El
magisterio de la intrahistoria: la Historia en carne y hueso, en idea y
emoción, en aventura y condena. Desde el absolutismo de Fernando VII hasta las
guerras carlistas: pasaron años que nos hicieron más ciegos y tristemente
lúcidos…
Es difícil sustraerse a
la vorágine de los tiempos políticos que marcan tanto la vida de los ciudadanos,
sobre todo cuando, como es mi caso, lo
que intento es redactar una noticia informativa y explicativa sobre la Segunda
serie de
Los episodios nacionales; dificultad que aumenta si lo que
actualmente está en juego es algo tan profundamente español como un
pronunciamiento, en versión civil, que atenta, desde el gobierno catalán, contra
la Constitución de 1978, con la pretensión de declarar Cataluña un estado
independiente. No se trata’ como es fácil adivinar, de un conflicto
administrativo, sino de un intento de golpe de estado que, apelando a un
nacionalismo identitario y de marcado carácter xenófobo y reaccionario, ha
dividido a la sociedad catalana en dos grupos sociales muy marcados y de
desigual extensión, porque, como ya se plasmó con motivo del referéndum
secesionista del 9N del pasado año, donde las votaciones se alargaron 15 días y
en las que votaron los menores de 16 años, el porcentaje de secesionistas raspa
el 30% de la población de Cataluña, un cantidad a todas luces insuficiente para
pretender arrogarse la representatividad de toda la ciudadanía catalana. En
estos últimos días de conflicto, en que se ha querido hacer un nuevo
referéndum, esta vez con la intención de, fuera legal o no y sin atender a
porcentajes representativos de votación y mucho menos del número de votos
afirmativos en función de la totalidad del censo, proclamar la República
catalana, hemos asistido a una rebelión preparada con minuciosidad para
oponerse a la prohibición legal que nos ha alertado de la naturaleza del
disparate político que supone violar una orden del Tribunal Constitucional que
ha declarado ilegal el referéndum, y haber realizado unas votaciones chapuceras
que en modo alguno pueden ser consideradas, ni siquiera en un país bananero
como ejemplo de democracia con garantías. A pesar de todo, el President nombrado a dedo por su
predecesor -quien a su vez fue obligado a dimitir para mantener el apoyo
minoritario de la CUP (un grupúsculo antisistema) al Gobierno en el Parlamento,
y sin el cual nada de cuanto pretenden es viable parlamentariamente-; a pesar
de todo ello, digo, el President
Puigdemont ha proclamado la independencia para suspenderla 8 segundos después
de haberla proclamado, y en esas estamos. Y aquí es donde entrar en la Segunda
serie de la magna obra de Galdós nos permite comprobar que no estoy leyendo la
intrahistoria del pasado, sino la de un presente elástico que parece abarcar
muy diferentes épocas, salvando los detalles circunstanciales de cada época.
