Proceso
personal, de José Suárez Carreño, una excelente reflexión moral
y social sobre unos personajes y una sociedad en tiempo de silencio…
En mi extensa Clónica
del año 2. publicada íntegramente en el blog Clónica del año 2. Un año
en el país de El País, recogí el obituario que le dedicó El País a José
Suárez Carreño, y ese día me hice el firme propósito de leer Proceso personal, obra a la que se le
negó el Premio de la Crítica cuando era vox pópuli que se trataba de la mejor
novela publicada ese año, 1955, en el que, sin embargo, se lo concedieron a Camilo
José Cela por una novela de encargo, La
Catira, que no pasaba del pastiche. Allí escribí lo siguiente: José Suárez Carreño ha muerto.
Clonista ha leído sus títulos de crédito, escritor y luchador por la
democracia, y ha seguido leyendo hasta descubrir lo que quizás sea una más
entre sus muchas lagunas formativas. En 1955, su novela Proceso personal perdió
el reconocido Premio de la Crítica ante La Catira, de Cela, aunque en la época
se valoraba más la novela de Carreño. Clonista acaba de comprometer una lectura
inmediata, si es capaz de encontrar la novela, claro, porque en las librerías
de nuestros días, como en los museos que denuncia Millás, no hay fondo, esto
es, nada se retiene más allá de los pocos meses que duran las viejísimas
novedades sobre los estantes privilegiados.
Ignoro
si esa cacicada de la época tuvo algo que ver o no con la decisión del autor de
retirarse de la práctica de la literatura para dedicarse en cuerpo y alma al
activismo político, pero lo cierto es que después de haber ganado sucesivamente
el Premio Adonáis de poesía, en su primera convocatoria, con un libro de
sonetos en la línea de los de Blas de Otero, Edad del hombre, como
miembro de lo que entonces se llamó la corriente “garcilasista”; el Lope de
Vega de teatro con Condenados,
llevada al cine por Manuel Mur-Oti en una excelente película cuya crítica hice en
mi blog El
ojo cosmológico, y el Premio Nadal,
con Las últimas horas, que fue un
claro exponente, junto con La noria,
de Luis Romero y La colmena, de Cela,
de la asimilación de las nuevas técnicas novelísticas extranjeras que
encarnaban autores como Joyce o Dos Passos; después de conseguir esos
galardones de tanta altura, digo, José Suárez Carreño apenas se limitó,
artísticamente, a otra actividad que no fuera la de guionista y sí por entero a
una dedicación política en compañía de Dionisio Ridruejo con quien fundó el
Partido de Acción Democrática, junto con Joaquín Ruiz Giménez, en lo que se
presentó como un intento de crear una fuerza política de centro a medio camino
ideológico entre la Democracia cristiana y el socialismo, lo que impicaba una
curiosa evolución política en una persona que había sido miembro del PCE y
activista en la clandestinidad. Es destacable el juicio humano que Ridruejo
formula de Suárez Carreño en carta a Justino de Azcárate, el 19 de junio de
1964: Suárez Carreño -hombre raro de gran
lucidez- me ha ayudado mucho. ¡Qué
magnífico retrato: Hombre raro de gran
lucidez! En tan breves palabras se condensa una biografía: rareza y lucidez… José Suárez Carreño, que fue detenido la misma noche de la
concesión del Nadal, pasó la frontera clandestinamente, con Ridruejo y el
editor Fernando Baeza, para asistir a lo que el régimen de Franco llamó el “Contubernio
de Múnich”, esto es, el intento de superar las diferencias de los opositores al
Régimen para ofrecer una posibilidad de futuro democrático a la sociedad
española. Al regreso de Múnich, tras pasar dos años en París, becado para
elaborar un informe sobre la sociedad española del momento, José Suarez Carreño
participó en la creación y gestión, con Ridruejo de la Sociedad Española de
Escritores, de la que sale, mal, en 1965. Reaparece después como encargado del
servicio de documentación del diario de los sindicatos verticales Pueblo. Y, como cuenta el memorialista
Trapiello en su diario Apenas sensitivo,
Suárez Carreño, que vivía en un barrio
burgués, solvente y con empaque, murió solo y soltero en la extrema pobreza, sin decírselo a nadie. En 1950 quedó
finalista de la primera convocatoria del Premio Calderón de la Barca de teatro,
que fue ganado por un joven José Luis Sampedro con La paloma de cartón, una farsa pacifista.
