Concurso de cates/mates o cómo evaluar rompiendo el aro de la cordura…
[La publicación en el blog Profesor en Secundaria de una semblanza de las sesiones de evaluación, Tras una tarde de evaluaciones, me ha empujado a dar a la luz pública este examen crítico de ellas que hice en su momento, cuando estaba en activo. Nada quiero conseguir con esta publicación que no sea abundar en ese toque de atención a las autoridades académicas sobre el deterioro de una herramienta pedagógica llamada a servir para fines muy distintos de los que, para mi desazón, aún siguen teniendo nefasta vigencia. Quede aquí como un paréntesis en modo alguno nostálgico, sino reivindicativo, aunque sea nula mi capacidad de influencia para la corrección de una práctica tan deturpada.]
Me veo
en la obligación moral de hacer de abogado del diablo para hablar sobre una
práctica del ejercicio docente sobre la que siempre me he sentido insatisfecho,
si bien sobre mí y los colegas con
quienes he formado las diferentes
juntas de evaluación a las que he
asistido durante toda mi carrera profesional ha de recaer toda la
responsabilidad por las posibles negligencias cometidas. Acabamos de dejar
atrás unas sesiones maratonianas de evaluación que, a mi parecer, si todas se
parecen a las que yo he vivido, dejan tanto que desear, que no es de extrañar
la decepción profesional que originan. Me gustaría repasar brevemente esta
práctica que tan importante habría de ser en nuestra actividad profesional y que, sin embargo, se ha convertido en una
actividad mecánica carente de contenidos y de objetivos, y, por consiguiente,
de la mínima eficacia que debería tener.
Lo primero
que se ha de criticar es el absurdo evidente de programar las sesiones de
evaluación al final de la jornada escolar, de por sí ya suficientemente densa y
tensa. Como se han de hacer fuera del horario escolar, el tiempo asignado a
cada evaluación no suele pasar de la hora, por lo que las posibilidades reales
de convertir la sesión en una herramienta de análisis pedagógico individual de
cada uno de los alumnos se esfuma apenas el tutor ha consumido el primer cuarto
de hora, de los cuatro disponibles, y no hemos pasado de las tópicas
consideraciones globales o, como mucho, estamos a la altura del número tres de
una lista de treinta alumnos.
Así que
se entra en la dinámica del “vamos caso por caso”, todo va a depender, ¡ay!, de
la capacidad de organizar una reunión de trabajo que tengan los tutores
correspondientes y de la flexibilidad con que están dispuestos a oír las mismas
nimiedades repetidas ad nauseam. Sobre lo primero es obvio
que no vivimos en un país en el que las reuniones de trabajo se ajusten a normas
que las hagan productivas, porque, al menos en el sector de la enseñanza, antes
parecen una invitación a la relación social que una jornada de trabajo con unos
objetivos bien definidos. Lo habitual, lo que resulta insufrible, es que,
disponiendo de 60 minutos para 30 alumnos, cualquiera de ellos nos ocupe 15 sin
que a la junta de evaluación le preocupe lo más mínimo qué haya de ser de los
restantes. Cualquier sugerencia en ese sentido: “¿No nos estamos demorando
demasiado?”, supone un acelerón de tal naturaleza que quienes tengan la mala
fortuna de seguir en la lista a aquél “tapón”, apenas concitarán de los
apremiados tres o cuatro expresiones de
rigor: “necesita trabajar un poco más”, “no es preocupante”, “los hay peores”,
y poco más; excepto que alguien se descuelgue con “a mí no me ha presentado los
deberes del tal, el tal, el tal y el
cual de octubre, y claro…”
Más
allá, con todo, de la dinámica de la sesión, que reproduce esquemas
organizativos y productivos propios del siglo XVII, quisiera llamar la atención
sobre el nivel del análisis que efectuamos en esas sesiones, porque tengo el
convencimiento de que la incompetencia y esterilidad del mismo bien aconsejaría
renovarlas de arriba abajo, eliminarlas y convertirlas en el viejísimo “cantar
las notas”, “ponerlas en las actillas” o algo equivalente. A nadie que haya padecido sesiones de
evaluación puede serle ajeno el rubor psicológico y pedagógico que levanta, en
cualquiera mínimamente sensible a los juicios bien fundados, los sedicentes con
que solemos despachar una evaluación tras otra, con la vista puesta en el
momento de liberarnos de semejante condena y poder acogernos cuanto antes al
sagrado de nuestros hogares, ínsulas de excepción en el mar de vulgaridad que nos rodea, que nos acosa y que
nos intimida (otro día me preocuparé de otro mal que se deriva de ese acoso
marítimo: la infame necedad que, como una marea exclusivamente creciente, se va
apoderando de nosotros tras tantísimos años de contacto con la ignorancia y el
primitivismo emocional, a los que se suma
la incompetencia absoluta de nuestras autoridades educativas); ínsulas
donde el bálsamo de fierabrás, la fórmula del de cada cual sólo cada cual la
sabe, es capaz de repararnos para permitirnos afrontar la siguiente jornada.