Galdós no solo se anticipó a Unamuno, con ese concepto de la intrahistoria al
que acabo de aludir, sino también a Baroja, porque, sin convertirlo en
personaje central de ningún libro de la Segunda serie, Aviraneta, el
conspirador, sí que adquiere un relieve notable, y Galdós lamenta que fueran de
tan corto alcance sus intrigas, porque veía en él a quien hubiera podido ser el
gran diplomático europeo del siglo XIX. Lo primero que sorprende al lector de
esta segunda serie es haber perdido la compañía, ya casi entrañable, de Gabriel
Araceli, de quien hemos visto su evolución humana y política a lo largo de los
ocho episodios anteriores, y encontrarnos, de hoz y coz, con un nuevo narrador
cuyas inclinaciones absolutistas chocan de frente con el tibio liberalismo de
Araceli y su honestidad a prueba de bombas, amén del valor y otras cualidades
que ya glosaron con acierto Miss Fly y Amaranta. Después del primer volumen de
la Segunda serie, en el que toma la palabra un narrador sin filiación alguna,
emerge, en el segundo, Memorias de un
cortesano de 1815, la figura de Juan Bragas Pipaón, un trepa que, al amparo
de un protector noble, va escalando en la estructura endeble de la
Administración desballestada de Fernando VII. De forma paralela, aparece el gran
protagonista de esta segunda serie o, al menos, aquel a través de quien parece
ver Galdós la realidad española de entonces: Salvador Monsalud , un joven enamorado
que será rechazado por su novia, Genara, por su condición de afrancesado a las
órdenes del rey nombrado por los invasores. Repárese en el simbolismo del
nombre, porque es técnica que Galdós usará profusamente en toda su novelística:
Salvador y Mi salud, porque sus diagnósticos sobre la realidad española son
los propios del mismísimo Galdós y los
de cualquiera que tenga un mínimo de sentido común y amor por el prójimo. Hay,
por tanto, una trama amorosa que arranca con un desengaño de su enamorada y una
huida, la del propio Bonaparte, de España. Se narra la huida del Rey y el
saqueo de las obras de arte que pretendieron llevar a cabo. Como dice el
narrador: Aquella gente, hasta la
historia nos quiso quitar. A través de los diferentes libros de esta
Segunda serie asistiremos a la consolidación del absolutismo de Fernando VII, a
la irrupción del trienio liberal y al aplastamiento del mismo por obra y gracia
de la ayuda internacional, los famosos cien mil hijos de San Luis, y al intento
de golpe ultraabsolutista del hermano de Fernando VII, don Carlos, quien
reclama la corona al morir el rey sin heredero varón, por más que Fernando VII
cede sus derechos a su hija Isabel II, de quien su madre, María Cristina, será
la regente hasta la mayoría de edad de la reina. El chaqueterismo, expuesto
maravillosamente en La segunda casaca,
es una práctica españolísima a la que nuestra actual democracia ha bautizado
como transfuguismo, por más que el sentido peyorativo del concepto lo encarna
mucho mejor el concepto popular “chaqueterismo”. “Cambiar de casaca”, pues, es
nadar a favor de la corriente. Para este episodio, el narrador aduce que ha
llegado a su conocimiento un manuscrito con las memorias de Juan Bragas, quien,
a través de los sucesivos cambios de nombre, Juan Bragas de Pipaón (su lugar de
nacimiento) acabará dando el cambiazo y quedándose solo con Juan Pipaón,
olvidando las bragas cacofónicas y cacosemánticas. El personaje, una auténtica
creación de esas en las que se especializó Galdós como el novelista de genio
que fue, nos ofrece un curso completo de adaptación al medio político a partir
de la ausencia de principios y la carencia casi total de fundamentos éticos. A través de él y de Monsalud -que evoluciona
de afrancesado a sueldo del rey Bonapare a liberal encendido- nos paseamos, en El Gran Oriente, por una llamativa realidad
de la época, la consolidación de la masonería en España, traída por los
franceses, si bien el narrador anónimo que nos guía más parece describir a modo
de burla una realidad llena de puerilidades y extravagancias que tocan, no
poco, con el infantilismo propio de las personas que nunca parece abandonarnos
del todo. Repasa sus reuniones, sus grados, sus ritos y, sobre todo, su
lenguaje, del que hallamos aquí una excelente y divertida muestra. Aficionado a
la técnica cervantina del manuscrito encontrado, Galdós se inventa no solo las
memorias de Pipaón, sino, sobre todo las de Genera, la novia de Salvador, que
luego se casó con su rival, el hijo del guerrillero Garrote, Carlos,
hermanastro, sin saberlo casi hasta el final, de su rival Monsalud. Genara se
convierte, por su empuje e inteligencia en algo así como en una Mata-Hari
absolutista que se infiltra en cenáculos conspiradores de todo tipo, y que no
pierde nunca de vista su objetivo: recuperar a Salvador, por más que él la haya
desdeñado y acabe uniendo su destino al de Soledad, la hija del oidor con cuya
mujer Salvador tuvo una aventura después de ser salvado por iniciativa de ella
al ser derrotada la “corte” que acompañaba en su retirada de España al Rey José
Bonaparte. A lo largo de la serie, lo más triste, desde la perspectiva actual,
es la casquivana frivolidad del liberalismo fanfarrón de algarada y eslogan que
sucumbió ante los arraigados valores tradicionales de un pueblo que aún hacía
suyo el grito de ¡Vivan las caenas!
