La peligrosa y escondida senda intelectora* por la
agonía y muerte de Virgilio: el misterio, la vida, la palabra.
[*Hace 25
años me interné en La muerte de Virgilio
y abandoné la travesía lectora, desarbolado, en la página 224, convirtiéndome
en un triste pecio avergonzado de semejante naufragio lector. Hace ya más de tres meses que zarpé de nuevo
para realizar la misma travesía, y no sé si porque las velas (y los desvelos)
han sido de mejor calidad que las primeras o porque, finalmente, autor y lector
nos hemos encontrado (como, en sentido contrario, de las obras ilegibles, sostenía
irónicamente Gide: Ante ciertos libros
uno se pregunta: ¿quién los leerá? Y ante ciertas personas uno se pregunta:
¿qué leerán? Y al fin libros y personas se encuentran.), el caso es que
llega el momento de rendir cuentas de ese viaje para el que resulta protodifícil
encontrar el modo de hacerlo que impida “a quien leyere” cometer el error de no
adentrarse en uno de los libros cuya lectura constituye una experiencia vital insustituible,
y de obligado pasar, porque La muerte de
Virgilio es un tesoro de vida, de obra y de pensamiento. ¡Que Hermes me
coja exvotado!]
Desembarcado en Bríndisi, un esclavo
le abre paso entre la multitud que se agolpa en el puerto. Por hechicero del
César lo toman. Va enfermo. Vuelve de Grecia. Presiente la muerte. Es hospedado
con los miramientos de rigor y junto a él lleva el cofre donde guarda el
original de la Eneida. Tiene por
delante una agonía en la que la fiebre le adelanta alucinaciones de la hora
postrera y claridades de la insignificancia del presente, del arrepentimiento
de todo: de sí y de su obra. El lector está junto a él y junto al pueblo
desmesurado y apocalíptico que llega a través de la ventana, confundiéndose las
voces con su propio delirio. Ha llegado en una nave de Grecia y sabe que parte
en otra hacia el Hades. Como en las buenas muertes, toda su vida vuelve ante
sus ojos y sabe que el Arte nada puede contra el Conocimiento y que solo este
salva al ser de la nada que todo lo engulle. Nada puede el poeta, ningún mal puede evitar; se le escucha únicamente
cuando magnifica el mundo, pero no cuando lo representa tal como es. El
poeta de los poetas, el guía de Dante, oye la fuente de su cuarto y sabe que se
convertirá en río Leteo por el que la barca de su último viaje lo llevará a la
laguna Estigia, pero antes de sumergirse en el olvido de su vida y desaparecer
en la nada, aspira a fundirse con el todo. Místico, Virgilio. Y nada
misteriosos los caminos por los que Broch resume en su agonía muchas crisis,
cifradas todas en el arrebatador impulso de quemar la Eneida, antes de desaparecer. No es un hombre feliz, el poeta. Sí
lo es el lector que, perdido en una narración continua, sin descanso, sin poder
apartar la atención del libro, imantada a él como la flecha al norte magnético,
sigue un camino sinuoso y humano, demasiado humano. Es y no es una biografía. La
realidad protagoniza a través de las palabras una ópera flotante, la fiebre
altera los estados y en el ámbito reducido de una habitación Virgilio habla con
los vivos y con los muertos, consigo y con los otros, y entre ellos, con
Augusto, y su discusión es la representación dramática de un diálogo entre el
Artista y el Poder, de tú a tú: de las exigencias y de los miedos, de los
fantasmas y de las realidades. El egoísmo narcisista de Augusto, que reclama la
propiedad de una obra que “ya” es de Roma, ni siquiera suya, fiel reflejo del
Imperio. Pero no habla con el gran sacerdote del arte, sino con el ser humano
debilitado por la enfermedad y en el supremo tris del trance final, el de
renunciar al propio nombre: El nombre es
como un vestido que no nos pertenece; estamos desnudos bajo nuestro nombre, más
desnudos aún que el niño que el padre ha levantado del suelo para darle el
nombre. Y cuanto más llenamos de ser el nombre, tanto más ajeno se nos torna,
tanto más independiente se vuelve de nosotros, tanto más abandonados resultamos
