La
intimidad de una firme voz de mujer en la España romántica: Gertrudis Gómez de
Avellaneda o el derecho inalienable a la individualidad temerosa y temida.
No por ninguna razón
especial, salvo la de las grandes lagunas por cubrir en una formación tan defectuosa
como la mía, me había abstenido de “entrar” en la vida y la obra de Gómez de
Avellaneda, quien se postuló para entrar en la RAE y fue preterida por sus
colegas. Lo mismo le pasó a Emilia Pardo Bazán, quien, cuando fue rechazada,
publicó en la prensa una “carta abierta a Gertrudis Gómez de Avellaneda”,
solidarizándose con ella, a más de medio siglo de distancia. Finalmente, ha
caído en mis manos un tomito saldado de la benemérita editorial El Parnasillo, de
Simancas ediciones, que reúne dos textos aut0biográficos de la autora, el
denominado Autobiografía, escrita para ser leída “exclusivamente” por Ignacio
Cepeda y Alcalde, estudiante de Leyes, a
quien la autora pide expresamente que se deshaga materialmente del cuadernillo:
Después de leer este cuadernillo, me
conocerá usted tan bien, o acaso mejor que a sí mismo. Pero exijo dos cosas.
Primera: que el fuego devore este papel inmediatamente que sea leído. Segunda:
que nadie más que usted en el mundo tenga noticia de que ha existido. Nos
hallamos, pues, ante una relación personal extraordinaria e inusual, porque, a
lo largo de los dieciséis años de correspondencia entre ellos, nunca, y eso se
desprende de los textos, llegó a quedar claro cuál era el verdadero fundamento
de dicha relación. Tan pronto estamos ante una amistad pura y desinteresada,
una reunión de almas aparentemente gemelas, ya ante una exigencia de fidelidad
que roza casi el compromiso matrimonial. En cualquier caso, esa indefinición
constituye una de las líneas argumentales de la autobiografía y de la relación
epistolar. Cepeda fue para Gómez de Avellaneda poco menos que un Dios sobre la
tierra, tales son los acentos “a lo Calixto” con que a él se refiere, y es
menester añadir que ambos construyeron un espacio íntimo de libertad en la
comunicación de sus pensamientos y sentimientos imposible de disfrutar de él
públicamente, de ahí el inmenso valor que la escritora le atribuye, porque ella
es consciente de su personalidad transgresora. Pensemos que, mientras dura ese
epistolario, la Avellaneda tiene una relación íntima con el poeta sevillano
Gabriel García Tassara con quien llega a tener una hija, María (Brenhilde la
llama ella -quiero entender que como un eco de la Brunilda wagneriana, quien,
por amor, opta por la condición humana frente a la divina…), que muere a los
siete meses sin que el padre, atareado en la seducción de otra mujer por aquel
entonces, se haya dignado ni siquiera conocerla. Soltera y embarazada en el
Madrid de 1850 no es precisamente una situación apta para personalidades de
escaso fuste. DE hecho, incluso se casó dos veces, una en 1846, con don Pedro
Sabatger, de quien enviudó a los pocos meses, y diez años después, en 1856, con
Domingo Verdugo, con quien, tras ser herido de gravedad en un duelo en defensa
del honor literario de su esposa, viaja a Cuba para que se recupere, aunque
fallece y vuelve a quedar viuda. Gertrudis Gómez de Avellaneda, que volvió de
Cuba cuando su madre se casó en segundas nupcias, fue siempre en la sociedad
española algo así como un “bicho raro”, una “indiana” que pronto destacó como
poetisa, dramaturga y, finalmente, como novelista. Luego hablaré brevemente de Sab, una novela antiesclavista que puede
competir perfectamente, en interés narrativo, con Ancho mar de los sargazos, de Jean Rhys. Aunque Baltasar fue su obra dramática más
exitosa, leída hoy no está a la altura de Sab
y mucho menos a la de estos textos autobiográficos que, aun pertenecientes al
reducto íntimo de una privacidad construida con no poco esmero por los dos