con que se saludó el regreso de Fernando VII. En ese proceso de recuperación y
pérdida del liberalismo de la Constitución de Cádiz de 1812 tiene desempeño
importante, en la narración, los hechos y dichos de un maestro de escuela,
Patricio Sarmiento, cuyo retrato, que me permito incorporar ahora mismo, sin
más dilación, es una joya descriptiva de muchos quilates. Patricio Sarmiento,
resistente en el absolutismo y activista en el trienio liberal, es un maestro
de escuela, un dómine liberal y entusiasta, prefiguración del Instituto Libre
de Enseñanza, y en cuyo retrato resuenan los ecos barrocos del famoso dómine
cabra y otros: La escuela quedó en un
instante vacía, y don Patricio Sarmiento salió a la puerta de la calle. Sesenta
años muy cumplidos; alta y no muy gallarda estatura; ojos grandes y vivos;
morena y arrugada tez, de color de puchero alcorconiano y con más dobleces que
pellejo de fuelle; pelo blanco y fuerte, con rizados copetes en ambas sienes,
uno de los cuales servía para sostener la pluma de escribir sobre la oreja
izquierda; boca sonriente, hendida a lo Voltaire, con más pliegues que dientes
y menos pliegues que palabras; barba rapada de semana en semana, monda o peluda,
según que era lunes o sábado; quijada tan huesosa y cortante que habría servido
para matar filisteos y que tenía por compañero y vecino a un corbatín negro,
durísimo y rancia, donde se encajaba aquella como la flor en ele pedúnculo; un
gorrete, de quien no se podía decir que fuera encarnado, si bien conservaba
históricos vestigios de este color, la cual prenda no se separaba jamás de la
cúspide capital del maestro; luenga casaca castaña, aunque algunos la creyeran
nuez por lo descolorida y arrugada; chaleco de provocativo color amarillo, con
ramos que convidaban a recrear la vista en él como un ameno jardín; pantalones
ceñidos, en cuyo término comenzaba el imperio de las medias negras, que se
perdían en la lontananza oscura de unos zapatos con más godos y promontorios
que puntadas y más puntadas que lustre; manos velludas, nervudas y flacas, que
ora empuñaban crueles disciplinas, ora la atildada pluma de finos gavilanes,
honra de la escuela de Iturzaeta; que unas veces nadaban en el bolsillo del
chaleco para encontrar la caja de tabaco, y otras buceaban en la faltriquera
del pantalón para buscar dinero y no hallarlo… Tal era la personalidad física
el buen Sarmiento. Siguiendo esa dialéctica básica galdosiana de mostrar
los puntos de vista opuestos, como el buen periodismo, que fue su escuela, enseña,
Sarmiento no puede dejar de tener un maestro rival, Naranjo, quien es un poco y un mucho servilón, hombre
forrado en oscurantismo y encuadernado en intolerancia, amigo de los enemigos
de la Constitución, indiferente en efigie, pero absolutista en esencia, con
vislumbres de persa vergonzante y amagos de realista monacal. Es un resabio
castizo español, que siempre se mueve en clave binaria, porque, instalada y
consolidada la masonería, cuya importancia aún llega a los tiempos de la II
República, no tardó en florecer una asociación secreta rival, Los comuneros,
algo así como una versión “nacional” de la afrancesada masonería. Se trataba de
una reacción desde el ámbito revolucionario y liberal pero con un acentuado
