viernes, 26 de junio de 2015

Longo y la novela erótico-pastoril: Dafnis y Cloe

   
Benlliure. Dafnis y Cloe

¿Qué lleva a un lector del siglo XXI a leer Dafnis y Cloe, del siglo II?

Que la novela fuera un género “ínfimo” para las personas cultas del siglo II de nuestra era, un género para lectores urbanos, amantes de la diversión y poco dados a las dificultades intelectuales, no puede desorientarnos respecto de los valores reales de esta novela pastoril  que continúa un género, el del idilio pastoril, cuyo fundamento hemos de buscar en Teócrito,  como nos indica Francisco Cuartero en su excelente prólogo introductorio, quien ya recoge una historia de  Dafnis ajustada a una vieja leyenda siciliana en su Idilio VI: el boyero Dafnis había sido amado por una ninfa a quien juró amor eterno; pero un día el joven, borracho, faltó a la fidelidad y las ninfas lo castigaron con la ceguera o, en otras versiones, con la muerte. Mi motivación ha sido la propia de un lector que quiere cubrir una de esas lagunas que salpican su inacabable formación, un lector acostumbrado a descubrir sorpresas clásicas que rara vez le hacen renegar de haberse metido en ellas; si bien no es menos cierto que he tenido que renunciar al comentario de los cuatro diálogos de Luciano de Samosata que acabo de leer porque, al margen de su condición de fuente de muchas otras obras de la literatura occidental, la naturaleza desmitificadora del panteón divino grecolatino y el gracejo coloquial que se plasman los diálogos no me han motivado lo suficiente para dedicarle una entrada en este Diario. Acaso cuando acabe de leerlos todos, he leído los cuatro de la edición de Alianza Editorial, pueda tener una visión total de la que surja algún fruto que acaso pudiera interesar a los intelectores que visitan estas páginas. No ha ocurrido lo mismo, ya digo, con la lectura de Dafnis y Cloe, cuyo descubrimiento, teniendo el bagaje de la lectura de las églogas de Garcilaso y Los siete libros de la Diana, de Montemayor, entre otras obras pastoriles cuya lejana raíz nutricia es la obra de Longo. A diferencia de sus herederas, el original va mucho más allá de la visión pudibunda, pacata, que se nos ofrece en aquellas, porque, como nos dice el autor en un interesantísimo prólogo, pretende que su obra sea Un tesoro que resultará grato a todos los humanos: curará al enfermo y consolará al triste, reavivará la memoria de quien amó y dará instrucciones a quien todavía no amó. Esa condición de manual instructor de amantes, si bien con la ausencia de explicitud propia de quien no ignora los límites de hasta dónde puede llegar su atrevimiento, confiere a la novelita un encanto que nos hace leerla incluso con interés, porque la situación, que parece absurda, dos jóvenes que no saben cómo consumar su amor ni qué han de hacer, más allá de vedarse y acariciarse y dormir juntos, desnudos, no lo es, si nos atenemos a la iniciación sexual  llena de incertidumbres que casi todo el mundo padece, excepción hecha, claro está de quienes recurren a vías de información como la pornografía, que tanto ha contribuido a la banalización de la sexualidad y a privarle de su condición mistérica. Es posible que algunos adolescentes leyeran entre risas la historia de estos dos amantes bucólicos, pero leída desde la vejez la novela de sus amores no solo nos parece un prodigio admirable de sensibilidad, sino también de ejercicio narrativo, aunque la novela no contenga tanta acción como la novela bizantina, y, a diferencia de ésta, se centre en una sola isla, la del nacimiento del autor, Lesbos, y concretamente en una zona rural, ni siquiera en alguna de sus ciudades. La oposición campo-ciudad, clásica en autores como Antonio de Guevara y, en general, a lo largo de la literatura de los siglos XVI y XVII, adquiere en Dafnis y Cloe un protagonismo especial, porque el elogio Horaciano del aura mediocritas tiene en la novela su perfecta plasmación. Pero ya me adelantaba. El interés del prólogo, retrocedamos un poco, viene dado por un recurso que nos llama mucho la atención: El autor revela que ha visto una pintura en la que se representan diversos motivos y entre ellos lo que tiene toda la impresión de ser una historia amorosa llena de lances y con un final sorprendente. A partir de esa contemplación, busca un intérprete que le traduzca aquella historia y, una vez conocida al detalle, nos la transmite él con el propósito didáctico indicado con anterioridad, no exactamente cercano al manual de Ovidio, el Ars amandi, pero sí en su estela, aunque en la novela Longo construye una trama alrededor de dos expósitos cuyo destino se resuelve en la anagnórisis final, siguiendo el modelo de la comedia nueva creada por Menandro y llevada a la perfección por Plauto. Podría haber recurrido a la écfrasis, que es la representación verbal de una obra pictórica, pero lo que escribe es una novela, de ahí que se hiciera traducir, como Cervantes los papeles en árabe de la historia de D.Quijote, el cuadro para construir a partir de esa traducción la novela. Con todo, es evidente que la presencia del archifamoso locus amoenus a lo largo de toda la novela crea, indirectamente, la impresión en el lector de que esté practicando una sucesión de écfrasis desde principio a fin. La idealización, tanto de los protagonistas como de la naturaleza, es parte esencial de la novela pastoral de Longo, muy celebrada por muchos autores y hasta inspiradora directa de una obra fílmica tan próxima en fondo y forma a la novela de Longo como la muy incomprendida El romance de Astrea y Celadón, de Eric Rohmer, y cuya visión recomiendo fervientemente después de haber hecho la lectura de Dafnis y Cloe. El prologuista de la edición, Cuartero, reconoce no haber encontrada la fuente de la cita de Goethe donde el autor germano recomienda leer la novela una vez cada año. Tampoco yo la he encontrado, pero, sea como sea, no llegaré a tanto como Goethe, está claro, pero sí me parece inexcusable sumar esta novelita al bagaje de lecturas de quienes tienen la sensibilidad  imprescindible para degustar el candor, la ingenuidad y la mano maestra con que Longo ha sabido construir una relación amorosa y las asechanzas que mantienen vivo, hasta el desenlace, el interés del lector por el destino de esos seres cuyo final está prefigurado ya, sin sorpresa posible alguna, en la anagnórisis final, pues los rústicos padres de ambos guardan con celo las “prendas de reconocimiento” con que se abandonaban a los recién nacidos. Que Dafnis fuera amamantado por una cabra y Cloe por una oveja nos sitúan casi por derecho propio en el ámbito del mito, y a ello contribuye aún más la creación de un espacio que coincide con la Arcadia feliz de la humanidad, con el paraíso perdido por los habitantes de la ciudad, pero no por quienes, sintiéndose y sabiéndose pura naturaleza, como les ocurre a Dafnis y Cloe, ni siquiera, una vez reconocidos, y reintegrados a su alta condición social, renuncian a ella. Ello contribuye a la fijación del espacio pastoral como un ideal que atravesará las épocas posteriores y que puede comprobarse en toda su belleza tópica en la bellísima película de Rohmer.
         La novela de Longo ofrece a los amantes de toda época una perfecta descripción del “proceso de amores”, en el que se incluyen ciertas descripciones que han sido motivo de reescritura permanente, sobre todo en el Renacimiento y en el Barroco: No sabía lo que le pasaba (…). La angustia dominaba su alma, no era dueña de sus ojos y a menudo repetía el nombre de Dafnis. No probaba bocado, pasaba las noches en vela, descuidaba su rebaño; a ratos reía, a ratos lloraba; tal vez se amodorraba y al punto se levantaba con sobresalto; su cara estaba pálida y de repente se encendía el rubor. (…) “Quisiera ser su zampoña para que él me infundiera su aliento; quisiera convertirme en cabra para que él me apacentara”. ¡Qué lejos andamos aquí, en esa zampoña en la que se quiere convertir Cloe, del támpax  de Camilla en que se quería convertir Carlos de Inglaterra, por ejemplo…! También en la justa correspondencia a Cloe por parte de Dafnis de ese estado la visión de la naturaleza ocupa un lugar fundamental: En cuanto a Dafnis, no parecía haber recibido un beso, sino un mordisco; volvióse al punto malhumorado, a menudo temblaba de frío e intentaba contener los latidos de su corazón; trataba de mirar a Cloe y al mirarla se llenaba de rubor. Fue entonces cuando vio con arrobo que sus cabellos eran rubios, que sus ojos eran grandes cual los de una vaca, que su rostro era en verdad más blanco que la leche de las cabras; era como si por primera vez tuviera ojos y hasta aquel instante hubiera estado ciego: “¡Ay, extraño mal cuyo nombre no sé decir! ¿Acaso Cloe gustó algún veneno cuando iba a besarme?
Tiziano. Dafnis y Cloe.

