El discurso político como exigencia cívica del aquí y ahora.
Los lectores más o menos asiduos de estas páginas habrán de disculpar al Artista Desencajado, hoy metido a émulo de político, por estas reflexiones ladrilláceas que pretendieron en su momento influir en alguien con "mando en plaza" y que sufrieron el desdén habitual para con quienes se atreven a pensar desde la independencia individual y rechazan el totemismo grupal. Ustedes disculpen.
La dictadura del titular vs. las corrientes
de fondo.
Hay en la
política española, a cualquier nivel, desde los ayuntamientos hasta las
comunidades autónomas, pasando por el gobierno central, un hábito que ha
sustituido la auténtica praxis política: la dependencia de lo inmediato, lo que
podríamos llamar la “dictadura del titular”. En nuestros días cabe hablar
también de la presión del twitter, como variante de lo anterior, pero el
prestigio de la empresa periodística, aunque socavado por la circulación de
noticias y rumores en la red, aún permite marcar las diferencias. Vivir
dependiendo de la ”ultimísima declaración”, de la última “imputación”, del
último y cada vez más llamativo titular, ya a favor ya en contra de la marca* política, ha conseguido eliminar
del retrato del político su capacidad teleológica, antaño considerada una de
sus principales cualidades: el político ha de saber hacia dónde va un país,
cuál es el horizonte hacia el que se propone que se dirija una sociedad; ha de
prever, incluso, cuáles son los riesgos a los que esa sociedad está expuesta
para hacerles frente con la determinación y los recursos adecuados. Para
cualquier votante de izquierda, la dialéctica del regate corto de la
descalificación, un juego diabólico en el que sólo la derecha parece no sólo
que se mueva en su medio habitual, sino que, además, sea la única que saca
provecho electoral, resulta deprimente, y menoscaba la confianza en los
dirigentes que la practican. Es decir, la política del “dales caña”, cuyo
desafortunado apogeo es el dilema falso del “o nosotros o el franquismo”, se ha
convertido en un factor disuasorio del ejercicio del derecho a voto. No hemos
de olvidar que los votantes de izquierda “siempre” somos más exigentes que los
de la derecha, quienes “cierran filas” en torno a sus anacrónicos pero
poderosos valores sin casi discrepancias, como demostró Lakoff en un libro de
lectura obligada para cualquier militante de izquierda. En resumen, que
orientar la acción política en función de “lo ultimísimo”, del si me han dicho
esto yo les digo lo otro, si me dicen que soy así, les digo que son ansá..., es
una causa eficiente de la famosa desafección, sobre la que ya diremos algo más
adelante en otros apartados de estas reflexiones.
*En
consonancia con los tiempos de “mercados” que vivimos, se ha extendido
el uso, sobre todo a partir de aquel famoso programa de actuaciones sociales y
políticas que se elevó al rey Juan Carlos para favorecer el desarrollo del
país, de hablar de España como si fuera una empresa comercial: la marca España, expresión que oímos
con mucha frecuencia; y a buen seguro que hay negociantes que buscan la
reputación de un aval para ampararse en él y poder realizar sus lucrativos
negocios. La propuesta de marca se ha convertido, sin embargo, en una visión
unidimensional del país como una mera marca comercial a la que se “daña” o de
la que “se extrae un beneficio”, dejando de lado que España significa, ante
todas las cosas, la unión política de ciudadanos libres que, en términos
generales, ejercen, con total garantía, sus derechos básicos y cumplen con sus
deberes ciudadanos. A lo que voy es a que esa perversión conceptual se ha
extendido a los partidos políticos y ha derivado en una visión
“mercantil” de los mismos, lo que conduce a los votantes a considerarlos como
empresas de negocios orientadas, como no puede ser de otra manera, a la
captación de sus clientes, que son los votantes. Ahí está Cayo Lara, como
ejemplo, insistiendo ante las díscolas bases que la decisión de permitir que
gobierne el PP en Extremadura “daña la marca IU” de manera acaso irremediable
para su credibilidad como bastión contra la derecha (pues así de megalómanos se
presentan a los electores).
