|
Marcantonio Franceschini: Nacimiento de Adonis. |
Elogio de la libre invención y el más depurado
estilo: Las metamorfosis, de Ovidio.
Aunque haya editores que se empeñen en privar a la
novela de Kafka de su título tradicional, La
metamorfosis, y ofrecernos el de La
transformación, al parecer más ajustado a la literalidad del original, en
nada se altera, después de haber leído de principio a fin, Las metamorfosis, de Ovidio, la sustancia del hecho que Kafka
describe, al decir de él, como un suceso humorístico, destinado a hacer reír a
los lectores, quienes, al menos desde que se publicó la obra, han optado, en
extraño consenso, contrario a la intención del autor, por hacer de ella una
angustiada interpretación metafísica. Las
metamorfosis pertenece a ese tipo de obras que, habiendo permeado la
civilización a la que pertenecemos, no forma parte de las lecturas habituales
ni siquiera de los lectores asiduos, como ha sido mi propio caso. Aun siendo
filólogo de formación, leí en su momento con sumo gusto, en vez del original de
Ovidio, la Philosofía Secreta, de
Juan Pérez de Moya, escrito como resumen de Las
metamorfosis, porque en ella se incluía una lectura anagógica de los mitos
profanos, una suerte de cristianización de la mitología greco-latina que tuvo
especial influencia en nuestros clásicos de los siglos XVI y XVII. A Ovidio,
sin embargo, la dimensión religiosa de los mitos le traía sin cuidado. No fue
esa la causa de que Augusto lo enviara al exilio de por vida, a la inhóspita Tomis,
a orillas del Mar Negro, sino, acaso, puesto que es cuestión disputada, por
haber sido el más licencioso de los escritores romanos, un puesto, sin embargo,
que le pueden disputar autores como Catulo con mayor propiedad. Ovidio veía en
los mitos greco-latinos, tan gastados ya en su época, una excelente materia
narrativa en la que meter la pluma para demostrar sus cualidades literarias y,
sobre todo, su conocimiento enciclopédico de las pasiones humanas, y de las
divinas. La primera falsa imagen que pudiérase alguien hacer de Las metamorfosis, y que ha de disiparse
cuanto antes, es la de que este libro es algo así como un “manual” de
mitología, o un “diccionario” de lo mismo. Si algo caracteriza inequívocamente
a Las metamorfosis es su condición de
prodigio narrativo y la libertad imaginativa de su autor, quien no ha tenido
empacho alguno no tan solo en inventarse lo que le ha dado la gana, sino
también en transformar todo aquello que la tradición le había legado desde
Hesíodo. La libertad creativa de Ovidio, así pues, es lo primero que le llega
al lector apasionado de su libro. Es más, esa libertad lo induce a organizar su
materia según un esquema muy básico, desde la cosmogonía inicial hasta el
presente del autor, en tiempos de Augusto, al hilo de unas historias
entretejidas que recuerdan la técnica de Sherezade en Las
mil y una noches, entre otras técnicas compositivas usadas por el autor. A
través de historias que contienen otras que a su vez contienen otras, casi
siempre en términos de relaciones familiares que se alargan a través del árbol
genealógico, Ovidio entra en el acervo mitológico y hace y deshace a su gusto,
priorizando mitos de los que nadie ha oído prácticamente hablar y despachando
otros famosísimos en escasas líneas. ¿Qué guía el interés de Ovidio a la hora
de plantearse qué privilegiar? Me atrevería a decir que las posibilidades
narrativas de la situación, sobre todo si, a partir de ciertas relaciones
humanas, Ovidio podía utilizar uno de sus mejores recursos: el monólogo
dramático. Hay muchos a lo largo de la obra, y todos ellos de intensa emoción y
alta calidad expresiva. La retórica ovidiana no se complica la vida, no es.
Dicho con un anacronismo, un barroco petulante, sino una suerte de raro
romántico no enfático que busca la claridad de la emoción a través de una
armonía de la dicción que, sin excluir el ingenio ni toda suerte de recursos
retóricos habituales en la mejor tradición clásica, sí que pone el acento en el
sentimiento. A ese respecto, aunque me vaya al final del libro, de buenas a
primeras, ¡qué abismo. el que hay entre su recreación del mito de Polifemo,
Galatea y Acis y la que hizo el incomparable y peregrino ingenio de D. Luis de
Góngora y Argote!:
Oh, Galatea, más
blanca que las hojas de la nívea aleña, más florida que los prados, más esbelta
que el alto quejigo, más brillante que el cristal, más juguetona que un tierno
cabritillo, más pulida que las conchas desgastadas continuamente por el mar,
más agradable que los soles del invierno, que la sombra del verano, más noble
que las manzanas, más visible que el elevado plátano, más resplandeciente que
el hielo, más dulce que la uva madura y más suave que las plumas del cisne y
que la leche prensada y, si no me esquivaras, más hermosa que un huerto regado;
la misma Galatea más cruel que los indómitos novillos, más dura que la añosa
encina, más engañosa que las olas, más escurridiza que las ramas del sauce y
más tenaz que las blancas vides, más inmóvil que estos escollos, más violenta
que la corriente, más orgullosa que el alabado pavo real, más cruel que el
fuego, más áspera que los abrojos, más temible que una osa preñada, más sorda
que los mares, más dañina que una serpiente pisada y, lo que sobre todo querría
poder quitarte, no solo más esquiva que un ciervo acosado por sonoros ladridos,
sino también que los vientos y la alada brisa (…) A ti sola he sucumbido y yo,
que desprecio a Júpiter y al cielo y el rayo penetrante, a ti, nereida, te
rindo culto: tu cólera es más violenta que el rayo. Y yo soportaría mejor este
desprecio si esquivaras a todos; ¿pero por qué, rechazando al Cíclope, amas a
Acis y prefieres a Acis a mis abrazos? (…) Pues me abraso, y el fuego avivado
hierve más violentamente y me parece llevar en mi pecho el Etna, que a él se ha
trasladado con todas sus fuerzas: ¡Y tú, Galatea, no te conmueves!
La arbitrariedad narrativa de Ovidio, su total
libertad para hacer con los mitos lo que le venga en gana, sin respetar
jerarquías ni aceptar la tradición legada recuerda mucho la libertad creadora
de autores tan nuestros como Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita o Alfonso
Martínez de Toledo, el Arcipreste de Talavera, autor de esa joya tan
desconocida para el gran público que es El
Corbacho, una de las mejores muestras de la lengua viva castellana del
siglo XV, un auténtico festival filológico para quien amante del castellano, no
solo usuario más o menos competente, se
conmueva con la historia de su lengua y cómo fue convirtiéndose en admirable
herramienta de creación. Ovidio es un escritor que domina su oficio como nadie,
y Las metamorfosis es, además, en ese
sentido sí, un manual muy vivo de recursos retóricos, porque la variedad de
ellos que se exhiben en las narraciones, cuyo uso asegura además la variedad
estilística indispensable para no repetirse, sirve para deparar al lector la
más amena de las lecturas y uno de los mayores placeres literarios que
imaginarse pueda. Es difícil que sus descripciones, sus metáforas, el uso del
adjetivo, de la frase sentenciosa, no sorprenda constantemente y colme las
expectativas de quien se deje llevar por sus mitos con la docilidad de quien no
ha de esforzarse para obtener un placer tan intenso. ¡Pero si hasta el recurso
de la enumeratio infatigable adquiere
en él una dimensión espectacular!, como podemos apreciar en la de los perros que
persiguen a Acteón, ya metamorfoseado en ciervo:
Melampo e Icnóbates,
de fino olfato, Icnóbats gnosio, melampo de raza espartana; Pánfago, Dorceo y
Oríbado, todos arcadios, y el valiente Nebrófono y el fiero Terón junto con
Lélape y Ptérelas eficaz por sus patas y Agre por su olfato y el impetuoso
HIleo, y el sicionio Ladón, portador de recogidos ijares…
Hay ahí una complacencia en la sonoridad de los
nombres, en este caso de perros, en otro de guerreros, por ejemplo, o de
personajes mitológicos, que atravesará la historia de la literatura y llegará,
sin ir más lejos, a la mismísima Mazurca
para dos muertos, de Cela, por poner un ejemplo próximo o a esos hermosos
nombres latinos que usan como máscaras los jovencísimos miembros del comando
terrorista de Gramática parda, de
García Hortelano, en cuya lectura me afano estos días. Sí, más allá de las
pasiones humanas que tan vívidamente sabe recrear Ovidio con su potente y
variado estilo, un compendio del arte retórico de su tiempo, y de todos los
tiempos, no deja indiferente al intelector. Hay en Las metamorfosis una vertiente alegórica, propia de Ovidio, extraña
a la tradición mitógrafa, y que tanta influencia tendrá en el devenir de
nuestra literatura medieval y renacentista española, que me parece uno de los
aspectos más logrados del libro; no solo porque en esas descripciones es donde
con más vistosidad se despliega su estilo, sino porque se intuye la poderosa
impronta de su compleja personalidad, si atendemos a esa suerte de lado oscuro
que tanto contrasta con sus obras festivas. Ese tono sombrío de Las metamorfosis se manifiesta en las
privilegiadas historias de los amores incestuosos, por ejemplo, o en las
descripciones, con fuertes toques de auténtico gore, de los efectos de ciertas luchas o en la propia de las mismas
metamorfosis, tan dolorosas a veces. Pongamos dos ejemplos cimeros, Envidia en
su palacio sucio de negra sangre y
Hambre. O no, mejor tres: incluyamos a Sueño y su palacio, ante cuyas puertas florecen fecundas adormideras.
