De un árido intermedio dialéctico: Del político como
técnico de la mediación a las raíces ficticias de la ciencia, pasando por el
lugar sin tiempo del mito: La Atlántida.
He de reconocer que esta
séptima noticia me ha costado algo más de lo ya habitual y ello porque el
excurso de fictaciencia que supone el Timeo
me ha erosionado profundamente la devoción con que, hasta el presente, sigo
instalado en la lectura del monumento fundacional de la razón crítica en
Europa. Critias, por su parte, es un
diálogo inacabado y, por tanto, llevadero; y el primero, El político, no aporta grandes novedades a lo que he podido leer en
La república o, presumiblemente,
leeré después en Las leyes, si bien,
como ocurre en cualquier diálogo de Platón, no es difícil encontrarse con
alguna formulación que sorprende e incluso cautiva al lector que persiste en su
fidelidad a un razonamiento dialéctico incansable y poderoso. Comenzaré por El político o de la realeza, no tanto porque sea el primero de los
tres en el orden de lectura que sigo, sino porque la matización, o de la realeza, que sirve para
titularlo, nos indica la clara preferencia de Platón hacia la aristocracia no
tanto social cuanto espiritual. Platón jamás va directo al asunto que lo ocupa,
sino que a través de rodeos periféricos va despejando el camino gracias al cual
llegaremos, sin atajos, pero persuadidos, al corazón de su convicción. La
imaginación filosófica de Platón no está lejos de la imaginación poética, y ya
hemos ido viendo la capacidad lírica que, a través de ciertas imágenes o narraciones
míticas, le han permitido expresar su pensamiento con total claridad, como el
mito de la caverna, por ejemplo, o, en esta séptima noticia, el de la
Atlántida, algo así como una renovación del mito de la Edad de Oro, descrito
con suntuosidad y precisión de explorador puntilloso o agrimensor prekafkiano,
puesto que hablará de oídas de un espacio que jamás hollarán las plantas de sus
pies. En parte, en El político, resucita Platón la Edad de Cronos,
concibiéndola como esa Edad de Oro en que se transformará la Atlántida, suma de
todo bien y ningún mal, enfrentada a la Edad de Zeus. Mientras en la primera
todo cae del lado de la divinidad, la condición humana incluida; en la segunda
nos hallamos en la realidad histórica en la que la naturaleza humana solo ve la
naturaleza divina como la legítima aspiración del alma a conseguir tal bien
absoluto mediante la sabiduría y la virtud. Como dice el Extranjero que lleva
la voz cantante de la exposición ante un Sócrates jovencísimo: Cuando se nos preguntaba por el rey y el
político de ciclo actual y del actual modo de generación, fue un gran error el
ir a buscar hasta el periodo opuesto el pastor que regía el rebaño humano de
aquel tiempo, pastor que era divino, no humano. Por otra parte, presentarlo
como jefe de la ciudad entera sin explicar de qué manera lo es, era, esta vez,
decir la verdad pero, sin embargo, no la verdad completa ni la verdad clara:
por eso nuestra última equivocación fue menor que la primera. Así pues,
ayunos de modelos divinos que puedan servirnos de orientación para la
determinación del político idóneo que gobierne al pueblo, el Extranjero va a
determinar cuál puede ser el modelo que sira de referencia para tal menester
social. Después de varias tentativas, y de definir el concepto de paradigma (Lo que constituye un paradigma es el hecho
de que un elemento, al encontrarse idéntico en un grupo nuevo y totalmente
distinto, se interprete en él exactamente y permita, una vez identificado en
los dos grupos, incluirlo en una noción única y verdadera), el Extranjero
nos propone la identificación del arte de la política con la del arte de tejer
(una comparación muy de actualidad, por la referencia que ha hecho una
candidata de las primarias del PSOE a la labor que se ha de realizar en el
partido: coser las heridas que haya producido el descabalgamiento del anterior
Secretario General). Fiel a la suerte de tecnocracia que orienta el pensamiento
social de Platón, quien fía incluso el criterio de verdad al saber
especializado de cada disciplina, contra la que no se puede combatir desde la
mera opinión, sin disponer de la sabiduría técnica pertinente, una actividad
propia de los sofistas y contra la que tan hermosas páginas llevamos leídas en
los Diálogos, no es de extrañar que su reflexión sobre la política la oriente,
precisamente, en la búsqueda de cuál sea el saber específico de los políticos
para definir su actividad social, porque está claro que ese saber no puede ser
-como lo dicta la experiencia- un saber al alcance de todos, sino de muy pocas
personas, e incluso de una sola, el rey:
El carácter que debe servirnos
