viernes, 29 de septiembre de 2017

La creación a dos manos: “Los que aman, odian” de Silvina Ocampo y Bioy Casares


 Ejercicio literario del maestro y la discípula aventajada: Los que aman, odian* o la novela policíaca de profundo aliento literario.

Se trata de un rareza bibliográfica, sin duda, porque la propia relación entre Silvina Ocampo y Bioy Casares sí que hubiera dado, sin duda, para una buena novela autográfica de fuste, y no en colaboración precisamente. Escribir a dos manos implica que, salvo información honesta procedente de ambos, nunca se sabe dónde acaba un ingenio y dónde comienza el otro, o, al revés, a quién han de atribuirse los fallos clamorosos de la historia, los tiempos muertos o la inconsistencia de lo narrado. Estamos, pues, sobre todo, ante un juego literario en un terreno, el de la novela policiaca, propenso a cierta experimentación. Antes de seguir con estos comentarios, permítanme que haga una tímida interpretación del título, porque esa coma aparentemente absurda entre el sujeto y el predicado acaso quiera indicar una elipsis del tipo “es evidente que también”, por ejemplo. La creación del protagonista principal, Humberto Huberman, enseguida nos transporta al mundo de las referencias literarias, porque remite al Humber Humbert de la Lolita de Nabokov. El exquisito Humberto es un médico y humanista, amante de alejarse del mundanal ruido, que quiere aislarse en un hotel de provincias, lejos de Buenos Aires, donde poder dedicarse con provecho y placer a un delicado encargo que, por su condición de guionista, le había hecho la Gaucho Film, Inc: adaptar el Satyricon de Petronio al cine. La novela es de 1946; Fellini llevó su versión al cine -un prodigio cinematográfico- en 1969. Desde el comienzo de la historia, el narrador, lo mejor del relato -humilde admisión del error garrafal en la determinacion lógica del culpable de asesinato incluida- nos pone sobreaviso de la necesidad de no dejarnos llevar por la ficción: ¿Cuándo renunciaremos a la novela policial, a la novela fantástica y a todo ese fecundo, variado y ambicioso campo de la literatura que se alimenta de irrealidades? ¿Cuándo volveremos nuestros pasos a la picaresca saludable y al ameno cuadro de costumbres? No es lo que hacen Ocampo y Casares, está claro, porque la novela se ciñe escrupulosamente a la novela policiaca -fue publicada, además, en una colección “clásica” del género, El séptimo círculo, dirigida por Borges y Casares-, pero es evidente que la situación que da pie al suceso criminal sí que puede incluirse, muy laxamente, en lo que el narrador denomina “cuadro de costumbres”. El protagonista, persona solitaria que busca la soledad de un remoto hotel perdido en una playa casi inaccesible, propiedad de unos parientes suyos, se instala en él y no renuncia a participar en esa vida mínima de los hoteles de pocas habitaciones en un lugar casi escondido, como si de la típica vida de pensión se tratara. La trama en sí, una trágica rivalidad entre dos hermanas, lo que hace derivar las sospechas enseguida hacia la que permanece viva, quien, posiblemente la haya envenenado con estricnina, no es, como suele suceder en tantas novelas del género lo que más capta la atención del lector, atento, en este caso de un protagonista tan exquisito a sus reacciones ante ese mundo reducido de los huéspedes en un espacio agreste, hostil cuya importancia se pone de manifiesto desde el comienzo, cuando una de las hermanas se mete mar adentro y no puede volver a la playa por las fuertes corrientes. El carácter urbano del personaje queda reafirmado enseguida, para que obre en la obra del lector la disonancia, el contraste: La vida en la ciudad nos debilita y nos enerva de tal modo que, en el shock del primer momento, los sencillos placeres del campo nos abruman como torturas. Ese mismo que reconoce, con enfática pedantería: ¡Con qué admirable docilidad reacciona un organismo no violado por la medicina alopática! , para indicar lo reconstituyente que es en el organismo un vaso de chocolate frío. La mirada del protagonista tiene que enfrentarse, a lo largo del relato al contacto con ciertas realidades artísticas que salen del ámbito de su competencia directa, evaluar unas pinturas y unas interpretaciones pianísticas, de lo que sale airoso porque todo lo cultural, cuando no sofoca la vida, es de mi incumbencia. Es evidente que en el ejercicio de penetración psicológica que supone una trama centrada en un asesinato, la colaboración entre ambos esposos debió de permitir intuir ciertas experiencias de sus propias vidas, trasmutadas aquí en reflexiones de cuya acertada propiedad no se puede dudar: Hay todavía un tratado por escribir sobre el llanto de las mujeres; lo que uno cree una expresión de ternura es a veces una expresión de odio, y las más sinceras lágrimas suelen ser derramadas por mujeres que solo se conmueven ante sí mismas. Dentro de ese análisis ni siquiera el propio personaje escapa a la contemplación del narrador, de quien se escinde con esa facilidad asombrosa de quien, narrador de lo que le rodea, se ve a sí mismo en esa situación costumbrista desde fuera: La experiencia me ha enseñado que personas sin ninguna cultura y normalmente incapaces de construir una frase, urgidas por el dolor dicen frases patéticas. Me pregunté cómo se desempeñaría Humberto Huberman, con toda su erudición, en circunstancias análogas. La reflexión, inevitable, entre la ficción y la literatura para concederle estatus de realidad a lo que se narra forma parte del juega metaliterario constante en la novela, y de ahí el fracaso estrepitoso del narrador cuando se trata de arriesgar una solución definitiva del misterioso crimen de una de las dos hermanas: En las novelas (para volver a la literatura) los funcionarios policiales son personas infaliblemente equivocadas. En la realidad son algo mucho peor, pero no suelen fracasar, porque el delito, como la locura, es fruto de la simplificación y de la deficiencia. Que quede claro, sin embargo, que la novela no rehúye su condición de libro de misterio en torno a un crimen en apariencia sencillo de resolver, y que las elucubraciones teóricas solo sirven para amenizar el relato, no para dar al lector el gato por liebre de una excursión abstracta en vez de un asesinato concreto. Que en ese relato, dada la condición del narrador, aparezcan joyas aforísticas no es algo que se le pueda reprochar: Nuestra adhesión a la vida se mide por la intensidad  de nuestras pasiones, máxime cuando Bioy Casares es un consumado creador de aforismos, como es bien sabido. La novela sabe, muy al estilo de los clásicos del género, jugar con unos personajes en un espacio aislado e ir diseminando los motivos hasta encontrar una solución que sorprende al lector, no tanto por lo inesperado de la resolución cuanto por cierto rebuscamiento en la selección del autor y del móvil del mismo. Estamos ante una obra menor, tratándose de Bioy Casares, sin duda, pero su levedad y el excelente pulso narrativo de la sincronizada pareja la hace lo suficientemente amena como para pasar un buen rato con su lectura.

*Recién acabo de poner el  título en Google para buscar la ilustración de la entrada  me entero de que el año pasado se estrenó una adaptación cinematográfica de la novela, dirigida por Alejandro Maci. Pues ya sé lo que me toca…

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