         La novela sigue el modelo de la virtud acechada, y desde que ambos jóvenes solemnizan su mutuo compromiso de amarse eternamente no dejan de aparecer las adversidades que lo ponen en peligro de no poder ser realizado, en el matrimonio, aquel acuerdo. La sucesión de episodios de todo tipo que animan la narración, y en los que se nos presentan muy diversos personajes, permiten seguir con placer la historia, porque no dudamos en ningún momento del triunfo de la virtud, y, en el ámbito mitológico en el que nos movemos, los patrones protectores de ambos, Las ninfas y Pan, nunca van a desamparar a nuestros héroes, ni si quiera cuando ya está a punto Dafnis, por ejemplo, de acabar como esclavo sexual de Gnatón, criado del hijo del dueño de las tierras cuyos ganados pastorea Dafnis, quien acabará convertido en su hermano. Me ha llamado la atención del episodio en que Pan rescata a Cloe de manos de unos piratas, la descripción de ciertos fenómenos que se asemejan mucho a los del Romance del conde Arnaldos (¡Quien hubiese tal ventura…) quizás la joya más preciada de la poesía popular en lengua castellana, junto con el Romance del prisionero, aunque entrar en el Romancero debería de estar multado, porque el regodeo es de tal naturaleza que bien puede ser que quien entre allí allí se quede, encastillado, y desatienda cualesquiera otros menesteres que no sean el de vivir en ellos mil avatares: Después de pasar semejante noche (de comida, bebida y jarana, además de un combativo asalto que los dejó molidos, sin que pudieran en ningún momento ver al enemigo que los molía y diezmaba), vieron amanecer el día, que les resultó harto más pavoroso que la noche. Los boques de Dafnis, así como las cabras, llevaban en sus cuernos ramos de hiedra cargados de racimos, y los borregos y las ovejas de Cloe emitían aullidos semejantes a los de los lobos Ella misma apareció coronada de pina. Y hasta en la mar pasaban muchas cosas raras: cada vez que intentaban levar anclas, éstas se quedaban clavadas al fondo; cuando abatían los remos para bogar, éstos se quebraban; y unos delfines, saltando fuera del agua, daban coletazos a las naves y aflojaban las junturas. (…) Al mediodía, habiendo en general sucumbido al sueño, se le apareció Pan y le dijo: Habéis llenado de guerra esta campiña que tanto amor, habéis robado rebaños de bueyes, de cabras y de ovejas que estaban bajo mi protección. Habéis arrancado de los altares a una doncella sobre quien Amor desea componer una fábula y no habéis tenido respeto por las ninfas, que os veían, ni por mí, que soy Pan.
         La novela, a pesar de ser un modelo clásico del bucolismo, presenta unos rasgos realistas que no se ciñen solo a las relaciones sexuales de los protagonistas, sino a otros aspectos de la narración, como cuando el dueño de las tierras descubre en Dafnis a su hijo, tras observar las “prendas de reconocimiento” y le dice a su hijos que no tenga pena por tener que compartir la herencia: ni tú te entristezcas, Astilo, porque vayas a heredar una parte en vez de toda la hacienda; pues para las personas sensatas no hay tesoro más valioso que un hermano. Con todo, no deja de tener su importancia el hecho de que la “instructora” que se ofrece a Dafnis para iniciarle en los secretos del amor, prendada por él, sea una mujer de la ciudad, joven y hermosa, con un marido viejo, Licenio, quien reviste su acción de absoluta piedad por el infructuoso hacer de ambos amantes, a quienes ni siquiera la imitación de las cabras con las que ambos conviven, pues Dafnis es pastor de ellas y Cloe de ovejas, consigue “poner en la derecha vía” de la consecución de su placer. Después de muchos lances, algunos de ellos incluso muy divertidos y resueltos con sorprendente eficacia narrativa en los albores del género novelístico, la unión de los amantes corona la obra: Una vez Dafnis y Cloe se acostaron juntos, desnudos, comenzaron a abrazarse y a besarse y pasaron la noche desvelados, como las lechuzas. Y Dafnis hizo algo de lo que Licenio le había enseñado, y entonces Cloe empezó a saber que lo que hacían en el bosque eran simples juegos de pastores.
         Fíjese a qué niveles llegaría la pacatería de nuestro siglo XIX, por ejemplo, que Juan Valera, traductor de la obra, a partir de la edición francesa de Amyot, como nos dice Cuartero, incluso cambio el sexo de algunos personajes para huir de la alusión directa a los amores homosexuales, esa típica censura disparatada que todos recordamos, por vía paradójica, como cuando en Mogambo se convirtió una relación adúltera en un incesto, por ejemplo. Por esas anormalidades propias de nuestro extravagante ecosistema cultural, la primera traducción directa del griego al castellano, la de  Plaza y Janés de1960 fue la del filólogo José Farrán y Mayoral. La de Cuartero me ha parecido excelente, al menos por lo que al castellano empleado se refiere, que es lo que mi dominio puede juzgar, por descontado.

         Retirado ya de la esclavitud de la docencia estoy privado de poder observar directamente la reacción de los lectores adolescentes a los que imponerles la lectura de Dafnis y Cloe, pero desde aquí se la sugiero, a mis excolegas, como una obra de lectura, creo que jamás recomendada, y que daría mucho juego. En todo caso, seguro que no les dejaría indiferentes, como no se lo dejará tampoco a todo aquellos intelectores que quieran pasar una tarde la mar de entretenida en el seno de una aventura bizantina que, por arte de birlibirloque, no se mueve del mismo privilegiado espacio en toda la novela.

domingo, 14 de junio de 2015

Breves escarceos a propósito de la “novela histórica”.


 



 Mapa para el desengaño: la “novela histórica”, un género hipercartografiado  en el que siempre me pierdo… : Akhenatón. El rey hereje, de Mahfuz; El agua y la tierra, de Julio Murillo, y un equívoco: Las lobas de El Escorial, de Michel del Castillo.