Transcribir, como haré a continuación, los fragmentos de Ovidio que ofrezco
emocionado a mis intelectores me ha hecho pensar en que quizás en vez de esta
tediosa introducción admirativa a la obra del sulmonense hubiera sido mucho más
acertado titular esta entrada Crestomatía
metamórfica u ovidiana, y dejar a
los intelectores a solas con lo esencial, los textos de Ovidio. No he sabido
abstenerme y he cedido a la vanidad de quien se precia de la elección, como
quien se ufana del arte que compra y cuelga en las paredes de su casa, salvando
la abismal distancia crematística entre una y otra vanidad, por supuesto. En
cualquier caso, lo importante son esas alegorías prometidas. Aquí va la
primera:
En el acto se dirige
al palacio sucio de negra sangre de la Envidia. Está oculta en las
profundidades de un valle su casa privada de sol, no accesible a ningún viento,
triste y repleta de un frío entumecedor y que siempre está vacía de fuego y
siempre llena de bruma. Cuando llegó allí, la varonil doncella que ha de ser
temida en la guerra se detuvo ante la casa, pues no tiene derecho a penetrar en
la mansión, y golpeó los postigos con la punta de su lanza; se abrieron las
golpeadas puertas, ve dentro a la Envidia comiendo carne de víbora, alimento de
sus venenos, y al verla aparta los ojos. Pero aquella se levanta perezosa del
suelo y deja los cuerpos de las serpientes a medio comer y anda con paso
desmadejado y, cuando vio a la diosa engalanada con su hermosura y con sus
armas, lanzó un gemido y atrajo el rostro de la diosa a sus suspiros. La
palidez se asienta en su rostro, la escualidez en todo su cuerpo, nunca es
recta su mirada, los dientes están lívidos por el moho, sus pechos están verdes
de hiel, la lengua empapada de veneno. Le falta la risa a no ser que la
provoque la contemplación del dolor y no disfruta con el sueño, desvelada por
las vigilantes preocupaciones, sino que ve, y se pone enferma al verlos, los
éxitos de los hombres, que en nada le resultan agradables, y devora y se devora
a la vez y es su propio suplicio. Ordenada por Minerva, ha de “infectar con su
ponzoña” a una de las hijas de Cécrope, a Aglauro. “Ella [la Envidia],
contemplando con torva mirada a la diosa que huía, emitió pequeños murmullos y
se lamentó del éxito que iba a conseguir Minerva y coge su bastón, al que en su
totalidad rodeaban cadenas de espino y, cubriéndose de negras nubes, por
doquiera que camina, arrasa los labrantíos en flor y agosta las hierbas y
arranca la flor de la adormidera y con su soplo contamina a los habitantes, las
ciudades y sus casas, y finalmente contempla la ciudadela de la Tritonia, que
florecía en ingenios, riquezas y festiva paz, y apenas retiene sus lágrimas,
puesto que no ve nada digno de ser llorado. Pero, tras haber entrado en la
habitación de la hija de Cécrope, cumple las órdenes y toca con su mano teñida
de herrumbre su pecho y llena sus entrañas de zarzas como garfios y le insufla
una dañina ponzoña y distribuye a través de sus huesos y esparce en medio de su
pulmón un veneno negro como la pez y, para que las causas del mal no anden
errantes a través de un espacio más amplio, le pone ante los ojos a su hermana
y el afortunado matrimonio de su hermana y al dios con una bella apariencia y
le agranda todas las cosas…
Aquí la segunda:
Hay un lugar en los
remotos confines de la glacial Escitia, horrible territorio, una tierra
estéril, sin frutos, sin árboles; allí habitan el Frío inerte, la Palidez, el
Temblor y la famélica Hambre; ordena que ella se oculte en las criminales
entrañas del sacrílego y que no la venza la abundancia de alimentos y que en la
lucha supere mis fuerzas; y, para que no te dé miedo la longitud del camino,
recibe mi carro, recibe mis dragones, a los que en lo alto reprimirás con los
frenos, y se los dio. Ella, transportada por los aires con el carro que le había
sido dado, llegó a Escitia y en la cima de un endurecido monte (lo llaman el
Cáucaso) aligeró los cuellos de las serpientes y vio en un campo de piedras al
Hambre, a la que buscaba, que arrancaba con uñas y dientes las escasas hierbas.
Su cabello estaba erizado, los ojos hundidos, la palidez en su cara, los labios
blanquecinos de mugre, la garganta áspera de moho, la piel endurecida, a través
de la cual se podrían ver las entrañas; bajo los curvos ijares sobresalían los
resecos huesos, por vientre tenía el sitio del vientre, podrías pensar que el
pecho le colgaba y que solamente estaba sostenido por el armazón de la espina
dorsal. La escualidez le había aumentado las articulaciones y estaba hinchado
el globo de las rodillas y los tobillos sobresalían inflamados fuera de lo
normal. (…) penetra en el dormitorio del sacrílego, y al que estaba relajado en
un profundo sueño (pues era de noche) lo estrecha entre sus dos brazos y se
inocula dentro del hombre y sopla en su garganta, pecho y cara y rocía de ayuno
sus venas vacías y, tras haber cumplido sus órdenes, abandona el mundo fértil y
vuelve a su casa estéril, a su acostumbrada cueva. Todavía el suave sueño
ablandaba a Erisicton con sus plácidas alas. Él pide comida en las apariciones
de su sueño y mueve en vano su boca y fatiga su diente contra su diente y
ejercita su garganta engañada por un vano alimento y en lugar de manjares
devora inútilmente ligeras brisas. [Come de todo y no se sacia, hasta que,
al final]: él mismo comenzó a arrancar
sus propios miembros con desgarradores mordiscos y, desgraciado, haciendo
disminuir su cuerpo lo alimentaba.
Y aquí la tercera, Sueño, donde se conoce su variada
progenie, para sorpresa de tantos como la ignorábamos, más allá de la única
noticia de su hijo Morfeo, todo ello en relación con el mito de la fidelidad
conyugal representado por Céix y Alcíone:
Estancia del perezoso
sueño, adonde nunca puede dirigirse con sus rayos Febo ni al nacer ni al
mediodía ni en el ocaso; nieblas mezcladas con tinieblas y crepúsculos de luz dudosa
salen del suelo. (…) El silencioso Descanso se aloja allí. Sin embargo, sale de
la profunda roca el riachuelo de la Lete, y, al deslizarse por él, el agua con
su murmullo llama al sueño a las bulliciosas piedrecitas. Ante las puertas del
antro florecen fecundas adormideras e innumerables hierbas de cuyo jugo extrae
la noche el sopor y empapada lo extiende a través de la tierra oscurecida; y la
puerta no produce ruido al girar los goznes: no hay ninguna en toda la casa,
ningún guardián en el umbral; hay en el centro un lecho elevado sobre negro
ébano, con plumas, de un solo color, guarnecido de una oscura cubierta en donde
el dios se acuesta con sus miembros relajados por la languidez. A su alrededor
por doquier yacen tantos sueños vacuos imitando distintas formas cuantas
espigas produce la mies, ramas el bosque y arenas diseminadas la playa. Tan
pronto como penetró allí y apartó la doncella con sus manos a los sueños que le
cerraban el paso, relució con el resplandor de su vestido la sagrada morada y el
dios, alzando con dificultas sus ojos que estaban abatidos por la lenta
pesadez, volviendo a desvanecerse una y otra vez y golpeando lo alto del pecho
con su vacilante barbilla, finalmente se sacudió a sí mismo y, alzándose sobre
el codo, pregunta (pues la conoció) a qué viene; ella [Iris] por su parte responde: “Sueño, descanso de
las cosas, el más plácido de los dioses, Sueño, paz del alma, de quien huye la
preocupación, que suavizas los cuerpos cansados por las duras ocupaciones y das
fuerza para el trabajo, ordena que los ensueños, que al imitarlas igualan las
figuras verdaderas, se presenten a Alcíone en la hercúlea Traquis bajo la
apariencia del rey y representen la escena del naufragio. Ordena esto Juno.”
(…) Y el padre llama de entre la muchedumbre de sus mil hijos a Morfeo, el
artífice y simulador de la figura; ningún otro más hábil que él imita la manera
de andar y el rostro y el timbre de voz; añade también vestidos y las palabras
más usuales de cada uno, pero él imita sólo a los hombres; otro, en cambio, se
convierte en fiera, se hace pájaro, se hace serpiente de largo cuerpo. A este
los dioses lo llamaron Ícelon, el vulgo mortal Fobétor; hay además un tercero,
Fántaso, de una artimaña diferente: él engañosamente convierte todas las cosas
en tierra, roca, agua, madera y todo lo que carece de soplo vital.; este suele
mostrar de noche su rostro a los reyes y a los caudillos, otros visitan en su
vagabundeo a los ciudadanos y a la plebe. [Así pues, Céix, nimado por
Morfeo, se presenta ante su esposa Alcíone y le dice que no se engañe, que ha
muerto y que le haga el duelo:]
“¿Reconoces a Céix, desgraciadísima esposa mía?
