Espacio interior y espacio exterior en Querelle de Brest a partir de la novela
de Jean Genet y la película de Rainer M. Fassbinder
Otro soldado, habiendo
por azar caído de bruces en el combate, como el enemigo levantase la espalda
para asestarle el golpe mortal, le suplicó esperase a que se hubiera dado la
vuelta, ante el temor de que su amigo le viese herido por detrás.
Plutarco: Del amor
LA NOVELA
Querelle de Brest
es una historia narrativamente compleja, y nada complaciente con el lector, en
la que dominan los espacios interiores de la reflexión y los sentimientos
frente a los exteriores que habitualmente suelen servir de marco al desarrollo
de la historia. De los espacios reales exteriores que nos muestra la novela
sobresalen tres núcleos principales: el mar, el barco, Vengador, y tierra firme: el puerto de Brest y, concretamente,
dentro de éste, el prostíbulo La Fèria.
Del mar podemos decir que lleva
implícito de forma natural el amor y la voluptuosidad e irritabilidad femenina
de sus aguas, que, a su vez, pueden considerarse simbólicamente como la parte
femenina del ser humano, en contraposición a la parte masculina que representa
la tierra firme, donde el comportamiento humano es más feroz, más agresivo. Los dos componentes
claves del ser humano, en todas las culturas, la dualidad que representan lo
espiritual y lo material, nos vienen dados en la novela por el mar como remanso
de paz, de serenidad y de armonía del ser humano con la naturaleza. De hecho,
el protagonista de la novela, Querelle, se siente liberado, gracias a él, de
las presiones que le provocan todas las fechorías que comete en las ciudades
donde atraca su barco militar, Vengador;
en esos puertos por los que se mueven los marineros como un espacio físico
donde lo común es transgredir las leyes de la naturaleza y de la moral.
Podríamos decir que Vengador, la nave,
representa el frame, o marco, donde
el protagonista se siente a salvo y donde se desenvuelve con tal seguridad ante
sus compañeros y su superior que adopta una personalidad muy distinta de la que
muestra cuando baja a tierra, donde da rienda suelta a sus complejas pasiones y
a sus más íntimos y turbadores deseos, tanto criminales como eróticos. El hecho de hallarnos
ante un narrador omnisciente y, sobre todo, omnipotente, cercanísimo a la
condición de autor, un narrador que mediatiza la creación de esos espacios, nos
induce a pensar que incluso podríamos hablar de un único espacio en el que se
inscribe la trama de la novela: la fértil y febril imaginación del narrador en
cuestión.
La historia de Querelle, en realidad, surge del interior del narrador
como una proyección de su intimidad irreductible; es él el que modela al
personaje y quien lo explica, porque, como sucede con la mayoría de los
personajes, excepto con el teniente de navío Seblon, ninguno de ellos es capaz
de expresarse sin el auxilio que el narrador les presta. La incapacidad de los
personajes viene dada por su falta de preparación intelectual, por su
primitivismo instintivo que tanto seduce al narrador, quien se complace
reiteradamente en las descripciones del espacio interior de sus personajes con
una calidad poética, con un lirismo, dignos de destacar, y que expresan
perfectamente su potentísima naturaleza.
La obsesión del narrador, nos dice él, consiste en llevar a Querelle
dentro de él, en vez de estar él dentro de su personaje. Querelle se nutre del
narrador, quien, a su vez, vive también a través de su creación. Esta dicotomía
entre vida real y figurada no es sólo propia del narrador y Querelle, sino que
se extiende a casi todos los personajes: uno a uno, desde el hermano del
protagonista, Robert, hasta Lysiane, la patrona de La Féria (el burdel que se
presenta como espacio nuclear en la novela, como veremos más adelante, junto
con el presidio de Brest, ya abandonado en el tiempo en que transcurre la
acción, donde se esconde el joven asesino Gilbert Turko), pasando por el
inspector de policía Mario Dugas, Seblon o el confidente de Gilbert, Roger; todos ellos, digo, acaban exhibiendo el espacio inaccesible de
su intimidad a través de la voz fidelísima del narrador, quien los recrea de
una forma sorprendente e imaginativa.
Impresiona observar la capacidad del autor, Genet, para dar vida a
este conjunto de personajes tan complejos al que, pese a su lirismo, ¡o acaso gracias
a él!, el autor es capaz de definir a la perfección. Los personajes no sólo
aparecen descritos desde una perspectiva realista que los dota de una
verosimilitud absoluta, sino que, gracias a esa visión poética que está
presente en toda la novela, podemos penetrar en las capas últimas de las
motivaciones, los deseos y las ambiciones de todos y cada uno de ellos.
Tras la segunda lectura de la novela, con un considerable lapso de
tiempo entre ésta y la primera, constato que su modernidad tiene que ver con la
creación de ese narrador omnisciente de cuyo ser emana la creación, entre
otros, del personaje central como una proyección que muestra el lado
transgresor y violento del autor, en franco desafío a la estrechez mental, la
hipocresía y la doble moral de la sociedad en la que le tocó vivir. No está de
más recordar que al mismo tiempo que está considerado como una de las vacas
sagradas de la literatura francesa, Genet estuvo en la cárcel en calidad de
delincuente común. De hecho, su indisimulada reivindicación de la violencia
como un acto poético, del crimen como una de las bellas artes..., tiene
antecedentes literarios en Thomas de Quincey y en el surrealismo vanguardista
de entreguerras, cuando, aún en sus comienzos, el gran Papa Negro del movimiento, André Breton, llegó a decir que el más
perfecto acto surrealista sería coger una escopeta, salir a ala calle y
disparar al azar contra la multitud.
Hay que destacar del narrador el planteamiento interactivo que
establece con los destinatarios de la obra, pues del mismo modo que él reclama
la paternidad del espacio interior de sus personajes, nos invita a los lectores
a que nos sumemos a su labor de
creación: Nos gustaría que estas
reflexiones, estas observaciones que los personajes del libro son incapaces de plantearse
o formular, os permitan situaros no como observadores, sino como creadores de
estos personajes que poco a poco se independizan de vuestros propios impulsos.
De ahí el uso habitual de la primera persona del plural, que nos sirve, de un
lado, para convertirnos en copartícipes de esa creación literaria y, por otro,
para exteriorizar ciertos fantasmas transgresores que reprimimos por miedo a
reconocerlos como parte fundamental de nosotros mismos. Desde esta perspectiva,
así pues, Genet plantea Querelle de Brest
como una liberación a la que nos invita a sumarnos.
En la medida en que la novela es de ambiente portuario, los personajes
relacionados con el mar, la descripción de los espacios ciudadanos precisos se
ciñe a la parte de la ciudad por donde se mueven los personajes, y el puerto es,
sin duda, el principal de ellos. Este espacio exterior está íntimamente
relacionado con los espacios interiores de los personajes.
Según el narrador, Brest es una
ciudad dura, sólida, con presidios en desuso de arquitectura grandiosa,
construida en granito de Bretaña. En su dureza está anclado el puerto. Si Brest
es ligero, ello se debe al sol que dora débilmente sus fachadas, tan nobles
como las venecianas. Esta oposición entre la virilidad del puerto y la
femineidad de las aguas se convierte a lo largo de la novela en uno de los ejes
temáticos, porque se traslada de los espacios físicos que sirven de marco a la
acción a los espacios psíquicos de los personajes, donde estos conviven con sus
conflictos.
También nos habla el narrador de que es una ciudad habitada por la
niebla y el frío, llena de callejuelas estrechas y sombrías, y que sus casas,
las paredes y los techos parecen flotar en dicha niebla. Es un espacio
simbólico donde aparentemente no ocurre nada, pero, en realidad, bajo esa
niebla existe un submundo en el que los personajes se ven inmersos en acciones
delictivas, en amores prohibidos, en situaciones límites: asesinatos, robos,
comercio clandestino de estupefacientes..., y todo ellos protegido por ese
telón invisible que forma la niebla.