para diferenciar estas constituciones no es ni el “algunos” ni el “muchos”, ni
la libertad o la sujeción, ni la pobreza o la riqueza, sino la presencia de una
ciencia, si queremos ser consecuentes con nuestros principios. (…) ¿En cuál de
las constituciones dichas se realiza la ciencia del gobierno de los hombres, la
ciencia que podemos decir es la más difícil y la mayor que sea posible
adquirir? (…) ¿Habremos de creer que, en una ciudad, la multitud sea capaz de
adquirir esta ciencia? SÓCRATES: ¿Cómo
creerlo? EXTRANJERO: Y, en una ciudad
de diez mil hombres, ¿acaso habría un centenar o una cincuentena que fueran
capaces de llegar a poseerla de una manera satisfactoria? SÓCRATES: Según eso, la política sería la más fácil de
las artes todas; y sabemos muy bien que entre todos los griegos existentes, no
se encontraría, sobre diez mil, una proporción como esta de campeones del juego
de los dados, sin hablar de querer encontrar otro número igual de reyes. EXTRANJERO:
La forma recta de gobierno hay que
buscarla solamente en uno, o bien en dos, o a lo más en algunos, para el caso
en que esta forma correcta de gobierno llegue a tener realidad. A
diferencia, o si no diferencia, sí un matiz en parte opuesto a lo defendido en La república, Platón va a defender en
este diálogo la preeminencia del político, el rey, sobre las leyes, porque el
carácter inmutable de las leyes es incapaz de lidiar con la multiplicidad de
las situaciones humanas que exigen una interpretación adecuada y, sobre todo,
una intervención justa por parte de la autoridad. Se trata, por lo tanto, de
una potestad, la del gobierno y la justicia, que recae en una persona cuya
virtud ha de hallarse íntimamente unida a su sabiduría política, un saber
especializado, como ya hemos indicado, que no está al alcance de todo el mundo
ni puede ser llevado a la práctica de forma común. O, como lo expone el
Extranjero: Es del todo evidente que, de
alguna manera, la legislación es una función regia; pero lo que más importa no
es el dar fuerza a las leyes, sino al hombre regio dotado de prudencia. (…)
Porque la ley no será nunca capaz de captar a la vez lo que es mejor y más
justo para todos, de forma que dicte las prescripciones más útiles. Pues la
diversidad que hay entre los hombres y los actos y el hecho de que ninguna cosa
humana se encuentra, por así decirlo, nunca en reposo, no dejan lugar, en
ningún arte y en ninguna materia, a una norma absoluta que valga para todos los
casos y para todos los tiempos. (…) ¿No es por tanto imposible que lo que
siempre se mantiene como absoluto se adapte a lo que nunca es así? ¿Por qué,
pues, es necesario hacer leyes, si la ley no es la regla perfecta? Es preciso
que encontremos la razón de esto. No obstante Platón introduce una reserva
que aleja su “realeza” de la tiranía, porque Si alguien conoce leyes mejores que las de los antepasados, ese tal no
tiene derecho a imponerla a su propia ciudad, sino cuando haya obtenido el
consentimiento de cada ciudadano; de otra manera, no. Finalmente, y sin una
capacidad suasoria excesiva, porque son muchos los puntos débiles de su
argumentación, Platón descubre la esencia de la “política” en la capacidad de
mediación de quien la ejerce sobre los conflictos inevitable de intereses que
se producen en las sociedades, a los que califica como la enfermedad más vergonzosa que pueda haber para las
ciudades. La labor del político, así pues, es la del tejedor, la de “tejer
complicidades” entre los antagonistas para evitar el caos social: EXTRANJERO: ¿A qué ciencia asignaremos, pues, la virtud
de persuadir a las masas y a las multitudes contándoles mitos en lugar de
instruirlas? SÓCRATES: Evidentemente, creo que esto corresponde aún
a la retórica. EXTRANJERO: Ahora
bien, acerca de la cuestión de saber si es necesario para con tales o cuales
personas y en tales o cuales casos emplear la fuerza o la persuasión o
simplemente no hacer nada, ¿a qué ciencia daremos la decisión? SÓCRATES: A la que dirige el arte de persuadir y el
arte de hablar. EXTRANJERO: Pues
bien, esta no es otra, imagino yo, que aquella ciencia de que está dotado el
político. La que las gobierna a
todas, la que tiene el cuidado de las leyes y de todos los asuntos de la
“polis” y que une todas las cosas en un tejido perfecto no haremos, al parecer,
más que hacerle justicia escogiéndole un nombre lo suficientemente amplio para
la universalidad de sus funciones y llamándola “política”. Está tan
convencido Platón de la dificultad de la acción política que llega a decir que si en lo que respecta a lo bello, al bien, a
lo justo y a sus contrarios, arraiga en las almas una opinión realmente
verdadera y firme, digo que se ha realizado algo divino en un linaje demoníaco.
