El
último oxímoron.
Alan Watts: Jung señaló alguna vez en broma que la vida misma es una enfermedad con un pronóstico muy grave: dura años y años y siempre
termina causando la muerte.
Uno, porque siempre se es
uno ante Ella, ignora en qué momento se consumó, como hecho incontrovertible,
su presencia en su vida, su insidia, su ambigua malquerencia, su ofensa. Vive Uno
tan tranquilo y, de la noche a la mañana, como que se le queda cara de
despedida. Se deja el, desde ese momento, perecedero Uno invadir por un gélido
aire de apego a lo que le rodea e incluso a lo que se le enreda dentro. Lo que
hoy es, mañana no será. La mirada que se derrama hacia fuera y hacia dentro en
un pendular movimiento perezoso, artrítico, nunca sabe a ciencia cierta dónde
detenerse más, porque mejor es
imposible que lo haga, una contradicción hiriente. No hay nada bueno en dejar
de poseer lo único que tiene ese Uno sorprendido por una sombra aciaga que,
como el agradecido orvallo para los campos, va empapando su día a día con
sombrías perspectivas frente a las que no hay procrastinaciones que valgan. Por
imposible que a ese Uno se le represente perder el impulso vital que ha
presidido toda su larga vida, esa costumbre arraigada de vivir proyectado hacia
el futuro, sin desatender al inaprehensible presente, lo cierto es que un pésimo día esa presencia
hostil se enseñorea de su vida y se afana en dictarle no solo el humor, sino
hasta el desamor. Uno perplejea cómo
haya sido posible semejante invasión sin haber siquiera intuido la mera
posibilidad de la misma. Pero ya es tarde, cuando Ella ha hecho acto de
presencia. Todo cambia. La vida de Uno ya no es la misma, y lo que teme, Uno, sobre
todo, es que él mismo deje de ser quien hasta ese momento había sido. No hay
cambios espectaculares, mudanzas inverosímiles, ¡ni mucho menos transformaciones
kafkianas! Sorprende mucho la presencia de paz romana que tiene la invasión,
porque ni siquiera ha podido presentarse batalla, numantina o no, contra la
terrible descortesía. Hacia dondequiera que Uno posa su vista, advierte señales
de fugacidad, mensajes de disipación. Las venerables leyes de la costumbre, de los
hábitos, de la bendita rutina…, han sido dinamitadas, pero sin estruendos
aparatosos y efectistas. Uno ha entrado en pérdidas, sin haber tenido otro
beneficio que su propia vida, ahora puesta entre paréntesis, como un mero
epifenómeno de la memoria. Contempla sus posesiones más preciadas, las
librerías que albergan en sus estantes, ordenadas, las voces de la amistad y de
los retos, y se pregunta sobre cuál de ellas se posarán sus ojos y a cuál de
ellas se abrirán sus oídos cuando Ella mute su presencia en la imantadora ausencia
definitiva. Abre sus cuadernos y se le hace muy cuesta arriba llegar a imaginar
qué estará escribiendo en el momento decisivo, incisivo, abrasivo. No emotivo.