nacionalismo español. Comunero fue Rafael del Ruego, por ejemplo, quien ocupó
posición estelar en la gestación y consolidación del trienio liberal al que
siguió, sin embargo, una feroz represión que dio con su propia vida en la
horca, tras una retractación pública que pasa por ser uno de los grandes
emblemas de la falsedad histórica, un documento, pues, a cuyo pie estampó su
firma mediante la coacción y la tortura. Digamos que en ese trienio liberal,
esperanza de los desposeídos, lo que sobró fue agitación ideológica y faltaron
medidas paliadoras de la enorme miseria extendida entre las capas populares. En
este periodo entre la Guerra de la independencia y la Primera guerra carlista,
poco antes de caer derrotado el Trienio liberal, tiene lugar ese chusco episodio
de la renuncia forzada de Fernando VII a la corona para poder ser trasladado,
contra su voluntad, de Sevilla a Cádiz, lo que se pudo hacer por la
fuerza, porque las Cortes lo
desposeyeron de la corona declarándolo loco y lo llevaron hasta Cádiz, donde se
volvieron a reunir las Cortes para devolverle la salud mental perdida y
restaurarlo en el trono de España. Las extravagancias españolas no acaban ahí,
está claro, porque la rebelión de Los apostólicos, ultraconservadores a la
derecha del propio monarca absoluto, lograron declarar una Regencia y tuvieron
contactos internacionales con las cortes de Europa… ¡Ya quisieran los
independentistas catalanes de hoy disponer de los contactos internacionales de
que disponían aquellos bárbaros fanáticos del inminente carlismo que se iba a
apoderar de media España, sumiéndola en una guerra fratricida de cuyas heridas
aún, visto lo visto, aún no nos hemos recuperado. Es curioso, con todo, que de
todos los volúmenes de esta serie, acaso el más flojo de todos con diferencia
sea el dedicado a los “apostólicos”, centrado en Cataluña, territorio proclive
al más acendrado conservadurismo social y político, por más que, un Monsalud de
nombre cambiado, en funciones de correo de la conspiración permanente de los
liberales, anime algo la acción final, en la que se describe un episodio, el
del incendio de una iglesia con muchos de los habitantes del pueblo dentro,
hombres, mujeres y niños, cuya resolución por parte de los “apostólicos” cae de
lleno en la más salvaje de las crueldades. Los planteamientos del
enfrentamiento entre reaccionarios y liberales está claro en la posición del padre
de Monsalud, quien, detenido como guerrillero que era, no le revela a su hijo,
de quien recibe la pistola caritativa para suicidarse antes de que los
franceses lo maten deshonrándolo, que está ayudando a morir a su padre. Su
posición marca los límites de una ideología de la de Temis nos ampare: Hay un mal grave, señores, un mal terrible,
al cual es preciso combatir. (…) ¿Qué mal es este? Que los franceses han traído
acá la idea de cambiar nuestras costumbres, de echar por tierra todas las
prácticas del gobierno de estos reinos, de mudar nuestra vida, haciéndonos a
todos franceses, descreídos, afeminados, badulaques, tontos de capirote y
eunucos. (…) Pero todavía existe una canalla peor que la canalla afrancesada,
pues estos al menos son malvados descubiertos y los otros hipócritas infames.
¿Sabéis a quién me refiero? pues os lo diré. Hablo de los que en Cádiz han
hecho lo que llaman la Constitución y los que no se ocupan sino de nuevas leyes
y nuevos principios y otras gansadas de que yo me reiría, si no viera que este
torrente constitucional trae mucha agua turbia y hace espantoso ruido, por
arrastrar en su seno piedras y cadáveres y fango. (…) Hoy voy a combatir contra
los franceses y mañana contra los afrancesados que son peores, y después contra
los llamados liberales que son pésimos. Aún podemos oír en esta Segunda
serie un juicio de Araceli que está próximo a lo que su relevo narrativo,
Monsalud, piensa: Cuanto puede denigrar a
los hombres, la bajeza, la adulación, la falsedad, la doblez, la vil codicia,
la envidia, la crueldad, todo lo acumuló aquel sexenio en su nefanda
empolladura, que ni siquiera supo hacer el mal con talento. (…) Para buscarle
pareja [a la monarquía del 14] hay
que acudir a la atrocidades grotescas del Paraguay, allí donde las dictaduras
han sido sainetes sangrientos y han aparecido en una misma pieza el tirano y el
payaso. Aun a fuer de prolijo, no me voy a censurar traer a esta recensión
que nadie leerá un breve resumen del pensamiento de Monsalud que transcribe,
palabra por palabra el propio de Galdós y de cualquiera con un mínimo de
sensatez: Yo he creído siempre lo mismo,
y mucho me temo que, aun después del triunfo, sigan pareciéndome las cosas de
mi país tan malas como antes. Esto es un conjunto tan horrible de ignorancia,
de mala fe, de corrupción, de debilidad, que recelo que esté el mal demasiado
hondo, para que lo puedan remediar los revolucionarios. (…) He observado este
conjunto en que se revuelven, sin poderse unir, la grandeza de las ideas con la
mezquindad de las ambiciones; (…) he concluido afirmando que los males que
pueda traer la revolución no serán nunca tan grandes como los del absolutismo.
Y si lo son -continuó desdeñosamente- bien merecidos los tienen. Si esto ha de
seguir llevando el nombre de Nación, es preciso que en ella se vuelva lo de
abajo arriba y lo de arriba abajo, que el sentido común ultrajado se vengue,
arrastrando y despedazando tanto ídolo ridículo, tanta necedad y barbarie
erigidas en instituciones vivas; es preciso que haya una renovación tal de la
patria, que nada de lo antiguo subsista, y se hunda todo con estrépito,
aplastando a los estúpidos que se obstinan en sostener sobre sus hombros una
fábrica caduca. (…) La desgracia abre los ojos, y la desgracia en países que
son una perpetua lección para el nuestro es la mejor maestra que se conoce.
Y ojo a esta pieza antológica que parece escrita teniendo en cuenta el
comportamiento de nuestras fuerzas políticas actuales: Nosotros somos muy torpes: confundimos deplorablemente la conspiración
con la revolución; creemos que la connivencia de unos cuantos hombres de ideas
es lo mismo que el levantamiento de un país, y que aquello puede producir esto.
Vemos el instantáneo triunfo de la idea verdadera sobre la falsa en la esfera
del pensamiento, y creemos que con igual rapidez puede triunfar la acción nueva
sobre las costumbres. Las costumbres las hizo el tiempo con tanta paciencia y
lentitud como ha hecho las montañas, y solo el tiempo, trabajando un día y
otro, las puede destruir. No se derriban los montes a bayonetazos. (…) Aquí no
hay más que absolutismo, absolutismo puro arriba y abajo y en todas partes, La
mayoría de los liberales llevan la revolución en la cabeza y en los labios,
pero en su corazón, sin saberlo se desborda el despotismo. ¿Adónde lleva un
pensamiento semejante, tan arrebatadoramente lúcido? Pues al desclasamiento, no
hay otra. Cuando el justo medio es el medio donde uno está solo, está claro que
puede darse por muerto para la realidad y ha de refugiarse bien en la discreta
vida familiar, bien en la vida de estudio, ¡y aun hasta en el claustro de un
convento!: “Aquí no es, aquí no es, aquí
no es”. En toda mi vida no oiré sino estas desesperantes palabras. “Aquí no
es”, me dijo Genara. “Aquí no es”, me dijo el partido jurado. “Aquí no es”, me
dijo la emigración. “Aquí no es”, me dijo la patria. “Aquí no es”, me dijeron
las logias del año 19. “Aquí no es”, me han dicho los liberales de ahora. “Aquí
no es”, me acaba de decir Andrea. NO es en ninguna parte, y yo moriré de
cansancio y fastidio en medio del camino. ¡Maldita sea la hora en que nací!
