El escultor de su alma. |
Los trabajos del infatigable creador Pío Cid: La última novela de un romántico
regeneracionista suicida.
Ángel Ganivet ha
quedado en nuestra historia literaria como la sombra poco explorada de Miguel de
Unamuno, con quien compartió en Madrid el tiempo de oposiciones a cátedra, en
las que Unamuno sacaría la de griego en Salamanca y Ganivet, tras la derrota, decidiría
enderezar su rumbo profesional hacia la diplomacia. La obra de Ganivet, aunque
estudiada, no me parece que haya sido suficientemente valorada ni divulgada
como lectura clásica, permanente. Hacía siglos profesionales –porque la
esclavitud laboral se mide por siglos- que quería leer Los trabajos del infatigable creador Pío Cid, cuya extensión me
disuadía, ante lo perentorio de otras tareas, y ahora, por fin, he podido
salirme con la mía de leer, sin presiones y con enorme satisfacción la
novela-testamento del contumaz suicida, porque, rescatado de las aguas del Duina,
no dudó a la hora de volverse a lanzar para consumar de todas todas su
aniquilación.
Ignoraba –¿y qué no
ignoro yo…?– que su última novela tuviera tan poderoso acento autobiográfico.
De haberlo sabido, me hubiera operado de algo –¿quién no tiene algo
escacharrado que merezca una piadosa intervención quirúrgica…?– para poder
leerlo en la plácida baja de dicha “operación lectura”. Gracias a una vesícula
arenosa leí durante tres semanas con inefable delectación El plantador de tabaco, de Barth, por ejemplo, cuyo protagonista
Ebenezer Cooke tanto me ha recordado siempre a Ignatius Reilly, sin querer
entrar nunca a averiguar el porqué. Para este método expeditivo se ha de tener,
no obstante, verdadera afición al arte de la medicina y amor a la vida de
hospital, rasgos infrecuentes en nuestra sociedad pero bien arraigados en mí como
excéntrica singularidad.
Leídos los Trabajos… desde el inmediato acto
suicida que siguió a su publicación, el libro adquiere una dimensión que no la
tendría, desde luego, sin él; aunque su lectura sea igualmente interesante por
el afán con que Ganivet desdoblándose en narrador y personaje, quiso hacer algo
así como una narración total de su existencia. Gracias al afán bioenciclopédico
de la novela tenemos un autorretrato amable que pone el acento en la
individualidad sacrosanta de Ganivet como expresión de su estar en el mundo. Su
carácter antisocial, su senequismo de honda raíz española, su carácter
antisistema –cedamos al uso retórico de la vieja actualidad–, podríamos decir,
su metafísica y su política, además de su particular retórica se reúnen en las
páginas de estos trabajos de inequívoca ascendencia cervantina, porque el
título evoca el último libro de Cervantes, los homónimos, y bizantinos, de
Persiles y Sigismunda. Compendio de sí, lo quiso Ganivet, y puro hasta los
tuétanos han salido estos Trabajos…
en los que, con parsimonia galdosiana y amena filosofía propia, Ganivet no solo
se desnuda en sus ideas, sino también en sus actos, porque la aventura amorosa
que vertebra el relato es trasunto de la suya propia. Ganivet ideó un último
volumen de la trilogía de Pío Cid –anterior fue La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pio
Cid–, al que provisionalmente bautizó como El testamento de Pío Cid. Es evidente, pues, que los presentes Trabajos… llevan incluido ese carácter
testamentario, a juzgar por los muchos palos que se tocan en la narración y por
las incontables tomas de posición ante lo real y lo espiritual que adopta Cid
en la narración, un resumen perfecto de las principales convicciones que lo
alimentaron durante su corta vida de 33 años –cinco más de con los que murió Larra,
con quien le une un vínculo romántico e intelectual harto evidente, que acaso merecería
un pormenorizado estudio–, como se solía decir, “a la edad de Jesucristo”. Su
última obra literaria no fue, sin embargo, esta novela, sino el drama místico en
verso titulado El escultor de su alma,
de inequívocas resonancias clásicas.
