domingo, 8 de noviembre de 2015

“Aforismos que nunca contaré a mis hijos”. Gregorio Luri se estrena en el mundo de la aforística con la solidez del resto de su obra.


                         




    





       La aforística de Gregorio Luri, Aforismos que nunca contaré a mis hijos, o el rigor conceptual del laconismo que no pierde ni el sentido del humor ni el del amor: Eros, Ágape y Philos.

Si cada nueva publicación de Gregorio Luri es un festín para la inteligencia, su nueva publicación, este libro de aforismos de título tan sugestivo como enigmático no podía incumplir la norma de calidad a la que nos tiene acostumbrados  a quienes lo frecuentamos en las múltiples facetas polígrafas en las que se derrama con una generosidad intelectual tan acreditada como ejemplar. Tenemos la suerte de que Luri no le hace ascos a ningún canal de comunicación, de ahí que sea tan natural leerlo en libro de papel como en su acogedor Café de Ocata, en los diarios o en Twitter: la sabiduría es la misma y Luri tiene la virtud de modularla en función del canal a través del cual nos la hace llegar. Algunos de los aforismos que ahora aparecen en forma de libro hemos podido leerlos en su Café o en Twitter, pero convenía recogerlos en libro porque, a su manera, son una especie de autobiografía intelectual en la que Luri ha querido dejar bien claro, en la bella forma lacónica del clásico aforismo, un pensamiento a contracorriente de lo políticamente correcto. Son aforismos de combate, por lo tanto, pero también confidenciales y obra, en su conjunto, de quien vive proyectado en dos dimensiones no siempre complementarias: la interior de la vida espiritual y la exterior del “ruido” sociopolítico. Me hubiera gustado, eso sí, que la edición le hubiera hecho más justicia, porque, estoy obligado a decirlo, hay un tono general de descuido en la presentación de los textos que pone de relieve una de las más graves carencias de nuestro mundo editorial: el editor, entendido a la manera anglosajona. Echo de menos, así mismo, un prólogo del autor, o de algún lúcido lector suyo, que contextualice el vendaval de claridades y perplejidades en el que se adentra el lector sin esa guía, por somera que sea, de quien traza el marco cultural e individual de lo que se va a encontrar. La parte positiva de la ausencia del prólogo es que la entrada in media res obliga a los lectores a irlo confeccionando a golpe de aforismo, si bien el autor, desde la primera página comienza a sembrar las “referencias” de su discurso atomizador: Schmitt, Heidegger, Cassirer. Gira la primera cara, tan nominal, y nos encontramos, casi de bruces, con un epifonema que está en la base de su discurso pedagógico: No hay normalidad sin excelencia. Es decir, que, apenas empezado el combate dialéctico, Luri dispara con bala de plata contra la licantropía supersticiosa de la correcta bobería política, como se subraya dos aforismos más allá: Toda juventud aspira a la libertad entregándose generosamente a una idea dominante y uniformadora.
Volvamos un momento al título, que tanto me extrañó cuando lo conocí en su Café. “Aforismos que nunca contaré a mis hijos”. A los amantes del género aforístico les chocará, sin duda, la aparición de un verbo “contar”, relatar, que choca de frente con la condición epifánica del aforismo. No sé si la ausencia de prólogo tiene algo que ver con esa renuncia a “contar”, a darle naturaleza narrativa a la pulsión aforística del autor, tan buen lector de poesía, por cierto. En cualquier caso, ni “contar” ni “explicar”, porque los aforismos tienen la virtud de explicarse a sí mismos sin necesitar desarrollos complementarios que anulen la belleza propia de su construcción sintética. En cualquier caso, intuyo que el carácter sombrío y desengañado de muchos de los aforismos, un reconocimiento de las muchas debilidades humanas y, sobre todo, sociales, no constituye un motivo de “relato” con el que entretener, distraer o aleccionar a los hijos, quienes, por cuestión biológica, han de habitar en la esperanza de lo mejor por venir, una aventura individual que no se les puede “anticipar” ni condicionar. Quiero entender el título como la firme declaración de la exigencia ética de los padres de no aleccionar ideológica, religiosa o vitalmente a sus descendientes, tan en las antípodas de la pederastia ideológica a que nos ha acostumbrado la indecencia secesionista. Entre el “Dejad que se acerquen a mí” y el “Ay de aquellos que escandalizaren”, qué poco extendido está el compromiso del respeto a los hijos y a su libertad de pensamiento. Quiero, pues, entender el título en ese poderoso sentido ético de no imponer el propio pensamiento a nuestros hijos, algo que se compadece, estoy convencido, con la firme convicción de Luri de la individualidad a ultranza de la aventura vital de cada ser humano, único e irrepetible, aunque, como con singular gracejo, piense que El hombre es un error de casting.
Como intelector par excellence, Luri es heredero de una tradición cultural en la que el aforismo siempre ha tenido un lugar destacado, porque la condensación ingeniosa del pensamiento, a medio camino entre la retórica poética y la concisión filosófica, forma parte de lo mejor de la cultura occidental, aunque el aforismo es universal y ha sido cultivado en oriente y en occidente, al norte y al sur, desde sumerios y chinos hasta egipcios y griegos, pasando por los judíos. Hay ecos en los aforismos de Luri de un prodigioso bagaje de lecturas que se cuelan, como de rondón, inadvertidamente, en los suyos propios, como en esa excelente coincidencia con Valéry: En el diálogo más que la verdad suele pesar la necesidad de guarecer la propia imagen. Paul Valéry: Todo el que participa en una discusión defiende dos cosas: una tesis y a sí mismo; o como el fondo clásico de los aforismos de Salomón, por ejemplo, que se puede advertir en el sentencioso: Las tres las señales que delatan la estupidez de las personas, dijo un sabio judío, son la impaciencia para responder, la fragilidad de la atención y la excesiva confianza en los demás. [Adviértase la incuria editora en ese inicio: “Las tres las señales”, que por sí misma no pasaría de anécdota, pero que sumada a las que vendrán nos permite usar el latinismo.] Pero otras veces, son los aforismos de Luri los que nos llevan al recuerdo de otros textos, como este: ¿Quién maneja los hilos? ¿El yo¿ ¿Y quién maneja los hilos que maneja el yo? ¿Y los hilos del que maneja, etc., etc.?  Que enseguida me ha traído a la memoria la reflexión de Sánchez Ferlosio sobre la paradoja de la marioneta: cuantos más hilos la mueven, más libertad de movimiento tiene.