Eso divino no es otra cosa que el poder real de la política para crear la armonía
social que permita el desarrollo de los individuos y de la ciudad, sin que el
caos de los enfrentamientos acabe con ella: aquí
se halla toda la función de este arte regio del tejido: la de no permitir nunca
que se imponga este divorcio o separación entre los caracteres comedidos y los
caracteres enérgicos, la de tejerlos en una unidad, por el contrario, por medio
de la comunidad de opiniones, de honras, de distinciones, por medio del
recíproco intercambio de prendas, a fin de hacer de ellos un tejido ligero y,
como se dice, bien apretado, y confiarles siempre en común las magistraturas en
las ciudades. (…) Con esto queda concluido como tejido bien hecho ese algo que
urde la acción política, cuando, tomando las características humanas de energía
y moderación, la ciencia regia ensambla y une sus dos vidas por medio de la
concordia y la amistad y, realizando así el más excelente y magnífico de todos
los tejidos, envuelve con él, en cada ciudad a todo el pueblo, esclavos u
hombres libres, los estrecha juntos en su trama y, garantizando a la ciudad,
sin fallos ni desfallecimientos, toda la dicha de que ella es capaz. Manda y
gobierna. Se trata, ya se advierte, de un conjunto de buenos deseos que
tienen poco o nada que ver con la vida real de los pueblos, porque las
disensiones han predominado siempre sobre los consensos y porque esos
caracteres, “comedidos” y “enérgicos”, en los que sintetiza Platón los
enfrentamientos sociales, suelen andar siempre a la greña y muy raramente la
política acaba de tejerlos en una sola pieza en la que ambos se sientan cómodos
y felices. El Timeo o de la naturaleza,
es una excursión cosmológica y biológica que no se plantea como una exploración
del ser humano como ciudadano, ni las repercusiones sociales que pueda tener
dicha naturaleza, sino como una fantasía poética que basada en las pocas
evidencias científicas que por aquel entonces se tenían sobre el funcionamiento
real del cuerpo humano y de la creación del cosmos, le permite a Platón
aventurar teorías que hoy nos hacen sonreír, desde el punto de vista
científico, pero no así desde el punto de vista literario, aunque la prolijidad
del diálogo y el entusiasmo descriptivo de Platón sean a todas luces excesivos
para un lector moderno habituado al conocimiento objetivo, científico, sobre
todas esas materias. La decantación de Platón hacia la tecnocracia: sobre ciertas realidades han
de hablar aquellos que las dominan tanto a nivel teórico como a nivel práctico,
lo lleva a embarcarse en una teoría cosmogónica con fundamento geométrico
que hace entre difícil e imposible
seguir, a veces, su razonamiento, expresado además de una manera casi vehemente
y apodíctica. El diálogo se abre con un recordatorio de cuanto se había dicho
en La república sobre la clase de los guardianes y sigue con el inicio del mito
de la Atlántida, para el que se utiliza la técnica literaria del “manuscrito
hallado”, quizás por vez primera, aunque no sé si García Gual le otorgaría ese lugar
de privilegio en la formación del tópico, pero la afirmación de Critias en el
diálogo de su nombre no deja lugar a dudas: los
manuscritos mismos de Solón estaban en cada de mi abuelo, actualmente se hallan
todavía en mi casa y yo los he estudiado mucho en mi juventud. Sea como
fuere, lo cierto es que Critias va a leer un texto elaborado por su bisabuelo a
partir de las revelaciones de Solón, uno de los siete sabios de Grecia, como nadie
ignora, quien, a su vez, reproduce el contenido de los escritos que los sabios
egipcios crearon sobre los orígenes de Grecia y sobre la Atlántida, imperio
contra el que lucharon los griegos antes de sucumbir ambos, el ejército griego
y la propia Atlántida tras uno de los grandes diluvios de los tiempos remotos.