La devoción fanática a la estadística
Esta nueva
beatería se nos presenta como un culto que ha entronizado un cauce de
prospección de la opinión popular como el único posible para saber qué piensan
los votantes, y ello a pesar no sólo de la imperfección radical del método,
sino de los reiterados fracasos del procedimiento, como se ha puesto de
manifiesto una y otra vez, sin que ello, al parecer, haya sido motivo
suficiente para cambiar de culto y buscar “dioses” más favorables que auxilien
a quienes han de tomar decisiones. De hecho, como puso de manifiesto Haro
Tecglen en un famoso artículo en El País,
lo que se ha perdido es el político intuitivo que sabía tomar el “pulso de la
calle” desde la experiencia personal del contacto directo con ese “hombre de la
calle” con valor representativo, contacto que le permitía a dicho político
intuitivo saber cuáles eran las necesidades y por dónde soplaba el viento de
las aspiraciones de la sociedad a la que representa. Quizá buena parte de la
desorientación de los políticos actuales provengan del distanciamiento que sus
responsabilidades han propiciado. Ello ha conducido a que tanto desde la
izquierda como desde la derecha se practique una suerte de despotismo ilustrado
(“solo nosotros sabemos lo que le conviene al país y lo vamos a llevar a la
práctica, cueste lo que cueste”) que ha alejado a la “clase política” de los
ciudadanos. El críptico mensaje de Felipe González en su última reelección, “he
entendido el mensaje” se quedó en eso, en críptica e insignificante frase
afortunada, algo que ha ocurrido con buena parte de los retruécanos a que tan
aficionado ha sido el anterior Presidente de Gobierno, como el famoso: “Las
palabras han de estar al servicio de la política y no la política al servicio
de las palabras», las apostillas al cual
me ahorro para no hacer leña… De hecho, todos los mensajes de los que te he
hecho destinatario, Miquel, estaban, como el presente, elaborado desde esa
perspectiva del “hombre de la calle”, del ciudadano “de a pie”, sin vínculos de
partido –lo que no quiere decir desentendido de ellos, claro está–, pero muy vinculado
a lo real del día a día y, a su manera, también a las posibilidades del
devenir. La revolución de la información ha complicado sobremanera el ejercicio
de la acción política, estoy de acuerdo, y en el hecho de saber discriminar el
grano de la paja de cuanto se oye, lee o ve se juegan no pocos resultados
electorales. La fe en la estadística es directamente proporcional al grado de
reclusión, de aislamiento, de quienes ejercen el poder, su única ventana
abierta al pueblo al que gobiernan, pero lo que se cuela por ella son los humazos
de la fritanga, del cocinado de las mismas, no las manifestaciones genuinas de
ese pueblo. La imagen de político trabajador, tenaz, workholic, prisionero del despacho –como la que se quiso transmitir
para “prestigiar” la figura de Montilla–, no sólo no compensa la ausencia de
aquel contacto, sino que se vuelve contra el así ensalzado mediante el recurso al
eficaz “síndrome de la Moncloa”. En la perspectiva catalana, hemos de recordar
que Pujol cimentó sus mayorías en un “pateado” del territorio desde el primero
hasta el último día de sus mandatos. Desde la izquierda llamamos a eso
“populismo”, desde el pueblo llano lo llaman “preocupación por sus problemas;
desde la derecha “trabajarse el voto”.
Derechos vs. Deberes
La insistencia
en los derechos y las políticas de derechos sin el platillo equilibrador de los
deberes ha extendido en la sociedad la idea nada edificante de que la
satisfacción de nuestras necesidades individuales o familiares no son algo de
nuestra casi exclusiva responsabilidad sino un servicio “obligatorio” del ahora
jibarizado “estado del bienestar”. Pongamos como ejemplo la perversión
académica: “son los profesores quienes me han de aprobar, no yo quien esté
obligado a estudiar”. Puede parecer una parodia, una treta de argumentador
demagógico, pero es una realidad de tomo y lomo. En el otro platillo de
esa balanza grotesca de los efectos de
tal política unidireccional podemos poner el caso del paciente que hace responsable
al médico que lo atiende de lo que le
pasa y a quien le exige explicaciones, a veces con violencia de por medio, como
se publica a menudo en la prensa. Un ejemplo que se llevó la palma fue, ¡lamentablemente!, el anuncio de Rubalcaba
sobre el MIR de los futuros profesores. ¿De verdad creía Rubalcaba que los
profesores son el “problema” de la enseñanza? Esa tarjeta de presentación le pasó,
entre otras, una factura electoral por todos sabida y padecida, y ello por el
hecho de no haberse atrevido a hacer una auténtica política-verité, podríamos
decir, en clave fílmica, de llamar a las cosas por su nombre y de plantarle a
cada uno ante sus narices sus incumplimientos sociales. La extensión de la
educación obligatoria hasta los 16 años se “vendió” como un derecho. El
resultado final ha sido el hundimiento estrepitoso de la enseñanza pública,
donde se concentran, ¡qué curioso!, los profesionales más cualificados.