Como
“canto a sí mismo”, al modo withmaniano, hay mucho de celebración de una idea
de la persona, pero también amarga constatación de sus limitaciones y, sobre
todo, de la insuficiencia de una vida social y política tan atrasada como la
española que él describe. Ganivet, no lo olvidemos, pasó buena parte de su vida
fuera de España, en la Europa que seguía unos derroteros sociales e
intelectuales por los que él transitó sin perder nunca de vista el objeto de
sus trabajos: el amejoramiento de la
vida política y social española. Hay, en la novela, muchas ideas brillantes y
una mezcla originalísima entre Sócrates y Don Quijote, para caracterizar al
protagonista, que nos permite leerla no sólo con interés sino hasta con
entusiasmo: Una vez terminada la carrera
se encerró en el pueblo con sus padres y allí pasó los años vegetando, como
caballero pobre y que se resiste a doblar la raspa; a lo sumo, dedicaría sus
ocios a leer libros y cultivar las musas, pues sólo así se explicaba su vasto y
enmarañado saber. Por otro lado, el de la dialéctica socrática, sostenía
Pío Cid que en una sociedad en que existe
verdadero amor al saber no basta la ciencia oficial, sino que, además de los
sabios de uniforme, debe haber otros que enseñen, aunque sea en camisa, sin
ánimo de lucrarse con lo que dicen, y diciendo muchas cosas que sólo se pueden
decir cuando se hace gustosamente el sacrificio de las propias conveniencias, y
diciéndolas, no a muchos hombres reunidos, que después se van y no vuelven a
acordarse más de lo que oyeron, sino a uno y luego a otros según sus
entendederas, para que se les queden bien grabadas y les sirvan de aguijón que
les arranque de su miserable rutina espiritual. Se nos revela,
curiosamente, una excentricidad de Cid que llama mucho la atención: Una de sus extravagancias consistía en
“cortar el hilo de nuestros discursos soplándonos en la frente”, lo cual
coincide punto por punto con el modo como Fritz Perls, en su estancia en un
monasterio zen respondió al koan que le propuso el maestro. Pero no acaba ahí
el parecido, porque de Cid se nos dice en la novela que la atracción misteriosa que Pío Cid ejercía sobre todo el mundo sólo se
explicaba por la rapidez con que penetraba en lo íntimo del espíritu de los
demás. Cuatro palabras le bastaban para conocer a una persona y para descubrir
el punto vulnerable y dominarla, lo cual es, acaso, el verdadero mérito del
creador de la Gestalt reconocido e forma unánime: la capacidad de penetración
psicológica inmediata.
Está claro que las
narraciones y poemas que se intercalan en la obra, aunque perfectamente exigidos por el desarrollo de los
acontecimientos, responden al ideal del asendereado héroe cervantino. De hecho, una de las sugerencias
más originales del libro es aquella que plantea la actividad de los maestros
como una actividad caballeresca: Suponga
usted, amigo don Cecilio, que todos los maestros de España que se hallan en el
caso de usted [“son muchos los maestros que viven en la miseria”, dice
antes] tuvieran la idea, desesperados ya,
de abandonar los pueblos en que no hacen nada útil, dedicarse a recorrer la
nación y a esparcir a todos los vientos la semilla de la enseñanza. Esto sería
muy español; este profesorado andante haría lo que no ha hecho ni hará jamás el
profesorado estable que tenemos. En nuestro país no se estima ni se respeta a
quien se conoce, por mucho que valga. (…) Bajo nuestro cielo puro y diáfano,
como el de Grecia, gran parte de la vida requiere aire libre y nuestro afán de reglamentarla y meterla bajo techado, lejos
de fortalecerla a va aniquilando poco a poco. A quien, acaso por
equivocación, haya leído las teorías sobre la educación del anarquista usamericano
Paul Goodman –que saca a alumnos y profesores a la calle para educarse en la
realidad, no en un espacio de excepción–, en modo alguno le pueden sonar
extrañas estas palabras de un Ganivet cuya condición de “visionario” se
acrecienta a menudo que el narrador, el propio Ganivet, nos enfrenta con las excentricidades
de su personaje, una creación redonda y atractiva, porque se presenta a sí
mismo como un caso excepcional. Y lo es. Cid tiene recetas para casi todo, y no
pocas de ellas de carácter farmacológico, dada su dedicación a la traducción de
libros técnicos e todas las disciplinas inimaginables, y entre ellas la
medicina, claro. Por este retrato apresurado se puede advertir la semejanza
entre Pío Cid y el barojiano Silvestre Paradox, y hayla, pero muy superficial.