Se
trata, así pues, de una renuncia a la
creación más que notable, máxime en un autor tan bien galardonado y con una
proyección tan magnífica. ¿Se dejó absorber por la misión política que el
imperativo de sufrir una dictadura como la franquista le imponía, a quien,
durante su juventud, en la República, había sido dirigente estudiantil,
presidente del sindicato estudiante del PSOE y de la FUE (Federación
Universitaria Española)? Como recoge Santos Sanz Villanueva: José Suárez Carreño había sido jefe de la
FUE antes de la contienda, militó en el Partido Comunista en el decenio
posterior a la victoria franquista y fue detenido por la policía numerosas
veces en esos años. Aquella militancia era vox populi en el Café Gijón, según
recuerdan los muchos cronistas ocasionales de la famosa tertulia madrileña.
Todo el mundo que había de saberlo, pues, estaba al corriente de la actividad
política comprometida de Suárez Carreño, de ahí que a un autor tan dedicado a
la “conquista” de su propia obra como Miguel Delibes, le sorprendiera tantísimo
que un autor tan dotado como Suárez Carreño apareciera y se eclipsara en el
panorama literario español casi como un fulgurante cometa en un viaje sin
sentido desde la plenitud hacia la nada: Carreño
llegó a la chiticalla y, en 1949, ganó el Nadal con su novela Las últimas
horas, no muy divertida pero construida sabiamente. (…) Todos pensábamos que,
con un ser tan generosamente dotado por la providencia, disponíamos del
literato del siglo, un literato en prosa y verso que todo lo podía. Y ¿qué
pasó? Esto es lo divertido. No pasó absolutamente nada. Carreño se dio por
satisfecho con los tres premios conseguidos, enfundó su pluma, se puso el sombrero
y no escribió ni una letra más. ¿Dónde se metió Carreño? Ni se sabe: Carreño
seguía viviendo una vida misteriosa, se supone que en algún lugar de España,
pero sin ninguna seguridad. Él había cumplido lo que se había propuesto pero ni
se jactó del triplo ni volvió a humillar a todos los colegas que, aunque de
lejos, le hacíamos la competencia. Se trata de una visión curiosa, la de
quien parece haberse empeñado en demostrar algo y, cumplida tal demostración,
no siente necesidad alguna de mejorar lo logrado. Me cuesta creer esa visión.
No dispongo de ninguna hipótesis que explique el silencio literario de Suárez
Carreño, más allá del compromiso ético con la lucha contra la dictadura
franquista, pero ese tipo de compromisos rara vez han disuadido a los autores
que realmente lo son de seguir, aunque sea a trancas y barrancas, desarrollando
su obra. El desengaño por no recibir el reconocimiento de la Crítica no deja de
ser, también, una razón muy endeble. Intuir que había alcanzado el súmmum de su
capacidad literaria con Proceso personal,
y que, por consiguiente, ya no podría escribir nada que mejorase lo ofrecido en
esa novela, bien pudiera ser tenido en cuenta, pero, aun a pesar de su enorme
calidad y atractivo, me parece evidente que Suárez Carreño podría haber escrito
alguna novela superior a la última que escribió. Sea como fuere, el caso es que
se trata de un caso prácticamente único en nuestra literatura, de ahí el
interés redoblado con que he leído Proceso
personal. En ella hay no pocas relfexiones sobre la realidad y la
literatura ue permiten intuir el proceso de reflexión que debió llevar al
esritor a tomar una decisión tan radical como la de abandonar la literatura de
ficción y dedicarse al activismo político, en el que nunca acabó de pasar de
comparsa, a diferencia del brillante porvenir que le abría su dedicación
literaria. A título de anécdota, bien merece recordarse que el finalista del premio Nadal que Suçarez
Carreño ganó fue su compañero de partido Luis Benito Landínez, con Los hijos de Máximo Judas. Choca, que
dos comunistas se disputasen dicho premio literario en unos años de concienzuda