         Vaya por delante que soy un pésimo lector de lo que se conoce como “novela histórica”, un género que linda con el best-seller y que tiene fervorosos seguidores, incluso organizados en clubes de lectura o plataformas digitales donde intercambiar noticias y experiencias. Dada mi adscripción cioránica por lo que a la concepción de la Historia se refiere, he de reconocer que nunca ha estado entre mis debilidades lectoras la de la “novela histórica”, aun a pesar de haber leído no pocos libros que acaso así podrían ser catalogados. La lectura recreativa de la Historia solo la entiendo en las obras clásicas del género, Jenofonte, Heródoto, Tácito…, y, curiosamente, aunque lo propio sería decir “tramposamente”, siempre he postergado la lectura de los Episodios Nacionales de Galdós al día y hora en que acabara de reunir todos los volúmenes de la edición de Alianza Editorial.
De hecho, siempre me he preguntado el porqué de la existencia de ese subgénero novelístico tan precisamente delimitado y con tantos lectores asiduos; un género que excluiría, por ejemplo, Viva mi dueño, de Valle-Inclán ,  Flores de plomo, de Juan Eduardo Zúñiga, o la muy reciente y encantadora Riña de gatos, de Eduardo Mendoza, por ejemplo, a mi modesto entender.
Lo que entendemos hoy en día por “novela histórica”, tan publicitada, poco o nada de interés me ofrece, a pesar de reconocer las posibles bondades de su “factura” o el mayor o menor ingenio en el artificio de la trama a través de la que nos llegan los hechos históricos que se novelan. No sé si la correlación es justa o injusta, pero, a su manera, mi poco interés por esa novela histórica estándar se acerca al disgusto y la aversión con que sufrí unas pocas escenas de aquel engendro televisivo titulado El Ministerio del Tiempo, un disparate, ya digo, del que con no poco sufrimiento y vergüenza ajena pude soportar un capítulo sonrojante para ahora poder renegar de él con “conocimiento de causa”. He leído cuatro obras que me han salido al paso para poder reflexionar, a partir de ellas, sobre este fenómeno de la “novela histórica”, si bien he de reconocer que no las he leído con prejuicio ninguno, sino que el juicio me lo estoy formando en el acto mismo de escribir esta entrada para mi Diario. No he podido dejar de lado que leía lo que pudiera ser clasificado como “muestras” significativas del género, pero las he leído como leo cualquier otro libro, desde la entrega total y la necesidad de ser deslumbrado, aunque en esta hora de recapitulación las que se pueden considerar propiamente ajustadas al concepto de “novela histórica” se reducen a dos, la de Mahfuz y la de Murillo. El libro de Del Castillo caería dentro del supuesto género "crónica histórica", a medio camino entre la Historia tradicional sin pretensiones científicas y el reportaje periodístico, como el famoso Golpe mortal, sobre el asesinato de Carrero Blanco, escrito por Ismael Fuente, Javier García y Joaquín Prieto. La cuarta, que ni siquiera menciono en el título de la entrada, corresponde a La muerte de Virgilio, y su entidad novelística, al margen de subgéneros, la hace acreedora a una entrada aparte, que publicaré próximamente, si es que la devastadora emoción lectora que me ha deparado la novela no me ha dejado incapacitado expresivamente para hacerlo.
         Supongo que de este género sus lectores valorarán la fidelidad de la reconstrucción de la época escogida y la precisión y rigor de los datos históricos que la delimitan, algo así como los hitos que marcan los límites del territorio y que nos permiten sentirnos cómodos tanto en lo que conocemos, porque muchos van a leer aquello sobre lo que ya están muy informados, como en lo que nos llega por vez primera y sobre lo que no podremos ejercer el control verificador de, al menos, la verosimilitud. La fidelidad a los nombres, los usos, las costumbres, la geografía, el vestuario, los alimento, las bebidas, las instituciones, etc. Servirán, creo yo, para “animar” una época, para “levantarla” a ojos de los lectores como si se tratase de una película cuya puesta en escena ha sido llevada a cabo incluso con el asesoramiento de auténticos expertos, como hizo Menéndez Pidal durante el rodaje de El Cid, de Anthony Mann, por ejemplo, para ajustar la fantasía a la realidad, al margen de las licencias que normalmente se toman los directores, máxime cuando suele importarles un pimiento la verosimilitud histórica ante el poder de un argumento que, encarnado por los divos y divas de rigor, conseguirá atraer a los espectadores a las taquillas. La novela histórica, como género, tiene considerable antigüedad y no son pocos los autores que se han sentido “llamados” por ella, como le ocurrió a Flaubert con su púnica Salambó, una orgía descriptiva incomparable que a pocos lectores actuales de novela histórica estándar sería capaz de satisfacer, y no digamos ya la poderosísima creación novelística que es La muerte de Virgilio. Ambas obras, y son muchos los ejemplos que se nos ocurren, caen fuera de esa cartografía de la novela histórica de la que hablaba.
¿Qué es lo característico de las novelas históricas estándar? La desaparición del autor y la reducción del personaje del narrador a simple vehículo de transmisión de hechos y opiniones cuya elaboración jamás sobrepasa los límites que nos marcan, por ejemplo, las lacedemónicas frases de los guiones cinematográficos, tan solemnes, por lo general, que resulta imposible intuir en sus *profirientes una naturaleza humana aquejada por pasiones comunes a las de sus espectadores. Eso cuando la narración no se reduce, como sé por otros ejemplos distintos de los que aquí ilustran el subgénero, a superar la dificultad de contar lo que todo el mundo sabe y hacerlo con un estilo que tenga vedada la complejidad conceptual y no le plantee ninguna complicación al famoso “lector medio” que no suele ser ni medio lector.
         La novela de Mahfuz (autor de una auténtica joya novelística: El callejón de los milagros), Akhenatón, el Hereje, nos cuenta la historia del creador del monoteísmo en Egipto y se vale para ello de un recurso muy moderno, el del “periodista” que investiga acerca del personaje, entrevistándose con los principales “actores” de su breve reinado, y ello, mientras viajaba por el Nilo, a partir de la visión de la ciudad que el faraón hereje construyó como nueva capital del reino. La recomendación del padre, antiguo alto funcionario en dicho reinado, le permitirá al hijo disponer de una carta de presentación que le abra las puertas de las personas a través de cuyos relatos pretende obtener la imagen definitiva del faraón. L recomendación del padre será cumplida al pie de la letra: Sé como la historia, que escucha a todo el que habla sin inclinarse ante nadie, para luego entregar la pura verdad a los que observan. Con voluntad de rompecabezas, pues, el narrador nos va entregando las distinta versiones que nos permitirán, al final, construir la imagen que cada lector decida que se acerca a la verdad, porque las diferentes versiones nos ofrecen no pocas contradicciones sobre el personaje. Desde el prejuicio hacia su persona: Todavía recuerdo su figura repugnante… no era ni hombre ni mujer. Era débil hasta el límite de odiar a los fuertes, fueran hombres, sacerdotes o dioses. Se inventó un dios a su imagen y semejanza, débil y femenino, padre y madre a la vez, y le atribuyó una sola