La
novela se nos ofrece un poco al modo plutarquiano del tercer libro de los Moralia o al de las Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres de
Diógenes Laercio. En modo alguno, que quede claro, se trata de una recolección
de máximas o apotegmas que tengan a Cid como protagonista, porque hay una
narración y un conflicto dramático, si bien el tono aparentemente costumbrista
deja paso enseguida a la filosofía de las costumbres y a reflexiones de muy
diversa naturaleza que se uncen al hilo de la historia del infatigable Pío Cid.
Desde
el punto de vista estrictamente biográfico, no puedo por menos que referirme a
un suceso, el de la muerte, con tres meses, de su hija Natalia, que lo
trastorna hasta el punto de desenterrar el cadáver su hija, renunciar a comer carne y, acto
seguido, caer en una crisis existencial hondísima que ni siquiera el nacimiento
inmediatamente posterior de su hijo Ángel Tristán –y repárese en el nombre
premonitorio del propio destino del padre– puede aliviar. La tendencia
depresiva del autor, junto con una endeble alimentación y un consumo masivo de
tabaco actúan como detonantes del estado de desesperación en que se sume. Hay
en los Trabajos…, por cierto, una referencia nada
gratuita a un autor húngaro de nacimiento pero austríaco por su lengua y su
filiación literaria alemana, el romántico Nikolas Lenau.
–Lenau…
¿Conoce usted a este poeta?
–Es un poeta húngaro de
verdadero mérito. He leído algunas poesías suyas, y sé que murió loco a consecuencia
del abuso de tabaco. Bueno es que usted lo sepa, porque está siempre fumando y
escupiendo, y eso no hace ningún bien a la salud.
Recordemos que Ganivet,
infatigable viajero europeo, tenía un conocimiento de primera mano de muchos
autores a los que incluso leía en su lengua original.
La idea fundamental de los Trabajos… es la de la autocreación a la que todos nos hemos de
dedicar, de ahí el título de su última obra: escultores de nosotros mismos
hemos de ser, y ante ese trabajo cede cualquier otro. Podríamos hablar del
individualismo español, como tópico reconocido, pero la creación espiritual de
Ganivet tiene poco que ver con ese genio
y figura con que se confunde por los hispánicos lares la creación del yo,
es decir, una burda caricatura del planteamiento de Ganivet: Hay quien coloca el centro de la vida humana
en el poder exterior, en la riqueza, en un bien convencional. Yo pongo el
centro en el espíritu. ¿Qué soy? Nada. ¿Qué apetezco? Nada. ¿Qué represento?
Nada. ¿Qué poseo? Nada. Ahora estoy en el camino de ser un verdadero hombre,
puesto que si existe mi personalidad sin buscar apoyo fuera de sí, es porque
dentro tiene su fuerza. La construcción espiritual de uno mismo es,
podríamos llamarlo así, un imperativo ético y natural, porque Ganivet no
concibe el pensamiento desligado de la naturaleza, al estilo de Emerson: Para mí, la verdadera civilización es la que
florece en medio de la Naturaleza. (…) El arte original nace siempre al aire
libre, cuando el hombre se remonta a ideas, sin separar los pies del terruño,
ni los ojos de la contemplación de las bellezas naturales. A partir de él,
es evidente que esa construcción adquiere todo su sentido personal y antisocial:
Toda la doctrina de Séneca se condensa en
esta enseñanza: No te dejes vencer por nada extraño a tu espíritu; piensa, en
medio de los accidentes de la vida, que tienes dentro de ti una fuerza madre,
algo fuerte e indestructible, como un eje diamantino, alrededor del cual giran
los hechos mezquinos que forman la trama del diario vivir, porque esa
periferia del espíritu es donde se ahogan los verdaderos esfuerzos de quien
esculpe su alma.