amigos, son hoy un maravilloso documento de las dificultades de una mujer para
afirmarse en sí misma en aquella España de mediados del siglo XIX. Baltasar
tiene la virtud de trazar, sin embargo, el retrato de un hombre minado por el
nihilismo de una época en que han periclitado los optimismos románticos: ¡La dicha!... ¡fantasma vano,/que sigue loco
el mortal!.../¡Nada hay cierto sino el mal!/¡Solo el dolor no es arcano! O,
en conversación con su madre: ¿Qué mal
sufres? La existencia. En 1860, Avellaneda escribe unos artículos dedicados
a “La mujer”, en los que plantea la igualdad intelectual entre mujeres y
hombres, e incluso la superioridad intelectual de las mujeres: "No ya la
igualdad de los sexos, sino la superioridad del nuestro". En ellos pasa
revista a los diferentes ejemplos del “triunfo” de las mujeres a lo largo de la
Historia en todos los campos, desde el arte hasta la ciencia, pasando por la
política, y llega a esa enaltecedora conclusión. La brevedad de los mismos
permite una lectura, a mi juicio, necesaria, porque Gómez de Avellaneda jamás
perdió de vista la reivindicación feminista. Pueden leerse en este vínculo.
La Autobiografía
que escribe Avellaneda para “uso y disfrute” de Cepeda nos permite conocer el
periodo de formación sentimental de la autora desde su primer compromiso
matrimonial, cuando tiene 15 años, que habría de formalizarse cuando ella
tuviera 18. Desde su inicial romanticismo acrítico, influida por las lecturas
más que por una experiencia imposible, por su situación familiar, Gertrudis no
tardará en conocer algunos recovecos del alma humana que, como en el caso de su
prima Rosa, su mejor amiga, no duda en acusarla infundadamente de tener planes
licenciosos con un posible enamorado, exclusivamente pata birlárselo. Los
desengaños contribuyeron no poco a la forja de un carácter que fue, poco a
poco, consolidándose como una férrea determinación de gobernar su vida sin
ceder a las convenciones sociales: ¡Cepeda!,
¡cuánto me engañaba!... ¿Dónde existe el hombre que pueda llenar los votos de
esta sensibilidad tan fogosa como delicada? ¡En vano le he buscado nueve años!
¡En vano! ¡He encontrado hombres!, hombres, todos parecidos entre sí; ninguno
ante el cual pudiera yo postrarme con respeto y decirle con entusiasmo: Tú
serás mi Dios sobre la tierra, tú el dueño absoluto de esta alma apasionada.
Mis afecciones han sido por esta causa débiles y pasajeras; yo buscaba un bien
que no encontraba y que acaso no existe sobre la tierra. Ahora ya no le busco,
no le espero, no le dese; por eso estoy más tranquila. Tras romper el compromiso
de matrimonio, después de “escaparse” a casa de su abuelo, ante quien se postra
pidiéndole ayuda, este muere tras haber cambiado el testamento, desheredándolas
a ella y a su madre. No son pocas, pues, las adversidades que contribuyeron a
la forja de un carácter que, a pesar de su triunfo literario relativamente
temprano, hubo de lidiar con situaciones ante las que sintió la soledad de ser
mujer, por el mero hecho de serlo: ¡Cuántas
veces lloré en secreto lágrimas de hiel, y pedí a Dios me quitase la
existencia, que no le había pedido, ni podía agradecerle! (…) Abrumada por el
instinto de mi superioridad, yo sospeché entonces lo que después he conocido
muy bien: que no he nacido para ser dichosa y que mi vida sobre la tierra será
corta y borrascosa. La conciencia de su superioridad forma parte de esos
serios impedimentos para la conquista de una paz emocional, digámoslo así, tras
de la que anduvo durante toda su existencia. De hecho, su personalidad fogosa (Mi gran defecto es no poder colocarme en el
medio, y tocar siempre en los extremos) debió de ser una de las razones, si
no la principal, que “amedrentaron” al joven Cepeda e impidieron que un amor platónico,