función: el amor, hasta el reconocimiento de su valía singular: No era un inspirado, como creían algunos, ni un loco, como creían otros, sino que gozaba de la gran astucia de los débiles y perversos, y supo representar bien su papel. Se imaginó que podía crear un mundo a su imagen y vivió, en efecto, en un mundo de su propia creación, sin ningún contacto con el mundo real: un mundo con sus propias leyes y tradiciones, con sus propias gentes, en el cual se erigió como único dios apoyándose en la magia que el trono le confería y en su poder sobre las almas. Por eso mismo, su magia desapareció al primer choque con la realidad. Su jefe de policía, por ejemplo, exhibe su perplejidad ante el nuevo orden social que propone el monoteísmo de Akhenatón y su devoción por un dios del amor, distinto de los dioses guerreros que, hasta ese momento, habían presidido las vidas de los faraones que lo habían precedido: Mahu, el jefe de la policía le recuerda al entrevistador, Miri-Mon, la orden que recibió de su nuevo faraón: Que tu arma sea a partir de hoy el amor. Enseña a la gente con amor como yo lo he hecho contigo, y quien no aprende con amor aprenderá con más amor… El mismo funcionario que marcaba la distancia entre el pasado y el presente en las costumbres de la realeza: Se paseaba en carroza real por las calles de Akhetatón en compañía de la reina sin la guardia, halando con la gente, rompiendo las tradicionales barreras entre el trono y el pueblo. La imagen, pues, de un visionario de confusa identidad sexual que descubre un dios único, que solo puede tener acceso carnal pleno con su madre y que defiende un sorprendente afán ecologista, manifiesto en su rechazo de la caza, forzosamente había de poner en cuestión los valores tradicionales imperantes, si bien la Historia documentada nada parece sugerir sobre la revuelta que acaba con él y con Nefertiti, cuya participación real en su reinado tuvo niveles desconocidos en la historia de Egipto, alejada de la esfera del poder.
         El agua y la tierra, de Julio Murillo, nos relata, a través de la invención del manuscrito “legado”, que no hallado, en el que se contienen las memorias de Esquilo sobre las famosas batallas de Maratón y de Salamina, en las que los griegos defendieron la autonomía de la Hélade frente a la ambición imperialista de los persas, así como su relato de la acción política de Temístocles, uno de los personajes más polémicos de aquella época, que acabaría, después de haber liberado a los griegos, a sueldo del emperador persa, si bien fue posteriormente rehabilitado y honrado como el gran arconte que fue, un visionario que descubrió en la fortaleza naval, contra todo pronóstico, la supremacía de Grecia. La novela de Murillo, perfectamente ambientada y salpicada por un humor irreverente y escéptico, muy de nuestro tiempo: Siempre he considerado que la política es el camino más corto a la corrupción. Lo creía entonces, y lo sigo creyendo ahora, una afirmación que tiene su confirmación en el reconocimiento de Temístocles: Tienes razón… -admitió-. Somos la peor ralea que camina sobre la faz de la tierra. Aun cuando buscamos el bien común, no conseguimos dejar de ser lo que somos: un hatajo de embaucadores elocuentes; tiene, sin embargo, un desarrollo moroso y prolijo que, a partir de la memoria autobiográfica de Esquilo, convierte a éste poco menos que en el espectador y al tiempo actor privilegiado de aquellos acontecimientos bélicos que se describen en la novela y de los que no se excluye, por supuesto, la gesta de Leónidas al frente de sus trescientos, de reciente adaptación cinematográfica-halterofílica, que tanto ha hecho por la promoción de los centros de fitness en Occidente. Ha de tenerse una sensibilidad específica para los “hechos”, para los acontecimientos “históricos”, para las “gestas” y cosas así, cuando se leen novelas de este tipo, porque cuando en ellas se destierra la psicología y se renuncia a la introspección y a la creación de personajes redondos, porque los escogidos han de ajustarse al dominio común que ha de compartir con los lectores, quienes en modo alguno quieren problemas que los aparten de releer lo que ya saben, al lector que busca una dimensión diferente de la sancionada por la Historia, el libro le acaba pesando en las manos. Es cierto que el autor se ha documentado a fondo, que no hay ni un solo dato que no haya pasado la criba del rigor histórico, que son frecuentes las expresiones que dotan a texto de “color local”, por más que a veces ciertos vocablos, que no aparecen en el léxico que se ofrece al final de la lectura, necesiten de una pequeña “investigación” para determinar la propiedad de su uso, como ocurre en Iban embozados en capas largas y ocultaban el rostro bajo amplias almocelas, donde almocelas vale por capa corta cuando el diccionario de la RAE exclusivamente la define como: “Saco con panochas para dormir los jornaleros”. Este tipo de novelas, que tantas frases exige para su desarrollo, no es precisamente el lugar adecuado para una reflexión sobre la vulgaridad de las expresiones y para una crítica de los “modos de decir” que nos saquen del adocenamiento expresivo del hablante corriente y moliente, de ahí que se dé por aceptable una ristra de lugares comunes que cumplen, como no puede ser de otro modo, una función narrativa de primer orden: impedir que el lector tropiece en los modos de decir, aunque para ello se haya de sacrificar lo propio del novelista: la invención lingüística, es decir, la crítica del lenguaje recibido. Hay, pues, una transmisión acrítica de muchas expresiones que jalonan el texto con hitos archiconocidos: Sobrevino un silencio como no recuerdo otro similar. Me dirigió una mirada que no he olvidado nunca. Es probable que algunos de nosotros no salgamos con vida de esta. Pero eso poco importa ahora, haremos lo que deba ser hecho. Secó el sudor que perlaba su frente y, tras llenar una crátera con agua fresca, reveló sus intenciones. (…) Ha llegado el momento de tomar decisiones. Todos teníamos los ojos humedecidos por la emoción y un nudo en la garganta. Et sic de caeteris. Sería injusto, sin embargo, si no recogiera los esfuerzos del autor por salirse de ese repertorio trillado a que obliga cumplir con los parámetros comerciales del género, y en ese haber del ingenio han de consignarse expresiones que acercan la novela al realismo mágico: En su marcha inexorable, esquilmarían la tierra. Y se beberían lagos y ríos hasta secarlos por completo, por ejemplo, o el rescate de algunas expresiones olvidadas y que bien merecen una nueva circulación entre nosotros: Ya sabes el dicho: de lo contado come el lobo. Hay, sobre todo en las novelas históricas de carácter bélico otro aspecto que a mí, como lector, me repele, pero que atrae a muchísimos otros: me refiero a la camaradería masculina, a esa suerte de “hombruna sociedad secreta” que me hizo imposible degustar una película como Master and Commander, aunque aprecio sus valores estéticos cinematográficos, y que me deja indiferente ante la aventura de Leónidas y sus trescientos. Se trata de un mundo lleno de valores machistas que en modo alguno concita mis simpatías, y quien esto escribe es hijo de militar, ha ido a un colegio militar y tiene, en buena lógica, mucha mili a sus espaldas…tanta como para haberse negado en su momento a hacer el servicio militar obligatorio, allá por el pleistoceno…