Cataluña
Todo por la patria
Mientras que a nivel nacional español el retruécano de “no
te preguntes qué puede hacer tu país por ti…” tiene un sentido evidente, que
enlazaría con la reflexión sobre los derechos vs. los deberes, en Cataluña,
donde es bandera de CiU –de ahí, quizás,
la mercadotécnica intención de kennedyficar a Mas, a quien no le falta, eso sí,
la estupenda “mandíbula de Yale” de la que hablaba Tom Wolfe (si bien su otro
yo es un referente fílmico: el demediado Lord Farquaad de Shrek)– es imprescindible
cambiar la óptica para poner la política al servicio de los catalanes en vez de
al de un concepto de patria secuestrado por la casposa derecha nacionalista, la
que aún cree en la autarquía franquista como método para no “contaminarse” por
los “agentes provocadores” del exterior, a juzgar por las declaraciones
miccionadoras del ínclito Carod o los ataques al vino de rioja del peregrino
consejero de campo y playa del gobierno
de “los mejores”. Algo está fuera de toda duda: el socialismo catalán ha sido
incapaz de inscribir en el imaginario popular una Cataluña diferente de la
creada por CiU y el soberanismo secesionista en general. En vez de alimentarse
para ello en el presente, tratando de perfilar el retrato de la verdadera
Cataluña a la que ha dicho reiteradas veces que representa como nadie, ha
mirado siempre hacia la idealización del pasado y ha hecho de su proyecto justo
lo contrario de lo que decía representar: ahí están, por ejemplo, las
vergonzosas políticas lingüísticas a remolque del ideario soberanista, por
ejemplo, entre otros ejemplos.. De todo ello se derivan no pocas discordancias
que han llevado a muchos electores desamparados por el relato soberanista del
país, encarnado por el PSC, a buscar cobijo “narrativo” en la Cataluña española
de Ciudadanos.
La divinización
del “país” y el abandono de los “paisanos” a quienes se les quiere imponer a
toda costa lo que los modernos denominan, siguiendo a Bajtin y Ricoeur, el
“relato” nacionalista, es una de las previsibles causas del descenso de apoyo
para el psC, que ha abandonado casi
por completo la defensa del carácter catalanoespañol del PSC, tratando de
reafirmar un relato que ya tiene
narradores que no se empachan a la hora de cubrir, con la estéril arena de la
demagogia, todos los campos de la realidad.
Disfrute Vs. Usufructo, del poder
La prepotencia
en el “disfrute” del poder frente a la austeridad y la cercanía al ciudadano
que ha de conllevar el usufructo del mismo ha marcado un alejamiento entre representantes y representados que ha acabado
cuajando en un movimiento radical cuya premisa es “no nos representan”, una
afirmación que muy probablemente compartan el 40% de los catalanes que ni se
aproximan a un colegio electoral a depositar el voto. Y no hablemos del ¡52%!
que desautorizó silenciosamente el polémico Estatut del imposible Estado. Algo
habrá tenido que ver –la percepción popular tiene un entrenamiento de siglos
para esas detecciones– el hecho significativo de las “prebendas” sociales de
que disfrutan los políticos y, sobre todo, la olímpica lejanía de sus
representados en que suelen vivir, siempre rodeados de guardaespaldas, siempre
relacionándose con la “high society” y en rarísimas ocasiones con el pueblo
llano, quien, con razón, teme su cercanía, porque entiende que se aproximan
elecciones; como cuando Hereu, que decretó el monolingüismo municipal, contra
toda norma legal y lógica, se descolgó con una cartita bilingüe en la
proximidad inmediata de su descalabro. Cuántos no hicieron trizas el infame
papelucho pedigüeño con el excelente
argumentario popular: ¡A buenas horas, mangas verdes!
