Distancia, separación ¿y olvido?
Efectuar el mismo recorrido
urbano diariamente, en este caso para ir al trabajo y regresar a casa, permite
al observador atento percatarse de realidades que acaso para muchos otros pasan
desapercibidas. Los horarios nos acercan a quienes los comparten con nosotros
durante ciertos tramos de esos itinerarios, y aunque nos cruzamos y estamos
harto de reconocernos, jamás damos el paso de saludarnos para conocernos,
porque un afán comunicativo semejante quizás sería incluso mal interpretado. La
sociabilidad expansiva se considera una agresión. Soy muy sensible a las
separaciones, e interpreto con facilidad las señales del distanciamiento, del
desencuentro, del rencor y de los más mínimos agravios que se fruncen en el
entrecejo, acordillerándolo, o en los labios, apiñonándolos. Se ha establecido
estadísticamente que el verano es mala época para las parejas, quizás porque
han de convivir las 24 horas del día sin tener la costumbre, y porque han de
hacerlo de manera abrupta de un día para otro, cuando se abre la veda de las
vacaciones y ambos contendientes se encuentran frente a frente, dispuestos a
compartirlo o sufrirlo todo. Ignoro, de las personas con quienes me cruzo, el
origen de sus morros, de su frialdad y de su desamor, pero lo evidente me basta
para tomar nota de los poderes de ese potente desamor, ¡tan poderoso o más que
el propio amor! Al margen de las biografías “ in itínere”, a las que tan
aficionado soy, porque me permiten escribir biografías imaginarias que nunca
han de ser falsadas, por más que yo las falsee, en los tres últimos meses he
sido testigo de no pocas separaciones, como si, curiosamente, se hubieran
puesto de moda. La primera, la de la pareja que regenta el quiosco de prensa.
Acostumbrado a ver al hombre en su garito, expuesto a la intemperie –que en sí no tiene sentido
negativo, aunque sí le hemos echado los hablantes esa adversa connotación– los
330 días del año, me quedé sorprendido al ver a su mujer a las 6 de la mañana
del domingo (acompañada por su padre): “A partir de ahora lo llevaré yo sola”,
fue toda la explicación, que me recordó el intento de usurpación de Alexander
Haig: I’m in charge now, tras el
atentado que sufrió Reagan. Ante parcas explicaciones huelgan las cuestiones.
Tomé nota. “Que sea para bien”, fue todo lo que me atreví a decir, aparado en
mi antigüedad clientelar. Durante años me he cruzado
con una pareja mixta, él nativo, ella o cubana o dominicana, a simple vista y
nula audición, que caminaban juntos y, a veces, ella colgada del brazo de él.
Nunca hablaban. Es hora temprana, la de nuestro cruce, y poco amiga de la
locuacidad. Comenzaron a separarse dos baldosas, aunque seguían caminando
juntos. Es llamativa la expresión de reconcentración que exhiben dos seres que
tienen muchas cosas que decirse, o que gritarse, y que se instalan en el
mutismo absoluto que las bufandas del invierno permitían camuflar. Transmitían
ese estado de “estar a punto de explotar” que tan nítidamente captan los no
involucrados en la querella. Trabajan en dos cafeterías diferentes. Al
separarse, al llegar al primer destino, ella seguía recta y él giraba a la
izquierda, sin decirse nada, ni gestualmente. Este otoño la separación se ha
consumado. Él sigue inalterable, como si hubiera echado el ancla en el proceso
y no tuviera intención de modificar los hábitos de la indiferencia. Ella, sin
embargo, ha cambiado y mejorado su aspecto, sonríe, se maquilla y hasta su
manera de caminar se ha transformado: antes cruzaba los brazos y se autoestrechaba casi en gesto de
protección, de defensa; ahora, sin embargo, penden los brazos, los hombros se
han alineado y los pechos han salido de la represora madriguera. A él he dejado
de verlo. Habrá escogido otro camino u otro empleo u otra localidad. Con ella
sigo cruzándome, pero ni se fija en el observador.
Las razones para divorciarse
formarían un hermoso capítulo del libro nacional de los disparates, que en
Inglaterra es todo un señor género literario, el nonsense, pero el carácter radicalmente individual de quienes las
sostienen, aunque coincidan con otros, por un lado; y la complejidad infinita
que involucra dos ¡o cuatro o cinco o seis biografías!, por otro, convierten
las separaciones en un proceso casuístico ante el que las viejas polémicas
sobre el sexo de los ángeles podrían considerarse geometría incontestable. Una pareja allegada y otra
del ámbito familiar han decidido seguir camino opuestos. Antes era común
devenir oído de monólogos infinitos y redundantes hasta la saciedad. Ahora
apena hay explicaciones: “Que se ha acabado, y ya está, y no hay más que
hablar. Finito. Y punto!”, aunque a uno le extrañe una parte del desahogo,
porque, llevado por la confusión, entiende que el “nada que hablar” era en el
seno de la pareja, no con el negado confidente. Detecto cierta banalización en esto
de las separaciones. No han de convertirse en una tragedia helénica, por
supuesto, pero hay algo así como un “gatillo flojo” -nada que ver con el
gatillazo!, que si es recurrente justifica cualquier separación…– en la toma de
la decisión, una facilidad y rapidez que nos habla de cierta incapacidad para
asumir la contrariedad, la divergencia, los errores, los malentendidos, los
temperamentos, las adversidades. La instrumentalización del otro se ha
convertido casi casi en ley. El “si no me sirve para…” o el aún más hiriente: “si ni me sirve para…” forman
parte de esas pseudorazones que el oyente escucha estremecido. En cualquier
caso, se trata de un proceso, a pesar de la
banalización, que tiene dos momentos muy marcados: el del dolor inicial:
“¡Cómo ha podido hacerme esto!” y el del alivio final: “¡Como he podido estar
tan ciego/a!”. Entremedias, claro está, hay un rosario interminable de dimes y
diretes que consume la paciencia del más devoto de los amigos. Ahora acabo de enterarme,
uno no sabe si por efecto de esta ola de separaciones que nos invade que una de
las Cataluñas reales quiere separarse no solo de la otra, sino también de todas
las Españas reales e imaginarias. Estoy perplejo. No sé si la psicología de
masas o el magnífico libro de Canetti: Masa
y poder, me ayudarán a sacar algo en claro. Tengo observadas a las dos
miembras –seamos políticamente correctos al Zapatero’s and Bibiana’s old style–
de la pareja, pero, a pesar de haber visto la aburrida y cansina La vida de Adele, no sé si en las
parejas homosexuales los patrones de conducta se asemejan a las heterosexuales
o hay diferencias que pueden escapársele al no ejerciente. Cuando haya
descubierto algo de relieve a partir del tribadismo de la tribu divorciante,
traeré la reflexión a este blog. Del roce nace el cariño, dicen, y aun el
placer, pero algo ha fallado en esta pareja centenaria. ¿Será la tan cacareada
incompatibilidad de caracteres? ¿O habrá denuncia por medio de malos tratos
físicos y psicológicos? Sigo atento.
El tiempo que nos falta cuando nos asalta el amor revestido de locura, es el mismo que nos sobra cuando se ha convertido en un espacio muerto. Curioso es verlo de lejos.
ResponderEliminarUn saludo
Curioso...impertinente, podría decirse. De todos modos, Pilar, no me resigno a creer que el amor sea un espacio muerto... Deshabitado sí, pero ya se sabe que la naturaleza aborrece el vacío, ¡por suerte!
EliminarGracias por entrar en este ferragosto de la desgana de todo que son estas temperaturas africanas nuestras...