represión política…y moral, porque Landínez era homosexual, algo que uno puede
sospechar que era Suárez Carreño, lo que abriría otra vía de indagación que nos
acercara a su “sublime decisión”, pero todo ello no deja de ser una
especulación sin fundamento. La sostengo porque de su novela y por la
identificación del autor con uno de los personajes, de quien otro está
arrebatadamente enamorado, puede intuirse esa orientación, pero no es menos
cierto que hay un retrato indirecto del autor en varios personajes de su
novela, a juzgar por las diferentes reflexiones que de ellos se transcribe y
que se acercan mucho a lo que debió de ser el propio pensamiento del autor, a
juzgar por el nivel de veracidad y convicción con que son formuladas. Pongamos
por caso, la reflexión de un personaje clave en la trama que quiere escribir
una novela para ganar el Nadal: “La
novela es una toma de contacto ficticia, falsa. Urdir una trama y sacarme de la
manga unos tipos hubiera sido tanto como haber perdido la intuición directa, el
saber de las cosas, el tomarlas en toda su pureza La novela es falsedad
intelectual porque consiste, ya a priori, en una fórmula. Sé que todavía no he
caído tan bajo. Puedo ser un metafísico”, y sonreía como si él hubiera escrito
“Ser y tiempo”, de Heidegger o “El ser y la nada” de Sartre. Pero ahora era
diferente. Ahora eran cosas de verdad, no palabras. Hay que ser valiente o
cobarde. Y no cabía tampoco que declarase pomposamente que era un cobarde.
Porque el miedo no admite explicación, sino que da sudor y retira la sangre
hasta que se queda el sujeto blanco como la pared y, sobre todo, no deja ser,
eso era lo que Ricardo con ahínco buscaba. ¿Qué vida haría si resultaba que
tenía miedo? ¿Dónde se metería? ¿Qué tono de voz tendría? (…) ¿Cómo le miraría
entonces? Esa novela que quiere escribir y que le “arranca” a la mujer
separada del protagonista es la propia historia de Proceso personal. Hay, por lo tanto, buena parte de juego
metaliterario en la novela que, sin embargo, no oculta las nítidas líneas de la
trama, que prevalece sobre las disquisiciones literarias y el retrato de los
jóvenes existencialistas a quienes la Guerra Civil ya les suena más a Historia
que a realidad y que se debaten en un mundo vacuo de referencias culturales,
muy bien descrito por el autor. Una generación en la que Juan, lleno de
resentimiento, y su pizca de dignidad histórica, quiere centrar en la persona de
Tomás Ozores, el protagonista, una suerte de juicio criminal a los vencedores
de la Guerra Civil, acusándolo de haberse enriquecido fraudulentamente a través
del estraperlo, lo cual es del todo cierto; pero él lleva más allá su venganza,
pues decide matar a quien ha hecho sufrir a la mujer a quien corte, Maruja, la
esposa de Tomás, de quien se ha separado, pero no, como es lógico en aquella
época, divorciado: “Hay que evitarlo.
Estos muchachos están sedientos de que ocurran cosas y no saben lo terrible que
es cuando ocurren” (…) Es una generación muy curiosa. Sólo han oído hablar de
cosas enormes. Primero la guerra nuestra. ¿Usted supone lo que habrá sido la
guerra en los niños pequeños, oyendo, temiendo, haciendo de todo eso sus juegos
en cierta manera? ¿Y luego la guerra del mundo, leída en los periódicos, oída
en la radio, vista en los cinematógrafos? No tienen experiencia. Tienen
imágenes vacías, espectros. Lo sé muy bien. ¿No ve que me he refugiado entre
ellos? ¿Sabe por qué? Porque yo soy fallido. Una vida fallida… Un hombre
fallido. A su lado lo noto menos. Ellos están empezando; dicen que van a ser
más grandes que Baroja y que Ortega; echan pestes de Benavente. Se beben los
libros que están de moda en París como el “Coyote” los horteras. Y yo estoy
también empezando. Hago lo que ellos. Acostarme a la mañana, hacer ostentación
de la pobreza. Pero no puedo pensar como ellos porque he cumplido los cuarenta.