una amistad casi perfecta, se convirtiera en un apasionado matrimonio. Bueno,
ello, la superioridad y el convencimiento de que la institución matrimonial,
tal y como estaba planteada en su época, se le quedaba bastante más que
estrecha: Mi única amiga era ya mi prima
Angelita, era como yo desgraciada, y como yo lloraba un desengaño. Su marido,
aquel amante tan tierno, tan rendido se había convertido en un tirano (…) y mi
horror al matrimonio nació y creció rápidamente. Ya hemos visto, con todo,
que ese horror no impidió que se casara dos veces, ni que estuviera a punto de
hacerlo en otras dos, con Tassara y con el propio Cepeda, de haber llegado a
algo positivo el “proceso de amores” que revelan las cartas y la Autobiografía. Avellaneda no tardará en
percatarse de que ella es una mujer que, por su condición de literata,
promoverá algo así como el “escándalo” a su alrededor, porque, dado el empuje
arrollador de su talante, no tarda en percibir el ataque de las fueras
contrarias: Daban mil punzadas de alfiler
a mi reputación bajo otro concepto. Decían que yo era atea, y la prueba que
daban era que leía las obras de Rousseau y que me habían visto comer con
manteca un viernes. (…) Ridiculizaban también mi afición al estudio y me
llamaban la Doctora. El panorama final, así pues, es el de una personalidad
madura y consciente de su singularidad que ha de hacer frente a la pacatería y gazmoñería
de una sociedad anclada en valores ultraconservadores, para los que sus “andanzas”
no dejan de constituir un capitulo privilegiado de la chismosería, de la que no
se librará propiamente hasta su muerte.
Las cartas a Cepeda han de leerse como continuación de la Autobiografía, porque, de hecho, esta
nace de aquellas. Dieciséis años de correspondencia, con altibajos
comprensibles, porque Cepeda ha de atender a sus estudios y también a sus
fugaces enamoramientos, hasta que, finalmente, se casa en 1854 con María
Córdoba Goyanes, a quien se debe que las cartas, guardadas por su marido
durante 70 años, vieran la luz de la publicación, razón por la que todos le hemos
de estar muy agradecidos. La relación entre Avellaneda y Cepeda, pasa por muchas
fases en las que nunca acaban de estar claros los fundamentos de la misma. Eso
sí, Avellaneda es consciente de lo singular de su relación: Raro,
original es el papel que hago contigo. Yo, mujer, tranquilizándote a ti del
miedo de amarme. ¡Es cosa peregrina! Pero contigo no soy mujer, no, soy toda
espíritu, y ninguna regla es aplicable a este cariño excepcional que me
inspiras. Esa situación casi de “privilegio” lleva a la autora a medir con
extraordinario tacto los límites de dicha correspondencia: Nuestras cartas serán las de dos amigos, no amigos como lo hemos sido
en algún tiempo, porque aquella amistad era una dulce ilusión; la de ahora será
más sólida porque no será hija del sentimiento que antecede al amor, seralo,
sí, de aquel que sobrevive a él, y que se funda precisamente sobre sus
desengaños. No sé si hablaría así otra mujer en mi posición respecto a usted;
pero ya he dicho mil veces que no pienso como el común de las mujeres, y que mi
modo de obrar y de sentir me pertenece exclusivamente. Con todo, lo que
está claro es el poder terrible que ejerce Cepeda sobre nuestra autora, quien no
duda en darle sobre ella una autoridad que, consentida, se parece muy mucho al
sometimiento matrimonial: ¡Cepeda! ¡Cepeda!, debes gozarte y estar
orgulloso, porque este poder absoluto que ejerces en mi voluntad debe
envanecerte. ¿Quién eres?, ¿qué poder es ese?, ¿quién te lo ha dado?... Tú no
eres un hombre, no, a mis ojos: eres el ángel de mi destino, y pienso muchas
veces, al verte, que te ha dado el mismo Dios el poder supremo de dispensarme
los bienes y los males que debo gozar y sufrir en este suelo. Te lo juro por
