La emoción “conjunta”: La pérdida de profundidad, una joya autobiográfica de Julian
Barnes; y un hallazgo singular: Arboleda
de los enfermos de Teresa de Cartagena, pionera de la autobiografía en
España.
Mi conjunta y yo tenemos
gustos literarios diferentes, pero no necesariamente opuestos. Es extraño que
no compartamos el placer que deparan ciertas obras que, como tenemos por
costumbre, ella lee antes que yo y después me recomienda fervientemente. A
veces le hago caso, otras no; depende mucho de la extensión y de mi agenda
lectora. He de agradecerle profundamente, sin embargo, que me haya empujado a
leer no pocas obras cuya lectura ha acabado formando parte de nuestra historia
común, como Bella del Señor, por
ejemplo, del mismo modo que ella leyó La
conjura de los necios siguiendo mi requerimiento para que lo hiciera.
La
pequeña obra de Julian Barnes que he leído siguiendo su seductora sugerencia ni
siquiera es una obra completa, sino el último de los tres capítulos que
componen un libro “extraño” a primera vista y algo desequilibrado, una vez
leído, porque el artificio retórico de los dos primeros capítulos de Niveles de vida, que ese es el título
del volumen en el que se mezcla la narración histórica, el reportaje y la
biografía, no se compadece con un texto final, La pérdida de profundidad, que leí en una de mis frecuentes noche
de insomnio para acabar llorando con un dolor, ese sí que muy profundo, al que
las emocionantes páginas de Barnes, acerca de la experiencia de la aflicción
que le supuso sobrevivir a la muerte de su esposa, me han abocado. Convivieron
30 años y murió cuando Barnes tenía 62 años, la edad que yo tengo ahora. Mi
conjunta y yo es posible que pasemos ya de los 40 años de convivencia, y no es
un dato baladí, porque el proceso de empatía con la situación de Barnes, por el
paralelismo de nuestras relaciones de pareja, fue el detonante de ese acúmulo
de emoción que me anuló la perspectiva lectora para entregarme a la recepción
de la confidencia y a una vivencia precisa y escalpelista de sentimientos que
me destrozaron hasta quebrarme la lectura y hacerme muy difícil su
continuación. Pocas páginas me han hablado tan estrechamente de mi propia vida,
o de la imaginación inducida de mi propia vida, en una biografía ajena. Tras
algunas afirmaciones del texto, tras algunos pasajes increíblemente dolorosos,
regresaba a la fotografía de la solapa y comprobaba en la mirada de Barnes,
esculpida con cortante escoplo, la huella de la tragedia. Mi admiración por
este breve texto capital acaso esté demasiado connotada por lo que acabo de
explicar y haya quien lea esas páginas y suelte el consabido regüeldo de la
indiferencia: “Pues no veo que sea para tanto…” Es lo que tienen las páginas
autobiográficas, sin embargo. Muy a menudo el hecho de haber pasado por las
mismas experiencias o imaginarse vivamente el hecho de tener que pasar por
ellas, dada la similitud de las circunstancias personales, dinamita la
distancia entre nosotros y el texto y aquello que leemos es lo que somos, no lo
que le ha sucedido a otro.
Que
nadie se equivoque, sin embargo, porque Julian Barnes fiel a su estilo y a su
concepción del hecho literario, no ha escrito un texto lacrimógeno, antes al
contrario, adopta un tono ensayístico, mezclado con una sobria descripción de
su vida cotidiana tras la muerte de su esposa, de sus reacciones íntimas y
éxtimas (abonarse a un canal de retransmisiones deportivas y contemplar
partidos que le eran totalmente indiferentes o interesarse genuinamente, por
primera vez en su vida por la ópera, un arte que le había parecido ridículo e
incompresible hasta ese doloroso momento); una vertiente ensayística, decía, en
la que reflexiona sobre el hecho de afrontar la muerte no tanto de un ser
querido cuanto de una parte, exenta, de nosotros mismos: me siento menos interesante sin ella. Cuando le hablo, a solas, vale
la pena escucharme; cuando hablo conmigo mismo, no. El duelo es objeto de
su reflexión a menudo sarcástica, porque lo más sorprendente de este breve
texto es el impagable sentido del humor que subyace en él como una carga de
profundidad no solo contra ciertas imposturas sociales frente a la muerte, sino
como crítica de la estricta y sólida vida cotidiana llena de malentendidos,
como leemos en una de las anécdotas que narra: [Cuatro años después de muerta,
en un taxi, a las once de la noche]: Cuando
ya estábamos cerca de mi casa, el taxista empezó a hablar. Un diálogo agradable
y trivial hasta la pregunta jocosa: “Su mujer, ya dormida, ¿eh?”. Tras un
silencio atragantado, le respondí lo único que se me ocurrió: “Eso espero”.