para nosotros mismos. Prestado es el nombre que llevamos, prestado el pan que
comemos, prestados nosotros mismos, suspendidos desnudos en lo extraño y sólo
aquel que se ha despojado de todo el prestado oropel, llega a ver la meta, es
llamado a la meta, donde une definitivamente con su nombre. Insignificante,
Augusto; inconmensurable, Virgilio. La gloria y lo efímero. La poesía es un
disfraz y la muerte un revulsivo. Necesita la compañía de Lisanias, el efebo esclavo
amado, la de Plocia Hieria, y, a través de ellos, recuperar lo que no fue y pudo
haber sido, y lo que fue sin ser lo que debería haber sido. Virgilio es un autorreproche
encendido, una llama que se consume y que quiere abrasar cuanto lo rodea, y en
especial la Eneida, el poema del
orgullo y la vanidad: La belleza no puede
vivir sin aplauso; la verdad se cierra al aplauso. Conoce perfectamente el
poder de la poesía, el poder de las imágenes: No obstante, la vida humana es bendecida en imagen y maldecida en
imagen; sólo en imágenes puede comprenderse a sí misma; las imágenes son
indesterrables, están en nosotros desde el comienzo del rebaño, son más
antiguas y más poderosas que nuestro pensamiento, están fuera del tiempo,
abarcan pasado y futuro, son doble recuerdo del ensueño y tienen más poder que
nosotros. Cuantas menos deje, menor será su culpa. No debería haber
abandonado los estudios de medicina, ni los de filosofía, a la que quería
dedicarse una vez hubiera acabado de
corregir, de pulir, los versos de la Eneida,
su testamento poético. Las realidades y las alucinaciones se mezclan en su
cuarto de enfermo, y es capaz de mantener conversaciones cruzadas con los vivos
y con los fantasmas, y no las últimas son las menos reales: Por encima de la ley de la belleza, por
encima de la ley del artista, que ambiciona solo una armonía, está la ley de la
realidad, está –divina sabiduría de Platón–Eros en el curso del ser, está la
ley del corazón y ¡ay de un mundo que ha olvidado esta última realidad! Es
un poeta célebre y rico, admirado y envidiado, protegido de Augusto, quien lo
tiene por amigo. Pero caída la máscara de la celebridad, descompuesta la figura
pública, Virgilio, a solas con su fiebre y con su garganta en carne viva,
debilitado y humillado por la debilidad de la carne, la realidad adquiere para
él una nanodimensión. Su sistema sensible lo aboca a la hiperestesia y su
sistema cognitivo a la lucidez: padecer y comprender rivalizan; todo ello en
los límites de su última morada. No falta tampoco el humor. Los dardos
envenenados forman parte indestructible de la inteligencia. Pero la lucha con
Augusto, medular en el libro, es una radiografía de nuestros días:
Virgilio: En el reino del espíritu llegará a su
perfección la realidad del Estado creado por ti
Augusto: El reino de este espíritu ya existe; es el Estado, el Estado romano, el Imperio romano hasta sus más lejanos límites. Estado y espíritu son una misma cosa. (…)¡El Imperio del Romano, Virgilio! La libertad griega, el espíritu griego han resurgido en Roma. Nadie ha contribuido más a ello que justamente ti. La Hélade fue la promesa; el estado de Roma es su cumplimiento. (…) El Estado tiene que ofrecer otra vez a las masas la seguridad corporal y espiritual que han perdido, debe garantizarles una paz duradera, debe proteger a sus dioses, y debe distribuir la libertad según las necesidades del bienestar colectivo. Esto y solo esto es la humanidad del Estado, tal vez la única humanidad posible, pero en todo caso la mejor, aunque a menudo proceda en forma muy inhumana, sin contemplaciones con individuos o grupos individuales, en cuanto se halla en juego el bien colectivo, razón por la cual el derecho individual puede verse en cualquier momento sometido al derecho común, y así tiene que ser, lo mismo que la libertad individual a la libertad común de Roma, la paz de los limítrofes a la paz romana; en verdad, es una dura humanidad la que ofrece el Estado, y es tanto más dura, por cuanto el Estado, sirviendo al bien