ese Dios que adoro, y por tu honor y el mío; te juro que mortal ninguno ha
tenido la influencia que tú sobre mi corazón. Tú eres mi amigo, mi hermano, mi
confidente, y como si tan dulces nombres aún no bastasen a mi corazón, él te da
el de su Dios sobre la tierra. ¿No está ya en tu mano dispensarme un día de
ventura entre siete? ¡Así pudieras también señalarme uno de tormento y
desesperación, y yo lo recibiría, sin que estuviese en mi mano evitarlo! Ese
día, querido hermano mío, ese día sería aquel en que dejases de quererme; pero
yo lo aceptaría de ti sin quejarme, como aceptamos de Dios los infortunios
inevitables con que nos agobia. Desde esta perspectiva, diríase que
Avellaneda se “abandona” a la confianza en su querido Cepeda y deposita en él
su entera reputación. Es emotivo descubrir las inseguridades y flaquezas de una
mujer madura que se sorprende ante sentimientos de amor inflamado que creía ya
ajenos a su vida cotidiana: Yo he mandado
siempre en mi corazón y en mis acciones con mi entendimiento, y ahora mi
entendimiento está subyugado por mi corazón, y mi corazón por un sentimiento
todo nuevo, todo extraordinario. ¡Posible es, Dios mío, que cuando yo me creía
libre ya del dominio del amor, cuando me persuadía haberle conocido, cuando me
lisonjeaba de experta y desilusionada haya caído en las garras de hierro de una
pasión desconocida, inmensa y cruel!... ¡Posible es, Cepeda, que yo ame ahora
con el corazón de una niña de 13 años!..., ¿qué es esto que por mí pasa?, ¿qué
es esto que siento?..., dímelo, porque yo no lo sé. Es harto nuevo para mí, te
lo juro. Y yo he amado antes que a ti: he amado, o lo he creído así, y sin
embargo, nunca, nunca he sentido lo que ahora siento. Es, ya digo, el
epistolario, un desfile continuo del proceso de desnudamiento de un alma ajena
al ridículo y al qué dirán, por más que haga todo lo posible por encubrir del
mundo casquivano e insidioso sus
procesos de amores: Yo no temo jamás el
ridículo, es un traje que no le viene a mi talla. (…) No busco la reputación de
espíritu fuerte; desprecio íntimamente a los que hacen alarde de una
incredulidad que creen necesaria para probar su inteligencia, y doy gracias a
Dios porque la mía, la que él me concedió, es capaz de llegar a la altura en
que se ve la mezquindad lamentable de aquellas que solo alcanzan la
despreciable gloria de escarnecer lo que no son capaces de admirar. Yo temo a
Dios, pero solo a Dios. Los hombres pueden inspirarme compasión, si son débiles
y sin justicia; afecto, si son rectos y capaces de dignas acciones; pero temor,
jamás. Si yo desdeño la opinión del vulgo, es porque conozco a los hombres:
conociéndolos, no es posible ni temerlos ni respetarlos. A lo largo de esas
preciosas cartas, que contienen un tesoro admirable de la psicología amorosa
romántica de la autora, quien no pierde nunca de vista la perspectiva de su
enfrentamiento al mundo, siempre al acecho de denigrarla, es emocionante seguir
las alternativas de unos sentimientos que van de la exaltación a la
retractación y casi el ocultamiento, de la euforia a la pesadumbre. Avellaneda,
ya se lo hemos leído, no es una mujer prudente, sino extremada y apasionada, y
eso se lee de continuo en las cartas, llenas de un ardor y una exaltación que
cautivarán a los letores actuales de las mismas, porque en todas ellas reina
una libertad de expresión y de confianza en Cepeda que, sin duda, debió de
atemorizar mucho al joven estudiante de Leyes: Ya ves que soy la misma: la franca india, la semisalvaje que no sabrá
jamás ser coqueta, ni aun ser cauta. ¡Cómo iba a comprender el joven Cepeda
una declaración tan arrolladora como esta!: Yo
seré sublime en amarte, y esto me basta. Porque yo te amo con un amor que tú
mismo no comprendes: ¡yo lo he conocido! No lo comprendes, no. Este culto de mi