No estoy con mi edad. No tengo casa, ni mujer, ni hijos. Ni una posición.
¿Comprende? Así que tengo que juntarme a ellos. No se puede ser solo, andar
solo. Hasta los animales saben eso. Y yo…; pero bueno, eso es otra cuestión. La
mía -dijo con desaliento.
La
novela de Suárez Carreño es un auténtico ejemplo de maestría narrativa, no solo
por el modo como va dosificando el conocimiento de los personajes que forman
parte de la trama, sino, sobre todo, por la excepcional manera que tiene de
dibujar psicológicamente a los personajes y mostrárnoslos como personajes
redondos. Destaca, con todo, que Proceso personal sea lo más parecido a un
thriller, por la estructura policiaca de la novela: se le anuncia al personaje
su próxima ejecución y, a partir de ahí, se va desarrollando una trama a través
de la cual se va conociendo a fondo la vida de Tomas, cómo consiguió hacerse
millonario y cuál es su verdadera catadura moral. Lo bueno de la novela es que
está exenta totalmente de maniqueísmo, que no cae, dada la época en que fue
escrita, en hacer una “apología de los vencidos”, sino que aspira a plantearnos
el retrato lo más fidedigno posible de unas vidas absolutamente verosímiles en
aquellos años. A medida que van apareciendo personajes y los vamos conociendo,
la complejidad humana va gananando en densidad, e incluso con la aparición, muy
al final, de un personaje como Manuel Molero, por el que parece respirar el
autor, esa complejidad humana gana muchos enteros y consigue mantener la
admiración del lector hasta el final de la novela. No quiero extenderme mucho
sobre la trama, porque en la medida en que se trata de un caso policiaco,
tampoco quiero reventar la sorpresa de lo que se va descubriendo a medida que
la novela avanza. Sí que quiero destacar, sobre todo, el ajustado retrato que
hace el autor de los jóvenes existencialistas, próximos a la generación beat
ya, ellos con melenas, ellas con el pelo corto, afectando todos una
desinhibición algo forzada, y con algunos diálogos francamente muy bien
llevados. Que el autor se tome la libertad de hablar de un bar de ambiente
masculino y que trate abiertamente de las relaciones sexuales, con notable
franqueza, no deja de sorprender a quien ha vivido la pacatería mojigata de la
censura franquista. Tomemos como ejemplo el diálogo del ayudante de Tomás en
las faenas del estraperlo, Julián, con esa generación de jóvenes contestatarios
incipientes:
-¿De qué habláis? -preguntó Oti a uno
de los chicos, como si en realidad no le interesase saberlo.
-De basura -contestó el
chico con voz torva-, de García Lorca.
-Federico no es basura
-dijo otro de los de la mesa.
-Bah -volvió a decir el
chico-; tenía unas preocupaciones artísticas idiotas. Creía en lo popular y lo
bello.
-Todo el que no se
aburre es un idiota.
-Oye -le atajó Julián-.
Yo he sacado a muchos hombres a bofetadas por menos.
[Aclarado el
malentendido, sigue Julián:] -Pero yo no me aburro. No me gusta. A mí dame un
poquito de barullo, y gente que sepa beber sin que le haga daño, y que sea su
poquito ocurrente y chistosa.
-Pero eso es burgués -se
atrevió a decir la de las trenzas (que le aclaró lo del aburrimiento).
-Mira, muñeca -dijo
Julián riéndose y mirando con descaro a la de las trenzas-; tú eres muy bonita;
y yo con las mujeres bonitas no discuto. Si puedo, las beso. (…) Y en lo de
burgueses, te equivocas. No hay nadie que haya tenido más mujeres que yo en
Madrid, sin sacar la cartera, que es como hay que tenerlas. Y tengo horas de
baile como para cobrar el retiro por ello.
-Eso es existir -dijo el
del feroz silencio-. Sartre en una de sus novelas presenta…
- Déjate de novelas. Eso
son tonterías. [Julián]
- Ya lo sé -dijo el
otro-. La literatura es un mal necesario. Es una falsedad…
-Es perder el tiempo…
dijo Julián.
