Ejercicio literario del maestro y la discípula aventajada:
Los que aman, odian* o la novela
policíaca de profundo aliento literario.
Se trata de un rareza
bibliográfica, sin duda, porque la propia relación entre Silvina Ocampo y Bioy
Casares sí que hubiera dado, sin duda, para una buena novela autográfica de
fuste, y no en colaboración precisamente. Escribir a dos manos implica que,
salvo información honesta procedente de ambos, nunca se sabe dónde acaba un
ingenio y dónde comienza el otro, o, al revés, a quién han de atribuirse los fallos
clamorosos de la historia, los tiempos muertos o la inconsistencia de lo
narrado. Estamos, pues, sobre todo, ante un juego literario en un terreno, el
de la novela policiaca, propenso a cierta experimentación. Antes de seguir con
estos comentarios, permítanme que haga una tímida interpretación del título,
porque esa coma aparentemente absurda entre el sujeto y el predicado acaso
quiera indicar una elipsis del tipo “es evidente que también”, por ejemplo. La
creación del protagonista principal, Humberto Huberman, enseguida nos transporta
al mundo de las referencias literarias, porque remite al Humber Humbert de la Lolita de Nabokov. El exquisito Humberto
es un médico y humanista, amante de alejarse del mundanal ruido, que quiere
aislarse en un hotel de provincias, lejos de Buenos Aires, donde poder
dedicarse con provecho y placer a un delicado encargo que, por su condición de
guionista, le había hecho la Gaucho Film, Inc: adaptar el Satyricon de Petronio
al cine. La novela es de 1946; Fellini llevó su versión al cine -un prodigio
cinematográfico- en 1969. Desde el comienzo de la historia, el narrador, lo
mejor del relato -humilde admisión del error garrafal en la determinacion lógica
del culpable de asesinato incluida- nos pone sobreaviso de la necesidad de no
dejarnos llevar por la ficción: ¿Cuándo
renunciaremos a la novela policial, a la novela fantástica y a todo ese
fecundo, variado y ambicioso campo de la literatura que se alimenta de
irrealidades? ¿Cuándo volveremos nuestros pasos a la picaresca saludable y al
ameno cuadro de costumbres? No es lo que hacen Ocampo y Casares, está
claro, porque la novela se ciñe escrupulosamente a la novela policiaca -fue
publicada, además, en una colección “clásica” del género, El séptimo círculo, dirigida por Borges y Casares-, pero es
evidente que la situación que da pie al suceso criminal sí que puede incluirse,
muy laxamente, en lo que el narrador denomina “cuadro de costumbres”. El
protagonista, persona solitaria que busca la soledad de un remoto hotel perdido
en una playa casi inaccesible, propiedad de unos parientes suyos, se instala en
él y no renuncia a participar en esa vida mínima de los hoteles de pocas
habitaciones en un lugar casi escondido, como si de la típica vida de pensión
se tratara. La trama en sí, una trágica rivalidad entre dos hermanas, lo que
hace derivar las sospechas enseguida hacia la que permanece viva, quien,
posiblemente la haya envenenado con estricnina, no es, como suele suceder en
tantas novelas del género lo que más capta la atención del lector, atento, en
este caso de un protagonista tan exquisito a sus reacciones ante ese mundo
reducido de los huéspedes en un espacio agreste, hostil cuya importancia se
pone de manifiesto desde el comienzo, cuando una de las hermanas se mete mar
adentro y no puede volver a la playa por las fuertes corrientes. El carácter urbano
del personaje queda reafirmado enseguida, para que obre en la obra del lector
la disonancia, el contraste: La vida en
la ciudad nos debilita y nos enerva de tal modo que, en el shock del primer
momento, los sencillos placeres del campo nos abruman como torturas. Ese
mismo que reconoce, con enfática pedantería: ¡Con qué admirable docilidad reacciona un organismo no violado por la
medicina alopática! , para indicar lo reconstituyente que es en el
organismo un vaso de chocolate frío. La mirada del protagonista tiene que
enfrentarse, a lo largo del relato al contacto con ciertas realidades
artísticas que salen del ámbito de su competencia directa, evaluar unas
pinturas y unas interpretaciones pianísticas, de lo que sale airoso porque todo lo cultural, cuando no sofoca la vida,
es de mi incumbencia. Es evidente que en el ejercicio de penetración psicológica
que supone una trama centrada en un asesinato, la colaboración entre ambos esposos
debió de permitir intuir ciertas experiencias de sus propias vidas, trasmutadas
aquí en reflexiones de cuya acertada propiedad no se puede dudar: Hay todavía un tratado por escribir sobre el
llanto de las mujeres; lo que uno cree una expresión de ternura es a veces una
expresión de odio, y las más sinceras lágrimas suelen ser derramadas por
mujeres que solo se conmueven ante sí mismas. Dentro de ese análisis ni
siquiera el propio personaje escapa a la contemplación del narrador, de quien
se escinde con esa facilidad asombrosa de quien, narrador de lo que le rodea,
se ve a sí mismo en esa situación costumbrista desde fuera: La experiencia me ha enseñado que personas
sin ninguna cultura y normalmente incapaces de construir una frase, urgidas por
el dolor dicen frases patéticas. Me pregunté cómo se desempeñaría Humberto Huberman,
con toda su erudición, en circunstancias análogas. La reflexión,
inevitable, entre la ficción y la literatura para concederle estatus de
realidad a lo que se narra forma parte del juega metaliterario constante en la
novela, y de ahí el fracaso estrepitoso del narrador cuando se trata de
arriesgar una solución definitiva del misterioso crimen de una de las dos
hermanas: En las novelas (para volver a
la literatura) los funcionarios policiales son personas infaliblemente
equivocadas. En la realidad son algo mucho peor, pero no suelen fracasar,
porque el delito, como la locura, es fruto de la simplificación y de la
deficiencia. Que quede claro, sin embargo, que la novela no rehúye su
condición de libro de misterio en torno a un crimen en apariencia sencillo de
resolver, y que las elucubraciones teóricas solo sirven para amenizar el
relato, no para dar al lector el gato por liebre de una excursión abstracta en
vez de un asesinato concreto. Que en ese relato, dada la condición del narrador,
aparezcan joyas aforísticas no es algo que se le pueda reprochar: Nuestra adhesión a la vida se mide por la
intensidad de nuestras pasiones,
máxime cuando Bioy Casares es un consumado creador de aforismos, como es bien
sabido. La novela sabe, muy al estilo de los clásicos del género, jugar con
unos personajes en un espacio aislado e ir diseminando los motivos hasta
encontrar una solución que sorprende al lector, no tanto por lo inesperado de
la resolución cuanto por cierto rebuscamiento en la selección del autor y del móvil
del mismo. Estamos ante una obra menor, tratándose de Bioy Casares, sin duda,
pero su levedad y el excelente pulso narrativo de la sincronizada pareja la
hace lo suficientemente amena como para pasar un buen rato con su lectura.
*Recién acabo de poner
el título en Google para buscar la ilustración
de la entrada me entero de que el año
pasado se estrenó una adaptación cinematográfica de la novela, dirigida por Alejandro
Maci. Pues ya sé lo que me toca…
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