         Michel del Castillo es el autor de una autobiografía vital y literaria realmente apasionante: Mi hermano el idiota, que recomiendo con la certeza de quien la leyó conmovido y apasionado, asintiendo y sintiendo con la hondura de quien leía vida viva y lectura salvífica en una trayectoria vital donde toda la desgracia tiene su asiento y el fascista régimen franquista su más cruel retrato. Guiado por esa indeleble impresión de lo verdadero, adquirí hace ya mucho tiempo Las lobas de El Escorial, que supuse novela histórica, y a la que hasta hace unas semanas no le había hincado el diente, aprovechando esta necesidad de reflexionar sobre el sentido de un subgénero tangente a la literatura o a la literariedad, que dirían los formalistas. No ha resultado ser tal, sino una crónica muy amena, y se advierte que escrita para el público francés, de los reinados de Carlos IV, Fernando VII y la regencia de María Cristina hasta que Espartero se convirtió en regente y la reina madre se exilió. Se trata de una lección de historia de la que emerge un retrato despiadado de la realeza más idiota que le fue nunca dado soportar a un pueblo, por más que ese mismo pueblo fuera el encargado de rebelarse contra los libertadores del Trienio Liberal y de apodar a Fernando VII  “El deseado”. Es interesantísima la relación que establece el autor entre la Revolución Francesa y la Revolución Liberal que no fragua. La crónica del autor se adentra en las interioridades de aquellos reinados y el mundo de la Corte, con un seguimiento preciso, riguroso y brillante de un mundo propio del esperpento de Valle-Inclán. Aquella época en que los universitarios de la catalana Cervera, una región donde tan buena acogida tuvo el carlismo, le escribían al rey el famosísimo: ¡Lejos de nosotros la peligrosa novedad de reflexionar! [Si bien el original dice “discurrir”, no “reflexionar”. De igual modo que en la cita clásica del Quijote, Con la Iglesia hemos topado, la autora de la traducción, Clara Sarti, ignora que “topado” no aparece en el Quijote, sino “dado”.] Es evidente que se trata de una lectura provechosa, porque pone de relieve ciertas tendencias “nacionales” de las que, afortunadamente, nos hallamos ahora muy lejanos, si bien hasta hace relativamente poco, en términos históricos, formaban parte de nuestra negra historia. Las salvajadas cometidas en la represión del movimiento liberal, así como en las guerras carlistas explican bien a las claras el odio que se desató en nuestra última guerra civil, la de 1936, hija en línea bien directa de aquellas del siglo XIX. A título anecdótico, y sin que la traductora se haya visto obligada a ello, quiero reseñar que a lo largo de la obra en ningún momento se explica el título de la misma, tan aparentemente sensacionalista: Las lobas de El Escorial, que parece hacer relación a enfrentamientos telúricos entre mujeres fuertes. Las lobas, sin embargo, eran unos vestidos de duelo, de tela basta y gruesa, de marga o jerga, con aberturas laterales, que se usaba en los entierros de la realeza. La descripción del “martirio” de Riego, el caudillo liberal, servirá como muestra expresiva del interés que presenta esta crónica de Michel del Castillo: Se le lleva a Madrid en una carreta tirada por bueyes. Atado de pies y manos, el prisionero tiene que sufrir los malos tratos de la chusma. Es expuesto a la vindicta pública en las plazas y ferias de los pueblos. Los campesinos le llenan de escupitajos y le hieren con las horquillas. Los niños le apedrean, las mujeres le insultan; le dan puntapiés. Se le niega un vaso de agua. Le dejan a pleno sol horas y horas. Por la noche le arrojan a un húmedo calabozo. Ese suplicio dura más de un mes. Una vez en Madrid, se le instruye un proceso sumario (…). El tribunal le condena a la horca. El 5 de noviembre, Riego entra en capilla. Física y moralmente destrozado accede a la retractación que le sugiere el cura que le asiste, quien con esto le arranca lo que constituye la negación de su vida entera. Así le quitan hasta el honor. (…) El 7, el condenado es paseado por las calles de la capital; atado en un serón e esparto es arrastrado por un caballo, es conducido hasta la Plaza de la Cebada, en donde se alza el patíbulo. El populacho se agolpa allí y le insulta. Riego está demasiado débil y no puede subir los escalones de la horca; unos soldados le tiran del pelo, lo que provoca la hilaridad de los espectadores. Al enterarse de su muerte, Fernando VII exclama, a modo de gracia: ¡Viva Riego!