(…)
-El tiempo es la idea de
nuestro tiempo -dijo el chico muy solemne.
-Del tiempo se habla
cuando no se sabe de qué, hombre -le dijo Julián riéndose. (…) ¿Sabes cuándo me
daba yo cuenta del tiempo? En la guerra.
-¿Hiciste la guerra?
-¡A ver, qué remedio!
-Entonces has tenido
angustia.
-Lo que tuve fue miedo,
pero poco, porque estaba en Intendencia. Me pasé una guerra estupenda. Si no
hubiera sido por las ratas y los piojos, como en casita.
-Nosotros ahora hacemos
otra clase de guerra -dijo el del silencio-. Una guerra incesante que consiste
en existir. (…) No hay tiros, desde luego -reconoció con amargura el chico-.
Pero yo estoy destruyendo ese absurdo que es mi existencia.
-¿Y te dedicas?
- Coches. Cuando no hay
coches hago estraperlo. Y cuando no hago nada, viene una mujer y me trae
dinero. ¿Comprendes?
-Yo soy escritor -dijo
el chico modestamente-. Es decir, soy hombre que se desespera.
Con idéntica pericia, Suárez
Carreño traza la biografía de un ganador de la guerra que busca hacerse
millonario a toda costa y halla en el
estraperlo la vía directa para arrancar en el mundo de los negocios, aunque,
más tarde, “blanquea” su pasado para meterse en negocios, como el de las
inmobiliarias donde continuar haciendo fortuna. Se trata de un proceso corrupto
que coincide a la perfección con lo que estos días salta a la prensa en
titulares cuya trastienda se reconoce en este modus operandi del protagonista
cuando trae oro de Portugal de estraperlo: El oro
fue examinado y pesado por quien compraba. Y luego Tomás contó los billetes.
Todos, como es natural, de mil pesetas. Los metió en el maletín. Ya eran suyas
seiscientas mil pesetas.[ Engaña a Julián, su compinche, diciéndole que
solo traía la mitad de oro de lo previsto, para estafarlo en su último negocio,
ideado por él. Así se lo justifica]: Quería
empezar una vida decente. La que empezó, con voluntad, con paciencia. El dinero
le daba calma y la calma le permitía emplear la inteligencia. (…) Tomás vio
claro. El asunto de ellos no era hacer casas, sino sacar ganancias de ellas. Ya
no le interesaron para nada las casas construyéndose.
El retrato de la sociedad,
aun siendo magnífico, no puede competir con la finura psicológica con que el
autor ha diseñado a sus principales personajes, sobre todo a Tomas y a su
mujer, de quien se nos narra una emotiva historia de amor y de malentendidos
sobre cuyo final nada quiero tampoco decir. Lo que está claro es la honestidad
y la valentía con que Suárez Carreño aborda el problema matrimonial, y la
madurez con que aborda la necesidad de independencia de la mujer ya en aquellos
tiempos. Maruja, que se separa de su marido, fracasa en un negocio de modas y
ha de montar una pensión para poder mantenerse, puesto que, a pesar de que su
marido sea millonario, no quiere recurrir a él. En parte, por ello comienza a
gestarse la venganza contra él a través de Juan, para que Maruja pueda
conseguir lo que es suyo, lo que, legalmente, le pertenece como cónyuge de
Tomás. Resulta francamente llamativo el pequeño cuento intercalado del modo
como Juan, de noche en la pensión, se levanta y se acerca a la puerta de la
habitación de Maruja y comienza a susurrarle obscenidades con el afán de
seducirla. Se trata de una situación que la censura dejó pasar
incomprensiblemente, como se puede apreciar en el modo como recibe, tal asedio,
Maruja: “Y al tiempo que se horrorizaba,
escuchaba incrédula, como si se tratase de lo contrario, de un milagro, De la
aparición del Demonio a través de una voz. Tembló de vergüenza, se sintió
tocada por algo viscoso. Sabía que era verdad aquella voz, pero al mismo tiempo
creyó que se había vuelto loca. Las palabras aquellas la infamaban, la
mancillaban de tal forma que parecía que el solo oírlas ya producía la
deshonra, Pero no dejaba de oírlas y estaba entera en sus oídos, sufriendo allí
su alma y hasta su cuerpo, como el que recibe la tortura se traslada en todo lo
que es al sitio del dolor. (…) Cada noche era como una repetición de lujurias idénticas.
