¿Qué
lleva a un lector del siglo XXI a leer Dafnis
y Cloe, del siglo II?
Que la novela fuera un
género “ínfimo” para las personas cultas del siglo II de nuestra era, un género
para lectores urbanos, amantes de la diversión y poco dados a las dificultades
intelectuales, no puede desorientarnos respecto de los valores reales de esta
novela pastoril que continúa un género, el
del idilio pastoril, cuyo fundamento hemos de buscar en Teócrito, como nos indica Francisco Cuartero en su
excelente prólogo introductorio, quien ya recoge una historia de Dafnis ajustada a una vieja leyenda siciliana
en su Idilio VI: el boyero Dafnis había sido amado por una ninfa a quien juró
amor eterno; pero un día el joven, borracho, faltó a la fidelidad y las ninfas
lo castigaron con la ceguera o, en otras versiones, con la muerte. Mi
motivación ha sido la propia de un lector que quiere cubrir una de esas lagunas
que salpican su inacabable formación, un lector acostumbrado a descubrir
sorpresas clásicas que rara vez le hacen renegar de haberse metido en ellas; si
bien no es menos cierto que he tenido que renunciar al comentario de los cuatro
diálogos de Luciano de Samosata que acabo de leer porque, al margen de su
condición de fuente de muchas otras obras de la literatura occidental, la
naturaleza desmitificadora del panteón divino grecolatino y el gracejo coloquial
que se plasman los diálogos no me han motivado lo suficiente para dedicarle una
entrada en este Diario. Acaso cuando
acabe de leerlos todos, he leído los cuatro de la edición de Alianza Editorial,
pueda tener una visión total de la que surja algún fruto que acaso pudiera
interesar a los intelectores que visitan estas páginas. No ha ocurrido lo
mismo, ya digo, con la lectura de Dafnis y
Cloe, cuyo descubrimiento, teniendo el bagaje de la lectura de las églogas
de Garcilaso y Los siete libros de la
Diana, de Montemayor, entre otras obras pastoriles cuya lejana raíz nutricia
es la obra de Longo. A diferencia de sus herederas, el original va mucho más
allá de la visión pudibunda, pacata, que se nos ofrece en aquellas, porque,
como nos dice el autor en un interesantísimo prólogo, pretende que su obra sea Un tesoro que resultará grato a todos los
humanos: curará al enfermo y consolará al triste, reavivará la memoria de quien
amó y dará instrucciones a quien todavía no amó. Esa condición de manual
instructor de amantes, si bien con la ausencia de explicitud propia de quien no
ignora los límites de hasta dónde puede llegar su atrevimiento, confiere a la
novelita un encanto que nos hace leerla incluso con interés, porque la
situación, que parece absurda, dos jóvenes que no saben cómo consumar su amor
ni qué han de hacer, más allá de vedarse y acariciarse y dormir juntos,
desnudos, no lo es, si nos atenemos a la iniciación sexual llena de incertidumbres que casi todo el
mundo padece, excepción hecha, claro está de quienes recurren a vías de
información como la pornografía, que tanto ha contribuido a la banalización de
la sexualidad y a privarle de su condición mistérica. Es posible que algunos
adolescentes leyeran entre risas la historia de estos dos amantes bucólicos,
pero leída desde la vejez la novela de sus amores no solo nos parece un
prodigio admirable de sensibilidad, sino también de ejercicio narrativo, aunque
la novela no contenga tanta acción como la novela bizantina, y, a diferencia de
ésta, se centre en una sola isla, la del nacimiento del autor, Lesbos, y
concretamente en una zona rural, ni siquiera en alguna de sus ciudades. La
oposición campo-ciudad, clásica en autores como Antonio de Guevara y, en
general, a lo largo de la literatura de los siglos XVI y XVII, adquiere en Dafnis y Cloe un protagonismo especial,
porque el elogio Horaciano del aura
mediocritas tiene en la novela su perfecta plasmación. Pero ya me
adelantaba. El interés del prólogo, retrocedamos un poco, viene dado por un
recurso que nos llama mucho la atención: El autor revela que ha visto una
pintura en la que se representan diversos motivos y entre ellos lo que tiene
toda la impresión de ser una historia amorosa llena de lances y con un final sorprendente.
A partir de esa contemplación, busca un intérprete que le traduzca aquella
historia y, una vez conocida al detalle, nos la transmite él con el propósito
didáctico indicado con anterioridad, no exactamente cercano al manual de
Ovidio, el Ars amandi, pero sí en su
estela, aunque en la novela Longo construye una trama alrededor de dos
expósitos cuyo destino se resuelve en la anagnórisis final, siguiendo el modelo
de la comedia nueva creada por Menandro y llevada a la perfección por Plauto.