¿O mi aspecto ha sido transformado por la muerte? Mírame: Conocerás y
encontrarás en lugar de tu esposo la sombra de tu esposo. Ninguna ayuda,
Alcíone, me proporcionaron tus deseos: ¡He muerto! No quieras que te haga
falsas promesas. El Austro cargado de lluvia se apoderó de la nave en el mar
Egeo y destrozó a la que era zarandeada por un enorme soplo y llenaron mi boca,
que en vano gritaba tu nombre, las olas. No te revela estas cosas un testigo
dudoso, estas cosas no llegan a tus oídos procedentes de vagos rumores: yo
mismo en tu presencia te cuento, náufrago, mi final. Levántate, ea, derrama
lágrimas y vístete con tu atuendo de luto y no me envíes al vacío Tártaro sin
haberme llorado. Morfeo añade a esto una voz que ella puede considerar que es
la de su esposo; también parecía que derramaba auténtico llanto y tenía los
ademanes de las manos de Céix. Alcíone lanza un gemido; deja fluir sus lágrimas
y mueve sus brazos en medio del sueño y buscando un cuerpo abraza el aire, y
exclama: “¡Quédate! ¿Adónde te arrastras? Iremos juntos.” Alterada por su
propia voz y por la visión de su marido, sacude el sopor y en primer lugar mira
alrededor por si está allí el que hace poco había sido visto; pues, asustados
por sus gritos, los servidores habían traído una luz. (…) “Ahora muero lejos de
ti, también lejos de ti soy zarandeada por las olas y sin mí me posee el mar.
Más crueles que el propio piélago serían mis sentimientos si me esforzara en
alargar mi vida y luchara por sobrevivir a tan gran dolor; pero ni he de luchar
ni he de abandonarte a ti, desgraciado, y al menos ahora iré como compañera
tuya y en el sepulcro, si no urna, al menos nos unirá una inscripción, si no he
de tocar tus huesos con mis huesos, al menos tu nombre con mi nombre”. El dolor
le impide decir más cosas y el llanto interrumpe cualquier palabra y de su
turbado corazón son arrancados los gemidos. [Luego llega el cadáver de Céix
al puerto, al malecón, y ella, convertida en Martín pescador, le dio en vano fríos besos con su duro pico,
y Céix también es convertido en ave:] Sometido a los mismos hados, también
entonces permaneció el amor y el pacto conyugal no se disolvió en aquellas
aves: se unen y se hacen padres y durante siete tranquilos días en la época
invernal incuba Alcíone en nidos que quedan suspendidos en la llanura marina.
Entonces es seguro el camino del mar: Eolo mantiene retenidos a los vientos y
les impide la salida y proporciona a sus nietos el mar en llano.
Ya lo
dije, pero es conveniente repetirlo: a Ovidio no lo guía ningún afán didáctico,
tampoco compilatorio, y ni siquiera moral. De esa actitud suya se deriva lo que
podríamos considerar como una sustancial irreverencia hacia una materia a medio
camino entre religión de estado y literatura de entretenimiento. Los dioses,
con su repertorio de bajezas y actos sublimes totalmente arbitrarios, estaban a
disposición de los creadores para que estos hicieran lo que les viniera en gana
con ellos. Es evidente que Ovidio respeta en lo fundamental lo que podríamos
denominar el núcleo duro de los mitos que conforman las historias más conocidas
y repetidas de nuestra tradición cultural, pero no es infrecuente que, frente a
otras mucho menos conocidas, y en las que invierte una capacidad fabuladora tan
asombrosa como intensa en el nivel de expresión, quiera nuestro autor ya pasar
de largo, ya cumplir con la cortesía de recogerlas en su Summa pero con cierto desdén, como si el extenso conocimiento de
las mismas las invalidara para vehicular a través de ella la pasión que expresa
en esas otras menos conocidas. No se engañe, pues, el intelector que tome la
excelente decisión de sumergirse en Las
metamorfosis. Tanto en un caso como en el otro, quien lee entregado a la
guía del omnipresente narrador que es trasunto del poeta, sea el que sea, aun
disfrazado de los más variopintos narradores incrustados en los relatos,
disfrutará de lo lindo con esa complicidad que Ovidio establece con sus
lectores para el reconocimiento de su arte y para buscar ¡nada menos que la
fama eterna!, que ya habría conseguido con cualquiera de sus otras obras, uy
especialmente con el Ars Amandi,
aunque Heroidas y Tristes tengan mucha más enjundia y den
satisfacciones más profundas, literaria y humanamente, que la primera.
Recordemos el famoso epílogo que cierra la obra con su reivindicación
plenamente lograda:
Y ya he completado la
obra, que ni la cólera de Júpiter ni el fuego ni el hierro ni el voraz tiempo
podrá destruir. Que cuando quiera aquel día, que no tiene ningún derecho a no
ser sobre este cuerpo, ponga fin al transcurso de mi insegura vida: sin
embargo, en la mejor parte de mí seré llevado eterno por encima de los elevados
astros, y mi nombre será imborrable y, por donde se extiende el poderío romano
sobre las domeñadas tierras, seré leído por la boca del pueblo, y a lo largo de
todos los siglos, gracias a la fama, si algo de verdad tienen los vaticinios de
los poetas, VIVIRÉ.
La
estructura de la obra, desde la cosmogonía hasta el presente del gobierno de
Augusto, parece querer recorrer algo así como la historia de la humanidad a
través de las aventuras de los dioses que nos han creado y nos han permitido
llegar al mayor grado de civilización conocido, el imperio de Augusto, de quien
Ovidio siempre esperó el perdón y el permiso para regresar a Roma, que nunca
obtuvo. Es cierto que Virgilio fue para Augusto el gran poeta de su obra
imperial y La Eneida el poema que lo glorificaba, pero Ovidio compone su obra
mitográfica al margen de la posible influencia virgiliana, y no necesariamente
como un empeño artístico que aspire o a emular o a superar al gran poeta
mantuano. El esquema general de la obra, que atiende a la recreación de
historias conocidísimas no incorpora una teleología, y mucho menos una
imposible teología. Insisto, Ovidio, en un supremo acto de libertad creativa y
organizativa, y estando en plena posesión de sus mejores recursos expresivos,
se dio el gustazo de sumergirse en ese mar
de historias en el que las islas más hermosas que describe no siempre
coinciden con las más renombradas. Con todo, Ovidio nunca desdeña la
oportunidad de añadir algunas pinceladas propias a la narración canónica de los
mitos conocidos, bien sea añadiendo algo de su invención, bien destacando algún
elemento que, en su narración adquiere un relieve distinto como el plomo de la
flecha que recibe Dafne frente a la de oro que recibe Apolo, mito en el que se
aprecia cuanto vengo diciendo de ese peculiar estilo ovidiano que tanto colma
las expectativas del intelector: Sigue
con paso apresurado sus huellas. Como cuando un perro de la Galia ha visto una
liebre en un desierto labrantío y este con sus patas busca la presa, aquélla su
salvación; así el dios y la doncella; este es rápido por la esperanza, ella por
el temor. Cualquiera de ellos, por indesmayable que sea su
pasión por la buena literatura, corre el riesgo de sentirse abrumado por las
infinitas referencias que en las ramificaciones familiares de cada mito cita
Ovidio. Pierda su temor. Ahí está la benemérita labor de las editoras, Consuelo
Álvarez y Rosa Mª Iglesias, para, mediante las oportunísimas notas a pie de
página, orientar con un infinito caudal de erudición al perdido y consolar al
afligido, porque en Las metamorfosis
es corriente que aparezcan personajes de escaso relieve en el conocimiento
popular del mundo mitológico, pero de mucho interés para Ovidio y, por ende,
para quien lo lee. Pienso ahora en Nictímene, que ultrajó el lecho paterno y
quien huye de la vista y de la luz y
oculta en las tinieblas su vergüenza y es repelida por todos en el cielo entero,
pero que acaba convertida en el ave favorita de Palas Atenea, como emblema de
la sabiduría en permanente vigilia. Y no me corto a la hora de posarme en otra
rama y recordar, aunque no venga al caso, los dos Darío que Salinas en su
magnífico estudio (¡de imprescindible lectura, si se quiere entender
“definitivamente” el valor de su poesía en la historia de la literatura en
lengua castellana!) sobre el poeta nicaragüense identifica con el cisne y con
el búho. Las metamorfosis, como buena
obra ecléctica e innovadora estructuralmente, por más que sobre una materia
ultratradicional y fijada por la autoridad de sus predecesores, desde Hesíodo
hasta Virgilio, contiene lo que hemos forzosamente de considerar como pequeñas
novelitas independientes que se alargan bastante más de lo que el común de los
mitos ocupa en el libro. Ese es el caso, sin duda, de la historia de Píramo y
Tisbe, cuya aventura salpica Ovidio con intervenciones del narrador, al estilo
de como lo hace en otros mitos, introduciendo ese dominio omnipresente de quien
es dueño y señor de cuanto narra, como
cuando llama la atención del lector: La
pared común a una y otra casa estaba hendida por una pequeña rendija; este
defecto no evidente para nadie a lo largo de los siglos (¿de qué no se da
cuenta el amor?) lo visteis por primera vez vosotros enamorados y lo
convertisteis en camino de la voz; por él solían transitar seguras vuestras
lisonjeras palabras en un murmullo apenas audible. ¡Una rendija convertida
en camino de la voz! ¡Ovidio en
estado puro! En el ámbito de la predilección por esa faceta sombría que
complace al poeta hemos de colocar su magnífica y estremecedora descripción del
Hades, confirmando que en Ovidio el arte de la descripción riñe en noble lid
con el de la narración para alzarse con el pláceme del lector, si bien la
descripción, al menos a mi entender, acaba llevándose el trofeo de la victoria.