La
lectura de este texto de Barnes debe de haber sido de las pocas que he hecho
sin atreverme a subrayar nada. Y lo mismo me pasó con la segunda lectura al día
siguiente, hecha poco después de haberme abrazado a mi conjunta como Orfeo a Eurídice, queriendo evitar que cayera
en el Hades, para agradecerle no solo lo evidente, el estar viva, sino que
hubiera sabido con tan precisa exactitud la emoción que me iba a producir la
lectura de esas páginas. Ha habido una tercera en la que sí me he atrevido,
atenuado ya el dolor, a subrayar algunas frases cuya resonancia incluso ahora
mismo que las transcribo me alteran: Es
lo que muchas veces no comprenden los que no han cruzado el trópico del duelo:
el hecho de que alguien haya muerto puede significar que no está vivo, pero no
significa que no exista. Así pues, hablo con ella continuamente (…) Mantengo
vivo nuestro perdido lenguaje privado. Le tomo el pelo y ella me lo toma a mí;
nos sabemos el libreto de memoria. Su voz me calma y me infunde valor.
Resulta
estremecedor el recuerdo de un fragmento de una de sus novelas de juventud en
la que describió el mismo sentimiento que ahora padece, atribuido a un
sexagenario, como ahora él también lo es. Acabada de leer, la cita, recuerda
que es el texto que leyó en el funeral, con una mano apoyada en el féretro y
con la otra sosteniendo el libro: La
gente dice que conseguirás superarlo (…) Pero no lo superas de la misma manera
que un tren sale de un túnel; lo superas más bien a la manera como una gaviota
se libra por fin de la pegajosa mancha de petróleo. Alquitranado y emplumado de
por vida. Mucho dolor indeleble hay en esa imagen final, demasiado. Tanto
que uno de los interrogantes esenciales del texto es: ¿Qué es el “éxito” en el duelo? A su parecer, hay momentos que parecen indicar cierto progreso. Cuando las lágrimas –las
inevitables lágrimas cotidianas cesan-. Cuando la concentración regresa y
puedes leer un libro como hacías antes. Cuando se acaba el terror al foyer [Al
principio del duelo, Barnes desarrolló una fobia a las aglomeraciones humanas].
Cuando logras desprenderte de posesiones. Pero no es menos cierto que entre todos los éxitos hay muchos fracasos,
muchas recidivas. O como lo define con soberbio aforismo: Los afligidos no están deprimidos, sino solo
debida, adecuada, matemáticamente tristes.
No
creo que me haya ocurrido solamente a mí, esta suerte de condensación de la
emoción en la lectura de esta confesión de Barnes, porque el autor inglés, en
un ejercicio que mezcla a partes iguales la honestidad y el pudor, se desnuda
ante los lectores con una prodigiosa naturalidad, la de la confidencia casi al
oído en un ambiente de profunda amistad. Como él dice, no todo el mundo, por supuesto, valora el amor conyugal; pero de lo
que no cabe duda es de que pocas veces se ha escrito, y yo he leído, una
declaración de amor tan conmovedora como la presente de Julian Barnes a su
mujer.
Al
lado de una pérdida total, la pérdida parcial de Teresa de Cartagena (1425- ¿?),
se quedó completamente sorda, puede parecer menor, pero la escritora de origen
judío, sobrina de Alonso de Cartagena, traductor de Séneca, cronista y escritor
de tratados religiosos, supo trasladarnos una visión moral de su padecimiento,
y escribió un tratado más ascético que místico en el que, a partir de la
sordera, establece con nitidez los beneficios espirituales que de ella se
derivaron, los cuales quiere compartir con todo el mundo a través de la palabra
escrita. La lectura en una edición facsímil dela obra permite acercarnos al
castellano del siglo XV una lengua aún en ebullición, llena de posibilidades
que se acabarán decantando en el siglo XVI, sobre todo a partir de esa maravilla filológica
que son los Diálogos de la lengua, de
Juan de Valdés, una lectura imprescindible para todos los enamorados de la
lengua castellana. Fue tal el impacto que produjo entre sus contemporáneos este
tratado de tan hermoso título, que enseguida se corrió el bulo de que una obra así
no había podido ser escrita por una mujer. Ello movió a la autora a escribir un
opúsculo en el que defendía su autoría frente a la difamación de haberse
apropiado de la obra de un hombre. El tratado Admiraçión Operum Dey se convirtió, por ello mismo, en el primer
texto nítidamente feminista de la época medieval, y su autora en una precursora
de la literatura autobiográfica, adelantándose a Teresa de Jesús, cuya
autobiografía, Libro de la vida, es,
a mi juicio de devoto lector de él, uno de los placeres lectores más intensos
que puede tener cualquier aficionado a estas cosas de curiosear qué tienen que
contarnos los demás y con qué gracia lo hacen. Teresa las tiene todas, las gracias
expresivas y las fundadoras.
Su
tocaya, Teresa de Cartagena, nos describe de manera no menos elocuente la asumida
limitación de su estado: Vn espeso
toruellino de angustiosas pasyones me lleuó a vuna ínsula que se llama
“Oprobrium hominum et abiecio plebis” donde tantos años ha que en ela biuo.