corazón, esta pasión pura, inmensa, tu corazón no la ha entendido. (…) ¿Me
creerás, empero, si te digo que con todo este amor yo no deseo inspirarte eso que
los hombres llaman pasión? (…) ¡Cepeda!, tú no me has conocido; tú no has
comprendido mi amor. Yo quiero tu corazón, tu corazón sin compromisos de
ninguna especie. Soy libre y lo eres tú; libres debemos ser ambos siempre, y el
hombre que adquiere un derecho para humillar a una mujer, el hombre que abusa
de su poder, arranca a la mujer esa preciosa libertad: porque no es ya libre
quien reconoce un dueño. Digamos que el sensible joven, aun a pesar de su
mentalidad liberal, no estaba preparado para ser el recipiendario de unas
confidencias y de una pasión como la que le ofrecía una mujer de tanto carácter
como la Avellaneda, y de palabra tan contundente y aun un pelín amenazadora: ¡Oh!
¡Guárdate de enfriar mi corazón y de excitar mi orgullo! Guárdate de despertar
en mi voluntad un deseo que nadie ha resistido hasta hoy; porque yo puedo
cuanto quiero; mi voluntad es de aquellas pocas que hallan en su furia una
omnipotencia terrestre. (…) Estás jugando con fuego peligroso. Si yo te amo, tu
conducta es cruel; si no te amo, es ridícula. Porque, en fin, ¿sé yo hasta
ahora si eres mi amigo, mi amante, o si no eres nada? (…) Como amante das poco;
porque hasta ahora todo lo más apasionado que te he oído es que yo te
entretengo, que te consume el hastío, que no crees en la felicidad, que te vas
a París, y que amaste, o amas, a una mujer de quien huyes. (…) Sé solamente que
tu conducta me hiere, y que no sabiendo qué eres para mí, qué soy yo para ti,
comienzo a creer que vale más que no seamos nada el uno para el otro, porque ya
sabes que no sufro medianías, que lo indeciso no me place. Cepeda, para su
mal, sin embargo, es la encarnación de la indecisión, hasta que, después del
episodio de Gabriel Tassara y su embarazo, decide casarse y “sentar la cabeza”.
Ese es el momento de la “despedida” entre ambos, cuando ella, consciente de la
ardiente intimidad que ha volcado en sus cartas, le pide que se las devuelva y,
al tiempo, poder conservar las de él: Escucha
una súplica, y por Dios no la interpretes mal. Tú crees y dices que la posesión
de un objeto mata el cariño que inspiraba; yo no soy tan material, y sea
orgullo, sea espiritualismo excesivo, amo y aprecio todo lo que poseo, todo lo
que me pertenece. En este concepto amo las cartas tuyas porque las poseo,
porque son mías; y sin embargo, como por idéntica razón, las que te he escrito
en estos últimos días deben valer poco para ti, quisiera deberte un favor, y es
que me dejes tus cartas y me devuelvas las mías; es decir, las que te he
escrito desde que estás en Madrid. Han sido un episodio extraño en nuestra
amistad, y me darás un placer en devolverme esas páginas intrusas, que te
disgustaban por ser largas. No dudo que te deberé este obsequio, que sabré
apreciar debidamente, y si exiges que lo pague dándote tus cartas lo haré,
aunque con disgusto. De esa despedida queda el tono orgulloso de haber
sabido, ella, estar a la altura de las circunstancias, y jamás arrepentirse de
haberse entregado a él, en su correspondencia, totalmente, sin reserva alguna,
siendo consciente no solo de lo que Cepeda pierde, sino de la oportunidad que
ambos han dejado pasar de cimentar una felicidad que, sobre todo él, no va a
encontrar, al menos como la que ella le ofrecía. Ella misma le escribe dos
dolorosos epitafios a su proceso de amores frustrado: Yo he dicho en una novela: “No acuséis al corazón de perder sus
ilusiones; así como no se acusa al árbol por ceder sus hojas al inclemente
soplo del viento.” Y jamás me siento tan infeliz como cuando, en
momentos de desaliento, creo que estoy destinada a sobrevivir a mi corazón.