De hecho, como cuando narra el contenido de los tapices de las ninfas, la écfrasis,
o descripción de un cuadro o un tapiz, es uno de los recursos más socorridos de
Las metamorfosis. Entrar en el Hades
de la mano de Juno: Hay un camino
inclinado, obscurecido por fúnebres tejos: conduce a las moradas infernales a
través de callados silencios; la inactiva Estige exhala nieblas, y por allí
bajan las sombras recientes y las imágenes de los que han recibido sepultura;
la palidez y el frío ocupan extensamente los espinosos lugares y los nuevos
manes ignoran dónde está el camino, por dónde se llega a la ciudad estigia,
dónde está el cruel palacio del negro Dite. [“El rico”, dios de los lugares
infernales, traducción del griego Plutón. ¿No deberíamos decir, así pues, *Ditécrata, como decimos Plutócrata?] para pedir que una de las Furias, Tisífone,
lleve desde el Tártaro la destrucción a Atamante y su nueva esposa, Ino, un
mito muy menor, como ya se advierte, permite seguir admirando esa obra maléfica
que recorre el libro con un énfasis que nos sitúa en la órbita del género de
terror, cuya versión serializada en la televisión tantos adeptos tiene (y no
estoy sugiriendo una serie sobre el libro, pero tampoco estaría de más…):
Tras haber dicho Juno
así estas cosas, Tisífone, según estaba con sus blancos cabellos en desorden,
los agitó y apartó de su boca las culebras que se la tapaban. Y sin tardanza la
cruel Tisífone coge una antorcha humedecida en sangre y se viste una túnica
enrojecida por la sangre que chorrea y se ciñe con una serpiente enroscada y
sale de casa. Acompañan a esta en su marcha el Luto y el Pavor y el Terror y la
Locura de rostro agitado. (…) A
continuación arranca de en medio de sus cabellos dos serpientes y con mano
portadora de muerte lanza las arrancadas; y ellas, por su parte, recorren el
regazo de Ino y Atamante y les inoculan nauseabundos alientos; y no sufren
ninguna herida en sus miembros, es su mente la que es sensible a los crueles
embates. Consigo había llevado también líquidos de prodigioso veneno, espumas
de la boca de Cérbero y ponzoña de Equidna y vagos delirios y olvidos de la
ciega razón y crimen y lágrimas y furia y deseo de matanza, todas trituradas en
conjunto; y estas cosas, mezcladas con sangre reciente, las había cocido en un
cóncavo caldero de bronce removidas con verde cicuta; y mientras aquellos se
espantan, vierte el enfurecedor veneno en el pecho de ambos y remueve lo más
profundo de sus entrañas.
La referencia infernal sirve de
preludio a la historia del amor entre Plutón y Prosérpina (aprovecho para decir
que sigo, como está claro, las acentuaciones de la edición, algunas de las
cuales chocan con las habituales en nuestra tradición oral), para complacencia
de su padre, Júpiter, e irritación desesperada de Ceres, su madre. Una historia
que involucra, a su vez, alguna metamorfosis, como la de Ascálafo, cuya
transformación en búho por obra de Prosérpina es invención propia de Ovidio. Después
de que Aretusa confiese a Ceres que ha visto a su hija en el Hades: Mientras me deslizo bajo tierra por el
abismo estigio, fue vista allí por mis ojos tu Prosérpina: ella, ciertamente
triste y no desprovista todavía de miedo en su rostro, pero en todo caso reina,
pero la más importante del mundo sin luz, pero en todo caso poderosa consorte
del soberano infernal. Ceres
se planta resolutiva ante Júpiter y le espeta: Ea, mi hija buscada por mí durante largo tiempo, ha sido encontrada, si
puedes llamar encontrar al haber perdido con más certeza o si puedes llamar
encontrar a saber dónde está. ¡Soportaré que haya sido rapatada con tal que la
devuelva! Pues no es digna de un marido salteador tu hija, si ya no es mi hija.
Y Júpiter le responde:
Mi hija es una prenda y carga común contigo; pero, si parece bien sólo
añadir nombres verdaderos a la realidad, este hecho no es un deshonor, sino
amor verdadero, y no será para mí motivo de vergüenza ese yerno, diosa, con tal
que tú lo quieras. ¡Que falten las demás cosas, cuán importante es ser hermano
de Júpiter! ¡Y puesto que a las demás cosas no faltan, en nada es inferior a mí
a no ser por el sorteo! Pero si tan gran deseo tienes de una separación, volverá
Prosérpina al cielo, aunque con una condición determinada, si no ha tocado allí
con su boca alimento alguno; pues así ha sido dispuesto por la ley de las
Parcas”. Había hablado y Ceres, por su parte, había decidido sacar de allí a su
hija. No lo permiten los hados así, puesto que la doncella había roto el ayuno
y, mientras vagabundeaba sin malicia en los cultivados huertos, había cogido de
un curvado árbol una granada y, arrancando de la amarillenta corteza siete
granos, los había exprimido en su boca; el único de todos que vio esto fue
Ascálafo, al que en otro tiempo se dice que Orfne, muy conocida entre las
ninfas del Averno, dio a luz concebido de su Aqueronte en las negras selvas; y
lo vio y, cruel, con su delación impidió el regreso. Gimió la reina del Érebo y
convirtió al delator en una siniestra ave y su cabeza, rociada con el agua del
Flegetonte, la convirtió en pico y plumas y grandes ojos. Él, arrebatado de sí
mismo, se envuelve en rojizas alas y crece en su cabeza y encorva sus largas
uñas y apenas mueve las plumas nacidas a lo largo de sus brazos sin fuerzas y
se convierte en un repugnante pájaro mensajero de inminente dolor, el perezoso
búho, siniestro presagio para los mortales. [Es proverbial la concepción del
búho como ave de mal agüero en su calidad de oscen, es decir, animal augural por su canto, en tanto que como ales, augural por su vuelo, es
favorable, pero apenas tenido en cuenta, nos dicen las oportunas notas a pie de
página.]
Con algo más que inusitado interés he
leído el auténtico cuento de terror que la historia de Tereo, Filomela y
Procne, la cual, en forma de romance truculento, el Romance de la infanticida, me estremeció una y mil veces oído en la
voz juglaresca de Joaquín Díaz cuando estudiaba literatura medieval en la
universidad bajo la entonces sabihonda e inexperta batuta pedagógica de un
Carlos Alvar que se estrenaba en la profesión. La historia, en resumen, es la
siguiente, Tereo se encapricha de su cuñada Filomela, hermana de su mujer,
Procne. Tereo la secuestra y abusa de ella, tras lo cual le corta la lengua
para impedir que lo delate…, pero lo justo es cederle la palabra a quien sabe,
con esa situación, construir un relato que justifica el epifonema que lo abre: ¡Ay, dioses, qué gran cantidad de noche
ciega tienen los pechos de los mortales!, un tipo de reflexión casi
imposible de hallar en la chata literatura moderna, o lo que benévolamente
podríamos aceptar como su equivalente. Las
metamorfosis es un obra llena de expresiones de este jaez, de ahí su
condición de auténtica escuela de cuantos en nuestra historia literaria
supieron aprender en él fondo y forma, las más afortunadas reflexiones
existenciales expresadas con el más depurado de los estilos. Así cuenta Ovidio
esa terrible historia:
“¡Oh, bárbaro de
crueles acciones, oh inhumano, no te han conmovido los encargos de mi padre y
sus lágrimas llenas de cariño, ni las cuitas de mi hermana ni mi virginidad ni
las leyes del matrimonio! ¡Todo lo has trastocado: yo me he convertido en rival
de mi hermana, tú en doble esposo! Soy merecedora del castigo propio de un
enemigo. ¿Por qué no me arrebatas, pérfido, esta vida, para que no te falte
ultraje alguno? ¡Y ojalá lo hubieras hecho antes de la sacrílega unión! Hubiese
tenido una sombra libre de culpa (…) Filomela ofrecía su cuello y, al ver la
espada, había concebido la esperanza de su muerte; él, sujetando con una tenaza
la lengua que estaba llena de indignación, que gritaba sin cesar el nombre de
su padre y que luchaba por hablar, se la cortó con cruel espada; la profunda
raíz de su lengua palpita, ella misma está en el suelo y temblando balbucea
sobre la negra tierra y, como suele saltar la cola de una culebra mutilada, se
agita y al morir busca las huellas de su dueña. Incluso tras este crimen
(apenas me atrevo a creerlo), se dice que a menudo se sirvió del cuerpo
lacerado para su lujuria. [Tereo le dice a Procne que su hermana ha muerto.
Esta le rinde honras fúnebres.] “¿Qué
puede hacer Filomela? Un guardia le cierra la huida, las murallas del establo
se alzan levantadas en sólida roca, la boca muda no tiene medios de denunciar
el hecho. Es grande la inspiración del dolor y la habilidad acude en las
situaciones desgraciadas. Astuta, cuelga de un telar bárbaro una urdimbre y
tejió unas marcas de purpura entre hilos blancos delación del crimen, y un vez
acabada la entrega a una y le ruega por señas que la lleve a su señora; aquella
a la que se lo había pedido la llevó ante Procne; no sabe qué entrega en ello.