A lo largo del libro (y al final  hubiera debido haber un índice por materias, algo que me parece inexcusable en un libro de aforismos para facilitar la búsqueda) irán apareciendo las realidades de dominio común, desde el psicoanálisis a la Historia, pasando por la política, la pedagogía, la religión, las pasiones, los deseos, el catalanismo, la estética, los sueños, las costumbres, la psicología, el Eros, etc., sobre los que Luri construye una biografía intelectual desafiante, no porque sea su empeño llevar la contraria, sino porque es contrario, por imperativo categórico, a la pereza de la razón que habita en la corrección política y que se consuma y consume en la ignorancia y sus muchos desprecios. Como buen frecuentador de aforismos, además, en los suyos propios advertimos ecos incluso de las Greguerías de Gómez de la Serna o de los Aerolitos, de Edmundo De Ory, y sobre todo, la gran lección de los Escolios a un texto implícito de Nicolás Gómez Dávila, un autor que no tardaré en traer a este Diario, si la salud asiste, el tiempo se estira y la admiración no me deja mudo y ágrafo.
No pretendo reproducir ilegalmente el contenido del libro, porque flaco favor les haría a los editores de La Isla del Siltolá, pero supongo que avanzar una parte del mismo en modo alguno puede ir en detrimento de su apuesta editorial, sino, ¡espero y deseo!, en pro del conocimiento, difusión y compra de un volumen que, descuidos formales parte, complacerá a cuantos lo lean. No me he podido resistido a elaborar lo que ni siquiera pueden considerarse atrevidos escolios, sino, como mucho, ligeras apostillas hechas al hilo de la lectura cuando ésta las facilitaba en el acto, aunque todo el libro, he de reconocerlo, se presta al diálogo fértil, como lo prueba la necesidad de subrayar y poner notas al margen, como auténtico escriba silense, porque la lectura de libros de aforismos constituye una incitación a la emulación, como era el caso de Wallace Stevens, por ejemplo, quien lo tenía por ejercicio habitual, casi como un entrenamiento intelectual.
Bien, entremos, sin demora, en esa revisión de alguno de los hitos que no necesariamente por aparecer aquí indican preeminencia frente a otros, sino, en todo caso, confirmación de mi coincidencia o discrepancia con ellos. Habitualmente la vía paradójica surge no tanto del afán del aforista cuanto de la misma materia advenida del aforismo, porque, como quería Cristóbal Serra, experto en ellos donde los haya, los aforismos comparten con la poesía muchas cosas, pero la inspiración es, acaso, la principal: no se elabora un aforismo, sino que se descubre: El solipsismo es la única teoría que no se puede compartir. Para ello, sin embargo, es imprescindible poseer una intuición, una visión privilegiada que ve donde otros están ciegos totalmente a la revelación: Cuán elásticos son nuestros rígidos principios cuando nos los tenemos que aplicar a nosotros mismos. No es infrecuente que esa visión reveladora se fije en esa especie de retruécano ideológico que es la revisión del lugar común como motivo creador para desvelar nuestras cotidianas incongruencias: Estadísticamente, nada tiene tanto éxito como el fracaso. ¡Que se lo digan a este Artista Desencajado, quien saborea sin delectación, pero con asiduidad, las hieles de ese éxito! O el acertadísimo y demostrado: El antifranquismo más allá de Franco es la verdadera herencia sociológica del franquismo. Provocadora, en cierto modo, es su visión del hecho religioso, como cuando reconoce que Hoy nadie pronuncia la palabra alma sin sentirse un poco anacrónico, si bien, me permito añadir, solemos repetir “desalmado” con pasmosa facilidad… Y reveladora, su precisión conceptual: Quien dice “Humanidad” ya está haciendo profesión de fe. Los griegos, más próximos a la naturaleza, preferían hablar de “mortales”. El “común de los mortales”, decimos nosotros también…, sin embargo.
No son pocos los aforismos polémicos que pueden suscitar poderosa controversia, como el finísimo: Muchos catalanes llaman “España” a lo que menos les gusta de sí mismos. De ahí que entiendan la independencia como una catarsis o los profundos: Los mitos verdaderos no se construyen, nos construyen y Entre las familias, es la sangre la causante de las heridas.
Luri domina el arte de los registros, porque desde la seriedad filosófica de algunos de los aforismos no duda en descender a las sanas raíces del humor transgresor para deleitarnos con algunas muestras de aforismos que nos arrancan la sonrisa e incluso la risa franca: Nadie es nihilista mientras canta el himno de su equipo de fútbol o ¿Tiene el caníbal ardores de conciencia?, que parecen nuevas e incisivas greguerías, como  Feliz: aquel que se cree propietario de lo mejor de sí mismo e inquilino del resto, y los jardelianos La gente educada solo se mata por la espalda y Los santos que nunca tuvieron ocasión de pecar son recibidos en el cielo con un poco de lástima.
Entre los “chocantes”, quiero destacar, por ejemplo: Más me sé a mí mismo con el “se” del sabor que con el “sé” del saber, en el que la aparición de ese “se” del saborear me ha dejado compuesto y sin novia gramatical, aunque reconozco la osadía conceptual y la aplaudo, que conste. De lo que estoy seguro es de que el autor no se ha dejado llevar por la cólera para escribirlo, como sostenía Blake: Los tigres de la cólera son más sabios que los caballos del saber. Así mismo, instintiva ha sido la reacción ante el gracioso Los masoquistas están exentos de cumplir el precepto de amar al prójimo como a uno mismo: “Han de estar” exentos…, he añadido enseguida. Del mismo modo que, como un resorte, al Eros: el solipsismo ubicuo, le he añadido: “El pluripsismo, pues”; y ante el ingenioso El órgano más eréctil del hombre es el ego, no me he resistido a apostillar: “Y más si alimentado con orgón…”, referencia acaso rebuscada, pero no para quienes hayan disfrutado de obras memorables como Análisis del carácter.
Por razones de orden íntimo que no vienen al caso, quizás el aforismo al que he asentido con más intensa emoción hay sido a este apunte psicológico de hermosa certeza: La melancolía es una pasión conspiradora contra la terapia del olvido. Si bien hay otros que vehiculan un lirismo solo propio de quien reside en la existencia con total plenitud: La lengua materna es la caricia o este otro: El cuerpo tiene rincones inexplorados por el alma.