lunes, 1 de junio de 2015

Los espacios narrativos y fílmicos de "Querelle de Brest": Genet y Fassbinder.


  
  



Espacio interior y espacio exterior en Querelle de Brest a partir de la novela de Jean Genet y la película de Rainer M. Fassbinder

             
Otro soldado, habiendo por azar caído de bruces en el combate, como el enemigo levantase la espalda para asestarle el golpe mortal, le suplicó esperase a que se hubiera dado la vuelta, ante el temor de que su amigo le viese herido por detrás.
                                                                                            Plutarco: Del amor


  LA NOVELA
         Querelle de Brest es una historia narrativamente compleja, y nada complaciente con el lector, en la que dominan los espacios interiores de la reflexión y los sentimientos frente a los exteriores que habitualmente suelen servir de marco al desarrollo de la historia. De los espacios reales exteriores que nos muestra la novela sobresalen tres núcleos principales: el mar, el barco, Vengador, y tierra firme: el puerto de Brest y, concretamente, dentro de éste, el prostíbulo La Fèria.
         Del mar podemos decir que lleva implícito de forma natural el amor y la voluptuosidad e irritabilidad femenina de sus aguas, que, a su vez, pueden considerarse simbólicamente como la parte femenina del ser humano, en contraposición a la parte masculina que representa la tierra firme, donde el comportamiento humano es más feroz, más agresivo. Los dos componentes claves del ser humano, en todas las culturas, la dualidad que representan lo espiritual y lo material, nos vienen dados en la novela por el mar como remanso de paz, de serenidad y de armonía del ser humano con la naturaleza. De hecho, el protagonista de la novela, Querelle, se siente liberado, gracias a él, de las presiones que le provocan todas las fechorías que comete en las ciudades donde atraca su barco militar, Vengador; en esos puertos por los que se mueven los marineros como un espacio físico donde lo común es transgredir las leyes de la naturaleza y de la moral.
         Podríamos decir que Vengador, la nave, representa el frame, o marco, donde el protagonista se siente a salvo y donde se desenvuelve con tal seguridad ante sus compañeros y su superior que adopta una personalidad muy distinta de la que muestra cuando baja a tierra, donde da rienda suelta a sus complejas pasiones y a sus más íntimos y turbadores deseos, tanto criminales como eróticos. El hecho de hallarnos ante un narrador omnisciente y, sobre todo, omnipotente, cercanísimo a la condición de autor, un narrador que mediatiza la creación de esos espacios, nos induce a pensar que incluso podríamos hablar de un único espacio en el que se inscribe la trama de la novela: la fértil y febril imaginación del narrador en cuestión.
La historia de Querelle, en realidad, surge del interior del narrador como una proyección de su intimidad irreductible; es él el que modela al personaje y quien lo explica, porque, como sucede con la mayoría de los personajes, excepto con el teniente de navío Seblon, ninguno de ellos es capaz de expresarse sin el auxilio que el narrador les presta. La incapacidad de los personajes viene dada por su falta de preparación intelectual, por su primitivismo instintivo que tanto seduce al narrador, quien se complace reiteradamente en las descripciones del espacio interior de sus personajes con una calidad poética, con un lirismo, dignos de destacar, y que expresan perfectamente su potentísima naturaleza.
La obsesión del narrador, nos dice él, consiste en llevar a Querelle dentro de él, en vez de estar él dentro de su personaje. Querelle se nutre del narrador, quien, a su vez, vive también a través de su creación. Esta dicotomía entre vida real y figurada no es sólo propia del narrador y Querelle, sino que se extiende a casi todos los personajes: uno a uno, desde el hermano del protagonista, Robert, hasta Lysiane, la patrona de La Féria (el burdel que se presenta como espacio nuclear en la novela, como veremos más adelante, junto con el presidio de Brest, ya abandonado en el tiempo en que transcurre la acción, donde se esconde el joven asesino Gilbert Turko), pasando por el inspector de policía Mario Dugas, Seblon o el confidente de  Gilbert, Roger; todos ellos, digo,  acaban exhibiendo el espacio inaccesible de su intimidad a través de la voz fidelísima del narrador, quien los recrea de una forma sorprendente e imaginativa.
Impresiona observar la capacidad del autor, Genet, para dar vida a este conjunto de personajes tan complejos al que, pese a su lirismo, ¡o acaso gracias a él!, el autor es capaz de definir a la perfección. Los personajes no sólo aparecen descritos desde una perspectiva realista que los dota de una verosimilitud absoluta, sino que, gracias a esa visión poética que está presente en toda la novela, podemos penetrar en las capas últimas de las motivaciones, los deseos y las ambiciones de todos y cada uno de ellos.
Tras la segunda lectura de la novela, con un considerable lapso de tiempo entre ésta y la primera, constato que su modernidad tiene que ver con la creación de ese narrador omnisciente de cuyo ser emana la creación, entre otros, del personaje central como una proyección que muestra el lado transgresor y violento del autor, en franco desafío a la estrechez mental, la hipocresía y la doble moral de la sociedad en la que le tocó vivir. No está de más recordar que al mismo tiempo que está considerado como una de las vacas sagradas de la literatura francesa, Genet estuvo en la cárcel en calidad de delincuente común. De hecho, su indisimulada reivindicación de la violencia como un acto poético, del crimen como una de las bellas artes..., tiene antecedentes literarios en Thomas de Quincey y en el surrealismo vanguardista de entreguerras, cuando, aún en sus comienzos, el gran Papa Negro del movimiento, André Breton, llegó a decir que el más perfecto acto surrealista sería coger una escopeta, salir a ala calle y disparar al azar contra la multitud.
Hay que destacar del narrador el planteamiento interactivo que establece con los destinatarios de la obra, pues del mismo modo que él reclama la paternidad del espacio interior de sus personajes, nos invita a los lectores a que nos sumemos a su labor  de creación: Nos gustaría que estas reflexiones, estas observaciones que los personajes del libro son incapaces de plantearse o formular, os permitan situaros no como observadores, sino como creadores de estos personajes que poco a poco se independizan de vuestros propios impulsos. De ahí el uso habitual de la primera persona del plural, que nos sirve, de un lado, para convertirnos en copartícipes de esa creación literaria y, por otro, para exteriorizar ciertos fantasmas transgresores que reprimimos por miedo a reconocerlos como parte fundamental de nosotros mismos. Desde esta perspectiva, así pues, Genet plantea Querelle de Brest como una liberación a la que nos invita a sumarnos.
En la medida en que la novela es de ambiente portuario, los personajes relacionados con el mar, la descripción de los espacios ciudadanos precisos se ciñe a la parte de la ciudad por donde se mueven los personajes, y el puerto es, sin duda, el principal de ellos. Este espacio exterior está íntimamente relacionado con los espacios interiores de los personajes.
Según el narrador, Brest es una ciudad dura, sólida, con presidios en desuso de arquitectura grandiosa, construida en granito de Bretaña. En su dureza está anclado el puerto. Si Brest es ligero, ello se debe al sol que dora débilmente sus fachadas, tan nobles como las venecianas. Esta oposición entre la virilidad del puerto y la femineidad de las aguas se convierte a lo largo de la novela en uno de los ejes temáticos, porque se traslada de los espacios físicos que sirven de marco a la acción a los espacios psíquicos de los personajes, donde estos conviven con sus conflictos.
También nos habla el narrador de que es una ciudad habitada por la niebla y el frío, llena de callejuelas estrechas y sombrías, y que sus casas, las paredes y los techos parecen flotar en dicha niebla. Es un espacio simbólico donde aparentemente no ocurre nada, pero, en realidad, bajo esa niebla existe un submundo en el que los personajes se ven inmersos en acciones delictivas, en amores prohibidos, en situaciones límites: asesinatos, robos, comercio clandestino de estupefacientes..., y todo ellos protegido por ese telón invisible que forma la niebla.