Desenrolla el tejido la esposa del cruel tirano y lee el desgraciado romance de
su suerte y (es admirable que pudiera) guarda silencio: el dolor reprimió su
boca y faltaron palabras suficientemente indignadas a su lengua aunque las
buscara, y no hay tiempo para llorar, sino que se precipita a confundir lo
justo y lo injusto y se vuelca toda ella en la imaginación del castigo. (…)
Llega por fin al inaccesible establo, da alaridos y grita el evohé y fuerza las
puertas y arrastra consigo a su hermana, y viste con las insignias de Baco a la
que ha arrastrado y esconde su rostro con hojas de hiedra y tirando de ella,
que está asustada, la conduce dentro de su propio palacio. (…) Arde Procne y
ella misma no domina su propia cólera y, echándole en cara el llanto a su
hermana, dice: “No hay que tratar esto con lágrimas, sino con hierro, a no ser
que tengas algo que pueda vencer al hierro. Yo, hermana, me he preparado para
cualquier impiedad: o yo quemaré con teas el palacio real, arrojaré a Tereo, el
artífice, en medio de las llamas, o le arrancaré con la espada la lengua o los
ojos y los miembros que te arrancaron tu honra, o, mediante mil heridas, le
sacaré su alma culpable. Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa por grande que
sea; qué sea ello, lo dudo todavía” (…) Y, sin decir nada más, dispone un
siniestro crimen y se abrasa en callada cólera. [Se le acerca su hijo Itis,
a quien ve parecidísimo a su padre, Tereo]
(…) Sin tardanza, arrastró a Itis como una tigresa del Ganges a una cría de
teta de una cierva a través de los oscuros bosques, y cuando alcanzaron la
parte más alejada de lo profundo de la casa, al que tendía sus manos y veía ya
su destino y gritaba “madre, madre” y buscaba su cuello, Procne lo hiere con la
espada donde el pecho se une al costado, y no vuelve su rostro; por más que una
sola herida le bastaba para su muerte, Filomela le abrió la garganta con el
hierro; y despedazaron los miembros, todavía vivos y que conservaban algo de
aliento: de ellos una parte salta en los profundos calderos de bronce, otra
parte chisporrotea en los asadores; las estancias chorrean de sangre. A estos
manjares invita la esposa a Tereo que nada sabe y, fingiendo un sacrificio
según la costumbre de sus antepasados al que solo se permite asistir al marido,
alejó a acompañantes y siervos. El propio Tereo, sentándose en elevado sitial
de sus antepasados, come y amontona en su vientre sus propias entrañas y, tan
grande es la noche de su alma, “llamad aquí a Itis”, dijo. No es capaz Procne
de disimular la alegría de su crueldad y, deseando ya erigirse en la mensajera
de su matanza, “dentro tienes al que reclamas”, dice. Mira él en torno suyo y
pregunta dónde está; y, mientras buscaba y lo llamaba de nuevo, según estaba
con los cabellos despeinados por la terrible matanza, dio un salto Filomela y
arrojó a la cara del padre la ensangrentada cabeza de Itis y en ningún otro
momento había preferido poder hablar y atestiguar su goce con palabras dignas de
la ocasión. El tracio alejó la mesa de sí con un enorme grito y hace venir a
las viperinas hermanas del valle estigio, y unas veces intenta sacar de allí,
si pudiera, con su pecho abierto el cruel festín y las sumergidas entrañas,
otras llora y se llama miserable sepulcro de su hijo; ahora persigue con la
espada desenvainada a las hijas de Pandíon. Pensarías que los cuerpos de las
Cecrópides están colgados provistos de alas: colgaban provistos de alas. Una de
ellas se dirige a los bosques, la otra se encarama a los tejados; y todavía no
se han ido de su pecho las marcas de la matanza y la pluma está marcada con
sangre. Él, raudo por su dolor y por el ansia de castigar, se convierte en un
ave que tiene un penacho en la punta de su cabeza, un pico se prolonga exageradamente
en lugar de la larga lanza, el nombre del pájaro es abubilla, parece una figura
armada. [Las hermanas se convierten en golondrina, Procne, y en ruiseñor
Filomela.]
De igual
modo, la cervantina historia de Céfalo y Procris parece transcurrir en una
floresta medieval de Chrétien de Troyes, aunque se reencarnara dieciséis siglos
después en esa joya sucinta que es El
curioso impertinente. El mito tuvo su descendencia curiosa en forma de
primera ópera española cuya partitura y libreto han llegado hasta nosotros,
basado, el segundo, en la obra teatral de Calderón Celos aun del alma matan. Puede que me pase, al ofrecer la
transcripción casi íntegra del mito, pero quienes no tengan tiempo o ganas para
ir al original a buen seguro que me lo agradecerán:
Permítaseme contar la
verdad con el permiso de la diosa: por más que ella sea admirable por su cara
de rosa, por más que ella ocupe los confines del día y ocupe los de la noche,
por más que ella se alimente de agua de néctar, yo amaba a Procris, Procris
estaba en mi corazón, Procris siempre en mi boca. [Recordemos que La Aurora
(Eos) había raptado a Céfalo y lo mantuvo secuestrado ocho años] (…) Se conmovió la diosa y dijo: “¡Deja tus
lamentos, ingrato, ten a Procris! Pero si mi mente ve el porvenir, querrás no
haberla tenido.” Y encolerizada me devolvió a ella. Mientras vuelvo y doy
vueltas en mi interior a las amonestaciones de la diosa, empecé a tener el
miedo de que mi esposa no hubiese guardado bien las leyes del matrimonio; su
figura y su edad me ordenaban creer en el adulterio, su carácter me impedía
creerlo; pero, con todo, yo había estado ausente, pero también ésta, de donde
yo volvía, era un modelo de culpa, pero todo lo tememos de los amantes. Decido,
cosa lamentable, investigar y probar con regalos su casta fidelidad. La Aurora
favorece este temor mío y cambia mi aspecto (me pareció percibirlo). [Entra
sin ser reconocido y llega hasta donde está su esposa] “Cuando la vi me quedé atónito y casi abandoné la premeditada prueba de
su fidelidad; malamente me contuve para no confesarle la verdad, malamente para
no darle besos como era debido. Estaba triste (sin embargo, ninguna podía ser
más hermosa que ella en su tristeza) y estaba afligida por la nostalgia del
esposo que había sido raptado. Piensa tú, Foco [hijo de Éaco y de la
nereida Psámate, aquí interlocutor de Céfalo, claro, quien lo induce a que
cuente su historia], cuál sería la
belleza en aquella a la que el propio dolor embellecía así. ¿Por qué voy a
contarte cuantas veces su pureza de carácter rechazó mis intentos, cuántas
veces me dijo: “Yo me reservo para uno solo; dondequiera que esté, reservo mis
goces para uno solo” ¿Para quién en su sano juicio no hubiera sido suficiente
esta prueba de fidelidad? No me doy por contento y hurgo en mis propias
heridas; una vez que hablándole de entregarle una fortuna por una noche y al
aumentar los obsequios finalmente la obligué a dudar, exclamo, mal fingidor:
“¡Tienes delante un mal fingido adúltero, era tu verdadero marido; estás
atrapada, desleal, siendo yo el testigo!” Ella nada dice; vencida solamente por
silenciosa vergüenza, huye de su traidor hogar a la vez que de su malvado
esposo y odiando, ofendida por mí, todo el linaje de los hombres, vagaba por
los montes dedicándose a las aficiones de Diana. Entonces a mí, abandonado, una
pasión muy violenta me llegó hasta los huesos; suplicaba su perdón y confesaba
que había pecado y que habría podido sucumbir yo también a semejante culpa con los
regalos ofrecidos, si se me ofrecieran tan grandes regalos. Vuelve a mí, que
había confesado esto, habiendo vengado con anterioridad su pudor herido, y pasa
dulces años armoniosamente conmigo. Me hace, además, como si ella se hubiese
entregado como un pequeño don, el obsequio de un perro, del que, cuando a ella
se lo entregó su Cintia, había dicho: “Vencerá a todos en la carrera”. También
me regala a la vez la jabalina que tengo en mis manos. ¿Preguntas cuál fue la
suerte del otro regalo? Escucha algo que ha de asombrarte: te sorprenderá por
lo inaudito del hecho. [Envian una calamidad en forma de fiera, la zorra Teumesis,
que asuela Tebas] Se me pide por gran
consenso mi Lélaps [el perro que le regala Procris], este era el nombre del regalo; ya hace tiempo lucha por librarse él
de sus lazos y tensa los que retienen su cuello. Apenas había sido lanzado y ya
no podíamos saber dónde estaba; el polvo caliente tenía las huellas de sus
patas, el mismo había desaparecido de nuestra vista: no sale más rápida que él
una lanza ni las balas liberadas de la retorcida honda ni la ligera caña del
arco de Gortina “Brisa, ven”, solía cantar, “alíviame y penetra en mi regazo,
tú la más agradable, y, como sabes hacerlo, desea apaciguar los fuegos con los
que me abraso” Quizás añadiría (así me arrastraba mi destino) más lisonjas y
acostumbraría a decir, “tú, mi gran placer, tú me das fuerzas y me cuidas, tu
haces que ame las selvas, que ame los lugares solitarios y que este aliento
tuyo siempre sea captado por mi boca” No sé quién prestó oídos engañados por
las palabras de doble sentido y, pensando que el nombre de la brisa tan a
menudo invocado era el de una ninfa, cree que yo estoy enamorado de una ninfa.
