Del “nomos” al “ethos”: la fundamentación metafísica de la política o el viejo sueño de la ciudad ideal, esto es, la sociedad del conocimiento o la frustrada aspiración legisladora de Platón.
La última obra de Platón,
sobre la que los especialistas coinciden en que se trata de un borrador
avanzado, no de una obra definitiva, enlaza con las tesis defendidas por Platón
en su libro La república, del que el
presente podría considerarse no tanto una continuación cuanto una concreción
normativa, sin que ello implique que nos hallemos exclusivamente ante un código
civil, porque, por ejemplo, dedica los cinco primeros libros a una discusión
sobre la naturaleza de las leyes, su origen, etc., y porque, como dice hacia el
final de la obra: el verdadero deber del
legislador es no limitarse a escribir leyes, sino, además de las leyes, dar por
escrito, entremezclándola con el tejido mismo que forman las leyes, su opinión
sobre todo lo que él estima honesto o deshonesto; y esas opiniones o consejos
deben atar al perfecto ciudadano tan estrictamente como las sanciones con que
las leyes refuerzan sus prescripciones; y de ahí el propósito ético y cívico
de este libro de Leyes que tiene más
de tratado utópico que, propiamente, de corpus jurídico. Como Francisco Samaranch nos avisa oportunamente
en el prólogo, a propósito del carácter utópico del ideal republicano de
Platón, la Edad de oro no es para Platón la edad perfecta: es edad
de una inocencia natural, sin mérito alguno; solo la aspiración a la sabiduría
y el ejercicio de la filosofía pueden elevar a esta sociedad por encima de su
nativa simplicidad, un tanto necia, y ese será el objetivo tanto de La república, como de Las leyes, aspirar al logro de la polis
perfecta, o lo más perfecta posible, porque tampoco Platón era tan ingenuo como
para creer que su plan de ciudad ideal pudiera instaurarse con suma facilidad.
De hecho, el concepto “nomos” no puede traducirse directamente por “ley”, tal y
como nosotros la entendemos, desde el Derecho romano para acá, sino que ese
concepto tiene una amplitud que abarca lo que nosotros conocemos como derecho
consuetudinario, esto es, los usos y costumbres aceptados por la sociedad. Eso
se advierte fácilmente hacia el final de la obra, cuando Platón se embarca en
una casuística legal sobre, por ejemplo, los derechos testamentarios o las
penas que merecen los actos de violencia intrafamiliar, una lectura que
sorprenderá a cuantos piensen que decir Platón es poco menos que decir
abstracción, porque la mejor recompensa de este libro, Las leyes, es que se trata de lo que podríamos considerar como un tratado sociológico, si nos atenemos a la
crítica social que permea todo el texto y también como una suerte de estudio constitucional
comparado, porque constantemente se oponen diferentes maneras de entender la
constitución y las leyes en Esparta, cuya constitución fue establecida por
Licurgo; en Creta, cuya constitución fue
establecida por Minos, inspirado directamente por Zeus, y en Atenas, cuya
constitución vigente, en tiempos de Platón, era la que había sido dictada por
Solón. Se trata, pues, de una obra ambiciosa que trasciende, como suele ser
habitual en los Diálogos, el tema
central para desparramarse dialécticamente en digresiones que atienden a esa
manera de progresar en espiral que tienen los diálogos platónicos: vamos allegando
noticias y saberes que aparentemente tienen poco que ver con el tema central pero que luego acaban siendo sustanciales para
poder persuadirnos de la bondad del razonamiento seguido por, habitualmente,
Sócrates o, como en este caso, un ateniense anónimo que parece hablar en
representación de la ciudad. La primera objeción del ateniense a las otras
constituciones es que parecen haber sido dictadas teniendo la guerra y el valor
como inspiradores primeros de las normas (según