colectivo y por eso mismo encarnándolo, exige la correspondencia del individuo, su completa sumisión bajo el poder estatal y, además, se toma el derecho de exigir la devolución de la vida individual protegida por su poder, para aniquilarla en cuanto lo requiere la seguridad y la protección de la comunidad. Una humanidad disciplinada, a eso aspira el Estado –y nosotros con él –, una humanidad en lo real, caracterizada por la disciplina y sin la menor molicie, subordinada a la ley de la realidad, la dura humanidad de Roma; Roma se ha engrandecido gracias a ella (…) Como el Estado encarna al pueblo, así también el pueblo encarna al Estado. (…) Inseguro como un niño es el pueblo, temeroso y huidizo, si se le abandona en el apuro, peligroso en su inseguridad, impenetrable por cualquier exhortación, incapaz de cualquier reflexión, alejado de toda humanidad, sin conciencia, inconstante, subitáneo, indigno de confianza y cruel, y sin embargo también liberal y generoso, capaz de sacrificio y valiente, cuando se encuentra a sí mismo, lleno de toda la seguridad del niño en quien despunta el presentimiento de la recta senda y se dirige a su meta como un sonámbulo. (…) Este niño grande que nos ha sido confiado, debemos corregirlo sin robarle nada, debemos dejarle todo lo valioso, también la ebriedad infantil del juego y la crueldad con que se protege de la molicie; pero justamente por eso debemos atender a que esta ebriedad se mantenga dentro de ciertos límites, para que no resulte dañina y dañada, para que no caiga en el salvajismo, pues nada es tan espantoso y peligroso como la salvaje locura de este niño que se llama pueblo; es la locura de un niño abandonado y por eso mismo debemos procurar que el pueblo nunca se sienta abandonado. Oh, amigos míos, debemos cultivar el infantilismo del pueblo, debemos proporcionarle la seguridad infantil en la seguridad de la casa paterna, y quien sepa guiar así al pueblo con la severidad suavemente paternal, quien logre de este modo la seguridad de la vida y del alma y de la fe, quien lo consiga, ése es el llamado, y sólo él, a convocar el pueblo en un Estado, no solo a vivir en la seguridad del Estado, sino sobre todo a morir por ella en la hora del peligro, a la hora de la defensa del Estado. (…) El Estado no se interesa por la diversidad humana, sino solo y exclusivamente por la totalidad del pueblo, para que en la misma conserve su eterna consistencia real. (…) Si se hubiera expuesto toda la estatalidad de Roma a cualquier azar del juego de la opinión pública, habría consentido que el ejercicio del poder cayera en la disgregación de los individuos mortales. (…) El Estado, en su doble realidad, no sólo tiene que simbolizar a los dioses, no es suficiente que para venerar a los dioses se construya la Acrópolis, también tiene que establecerle al pueblo, que es la otra mitad de su realidad, un símbolo, el símbolo fuerte que el pueblo quiere ver y comprende, la imagen fuerte en la cual se reconoce a sí mismo, la imagen de su propia fuerza, ante la cual quiere y puede inclinarse, intuyendo que el poder en lo terreno, como lo demuestra el ejemplo de Antonio, se inclina siempre ante lo delictuoso, y que solamente excluye ese peligro un poderoso que sea al mismo tiempo símbolo de la eterna realidad Y por eso yo, que he recibido el poder para mantener el orden romano (…) he ordenado que mi imagen sea colocada en los templos, independientemente de todos esos dioses a los que aún se apegan los pueblos de este Imperio, como imagen de la unidad del Imperio, que se extiende desde el Océano hasta las orillas del Éufrates. No obligamos a nadie a aceptar nuestras instituciones, no tenemos por qué apresurarnos en nada, tenemos tiempo y podemos esperar, hasta que los pueblos sepan aprovecharse por sí mismos de las ventajas de nuestra legislación, de nuestras pesas y medidas, de nuestro sistema monetario (…), tenemos que despertar sin demora la conciencia del Imperio en todos los pueblos que pertenecen a él.