PSC-PSOE; PSC-psoe; PSC; psC…
Si antes me refería a que ha faltado plasmar ideológicamente
la concepción de una Cataluña que sea espejo de su presente para poder
enfrentarse al relato soberanista del catalanismo, no menos urgente es aclarar
la propia identidad como partido, antes de poder tener credibilidad suficiente
ante la sociedad. Domina en el socialismo catalán el tactismo identitario sobre
todas las cosas: ahora me interesa refugiarme bajo el paraguas del PSOE, para
las generales, ahora me interesa destacar mi autonomía fundacional, para las
autonómicas. Para bien o para mal, ha de quedar muy claro el vínculo “familiar”
ideológico. No puede ser que ciertos planteamientos del psC los votantes los vean como
criptoconvergentes antes que como socialistas, porque de ahí deriva incluso la
terminología del “ala catalanista”, del partido, como si la otra ala fuera
“españolista”, casi propiamente cercana a los postulados del PP. Esta es una
confusión que los partidos nacionalistas explotan con sorprendentes beneficios,
pasando incluso por encima de las convicciones socialistas (o
pseudosocialistas) de quienes, puestos en el brete de escoger, anteponen como
Sobrequés o Mascarell, la posible gloria de la patria al bienestar de los
ciudadanos. Si Larra escribía acerca de ¿Quién
es el público y dónde se encuentra?, el psC bien podría preguntarse, con él, ¿quiénes son mis votantes y
dónde se encuentran? Una vez formulada la pregunta, bien pudiera darse el caso
de que la respuesta chocara frontalmente con ciertos planteamientos del partido
y que ese choque sea la explicación de los últimos resultados. Incluso en los
tiempos en que era votante fidelísimo del PSC-PSOE (y me da legitimidad para
hablar desde esa condición el haber soportado un diluvio en un acto electoral
en el Parque de la Ciutadellla, con Raimon Obiols de candidato, sin moverme de
mi asiento hasta que se clausuró el acto, del que casi hube de salir a nado…)
intuía ya que la política del entonces PSC-PSOE era deliberadamente “perdedora”,
que perdían ex profeso para permitir que CiU fuera conformando la Cataluña que
ellos, si ganaran, con la base electoral que tenían, no podrían permitirse el
lujo de construir, porque habrían de acercarse a las necesidades de esas bases;
hoy, después de los dos tripartitos, ha quedado definitivamente claro que no
andaba yo errado, porque, instalado el partido en el poder, no han hecho sino
intentar pasar por la derecha nacionalista a los gobiernos de CiU para
asegurarse una larga vida en el disfrute del poder. El proceso se nos presenta
como lo propio de un delirio ideológico digno de estudiarse en manuales de
ciencia política. Anda el psC
revuelto y dividido en este asunto de “sacar pecho” identitario frente al PSOE,
pero lo cierto es que cuantos más pasos se han dado en la dirección de alejarse
del PSOE, más se ha alejado el psC de los electores y mayor ha sido su
decadencia electoral. Después del ridículo de un Montilla prosopopeyescamente
hipernacionalista para revestirse de una dignidad a la altura del cargo, sin
saber que son las personas las que dignifican los cargos, no al revés, la
necesidad urgente de hallar no sólo al electorado propio, sino también de
retenerlo, ha de llevar al psC a
valorar con mucho mimo todo lo que pueden perder, y, con ellos, la sociedad
catalana, en términos de pluralidad y de paz social.