la tesis que vosotros defendéis, el buen legislador debe ordenar todas las
disposiciones en relación con la guerra; yo, en cambio, sostenía todo lo
contrario, a saber: que esto era pedir se legislara en función de una sola de
las cuatro virtudes, siendo así que hay que tenerlas presentes todas, y
principal y primeramente aquella que domina el conjunto total de la virtud, es
decir, la sabiduría, la inteligencia, la opinión, con sus secuencias de pasión
y deseo. (…) Cuando el alma se opone al saber, a la opinión, a la razón, que
son naturalmente los elementos que la deben gobernar, llamo a este estado
inconsciencia. (…) La más bella y la mayor de las armonías será con justicia la
mayor sabiduría de la que participa el hombre que vive de acuerdo con la razón);
la guerra, pues, como una realidad que determina la vida en su conjunto para
hacer frente a esa pavorosa amenaza; mientras que la república platónica emana
sus normas de la paz, de la convivencia, porque, a su parecer, el mayor bien no se halla ni en la guerra
ni en la revolución (hay que rechazar de nuestros deseos la necesidad de
recurrir a ello); está a la vez en la paz y en la mutua benevolencia. Incluso
diré que, para una ciudad, el hecho de vencerse a sí misma no es, a mi modo de
ver, un ideal, sino una necesidad. Enseguida reconoce los méritos de unas
leyes como las espartanas caracterizadas por su austeridad y por su predisposición
a la educación en la adversidad para saber estar a la altura de las
circunstancias en tiempos de crisis, penalidades y enfrentamiento; pero
advierte también que si uno se fortalece en la entrega a los padecimientos,
igual debería poder fortalecerse contra los placeres entregándose a ellos: vosotros sois los únicos, entre los griegos
y entre los bárbaros que conocemos, a quienes vuestro legislador ha mandado
abstenerse de los placeres y los juegos más atractivos, así como no gustarlos.
Mientras que, en lo que se refiere a los sufrimientos y los temores de que
hablábamos hace bien poco, ha juzgado que huirlos o esquivarlos por completo
sería exponerse a que, una vez delante de las penalidades, los temores y los sufrimientos
inevitables, los ciudadanos huyeran de aquellos que se hubieran ejercitado en
ellos y vinieran a ser los esclavos de esas gentes. Esta misma idea, creo yo,
debería habérsele ocurrido al legislador también acerca de los placeres;
debería haberse dicho que si nuestros conciudadanos se habitúan desde su
juventud a la ignorancia de los mayores placeres, si no se ejercitan en
resistir a los placeres con que se topen y a no hacer nada vergonzoso pese a
ello, como consecuencia de la inclinación que los lleva al deleite,
experimentarán la misma suerte que los que se dejan dominar por el miedo: serán
esclavos de una manera distinta, pero aún más vergonzosa, de los que son
capaces de mantenerse fuertes en medio de los deleites y que son maestros en el
arte de hacer uso de ellos, hombres en muchos casos perversos; su alma será
libre en un aspecto, pero esclava en otro, y no podrán ser llamados sin reserva
hombres valerosos y libres. Pensad si en lo que acabo de decir hay algo de
razonable. Todo ello viene a cuento, por cierto, de la discrepancia entre
el ateniense y sus interlocutores, el cretense Clinias y el lacedemonio Megilo,
respecto de su posición ante el vino, un placer nefasto, para ambos, y un
placer inigualable para el ateniense, quien lo defiende como un elemento
capital del simposio, una institución de carácter más educativo que festivo, al
entender de Platón. No es extraño, pues, que la discusión entre los tres
griegos derive enseguida a uno de los temas centrales de la filosofía platónica,
la paideia, la educación, porque del
mismo modo que no hay polis sin leyes, tampoco hay sociedad sin educación. En
ese aspecto fundamental de cualquier república se entra con la aceptación