Al punto, temerario delator de una culpa inventada, se presenta ante Procris y
repite con su lengua los susurros que ha oído. Crédula cosa es el amor: desvaneciéndose por el repentino dolor,
según se me cuenta cayó y, tras haberse repuesto después de un largo tiempo, se
llamó desgraciada, se llamó de adverso destino y se quejó de la infidelidad e,
impulsada por una culpa irreal, temió lo que no es nada, temió un nombre sin
cuerpo y se duele, desgraciada, como si se tratara de una auténtica rival. [Se
va al bosque, entona la canción de la brisa, oye un ruido…]”al hacer las hojas que caían un pequeño ruido de nuevo, pensé que era
una fiera y lancé mi veloz dardo; era Procris y, sujetando su herida en medio
del pecho, grita: “¡Ay de mí!” Cuando reconocí la voz de mi fiel esposa, corrí
a su voz precipitándome y fuera de mí; la encuentro moribunda y manchada con
sus vestidos llenos de sangre y tratando de arrancarse de la herida su propio
regalo (¡desgraciado de mí!) y su cuerpo, más querido que el mío para mí, lo
levanto con suaves brazos y vendo las crueles heridas con mi ropa desgarrada
desde el pecho e intento detener la sangre y le pido que no me abandone a mí,
convertido en criminal por su muerte. Ella, sin energías y ya a punto de
expirar, se fuerza a decir estas pocas palabras: “Por las alianzas de nuestro
lecho y por los dioses del cielo y los míos, por si en algo he sido un bien
para ti, y por el amor, motivo para mí de muerte, que incluso ahora cuando
muero permanece, te ruego suplicante que no permitas que Brisa sea tu esposa en
nuestro tálamo”.
De lo
que dan de sí las aventuras de Hércules, ¿cómo sorprenderse de que Ovidio haya
escogido el episodio del manto de Deyanira, tan plástico, tan atroz, te alcanzaré con una herida, no con los pies:
[Habla Deyanira, dirigiéndose a Neso, un centauro, hijo de
Ixión:] “Si nada te conmueve el respeto
hacia mí, por lo menos la rueda de tu padre te debía hacer capaz de alejarte de
uniones prohibidas. Sin embargo, no escaparás, aunque confíes en tus recursos
de caballo; te alcanzaré con una herida, no con los pies.” La acción da valor a
sus últimas palabras y una flecha disparada atraviesa el lomo que huye: el
curvo hierro sobresalía de su pecho. Tan pronto como se lo arrancó, brotó por
los dos agujeros sangre mezclada con la ponzoña del veneno de Lerna. Neso la
recoge; “así pues no moriré sin vengarme”, habla consigo mismo, y entrega a la
raptada como obsequio una tela empapada por la caliente sangre como si fuera un
estímulo para el amor. Cuando se le
adelantó hasta tus oídos, Deyanira, la parlanchina fama, que se goza en añadir
falsedades a la verdad y mediante sus mentiras crece desde lo más pequeño,
diciendo que el Anfitrioníada estaba preso de amor por Íole. Su enamorada lo
cree y, aterrada por la fama del nuevo amor, en primer lugar se entregó a las
lágrimas y llorando desgraciada dio rienda suelta a su dolor, e inmediatamente
después dice: “¿Pero por qué lloro? Mi rival se alegrará de estas lágrimas. Y,
puesto que ella va a venir, hay que apresurarse y preparar algo nuevo, mientras
está permitido y todavía no ocupa otra mi tálamo. ¿Me lamentaré o guardaré
silencio? ¿Voy a volver a Calidón o a quedarme aquí? ¿Saldré de esta casa o, si
no hay nada más, me resistiré? ¿Y si acordándome, Meleagro, de que soy su
hermana, preparo una valerosa hazaña y dos testimonios, tras haber degollado a
mi rival, de cuánto puede la injuria y el dolor de una mujer? (…) [Deyanira
le envía la túnica teñida con la sangre de Neso para celebrar un sacrificio
adecuadamente vestido. Hércules la coge y reviste sus hombros con el veneno de
la víbora de Lerna. De pronto, comienza a surtir efecto el veneno:] “Mientras pudo, reprimió el gemido con su
acostumbrado valor; después de que su capacidad de soportar fue vencida por el
dolor, empujó el altar y llenó el boscoso Eta con sus gritos. Y sin tardana,
intenta romper la túnica portadora de la muerte; por donde la arranca, arranca
ella la piel y, cosa horrible de relatar, o al intentar en vano desprenderla se
adhiere a su carne o descubre los desgarrados miembros y sus enormes huesos. La
propia sangre, como en algún momento una lámina candente sumergida en helada
agua, rechina y se cuece en el ardiente veneno. Y no hay limitación, las
voraces llamas le sorben las entrañas y resuenan los tendones abrasados, y con
la médula derretida por la oculta ponzoña, levantando las manos al cielo,
grita: “¡Saturnia, aliméntate con mi desgracia! Aliméntate y contempla, cruel
desde lo alto, esta calamidad y sacia tu fiero corazón. Ahora bien, si soy
digno de compasión incluso para un enemigo, esto es, si lo soy para ti,
arrebátame esta vida debilitada por crueles suplicios y odiosa y que nació para
los trabajos. [Enumera sus trabajos]
“Así dijo y herido camina por lo alto del Eta, no de otro modo que si un toro
llevase clavado en su cuerpo un venablo y hubiese huido el autor de la acción.
Se le habría podido ver muy a menudo volviendo a intentar desgarrar por
completo su ropa y abatiendo troncos y enfurecido contra los montes o tendiendo
sus brazos al cielo de su padre. [Coge a Licas, que le había entregado la
túnica] “y, tras haberle dado tres o
cuatro vueltas, lo envía con más fuerza que una catapulta a las olas de Eubea.
Él, mientras cuelga en las brisas celestinales, se quedó duro y, como dicen que
las lluvias se condensan por los helados vientos y después se convierten en
nieve y que la nieve girando en una mole se aprieta y se hace un cuerpo
aglomerado en espeso granizo, así de aquel que, lanzado al vacío con poderosos
brazos y muerto de miedo y sin nada de líquido, han transmitido las épocas
pretéritas que se convirtió en endurecido pedernal. Todavía ahora un pequeño
peñasco sobresale en el profundo mar de Eubea y conserva huellas de figura
humana y a éste, como si fuera a sentirlo, temen pisarlo los marineros y lo
llaman Licas. “En lo que a ti respecta, famoso vástago de Júpiter, tras haber
cortado árboles que el elevado Eta había producido y tras haberlos amontonado
en una pira, ordenas que el hijo de Peante, con suyo servicio fue puesta la
llama debajo, lleve tu arco y tu espaciosa aljaba y tus flechas que habrían de
ver de nuevo los reinos troyanos, y, mientras se prende el montón por ávido
fuego, cubres el alto amontone de madera con la piel de Nemea y te recuestas
con el cuello apoyado en la clava, no con otro rostro que si estuvieras echado
como comensal cubierto de guirnaldas entre vasos llenos de vino. [Se
produce, a continuación, la Apoteosis de Hércules, que es llevado al Olimpo por
su padre, Júpiter, en un carro de 4 caballos] “Entretanto, lo que había de llama devastadora lo había arrebatado
Múlciber y no permaneció una figura de Hércules que fuese reconocible y no
tiene nada proveniente de la figura de su madre, solamente conserva huellas de
Júpiter; y, como una serpiente nueva tras haberse despojado de la vejez junto
con la piel suele rebosar de vigor y brillar con la escama recién nacida, así,
cuando el Tirintio se despojó de sus mortales miembros, florece en la mejor
parte de sí y comienza a aparecer más grande y a ser temible por su augusta
gravedad. Y el padre omnipotente, tras haberlo arrebatado entre huecas nubes en
un carro de cuatro caballos, lo trasladó a los resplandecientes astros.
Seré
parcial, sin duda, pero de esa especialidad ovidiana que es el monólogo
dramático, me parece que el incestuoso de Biblis por su hermano Cauno y, sobre
todo, el no menos incestuoso de Mirra por su padre, Cíniras, ambos poco
conocidos fuera del ámbito de los especialistas, son dos ejemplos que dejarán
al intelector boquiabierto y deseoso de afanarse en la lectura del volumen
íntegro, porque hallazgos narrativos como los presentes son la columna
vertebral de Las metamorfosis. Del
segundo monólogo, el propio Ovidio advierte: Voy a cantar cosas terribles: alejaos de aquí, hijas, alejaos, padres,
o, si mi canto relaja dulcemente vuestros corazones, que desaparezca la
credibilidad hacia mí en esta parte, y no deis crédito a lo que ha ocurrido; o,
si le dais crédito, dad crédito también al testigo de la acción. Pero
vayamos, primero, a esa perfecta representación de la pasión prohibida que
siente Biblis y que no la deja vivir:
“¡Ay, desgraciada de
mí! ¿Qué pretende la imagen de la noche callada? ¡Cómo quisiera que no fuese
verdad! ¿Por qué he visto yo estos sueños? [“le pareció también que unía su
cuerpo al de su hermano y enrojeció, aunque yacía dormida”] Él ciertamente es hermoso para los ojos, aunque sean hostiles, y me
place amarlo. (…) Con tal de que despierta no intente hacer nada de tal tipo,
que me esté permitido que a menudo vuelva un sueño con una visión semejante: no
hay testigos en los sueños y no les falta una apariencia de placer… ¡Por Venus
y el alado Cupido a la vez que su madre, de cuántos goces he disfrutado! ¡Qué
evidente pasión me ha tocado! ¡De qué modo yací derretida hasta los tuétanos!
(…) ¿Pero qué importancia tienen los sueños? ¿Acaso tienen importancia los
sueños? ¡Mejor los dioses! En verdad los dioses tuvieron a sus hermanas como
suyas. (…) ¿Por qué intento costumbres humanas para los dioses del cielo y
pactos distintos? ¡O el ardor prohibido se escapa de mi corazón o, si no puedo,
pido morir antes y, una vez muerta, ser preparada en el lecho y que mi hermano
dé besos a la allí colocada! (…) Con todo, si él mismo hubiera sido cautivado
primero por un amor hacia mí, quizás yo podría ser indulgente con su loca
pasión. ¿Así pues lo buscaré yo misma, que no habría de rechazar a quien me
buscase? ¿Podrás hablar acaso? ¿Podrás confesarlo? Me obligará el amor, podré;
o si el pudor refrena mi boca, una carta secreta confesará mis ocultos fuegos.
