Seguimos siendo destinatarios gozosos
de Las cartas filosóficas, y nos
sorprenden las Memorias de uno de los
forjadores del librepensamiento europeo y de la tolerancia como práctica
individual y social: Voltaire.
Voltaire es un autor al que siempre se ha de
regresar, sea a sus textos, sea a los de quienes, como Savater, hacen de él el
eje alrededor del cual articulan propuestas tan atractivas como su novela El jardín de las dudas, en su momento un
incomprensible finalista del Premio Planeta de novela, por más que fuera
concebida como una suerte de compilación de citas del escritor francés, con un
benemérito afán divulgador. Como es tema común y manido el de que la cultura
esté al alcance de las masas, he provechado la publicación semanal de los volúmenes
filosóficos de Gredos que llegan a los quioscos de prensa -dentro de poco de
todo menos de prensa propiamente dicha- para completar lecturas que, por esos
azares intelectores de la vida, fueron quedando orilladas a lo largo del
camino. Me refiero a dos textos de muy diferente naturaleza, Las cartas filosóficas, publicadas inicialmente en Basilea como Lettres ecrites de Londres sur les anglois
et autres sujets. Par M.D. V***, y las Memorias,
que abarcan dos décadas de su vida y fueron publicadas tras su muerte, aunque
se contiene en ellas su “aventura” alemana en la corte de Federico “El Grande”,
de donde hubo de salir por piernas, tal como él mismo dejó escrito: Un día, después de la lectura, La Mettrie,
que decía al rey todo lo que se le pasaba por la cabeza, le dijo que había
muchos celos de mi favor y fortuna. “Dejad hacer, le dijo el rey, se exprime la
naranja y se la tira cuando se ha tragado el zumo”. La Mettrie no dejó de
comunicarme este bello apotegma digno de Dionisio de Siracusa. Decidí desde
entonces poner a buen recaudo la mondadura de la naranja. En un breve volumen, Voltaire describe su
estancia en la corte alemana de Federico II El
Grande, y narra la particular historia del enfrentamiento entre el rey
déspota Federico Guillermo I y su hijo, con unas escenas de auténtica crueldad
insoportable. Voltaire se convirtió en algo así como el confidente literario de
Federico II: Me trataba de hombre divino;
yo le trataba de Salomón, y, sin su aprobación, el rey nada daba por bueno
de su creación.
La “mondadura” de la naranja en
cuestión tuvo una vida bien asendereada, por el afán impenitente de enfrentarse
a la intolerancia, la superstición, la ignorancia y cualesquiera injusticias
que reclamaran su afán de protagonismo social, que no fue poco, y casi tanto como
su afán de acumular riquezas, en lo que tuvo gran éxito. Junto a ese afán
llamémosle revolucionario, Voltaire cultivó desde muy joven la literatura y el panfleto, lo que le acarreó
no pocos sinsabores, como ser recluido en La Bastilla tras haber escrito una
sátira contra Duque de Orleáns y su hija, la duquesa de Berry, de donde salió
siendo el mismo con otro nombre, Voltaire, único que desde entonces usaría como
emblema y como bandera. Tras un malogrado intento de llevar a un rival noble al
campo de armas para dirimir en duelo cierto asunto de rencillas amorosas,
Voltaire volvió a La Bastilla y, pocos meses después, fue desterrado a
Inglaterra, y allí es donde se gestaron las Cartas filosóficas que se leen con
tanto placer como curiosidad, porque no deja de llamar la atención del lector moderno
la insistencia de Voltaire en contraponer poco menos que el paraíso intelectual
de las islas británicas con el yermo espiritual y artístico de la Francia de su
época. El retrato indirecto de Francia, a partir de los elogios de la vida
cultural, política y religiosa de Inglaterra, no puede ser menos amargo y
patético. Recuerda, en parte, la visión que los ilustrados franceses tenían de
la España tradicional e inquisitorial. De algún modo, aquel atraso francés
respecto de la liberal Inglaterra es lo que denunciaba en sus Memorias: Aristóteles fue muy sabio al retirarse a Calcis cuando el fanatismo
dominaba en Atenas. Por otra parte, el estado del hombre de letras en París es
inmediatamente superior al de un titiritero. Voltaire no fue un ateo, porque