Hijo soy del crimen, y la expiación de él tomó carne y vida en mi persona
miserable… ¿Por qué soy tan distinto de los demás, que en ninguna parte encajo?
¿Por qué ningún hueco social cuadra a mi forma? Mejor es desbaratarse y morir,
¡Dios mío! que estar siempre de más. De hecho, y ahora que transcribo la
cita me ha venido a la memoria enterito el libro de Goytisolo, Telón de boca,
en el que se manifiesta una sensibilidad exactamente como la reflejada en la
atormentada vida de Salvador Monsalud. Sirva, para acabar lo que sería una
exposición interminable de los jugosos juicios, narraciones y descripciones que
contiene esta segunda serie, otro juicio apodíctico de Monsalud: Por desgracia nuestro país no es liberal ni
sabe lo que es la libertad, ni tiene de los nuevos modos de gobernar más que
ideas vagas. Puede asegurarse que la libertad no ha llegado todavía a él más
que como un susurro. Es algo que ha hecho ligera impresión en sus oídos, pero
que no ha penetrado en su entendimiento ni menos en su conciencia. No se tiene
idea de lo que es el respeto mutuo, ni se comprende que para establecer la
libertad fecunda es preciso que los pueblos se acostumbren a dos esclavitudes,
a la de las leyes y a la del trabajo. A excepción de tres docenas de personas…,
no pongo sino tres docenas…, los españoles que más gritan pidiendo libertad
entienden que ésta consiste en hacer cada cual su santo gusto y en burlarse de
la autoridad. En una palabra, cada español, al pedir libertad, reclama la suya,
importándole poco la del prójimo… No acabo, sin embargo, sin señalar que
aquí terminaba Galdós su impulso histórico y ponía fin a Los Episodios nacionales,
dejando la continuación de los mismos a quien se viera con fuera para hacerlo,
y reservándose él el uso de ciertos personajes, hijos de su imaginación, para
sus obras contemporáneas. Los malos tratos con los editores llevaron a Galdós,
que había cerrado su proyecto narrativo con Esta Segunda serie a continuarla
más adelante, adentrándose en ese horror fratricida que fueron las guerras
carlistas. A título anecdótico, no está de más recordar cómo “cerraba”
narrativamente Galdós un esfuerzo creativo que le agotó y que dio por acabado,
ignorando, sin duda, que lo habría de continuar: Basta ya.
Aquí concluye el narrador su tarea, seguro de haberla desempeñado muy
imperfectamente, pero también de haberla terminado en tiempo oportuno (váyase
lo uno por lo otro) y cuando el continuarla habría sido causa de que las
imperfecciones y faltas de la obra llegaran a ser imperdonables. Los años que
siguen al 34 están demasiado cerca, nos tocan, nos codean. Se familiarizan con
nosotros. Los hombres de ellos casi se confunden con nuestros hombres. Son años
a quienes no se puede disecar, porque algo vive en ellos que duele y salta al
ser tocado con escalpelo. Quédese, pues, aquí este largo trabajo sobre cuya
última página (a la cual suplico que me sirva de Evangelio) hago juramento de
no abusar de la bondad del público, añadiendo más cuartillas a las diez mil de
que constan los Episodios Nacionales. Aquí concluyen definitivamente estos. Si
algún bien intencionado no lo cree así y quiere continuarlos, hechos históricos
y curiosidades políticas y sociales en gran número tiene a su disposición. Pero
los personajes novelescos, que han quedado vivos en esta dilatadísima jornada,
los guardo como legítima pertenencia mía, y los conservaré para casta de tipos
contemporáneos, como verá el lector que no me abandone al abandonar yo para
siempre y con entera resolución el llamado género histórico.
Galdós se niega a
continuar con años tan próximos a su experiencia vital porque algo vive en ellos que duele y salta al ser tocado con escalpelo.
Lo que ignoraba es que más de doscientos años después, toda esa materia viva
recogida en su prodigiosa hazaña narrativa nos sigue doliendo a los españoles
en este 2017 sobre el que me extendí al principio.
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