Augusto: El reino de este espíritu ya existe; es el Estado, el Estado romano, el Imperio romano hasta sus más lejanos límites. Estado y espíritu son una misma cosa. (…)¡El Imperio del Romano, Virgilio! La libertad griega, el espíritu griego han resurgido en Roma. Nadie ha contribuido más a ello que justamente ti. La Hélade fue la promesa; el estado de Roma es su cumplimiento. (…) El Estado tiene que ofrecer otra vez a las masas la seguridad corporal y espiritual que han perdido, debe garantizarles una paz duradera, debe proteger a sus dioses, y debe distribuir la libertad según las necesidades del bienestar colectivo. Esto y solo esto es la humanidad del Estado, tal vez la única humanidad posible, pero en todo caso la mejor, aunque a menudo proceda en forma muy inhumana, sin contemplaciones con individuos o grupos individuales, en cuanto se halla en juego el bien colectivo, razón por la cual el derecho individual puede verse en cualquier momento sometido al derecho común, y así tiene que ser, lo mismo que la libertad individual a la libertad común de Roma, la paz de los limítrofes a la paz romana; en verdad, es una dura humanidad la que ofrece el Estado, y es tanto más dura, por cuanto el Estado, sirviendo al bien colectivo y por eso mismo encarnándolo, exige la correspondencia del individuo, su completa sumisión bajo el poder estatal y, además, se toma el derecho de exigir la devolución de la vida individual protegida por su poder, para aniquilarla en cuanto lo requiere la seguridad y la protección de la comunidad. Una humanidad disciplinada, a eso aspira el Estado –y nosotros con él –, una humanidad en lo real, caracterizada por la disciplina y sin la menor molicie, subordinada a la ley de la realidad, la dura humanidad de Roma; Roma se ha engrandecido gracias a ella (…) Como el Estado encarna al pueblo, así también el pueblo encarna al Estado. (…) Inseguro como un niño es el pueblo, temeroso y huidizo, si se le abandona en el apuro, peligroso en su inseguridad, impenetrable por cualquier exhortación, incapaz de cualquier reflexión, alejado de toda humanidad, sin conciencia, inconstante, subitáneo, indigno de confianza y cruel, y sin embargo también liberal y generoso, capaz de sacrificio y valiente, cuando se encuentra a sí mismo, lleno de toda la seguridad del niño en quien despunta el presentimiento de la recta senda y se dirige a su meta como un sonámbulo. (…) Este niño grande que nos ha sido confiado, debemos corregirlo sin robarle nada, debemos dejarle todo lo valioso, también la ebriedad infantil del juego y la crueldad con que se protege de la molicie; pero justamente por eso debemos atender a que esta ebriedad se mantenga dentro de ciertos límites, para que no resulte dañina y dañada, para que no caiga en el salvajismo, pues nada es tan espantoso y peligroso como la salvaje locura de este niño que se llama pueblo; es la locura de un niño abandonado y por eso mismo debemos procurar que el pueblo nunca se sienta abandonado. Oh, amigos míos, debemos cultivar el infantilismo del pueblo, debemos proporcionarle la seguridad infantil en la seguridad de la casa paterna, y quien sepa guiar así al pueblo con la severidad suavemente paternal, quien logre de este modo la seguridad de la vida y del alma y de la fe, quien lo consiga, ése es el llamado, y sólo él, a convocar el pueblo en un Estado, no solo a vivir en la seguridad del Estado, sino sobre todo a morir por ella en la hora del peligro, a la hora de la defensa del Estado. (…) El Estado no se interesa por la diversidad humana, sino solo y exclusivamente por la totalidad del pueblo, para que en la misma conserve su eterna consistencia real. (…) Si se hubiera expuesto toda la estatalidad de Roma a cualquier azar del juego de la opinión pública, habría consentido que el ejercicio del poder cayera en la disgregación de los individuos mortales. (…) El Estado, en su doble realidad, no sólo tiene que simbolizar a los dioses, no es suficiente que para venerar a los dioses se construya la Acrópolis, también tiene que establecerle al pueblo, que es la otra mitad de su realidad, un símbolo, el símbolo fuerte que el pueblo quiere ver y comprende, la imagen fuerte en la cual se reconoce a sí mismo, la imagen de su propia fuerza, ante la cual quiere y puede inclinarse, intuyendo que el poder en lo terreno, como lo demuestra el ejemplo de Antonio, se inclina siempre ante lo delictuoso, y que solamente excluye ese peligro un poderoso que sea al mismo tiempo símbolo de la eterna realidad Y por eso yo, que he recibido el poder para mantener el orden romano (…) he ordenado que mi imagen sea colocada en los templos, independientemente de todos esos dioses a los que aún se apegan los pueblos de este Imperio, como imagen de la unidad del Imperio, que se extiende desde el Océano hasta las orillas del Éufrates. No obligamos a nadie a aceptar nuestras instituciones, no tenemos por qué apresurarnos en nada, tenemos tiempo y podemos esperar, hasta que los pueblos sepan aprovecharse por sí mismos de las ventajas de nuestra legislación, de nuestras pesas y medidas, de nuestro sistema monetario (…), tenemos que despertar sin demora la conciencia del Imperio en todos los pueblos que pertenecen a él.