Es lógico que se vea a sí misma derrotada, aunque aún le restarán fuerzas, tras
el episodio de Tassara y el “abandono” de su fiel corresponsal, que se casa, de
volverse ella a casar, lo que suma a las responsabilidades que se le acumulan,
al hacerse cargo de sus sobrinas huérfanas y de su madre enferma. De ahí, pues,
el terrible autorretrato que pone fin a la correspondencia: Abrumada
con el peso de una vida tan llena de todo, excepto de felicidad; resistiendo
con trabajo a la necesidad de dejarla; buscando lo que desprecio, sin
esperanzas de hallar lo que ansío; adulada por un lado, destrozada por otro;
lastimada de continuo por esas punzadas de alfiler con que se venga la
envidiosa turba de mujeres envilecidas por la esclavitud social; tropezando sin
cesar en mi camino con las bajezas, con las miserias humanas; cansada, aburrida,
incensada y mordida sin cesar… he aquí un bosquejo de esta mi existencia, que
tan fausta y brillante te finges. Envejecida a los 30 años, siento que me cabrá
la suerte de sobrevivirme a mí propia, si en un momento de absoluto fastidio no
salgo de súbito de este mundo tan pequeño, tan insuficiente para dar felicidad,
y tan grande y tan fecundo para llenarse y verter amarguras. (…) Superior e
inferior a mi sexo, me encuentro extranjera en el mundo y aislada en la
naturaleza. Siento la necesidad de morir. Y sin embargo, vivo y pareceré
dichosa a los ojos de la multitud.
Sab, finalmente,
es una novela que lo tiene todo de romántica y, al tiempo, de preludio de un
realismo casi naturalista, muy en la línea del posterior de la Pardo Bazán. El
protagonista es un mulato que se ha criado en igualdad de condiciones con la
hija del indiano en cuyas plantaciones trabajan esclavos, aunque Sab, que
técnicamente lo es, va a ser liberado de tan afrentosa condición. Sab está
enamorado de Carlota, pero esta es el objeto de deseo pecuniario de un negociante
inglés que ha puesto en ella los ojos para casarla con su hijo y acrecentar su
negocio, que no atraviesa una buena racha. El esclavo descubre los
maquiavélicos intereses del enamorado, quien, a pesar de sentir un cierto afecto
por su prometida, no quiere desairar a su padre, quien decide, finalmente, abortar
todo el proceso del casorio porque se ha enterado de que el padre de Carlota está
poco menos que en la ruina. La descripción de la naturaleza ocupa, como buena
novela romántica un lugar destacado en la obra, y diera la impresión de que
actúa como un personaje más, sobre todo cuando una tormenta nocturna pone en
peligro al candidato a marido y es salvado por Sab, aun a riesgo de su propia
vida. Con un giro truculento, un premio de lotería que le hubiera reportado al
esclavo 40.000 duros, este se las ingenia, a través de una amiga de la novia, para
hacerle llegar el premio a su “ama”, a fin de que el padre del candidato aceda
a casar a su hijo con la hija del hacendado, lo que, nada más saber que dispone
de esa “dote” de 40.000 duros, se verifica en el acto, para desconsuelo de un
esclavo enamorado cuyo gesto altruista jamás será conocido por la hija del
hacendado y gentil compañera de juegos de infancia del mulato. Se trata, pues,
de un auténtico amor fou que, por lo exótico, tiene algo de relato surrealista,
sobre todo, ya digo, por esa presencia dominante de la naturaleza exuberante en
el relato, lleno de buenos sentimientos, pero también de una conciencia social por
