De El valle de
Salinas a Al este del Edén: reflexiones
del albañil.
El género de los diarios, en paralelo
a la autobiografía y la autoficción, va cobrando una importancia cada vez
mayor, y es posible que, dentro de poco, forme parte del mainstream de los hábitos lectores de nuestro país. Dentro del
género de los diarios hay un subgénero muy interesante, el de los escritores
que deciden abrir uno y llevarlo mientras dure el proceso de creación de una
novela que les parece especialmente importante o singular en su carrera. Este
es el caso que nos ocupa. Quizás no sea la novela más leída de su autor, sobre
todo después de la magnífica adaptación cinematográfica que hizo Elia Kazan,
amigo personal del autor, pero sí la que Steinbeck consideró su obra máxima. Yo
no la he leído, pero después de asistir al proceso de gestación de la novela a
través de este Diario no creo que tarde en comprobar si la complejidad de la
gestación se compadece con los resultados o si muere de ambición, porque eso es
lo que destacó de ella Harold Bloom cuando la leyó aún en borrador, que era una
obra muy ambiciosa, juicio compasivo del que no se apeó, cuando prefirió De ratones y hombres a la obra de la que
hablamos, en su Novela y novelistas: el
canon de la novela. Le ha pasado a Steinbeck como a Cervantes y tantos
otros escritores, las preferencias lectoras divergen de la estimación del
creador. Nadie se refiere a Steinbeck como el creador de Al este del Edén, sino como el autor de La perla o, si acaso, de Las
uvas de la ira (con otra adaptación cinematográfica memorable, aunque,
seamos cinematográficamente incorrectos, muy por debajo de Tobacco Road, del mismo Ford, como si aquella hubiera sido un
ejercicio de estilo para rodar ésta); del mismo modo que Cervantes no es el
autor de Los Trabajos de Persiles y
Sigismunda. Historia setentrional, sino el del Quijote.
Para cualquier lector, más allá de lo
literario propiamente dicho, hay en este Diario
de una novela un aliento autobiográfico que atiende a las cosas menudas, a
la cotidianeidad, y cuyo interés no decae a lo largo de la obra, porque, como
dice Steinbeck: Lo que destroza a un
hombre son las cosas insignificantes que trae el día a día: las facturas, los
teléfonos (que siempre se están equivocando de numero), el pie de atleta, las
malas hierba, el constipado común, el aburrimiento. Todas son el paradigma de
lo negativo, de las pequeñas frustraciones constantes, y nadie sale más
fortalecido de ellas. Ver al autor enfrentarse a esas cosas insignificantes,
y verlo en su día a día, de los que levanta acta con espíritu casi notarial, no
exento de excelente humor (a veces de
perros), es una auténtico goce lector. No aparece por ningún lado ese
pedestal al que se sube en este país cualquier escritorzucho del tres al
cuarto, con una falsa solemnidad ridícula que mete espanto, sino un autor a pie
de obra que lucha contra una proyecto cuya construcción se le resiste y que culminará
aunque haya empleado un año en esa creación y a pesar de la posibilidad real de
que el libro no llegara a publicarse, dadas las implicaciones autobiográficas
que tiene y la pasión con que vive el tema central de la novela: la
imposibilidad de escindir el bien y el mal, su dramática complementariedad en
cada individuo, en cada sociedad, inspirada en el relato fundacional de Caín y
Abel, de ahí el título.
Entremos en detalles. Éste del título
es el primero que llama la atención. La novela, inicialmente, la titula
Steinbeck El valle de Salinas, tras
confesar que lo de poner títulos no es su fuerte. Cuando le convencen de que es
demasiado “localista”, elimina la localización y lo deja en Mi valle, hasta que le asalta el temor
de que la asocien con ¡Qué verde era mi
valle! y renuncia. Más tarde se le ocurre otro título del que él mismo reniega:
La verdad es que no se me da muy bien
esto de poner nombres, no acabo de acertar nunca. La llamaría El valle
hacia el mar, que aunque no tiene nada
que ver con nada, incluye dos palabras que me gustan, y además, implica una
dirección. Copiando la historia bíblica le asaltó la convicción, al verla
escrita, de que aquella parte del
versículo que copiaba, Al este del Edén,
sería el título definitivo de la obra, y así fue como se llegó a él. Otro aspecto
biográfico que sorprende en el libro es la vocación inventora del autor, que se
precia de inventos para los que reclama un crédito que nadie parece otorgarle,
como el del pisapapeles para mesas inclinadas, por ejemplo. Esta faceta
inventora tiene que ver con su pasión por los trabajos manuales, para los que,
al parecer, estaba más que dotado. Lamentable efecto de esos esfuerzos es el
corte que se hace en un dedo y que le molesta a la hora de escribir, como el
callo que le sale en otro y que decide limar con papel de lija para ahorrase
algo de sufrimiento. El corte lo “sutura” con laca para uñas, creando una
película protectora que se endurece y que le permite seguir trabajando, aunque
no le ahorre el dolor correspondiente, si bien, al final, ha de inventarse una
caperuza de plástico que, a pesar de la presión dolorosa, le permite seguir
escribiendo. Su costumbre de escribir con lápices de todas las durezas y
blanduras imaginables, y que compra por docenas, aparece a menudo en el diario
como una seria preocupación: si el lápiz es blando y él se levanta de mal humor