Antes que entonar un lamento por el bien perdido, Teresa hace de la necesidad
virtud y ve en la ocasión de su pérdida algo así como una deliberada distinción
divina que ha de servirle para labrar su ascenso a la perfección espiritual: Asaz manifiesto parece serme hecha esta
sygna con el dedo diuinal, quando en tanto grado es acreçentada mi pasyón que
avnque quiero hablar no puedo e aunque me quieren hablar no pueden. (…) Mi
deseo es ya conforme con mi pasyón, y mi querer con mi padesçer son asý
avenidos, que nin yo deseo oýr nin me pueden hablar, nin yo deseo que me
hablen. (…) Ya soy apartada de las bozes humanas, pues mis orejas non las
pueden oýr; ya tiene silençio mi lengua plazera, pues por esta causa non puede
fablar. A través de citas de autores de filósofos y padres de la Iglesia, Boecio,
San Jerónimo, San Agustín, etc., la autora desgrana un fino análisis
psicológico sobre los múltiples significados espirituales que sabe extraer de su limitación física, si bien no son de
menor interés sus propios juicios, como cuando reconoce que La tristeza demasiada es pecado. Este
juicio enseguida da pie a una amplificatio,
que es la técnica favorita de la autora: Aunque
la tristeza mala e superflua paresçe ser contraria de los plazeres humanos, no
es asý; antes ha muy grant debdo con ellos, porque sy bien mirar lo queremos,
cada mala e yniqua tristeza procede de menguamiento de plazeres mundanos. Pues
bien paresçe tener con ellos grande amor e parentesco, e avn las más vezes
ellos mesmos la engendran y paren. (…) El
sentimiento humano nos costriñe a sentir y dolernos de nuestros propios males.
No se deue esquivar porque tal tristeza como ésta asý como es razonable, asý es
prouechosa; e rrazonable, porque es el primer acto de la dolencia, ca la
primera cosa que la dolencia obra en el enfermo, trsiteza es prouechosa, porque
de tal tristeza como ésta puede nasçer y nasçe alegría espiritual. Ca ser triste
en las cosa temporales y mundanas no es sino escala para sobir a los
espirituales gozos.
Intelectualmente,
aunque no se comparta el análisis de la autora y nos quede a trasmano su afán
ascético, es un placer inequívoco observar con atención no solo el método de
razonamiento que sigue, sino, sobre todo, la fértil capacidad imaginativa de
Teresa para ofrecernos hallazgos expresivos que contribuirán poderosamente a la
consolidación de la lengua castellana y a ensanchar sus dominios expresivos. La
voz femenina de Teresa de Cartagena, como posteriormente la de Teresa de Jesús,
representa la aparición de una ductilidad en la dicción que, andando el tiempo,
culminará en la prosa excepcional de Fray Luis de Granada, por ejemplo. Hablar
de las “viandas” para describir los aprovechamientos que se derivan de su
sordera es parte de esa imaginería que llevará a su perfección el Cántico espiritual de Juan de la Cruz,
con aquel mosto de granadas, por ejemplo: De
seis viandas me paresçe que deuemos y podemos
vsar seguramente todos los que dolençias padesçemos. Las quales son
éstas: tribulada tristeza; paciencia durable; contriçion amarga; confesión
verdadera y frequentada, oraçion devota, perseueración en obras virtuosas.
De entre todas ellas, qué duda cabe que la paciencia es la “estrella”, tal y
como la autora lo establece a través de una memorable definición: Paçiençia: tomándola por su propio nombre el
qual es padesér con prudencia, si bien en ella se contiene, como advertimos,
la prudencia. Esa paciencia es la que permite seguir la oportuna sugerencia de
San Gregorio: A los grandes gualardones
ninguno puede venir sino por grandes trabajos. De ahí el ejercicio ascético
que nos propone la autora: Amemos la
dolencia no por sý sola, mas por respecto de la virtut. Las dolencias e
afliçiones nos aman, conuiene que las amemos. Porque no es poca sabiduría saber hazer
bien de mal y saber trocar el daño en prouecho, el peligro en seguridad, etc.
Finalmente, está claro, para Teresa que donde
non ay pasyón, no ay paçiençia, ni por muy grand prudençia que alguno tenga, sy
no tiene el padesçer de algund trabajo, será llamado muy prudente.
Finalmente,
y he de renunciar dolorosamente a una exposición detallada, por ejemplo, de las
raíces de la soberbia, no quiero concluir sin aportar la descripción
maravillosa que Teresa de Cartagena hace de la vanidad de la ilimitada
confianza que el hombre tiene en su pensamiento y en sus fuerzas para cumplir
sus, muy a menudo, oscuros, fictos y vanílocos designios: Es de consyderar que el pensamiento vmano es asý ligero como
dromedario, el qual e oydo decir y avn leýdo que anda más en vn día que otra
bestia en quatro días andar podría. E asý haze el pensamiento del onbre, que en
poco espacio anda muchas jornadas, con tanto que lo que onbre piensa en vn ora
no lo piensa concluyr en vn año, e avn tanto puede el pensamiento nuestro
alegrar los pasos, que en diez años non podría onbre lo que él en vna sola ora
comprende.