Estamos, se advierte, en esa frontera entre la historia y el mito que acaba
decantándose hacia el mito, como lo veremos más tarde en el Critias inacabado. Comencemos por el
final: Al final de razonamiento verosímil
hay que decir que el mundo es realmente un ser vivo, provisto de un alma y de
un entendimiento, y que ha sido hecho así por la Providencia del Dios. El
Demiurgo, creador del cosmos y de los seres vivos, lo primero que crea es el
alma, tomándose como modelo a sí mismo, de ahí que, desde el inicio del cosmos,
haya dos realidades muy distintas: la del alma igual siempre a sí misma y la
del alma unidad al mundo sensible, a la Tierra y a los seres vivos. Esa doble
realidad, casi una doble naturaleza de todo lo creado va a marcar el dualismo
platónico entre el mundo autosuficiente, bello y sabio de las ideas y el mundo
de la realidad que aspira a elevarse hacia él: Toda esta composición el Dios la cortó en dos en su sentido
longitudinal y, habiendo cruzado una sobre otra las dos mitades, haciendo
coincidir sus puntos medios como una X, las curvó para unirlas en círculo,
uniendo entre sí los extremos de cada una, en el punto opuesto al de su
intersección. Los rodeó del movimiento uniforme que gira en el mismo lugar y,
de los dos círculos, hizo uno interior y el otro exterior. Destinó el
movimiento del círculo exterior a ser el movimiento de la sustancia de lo
Mismo; y el del círculo interior a ser el de la sustancia de lo Otro. He de
reconocer que en la exposición platónica de la naturaleza de ambos mundos, el
ideal y el real, entra en juego una dimensión especulativa de origen matemático
que se me hace difícil de seguir sin escepticismo. Lo que está clara es la
correspondencia entre lo que llamaremos el macrocosmos y el microcosmos, puesto
que ambos son creación del Demiurgo y el alma de ambos es de la misma
naturaleza, con la única diferencia de la imperfección que afecta al segundo: Debido a todas estas afecciones o modificaciones, el alma, desde el
momento de su nacimiento, cuando acaba de ser encadenada a un cuerpo mortal, es
al comienza y primitivamente loca. Pero cuando disminuye la afluencia de
sustancias que nutren y hacen crecer el cuerpo y cuando de nuevo, al volver a
conseguir la calma, las revoluciones del alma siguen su propio camino y se
afirman más y más en él a medida que pasa el tiempo, y las revoluciones de cada
uno de los círculos comienzan a enderezarse regularmente, según la figura que
les es natural, estas revoluciones se estabilizan; ellas dan ya a lo Otro y a
lo Mismo sus nombres exactos y ellas hacen de manera que el que las posee
adquiere la sensatez. Si, junto a esto, viene a sumarse al proceso un buen
metido de educación, el sujeto vuelve a ser normal y a estar totalmente sano, y
escapa así a la más grave de las enfermedades. Por el contrario, si se ha sido
negligente y se ha llevado una vida sin equilibrio, entonces se retorna
nuevamente al Hades, a estado de ser inacabado e insensible. Respecto de la
creación de la especie humana, Platón sigue marcando las diferencias entre ambos
planos, macro y micro, basándose en la doble naturaleza de la Tierra y los
seres humanos, hijos de la necesidad y de la inteligencia, y el cosmos, hijo de
la sabiduría, el bien y lo bello: Habiendo
recibido de él el principio inmortal del alma, han envuelto este principio con
el cuerpo mortal que lo acompaña; le han dado como vehículo el cuerpo entero.