humilde de un prudente reconocimiento: Mucho
me parece, extranjeros, que las constituciones difícilmente pueden ser en la
práctica tan indiscutibles como en teoría. Partimos, pues, de un terreno
perfectamente roturado y sembrado a lo largo de los Diálogos: la importancia
decisiva de la formación desde la más temprana edad (No es conveniente, en efecto mucho sueño, y ello por ley de la
Naturaleza. (…) Apenas vuelva la luz del día, es necesario que los niños vayan
a la escuela. Pues ni las ovejas ni otra clase alguna de ganado pueden vivir
sin pastor; tampoco es posible que lo hagan los niños sin pedagogo ni los
esclavos sin dueño. (…) En las letras deben esforzarse lo suficiente como para
ser capaces de escribir y leer; en cambio, el conseguir, durante este número
fijo de años, una rapidez o una elegancia perfectas, en niños cuya naturaleza
no siempre será precoz, es un cuidado que hay que dejar de lado), y ello,
porque como ya estableció Platón en La
república, la vida de los moradores de la polis está en no poco grado al
servicio de la misma: obligaremos
a que se haga instruir todo el mundo y en la medida de lo posible, porque
pertenecen a la ciudad más aún que a sus padres. De hecho, incluso hasta el
matrimonio debe considerarse en función de las necesidades de la poli más que
del propio gusto. El espartano Megilo, a quien esa “posesión” estatal sobre el
individuo le suena a gloria celestial, entiende a la perfección la objeción de
Sócrates a estructurar toda la vida social en torno al hecho de la preparación
para la guerra: Me parece que lo que
afirmas es que no hay que pedir insistentemente que todo se haga conforme a
nuestros deseos, sin que además nuestros deseos se acomoden a nuestra recta
razón; y lo que una ciudad y cada uno de nosotros ha de implorar en sus
plegarias es esto: ser razonable. Esa racionalidad es el quid de la cuestión,
la médula del hueso del esqueleto que sostiene la encarnación de la teoría
social platónica, la virtud por excelencia, ese Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos… que ha
de irse ampliando a todos los ciudadanos, a través de la educación rigurosa,
para conseguir la ciudad ideal. Destaca, en ese plano educativo, además, la
necesidad de la enseñanza de las matemáticas, porque tanto para la vida familiar como para la vida pública y todas las
actividades, ninguna rama de la educación ofrece tantas ventajas para los niños
como la ciencia de los números; y la principal de esas ventajas es la capacidad
que tiene de despertar al que está dormido en su ignorancia y su falta de
curiosidad y de darle capacidad de asimilación, memoria, agudeza mental, y lo
hace progresar hasta superarse a sí mismo, gracias a esta arte divina. De hecho, como repite en lo que podemos
considerar el pórtico de la obra, el Libro I: todo
aquel que algún día quiera sobresalir en algo, sea lo que sea, debe ejercitarse
en ello desde su niñez, hallando a la vez su entretenimiento y su ocupación seria
en todo aquello que se relaciona con su objeto. (…) Lo esencial de la educación
consiste en la formación regular que por medio del juego ha de llevar al alma
del niño a amar o más posible aquello en lo que le será necesario, una vez sea
hombre, haber conseguido la perfección propia de la materia correspondiente.
En el repaso que Platón hace de las constituciones y las formas de gobierno
idóneas amparadas por ellas se advierte la contradicción máxima de su
pensamiento y la síntesis casi imposible a la que aspirada en aquel tiempo: Entre las constituciones hay algo así como
dos madres de las que se puede decir con razón que han nacido todas las demás,
y con justicia podemos dar a una el nombre de monarquía y a la otra el de
democracia (…) y todas las demás son variedades de estas. Ahora bien: es