parte del esclavo que lo lleva a formular deseos de iniciar una lucha de
emancipación para acabar con la esclavitud. La novela, quede claro, fue
prohibida en Cuba, por contestataria. Nadie puede dudar de los profundos
sentimientos antiesclavistas que animaron a Gómez de Avellaneda, profunda
conocedora de Puerto Príncipe, actual Camagüey, donde nació y se crio. Me limitaré,
además de recomendar la letura íntegra de la novela, que está disponible en la
plataforma virtual Cervantes, a destacar dos párrafos que aúnan, a mi entender
las dos perspectivas que Avellaneda quiso incluir de forma destacada en la
novela: la reivindicación de la abolición de la esclavitud, de una parte, y, de
la otra, la crítica de la sumisión de la mujer al hombre en una estructura
patriarcal que la limitaba hasta herirla de muerte civil: -¡Cuán buena sois! -la dijo-, pero ¿quién soy yo para que os intereséis
por mi vida?..., ¡mi vida! ¿Sabéis vos lo que es mi vida?..., ¿a quién es
necesaria?... Yo no tengo padre ni madre..., soy solo en el mundo: nadie
llorará mi muerte. No tengo tampoco una patria que defender, porque los
esclavos no tienen patria; no tengo deberes que cumplir, porque los deberes del
esclavo son los deberes de la bestia de carga, que anda mientras puede y se
echa a tierra cuando ya no puede más. Si al menos los hombres blancos, que
desechan de sus sociedades al que nació teñida la tez de un color diferente, le
dejasen tranquilo en sus bosques, allá tendría patria y amores..., porque
amaría a una mujer de su color, salvaje como él, y que como él no hubiera visto jamás otros
climas ni otros hombres, ni conocido la ambición, ni admirado los talentos.
Pero, ¡ah!, al negro se rehúsa lo que es concedido a las bestias feroces, a
quienes le igualan; porque a ellas se les deja vivir entre los montes donde
nacieron y al negro se le arranca de los suyos. Esclavo envilecido legará por
herencia a sus hijos esclavitud y envilecimiento, y esos hijos desgraciados
pedirán en vano la vida selvática de sus padres. Para mayor tormento serán
condenados a ver hombres como ellos, para los cuales la fortuna y la ambición
abren mil caminos de gloria y de poder; mientras que ellos no pueden tener
ambición, no pueden esperar un porvenir. En vano sentirán en su cabeza una
fuerza pensadora, en vano en su pecho un corazón que palpite, «el poder y la
voluntad», en vano un instinto, una convicción que les grite: «levantaos y
marchad»; porque para ellos todos los caminos están cerrados, todas las
esperanzas destruidas. ¡Teresa!, esa es mi suerte. Superior a mi clase por mi naturaleza, inferior a las otras por
mi destino, estoy solo en el mundo.
Y es
ella, es Carlota, con su anillo nupcial y su corona de virgen... ¡pero la sigue
una tropa escuálida y odiosa...! Son el desengaño, el tedio, el
arrepentimiento... y más atrás ese monstruo de voz sepulcral y cabeza de
hierro... ¡lo irremediable! ¡Oh!, ¡las mujeres! ¡Pobres y ciegas víctimas! Como
los esclavos ellas arrastran pacientemente su cadena y bajan la cabeza bajo el
yugo de las leyes humanas. Sin otra guía que su corazón ignorante y crédulo
eligen un dueño para toda la vida. El esclavo al menos puede cambiar de amo,
puede esperar que juntando oro comprará algún día su libertad: pero la mujer,
cuando levanta sus manos enflaquecidas y su frente ultrajada, para pedir
libertad, oye al monstruo de voz sepulcral que le grita: «En la tumba».