miércoles, 3 de agosto de 2016

La minipolítica desde la lectura de un maxipensador.



Opinión, demencia, sociedad: Th. W. Adorno reflexiona sobre el 'prusés'
Uno, que es un diletante de los perseverantes, tiene a veces humoradas lectoras como la de sumergirse en un librito de Theodor Wiesengrund Adorno simplemente porque por el título (¡Ah, el poder sugestivo de los títulos!), Filosofía y superstición, intuye que va a leer algo con fundamento acerca del presente, por más que la primera edición del libro sea de 1962. Y no tarda mucho en descubrir que, en efecto, así es. El libro en cuestión incide de lleno en la realidad de un pequeño territorio del nordeste español que con hervor -que no fervor- patriótico, porque tiene más de calentón que de otra cosa, pretende separarse del Estado español y crear uno 'ex nihilo' o en lengua catalana, 'nou de trinca', (y los malpensados han de desterrar la idea de que es nuevo para trincar, para robar, como ahora ya se hace, aun estando dentro de España como antiquísima parte constituyente de la misma, porque 'trincar' en catalán significa hacer chinchín con las copas al brindar...). Es el caso que después de una primera parte titulada "Cómo leer a Hegel el oscuro", de la que salí con los ojos y el entendimiento llenos de chapapote -el real, el macizo, no los hilillos como de plastilina sobre los que patinó Rajoy-, desemboqué en la parte cuyo título he tomado prestado para encabezar estas líneas. ¡Qué sorpresa mayúscula! Con la claridad expositiva que no siempre le caracteriza, cuando de levantar la crítica de la modernidad se refiere, Adorno reflexiona sobre el concepto de opinión pública y su verdadero sentido para concluir que no sólo es por demás dudosa la suposición de que lo normal es de antemano verdadero y falso lo divergente, suposición que glorifica la mera opinión, a saber, la dominante, la que no es capaz de pensar lo verdadero de una manera distinta a como todos lo piensan, sino que la opinión infectada, las deformaciones del prejuicio, de la superchería, del rumor, de la demencia colectiva, tal y como crecen a través de la historia, a través de todo de la de los movimientos de masas, no pueden ser en absoluto separados del concepto de opinión. Se intuye en ese concepto de la opinión infectada, lo que Reich llamó la plaga, una suerte de epidemia emocional, definida por Reich como una biopatía crónica del organismo, en la que aparece un proceso mental que tiene mucho que ver con el enfoque crítico de Adorno, porque para los aquejados por la plaga, o peste emocional, como también la denomina, la conclusión está siempre hecha antes del proceso pensante; el pensamiento no sirve, como en el dominio racional, para llegar a la conclusión correcta; por el contrario, sirve para confirmar una conclusión irracional preexistente, así como para racionalizarla. Esto se denomina por lo general prejuicio, se pasa por alto que este prejuicio tiene consecuencias sociales de considerable magnitud, que está ampliamente difundido y es prácticamente sinónimo de lo que llamamos “inercia y tradición”; es intolerante, es decir, no admite al pensamiento racional que podría eliminarlo, por tanto, el pensamiento de la plaga emocional es inaccesible a los argumentos; tiene su propia técnica dentro de su propio dominio, su propia lógica, por así decirlo; por este motivo, da la impresión de racionalidad sin ser en realidad racionalEs evidente, por lo tanto, que esa communis opinio acaba convirtiéndose en verdad, sigue Adorno: Sobre lo que es verdad y lo que es mera opinión, a saber, arbitrariedad y azar, no decide, como la ideología quiere, la evidencia, sino el poder social que denuncia como mera arbitrariedad lo que no está de acuerdo con la suya, La frontera entre la opinión sana y la infectada no la traza 'in praxi' el conocimiento objetivo, sino la autoridad vigente. Que es exactamente lo que podemos apreciar de forma clara en la actual sociedad catalana, en la que el poder legalmente constituido ha traicionado la legalidad que lo sustenta para atacarla y, mediante un golpe de estado, autoerigirse en un nuevo estado con su propia legalidad, lo cual, a su vez, es prueba inequívoca de las tesis que Reich y Adorno sostienen. ¿Qué supone esa enfermedad opinante? Un refuerzo del narcisismo, contra el que es difícil combatir. Un narcisismo idéntico al del tío de Jean Paul Sartre, Armand, quien se creía que era algo simplemente porque aborrecía a los británicos. ¿Cuántos no tienen la experiencia incontrovertible de que el prusés se cree algo porque aborrece al resto de España? Adorno lo dice meridianamente claro: De aquello que no alcanza el conocimiento se enseñorea la opinión como su sucedáneo. De ahí que las consecuencias del dominio de las opiniones infundadas nos ofrezcan un retrato sociológico, y aun psicoanalítico, de la realidad catalana inequívocamente fiel: La fuerza y la resistencia de la mera opinión se aclara por su rendimiento psíquico. Por medio de las aclaraciones que ofrece puede ordenarse sin contradicciones la realidad más contradictoria. A lo cual se añade la complacencia narcisista, que la opinión patentizada otorga al corroborar a sus partidarios en que, habiendo sabido de ella desde siempre, pertenecen al círculo sapiente. La confianza en sí mismos de los que opinan sin vacilaciones se siente embrujada contra cualquier juicio divergente y contrario. Karl Manheim nos ha hecho caer en la cuenta de la genialidad con que la demencia racial complace una indigencia psicológica de las masas, al permitir a la mayoría sentirse élite y vengar en una minoría potencialmente inerme la sospecha de su propia impotencia e inferioridad. (…) Y para esto sirven las opiniones infectadas, que proceden irreteniblemente del prejuicio infantil y narcisista, según el cual lo propio es bueno y lo que es de otra manera malo y de escaso valor¿Cómo no llegar al único corolario posible: La figura característica de la actual opinión absurda es el nacionalismo? Parecía inevitable. Pero la precisión con que Adorno, a 52 años vista del presente momento, radiografía el actual Movimiento Nacional Catalán que persigue la creación de un estado propio es asombrosa: La fe en la nación es, más que cualquier otro prejuicio infectado, opinión en cuanto fatalidad; la hipóstasis de eso a lo que se pertenece, en donde se está, como lo bueno y superior por antonomasia. Infla, hasta hacer de ella una máxima moral, la repelente sabiduría de recurso, según la cual todos estamos en la misma barca. (…) La dinámica del sentimiento nacional supuestamente sano tiende a supravalorarse irreteniblemente, ya que la falsedad radica en la identificación de la persona con el complejo racional de naturaleza y sociedad en el que la persona se encuentra casualmenteYa se advierte, pues, que, por una vez, y sin que sirva de precedente…, la Escuela de Frankfurt, para cuya difusión tanto bregó Jesús Aguirre desde la editorial Taurus, se ha vuelto accesible para el lector normal, sensibilizado, sin duda, a la recepción de cualquier discurso que, desde la solidez filosófica, nos explique el tremendo delirio (y uno sospecha que también delírium trémens…) de los que trinquen, desoyendo el sabio consejo de no diguis blat…, por el advenimiento del nuevo estado de Catajauja.

No hay comentarios:

Publicar un comentario