necesario que esos dos elementos vengan representados en todas ellas, si se quiere
que haya libertad y unión junto con la sabiduría; esto es lo que nuestra
argumentación pretende reivindicar, cuando afirma que, de no tener parte en
ambos elementos, ninguna ciudad podrá estar bien gobernada. Estaría
orgulloso, en nuestros días, de que esa suma de formas de gobierno sea la
actual de muchísimas democracias, por más que las virtudes de la monarquía
hayan sido reducidas a lo simbólico y se haya potenciado la democracia, acaso
hasta límites que su pensamiento hubiera rechazado, porque la aristocracia
platónica es siempre la de la virtud y la sabiduría, no la de la herencia. Se
trata, en definitiva, de educar al hombre sabio y justo que puede, desde la
templanza y la ecuanimidad “gobernar” la ciudad, sea con los esquemas que trazó
en su República, sea con los de una forma de gobierno más ajustada a la
realidad de sus días: la justicia no se
da sin la templanza. Y tampoco existe son la templanza ese hombre sabio del que
antes hicimos nuestro ideal, aquel cuyos placeres y cuyos dolores se armonizan
y conforman con los razonamientos justos. Detrás de sus formulaciones políticas
anida siempre la filosofía de las ideas, del alma todopoderosa que ha creado el
universo y de la que somos un pálido reflejo en el que el ansia de
conocimiento, la aspiración a la sabiduría y el ejercicio de la dialéctica nos
permitirán aspirar a reencontrarnos con esa alma-motor que todo lo puede y a cuyo
seno hemos de reintegrarnos tras la desaparición de la encarnación humana. Las
leyes, con todo, no dejan de tener presente, constantemente, la realidad
histórica, y la formulación que hace Platón de “su” ciudad es ajena incluso a
los valores dominantes en la Atenas de su tiempo. Así, guiado por ese espíritu
tan dieciochesco del justo medio, Platón propone una ciudad ajena a los
reputados vicios de la flaqueza humana: ahora
bien, cuando una sociedad no conoce en absoluto ni la riqueza ni la pobreza,
está en la situación más favorable para el desarrollo de las buenas costumbres:
en ella no brotan la violencia ni la injusticia, como tampoco los celos ni las
envidias. Consecuente con esa posición, cercana a la educación
lacedemónica, propone que nadie, pues, se
aficione a las riquezas a causa de sus hijos, con el fin de dejarlos lo más
ricos posible: eso no es lo mejor ni para ellos ni para la ciudad. (…) Lo que
hay que legar a los niños no es oro, sino un gran respeto para si mismos. (…)
Lo que más importa en la educación de las gentes jóvenes, tanto como en la
nuestra, no está en dar avisos y normas, sino en que todas las advertencias que
se dan a los demás sean evidentemente también la norma de nuestra propia vida. Por todo ello, Platón no deja de alabar la
celebrada frase de Hesíodo: la mitad vale
muchas veces más que el todo. Las leyes de Platón son, como no puede ser de
otro modo, dado su interés por las relaciones humanas en el seno de la
sociedad, un compendio de normas sometidas no solo a la ley, sino a los
intérpretes de ellas, los únicos con autoridad política y moral para
interpretarlas y aplicarlas, incluidos los castigos y las recompensas
pertinentes. En Las leyes, especialmente
en los últimos libros, Platón cede a la tentación de la casuística y
establecerá un intento de código civil que contiene auténticas joyas para los
lectores actuales de su obra. Se recuerda a menudo la función fiscalizadora de
los tribunales y los magistrados que los forman, y avisa Platón de la tendencia
hacia la anarquía en la interpretación y, en este caso, no observancia de las
leyes, poniendo como ejemplo lo que ha sucedido en la valoración de los
concursos teatrales y os certámenes poéticos: en el dominio de la música nació la opinión de que todo el mundo
entendía de todo y podía juzgar de la ley, con lo que vino la libertad.