Su oposición a los
imperativos sociales es, así pues, fundamento del yo ganivetiano: Deje usted fuera la sociedad –dijo Pío Cid–;
yo no le doy ninguna importancia, y tengo la costumbre de arreglar mi vida, no
como la sociedad lo dispone, sino como yo quiero. Para mí la ciencia primera y fundamental de un hombre es la de saber
vivir con dignidad, eso es, ser independiente y dueño e sí mismo y poder hacer
su santa voluntad sin darle cuenta a nadie. Algo que, de otra manera,
sostuvo en El porvenir de España, que,
junto con Idearium español,
constituyen dos obras que, ¡así es nuestro país!, aún se leen con plena
vigencia: [En la época de los Fueros estuvo a punto España de lograr su ideal
jurídico]: que todos los españoles
llevasen en el bolsillo una carta foral con un solo artículo, redactado en
estos términos breves, claros y contundentes: “Este español está autorizado
para hacer lo que le dé la gana”.
Como al personaje lo
convencen –dada su valía– para que se “meta a político” e inicie, por
consiguiente, un viaje por su circunscripción electoral para recabar los votos
oportunos que lo saquen diputado –el cuarto de los seis trabajos que se recogen
en la obra–, la novela nos ofrece un visión del estado de la política poco
antes de la pérdida de las colonias como lo que era: un marasmo finisecular en
el que florecieron escritores noventayochistas, entre los que se ha de
considerar a Ganivet, por supuesto, aunque cuando se escribe la nómina de la generación
suele obviársele. Su visión de nuestro país la declaró más por extenso en los
dos ensayos citados: El porvenir de
España e Idearium español, pero
la novela nos ofrece, en carne viva, un retazo patético de la podrida vida política
de la Restauración, a la que ha acabado pareciéndose tanto, con aquella
alternancia, la presente de la restauración de la democracia mediante la
Transición: En nuestro amado país –dijo
Pío Cid– todos los centros gubernativos debían llevar una partícula negativa.
Tendríamos Ministerio de la Desgobernación y de la Desgracia, de la Sinhacienda
y de la Sinmarina, y así por el estilo. Lo
único que hoy tenemos en España es ignorancia y orgullo, no se puede pedir más
perfecta representación de lo que somos. Ese orgullo es bueno; algún día vendrá
el saber, y todo se andará. Nosotros no conocemos más que dos orgullos: el
aristocrático y el militar. El día que tengamos el orgullo intelectual,
podremos aspirar a algo. Y hasta tercia, Ganivet, en el candente problema
de la reforma constitucional:
-¿Cree
usted que las instituciones actuales son una solución definitiva de nuestra
organización política general, y que se ha cerrado ya el período constituyente
y que no se debe tocar en adelante a la leyes fundamentales del Estado?
-¿Cómo he de creer yo
semejante desatino? –contestó Pìo Cid, casi indignado.
Contra esa
caótica acción institucional, contra ese desgobierno constante y contumaz,
Ganivet defiende la revolución individual, porque asumir la individualidad que
participa, desde ella, en el bien común es a lo mejor a lo que puede aspirar la
patria: Yo creo que enseñar vale más que
gobernar, y que el verdadero hombre de Estado no es el que da leyes, que no
sirven para nada, sino el que se esfuerza por levantar la condición del hombre.