Entre estos espacios físicos reales destacaremos los dos que tienen un carácter nuclear, pues en ambos se desarrolla la acción que compone el eje central de la novela: el burdel La Féria y el presidio. La Féria es el punto de encuentro de casi todos los personajes. Al describirlo, el narrador tiende a destacar todos los elementos que simbólicamente estrechan la relación con la novela. Por ejemplo, la puerta del burdel, de gruesos cuarterones recubiertos de hierro y erizados de largas puntas de metal reluciente, permite a los usuarios, estibadores y obreros del puerto, convertirla en el emblema de la crueldad que acompaña a los ritos del amor, lo que es, en realidad, el gran tema de la novela: la indisolubilidad del amor y la violencia, su trágica fusión. Para la patrona de La Féria, Lysiane, el espacio del burdel es, por una parte, como un castillo feudal y, por otra, la puerta cerrada a cal y canto que la convierte en una perla oceánica entre los nácares de una ostra capaz de abrir y cerrar sus valvas –la vulva metafórica- a su antojo, lo cual, atendiendo a la blancura inmaculada de su cuerpo, revela la congruencia existente entre la percepción feudal de La Féria que tiene madame Lysiane y la descripción de la ciudad de Brest como una ciudad rodeada de murallas muy anchas, compuestas de un foso profundo y un terraplén plantado de acacias. El foso se halla atestado de maleza, de zarzas, de ciénagas y sembrado de mojones. En cambio, La Féria, con sus salones tapizados de cuero dorado, lleno de espejos y de grabados que responden al tópico del burdel “lujoso”, lugar de excepción donde los personajes pueden “cambiar de mundo” o, al menos, comprar la ilusión de poder hacerlo. El burdel se convierte en espacio nuclear para el protagonista, Querelle, pues en él hace negocios y busca consuelo erótico, con el marido de madame Lysiane, a sus propias penas y remordimientos por los asesinatos que, en Brest y en otros puertos, ha cometido. En La Féria, además, se inicia la pelea a muerte con su hermano Robert, lucha cainita que rememora el conocido pasaje bíblico, cuando el nada ejemplar amante de Lysiane se rebela contra la realidad inasumible de que su hermano es un puto.
Son pocas las descripciones de los espacios físicos reales que se hallan en el texto, en relación con las abundantísimas secuencias reflexivas y narrativas, y cuando aparecen suelen estar estrechamente relacionadas con la trama, pues el espacio exterior a los personajes adquiere una cierta condición romántica que se manifiesta en el hecho de que se nos ofrezcan, esas descripciones, como proyecciones del agitado mundo emotivo de los protagonistas. Así sucede, por ejemplo, cuando, tras asesinar al marinero Vic, el bosque se convierte para Querelle en un prodigio de suavidad, dorado por un sol misterioso en el interior de un aire oscuro y claro (...) en cuyo vientre se tejía la luz de todos los despertares. O cuando Querelle decide ayudar a Gilbert Turko con la intención de cargarle su muerto, de delatarlo para que el ambiguo obrero polaco cargue con los dos, con el de Querelle y con el suyo: Al penetrar en el presidio Querelle se sintió aliviado por el miedo y la responsabilidad que iba a asumir. Mientras caminaba sin decir palabra al lado de Roger, por el sendero, sentía brotar en él los cogollos -y abrirse al punto las corolas por todo su cuerpo, al que llenaban de aromas-  de una muerte violenta. Florecía de nuevo a la vida peligrosa. El peligro le aliviaba, y el miedo. En su espacio interior, así pues, se produce una metamorfosis vegetal que indica que la violencia y el miedo son en él tan naturales como el crecimiento espontáneo de las flores, lo que pone de relieve la fusión de su mundo interior con el mundo exterior.
De la muralla hemos de trasladarnos al presidio abandonado, lugar donde se refugia Gilbert Turko, el obrero polaco, después de haber asesinado a Théo, su capataz, compañero de trabajo y albañil como él, quien trataba de conquistarlo sexualmente, al tiempo que lo ridiculizaba ante el resto de la cuadrilla a su cargo. La descripción comienza por el doble escudo de Francia y Bretaña, motivo ornamental que el narrador compara con las dos mitades de un huevo fabuloso puesto por Leda, tal vez después de haber conocido al Cisne y conteniendo el germen de una fuerza y de una riqueza sobrenaturales y naturales al mismo tiempo. Por otro lado, los mojones encadenados en el interior del presidio se ofrecen al lector como antítesis de los propios presidiarios que allí fueron guardados y a los que esa contemplación aliviaría en parte su propia condena.
Como ocurre con las calles de Brest, los caminos que rodean  el presidio también son estrechos: entraron en el estrecho camino abierto entre el muro del presidio y la explanada que dominaba Brest, donde se halla construido el cuartel de Guépin. Se trata de una estrechez simbólica, sin duda, del calvario por el que han de pasar los personajes, a vueltas con sus conflictos interiores, que les producen angustia y desasosiego, y, por otro lado, una calma y felicidad singulares. Dentro de la general tendencia simbólica del narrador a la hora de enfrentarse a la descripción de los espacios, ciertos rasgos valorativos en las descripciones, al estilo del detalle de las piedras viscosas y negras del muelle, definen la atmósfera de predestinación hacia el fracaso, hacia la tragedia, que en la imaginación de Querelle se resuelve en la sala asfixiante donde ha de dictar sentencia el tribunal que acaso algún día lo juzgue por sus muchas fechorías. Es tan evidente esta tendencia, que podemos considerar el presidio como el espacio punitivo interior que se hace presente cuando se transgrede cualquier ley de la sociedad y de la naturaleza.
El otro espacio fundamental utilizado para la historia de Querelle y su superior, el teniente de navío Seblon, es el barco, el Vengador. El barco se ofrece como marco de referencia y de actuación donde se describe el sensibilísimo espacio interior de Seblon, que se convierte en narrador autodiegético: lleva a cabo un diario como sustituto de la acción seductora que le gustaría protagonizar respecto de su subordinado Querelle y a la que nunca se atreve. Seblon se va consumiendo en su propio deseo, imposibilitado de saltar la barrera del miedo al rechazo. En el espacio real del barco, en su camarote del puesto de mando, vive Seblon su conflicto interno, originado, básicamente, por el sentimiento de la presencia dominante, en él, de una acusada femineidad, lo que le lleva a verse y juzgarse como la encarnación de la debilidad y de la fragilidad. Esa visión negativa de sí mismo le produce una profunda tristeza y le incita a compensarla con una actitud severa hacia sus subordinados, para no trasparentar lo que, según él, conduciría a que le perdieran el respeto que le deben; actitud que incluye, incluso, la renuncia a sonreír. En ese espacio de voyeur privilegiado, Seblon se recrea en su mundo interior de ensalzamiento y admiración de la belleza masculina. El espacio subjetivo que crea Seblon es percibido por él como su morada y espacio vital, libre de las enojosas presiones externas, un espacio que acoge lo mejor de sí mismo.
Como ya hemos dicho con anterioridad, el grueso de la novela refleja los espacios íntimos de los personajes. Las secuencias reflexivas se suceden casi ininterrumpidamente y nos permiten adentrarnos en la intimidad de los protagonistas para descubrir su compleja y ambigua vida interior. De ahí que las descripciones de espacios exteriores sean tan escasas y que, cuando aparecen, sirvan de marco a los acontecimientos de la historia, si bien no están exentas de una función simbólica evidente, pues muy a menudo esas descripciones reflejan, en realidad, los mundos interiores de los protagonistas de la novelas.
Finalmente, de la estructura de la novela, lo que ha interesa a Genet ha sido, sobre todo, ofrecernos la individualidad de unos personajes en torno a la presencia mítica de Querelle de Brest, el gran seductor, la irresistible tentación, el hombre afortunado por excelencia, libre, autónomo, para quien no existen barreras morales dignas de respeto.