Comenzaron a perder el temor a la ley al creerse competentes, y la seguridad en
sí mismo dio lugar a la desvergüenza; pues dejar de temer la opinión del que es
mejor por insolencia supone verdaderamente una desvergüenza viciosa, nacida de
una libertad enardecida. (…) Como consecuencia de esta libertad viene la que se
niega a obedecer a las autoridades; luego se huye de la servidumbre y no se
hace caso a las advertencias del padre, de la madre y de las personas de edad;
ya casi al final de esta carrera, se busca la manera de no obedecer las leyes,
y al término mismo de ella, deja uno de preocuparse de los juramentos, los
compromisos y promesas, y en general de los dioses. Tomando como bandera un
juicio como este: yo creo que para
nosotros la política es precisamente esto: la justicia en sí, Platón se
adentra en un ejercicio de prescripción normativa que puede dejar patidifuso al
intelector actual, no tanto por la aparente extravagancia de muchas de sus
normas, cuanto por esa intuición poética fabulosa y, sobre todo, por la
minuciosidad con que se enfrenta a ciertos hechos corrientes y molientes de la
vida minúscula -y a veces mayúscula- de
la urbe. Quizás por esa actitud detallista, no olvida Platón que, junto al
Dios, son la fortuna y la oportunidad,
quienes gobiernan todos los asuntos humanos sin excepción. El propósito de
enmendarle la plana a ambas es lo que parece guiar el pulso prescriptivo del
filósofo. Así, junto a la recomendación -¡modernisima!- de que el feto escuche
música durante el embarazo y de que los bebés recién nacidos sean mecidos para
mejorar su sentido del ritmo, Platón proscribe la mendicidad de la ciudad con
una saña inmisericorde, tratando de “animales” a quienes la ejercen: que nadie practique la mendicidad en nuestra
ciudad, y si alguien se atreve a hacer esto y va allegando recursos para su
vida con súplicas sin fin, los agoránomos lo echarán de la plaza publica; el
cuerpo de astinomos de la ciudad lo echará de esta y los agrónomos lo echaran
fuera de las fronteras del país, para que todo el territorio quede
absolutamente limpio de animales de esta clase; junto a la prohibición de
la caza -que la astuta pasión de la caza
de aves, pasión tan poco digna de un hombre libre, entre en ninguno de nuestros
jóvenes-, hallamos, también algo tan inusual como que la
prohibición de un enriquecimiento exagerado es una ayuda nada mediocre para la
templanza; la educación en su conjunto se inspira en sabias leyes que conducen
al mismo fin. En la medida en que lo que se busca, a través de la
legislación de la ciudad, es la armonía, el bien sagrado que permitirá el
normal desarrollo de la vida sana y equilibrada de los miembros de la polis,
Platón afee y prohíba la costumbre del cruce de insultos -¡un mal muy de
nuestro tiempo, y más en esas redes sociales que amparan, bajo pseudónimo, la más
desagradable liberación de los peores instintos!-: desahogarse con imprecaciones unos contra otros y el cubrirse
mutuamente de insultos ofensivos y difamantes, aunque parezca que no son más
que palabras, cosas que vuelan, de hecho da lugar a los odios y a las
enemistades más profundos. (…) También
es corriente que todos, en tales discusiones, pasen a pronunciar palabras de
mofa y ridículo contra su adversario; nunca nadie se ha habituado a ello sin
renunciar para siempre a la seriedad de su carácter, o por lo menos sin perder
mucho de su dignidad personal. Por eso no se permitirá a nadie ninguna palabra
de este tipo en un lugar sagrado, ni en un sacrificio público, ni en los
juegos, ni en el ágora, ni en el tribunal, ni en cualquier lugar de reuniones. En estos tiempos de
intensas y dramáticas migraciones, no está de más recoger la posición de Platón
respecto de los extranjeros: quien así lo
quiera podrá residir como extranjero en la ciudad, ateniéndose a las
condiciones siguientes: será lícito a todo extranjero habitar y residir en
ella, con tal que tenga un oficio y no permanezca allí más de veinte años desde
el año que se inscriba, sin que tenga que pagar ningún impuesto por residir en
ella, como no sea el de su buena conducta, y sin que tenga que pagar tampoco el
mínimo impuesto en concepto de compras o ventas. Pero una vez que concluya su
tiempo, se marchará llevándose todos sus bienes. No obstante, si durante todos
estos años se ha distinguido por algún beneficio importante hecho a la ciudad
de su parte, y espera él poder persuadir al Consejo y a la Asamblea, bien de que
le conceda, bajo su petición, una prórroga de residencia, bien de que se le
prorrogue de por vida esa residencia, que se presente, y si consigue convencer
a la ciudad, recibirá plenas garantías de lo que ella le hubiera concedido.