Podría haber recurrido a la écfrasis, que es la representación verbal de una
obra pictórica, pero lo que escribe es una novela, de ahí que se hiciera
traducir, como Cervantes los papeles en árabe de la historia de D.Quijote, el cuadro
para construir a partir de esa traducción la novela. Con todo, es evidente que
la presencia del archifamoso locus
amoenus a lo largo de toda la novela crea, indirectamente, la impresión en
el lector de que esté practicando una sucesión de écfrasis desde principio a
fin. La idealización, tanto de los protagonistas como de la naturaleza, es parte
esencial de la novela pastoral de Longo, muy celebrada por muchos autores y
hasta inspiradora directa de una obra fílmica tan próxima en fondo y forma a la
novela de Longo como la muy incomprendida El
romance de Astrea y Celadón, de Eric Rohmer, y cuya visión recomiendo fervientemente
después de haber hecho la lectura de Dafnis
y Cloe. El prologuista de la edición, Cuartero, reconoce no haber
encontrada la fuente de la cita de Goethe donde el autor germano recomienda
leer la novela una vez cada año. Tampoco yo la he encontrado, pero, sea como
sea, no llegaré a tanto como Goethe, está claro, pero sí me parece inexcusable
sumar esta novelita al bagaje de lecturas de quienes tienen la
sensibilidad imprescindible para
degustar el candor, la ingenuidad y la mano maestra con que Longo ha sabido
construir una relación amorosa y las asechanzas que mantienen vivo, hasta el
desenlace, el interés del lector por el destino de esos seres cuyo final está
prefigurado ya, sin sorpresa posible alguna, en la anagnórisis final, pues los
rústicos padres de ambos guardan con celo las “prendas de reconocimiento” con
que se abandonaban a los recién nacidos. Que Dafnis fuera amamantado por una
cabra y Cloe por una oveja nos sitúan casi por derecho propio en el ámbito del
mito, y a ello contribuye aún más la creación de un espacio que coincide con la
Arcadia feliz de la humanidad, con el paraíso perdido por los habitantes de la
ciudad, pero no por quienes, sintiéndose y sabiéndose pura naturaleza, como les
ocurre a Dafnis y Cloe, ni siquiera, una vez reconocidos, y reintegrados a su
alta condición social, renuncian a ella. Ello contribuye a la fijación del
espacio pastoral como un ideal que atravesará las épocas posteriores y que
puede comprobarse en toda su belleza tópica en la bellísima película de Rohmer.
La
novela de Longo ofrece a los amantes de toda época una perfecta descripción del
“proceso de amores”, en el que se incluyen ciertas descripciones que han sido
motivo de reescritura permanente, sobre todo en el Renacimiento y en el
Barroco: No sabía lo que le pasaba (…).
La angustia dominaba su alma, no era dueña de sus ojos y a menudo repetía el
nombre de Dafnis. No probaba bocado, pasaba las noches en vela, descuidaba su
rebaño; a ratos reía, a ratos lloraba; tal vez se amodorraba y al punto se
levantaba con sobresalto; su cara estaba pálida y de repente se encendía el
rubor. (…) “Quisiera ser su zampoña para que él me infundiera su aliento;
quisiera convertirme en cabra para que él me apacentara”. ¡Qué lejos
andamos aquí, en esa zampoña en la que se quiere convertir Cloe, del támpax de Camilla en que se quería convertir Carlos de
Inglaterra, por ejemplo…! También en la justa correspondencia a Cloe por parte
de Dafnis de ese estado la visión de la naturaleza ocupa un lugar fundamental: En cuanto a Dafnis, no parecía haber recibido
un beso, sino un mordisco; volvióse al punto malhumorado, a menudo temblaba de
frío e intentaba contener los latidos de su corazón; trataba de mirar a Cloe y
al mirarla se llenaba de rubor. Fue entonces cuando vio con arrobo que sus
cabellos eran rubios, que sus ojos eran grandes cual los de una vaca, que su
rostro era en verdad más blanco que la leche de las cabras; era como si por primera
vez tuviera ojos y hasta aquel instante hubiera estado ciego: “¡Ay, extraño mal
cuyo nombre no sé decir! ¿Acaso Cloe gustó algún veneno cuando iba a besarme?