Valores
Se han de revisar a fondo los llamados valores de izquierda,
porque se ha confundido a veces el estado del bienestar con el subsidio de la
ignorancia y de la pereza que, envalentonadas, han acabado exigiendo sus
hipotéticos derechos poco menos que incluso a un tren de vida que va más allá
no sólo de a lo que les acreditan sus biografías, sino de lo que el propio
Estado puede sufragar. Valores como el igualitarismo a ultranza han sido
confundidos de arriba abajo y concebidos como una castración del tejido social:
al que destaque, a segarle la hierba; en vez de allanarle el camino para que
sus habilidades repercutan, después, en el cuerpo social. Se han dado
innumerables muestra de ese igualitarismo mal entendido; pero lo que queda, al
final, es que, a pesar de hacer la loa de la excelencia, lo que se ha premiado
es, sobre todo, evitar que haya quienes destaquen, para no “menoscabar” la
autoestima de quienes fracasan, como en el sistema educativo, donde se da la
monstruosa paradoja de quienes renuncian a sacar buenas notas para no ser
anatematizados por los líderes ignorantes del grupo. El desprestigio del saber
y del hacer bien las cosas se ha ido
instalando en la sociedad gracias a la insistencia en ciertos valores mal
entendidos, como digo. Lo importante es la igualdad de oportunidades, eso es lo
auténticamente socialista, no el igualitarismo que sólo consigue el desinterés
de los más capaces.
Repensar el
concepto de ayuda social para establecer un doble sistema: ayudas de
solidaridad para los desfavorecidos, por un lado, y ayudas sociales en función
¡siempre! del nivel de renta, nunca con carácter universal.
El pago simbólico de ciertos servicios públicos
para crear la conciencia social de que no se puede abusar de esas inversiones
no directamente productivas en el corto plazo: léase la escuela, léase la
sanidad. Es más progresista un buen
sistema de becas que un regalo que, como tal, muchas veces ni se aprecia ni se
usa debidamente. En el ámbito de la educación se aprecia claramente lo que
significa esa mentalidad: a la que pueden, los usuarios prefieren pagarse una
privada concertada, porque entienden claramente que aumenta su estatus. El
reverso de esa situación es que si se les hiciera pagar una cantidad simbólica,
pongamos 500 euros por curso, el aprecio que dispensarían a la educación
pública sería muy diferente, del mismo modo que cambiaría su control sobre los
hijos: hecha una inversión, se pueden exigir resultados. Sin inversión, ¿qué
más da lo que haga o deje de hacer el alumno?
Así mismo, el partido ha de cambiar su concepción
centralista y estatista de la vida como la del Gran Padrecito que se encarga de
la vida de todos sus “súbditos”; ha de procurar cambiar la mentalidad “filial” del
ciudadano dispuesto a esperar que el Estado le arregle la vida, que se encargue
de él, como han puesto de manifiesto algunas pueriles reivindicaciones de los
jóvenes movilizados el 15-M. Se ha de fomentar la autonomía individual, la
propia responsabilidad, etc.; contribuir eficazmente al aumento de creación de
riqueza, es decir, captación, por esa vía, de mayores recursos públicos.
Al servicio de los
ciudadanos
La vida individual de las
personas no pueden ni deben depender de quién gobierne en las instituciones,
pero es imprescindible que se sepa. –con actos– que una fuerza política como el
PSC-PSOE sí apoya a los ciudadanos material e incluso estratégicamente, para
que puedan cumplir su proyecto vital. El reparto de la riqueza no puede
llevarse a cabo con medidas electoralistas como la del “cheque-bebé”
improvisada por Zapatero, sino en el marco de unas ideas básicas sobre quiénes
han de recibir ayudas, de qué monto, en qué circunstancias de la vida y con qué
finalidad, y, a ser posible, con carácter permanente, que no cambien con la
llegada al poder de otras fuerzas de signo ideológico contrario. El cuidado de
los hijos, el de los ancianos, la conciliación de la vida profesional y
familiar, las becas, etc., no pueden depender de cambios de partido en el
poder. La idea de que todos seamos iguales lleva al corolario absurdo de que
aquel cheque-bebé cayera en manos de quienes, como el Príncipe Felipe y su
señora, podían prescindir perfectamente de dicha ayuda. La falta de un criterio
progresista en la aportación a las arcas públicas ha de corregirse
urgentemente, porque es en estas medidas en las que la sociedad identifica
mejor a quienes representan a unos y otros.
La vida del partido.