(…) Lo verá: voy a confesar mi insensato amor. ¡Ay de mí! ¿Adónde me dejo
llevar? ¿Qué fuego alberga mi mente?” Comienza y duda; escribe y desecha las
tablillas; y marca y borra; cambia y condena y aprueba, y alternativamente deja
la que ha cogido y vuelve a coger las que ha dejado. No sabe qué quiere; lo que
parece que está a punto de hacer le desagrada; en su rostro está mezclada la
osadía y la vergüenza. (…) “Te envía a ti esta salud, que no habrá de tener si
tú no se las das, una enamorada; le avergüenza, ¡ay!, le avergüenza divulgar el
nombre. (…) En verdad podría ser para ti un indicio de un pecho herido el color
y la delgadez, y el rostro y mis ojos muy a menudo húmedos, y mis suspiros
provocados por una causa no evidente, y mis frecuentes abrazos y los besos que,
si por casualidad lo notaste, no podrían ser percibidos como de una hermana;
sin embargo, yo misma, aunque tenía una cruel herida en mi corazón, aunque en
mi interior había un enloquecido ardor, he hecho todo (los dioses son mis
testigos) para estar por fin en mi sano juicio, y luché durante largo tiempo
por esquivar, desgraciada, las enfurecidas armas de Cupido y yo, endurecida,
soporté más de lo que pensarías que puede soportar una joven. (…) Compadécete
de la que te confiesa su amor y que no lo confesaría si no la obligase un ardor
al límite, y no seas merecedor de ser inscrito en mi sepulcro como su
causante.” [Finalmente, se decide a enviar la carta, pero la envía con su
sello personal, por lo que se delata ante su hermano, quien la rechaza.] “¿Por qué, temeraria, he dado muestras de
esta herida? ¿Por qué tan rápidamente he confiado unas palabras que debieron
ser ocultadas a unas apresuradas tablillas? Antes hubiera debido yo explorar
con palabras ambiguas el parecer de su corazón. Para que no deje de favorecerme
en mi avance, debí comprobar con una parte de la vela de qué calidad era la
brisa y discurrir por un mar seguro yo, que ahora he desplegado las velas a
unos vientos no sondeados antes. Por tanto, soy arrastrada contra unos escollos
y, después de volcar, me sumerjo en la totalidad del océano y mis velas no
tienen posibilidad de regreso. (…) Si me estuviera permitido rehacer lo ya
hecho, lo primero era no haber comenzado, lo segundo es obtener por la fuerza
lo emprendido. (…) Lo que falta es mucho para mis deseos, poco para un crimen.
Del segundo mito, esa obsesión enfermiza de Mirra por su
padre, y de las argucias de que se vale aquella para yacer con este, la
narración de Ovidio, después de haber hecho aquella advertencia que antes
recogí, nos dice:
La cautela de los hombres
ha promulgado leyes mezquinas, y lo que permite la naturaleza lo niega la
jurisprudencia celosa. (…) ¿Por qué das vueltas a estas cosas? ¡Alejaos,
prohibidas esperanzas! Aquél es digno de ser amado, pero como un padre. Por
consiguiente, si yo no fuese la hija del gran Cíniras, podría acostarme con
Cíniras; ahora, dado que ya es mío, no es mío, y la misma proximidad es para mí
motivo de daño: como extraña tendría más posibilidades. Me agradaría irme lejos
de aquí y abandonar los confines de mi patria con tal de poder escapar a mi
crimen. Un maligno ardor retiene a la enamorada para contemplar en persona a
Cíniras y tocarle y hablarle y darle besos, si no se concede nada más; pero,
impía y doncella, ¿puedes esperar algo más allá y no te das cuenta de cuántas
leyes y nombres confundes? ¿Acaso vas a ser rival de tu madre y concubina de tu
padre? ¿Acaso recibirás el nombre de hermana de tu hijo y madre de tui hermano?
¿Y no temes a las hermanas empenachadas de negras serpientes, a las que
contemplan los culpables corazones buscando los ojos y las bocas con crueles
antorchas?(…) Era medianoche y el sueño había relajado las preocupaciones y los
cuerpos; pero la joven hija de Cíniras, insomne, es apresada por un fuego que
no puede dominarse y da vueltas a sus enloquecidos deseos y unas veces
desespera, otras quiere intentarlo, y se avergüenza y siente deseos y no
encuentra qué pueda hacer y, como se duda de dónde va a caer un enorme tronco
herido por una segur cuando queda el ultimísimo golpe y se teme desde todas
partes, así su ánimo, sacudido por muchas heridas, vacila sin peso de aquí para
allá y toma impulso en ambas direcciones. Y no se encuentra limite y reposo del
amor a no ser la muerte. Le agrada la muerte. Se levanta y decide anudar su
garganta con un lazo y, habiendo atado su cinturón de lo alto de un poste,
dijo: “Adiós, querido Cíniras, y comprende la causa de mi muerte” y estaba
sujetando la atadura al cuello que se ponía lívido. Dicen que los murmullos de
sus palabras llegaron a los fieles oídos de la nodriza, que guardaba el umbral
de su pupila; se levanta la anciana y abre las puertas y, al ver los
instrumentos de la muerte ya decidida, en un mismo momento grita y a la vez se
hiere y se rasga las vestiduras y destroza las ataduras arrancadas del cuello.
Entonces por fin quedó libre para llorar, entonces para abrazarla y preguntar
el motivo del lazo. Enmudecida guarda silencio la doncella e inmóvil contempla
el suelo y lamenta que haya sido sorprendido el intento de una muerte tardía;
la apremia la anciana y, desnudando sus blancos cabellos y sus pechos vacíos,
le suplica por la cuna y por sus primeros alimentos que le confíe lo que le
produce dolor: aquella gime de espaldas a la que le pregunta; la nodriza está
segura de que va a enterarse y de que no le prometerá solo lealtad. “Háblame”,
le dice, “y permite que yo te proporcione ayuda; mi vejez no es inútil: si es
locura, tengo a la que puede curarla con sortilegios y hierbas; si alguien te
ha hecho daño, serás purificada con un rito mágico; si es la cólera de los
dioses, la cólera puede ser aplacada con sacrificios. ¿Qué más puedo pensar?
Ciertamente la fortuna y la casa están a salvo y siguen su curso: vive tu madre
y también tu padre”. Mirra, al oír “padre”, emitió un suspiro de lo profundo de
su corazón y la nodriza todavía no capta nada impío en su pensamiento y, sin
embargo, presiente algún amor y, constante en su propósito, pide que le indique
a ella misma cualquier cosa que sea y acoge en su regazo de anciana a la que
llora y, abrazando así sus miembros con sus débiles brazos, dice: “Me he dado
cuenta, ¡estás enamorada! Y en esto (aleja tu miedo) mi diligencia será
adecuada para ti y tu padre no se enterará nunca de esto.” Saltó de su regazo
presa de furor y, oprimiendo el lecho con su cara, dice: “Aléjate, te lo ruego,
y ten consideración hacia mi desgraciado pudor”; a la que la apremia le dijo:
“Aléjate o deja de preguntar por qué me lamento: lo que te afanas en saber es
un crimen”. Se horroriza la anciana y le tiende unas manos temblorosas por los
años y por el miedo y cae suplicante a los pies de su pupila y unas veces la
acaricia, otras veces la asusta y la amenaza con la delación del lazo y del
intento de suicidio, si no la hace cómplice, y le promete ayuda para el amor,
una vez se lo confíe. Levantó ella su cabeza y con las lágrimas vertidas llenó
el pecho de la nodriza y muchas veces intentó confesar, muchas veces retiene su
voz y cubrió su avergonzado rostro con el vestido y dijo: “¡Oh madre, feliz con
tu esposo!” Tan solo esto, y lanzó un gemido. Un temblor penetra en los
miembros y huesos de la nodriza helándolos (pues se dio cuenta), y en toda su
coronilla su blanca canicie se eriza enhiesta de rígidos cabellos, y añadió
muchas cosas para que echara fuera, si podía, los crueles amores; y la doncella
sabe que ella recibe consejos sinceros, aunque está segura de morir si no consigue
el objeto de su amor. “Vive”, dice esta, “disfrutarás de tu…” y, no
atreviéndose a decir “padre”, guardó silencio y confirma su promesa jurando por
la divinidad. Las piadosas madres celebran las fiestas anuales en honor de
Ceres, esas en las que, cubriendo sus cuerpos con níveos vestidos, ofrecen como
primicias de sus cosechas guirnaldas de espigas y durante nueve noches
consideran prohibida a Venus y el contacto con los hombres. Entre aquella
multitud está Cencreide, la esposa del rey, y asiste a los secretos oficios.
Por consiguiente, mientras el lecho está vacío de la esposa legítima, la
nodriza, en mala hora diligente, encontrando a Cíniras embotado por el vino,
con un nombre inventado le expone unos amores verdaderos y alaba la belleza; al
preguntársele los años de la doncella, dice: “Es igual a Mirra”. Después de que
recibió la orden de conducírsela y tras haber vuelto a casa, dijo: “¡Alégrate,
pupila mía, hemos vencido!” La desgraciada doncella no siente alegría en todo
su corazón y se entristece su pecho que presiente, pero con todo también se
alegra; tan grande es el desvarío de su mente. Era la hora en que todas las
cosas guardan silencio (…); ella se dirige a su fechoría. Huye del cielo la
dorada luna, negras nubes cubren los astros que se esconden. (…) Por tres veces
se volvió atrás por la señal del pie que había tropezado, por tres veces un
funesto búho emitió su augurio con su canto de muerte; no obstante, avanza; y
las tinieblas y la negra noche amenguan su vergüenza y con su mano izquierda
sostiene la mano de la nodriza, la otra explora el oscuro camino con su tanteo.