“Se ha
dejado ir”, “se está estrellando”, “falta mucho”, “no hace nada”, “no me
presenta las cosas”, “va viniendo, va haciendo”, “sería recuperable”, “muy
juguetón”, “es muy justo” –éste es la estrella analítica, sin duda alguna,
merecedora de hacernos acreedores a todos sus usuarios del anillo freudiano (muy otro, evidentemente,
del de la NBA), y quien esté libre de pecado, que esconda el dedo…–, “se
organiza mal”, “no tiene hábitos”, “tiende a rebotarse”, “¿qué padres tiene
esta criatura?”, “de buena gana lo enderezaba yo con un par de ****** bien
dadas”, “es impresentable”, “no se entera de nada”, “¿qué ha hecho en
Primaria?” “tonto no es, desde luego”, “el día que quiera ponerse”, “pues a mí
fulanita me ha dado un cambio bestial, parece otra”, “no me trae el chándal”,
“es que está en un grupo que se las trae”, “esta es una ****** de mucho
cuidado, y tiene una mala baba que se la pisa”, “yo lo tuve en mi tutoría el
año pasado y lo entendí todo cuando me vi con el padre…”, “repite y va para
UAC”, “lo pillaron fumando un porro en los lavabos”, “las lenguas no son lo
suyo”, “necesitaría un refuerzo, un profesor particular”, “conmigo no aprobará
jamás”, “suspende como todos, ¡y estamos haciendo divisiones! ¡En primero de
ESO!”, “aquí está perdiendo el tiempo, eso está claro”, “no se deja enseñar”,
etc.
¿Quién
no ha usado en alguna ocasión cualquiera de estos tópicos desgastados, a fuer
de repetidos, que no construyen discurso ni análisis, sino justo todo lo
contrario: lo ahogan? Del mismo modo que hay alumnos-tapones que impiden
progresar en la evaluación, hay juicios taxativos que, paradójicamente,
permiten dinamizarla, al cortar de raíz cualquier posibilidad dialéctica: “Es
lo que hay”, llega a oírse como justificación, si alguien cree –con
incombustible fe pedagógico-carbonera– que merecería la pena “escuchar otras
opiniones” de los junteros para saber a qué atenernos con el discente en
cuestión.
La
insatisfacción es el resultado de semejante acto jurídico, porque sentenciamos
con una alegría que asusta al más atrevido. Y siempre salgo de esos tribunales
inapelables con la conciencia culpable de no haber sabido estar a la altura de
lo que se espera de nosotros como profesionales de la enseñanza. Derivamos hacia el pseudoanálisis psicológico con una
facilidad que sólo está a la altura de nuestra incompetencia en la materia
–salvo quien la tenga, aunque en estos casos, los juicios aún son más
deplorables…(En la impresionante película de Joaquim Jordà, El otro lado del espejo, acabada unos
meses antes de morir, y de obligada visión, se relata cómo el psicopedagogo de
un centro escolar se refiere a una afectada de agnosia como “el residuo de la
sociedad”…)– y renunciamos a lo que debería ser competencia nuestra exclusiva:
el proceso de aprendizaje: llegar a saber por qué –al margen de los ponderables
tradicionales de la falta de trabajo, etc.– los alumnos son incapaces de
progresar en tal o cual asignatura, y tratar de ponerle remedio. Es evidente
que las viejas recetas siguen teniendo validez, que son los alumnos los que han
de aprehender el conocimiento, no éste instalarse en ellos casi feéricamente,
con la consiguiente varita mágica, pero no es menos cierto que no podemos
despreocuparnos de ese campo del conocimiento que tanto podría ayudarnos a
establecer diagnósticos pedagógicos certeros que nos permitieran ayudar al
mayor número posible de nuestros alumnos, siempre y cuando la administración
educativa entendiese que una sesión de evaluación no es un trámite relegable
extramuros de la jornada educativa, sino un pilar básico de nuestra actividad
profesional. ¡Cuántos daños irreparables provoca el fetichismo de la “hora de
clase” intocable!