bien claro dejó escrito cómo le gustaría ser recordado tras su muerte: Muero adorando a Dios, amando a mis amigos,
sin odiar a mis enemigos y detestando la superstición, pero en esa misma
declaración deja patente su inquina feroz contra la superstición religiosa que
erigía la religión en dogma y sus preceptos en leyes para regir la sociedad, y
su defensa de la libertad de religión, incluida la ausencia de ella, y de la
libertad en general: Siempre he preferido la libertad a todo lo
demás. Pocos hombres de letras hacen un uso semejante de ella. La mayoría son
pobres; la pobreza debilita el valor; y todo filósofo en la corte se hace tan
esclavo como el primer oficial de la Corona. El volumen, entretenidísimo, lleva una extensa
y clarividente introducción de Martí Domínguez, lo que hace de este libro, que
incluye una selección afortunada del Diccionario
filosófico portátil, una obra que saciará la sed de cultura de cualquiera
que se queje de que la verdadera cultura no está al alcance del pueblo: 13
euros por 353 páginas que contribuirán muy positivamente a la formación de algo
que parece muy ajeno al espíritu tradicional español: la tolerancia. Las cartas inglesas empiezan, precisamente
por una defensa de la rica vida religiosa inglesa, destacando su liberad frente
a la intransigencia del resto de Europa: Este
es el país de las sectas. Un inglés, como hombre libre, va al cielo por el
camino que más le acomoda, lo que le lleva a una conclusión que aún, en
según qué países, pongamos por caso Irlanda o Polonia, no dejaría de ser un
desafío social de primera magnitud: Si no
hubiese en Inglaterra más que una religión, sería de temer el despotismo; si
hubiese dos, se cortarían mutuamente el cuello; pero como hay treinta, viven en
paz y felices. A partir de entonces, Voltaire nos describe la creación de
la secta de los cuáqueros en unas páginas que se leen con delectación, por la
riqueza de los detalles y, sobre todo, por la fina ironía, para con sus compatriotas,
con que destaca sus muchos avances, sobre todo sociales: Por ese tiempo [hacia 1675] apareció el ilustre Guillermo Penn, que estableció
el poder de los cuáqueros en América, y que les hubiera hecho respetables en
Europa, si los hombres pudiesen respetar la virtud bajo apariencias ridículas.
Después de recibir unas tierras en el Nuevo Mundo, como pago de una deuda que
la casa real tenía contraída con su familia, [Penn] Partió para sus nuevos estados con dos barcos cargados de cuáqueros que
le siguieron. Se llama desde entonces al país Pennsilvania, por el nombre de
Penn. Allí fundó la ciudad de Filadelfia. (…) Fue también el legislador de
Pennsilvania; dio leyes muy sabias, ninguna de las cuales ha sido modificada
desde entonces. (…) Era un espectáculo completamente nuevo, ese soberano al que
todo el mundo tuteaba, y a quien se hablaba sin descubrirse uno, un gobierno
sin sacerdotes, un pueblo sin armas, ciudadanos completamente iguales,
semejantes a la Magistratura, y vecinos sin envidias. A lo largo de las
cartas, Voltaire, que fue, sobre todo, un fino observador de lo real, pasa
revista al estado del pensamiento y de la ciencia en la Inglaterra que Cromwell
legó a la posteridad, con sus luces y sus sombras. Recuérdese que frente a la
libertad de culto se podía perseguir a los católicos, por ejemplo. Al mismo
tiempo, sin embargo, Inglaterra disfrutó de una vida parlamentaria que podía considerarse
lo más cercano a una democracia tal y como ahora la concebimos, lo que choca
con las monarquías absolutas del resto de Europa y especialmente la francesa: La nación inglesa (…) ha establecido
finalmente ese gobierno, sensato, en el que el Príncipe, todopoderoso para
hacer el bien, tiene las manos atadas para hacer el mal; en el que los señores
son grandes sin insolencia y sin vasallos y en el que el pueblo comparte el
gobierno sin confusión. Lo que le llama la atención, no obstante, es que lo
verdaderamente importante de la cultura, lo que ha determinado, en cierta
manera la evolución del pensamiento y de la ciencia en Occidente tenga un
mínimo eco popular: ¿No es una cosa
divertida que Lutero, Calvino, Zwinglio, todos ellos escritores ilegibles,
hayan fundado sectas que se reparten Europa, que el ignorante Mahoma haya dado
una religión a Asia y África, y que los señores Newton, Clarke, Locke, Le
Clerc, etc., los mayores filósofos y las mejores plumas de su tiempo, hayan
podido apenas establecer un pequeño rebaño que incluso disminuye todos los
días? Ser consciente de pertenecer a una élite no le priva de intentar
hacer llegar el mensaje de los verdaderos valores y logros intelectuales y
artísticos a la mayoría de la gente, de ahí el cultivo del teatro y de la
novela, por más que sean “de ideas”, como Cándido
o el Optimismo o la tragedia El fanatismo o Mahoma, que fue prohibida en 1742,
poco después de ser representada en París, del mismo modo que fue quemado el
ejemplar de Las cartas inglesas en el
parlamento de París, lo que forzó al autor a refugiarse en el castillo de la
marquesa de Chatêlet, con quien compartió 16 años de estudio y pasión. El elogio de la vida inglesa lo es,
principalmente, del carácter emprendedor de sus gentes, que Voltaire asocia a
la conquista de las libertades democráticas: El
comercio, que ha enriquecido a los ciudadanos de Inglaterra, ha contribuido a
hacerles libres, y esta libertad ha extendido a su vez el comercio; así se ha
formado la grandeza del Estado. (…) No sé, empero, quién es más sutil a un
Estado, un señor bien empolvado que sabe precisamente a qué hora el rey se
levanta, a qué hora se acuesta, y que se da aires de grandeza haciendo el papel
de esclavo en la antecámara de un ministro, o un negociante que enriquece a su
país, da desde su despacho órdenes a Surate y al Cairo, y contribuye a la felicidad
del mundo. (…) Una nación comerciante está siempre muy
alerta a sus intereses y no desdeña ninguno de los conocimientos que pueden ser
útiles en su negocio. A título de curiosidad más que notable
puede leerse el contenido de la carta undécima, en la que el autor nos habla de
la vacunación contra la viruela conocida gracias a la expansión inglesa por
todo el globo. El tema de la inoculación variólica interesó bastante a
Voltaire, quien, por haber padecido la enfermedad, conocía bien sus estragos y
la necesidad de combatirla. La iniciadora fue la señora de Wortley-Montagu [al
comienzo del reinado de Jorge I] quien, estando su marido de embajador en
Constantinopla, le dio la viruela a un hijo suyo recién nacido, siguiendo el
modelo persa bien conocido en Oriente Medio, aunque dicha práctica halló una
fuerte oposición en Inglaterra, donde las autoridades eclesiásticas
consideraron la técnica de la inoculación una herejía musulmana, y, por
consiguiente, fue prohibida su práctica. Lady MOntagu describió su estancia en
Turquía en unas cartas tituladas Turkish
Embassy Letters, dignas de elogio. Las cartas siguen repasando la vida
inglesa y destacan, sobre todas las cosas, las figuras de Newton y de Locke. La
teoría de la gravedad fue el gran descubrimiento científico y Locke el filósofo
empirista que hace del materialismo casi casi una profesión de fe…: La filosofía consiste en detenerse cuando la
antorcha de la física nos falta, podríamos
tirar de paradoja. De la literatura
británica, Voltaire se acerca a la tendencia satírica en la que tan cómodo se
siente y elogia a un autor como Samuel Butler, pero no el conocidísimo de Erewhon o El destino de la carne, sino otro Samuel Butler, el de la Restauración
(1612-168), contemporáneo de John Milton, que escribió un poema satírico
que Voltaire compara con el carácger transgresor de Rabelais. Butler ridiculizó
en su sátira el puritanismo y fue un alma gemela de Voltaire en la defensa de
la tolerancia: Hay sobre todo un poema
inglés que desespero de haceros conocer; se llama Hudibrás. Su tema es la
guerra civil y la secta de los puritanos ridiculizados. Es Don Quijote, en
nuestra Sátira Menipea fundidos juntos; es, de todos los libros que he leído
jamás, el que he encontrado más lleno de ingenio; pero es también el más
intraducible. ¿Quién iba a creer que un libro que capta todas las ridiculeces
del género humano, y que tiene más pensamientos que palabras, no puede soportar
la traducción? (…) Todo comentador de frases ingeniosas es un tonto.
Con
todo lo que las cartas son, de acercamiento a otra cultura y de visión objetiva
de lo ajeno, lo que más me ha interesado de ellas ha sido el fisking implacable que Voltaire le
dedica a los Pensamientos de Blaise Pascal. He ahí un duelo de ingenios que a
lo largo de la última carta y dos apéndices hará las delicias de cualquier
intelector, porque Voltaire, poco amigo de empingorotamientos, se acerca a la
intolerante pasión, y casi demencia, pascaliana con una actitud, sobre todo, muy
puntillosa, dispuesto a no dejar pasar ni una sola afirmación sin el
correspondiente varapalo, mofa, escarnio o refutación. Sorprende que use una
técnica que ahora tenemos como “el no va más” de la modernidad, como Arcadi
Espada supo usarla con gracia insuperable en su antológico fisking al nuevo Estatuto de Cataluña, que no era demanda popular y
que fue aprobado con un escaso 30% del censo electoral total. Como dice al
inicio de sus apostillas: Yo me atrevo a
tomar el partido de la humanidad contra ese misántropo sublime. Y desde ese
compromiso va a ir rebatiendo ciertas afirmaciones pascalianas casi
indefendibles. Me acuerdo aún de la obra de teatro El encuentro de Descartes con Pascal joven, escrita por Jean-Claude
Brisville y dirigida e interpretada, en el papel de Descartes, por Josep Maria
Flotats. Aunque la representación cojeó por el oponente que le daba la réplica,
muy por debajo de la excelencia de Flotats, la obra mostraba a la perfección
ese choque entre la razón y la pasión que reproduce, a su manera, Voltaire en
el final de las Cartas filosóficas. Lo
peor del fisking, y es que también a
Voltaire le pasaba lo que decía de Homero Horacio: quandoque bonus domitat Homerus…, es el hecho de limitarse a
contradecir al apasionado fanático, como cuando Pascal dice: ¡Qué tonto proyecto ese de pintarse que tuvo
Montaigne! Y eso no de pasada y contra sus máximas como le termina por pasar a
todo el mundo, sino por sus propias máximas y por su designio primero y
principal, pues decir tonterías por azar o debilidad es un mal ordinario, pero
decirlas a propósito, eso ya no es soportable. Y Voltaire se limita a oponerse sin más: ¡Qué encantador proyecto tuvo Montaigne de
pintarse ingenuamente, tal como hizo!, pues así pintó la naturaleza humana; ¡y
qué pobre proyecto el de Nicole de Malebranche o de Pascal, de censurar a
Montaigne! En otras partes, sin embargo, la viveza de las afirmaciones y
las réplicas: Pascal: El puerto orienta a
los que están en un barco; ¿pero dónde encontraremos ese punto en la moral?
Voltaire: En esta única máxima, aceptada
por todas las naciones: “no hagas a otro lo que no quisieras que te hicieran a
ti mismo. Son frecuentes los sarcasmos y las incongruencias señaladas por
ambos autores, como cuando Pascal se ríe del olvido, por parte de los hombres,
de las leyes de Dios y se atienen a las humanas: Pascal: Es una cosa divertida de considerar el que haya gentes en el mundo que,
habiendo renunciado a todas las leyes de Dios y de la naturaleza, se han hecho
otras ellos mismos, a las que obedecen exactamente, como por ejemplo, los
ladrones, etc. ParaVoltaire, por el
contrario: Eso es algo más útil que
divertido de considerar; pues eso prueba que ninguna sociedad de hombres puede
subsistir un solo día sin reglas.
Llama la atención la radical oposición entre ambos pensadores por lo que
hace a una aspiración a la que hoy acaso denominaríamos justicia social: Pascal:
Sin duda la igualdad de bienes es justa.
Voltaire: La igualdad de bienes no es
justa. No es justo que cando se hagan las partes, los extranjeros mercenarios
que vienen a ayudarme a hacer mi cosecha recojan tanto como yo. Ya vimos
cómo elogiaba en cartas anteriores la laboriosidad, el comercio y la
acumulación de riquezas como signo de progreso. De mayor enjundia, y voy
acabando, queridos intelectores, es la visión del ser humano que expone Pascal
con una intensidad emocional a la que la retórica no le quita acuidad alguna, y
ante la que el racionalista Voltaire no puede reaccionar sino con la
descalificación ad hóminem. ¡Qué quimera es el hombre! -exclama
Pascal- ¡Qué novedad! ¡Qué caos! ¡Qué
tema de contradicción! Juez de todas las cosas, imbécil, gusano, depositario de
lo verdadero, amasijo de incertidumbre, gloria y escoria del universo. Si se
alaba, le rebajo, si se rebaja, le alabo, y le contradigo siempre, hasta que
comprenda que es un monstruo incomprensible. Un discurso que a los intelectores
asiduos a los clásicos españoles enseguida nos trae a las mientes el inmortal monólogo de Pleberio ante el cadáver de su
hija Melibea en La Ceslestina, una de
las cumbres de la literatura universal. Voltaire, sin embargo, sobrepasado por
semejante pathos, solo acierta a
salirse por la tangente de esa descalificación a la que aludíamos: Verdadero discurso de enfermo. A pesar
de la oposición, y por más que Voltaire ejerza el triste papel de comentario
puntilloso que no deja pasar una, no es menos cierto que se trasluce en su
fisking al apasionado pensador una admiración irreprimible, como cuando Pascal
se queja del empingorotamiento del saber erudito frente al popular: No hay que empingorotar el espíritu.; las
maneras tensas y penosas le llenan de una tonta presunción por una elevación
extraña y por una hinchazón vana y ridícula, en lugar de una alimentación
sólida y vigorosa; y una de las razones principales que más alejan a los que
entran en estos conocimientos del verdadero camino que deben seguir es la
imaginación, que toma la delantera, pretendiendo que las cosas buenas son
inaccesibles, dándoles el nombre de grandes, elevadas y sublimes. Eso lo echa
todo a perder. Quisiera llamarles bajas, comunes, familiares, esos nombres les
convienen mejor; odio las palabras hinchadas. Frente a lo que Voltaire
apenas ofrece una salida de vuelo gallináceo: Es la cosa lo que odiáis, pues en lo tocante a la palabra, hace falta
una que exprese lo que os disgusta. Se trata, como se advierte, de una actitud impertinente que,
desgraciadamente, no está a la altura de la ocasión, tomando el famoso rábano por las hojas. Algo parecido, si viene en la
vertiente falsamente erudita es su respuesta a la cita de Pascal: “Fero
gens nullan ese vitam sine armis putat”. Prefieren la muerte a la paz; los
otros prefieren la muerte a la guerra. Toda opinión puede ser preferida a la
vida, cuyo amor parece tan fuerte y natural. Según Voltaire: Es de los catalanes de quien Tácito ha dicho
esto; pero no hay de quien se haya dicho o se pueda decir: “Prefiere la muerte
a la guerra”, pero, en realidad, fue Tito Livio quien, hablando de los hispanos,
no de los catalanes, escribió: Ferox gens
nullam vitam rati sine armis ese, a propósito de quienes se mataban a sí
mismos antes que caer en manos del enemigo. Muchas otras afirmaciones
sustanciales de Pascal quedan apenas sin respuesta, acaso porque íntimamente
Voltaire coincidiera con su paisano:
A medida que se tiene más ingenio, se encuentra que hay más hombres
originales. Las gentes vulgares no encuentran diferencia entre los hombres.
¡Vanidad de la pintura, que atrae la admiración
por el parecido de las cosas cuyos originales no se admiran!
Y a menudo, a pesar del retintín
corrector, no puede Voltaire dejar de expresar su admiración por el apasionado clermontois: Todo lo que vemos del mundo no es más que un rasgo imperceptible en el
amplio seno de la naturaleza. Ninguna idea se aproxima a la extensión de sus
espacios. Por mucho que hinchemos nuestras concepciones no damos a luz más que
átomos en lugar de la realidad de las cosas. Es una esfera infinita, cuyo
centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. Voltaire
precisa la fuente de donde toma Pascal el pensamiento, del Timeo de Locres,. Del alma del mundo y de la naturaleza, el diálogo
de Platón, y, a continuación, desliza el respeto hacia su compatriota: Pascal era digno de inventarla, pero hay que
darle a cada cual lo suyo. En oportuna nota, Fernando Savater, traductor de
estas cartas y anotador de las mismas, nos informa de que la misma idea también figura en De docta ignorancia, de Nicolás de Cusa, otra vereda
abierta por donde quién sabe cuándo llegaré a transitar antes de poner el pie
en el estribo…