No escribir no significa no crear.
No es infrecuente la figura del escritor que no escribe. Algunos de ellos no han escrito nunca. Otros, por el contrario, escribieron hasta que un día (si fasto o nefasto quizás sea circunstancia aún por decidir) dejaron de hacerlo. Otros nunca han dejado de hacerlo, escribir, y, sin embargo, son ultraconscientes de que escriben literalmente la nada, la sombra espesa y pringosa del chapapote de lo que podría ser entendido como escritura. A veces los afectados pasan de uno a otro estado de esa trinidad en la que ni siempre se está de buen grado ni tampoco desencajado. Hay una cierta comodidad en la ausencia de la escritura y, sobre todo, una indomeñable vanidad de la obra perfecta que jamás será igualada. Nunca, hasta que se deja de escribir, las frases habrán fluido con mayor naturalidad y más expresivo acierto. Por complejas que sean las historias que se nos pasan por la mente, somos capaces de retener no solo la estructura, la voz narrativa y el tono, ¡ah, el tono!, sino también las diferentes biografías de los personajes con un detallismo tal que nos obliga a lamentar el hecho de no poder dedicarles a cada uno de ellos una novela en la que sean los protagonistas indiscutibles. Ser un escritor que no escribe puede ser doloroso o gozoso, y la naturaleza de esa inacción solo se deriva del autodominio del escriba. Cuando, leyendo a quienes escriben, el autor que no lo hace siente un alivio eterno por no tener que cometer tantas equivocaciones, caer en tan dañinos desniveles, usar un léxico tan simple y esuchimizado, endeble y frágil como la binza seca de la cebolla o detenerse en tediosas transiciones ofrecidas ad maiorem gloriam de la pereza intelectiva de los lectores, se da cuenta del estadio superior artístico al que ha accedido, algo así como pasar de la mitad de la ascensión en la montaña del Olimpo, que no otra cosa, etimológicamente, es la mediocritas… por más que Horacio quisiera revestirla de un color dorado más propio de la purpurina que del ocaso. Parte sustancial de su descanso tiene que ver con la arraigada convicción de la inmarcesibilidad de su obra perfecta, y, sin embargo, sujeta incluso a feroz crítica. No hay que confundirse: no escribir, ser un escritor que no escribe, no implica no ser un creador. Lo creado no es escritura, como no puede ser de otro modo, pero no deja de ser creación. Quienes hayan vista la película La grande bellezza y hayan seguido la peripecia melodramática de Jep Gambardella, pueden hacerse mejor a la idea de lo que intento expresar. Los escritores que no escriben se han convertido en codiciadas presas de caza de aquellos escritores que, sin dejar de pecar contumazmente, envidian esa condición que parece afearles su conducta, que les revelan su insignificancia, la de sus éxitos editoriales, aunque sean minoritarios, como los de Vila-Matas, pongamos por caso conocido. Cuando se ha dado ese paso mucho más decisivo que el propio de dedicarse a escribir, de afanarse en intentar ordenar en la página en blanco el caos tumultuario -sic, sí, que también los hay calmos, como se encargó de describirlos magistralmente Nanni Moretti- del que se supone que ha de emerger, ¡vanidad de vanidades!, una consoladora comprensión de lo real, el escritor que no escribe siente una relajación infinita, una compenetración total con su nirvana y una potencia creadora como jamás la había conocido con anterioridad, con la salvedad, además, del poco o nulo esfuerzo que le supone llegar a la culminación de su arte. No, no son pompas de jabón ni figuraciones ni quimeras ni intrincados sueños, sino realidades de tomo y lomo sobre las que el escritor que no escribe puede extenderse con un grado de precisión y de vaguedad que deja asombrados a sus interlocutores, que lo siguen no solo boquiabiertos, sino anhelantes, porque, cuando habla, el escritor que no escribe acaba teniendo algo de oráculo, de Tiresias y de Casandra, y no poco de Celestina y de Medea, y no se sabe a qué atender con preferencia, si a la exactitud, a las sugerencias o a los presagios. No es fácil el trato con los escritores que no escriben, porque la marca indeleble de su superioridad artística provoca la vulnerabilidad de quienes los escuchan, con resultados que se acercan más a los estragos que a las neutras consecuencias. No, no se sale indemne de la frecuentación de los escritores que no escriben y que son capaces, casi por arte de birlibirloque, de tanta belleza, tanta gracia, tanta perfección en sus creaciones. Cuantos escribimos, en uno u otro momento nos hemos identificado con ellos, y hemos visto salir del horno donde se cuecen las decoradas vasijas de nuestro arte, piezas tan perfectas que nos han asustado con su vagarosa presencia, porque, aun a pesar de su perfección, nos ha costado Hermes y ayuda intuir la dirección de su desarrollo, el estallido del brillo de sus metales oxidados al contacto con el aire tras salir de la oscuridad de las cenizas… No son compañía recomendable en periodo de formación, eso es obvio; pero tampoco en época de madurez, de plenitud, o lo que creemos entender por tal. Ahora bien, cuando nos acercamos por nuestras obras contadas a la decrepitud creativa, entonces la compañía de los escritores que no escriben es capaz, ¡muy capaz!, de redimirnos de la insolencia de nuestro orgullo y sugerirnos que aún nos cabe desear contarnos en ese selecto grupo de creadores. Pero no es fácil. El maldito hábito de la escritura, la infección profunda del alma que supone, no puede ser vencida tan fácilmente, y menos aún cuando el ejemplo vivo de Cervantes nos ha convencido a tantos de que la vejez solo puede depararnos la mejor de nuestras creaciones… De esa perogrullada vanidosa, ¡cuántos monstruos literarios no se nutren! ¡Qué ejemplo de dignitas incomparable, sin embargo, la altivez de quienes han renunciado a la escritura! Insisto, no es fácil entrar en ese selecto club en cuya frontispicio brilla con luces y sombras propias la única frase que le da sentido: Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate.