domingo, 14 de junio de 2015

Breves escarceos a propósito de la “novela histórica”.


 



 Mapa para el desengaño: la “novela histórica”, un género hipercartografiado  en el que siempre me pierdo… : Akhenatón. El rey hereje, de Mahfuz; El agua y la tierra, de Julio Murillo, y un equívoco: Las lobas de El Escorial, de Michel del Castillo.


         Vaya por delante que soy un pésimo lector de lo que se conoce como “novela histórica”, un género que linda con el best-seller y que tiene fervorosos seguidores, incluso organizados en clubes de lectura o plataformas digitales donde intercambiar noticias y experiencias. Dada mi adscripción cioránica por lo que a la concepción de la Historia se refiere, he de reconocer que nunca ha estado entre mis debilidades lectoras la de la “novela histórica”, aun a pesar de haber leído no pocos libros que acaso así podrían ser catalogados. La lectura recreativa de la Historia solo la entiendo en las obras clásicas del género, Jenofonte, Heródoto, Tácito…, y, curiosamente, aunque lo propio sería decir “tramposamente”, siempre he postergado la lectura de los Episodios Nacionales de Galdós al día y hora en que acabara de reunir todos los volúmenes de la edición de Alianza Editorial.
De hecho, siempre me he preguntado el porqué de la existencia de ese subgénero novelístico tan precisamente delimitado y con tantos lectores asiduos; un género que excluiría, por ejemplo, Viva mi dueño, de Valle-Inclán ,  Flores de plomo, de Juan Eduardo Zúñiga, o la muy reciente y encantadora Riña de gatos, de Eduardo Mendoza, por ejemplo, a mi modesto entender.
Lo que entendemos hoy en día por “novela histórica”, tan publicitada, poco o nada de interés me ofrece, a pesar de reconocer las posibles bondades de su “factura” o el mayor o menor ingenio en el artificio de la trama a través de la que nos llegan los hechos históricos que se novelan. No sé si la correlación es justa o injusta, pero, a su manera, mi poco interés por esa novela histórica estándar se acerca al disgusto y la aversión con que sufrí unas pocas escenas de aquel engendro televisivo titulado El Ministerio del Tiempo, un disparate, ya digo, del que con no poco sufrimiento y vergüenza ajena pude soportar un capítulo sonrojante para ahora poder renegar de él con “conocimiento de causa”. He leído cuatro obras que me han salido al paso para poder reflexionar, a partir de ellas, sobre este fenómeno de la “novela histórica”, si bien he de reconocer que no las he leído con prejuicio ninguno, sino que el juicio me lo estoy formando en el acto mismo de escribir esta entrada para mi Diario. No he podido dejar de lado que leía lo que pudiera ser clasificado como “muestras” significativas del género, pero las he leído como leo cualquier otro libro, desde la entrega total y la necesidad de ser deslumbrado, aunque en esta hora de recapitulación las que se pueden considerar propiamente ajustadas al concepto de “novela histórica” se reducen a dos, la de Mahfuz y la de Murillo. El libro de Del Castillo caería dentro del supuesto género "crónica histórica", a medio camino entre la Historia tradicional sin pretensiones científicas y el reportaje periodístico, como el famoso Golpe mortal, sobre el asesinato de Carrero Blanco, escrito por Ismael Fuente, Javier García y Joaquín Prieto. La cuarta, que ni siquiera menciono en el título de la entrada, corresponde a La muerte de Virgilio, y su entidad novelística, al margen de subgéneros, la hace acreedora a una entrada aparte, que publicaré próximamente, si es que la devastadora emoción lectora que me ha deparado la novela no me ha dejado incapacitado expresivamente para hacerlo.
         Supongo que de este género sus lectores valorarán la fidelidad de la reconstrucción de la época escogida y la precisión y rigor de los datos históricos que la delimitan, algo así como los hitos que marcan los límites del territorio y que nos permiten sentirnos cómodos tanto en lo que conocemos, porque muchos van a leer aquello sobre lo que ya están muy informados, como en lo que nos llega por vez primera y sobre lo que no podremos ejercer el control verificador de, al menos, la verosimilitud. La fidelidad a los nombres, los usos, las costumbres, la geografía, el vestuario, los alimento, las bebidas, las instituciones, etc. Servirán, creo yo, para “animar” una época, para “levantarla” a ojos de los lectores como si se tratase de una película cuya puesta en escena ha sido llevada a cabo incluso con el asesoramiento de auténticos expertos, como hizo Menéndez Pidal durante el rodaje de El Cid, de Anthony Mann, por ejemplo, para ajustar la fantasía a la realidad, al margen de las licencias que normalmente se toman los directores, máxime cuando suele importarles un pimiento la verosimilitud histórica ante el poder de un argumento que, encarnado por los divos y divas de rigor, conseguirá atraer a los espectadores a las taquillas. La novela histórica, como género, tiene considerable antigüedad y no son pocos los autores que se han sentido “llamados” por ella, como le ocurrió a Flaubert con su púnica Salambó, una orgía descriptiva incomparable que a pocos lectores actuales de novela histórica estándar sería capaz de satisfacer, y no digamos ya la poderosísima creación novelística que es La muerte de Virgilio. Ambas obras, y son muchos los ejemplos que se nos ocurren, caen fuera de esa cartografía de la novela histórica de la que hablaba.
¿Qué es lo característico de las novelas históricas estándar? La desaparición del autor y la reducción del personaje del narrador a simple vehículo de transmisión de hechos y opiniones cuya elaboración jamás sobrepasa los límites que nos marcan, por ejemplo, las lacedemónicas frases de los guiones cinematográficos, tan solemnes, por lo general, que resulta imposible intuir en sus *profirientes una naturaleza humana aquejada por pasiones comunes a las de sus espectadores. Eso cuando la narración no se reduce, como sé por otros ejemplos distintos de los que aquí ilustran el subgénero, a superar la dificultad de contar lo que todo el mundo sabe y hacerlo con un estilo que tenga vedada la complejidad conceptual y no le plantee ninguna complicación al famoso “lector medio” que no suele ser ni medio lector.
         La novela de Mahfuz (autor de una auténtica joya novelística: El callejón de los milagros), Akhenatón, el Hereje, nos cuenta la historia del creador del monoteísmo en Egipto y se vale para ello de un recurso muy moderno, el del “periodista” que investiga acerca del personaje, entrevistándose con los principales “actores” de su breve reinado, y ello, mientras viajaba por el Nilo, a partir de la visión de la ciudad que el faraón hereje construyó como nueva capital del reino. La recomendación del padre, antiguo alto funcionario en dicho reinado, le permitirá al hijo disponer de una carta de presentación que le abra las puertas de las personas a través de cuyos relatos pretende obtener la imagen definitiva del faraón. L recomendación del padre será cumplida al pie de la letra: Sé como la historia, que escucha a todo el que habla sin inclinarse ante nadie, para luego entregar la pura verdad a los que observan. Con voluntad de rompecabezas, pues, el narrador nos va entregando las distinta versiones que nos permitirán, al final, construir la imagen que cada lector decida que se acerca a la verdad, porque las diferentes versiones nos ofrecen no pocas contradicciones sobre el personaje. Desde el prejuicio hacia su persona: Todavía recuerdo su figura repugnante… no era ni hombre ni mujer. Era débil hasta el límite de odiar a los fuertes, fueran hombres, sacerdotes o dioses. Se inventó un dios a su imagen y semejanza, débil y femenino, padre y madre a la vez, y le atribuyó una sola función: el amor, hasta el reconocimiento de su valía singular: No era un inspirado, como creían algunos, ni un loco, como creían otros, sino que gozaba de la gran astucia de los débiles y perversos, y supo representar bien su papel. Se imaginó que podía crear un mundo a su imagen y vivió, en efecto, en un mundo de su propia creación, sin ningún contacto con el mundo real: un mundo con sus propias leyes y tradiciones, con sus propias gentes, en el cual se erigió como único dios apoyándose en la magia que el trono le confería y en su poder sobre las almas. Por eso mismo, su magia desapareció al primer choque con la realidad. Su jefe de policía, por ejemplo, exhibe su perplejidad ante el nuevo orden social que propone el monoteísmo de Akhenatón y su devoción por un dios del amor, distinto de los dioses guerreros que, hasta ese momento, habían presidido las vidas de los faraones que lo habían precedido: Mahu, el jefe de la policía le recuerda al entrevistador, Miri-Mon, la orden que recibió de su nuevo faraón: Que tu arma sea a partir de hoy el amor. Enseña a la gente con amor como yo lo he hecho contigo, y quien no aprende con amor aprenderá con más amor… El mismo funcionario que marcaba la distancia entre el pasado y el presente en las costumbres de la realeza: Se paseaba en carroza real por las calles de Akhetatón en compañía de la reina sin la guardia, halando con la gente, rompiendo las tradicionales barreras entre el trono y el pueblo. La imagen, pues, de un visionario de confusa identidad sexual que descubre un dios único, que solo puede tener acceso carnal pleno con su madre y que defiende un sorprendente afán ecologista, manifiesto en su rechazo de la caza, forzosamente había de poner en cuestión los valores tradicionales imperantes, si bien la Historia documentada nada parece sugerir sobre la revuelta que acaba con él y con Nefertiti, cuya participación real en su reinado tuvo niveles desconocidos en la historia de Egipto, alejada de la esfera del poder.
         El agua y la tierra, de Julio Murillo, nos relata, a través de la invención del manuscrito “legado”, que no hallado, en el que se contienen las memorias de Esquilo sobre las famosas batallas de Maratón y de Salamina, en las que los griegos defendieron la autonomía de la Hélade frente a la ambición imperialista de los persas, así como su relato de la acción política de Temístocles, uno de los personajes más polémicos de aquella época, que acabaría, después de haber liberado a los griegos, a sueldo del emperador persa, si bien fue posteriormente rehabilitado y honrado como el gran arconte que fue, un visionario que descubrió en la fortaleza naval, contra todo pronóstico, la supremacía de Grecia. La novela de Murillo, perfectamente ambientada y salpicada por un humor irreverente y escéptico, muy de nuestro tiempo: Siempre he considerado que la política es el camino más corto a la corrupción. Lo creía entonces, y lo sigo creyendo ahora, una afirmación que tiene su confirmación en el reconocimiento de Temístocles: Tienes razón… -admitió-. Somos la peor ralea que camina sobre la faz de la tierra. Aun cuando buscamos el bien común, no conseguimos dejar de ser lo que somos: un hatajo de embaucadores elocuentes; tiene, sin embargo, un desarrollo moroso y prolijo que, a partir de la memoria autobiográfica de Esquilo, convierte a éste poco menos que en el espectador y al tiempo actor privilegiado de aquellos acontecimientos bélicos que se describen en la novela y de los que no se excluye, por supuesto, la gesta de Leónidas al frente de sus trescientos, de reciente adaptación cinematográfica-halterofílica, que tanto ha hecho por la promoción de los centros de fitness en Occidente. Ha de tenerse una sensibilidad específica para los “hechos”, para los acontecimientos “históricos”, para las “gestas” y cosas así, cuando se leen novelas de este tipo, porque cuando en ellas se destierra la psicología y se renuncia a la introspección y a la creación de personajes redondos, porque los escogidos han de ajustarse al dominio común que ha de compartir con los lectores, quienes en modo alguno quieren problemas que los aparten de releer lo que ya saben, al lector que busca una dimensión diferente de la sancionada por la Historia, el libro le acaba pesando en las manos. Es cierto que el autor se ha documentado a fondo, que no hay ni un solo dato que no haya pasado la criba del rigor histórico, que son frecuentes las expresiones que dotan a texto de “color local”, por más que a veces ciertos vocablos, que no aparecen en el léxico que se ofrece al final de la lectura, necesiten de una pequeña “investigación” para determinar la propiedad de su uso, como ocurre en Iban embozados en capas largas y ocultaban el rostro bajo amplias almocelas, donde almocelas vale por capa corta cuando el diccionario de la RAE exclusivamente la define como: “Saco con panochas para dormir los jornaleros”. Este tipo de novelas, que tantas frases exige para su desarrollo, no es precisamente el lugar adecuado para una reflexión sobre la vulgaridad de las expresiones y para una crítica de los “modos de decir” que nos saquen del adocenamiento expresivo del hablante corriente y moliente, de ahí que se dé por aceptable una ristra de lugares comunes que cumplen, como no puede ser de otro modo, una función narrativa de primer orden: impedir que el lector tropiece en los modos de decir, aunque para ello se haya de sacrificar lo propio del novelista: la invención lingüística, es decir, la crítica del lenguaje recibido. Hay, pues, una transmisión acrítica de muchas expresiones que jalonan el texto con hitos archiconocidos: Sobrevino un silencio como no recuerdo otro similar. Me dirigió una mirada que no he olvidado nunca. Es probable que algunos de nosotros no salgamos con vida de esta. Pero eso poco importa ahora, haremos lo que deba ser hecho. Secó el sudor que perlaba su frente y, tras llenar una crátera con agua fresca, reveló sus intenciones. (…) Ha llegado el momento de tomar decisiones. Todos teníamos los ojos humedecidos por la emoción y un nudo en la garganta. Et sic de caeteris. Sería injusto, sin embargo, si no recogiera los esfuerzos del autor por salirse de ese repertorio trillado a que obliga cumplir con los parámetros comerciales del género, y en ese haber del ingenio han de consignarse expresiones que acercan la novela al realismo mágico: En su marcha inexorable, esquilmarían la tierra. Y se beberían lagos y ríos hasta secarlos por completo, por ejemplo, o el rescate de algunas expresiones olvidadas y que bien merecen una nueva circulación entre nosotros: Ya sabes el dicho: de lo contado come el lobo. Hay, sobre todo en las novelas históricas de carácter bélico otro aspecto que a mí, como lector, me repele, pero que atrae a muchísimos otros: me refiero a la camaradería masculina, a esa suerte de “hombruna sociedad secreta” que me hizo imposible degustar una película como Master and Commander, aunque aprecio sus valores estéticos cinematográficos, y que me deja indiferente ante la aventura de Leónidas y sus trescientos. Se trata de un mundo lleno de valores machistas que en modo alguno concita mis simpatías, y quien esto escribe es hijo de militar, ha ido a un colegio militar y tiene, en buena lógica, mucha mili a sus espaldas…tanta como para haberse negado en su momento a hacer el servicio militar obligatorio, allá por el pleistoceno…

         Michel del Castillo es el autor de una autobiografía vital y literaria realmente apasionante: Mi hermano el idiota, que recomiendo con la certeza de quien la leyó conmovido y apasionado, asintiendo y sintiendo con la hondura de quien leía vida viva y lectura salvífica en una trayectoria vital donde toda la desgracia tiene su asiento y el fascista régimen franquista su más cruel retrato. Guiado por esa indeleble impresión de lo verdadero, adquirí hace ya mucho tiempo Las lobas de El Escorial, que supuse novela histórica, y a la que hasta hace unas semanas no le había hincado el diente, aprovechando esta necesidad de reflexionar sobre el sentido de un subgénero tangente a la literatura o a la literariedad, que dirían los formalistas. No ha resultado ser tal, sino una crónica muy amena, y se advierte que escrita para el público francés, de los reinados de Carlos IV, Fernando VII y la regencia de María Cristina hasta que Espartero se convirtió en regente y la reina madre se exilió. Se trata de una lección de historia de la que emerge un retrato despiadado de la realeza más idiota que le fue nunca dado soportar a un pueblo, por más que ese mismo pueblo fuera el encargado de rebelarse contra los libertadores del Trienio Liberal y de apodar a Fernando VII  “El deseado”. Es interesantísima la relación que establece el autor entre la Revolución Francesa y la Revolución Liberal que no fragua. La crónica del autor se adentra en las interioridades de aquellos reinados y el mundo de la Corte, con un seguimiento preciso, riguroso y brillante de un mundo propio del esperpento de Valle-Inclán. Aquella época en que los universitarios de la catalana Cervera, una región donde tan buena acogida tuvo el carlismo, le escribían al rey el famosísimo: ¡Lejos de nosotros la peligrosa novedad de reflexionar! [Si bien el original dice “discurrir”, no “reflexionar”. De igual modo que en la cita clásica del Quijote, Con la Iglesia hemos topado, la autora de la traducción, Clara Sarti, ignora que “topado” no aparece en el Quijote, sino “dado”.] Es evidente que se trata de una lectura provechosa, porque pone de relieve ciertas tendencias “nacionales” de las que, afortunadamente, nos hallamos ahora muy lejanos, si bien hasta hace relativamente poco, en términos históricos, formaban parte de nuestra negra historia. Las salvajadas cometidas en la represión del movimiento liberal, así como en las guerras carlistas explican bien a las claras el odio que se desató en nuestra última guerra civil, la de 1936, hija en línea bien directa de aquellas del siglo XIX. A título anecdótico, y sin que la traductora se haya visto obligada a ello, quiero reseñar que a lo largo de la obra en ningún momento se explica el título de la misma, tan aparentemente sensacionalista: Las lobas de El Escorial, que parece hacer relación a enfrentamientos telúricos entre mujeres fuertes. Las lobas, sin embargo, eran unos vestidos de duelo, de tela basta y gruesa, de marga o jerga, con aberturas laterales, que se usaba en los entierros de la realeza. La descripción del “martirio” de Riego, el caudillo liberal, servirá como muestra expresiva del interés que presenta esta crónica de Michel del Castillo: Se le lleva a Madrid en una carreta tirada por bueyes. Atado de pies y manos, el prisionero tiene que sufrir los malos tratos de la chusma. Es expuesto a la vindicta pública en las plazas y ferias de los pueblos. Los campesinos le llenan de escupitajos y le hieren con las horquillas. Los niños le apedrean, las mujeres le insultan; le dan puntapiés. Se le niega un vaso de agua. Le dejan a pleno sol horas y horas. Por la noche le arrojan a un húmedo calabozo. Ese suplicio dura más de un mes. Una vez en Madrid, se le instruye un proceso sumario (…). El tribunal le condena a la horca. El 5 de noviembre, Riego entra en capilla. Física y moralmente destrozado accede a la retractación que le sugiere el cura que le asiste, quien con esto le arranca lo que constituye la negación de su vida entera. Así le quitan hasta el honor. (…) El 7, el condenado es paseado por las calles de la capital; atado en un serón e esparto es arrastrado por un caballo, es conducido hasta la Plaza de la Cebada, en donde se alza el patíbulo. El populacho se agolpa allí y le insulta. Riego está demasiado débil y no puede subir los escalones de la horca; unos soldados le tiran del pelo, lo que provoca la hilaridad de los espectadores. Al enterarse de su muerte, Fernando VII exclama, a modo de gracia: ¡Viva Riego!

2 comentarios:

  1. Tuve la fortuna de leer, aconsejado por ti, Mi hermano el idiota de Michel del Castillo y pude constatar lo acertado de tu recomendación. Me pareció una autobiografía abierta en canal en que el yo del autor se desangraba ante nuestros ojos, mostrando su dolor de vivir, su infancia durísima, hasta que un profesor cuyo nombre he olvidado le recomienda a Dostoievski y ahí comienza su nueva visión de la vida, marcada por el genio ruso. He leído posteriormente algo más de Michel del Castillo en que continúa con su autobiografía. Sin duda la vida de uno mismo es el principal referente que un autor puede tener, bien sea porque la muestre a los ojos del mundo o porque la oculte radicalmente como le pasa a Poz o FMOP. O el mismo Valle, tal celoso de su intimidad. Unos exhibicionistas del yo y otros inhibicionistas. Personalmente me atraen poderosamente las experiencias propias, especialmente si son interesantes, lo que no todo el mundo es capaz de transmitir.

    Respecto a la novela histórica yo la he frecuentado poco: Memorias de Adriano que cuando la leí por primera vez en mi veintena me pareció una obra de culto, y cuando volví a ella veinticinco años después me pareció insoportable. Los episodios nacionales de los que habré leido una treintena... Me parece especialmente deleznable esa tendencia a proyectar nuestro sistema de valores sobre el pasado para hacernos actuales los personajes de otras épocas. Pura mercadotecnia, comprensible pero lejano a mí.

    No, no soy muy aficionado a la novela histórica, pero me has dejado sorprendido por tu admiración sin reticencias a La muerte de Virgilio.

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    1. Porque no es una "lectura" al uso, sino una experiencia de vida total. No la he leído, sino vivido, y el estilo reiterativo, imaginativo, metafórico y simbólico de Broch lo ha conseguido. Funciona, para entendernos, como un poema: y la prosa poética consigue, sin embargo, que nos adueñemos de la vida de Virgilio, de su tránsito último, el del balance, el del ajuste de cuentas, y que vivamos desde dentro de él, desde ese "campesino de barro" desterrado hacia la frialdad del empedrado de la civilización, su conflicto consigo mismo y con el poder de Augusto. Como sabes, quiso destruir la Eneida. El libro de Broch es la historia de esa tentación, explicada desde la vida total de Virgilio... La sabiduría vital infinita que ha embutido Broch en su libro es un auténtico festín de Babette... Sí, he de reconocer que, para mí, ha sido toda una "revelación". En 1990, cuando me lo regalaron, en fecha próxima a la de hoy, el 24 de junio, no pude pasar de la página 224: aturdido y humillado por aquel despliegue creativo que no podía seguir; 25 años después se ve que ha madurado mi sistema de percepción sensorial y ahora he podido, ¡al fin!, descubrirlo en su integridad. De hecho, el motivo de esta entrada ha sido el de intentar deslindar la novela sin apellidos de la novela histórica, y cómo el novelar hechos considerados como históricos, como esta muerte de Virgilio, en modo alguno convierten a la novela de Broch en novela histórica, sino simplemente en "novela", y de las excepcionales.

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