Ya toca el umbral de la alcoba, ya abre las puertas, ya se mete dentro; pero le
temblaron las piernas al doblarse las rodillas, y huyen el color y también la
sangre, y en su avance la abandona el ánimo; y cuanto más cerca está de su
crimen, más se espanta; y se arrepiente de la osadía y quisiera poder darse la
vuelta sin haber sido reconocida. La anciana conduce con su mano a la que duda
y, al entregar a la conducida al alto lecho, dijo: “Recíbela, Cíniras, ésta es
tuya” y unió los cuerpos malditos. El padre recibe sus propias entrañas en
impuro lecho y alivia el miedo de la doncella y da consejos a la temerosa.
Quizás también con el pretexto de la edad, dijo “hija”, y ella también dijo
“padre”, para que no falten nombres al crimen. Llena de su padre abandona el
tálamo y lleva en el funesto vientre impías semillas y transporta lo
criminalmente concebido. La siguiente noche repite la fechoría, y no hay límite
en ella; finalmente, cuando Cíniras, deseoso de conocer a su amante después de
tantas uniones, vio, tras haber traído una luz, el crimen y también a su hija,
con palabras retenidas por el dolor sacó su brillante espada de la vaina que
colgaba; Mirra huye y es substraída a la muerte por las tinieblas y por regalo
de la ciega noche y, tras haber vagado por los anchos campos, abandonó la Arabia
productora de palmeras y los territorios panqueos y anduvo errante durante
nueve cuernos de la luna que vuelve, hasta que finamente descansó agotada en la
tierra de Saba; y con dificultad transportaba el peso de su vientre. Entonces,
sin saber su deseo y entre el miedo a la muerte y el hastío de la vida, enhebró
las siguientes súplicas: “Oh divinidades, si algunas sois accesibles a los que
reconocen su culpa, he merecido y no rechazo el triste suplicio. Pero, para no
ultrajar viviendo a los vivos y muerta a los muertos, expulsadme de ambos
reinos y negadme, una vez transformada, tanto la vida como la muerte”.
Acto seguido Mirra es convertida en el árbol de su nombre. Embarazada
como está de su hijo, se completa la metamorfosis, pero Lucina, diosa de los
partos, sin embargo, se apiada de la criatura, la saca del árbol y ahí aparece
en el escenario mitológico nada menos que Adonis… Llamándose mi hija Marcela,
por mor de la pastora cervantina, ¡cómo había de dejarme indiferente el
episodio tan celebrado de Atalanta e Hipómenes!, porque de la furiosa
independencia antimarital de Atalanta es trasunto la de la Marcela que no
acepta responsabilidad alguna en la muerte por amor de Grisóstomo. Precisamente,
en esa técnica de narraciones encadenadas, es Venus quien, teniendo a Adonis
recostado en su regazo le cuenta la historia de Atalanta, de la que, porque ya
abuso en exceso de la paciencia de quienes por aquí se pierdan, recojo estas
pinceladas:
“No te es necesario un marido. Atalanta. Huye del trato con esposo, sin
embargo, no escaparás y viva estarás privada de ti misma” Aterrada por el
oráculo del dios, vive soltera en medio de oscuros bosques y se libra con
violencia de la muchedumbre de pretendientes que la apremian mediante una
condición: “No seré poseída”, dice, “si no soy vencida antes en la carrera”.
(…) Y aunque al joven aonio [Hipómenes]
le pareció que ella no avanzaba menos veloz que una flecha de Escitia, sin
embargo, él admira más su belleza, y aquella carrera proporciona belleza. La
brisa lleva hacia atrás las sandalias arrebatadas a las rápidas plantas, y sus
cabellos se desparraman por su espalda de marfil y se deslizan las rodilleras
de bordada franja que estaban junto a las corvas, y entre la blancura propia de
doncella de su cuerpo había adquirido rubor, no de otro modo que cuando sobre
un atrio blanco un toldo de púrpura mancha las sombras que ha creado. [Ante
el reto de Hipomenes, Atalanta se dice:]
“¿Qué dios malvado para los hermosos quiere perder a este y le ordena buscar
este matrimonio con peligro de su vida? Yo no soy de tan gran valor, según mi
juicio. Y no me impresiona su hermosura (sin embargo, podía impresionarme
también por ella), sino el hecho de que todavía es un niño; no me conmueve él
mismo sino su edad. ¿Qué, del hecho de que hay en él valor y una mente no
aterrada por la muerte? ¿Qué, del hecho de que se enumera el cuarto a partir de
su origen marino? ¿Qué, del hecho de que me ama y considera de tal valor mi
matrimonio que perecerá, si la cruel fortuna a él me niega? ¡Mientras está
permitido, extranjero, aléjate y abandona un ensangrentado tálamo! Mi
matrimonio es cruel. No habrá ninguna que no quiera casarse contigo, y puedes
ser deseado por una muchacha inteligente. ¿Pero por qué tengo yo preocupación
por ti habiendo muerto ya tantos con anterioridad? ¡Que él se cuide! Que muera,
puesto que no ha sido advertido por la matanza de tantos pretendientes y es
empujado al hastío de la vida. Así pues, ¿morirá éste porque ha querido vivir
conmigo y soportará como premio de su amor una muerte que no merece? Mi
victoria será propia de un odio que no ha de ser soportado. Pero no es mi
culpa. ¡Ojalá quisieras renunciar! O, puesto que estás enloquecido, ¡ojalá seas
más veloz! ¡Ay, qué virginal expresión hay en su rostro de niño! ¡Ay,
desgraciado Hipómenes, querría no haber sido vista por ti! Eras digno de vivir;
pues, si yo fuese más feliz y los hados desfavorables no me negarán el
matrimonio, serías el único con el que querría compartir mi lecho.”
De mucho menor interés, aun no siendo
nada despreciable, es el tramo final del libro en el que Ovidio se convierte en
una suerte de divulgador sin pretensiones de la vida y doctrina de Pitágoras,
como si la teoría de la transmigración de las almas fuera el fundamento
filosófico de las transformaciones divinas que ha ido describiendo a lo largo
de sus justas páginas; una obra, por cierto, en la que lo más frecuente es la
acción arbitraria y resentida de los dioses, sujetos, sin excepción alguna, a
las más bajas pasiones humanas, lo que hace de ellos algo así como un vecino
frente al que cumple precaverse para no verse arrastrado a un mal encuentro con
funestas consecuencias. O, como confiesa Semele: Deseo que sea Júpiter, pero tengo miedo de todo: muchos, bajo el nombre
de dioses, se han introducido en castos lechos. Finalmente, y aunque es
demasiado extensa como para trasladarla a esta entrada interminable, capaz, sin
duda, de acabar con la paciencia jobiana de cuantos intelectores tengan a bien
distraer sus ocios en este Diario, no quiero dejar de recomendar vivamente la
ordalía dialéctica entre Áyax y Ulises acerca de a quién han de pertenecer las
armas de Aquiles, quién ha hecho más méritos para quedarse, honrado, con ellas.
Se trata de un festín discursivo en el que, como se defiende el bravo Áyax, es más seguro competir con palabras
inventadas que luchar con las manos. Y ahora sí que acabo con ese
capitulillo inexcusable de los
arrabales del saber, esos barrios de las ediciones críticas por los que
incluso he llegado a viajar sin visitar el texto al que acompañaban, cuando me
guiaba el cotilleo anecdótico o las altas exigencias de la Filología… Por ese
lado siempre atractivo de los saberes inútiles, esos que se encarnan en notas a
pie de página y caen de lleno en el capítulo de curiosidades y pasatiempos, la
edición de Álvarez e Iglesias aporta lo suyo a las alforjas del archivo
correspondiente, más allá, está claro, de lo que el propio Ovidio con su
inusitada atención a los mitos “menores”, podríamos decir, nos suministra. Así,
deliciosa me parece la doble versión del anagrama patriótico de Ovidio: SMPE: Sulmo mihi patria est que en Sulmona, al
menos en su catedral, consagrada a san Pánfilo, leen de otra forma: Salus mea Pamphylus est. Lírico, muy
lírico, por otro lado, es el origen de la Vía Láctea como la leche derramada
del pecho de Juno al amamantar a Hércules. Que Nébride signifique “piel de
corzo”, con la que se cubre Baco; que los peines se hacen de madera de boj, arbusto
abundante en la Capadocia; que los romanos tuvieran la creencia, ¡tan
lorquiana!, de que podían hacer bajar la luna golpeando bronces; que tuvieran
la romántica costumbre de rodear los troncos de los árboles con cintas o
guirnaldas como muestra de deseos cumplidos; que la consideración del ciprés
como árbol de luto sea de origen romano, mientras que en Grecia constituía una
ofrenda vital a los dioses del cielo; que Múlciber, de tan dulce nombre, aun a
fuer de luciferino, sea otro nombre de Vulcano….; todos esos datos que no
constituyen saber específico ninguno, ¡de qué modo alegran las horas de lectura
ya de por sí, en el caso de Las
metamorfosis, gozosas hasta el éxtasis intelector!