Me abstengo de traer a este “fin de fiesta” algunos casos harto curiosos sobre
los delitos contra la integridad física o las cuestiones hereditarias, sobre
las que se extiende hasta el infinito, con curiosidades fantásticas, pero les
recomiendo vivamente a los escasos intelectores que han tenido la santa
paciencia de leer estas recensiones de las Obras completas de Platón -¡si es
que siquiera hay uno!-, que se adentren en los libros del noveno al duodécimo para
asistir a un despliegue de casuística legal que les reconciliará con el lado
humano de Platón, porque parece mentira que el poeta de las ideas haya
descendido a niveles de concreción tan graciosos como el del querellante que
exige realizar una búsqueda en casa ajena en busca de una propiedad que le ha
desaparecido: Todo el que quiera hacer un
registro en casa de otro entrará en ella desnudo o vestido solamente de una túnica
sin faja, y jurará previamente por los dioses establecidos, que realiza este
registro porque espera encontrar allí un bien que es suyo; o que refleje de
manera harto acrítica la marginación de los suicidas, tan católica, andando el
tiempo: a los que mueren de esta manera
han de ser inhumados en lugar aislado, sin que tengan en su vecindad ninguna
tumba, y demás de esto, deben estar ellas situadas en los lugares desiertos u
que no tienen nombre, en los extremos de los doce distritos: serán sepultados
allí sin ningún honor, sin estelas ni nombres que designen sus tumbas; o
que nos recuerde una situación de violencia conyugal que en modo alguno nos es
ajena: si ambos cónyuges se hieren, serán
desterrados a perpetuidad y los hijos se veran obligados a alimentar a los
desterrados. En resumen, los hombres
han de establecer necesariamente leyes y han de vivir de acuerdo con ellas, so
pena de no diferenciarse absolutamente en nada de los animales salvajes,
porque, a su juicio, ninguna naturaleza
humana nace suficientemente dotada para saber lo que es más provechoso para un
régimen político humano y para, al mismo tiempo, sabiéndolo, poder y querer
hacer siempre lo que es mejor. Por todo ello, y con ello concluyo, quizás
para Platón no hay mayor crimen que el de querer acabar con el orden
constitucional -algo muy pero que muy actual en España, por cierto-: luego de los crímenes contra los dioses hay
que considerar los que van encaminados a disolver el régimen constitucional.
Todo aquel que esclaviza las leyes, sometiéndolas a la autoridad de los
hombres, somete a la ciudad a las órdenes de una camarilla, empleando para todo
ello la violencia, y, menospreciando la legalidad, suscita la guerra civil,
debe ser considerado como el enemigo más declarado de la ciudad entera. En
consecuencia, todo hombre que valga algo,
por poco que ello sea, tiene el deber de denunciar a las autoridades a todo
aquel que trame un cambio violento e ilegal en las constituciones. Y aquí concluyo este
apasionante viaje dialéctico por las obras completas de Platón, al menos las
tenidas por tales por la crítica solvente, porque ya se sabe que las ediciones
críticas de textos tan antiguos y tan sujetos a deturpaciones de todo tipo no
es precisamente un mester fácil. No pretendo ahora, para sobrecargar a los
heroicos intelectores que hayan perdido el tiempo en este Diario durante estas nueve entregas, entregarme, a mi vez, a
resúmenes, síntesis, o corolarios, y menos aún a la emisión de apostillas para
las que me siento plenamente incapacitado. De lo único de lo que quiero dejar
constancia, después de esta travesía afortunada, es del amor al conocimiento
riguroso, a la sabiduría y al razonamiento consciente de sí mismo, de su poder
y de sus limitaciones que Platón ha exhibido con una persuasión a la que es
imposible sustraerse. No salgo más sabio, de esta travesía, eso está claro,
sobre todo para quienes se hayan tragado estas nueve entregas, pero sí muy
aleccionado e infinitamente agradecido al espíritu crítico, incordiante y
jocoso de ese daimón juguetón con quien tan buenas migas he hecho. Entro ahora
en un compromiso que adquirí “a sabiendas”, la recensión de los Episodios Nacionales de Galdós, que leo
en su totalidad ininterrumpidamente. Espero que el benéfico daimón socrático me
acompañe en mi empeño, aunque ya avanzo el magno placer que me están deparando
las aventuras de Araceli, distinto e idéntico de y al que me ha deparado las
aventuras de Sócrates, voz de su discípulo que hablaba a través de él.