Opinión, demencia,
sociedad: Th. W. Adorno reflexiona sobre el 'prusés'
Uno, que es un diletante de los perseverantes, tiene a veces humoradas
lectoras como la de sumergirse en un librito de Theodor Wiesengrund Adorno
simplemente porque por el título (¡Ah, el poder sugestivo de los títulos!), Filosofía y superstición, intuye que va
a leer algo con fundamento acerca del presente, por más que la primera edición
del libro sea de 1962. Y no tarda mucho en descubrir que, en efecto, así es. El
libro en cuestión incide de lleno en la realidad de un pequeño territorio del
nordeste español que con hervor -que no fervor- patriótico, porque tiene más de
calentón que de otra cosa, pretende separarse del Estado español y crear uno
'ex nihilo' o en lengua catalana, 'nou de trinca', (y los malpensados han de
desterrar la idea de que es nuevo para trincar, para robar, como ahora ya se
hace, aun estando dentro de España como antiquísima parte constituyente de la
misma, porque 'trincar' en catalán significa hacer chinchín con las copas al
brindar...). Es el caso que después de una primera parte titulada "Cómo leer a
Hegel el oscuro", de la que salí con los ojos y el entendimiento llenos de
chapapote -el real, el macizo, no los hilillos como de plastilina sobre los que
patinó Rajoy-, desemboqué en la parte cuyo título he tomado prestado para
encabezar estas líneas. ¡Qué sorpresa mayúscula! Con la claridad expositiva que
no siempre le caracteriza, cuando de levantar la crítica de la modernidad se
refiere, Adorno reflexiona sobre el concepto de opinión pública y su verdadero
sentido para concluir que no sólo es por
demás dudosa la suposición de que lo normal es de antemano verdadero y falso lo
divergente, suposición que glorifica la mera opinión, a saber, la dominante, la
que no es capaz de pensar lo verdadero de una manera distinta a como todos lo
piensan, sino que la opinión infectada, las deformaciones del prejuicio, de la
superchería, del rumor, de la demencia colectiva, tal y como crecen a través de
la historia, a través de todo de la de los movimientos de masas, no pueden ser
en absoluto separados del concepto de opinión. Se intuye en ese concepto de
la opinión infectada, lo que Reich llamó la plaga,
una suerte de epidemia emocional, definida por Reich como una biopatía crónica del organismo, en la
que aparece un proceso mental que tiene mucho que ver con el enfoque crítico de
Adorno, porque para los aquejados por la plaga, o peste emocional, como también la denomina, la conclusión está siempre hecha antes del proceso pensante; el
pensamiento no sirve, como en el dominio racional, para llegar a la conclusión
correcta; por el contrario, sirve para confirmar una conclusión irracional
preexistente, así como para racionalizarla. Esto se denomina por lo general
prejuicio, se pasa por alto que este prejuicio tiene consecuencias sociales de
considerable magnitud, que está ampliamente difundido y es prácticamente
sinónimo de lo que llamamos “inercia y tradición”; es intolerante, es decir, no
admite al pensamiento racional que podría eliminarlo, por tanto, el pensamiento
de la plaga emocional es inaccesible a los argumentos; tiene su propia técnica
dentro de su propio dominio, su propia lógica, por así decirlo; por este
motivo, da la impresión de racionalidad sin ser en realidad racional. Es evidente, por lo tanto, que esa communis
opinio acaba convirtiéndose en verdad, sigue Adorno: Sobre lo que es verdad y lo que es mera opinión, a saber, arbitrariedad
y azar, no decide, como la ideología quiere, la evidencia, sino el poder social
que denuncia como mera arbitrariedad lo que no está de acuerdo con la suya, La
frontera entre la opinión sana y la infectada no la traza 'in praxi' el
conocimiento objetivo, sino la autoridad vigente. Que es exactamente lo que
podemos apreciar de forma clara en la actual sociedad catalana, en la que el
poder legalmente constituido ha traicionado la legalidad que lo sustenta para
atacarla y, mediante un golpe de estado, autoerigirse en un nuevo estado con su
propia legalidad, lo cual, a su vez, es prueba inequívoca de las tesis que
Reich y Adorno sostienen. ¿Qué supone esa enfermedad opinante? Un refuerzo del
narcisismo, contra el que es difícil combatir. Un narcisismo idéntico al del
tío de Jean Paul Sartre, Armand, quien se creía que era algo simplemente porque
aborrecía a los británicos. ¿Cuántos no tienen la experiencia incontrovertible
de que el prusés se cree algo porque
aborrece al resto de España? Adorno lo dice meridianamente claro: De
aquello que no alcanza el conocimiento se enseñorea la opinión como su
sucedáneo. De ahí que las consecuencias del dominio de las opiniones
infundadas nos ofrezcan un retrato sociológico, y aun psicoanalítico, de la
realidad catalana inequívocamente fiel: La
fuerza y la resistencia de la mera opinión se aclara por su rendimiento
psíquico. Por medio de las aclaraciones que ofrece puede ordenarse sin contradicciones
la realidad más contradictoria. A lo cual se añade la complacencia narcisista,
que la opinión patentizada otorga al corroborar a sus partidarios en que,
habiendo sabido de ella desde siempre, pertenecen al círculo sapiente. La
confianza en sí mismos de los que opinan sin vacilaciones se siente embrujada
contra cualquier juicio divergente y contrario. Karl Manheim nos ha hecho caer en la cuenta de la genialidad con que la demencia racial complace una
indigencia psicológica de las masas, al permitir a la mayoría sentirse élite y
vengar en una minoría potencialmente inerme la sospecha de su propia impotencia
e inferioridad. (…) Y para esto sirven las opiniones infectadas, que proceden
irreteniblemente del prejuicio infantil y narcisista, según el cual lo propio
es bueno y lo que es de otra manera malo y de escaso valor. ¿Cómo no llegar al único corolario posible: La figura característica de la actual opinión absurda es el
nacionalismo? Parecía inevitable. Pero la precisión con que Adorno, a 52 años
vista del presente momento, radiografía el actual Movimiento Nacional Catalán
que persigue la creación de un estado propio es asombrosa: La fe en la nación es, más que cualquier otro prejuicio infectado,
opinión en cuanto fatalidad; la hipóstasis de eso a lo que se pertenece, en
donde se está, como lo bueno y superior por antonomasia. Infla, hasta hacer de
ella una máxima moral, la repelente sabiduría de recurso, según la cual todos
estamos en la misma barca. (…) La dinámica del sentimiento nacional supuestamente
sano tiende a supravalorarse irreteniblemente, ya que la falsedad radica en la
identificación de la persona con el complejo racional de naturaleza y sociedad
en el que la persona se encuentra casualmente. Ya se advierte, pues, que, por una vez, y sin que sirva de precedente…, la
Escuela de Frankfurt, para cuya difusión tanto bregó Jesús Aguirre desde la
editorial Taurus, se ha vuelto accesible para el lector normal, sensibilizado,
sin duda, a la recepción de cualquier discurso que, desde la solidez
filosófica, nos explique el tremendo delirio (y uno sospecha que también
delírium trémens…) de los que trinquen,
desoyendo el sabio consejo de no diguis
blat…, por el advenimiento del nuevo estado de Catajauja.
No hay comentarios:
Publicar un comentario