Quienquiera que haga de un tonto un discreto, de un haragán un trabajador, de
un tunante un hombre de bien, ha hecho, él solo, más que diez generaciones de
hombres políticos, de esos que se contentan con ver funcionar por fuera el
mecanismo de las instituciones. Y ello, en un momento dado de la novela,
después de haber recorrido la miseria y la casi esclavitud de las gentes del
campo andaluz, le lleva a planteamientos cuya radicalidad no necesita
comentario ninguno: La propiedad, lejos
de ser un estímulo, es la expresión de la fuerza que domina hoy con no menos
suavidad que la de las armas. El arte de trabajar no tiene nada que ver con el
de enriquecerse; el que aprende a trabajar ha aprendido a ser eternamente
pobre; para ser rico hay que aprender a explotar a los que trabajan; para ser
millonario hay que saber engañar a los explotadores. Cosificados, pues, por
una estructura de explotación masiva, toda la novela, como la obra en general de
Ganivet, es un grito de defensa de la radical individualidad que lo animó y que
habría, según él, de animarnos a todos, porque: qué culpa tengo yo de que la mayor parte de los hombres sean como las
mercancías que van de un punto a otro, que para que lleguen a su destino hay
que pegarles una etiqueta? Yo, malo o bueno, me tengo por hombre, y no tolero
que me facture nadie. Al fin y al cabo, esa insobornable fidelidad a uno
mismo es lo único que puede justificar nuestra existencia: Cada cual debe ser por fuera lo que es por dentro; el que se retoca
para no parecer lo que es, da mala idea de sí mismo, puesto que él mismo
empieza por despreciarse.
Es
evidente que los recursos estilísticos no le quitaban el sueño al autor, pero
no lo es menos que en el trabajo dedicado a la política hay una recreación del
lenguaje popular de los agricultores analfabetos muy digno de nota. Así mismo,
no son pocas las expresiones de corte nítidamente granadino que se intercalan
en el texto, confirmando esa característica tan propia de los noventayochistas:
la recuperación de los usos lingüísticos propios del pueblo como señal de
identidad nacional. Desde esta perspectiva, añado, a modo de apéndice (no
extirpable) esta suma de expresiones que harán las delicias de los
filofilólogos:
La costumbre que hay de que las
patronas sueltas tengan algún requeleque.
[Localismo granadino. Aparece en la pág.271 de Entre Beiro y Dauro, de Antonio Joaquín Afán de Ribera: ¿La planchadorcilla tendrá su requeleque
como todas? Algún novio artesonado, que luego le cuente con el palo las
costillas. Estas casas de tiritaña
parecen hechas con papel mascado: Tela endeble de seda; cosa de poca sustancia
o entidad. Echó una alforza
monumental: costurón, cicatriz, grieta. Usado para nombrar lo que se deja de
contar, para hacer una elipsis narrativa. Una mujer gatera: Placera, especialmente la que vende verduras (verdulera,
pues, con el sentido peyorativo por delante). Entelerido: Sobrecogido de frío o pavor. Poner en lo ancho de la calle: Juramento que se pronuncia haciendo
una cruz con los dedos pulgar e índice. ¡Por éstas, que me las tienes que
pagar! Piedra javaluna: caliza negra
veteada de blanco. Andar a gascas:
andar a gatas. Estar alguien de media
anqueta: Estar mal sentado o sentado a medias. Venir con dolamas: enfermedades propias y ocultas de las
caballerías. Y cruz y luz: Y sanseacabó.
Estar en las guías: estar muy
delgado. Se pintaba sola para meter la peste en un cañuto.
Cierro, sin embargo, con dos
citas de la novela cuyo carácter premonitorio sume al lector en el ámbito
insondable de lo ineluctable:
El egoísmo amoroso es el más violento de todos los egoísmos.
No tengo interés por estar aquí ni en ninguna parte del mundo. Todo me
parece lo mismo y en todas partes me encuentro como el pez en el agua…, en agua
sucia, se entiende.