He vivido sesiones de evaluación dignas, pero son la excepción y ambos conveninos en que las que son habituales son un trámite burocrático enojoso y ya está. La figura del tutor es clave para dirigirlas, algo de lo que no debe abdicar dejando que se apoderen de la evaluación los charlatanes aportadores de comentarios insulsos como los que mencionas y alguno más. Creo que el análisis alumno por alumno no es adecuado. Creo que se debería segmentar en grupos homogéneos de nivel o de resultados y tratarlos en conjunto en la medida de su posible recuperación si van mal o de su promoción satisfactoria en el caso de que vayan bien o muy bien. Como bien has expresado, esos treinta alumnos van pasando a velocidad vertiginosa sin considerar sus posibles casuísticas o problemas de aprendizaje. Y ciertamente requeriría más tiempo del que le dedicamos. Se embute en horario vespertino de forma comprimida. Nadie quiere darle más relevancia a este acto pensando que ya está todo decidido por la dinámica del curso. Luego ya vendrán los regalos. Si alguien empieza y ve una sesión de evaluación como son en realidad, desde luego no tenderá a tomárselas muy en serio.
ResponderEliminarEn esto y en tantos temas, faltan idealismo y altura de miras y sobra practicismo en el sentido de no creer en lo que se está haciendo. No sé cómo se harán en otros países estas sesiones pero, por lo que yo conozco en esta latitud, son bastante deplorables.
¿Sabes cómo se llama a que dos que están de acuerdo hablen defendiendo la misma postura? "Hablar en tonto"... Por eso me callo, ya.
EliminarPodría sumarme si me lo permitís y hablar en tonto un ratito con vosotros, porque tampoco podría aportar nada a lo que os he leído. Viví como espectadora en dos ocasiones juntas de evaluaciones como parte del consejo escolar en las que amablemente nos permitieron estar y vi exactamente lo que estás comentando, recuerdo que al salir de la segunda de las dos que presencié, les dije a los profesores algo que no les gustó nada pero me salió del alma...si un equipo médico diera por muertos a tantos pacientes como aquí sentenciáis a alumnos, los hospitales estaría vacíos.
ResponderEliminarSinceramente pienso que dar por perdido a un alumno sin haberlo intentado si quiera, me parece tan inmoral como dejar de atender una sintomatología por dejadez o condenar a un inocente por falta interés en comprobar las circunstancias del caso y ninguna de las tres practicas son extrañas por desgracia, ni en este país, ni en ninguna parte. Se critica constantemente las sentencias judiciales y me pregunto cuantísimos juicios de valor se hacen con total falta de rigor y el más mínimo interés y no sé qué es más terrible si privar de libertad o de formación adecuada a alguien.
Me ha parecido un ejercicio de autocrítica prodigioso JUAN, te agradezco muchísimo el lujo de poder leer algo así de un profesor, aunque sea en la reserva ;)
Muchas gracias, un beso y feliz SS!
A veces mejorar la enseñanza no implica un gasto excesivo, sino una buena definición de la labor encomendada y la competencia mínima para ejercerla. ¡Anda que no promocionan cursos de reciclaje absolutamente estúpidos!, pero pocos o ninguno, obligatorio, que ayude a dotar de sentido una sesión tan importante como la evaluación, que no puede hacerse "deprisa, corriendo y mal". El alumnado merece una mayor profesionalidad por nuestra parte. Tienes toda la razón, somos demasiado aficionados a "sentenciar", ¡y sin jurado...! Gracias por la visita. Reconforta saber que no peca uno de parcialidad.
EliminarNo añadiré más combustible a este incendio contra el que en vano escupimos tinta de teclado quienes por afección laboral, de conciencia o de ambas, lidiamos diariamente en tan ingratas faenas. Las juiciosas razones aportadas por Juan y por Joselu son en sí mismas insuperables, así que con la venia de los presentes dejaré, para mayores lamentos, el enlace a un artículo escrito por un antiguo docente a quien atribuyo el ya lejano mérito de abrir un poquito las entendederas, en edad muy adolecida, al servividor que de tal manera se despide:
ResponderEliminarhttp://diariodelendriago.blogspot.com.es/2016/03/informatica-informal.html
Cortos se quedan los trenos de Jeremías, en efecto... Una buena descripción de la fuerza del Hado para hacer la vida imposible a los apóstoles de la transmisión del conocimiento y de la triangulación: fe, esperanza y caridad en, en y del saber.
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