LA PELÍCULA

         Querelle (1982), de Rainer Maria Fassbinder, fue el último film de este destacado cineasta alemán. El guión es del propio director y se trata de una libérrima adaptación de Querelle de Brest, de Jean Genet. La fotografía corrió a cargo de Xavier Schwarzenberger. La música la compuso Peer Raben. Los intérpretes principales fueron Brad Davis, Franco Nero, Jeanne Moreau y Laurent Malet.
         Al analizar los espacios que sirven de marco al desarrollo de la acción de la película de Fassbsinder llama, sin duda, poderosamente la atención la opción del cineasta de recrear los espacios físicos para situar la acción en unos decorados que no esconden, antes bien al contrario, su condición de tales, pues desde los primeros planos de la película, con la aparición en el mismo campo visual de la cubierta del barco Vengador y la entrada al burdel La Féria, observamos ya, en la muralla del puerto, dos columnas que enmarcan el  lienzo de muralla tras el que se abren las puertas del burdel, dos columnas que no son otra cosa que dos falos gigantescos con sus correspondientes testículos pétreos; todo ello con la apariencia de construcción en vulgar cartón piedra que se ofrece a la contemplación del espectador como una propuesta escénica cuyo sentido no es fácil de interpretar, a mi juicio. Estas mismas columnas priápicas las traslada a otros escenarios del puerto, como si fueran un leit motiv visual que acentúa la dimensión erótica que afecta a los personajes y a la trama en general. En la novela de Genet se alude permanentemente a la solidez, a la fortaleza y a la virilidad de los personajes como valores positivos, opuestos a la fragilidad emocional de los homosexuales afeminados o pasivos. En la película de Fassbinder, sin embargo, esos conflictos entre ternura y dureza se desarrollan en un escenario que representa la impostura, como es el cartón piedra del decorado respecto a los muchos espacios rocosos, graníticos y sólidos que aparecen en la novela. A la sensación de espacios irreales que consigue Fassbinder con los decorados, en vez de haber optado por escenarios naturales de cualquier ciudad portuaria, Brest incluida, ha de unírsele, a mi juicio, el particular uso de la iluminación que, con sobreabundancia de tonos violetas, anaranjados, amarillos, ocres, verdes y azules crea unos ambientes en los que los personajes tienden a perder realidad, ya que, en cierta manera, los difumina, circunstancia que impide verlos con los perfiles nítidos propios de sus biografías individuales. Da la impresión de que también los personajes sean de cartón piedra, a juzgar por el extremado hieratismo de su actuación, con lo que quizás Fassbinder haya querido transmitir la sobreabundancia de secuencias reflexivas que hay en la novela, suprimiendo, de paso, un buen número de acciones externas de los personajes.
El espacio del burdel, al que se dedican un buen número de secuencias de la película, en modo alguno se ajusta a lo descrito en la novela. De hecho, la puerta de cristal grabado, con recargados adornos de búcaros y flores, de pésimo gusto, a mi criterio, no contiene la fuerza, el simbolismo que posee en la novela, con aquella evocación del dolor asociado al placer que ven en ella los trabajadores del puerto, ya que al ser de cristal se abre al exterior por una comunicación visual que suprime completamente la concepción de un espacio-fortaleza, tal y como se explicita en el texto de Genet. Otro tanto ocurre con el espacio en el que Querelle consuma el asesinato del marinero que le ha ayudado a desembarcar la mercancía, el triángulo de muralla arbolado en el que aparece un pozo donde Querelle se purifica, más que se lava, de su acción homicida. La composición del espacio, con la falta de realidad natural de los elementos que lo componen: piedras, suelo, árboles y muralla, excepto el agua del pozo, incide en esa atmósfera de irrealidad y ritualismo que estamos comentando. El espacio nuclear del barco, representado por su cubierta y el puesto de mando desde el que Seblon fantasea sus imposibles aproximaciones eróticas a Querelle, se recorta contra el fondo del escenario, un fondo constituido por un cielo de color amarillento convertido en un gran telón que parece que oprima la escena en vez de abrir un espacio de libertad, como si la vida se hubiera reducido a los límites de un estrecho escenario teatral. Esta sensación de ahogo, de opresión, es la que predomina en la puesta en escena de Fassbinder, porque incluso las calles estrechas y llenas de transeúntes, la cubierta del barco, atestada de marineros, el barracón de Gilbert Turko, lleno de compañeros, o el burdel, en permanente agitación y bullicio, comunican esa sensación de la falta de espacio vital, de libertad; sensación que incluso llega a percibirse como un determinismo que ha marcado a fuego el destino de los personajes.
Del otro espacio básico, por su valor de contraste, que es el mar, se ha producido en la película una supresión casi total, pues sólo aparece físicamente en dos ocasiones y, simbólicamente, en el pozo del lugar del crimen, donde Querelle se purifica, aunque no se trata de agua de mar, por supuesto. Indirectamente, sin embargo, es permanente el cabrilleo de las aguas, el reflejo luminoso que se agita en la superficie del decorado y, a menudo, en los personajes, como si las luces ambiguas de las aguas marinas, al modo del salitre, se convirtiera en una suerte de pátina adherida a los personajes, indicando, acaso, el verdadera espacio al que pertenecen sus destinos.
El presidio donde se entrevistan y enamoran Querelle y Gil, que en la novela es un espacio potente, inmenso y abandonado, casi ruinas románticas señoreadas paradójicamente por el fantasma pusilánime y orgulloso de un perseguido por la justicia, es a los ojos del espectador desconcertado un espacio de papel, y queda reducido a un estrecho pasillo de cartón piedra en el que con dificultad parecen moverse los protagonistas; un reflejo, en definitiva, de esa asfixia que los consume y los determina. Antes de que Roger, el hermano de la enamorada de Gil y confidente de éste, le diga a Querelle que puede pasar a ver al fugitivo, Querelle aparece en un plano medio, vestido con un abrigo largo abierto, recortado contra un cielo entre amarillento y anaranjado, que recuerda la aparición “angelical” de Bruno Ganz en la maravillosa película La marquise D’O. Se trata en Querelle, como ya sabemos, del rostro angelical de Lucifer, el gran seductor, pero el gran traidor también.
La pelea callejera tiene lugar en una calle casi única en la película y en la que siempre la profundidad de campo nos permite apreciar una moto aparcada –del mismo modo que lo hace, más tarde, delante del bar donde Turko matará a su capataz, quien cae, por cierto, en brazos de sus subordinados como un Cristo descendido de la cruz-; una moto cuyo valor simbólico pudiera ser, además de la evidente figuración fálica, el de la libertad a la que nunca acaban subiendo los personajes. La pelea se convierte, además, en una danza ritual, medio interrumpida por una procesión en la que se recrea el camino crístico del Gólgota  con la cruz a cuestas, irrupción que se acerca, estilísticamente, al esperpento, no sólo por la anacronía, sino por la curiosa divinización de sentimientos marginados y anatematizados desde siempre por la religión católica , y también por los acompañantes travestidos que componen más una parodia que propiamente un motivo de reflexión. Estamos en presencia, así pues, de una transformación casi teatral de la novela de Genet, en una interpretación hecha por Fassbinder con total libertad respecto del texto original, además de con la deliberada voluntad de crear una estética gay tópica, y en la que desempeña una función básica la ritualización que preside el desarrollo de los hechos, como ocurre muy evidentemente en la pelea bíblica de los dos hermanos, precedida por su primer encuentro en el que se abrazan para golpearse los flancos como dos boxeadores hermanados por años de disputas constantes de un título que nunca acaba de decantarse por uno u otro de los contrincantes.
A mí no me ha gustado la propuesta de Fassbinder. Desde el comienzo, la intensidad emocional y la calidad lírica de la novela son sustituidos por un planteamiento casi de película porno que, afortunadamente, no llega a materializarse. Con todo, buena parte de la estética de la película, como ya he señalado en el análisis del espacio, sí que obedece a la mitología tópica de un mundo exclusivamente homófilo. Desde los torsos esculpidos hasta las devotas admiraciones silenciosas de los enamorados platónicos –Franco Nero me recuerda a Gustav von Aschenbah, el músico protagonista de Muerte en Venecia, la película de Visconti–, pasando por la vestimenta tipo comunidad gay de San Francisco de Mario, el inspector de policía, quien, sin embargo, poco después, en el decurso de la investigación de la muerte del capataz de Turko, aparece vestido al más puro estilo de la policía de paisano de la Gestapo alemana; o el símbolo fálico de la moto de gran cilindrada, ¡y no hablemos ya de las dos columnas de la muralla, tan explícitas!

En definitiva, todo en la película respira un aire a tópico que desnaturaliza el relato, convierte en pasta de cliché a los personajes y acaba distanciando al espectador. Solo cabe recordar la parodia de Lysiane en la película imitando una canción de cabaret alemán de los años 20, papel muy diferente del que le asigna Genet a la patrona del local y que, en la película, la siempre admirabilísima Jeanne Moureau saca adelante a duras penas. Finalmente, la atrevida identificación de Turko y el hermano de Querelle, que confirma el incesto entre ambos hermanos, peregrina idea que conmociona y estimula eróticamente a Lysiane, hasta el punto de unirse al coro de quienes desean a Querelle, es un añadido que complica en exceso la trama y traiciona la novela de una forma truculenta. Se ahí que una de las escenas finales, con la revelación, a través de las cartas del Tarot, de que Robert no tiene ningún hermano se convierta en un pegote añadido que en nada beneficia a la película, fría como ella sola, a pesar de la intensidad erótica que preside el texto de Genet.