Entre estos espacios físicos reales destacaremos los dos que tienen un
carácter nuclear, pues en ambos se desarrolla la acción que compone el eje
central de la novela: el burdel La Féria y el presidio. La Féria es el punto de
encuentro de casi todos los personajes. Al describirlo, el narrador tiende a
destacar todos los elementos que simbólicamente estrechan la relación con la
novela. Por ejemplo, la puerta del burdel, de gruesos cuarterones recubiertos
de hierro y erizados de largas puntas de metal reluciente, permite a los
usuarios, estibadores y obreros del puerto, convertirla en el emblema de la
crueldad que acompaña a los ritos del amor, lo que es, en realidad, el gran
tema de la novela: la indisolubilidad del amor y la violencia, su trágica
fusión. Para la patrona de La Féria, Lysiane, el espacio del burdel es, por una
parte, como un castillo feudal y, por otra, la puerta cerrada a cal y canto que
la convierte en una perla oceánica entre los nácares de una ostra capaz de abrir
y cerrar sus valvas –la vulva metafórica- a su antojo, lo cual, atendiendo a la
blancura inmaculada de su cuerpo, revela la congruencia existente entre la
percepción feudal de La Féria que tiene madame Lysiane y la descripción de la
ciudad de Brest como una ciudad rodeada de murallas muy anchas, compuestas de
un foso profundo y un terraplén plantado de acacias. El foso se halla atestado
de maleza, de zarzas, de ciénagas y sembrado de mojones. En cambio, La Féria,
con sus salones tapizados de cuero dorado, lleno de espejos y de grabados que
responden al tópico del burdel “lujoso”, lugar de excepción donde los
personajes pueden “cambiar de mundo” o, al menos, comprar la ilusión de poder
hacerlo. El burdel se convierte en espacio nuclear para el protagonista,
Querelle, pues en él hace negocios y busca consuelo erótico, con el marido de
madame Lysiane, a sus propias penas y remordimientos por los asesinatos que, en
Brest y en otros puertos, ha cometido. En La Féria, además, se inicia la pelea
a muerte con su hermano Robert, lucha cainita que rememora el conocido pasaje
bíblico, cuando el nada ejemplar amante de Lysiane se rebela contra la realidad
inasumible de que su hermano es un puto.
Son pocas las descripciones de los espacios físicos reales que se
hallan en el texto, en relación con las abundantísimas secuencias reflexivas y
narrativas, y cuando aparecen suelen estar estrechamente relacionadas con la
trama, pues el espacio exterior a los personajes adquiere una cierta condición
romántica que se manifiesta en el hecho de que se nos ofrezcan, esas
descripciones, como proyecciones del agitado mundo emotivo de los
protagonistas. Así sucede, por ejemplo, cuando, tras asesinar al marinero Vic,
el bosque se convierte para Querelle en
un prodigio de suavidad, dorado por un sol misterioso en el interior de un aire
oscuro y claro (...) en cuyo vientre se tejía la luz de todos los despertares.
O cuando Querelle decide ayudar a Gilbert Turko con la intención de cargarle su
muerto, de delatarlo para que el ambiguo obrero polaco cargue con los dos, con
el de Querelle y con el suyo: Al penetrar
en el presidio Querelle se sintió aliviado por el miedo y la responsabilidad
que iba a asumir. Mientras caminaba sin decir palabra al lado de Roger, por el
sendero, sentía brotar en él los cogollos -y abrirse al punto las corolas por
todo su cuerpo, al que llenaban de aromas-
de una muerte violenta. Florecía de nuevo a la vida peligrosa. El
peligro le aliviaba, y el miedo. En su espacio interior, así pues, se
produce una metamorfosis vegetal que indica que la violencia y el miedo son en
él tan naturales como el crecimiento espontáneo de las flores, lo que pone de
relieve la fusión de su mundo interior con el mundo exterior.
De la muralla hemos de trasladarnos al presidio abandonado, lugar
donde se refugia Gilbert Turko, el obrero polaco, después de haber asesinado a
Théo, su capataz, compañero de trabajo y albañil como él, quien trataba de
conquistarlo sexualmente, al tiempo que lo ridiculizaba ante el resto de la
cuadrilla a su cargo. La descripción comienza por el doble escudo de Francia y
Bretaña, motivo ornamental que el narrador compara con las dos mitades de un huevo fabuloso puesto por Leda, tal vez después
de haber conocido al Cisne y conteniendo el germen de una fuerza y de una
riqueza sobrenaturales y naturales al mismo tiempo. Por otro lado, los
mojones encadenados en el interior del presidio se ofrecen al lector como
antítesis de los propios presidiarios que allí fueron guardados y a los que esa
contemplación aliviaría en parte su propia condena.
Como ocurre con las calles de Brest, los caminos que rodean el presidio también son estrechos: entraron en el estrecho camino abierto
entre el muro del presidio y la explanada que dominaba Brest, donde se halla
construido el cuartel de Guépin. Se trata de una estrechez simbólica, sin
duda, del calvario por el que han de pasar los personajes, a vueltas con sus
conflictos interiores, que les producen angustia y desasosiego, y, por otro
lado, una calma y felicidad singulares. Dentro de la general tendencia
simbólica del narrador a la hora de enfrentarse a la descripción de los
espacios, ciertos rasgos valorativos en las descripciones, al estilo del
detalle de las piedras viscosas y negras del muelle, definen la atmósfera de
predestinación hacia el fracaso, hacia la tragedia, que en la imaginación de
Querelle se resuelve en la sala asfixiante donde ha de dictar sentencia el
tribunal que acaso algún día lo juzgue por sus muchas fechorías. Es tan
evidente esta tendencia, que podemos considerar el presidio como el espacio
punitivo interior que se hace presente cuando se transgrede cualquier ley de la
sociedad y de la naturaleza.
El otro espacio fundamental utilizado para la historia de Querelle y
su superior, el teniente de navío Seblon, es el barco, el Vengador. El barco se ofrece como marco de referencia y de
actuación donde se describe el sensibilísimo espacio interior de Seblon, que se
convierte en narrador autodiegético: lleva a cabo un diario como sustituto de
la acción seductora que le gustaría protagonizar respecto de su subordinado
Querelle y a la que nunca se atreve. Seblon se va consumiendo en su propio
deseo, imposibilitado de saltar la barrera del miedo al rechazo. En el espacio real del
barco, en su camarote del puesto de mando, vive Seblon su conflicto interno,
originado, básicamente, por el sentimiento de la presencia dominante, en él, de
una acusada femineidad, lo que le lleva a verse y juzgarse como la encarnación
de la debilidad y de la fragilidad. Esa visión negativa de sí mismo le produce
una profunda tristeza y le incita a compensarla con una actitud severa hacia
sus subordinados, para no trasparentar lo que, según él, conduciría a que le
perdieran el respeto que le deben; actitud que incluye, incluso, la renuncia a
sonreír. En ese espacio de voyeur
privilegiado, Seblon se recrea en su mundo interior de ensalzamiento y
admiración de la belleza masculina. El espacio subjetivo que crea Seblon es
percibido por él como su morada y espacio vital, libre de las enojosas
presiones externas, un espacio que acoge lo mejor de sí mismo.
Como ya hemos dicho con anterioridad, el grueso de la novela refleja
los espacios íntimos de los personajes. Las secuencias reflexivas se suceden
casi ininterrumpidamente y nos permiten adentrarnos en la intimidad de los
protagonistas para descubrir su compleja y ambigua vida interior. De ahí que
las descripciones de espacios exteriores sean tan escasas y que, cuando aparecen,
sirvan de marco a los acontecimientos de la historia, si bien no están exentas
de una función simbólica evidente, pues muy a menudo esas descripciones
reflejan, en realidad, los mundos interiores de los protagonistas de la
novelas.
Finalmente, de la estructura de la novela, lo que ha interesa a Genet
ha sido, sobre todo, ofrecernos la individualidad de unos personajes en torno a
la presencia mítica de Querelle de Brest,
el gran seductor, la irresistible tentación, el hombre afortunado por
excelencia, libre, autónomo, para quien no existen barreras morales dignas de
respeto.
LA PELÍCULA
Querelle (1982), de Rainer Maria Fassbinder, fue el último film de este
destacado cineasta alemán. El guión es del propio director y se trata de una libérrima
adaptación de Querelle de Brest, de
Jean Genet. La fotografía corrió a cargo de Xavier Schwarzenberger. La música
la compuso Peer Raben. Los intérpretes principales fueron Brad Davis, Franco
Nero, Jeanne Moreau y Laurent Malet.
Al analizar los
espacios que sirven de marco al desarrollo de la acción de la película de
Fassbsinder llama, sin duda, poderosamente la atención la opción del cineasta
de recrear los espacios físicos para situar la acción en unos decorados que no
esconden, antes bien al contrario, su condición de tales, pues desde los
primeros planos de la película, con la aparición en el mismo campo visual de la
cubierta del barco Vengador y la
entrada al burdel La Féria, observamos ya, en la muralla del puerto, dos
columnas que enmarcan el lienzo de muralla
tras el que se abren las puertas del burdel, dos columnas que no son otra cosa
que dos falos gigantescos con sus correspondientes testículos pétreos; todo
ello con la apariencia de construcción en vulgar cartón piedra que se ofrece a
la contemplación del espectador como una propuesta escénica cuyo sentido no es
fácil de interpretar, a mi juicio. Estas mismas columnas priápicas las traslada
a otros escenarios del puerto, como si fueran un leit motiv visual que acentúa la dimensión erótica que afecta a los
personajes y a la trama en general. En la novela de Genet se alude
permanentemente a la solidez, a la fortaleza y a la virilidad de los personajes
como valores positivos, opuestos a la fragilidad emocional de los homosexuales
afeminados o pasivos. En la película de Fassbinder, sin embargo, esos
conflictos entre ternura y dureza se desarrollan en un escenario que representa
la impostura, como es el cartón piedra del decorado respecto a los muchos
espacios rocosos, graníticos y sólidos que aparecen en la novela. A la
sensación de espacios irreales que consigue Fassbinder con los decorados, en
vez de haber optado por escenarios naturales de cualquier ciudad portuaria,
Brest incluida, ha de unírsele, a mi juicio, el particular uso de la
iluminación que, con sobreabundancia de tonos violetas, anaranjados, amarillos,
ocres, verdes y azules crea unos ambientes en los que los personajes tienden a
perder realidad, ya que, en cierta manera, los difumina, circunstancia que
impide verlos con los perfiles nítidos propios de sus biografías individuales.
Da la impresión de que también los personajes sean de cartón piedra, a juzgar
por el extremado hieratismo de su actuación, con lo que quizás Fassbinder haya
querido transmitir la sobreabundancia de secuencias reflexivas que hay en la
novela, suprimiendo, de paso, un buen número de acciones externas de los
personajes.
El espacio del burdel, al que se dedican un buen número de secuencias
de la película, en modo alguno se ajusta a lo descrito en la novela. De hecho,
la puerta de cristal grabado, con recargados adornos de búcaros y flores, de
pésimo gusto, a mi criterio, no contiene la fuerza, el simbolismo que posee en
la novela, con aquella evocación del dolor asociado al placer que ven en ella
los trabajadores del puerto, ya que al ser de cristal se abre al exterior por
una comunicación visual que suprime completamente la concepción de un
espacio-fortaleza, tal y como se explicita en el texto de Genet. Otro tanto
ocurre con el espacio en el que Querelle consuma el asesinato del marinero que
le ha ayudado a desembarcar la mercancía, el triángulo de muralla arbolado en
el que aparece un pozo donde Querelle se purifica, más que se lava, de su
acción homicida. La composición del espacio, con la falta de realidad natural
de los elementos que lo componen: piedras, suelo, árboles y muralla, excepto el
agua del pozo, incide en esa atmósfera de irrealidad y ritualismo que estamos
comentando. El espacio nuclear del barco, representado por su cubierta y el
puesto de mando desde el que Seblon fantasea sus imposibles aproximaciones
eróticas a Querelle, se recorta contra el fondo del escenario, un fondo
constituido por un cielo de color amarillento convertido en un gran telón que
parece que oprima la escena en vez de abrir un espacio de libertad, como si la
vida se hubiera reducido a los límites de un estrecho escenario teatral. Esta
sensación de ahogo, de opresión, es la que predomina en la puesta en escena de
Fassbinder, porque incluso las calles estrechas y llenas de transeúntes, la
cubierta del barco, atestada de marineros, el barracón de Gilbert Turko, lleno
de compañeros, o el burdel, en permanente agitación y bullicio, comunican esa
sensación de la falta de espacio vital, de libertad; sensación que incluso
llega a percibirse como un determinismo que ha marcado a fuego el destino de
los personajes.
Del otro espacio básico, por su valor de contraste, que es el mar, se
ha producido en la película una supresión casi total, pues sólo aparece
físicamente en dos ocasiones y, simbólicamente, en el pozo del lugar del
crimen, donde Querelle se purifica, aunque no se trata de agua de mar, por supuesto.
Indirectamente, sin embargo, es permanente el cabrilleo de las aguas, el
reflejo luminoso que se agita en la superficie del decorado y, a menudo, en los
personajes, como si las luces ambiguas de las aguas marinas, al modo del
salitre, se convirtiera en una suerte de pátina adherida a los personajes,
indicando, acaso, el verdadera espacio al que pertenecen sus destinos.
El presidio donde se entrevistan y enamoran Querelle y Gil, que en la
novela es un espacio potente, inmenso y abandonado, casi ruinas románticas
señoreadas paradójicamente por el fantasma pusilánime y orgulloso de un
perseguido por la justicia, es a los ojos del espectador desconcertado un
espacio de papel, y queda reducido a un estrecho pasillo de cartón piedra en el
que con dificultad parecen moverse los protagonistas; un reflejo, en
definitiva, de esa asfixia que los consume y los determina. Antes de que Roger,
el hermano de la enamorada de Gil y confidente de éste, le diga a Querelle que
puede pasar a ver al fugitivo, Querelle aparece en un plano medio, vestido con
un abrigo largo abierto, recortado contra un cielo entre amarillento y
anaranjado, que recuerda la aparición “angelical” de Bruno Ganz en la
maravillosa película La marquise D’O.
Se trata en Querelle, como ya
sabemos, del rostro angelical de Lucifer, el gran seductor, pero el gran
traidor también.
La pelea callejera tiene lugar en una calle casi única en la película
y en la que siempre la profundidad de campo nos permite apreciar una moto
aparcada –del mismo modo que lo hace, más tarde, delante del bar donde Turko
matará a su capataz, quien cae, por cierto, en brazos de sus subordinados como
un Cristo descendido de la cruz-; una moto cuyo valor simbólico pudiera ser,
además de la evidente figuración fálica, el de la libertad a la que nunca
acaban subiendo los personajes. La pelea se convierte, además, en una danza
ritual, medio interrumpida por una procesión en la que se recrea el camino
crístico del Gólgota con la cruz a
cuestas, irrupción que se acerca, estilísticamente, al esperpento, no sólo por
la anacronía, sino por la curiosa divinización de sentimientos marginados y
anatematizados desde siempre por la religión católica , y también por los
acompañantes travestidos que componen más una parodia que propiamente un motivo
de reflexión. Estamos en presencia, así pues, de una transformación casi
teatral de la novela de Genet, en una interpretación hecha por Fassbinder con
total libertad respecto del texto original, además de con la deliberada
voluntad de crear una estética gay tópica, y en la que desempeña una función
básica la ritualización que preside el desarrollo de los hechos, como ocurre
muy evidentemente en la pelea bíblica de los dos hermanos, precedida por su
primer encuentro en el que se abrazan para golpearse los flancos como dos
boxeadores hermanados por años de disputas constantes de un título que nunca
acaba de decantarse por uno u otro de los contrincantes.
A mí no me ha gustado la
propuesta de Fassbinder. Desde el comienzo, la intensidad emocional y la
calidad lírica de la novela son sustituidos por un planteamiento casi de
película porno que, afortunadamente, no llega a materializarse. Con todo, buena
parte de la estética de la película, como ya he señalado en el análisis del
espacio, sí que obedece a la mitología tópica de un mundo exclusivamente
homófilo. Desde los torsos esculpidos hasta las devotas admiraciones
silenciosas de los enamorados platónicos –Franco Nero me recuerda a Gustav von
Aschenbah, el músico protagonista de Muerte
en Venecia, la película de Visconti–, pasando por la vestimenta tipo
comunidad gay de San Francisco de Mario, el inspector de policía, quien, sin
embargo, poco después, en el decurso de la investigación de la muerte del
capataz de Turko, aparece vestido al más puro estilo de la policía de paisano
de la Gestapo alemana; o el símbolo fálico de la moto de gran cilindrada, ¡y no
hablemos ya de las dos columnas de la muralla, tan explícitas!
En definitiva, todo en la película respira un aire a tópico que
desnaturaliza el relato, convierte en pasta de cliché a los personajes y acaba
distanciando al espectador. Solo cabe recordar la parodia de Lysiane en la
película imitando una canción de cabaret alemán de los años 20, papel muy
diferente del que le asigna Genet a la patrona del local y que, en la película,
la siempre admirabilísima Jeanne Moureau saca adelante a duras penas. Finalmente,
la atrevida identificación de Turko y el hermano de Querelle, que confirma el
incesto entre ambos hermanos, peregrina idea que conmociona y estimula eróticamente
a Lysiane, hasta el punto de unirse al coro de quienes desean a Querelle, es un
añadido que complica en exceso la trama y traiciona la novela de una forma
truculenta. Se ahí que una de las escenas finales, con la revelación, a través
de las cartas del Tarot, de que Robert no tiene ningún hermano se convierta en
un pegote añadido que en nada beneficia a la película, fría como ella sola, a
pesar de la intensidad erótica que preside el texto de Genet.
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