Louise Bourgeois: La geometría aràcnida de la invención.
En un deliberado anticontexto,
la Haus der Kunst muniquesa, templo
que fuera de la ideación canónica de la arquitectura museística hitleriana,
inaugurado en 1937 y solemnizado en 1939 con una exposición sobre los 2000 años
de arte alemán, con la presencia de los jerarcas del Régimen, he tenido la oportunidad
de ver una exposición de Louise Bourgeois, la creadora de una monumental y
sobrecogedora araña que todos recordarán si han visitado los exteriores del
Guggenheim de Bilbao, acaso por haberse fotografiado bajo ella, una de las
pocas copias autorizadas de la pieza. Fallecida hace poco, en 2010, a un año de
ser centenaria, Louise Bourgeois puede ser tenida por la más genuina
representante del arte de Vanguardia, especialmente del surrealismo, dado el
planteamiento onírico de muchas de sus creaciones, aunque también el
expresionismo abstracto está muy presente en sus creaciones. Structures of Existence: The Cells es una exposición en la que se exhiben sus cells, un concepto que admite las dos
interpretaciones de su plurivocidad: celda y célula.
En cierto modo sería
una versión surrealista de las esculturas de Richard Serra, “La materia del
tiempo”, con quien, conceptualmente, mucho tienen que ver estas cells de Bourgeoise, si bien poco o nada
formalmente, salvo la concepción arquitectónica de la pieza como un todo que
encaja en el museo con independencia de las limitaciones que la arquitectura
del propio museo impone. Nos hallamos, así pues, frente a unos espacios
cerrados al visitante, pero, en la concepción original, abiertos, que se nos
presentan casi como las mónadas leibinitzianas: un todo que, sin embargo, dada
la proliferación de cells, acaba convirtiéndose
en una pluralidad de fragmentos del todo autobiográfico de la artista. La
declarada autobiografía que se exhibe en los fragmentos permite “entender”, siempre
en palabras de la autora, algo simples, el sentido último de sus obras. Si el
visitante prescinde de ellas, de esas interpretaciones, y se afirma en las
suyas propias, sale ganando, por poca imaginación que tenga. Téngase en cuenta,
para entender la concepción de las cells
que Bourgeois concebía el cuerpo femenino también como una cell, y sus maternidades dan prueba fehaciente de ello. Preguntada,
en un documental que se exhibe en una de las salas, por el significado de las
esferas en su obra, no duda en agitar sus pechos de anciana y repetir: This: life. Con todo, hay cells
en las que esas mismas esferas son auténticos e inequívocos testículos.
En términos históricos,
la exposición Structures of Existence:
The Cells ha de entenderse como una reivindicación de aquel Entartete Kunst (Arte degenerado) que condenaron
los nazis y que exhibieron en este mismo museo en 1937 para mofarse de él. La
lista de autores “degenerados” expuestos entonces es elocuente: Ernst Barlach, Max
Beckmann, Hans Bellmer, Marc Chagall, Otto Dix, Max Ernst, Otto Griebel, George
Grosz, Wassily Kandinsky, Ernst Ludwig Kirchner, Paul Klee, Emil Nolde, Franz
Marc, Edvard Munch, Max Pechstein, Karl Schmidt-Rottluff, Gustave Courbet, Eugen Hoffmann, Paul Bindel,
Otto Baum, Lovis Corinth, Edwin Scharff. Sin embargo, es incomparable el
interés que despertó entre los muniqueses esta exposición, con largas colas en
la calle, frente a la celebración de los 2000 años del arte alemán puro, que
pasó casi desapercibida. Acaso aún no se había inventado la asistencia
obligatoria de los escolares, que tanto “artechollo” salva e incluso justifica.
Así pues,
recorrer la Haus der Kunst sabiendo que por esas salas habían desfilado –que no
paseado…– malvados engendros ideológicos como Hitler, Goebbels, Himmler, etc.,
le añadía no poco morbo a la visita, aunque he de confesar que esas perversas “presencias”
se desvanecieron en cuanto comencé a dejarme impregnar por las espléndidas
obras de Louise Bourgeois, hechas, además, en buena parte, a partir de
materiales de deshecho, de escombros, de enseres cotidianos que, llevados a sus
cells, potencian su significado, y el
del conjunto, hasta lo inefable. Reconozco, sin embargo, que la sobriedad
helénica del museo, con sus inmensas salas de exhibición, a pesar de la
severidad de su diseño y la matizada luz cenital, servían a la perfección para
exhibir las cells, dadas las
dimensiones de algunas piezas, como la construida a partir de la réplica de la
araña del Guggenheim, dedicada a su madre, restauradora de tapices que
trabajaba para su tiránico esposo adúltero, dueño de una tienda de ellos en el
centro de París. Recorrer las cells,
en su dimensión de espacio cerrado al que se asoma el ojo indiscreto del
espectador es hacerlo a la biografía de la autora, pues en ellas se reflejan
los conflictos psicológicos que sufrió a lo largo de su vida, y entre ellos no
es el menor el odio asesino que sintió hacia su padre, quien desdeñó su inclinación
artística. De hecho, Louise Bourgeois comenzó a estudiar matemáticas porque
necesitaba agarrarse a verdades inmutables alrededor de las cuales construir su
vida. Tras la muerte de su madre, se dedicó a las bellas artes e inició lo que
acabaría siendo una de las grandes trayectorias artísticas femeninas del siglo
XX. La muerte del padre odiado, sin embargo, y paradójicamente, la sumió en una
depresión de la que le costó salir, de lo que se puede inferir la capacidad dinamizadora
que puede tener el establecimiento inequívoco del objeto de nuestro odio o,
dicho en términos nietzscheanos, hay que cuidar con mimo a nuestros enemigos. Durante
los largos años de tratamiento, 13, no presentó ninguna exposición.
La
inseguridad y la necesidad de amparo identifican en buena parte el sentido de
las cells de Bourgeois. Como ella
dijo: Reality changes with each new angle,
y de ahí la presencia dominante de los espejos en muchas de sus cells, un objeto desterrado en su vida
doméstica, porque no soportaba su propia contemplación. Imaginativamente, sin
embargo, la disposición de los espejos en las cells nos permiten una pluralidad de ángulos de visión que nos
ofrecen realidades muy diferentes según el ángulo de visión que escojamos, como
ocurre con la obra, de encargo, hecha a partir de un cuadro de Turner, para
esos juegos dialécticos entre el arte del pasado y el del presente a que son
tan aficionados los comisarios de exposiciones e incluso los propios museos, como
sucede ahora en El Prado, donde se mezclan obras del XVI y el XVII con cuadros
de Picasso, en complejo y sorprendente contraste.
En su obra, una suerte de
fuente gigante a modo de zigurat en la que nacen dos hontanares que se juntan
para descender fluvialmente por los laterales de la pieza, representando el
curso del tiempo, dependiendo de qué espejo escojamos para per la pieza podemos
contemplar un extraño Leviatán o un impecable Zigurat. En un lateral de la
pieza, en todo caso, una pared de estantes contiene frascos llenos de agua con
todos los tonos de azul de la obra de Turner.
La
experiencia del tiempo aparece en todas las piezas, de mil maneras diferentes.
La propia tela de la araña que es su madre es una de ellas, por ejemplo. Llama
mucho la atención, también, la simbolización temporal que ella efectúa del
fondo de armario de una mujer. Según la autora, la ropa es un vehículo de la
memoria y rescata de ella (de los sentidos involucrados en todo lo relativo a
la indumentaria) lo sentimientos que se tuvieron cuando se usaron. Hay, así
pues, una dimensión emocional dominante en todas las piezas: el miedo, la ira,
el desconsuelo, la pérdida, el vacío, reflejadas con una exquisitez formal
conceptual que no puede dejar indiferente a ningún visitante, aunque éramos
bien pocos los que en un día de vacaciones en una ciudad llena de turistas nos
paseábamos por las gélidas salas fascistas de la Haus der Kunst. Tan pocos
que, acabada la visita a todas las salas, me entretuve en hacer arqueo psicológico
de quienes, como yo, habían querido conocer la obra de una artista tan
sugerente y que a mí tanto me ha recordado, conceptualmente, a MarcianoBuendía. No entendía sus conversaciones en alemán, pero eran nativos quienes
dominaban en las salas, no extranjeros como yo. Por el vestuario, la manera de
señalar estos o aquellos detalles de las cells,
el modelo de las gafas, las curvas de entonación, etc., pretendía intuir la
innegable cercanía estética que había entre nosotros, e incluso me figuraba las
lecturas comunes que habríamos hecho y nuestra devoción por los mismos
directores cinematográficos o por los mismos compositores. Me negaba a aceptar
que fueran consumidores convulsivos de los jarrones de cerveza, el codillo con
chucrut y lectores del Bild, pero bien pudieran serlo, por qué no. En todo
caso, eso tan indefinible que es el “porte distinguido” y que en su momento
quiso simbolizar el gallego Domínguez con el afortunado eslogan “la arruga es
bella”, se manifestaba con absoluta naturalidad alrededor de esas piezas biográficas
de una artista inclasificable y en idéntica medida apreciable.