Tiziano. Dafnis y Cloe. |
La novela sigue el modelo de la
virtud acechada, y desde que ambos jóvenes solemnizan su mutuo compromiso de
amarse eternamente no dejan de aparecer las adversidades que lo ponen en peligro
de no poder ser realizado, en el matrimonio, aquel acuerdo. La sucesión de
episodios de todo tipo que animan la narración, y en los que se nos presentan
muy diversos personajes, permiten seguir con placer la historia, porque no
dudamos en ningún momento del triunfo de la virtud, y, en el ámbito mitológico
en el que nos movemos, los patrones protectores de ambos, Las ninfas y Pan,
nunca van a desamparar a nuestros héroes, ni si quiera cuando ya está a punto
Dafnis, por ejemplo, de acabar como esclavo sexual de Gnatón, criado del hijo
del dueño de las tierras cuyos ganados pastorea Dafnis, quien acabará convertido
en su hermano. Me ha llamado la atención del episodio en que Pan rescata a Cloe
de manos de unos piratas, la descripción de ciertos fenómenos que se asemejan
mucho a los del Romance del conde
Arnaldos (¡Quien hubiese tal ventura…) quizás la joya más preciada de la
poesía popular en lengua castellana, junto con el Romance del prisionero,
aunque entrar en el Romancero debería de estar multado, porque el regodeo es de
tal naturaleza que bien puede ser que quien entre allí allí se quede,
encastillado, y desatienda cualesquiera otros menesteres que no sean el de
vivir en ellos mil avatares: Después de
pasar semejante noche (de comida, bebida y jarana, además de un combativo asalto
que los dejó molidos, sin que pudieran en ningún momento ver al enemigo que los
molía y diezmaba), vieron amanecer el
día, que les resultó harto más pavoroso que la noche. Los boques de Dafnis, así
como las cabras, llevaban en sus cuernos ramos de hiedra cargados de racimos, y
los borregos y las ovejas de Cloe emitían aullidos semejantes a los de los
lobos Ella misma apareció coronada de pina. Y hasta en la mar pasaban muchas
cosas raras: cada vez que intentaban levar anclas, éstas se quedaban clavadas
al fondo; cuando abatían los remos para bogar, éstos se quebraban; y unos
delfines, saltando fuera del agua, daban coletazos a las naves y aflojaban las
junturas. (…) Al mediodía, habiendo en general sucumbido al sueño, se le apareció
Pan y le dijo: Habéis llenado de guerra esta campiña que tanto amor, habéis
robado rebaños de bueyes, de cabras y de ovejas que estaban bajo mi protección.
Habéis arrancado de los altares a una doncella sobre quien Amor desea componer
una fábula y no habéis tenido respeto por las ninfas, que os veían, ni por mí,
que soy Pan.
La
novela, a pesar de ser un modelo clásico del bucolismo, presenta unos rasgos
realistas que no se ciñen solo a las relaciones sexuales de los protagonistas,
sino a otros aspectos de la narración, como cuando el dueño de las tierras
descubre en Dafnis a su hijo, tras observar las “prendas de reconocimiento” y
le dice a su hijos que no tenga pena por tener que compartir la herencia: ni tú te entristezcas, Astilo, porque vayas
a heredar una parte en vez de toda la hacienda; pues para las personas sensatas
no hay tesoro más valioso que un hermano. Con todo, no deja de tener su
importancia el hecho de que la “instructora” que se ofrece a Dafnis para
iniciarle en los secretos del amor, prendada por él, sea una mujer de la
ciudad, joven y hermosa, con un marido viejo, Licenio, quien reviste su acción
de absoluta piedad por el infructuoso hacer de ambos amantes, a quienes ni
siquiera la imitación de las cabras con las que ambos conviven, pues Dafnis es
pastor de ellas y Cloe de ovejas, consigue “poner en la derecha vía” de la
consecución de su placer. Después de muchos lances, algunos de ellos incluso
muy divertidos y resueltos con sorprendente eficacia narrativa en los albores
del género novelístico, la unión de los amantes corona la obra: Una vez Dafnis y Cloe se acostaron juntos,
desnudos, comenzaron a abrazarse y a besarse y pasaron la noche desvelados,
como las lechuzas. Y Dafnis hizo algo de lo que Licenio le había enseñado, y
entonces Cloe empezó a saber que lo que hacían en el bosque eran simples juegos
de pastores.
Fíjese
a qué niveles llegaría la pacatería de nuestro siglo XIX, por ejemplo, que Juan
Valera, traductor de la obra, a partir de la edición francesa de Amyot, como nos
dice Cuartero, incluso cambio el sexo de algunos personajes para huir de la
alusión directa a los amores homosexuales, esa típica censura disparatada que
todos recordamos, por vía paradójica, como cuando en Mogambo se convirtió una
relación adúltera en un incesto, por ejemplo. Por esas anormalidades propias de
nuestro extravagante ecosistema cultural, la primera traducción directa del
griego al castellano, la de Plaza y
Janés de1960 fue la del filólogo José Farrán y Mayoral. La de Cuartero me ha
parecido excelente, al menos por lo que al castellano empleado se refiere, que
es lo que mi dominio puede juzgar, por descontado.
Retirado
ya de la esclavitud de la docencia estoy privado de poder observar directamente
la reacción de los lectores adolescentes a los que imponerles la lectura de Dafnis y Cloe, pero desde aquí se la
sugiero, a mis excolegas, como una obra de lectura, creo que jamás recomendada,
y que daría mucho juego. En todo caso, seguro que no les dejaría indiferentes,
como no se lo dejará tampoco a todo aquellos intelectores que quieran pasar una
tarde la mar de entretenida en el seno de una aventura bizantina que, por arte
de birlibirloque, no se mueve del mismo privilegiado espacio en toda la novela.