No hay emoción en su compañía ni deseada ni desdeñada, sino silencio y una
frustración airada. Enojarse es, propiamente, posar los ojos sobre Ella y
saberse impotente, inerme. No hay fuerzas ya, sin embargo, para contradecirla o
para rebelarse puerilmente. A Uno le sorprende, con todo, la naturalidad con
que acepta la compañía alevosa y diurna, porque, contra la opinión general, Ella
no suele llegar de noche, ni aunque Uno padezca un insomnio pertinaz en el que,
acaso, tuviera más sentido-¡que nunca lo tiene!- dicha aparición. No, no hay
fantasmagoría posible, sino un orden riguroso y casi aséptico, aunque sin
rituales extemporáneos ni parafernalias efectistas. Digamos que sus maneras
corteses le permiten situarse junto a Uno con la dulce naturalidad de lo inexorable,
y Uno agradece su discreción y sus modales ceremoniosos, armoniosos, que
rehuyen toda estridencia. Uno está tentado de decir que, como la costumbre, que
es segunda naturaleza, Ella es algo así como una nueva piel superpuesta a la
que Uno ya no perderá, después de las muchas mudadas a lo largo de su
asendereada existencia, y a la que sofoca, pero sin forzarla. Complejo mundo de
respiraciones cruzadas. No hay momento de la vida cotidiana en el que Ella esté
ausente, como si su poder midásico mudara, subrepticiamente, cualquier realidad
en una oscura página indescifrable del libro del olvido. Uno se va con Ella,
pero Ella no tarda en deshacerse de Uno. Estando en vida, no hay ni vida ni
esperanza. Ante Uno se abre la gran explanada de los campos elisios como burda
ensoñación que su presencia alienta con fervor bondadoso, pero la poesía
naufraga en las visiones de ultratumba y Ella tampoco está especialmente dotada
para la lírica consoladora, ¡y no digamos para la prosa de la obviedad! A Uno
le desconcierta la instantaneidad de la aceptación, su súbita aquiescencia. Nunca
había imaginado nada al respecto por el propio respeto a sí mismo: engolfado en
el sinvivir de la vida acezante, ¡cómo iba a permitir que su negación formara parte del mismo presente! Ahora, sin
embargo, que Uno la ha descubierto, casi como sin querer…, a su lado, ¡qué ajados
advierte aquellos afanes del entusiasmo! Cree advertir, incluso, una leve y
brillante pátina de impostura en ellos. Se niega a aceptar que Ella sea quien
haya desgarrado el velo de Maya, enfrentándole a la realidad de realidades,
única inmutable. Lo cierto es que Uno, al contacto con Ella, se ha vuelto más
grave, pero no más triste; más peripatético, pero no más sereno; más intuitivo,
pero no más sagaz. Uno se queja, básicamente, de la alteración de los ritmos…
En ello sí que advierte una rotura, una quiebra. Ni los ritmos internos de su
propio cuerpo ni los externos de la naturaleza parecen tener ya capacidad ninguna
para pautarle la música de su existencia. Ensordecer es otra manera de perecer.
En compañía de Ella, Uno se va acostumbrando poco a poco a la distancia, al
desasimiento, al desprendimiento. Como el poeta que se preciaba de hacer el inconcebible
viaje del morir sin equipaje y desnudo, como
los hijos de la mar, Uno no ignora lo consolador de no dejar tras de sí riqueza
ninguna y el desasosiego relativo de las deudas infinitas con el conocimiento
que contrajo su ignorancia… La presencia de Ella supone la pérdida de la
inocencia, la muy severa de la ingenuidad y la archiingrata de la
espontaneidad. No es tanto la asunción de la censura previa, que también,
cuanto la insufrible carencia de libertad. Uno tiene todita la sensación, a pesar
de su longeva edad, de que Ella lo lleva de la mano como a un niño al que prohíbe
más que protege. Uno no tiene humor ni para releer La risa en los huesos, de Bergamín, que murió tan enteco como
vivió; menos aún para ver El séptimo
sello, de Bergman, y se niega a ponerle a su relación con Ella la banda
sonora del Réquiem de Mozart. Uno no
está por atender a los demás, ¡tan circunstanciales!, y le maravilla que
confundan una honda impresión con una profunda depresión, que es desafección
ómnibus de este tiempo, y un poco de todos. Uno tiende a recluirse en sí mismo,
donde sabe que todo concluye, siguiendo el dictum
célebre de Quevedo: Vive para ti solo, si
pudieres, pues solo para ti, si mueres, mueres.
La reflexión sobre la vida y la muerte es tan honda y tan íntima que el lector ocasional entra en la casa de este blog caminando procurando no hacer ruido para molestar lo menos posible y simplemente dejar constancia de que se ha entrado aquí. Nada hay que añadir.
ResponderEliminarHa sido, Jose, uno de esos "encuentros" inesperados que te acaban trastocando la vida. Y ahí está, la muy condenadora. La veo sentarse junto a mí en el sofá y poner su más descarada cara burlona, al tiempo que abre los brazos episcopalmente, como diciendo: "Estoy aquí porque tú me has llamado...", y sonríe. Coincidió, ¡vaya por Hermes!, con la adquisición de los Diálogos, de Pero Mejías, el cual fue extraído del escaparate tras quitar tres puertas metálicas protectoras, con sus correspondientes candados, y vencer la resistencia de una puerta corredera empeñada en no correr... Y ahora no hay día que no acabe echando una parrafadita con Ella... En fin...
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