Maruja, con todo, reacciona como lo había hecho siempre desde que se separó del
hombre “que la hizo mujer”: Todos los hombres que la habían intentado
seducir (y ¡cuántas variantes hay en los procedimientos que los hombres emplean
en la necia creencia de que la mujer es lo pasivo y apropiable en la relación
de los dos sexos!) fueron rechazados porque eran como Tomás, pero sin su
significación, sin su amor vivido y descubierto. De ahí que por Juan se
limitara a sentir, cuando se le reveló que era él el autor de las insinuaciones
a través de la puerta, un amor maternal: Juan
era como una herida que es sucia y sangrantemente espantosa y hasta puede dar
hedor, pero inspira compasión, no miedo.
Suárez Carreño no es un
estilista, al modo como si lo era Carmen Laforet, por ejemplo, pero lo que se
pierde en condensación estilística se gana en complejidad psicológica y en
verdad humana, porque el interés de los conflictos suscitados en la novela de
Suárez Carreño nos ofrece una obra muy madura que en nada desmerece de otros
narradores fundamentales de aquel periodo. De hecho, ya hemos recogido una
admirada semblanza hecha por Miguel Delibes en la que se le reconocía esa
condición de modelo que guiaba a otros autores como el propio Delibes, quien
tanto ha sido y es en las Letras españolas. Son muchos los detalles de
sabiduría narrativa que prodiga el autor a lo largo de la novela. Casi tantos
como los apuntes reflexivos, de certera profundidad que nos incitan,
constantemente, a hacer la lectura con el lápiz en la mano: Había que tener cuidado con los engaños que
producen las ganas de tranquilidad; a veces no se podía quitar importancia a
las cosas desagradables. O el excelente retrato del contable de Tomás, Roca:
No desperdiciaba palabras, como no
desperdiciaba papel cuando escribía, con aquella letra que parecía hecha con
piojos quietos, letra pequeña y mezquina, de hombre avaro. (…) No perdía la
calma. No insistía en sus razonamientos cuando Tomás se los combatía, pero
tampoco rectificaba. No los retiraba; los dejaba en ese silencio, en el que se
escondía como en el escondrijo la rata, como si supiese que eran invulnerables.
Por no hablar del monólogo en el que desgrana sus sensaciones cuando va a
Valladolid a comunicarle a la madrina de guerra de un compañero suyo de batallón
que ha muerto pero que, de haber vivido, se hubiera casado con ella, que es lo
que acabará haciendo Tomás: Claro que se
divertiría. Y armaría algún escándalo. Pero para un joven oficial no es eso
incompatible con aquello hermoso de llevar a una muchacha, guapa, muy guapa, en
las fotografías, el sueño o el deseo o la fallida promesa de un muerto. ¿Qué
era novelesco? También era novelesco pensar cómo un chico que hace solo un año
que ha terminado la carrera de Derecho y empieza a preparar las oposiciones de
abogado del Estado, un chico de veinte años, hijo de familia (porque así ocurre
con las familias burguesas), un día sea teniente de infantería y haga la
guerra. ¿Y qué no es novelesco cuando hay que encontrar bella la muerte? ¿Qué
no es novelesco cuando hoy se ríe y mañana una bala perdida…? Bueno; Tomás
estaba contento, sentimentalmente, de hacer aquello.
Es curiosa la insistencia en
calificar de “novelesca” la trama que contiene tantos narradores: Juan, que
quiere escribir la novela del marido de Maruja y un tal Manuel Palomero que
escribe un cuento sobre la aventura de Juan… Sí, decididamente, estamos ante
una obra mayor de la literatura de posguerra, y me parece que Suárez Carreño
anda necesitado de una revisión crítica que lo ponga en ese lugar de honor que
lo rescate del actual olvido en el que yace sepultado. Desde aquí animo a los
intelectores que suelen entrar por reiterada equivocación en este Diario a leer
la novela. Se llevarán una más que grata sorpresa.