Virgilio: El orden del conjunto nunca habría surgido
si el alma individual no hubiera encontrado la unión inmediata con lo
supraterreno.
Augusto: Estás concibiendo innovaciones sumamente peligrosas, Virgilio; son perjudiciales para el Estado.
Augusto: Estás concibiendo innovaciones sumamente peligrosas, Virgilio; son perjudiciales para el Estado.
Sí, Virgilio, el arte y no pocos artistas son, realmente, el
verdadero peligro de ciertas ideas de Estado. La
última etapa de su travesía vital, después de haberse puesto en guerra y paz
con lo que fue su vida, es una sinfonía mística en la que se aventura lo que
Borges no se atrevió a describir: el aleph;
algo que Broch no solo hace, sino que lo hace de tal modo que muy difícilmente
puede ser descrito de otro modo. El lector pierde el huelgo siguiendo la
lectura de esas metamorfosis inverosímiles y llenas de tal potencia
descriptiva, plástica, que el lector, entregado, prisionero, se convence de
estar sumergido en la misma alucinación que experimentó el autor a la hora de
escribirlas y Virgilio cuando las vivió. Lee hechizado, y como si el texto
estuviera construido a partir del ritmo del oleaje, como lo quiso ensayar
Gertrud Stein en Ser norteamericanos,
pero Broch no desdeña la visión ni aun la alegoría, y mucho menos esa suerte de
panteísmo y panhumanismo que caracteriza la fusión de lo animal, lo vegetal y
lo humano en el gran Todo. No es un libro que, después de leído, tenga un
lector la sensación de haberlo agotado. Ya he vuelto a partes de él no menos de
tres veces desde que un amanecer de julio, al fresco de la galería, estando la
casa sosegada, pero no a escuras, asentí a su reproche: Ninguna otra [criatura] puede volverse tan perjura como el hombre y
cuanto más depravado se hace, tanto más mortal se torna; pero el más perjuro y
mortal es aquel cuyo pie ha perdido el hábito de la tierra y ya solo toca el
empedrado. A mi lado, junto a la silla, un adoquín como con el que el bisabuelo de mis hijos empedraba la ciudad de Barcelona…
Magnífico, Juan. La lectura ciertamente es difícil, la abordé hace menos de un año y sucumbí pronto, es denso, de un lirismo exacerbado e inquietante para el que no vale vacuna de serenidad. Ante tales potencias hay que estar bien pertrechado, tu inmersión ha sido maravillosa, y pienso seguir la estela.
ResponderEliminarUn abrazo,
Manolo Marcos
Más que una lectura me ha recordado a un vuelo, místico, en parte, por la complicada geografía de la memoria, del deseo y del arrepentimiento; me he sentido mecido por un discurso a ritmo de ondas en el estanque tras haber caído un meteorito en él: sacudido y enfebrecido. Me he sumergido y he respirado sus razones y sus descripciones como quien oía una revelación y observaba una representación. Y mucho me temo que habremos de esperar a una traducción mejor, porque algún crítico de Broch dice que ciertos pasajes son intraducibles, luego no deja de ser una "tentativa". Es lo que tiene la mística, por otro lado: la música callada...
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