Además modelaron en él otra especie de alma, la especie mortal. Esta conlleva
consigo pasiones temibles e inevitables. En primer lugar, el placer, ese
incentivo poderosísimo para el mal; los dolores, luego, causas de que
abandonemos el bien; y luego aún, la temeridad y el miedo, consejeros estúpidos;
el apetito sordo a todo consejo y, finalmente, la esperanza, tan fácil a la
decepción. Han mezclado todo esto a la sensación irracional y al amor dispuesto
a arriesgarlo todo. Y así han compuesto, siguiendo procedimientos necesarios,
el alma mortal. (…) [ El cuello es el istmo que separa la cabeza y su alma
espiritual del resto del cuerpo, con su alma corporal:] Con este fin, dispusieron una especie de istmo o de límite entre la
cabeza y el pecho y han colocado entre ellas el cuello para mantenerlas
separadas. La inmortalidad del alma
del cosmos frente a la mortalidad del alma individual es producto de esa
inextricable relación entre el alma y la materia que caracteriza a los seres
humanos, hechos para dominar el mundo a imagen y semejanza del Demiurgo que
domina el cosmos. En la escala jerárquica biológica de Platón me ha llamado
mucho la atención el hecho de que considere a los árboles como la especie viva
más próxima a nosotros, y ello porque los árboles se afirman en las raíces y
crecen hacia los cielos y el ideal, mientras que las especies animales viven
atadas a la tierra por sus cuatro, ocho o ningún pie, en el caso de los
reptiles, en señal de dependencia, de esclavitud. De hecho, en la descripción
de la naturaleza humana, Platón, con una hermosa imagen de tipo surrealista,
nos dice que los cabellos de la cabeza, separada del resto del cuerpo por el
istmo del cuello, son nuestras raíces. Antes de seguir, conviene no olvidar la
precaución expresada por Timeo en su largo discurso: Yo, el que habla, y vosotros que juzgáis, no somos más que hombres, de
manera que en estas materias nos basta aceptar una narración verosímil y no
debemos buscar más. Ahora bien, cuando Platón entra de lleno en el análisis
de las almas del cuerpo, su ubicación fisiológica y demás características, aquella
verosimilitud de la que habla acaba
lindando con la poesía o con la ficción metafísica (si es que esto no es un
pleonasmo per se): Hizo el hígado espeso,
liso, brillante dotado de dulzura y de amargura: de esta manea la vehemencia de
los pensamientos que proceden del entendimiento se proyecta sobre él como sobre
un espejo que recibe rayos de luz y permite la aparición de imágenes. Con ello
el entendimiento asusta al hígado. (…) Utilizando la dulzura que encierra el
mismo hígado, rehace y libera todas sus partes llanas y lisas. Y vuelve así
alegre y serena la parte del alma que habita en torno al hígado. Durante la
noche, la calma la hace capaz, en el sueño, de hacer uso de la adivinación. (…)
En efecto, ningún hombre dotado de su sano juicio llega a la adivinación de
origen divino y verídica, sino que es necesario que la fuerza de su espíritu
esté trabada por el sueño o la enfermedad, o bien que se haya desviado en una
crisis de entusiasmo. Y aquí conviene recordar, porque es lo congruente con
las doctrinas platónicas, la etimología de entusiasmo, “rapto divino”. Recordemos,
además, que, para Platón, el hígado forma parte, así mismo, del sistema auditivo: El movimiento que determina ese choque, que
comienza en la cabeza y acaba en la región del hígado, es la audición. La
teoría creacionista de Platón no pierde de vista esa dualidad materia-espíritu
a la que hemos de responder tratando de hacer lo posible para lograr el
equilibrio y, sobre todo, la preeminencia de la inteligencia que aspire a
captar el mundo puro y esencial, ideal, del Demiurgo. En esa lucha que el
cuerpo ha de sostener contra sí mismo para superar el anclaje a la bestialidad
que supone nuestra materialidad, y ahí están nuestras muchas almas corporales y
la necesidad de que la inteligencia las domine a todas, las meta en cintura,
Platón recomienda la mejor estrategia posible, ayer, para hoy, y quizás para siempre,
si la ciencia no lo impide: Es pues
necesario que el matemático y todo aquel que ejerza enérgicamente alguna
actividad intelectual dé también movimiento a su cuerpo y practique la
gimnasia. (…) En consecuencia, de entre todos los medios de purificar y
disponer el cuerpo, el mejor es el que se consigue por medio de os ejercicios
gimnásticos, porque, como ya había dicho Timeo al comienzo de su discurso: El Dios, en cambio, ha formado
el alma antes que el cuerpo: la ha hecho más antigua que el cuerpo por la edad
y la virtud, para que ella mandara como señora y el cuerpo obedeciera. Renuncio
a reproducir siquiera en esbozo la minuciosa descripción que hace Platón de la organización
social y la disposición física de la Atlántida, que es el meollo del diálogo Critias o la Atlántida. Baste decir, si
acaso, que la disposición en círculos concéntricos separados unos de otros por
canales de agua, como si se tratara de una Venecia circular, tiene un poderoso
atractivo para el lector. La Atlántida la presenta Platón como la realización
histórica de su República, con unos “guardianes” que se atienen a lo
establecido en su diálogo político. La descripción de la isla responde al mito
de la Edad de Oro y el Paraíso perdido, si bien puede también ser entendido
como el primer relato utópico: el bien
exento de mal, que solo perece, como es lógico que así suceda, por causa
natural, no porque su perfección se hubiera pervertido, porque entonces
perdería, la narración, ese carácter utópico.
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