Dado el alto nivel de mercantilización en el que se han
sumergido los partidos, “marca” incluida”, se ha de reconsiderar no sólo la
política de campañas informativas desde el Poder local, estatal o autonómico,
sino también la política publicitaria de las campañas electorales: el mejor
anuncio es un militante entregado que tenga voz y voto, permanentemente, en la
vida diaria del partido, desde cerca, no como mero peón caminero y fuerza de
trabajo electoral barata. Al tiempo que la vida de agrupación languidece, el
abstencionismo crece. Fomentar la participación política supone captar a los
simpatizantes y darles “cancha” en el sentido de garantizarles que podrán ser
oídos respetuosamente en los órganos de actividad del partido, desde las
agrupaciones de barrio hasta donde ellos, con sus propuestas y razonamientos
sean capaces de llegar (a tal efecto no cabe desdeñar 70% de abstención que se
produjo entre la militancia que estaba llamada a participar en las primarias a
la alcaldía, porque es una señal que ha de saber leerse, para sacar las
conclusiones adecuadas). En este país nuestro de tertulia política de bar, sin compromiso, debería un
partido político ser capaz de ofrecer un cauce que mengüe esa falta de inquietud. Se trata de reunir a
personas en principio afines por sensibilidad social para compartir después,
llegado el caso, otros compromisos. En el paraíso del individualismo, lograr
que el compromiso se racionalice sería un gran avance. No se necesitan
militantes “a lo madre de Calcuta”, superabnegados, hipermotivados, porque ese
mismo entusiasmo acaba descalificándolos socialmente por exceso de parcialidad;
sino militantes que se encarguen de labores a su alcance, compatibles con sus
proyectos individuales de vida, y, sobre todo, que puedan cumplirlas con plena
eficacia. Para que un partido sea una herramienta viva ha de mantener un debate
constante, del mismo modo que ha de preservar consensos básicos inviolables. Lo
antiguo son los personalismos de las baronías, que exhalan un tufillo a
oligarquía caciquil que mata.
El botijo y el pañuelo anudado en la cabeza.
La hipérbole de Guerra en el primer gobierno de Felipe
González daba a entender con toda claridad la ética socialista: la austeridad
como forma de vida. La virtud del ejemplo también ha de llevar a identificar a
quienes defienden una ideología como la socialista. No es posible que se acabe
abonando el tópico del “todos los políticos son iguales”, porque ello redunda
en el alejamiento del que ya hemos hablado. Recientemente, hemos tenido la
ocasión de contemplar la boda del señor
Collboni como un espectáculo mediático que ha “chirriado” a muchos votantes
socialistas que no creen que sus representantes hayan de moverse en esos mundos
de la alienación programada como pez en el agua. Es difícil escaparse de la
circunstancia individual de cada cual, pero parece evidente que la identificación
social de un “socialista” ha de ser inequívoca. Los electores han de estar
convencidos de que un Millet es imposible entre sus militantes, por más que
luego la realidad pueda desmentirlo, pero lo que no puede ocurrir es que caigan
los socialistas dentro del “ya se sabe: todos son iguales”, porque ese es el
fundamento de la desafección. El partido
ha de atarearse en la desmitificación del triunfo social basado en la banalidad
y la explotación de las “bajas” pasiones; distinguir entre “fama” o “famoseo” y
reputación; destacar los valores sólidos del trabajo bien hecho frente a la
chapucería; reivindicar, en consecuencia, la tradición ilustrada que ha
permitido el desarrollo de tantas ciencias y disciplinas con un nivel de
exigencia que veda el paso a quienes no los cumplan. Es decir, frente al ideal
del contertulio, que sabe de todo y por
ende de nada, el del investigador que “domina” determinada parcela del
conocimiento, y lo hace gracias a un trabajo hercúleo. Por otro lado, el
partido ha de aplicarse en la modificación, siquiera sea conceptualmente, de la
jerarquía del éxito social, y no establecerla en función de la ganancia
económica, sino de la dimensión social positiva, de modo que puedan congeniarse
los intereses individuales y los sociales. Un bróker es, desde este punto de
vista, justo lo contrario de un emprendedor a cualquier nivel que se plantee la
iniciativa, siempre y cuando parte de ella revierta en el bienestar social.