mi vida?..., ¡mi vida! ¿Sabéis vos lo que es mi vida?..., ¿a quién es necesaria?... Yo no tengo padre ni madre..., soy solo en el mundo: nadie llorará mi muerte. No tengo tampoco una patria que defender, porque los esclavos no tienen patria; no tengo deberes que cumplir, porque los deberes del esclavo son los deberes de la bestia de carga, que anda mientras puede y se echa a tierra cuando ya no puede más. Si al menos los hombres blancos, que desechan de sus sociedades al que nació teñida la tez de un color diferente, le dejasen tranquilo en sus bosques, allá tendría patria y amores..., porque amaría a una mujer de su color, salvaje como él,  y que como él no hubiera visto jamás otros climas ni otros hombres, ni conocido la ambición, ni admirado los talentos. Pero, ¡ah!, al negro se rehúsa lo que es concedido a las bestias feroces, a quienes le igualan; porque a ellas se les deja vivir entre los montes donde nacieron y al negro se le arranca de los suyos. Esclavo envilecido legará por herencia a sus hijos esclavitud y envilecimiento, y esos hijos desgraciados pedirán en vano la vida selvática de sus padres. Para mayor tormento serán condenados a ver hombres como ellos, para los cuales la fortuna y la ambición abren mil caminos de gloria y de poder; mientras que ellos no pueden tener ambición, no pueden esperar un porvenir. En vano sentirán en su cabeza una fuerza pensadora, en vano en su pecho un corazón que palpite, «el poder y la voluntad», en vano un instinto, una convicción que les grite: «levantaos y marchad»; porque para ellos todos los caminos están cerrados, todas las esperanzas destruidas. ¡Teresa!, esa es mi suerte. Superior a mi clase   por mi naturaleza, inferior a las otras por mi destino, estoy solo en el mundo.
 Y es ella, es Carlota, con su anillo nupcial y su corona de virgen... ¡pero la sigue una tropa escuálida y odiosa...! Son el desengaño, el tedio, el arrepentimiento... y más atrás ese monstruo de voz sepulcral y cabeza de hierro... ¡lo irremediable! ¡Oh!, ¡las mujeres! ¡Pobres y ciegas víctimas! Como los esclavos ellas arrastran pacientemente su cadena y bajan la cabeza bajo el yugo de las leyes humanas. Sin otra guía que su corazón ignorante y crédulo eligen un dueño para toda la vida. El esclavo al menos puede cambiar de amo, puede esperar que juntando oro comprará algún día su libertad: pero la mujer, cuando levanta sus manos enflaquecidas y su frente ultrajada, para pedir libertad, oye al monstruo de voz sepulcral que le grita: «En la tumba».