o está tenso, no hay mina que se le resista; por el contrario, si el lápiz es
muy duro, puede acabar rompiendo las hojas de la libreta, regalada por el
editor, donde escribe, por un lado la novela y por el otro el diario, ambos a
una sola cara, avanzando hacia el encuentro. Saber que el destinatario del
diario forma parte principal del libro nos permite observar las complejas
relaciones entre autor y editor que tan escasas son en nuestros lares: no es
frecuente que nuestros escritorzuchos admitan cambios que mejoren la obra; y el
orgullo autoral se cifra en que no les cambien ni las erratas evidentes o los
solecismos recurrentes. Steinbeck, por el contrario, siempre anda buscando
lectores de cuya lectura no profesional pueda sacar conclusiones para cambiar
cuanto no “funcione” en la novela, aunque él es consciente de que ciertas
partes, por “exigencias del guión”, han de ser como son para justificar lo que
siga a continuación. A nuestros escritores les llamará la atención la
costumbre, muy americana, de medir la extensión de los textos por palabras, no
por folios, y la conciencia viva,
adquirida en la escuela, de medir con exactitud a través de ellas. De hecho, el
autor fija un cupo diario de palabras que trata de respetar, y lo consigue, no
sin problemas, por la dispersión que le acecha en forma de problemas familiares
cotidianos, algunos de gran importancia, como la ciclotimia de su hijo pequeño,
heredada de él. Quizá un reflejo de su inseguridad sea las veces que pinta su
mesa de distintos colores, aun reconociendo que “no acaba de encontrar el punto
a mis mesas”.
Que al autor le gusten los días grises
y lluviosos me parece a mí un requisito casi imprescindible para poder ser
escritor. Bien está que a Jorge Guillén le seduzcan los días soleados, luminosos,
pero, desde el Romanticismo, la luminosidad y la creación no parece que hayan
hecho buenas migas, del mismo modo que entre el verano y el otoño hay un abismo
poético insalvable. Otra cosa es que haya de luchar, a menudo, contra fuertes
dolores de cabeza y contra el insomnio, pero son características que perfilan
con notable propiedad la figura del autor, como su incapacidad para estar
relajado, de hecho el autor confiesa no
haberlo estado ni un momento en toda mi vida. También contribuye
poderosamente al retrato del autor el hecho de que huyera de las clases para ir
a la Biblioteca a leer lo que él quería, no lo que le imponían en el instituto,
una sana costumbre que lo retrasó tanto en las clases que no pudo ponerse a la
par de los demás. Lo sorprendente es que la angustia que le generó aquella
rebeldía adolescente emerja como pesadillas en su presente de autor consagrado.
De la novela que lo ocupa destaca
Steinbeck lo mucho que va a costar que los lectores acepten las secuencias
reflexivas de la novela, tan acostumbrados como están a los novelas “de
hechos”: mucha gente está en contra de lo
teórico y odia lo especulativo, suelen ser gente insegura que, asustada de su
propia inseguridad, busca un punto de apoyo en los hechos. Y lo patético es que
tanto los hechos como la realidad cambian de día en día, al menos su
interpretación, dejándolos indefensos. Si a eso le sumamos el afán
perfeccionista con que la escribió Steinbeck: no creo que haya en todo el libro ni una sola frase que no esté escrita
adrede, que no esté allí para indicarnos la evolución de un personaje, el
desarrollo de la historia, o para preparar el camino, podemos comprender
que, finalmente, no haya sido Al este del
Edén la novela más popular de cuantas escribió. Parte del proceso de
creación es la comunicación constante sobre la obra que mantiene con el editor,
pero hay momentos en que se arrepiente de haber hablado mucho sobre lo que
acontecería en la novela, porque le parece como si dejase que la historia se fuese antes de atraparla con las palabras
escritas. Con otras palabras, ya antes había dicho algo parecido: Se dice que muchos escritores, al relatar
sus libros en voz alta, dejaban de escribirlos. Me identifico por completo; no
paro de hablar del libro a cualquiera que quiera oírme: si me limitase a contar
mis inventos y no dijera nada de mi trabajo, estoy convencido de que escribiría
más. Con todo, reconoce que las notas del diario quedan exentas de esa
condición, porque lo animan a que la historia crezca.
Se trata, en resumen, de una obra de
circunstancias, pero de amenísima lectura que exige, casi de inmediato, la
lectura de la novela para poder apreciar mejor ese complicado mundo de la
gestación de la misma. Al fin y al cabo, y en eso me identifico con él completamente:
los planes son los sueños, los anhelos de
cada cual, y con ellos se obtiene la medida de un hombre. ¡Qué sería de
nosotros sin nuestros proyectos!
Leí el libro en inglés hace muchos años y estoy de acuerdo contigo en la humildad del autor y la relación que mantiene con el editor.
ResponderEliminarSí, es de un tipo, la relación con el editor, de las que no se estilan por estos lares, de ahí lo llamativo de la obra y lo mucho que se aprende de ella. A mí me parece que la profesión de editor, en este país, está depauperada. Y buena culpa de ello la tiene la insuficiente formación humanística de los editores. Aunque suene a paradoja, no es gente leída...
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