[Dejo para el final, porque aún hay una larga lista de aforismos que me gustaría comentar, cada uno por distinta razón, y en letra ínfima, esos descuidos que he advertido en la edición: comas entre el sujeto y el verbo: La indignación moral, es la forma más engolada del narcisismo; la ausencia de comas prescriptivas, como en ¿Cuando nos amamos, qué nos intercambiamos caricias o síntomas?; usos prepositivos, como en: El paisaje es a la naturaleza lo que la ley es el hombre [Se ha de entender “al hombre”…]; usos impropios y concordancias fallidas: Le gustaba buscar su imagen en las charcos, tras la lluvia, a donde acude también a reflejarse el cielo; los relativos con preposición en peligro de extinción: Hay gentes que el nacer los deja exhaustos [“a quienes”]. Hay, así mismo, una repetición con una ligera variación que no altera el contenido: Quien se miente a sí mismo tiene siempre motivos para creerse. Quien se miente a sí mismo siempre encuentra motivos para creerse; y un cambio en los firuletes que separan unos aforismos de otros, de repente aparece un 2 que no necesariamente indica que el aforismo posterior sea complementario del anterior o contradictorio u otra versión. De otro orden serían algunos usos discutibles a nivel semántico, como ocurre en La educación no tendría sentido si no hubiese en nuestra alma semillas naturales que es necesario arrancar, donde tanto choca lo de “arrancar” las semillas, sin duda. Como repugna al oído, por ejemplo, sin que haya una intención irónica apreciable –aunque tal vez mi roma percepción sea la responsable de no haberla captado- el “instintual” en el  sometimiento de lo instintual a la coherencia”, teniendo a mano “instintivo”. Esa ironía que sí capto, aunque atenuada en el neologismo de La felicidad: tragarse con naturalidad los propios encantamientos felicitarios. Poca cosa, ya digo, que no empaña el brillo innegable de esta colección aforística.]

1 comentario:

  1. Pues te he de dar las gracias, por todo el texto, de la primera a la última palabra.

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