martes, 8 de enero de 2013

John Steinbeck. Diario de una novela de trabajo diario.




De El valle de Salinas a Al este del Edén: reflexiones del albañil.
El género de los diarios, en paralelo a la autobiografía y la autoficción, va cobrando una importancia cada vez mayor, y es posible que, dentro de poco, forme parte del mainstream de los hábitos lectores de nuestro país. Dentro del género de los diarios hay un subgénero muy interesante, el de los escritores que deciden abrir uno y llevarlo mientras dure el proceso de creación de una novela que les parece especialmente importante o singular en su carrera. Este es el caso que nos ocupa. Quizás no sea la novela más leída de su autor, sobre todo después de la magnífica adaptación cinematográfica que hizo Elia Kazan, amigo personal del autor, pero sí la que Steinbeck consideró su obra máxima. Yo no la he leído, pero después de asistir al proceso de gestación de la novela a través de este Diario no creo que tarde en comprobar si la complejidad de la gestación se compadece con los resultados o si muere de ambición, porque eso es lo que destacó de ella Harold Bloom cuando la leyó aún en borrador, que era una obra muy ambiciosa, juicio compasivo del que no se apeó, cuando prefirió De ratones y hombres a la obra de la que hablamos, en su Novela y novelistas: el canon de la novela. Le ha pasado a Steinbeck como a Cervantes y tantos otros escritores, las preferencias lectoras divergen de la estimación del creador. Nadie se refiere a Steinbeck como el creador de Al este del Edén, sino como el autor de La perla o, si acaso, de Las uvas de la ira (con otra adaptación cinematográfica memorable, aunque, seamos cinematográficamente incorrectos, muy por debajo de Tobacco Road, del mismo Ford, como si aquella hubiera sido un ejercicio de estilo para rodar ésta); del mismo modo que Cervantes no es el autor de Los Trabajos de Persiles y Sigismunda. Historia setentrional, sino el del Quijote.
Para cualquier lector, más allá de lo literario propiamente dicho, hay en este Diario de una novela un aliento autobiográfico que atiende a las cosas menudas, a la cotidianeidad, y cuyo interés no decae a lo largo de la obra, porque, como dice Steinbeck: Lo que destroza a un hombre son las cosas insignificantes que trae el día a día: las facturas, los teléfonos (que siempre se están equivocando de numero), el pie de atleta, las malas hierba, el constipado común, el aburrimiento. Todas son el paradigma de lo negativo, de las pequeñas frustraciones constantes, y nadie sale más fortalecido de ellas. Ver al autor enfrentarse a esas cosas insignificantes, y verlo en su día a día, de los que levanta acta con espíritu casi notarial, no exento de excelente humor (a veces de perros), es una auténtico goce lector. No aparece por ningún lado ese pedestal al que se sube en este país cualquier escritorzucho del tres al cuarto, con una falsa solemnidad ridícula que mete espanto, sino un autor a pie de obra que lucha contra una proyecto cuya construcción se le resiste y que culminará aunque haya empleado un año en esa creación y a pesar de la posibilidad real de que el libro no llegara a publicarse, dadas las implicaciones autobiográficas que tiene y la pasión con que vive el tema central de la novela: la imposibilidad de escindir el bien y el mal, su dramática complementariedad en cada individuo, en cada sociedad, inspirada en el relato fundacional de Caín y Abel, de ahí el título.
Entremos en detalles. Éste del título es el primero que llama la atención. La novela, inicialmente, la titula Steinbeck El valle de Salinas, tras confesar que lo de poner títulos no es su fuerte. Cuando le convencen de que es demasiado “localista”, elimina la localización y lo deja en Mi valle, hasta que le asalta el temor de que la asocien con ¡Qué verde era mi valle! y renuncia. Más tarde se le ocurre otro título del que él mismo reniega: La verdad es que no se me da muy bien esto de poner nombres, no acabo de acertar nunca. La llamaría El valle hacia el mar, que aunque no tiene nada que ver con nada, incluye dos palabras que me gustan, y además, implica una dirección. Copiando la historia bíblica le asaltó la convicción, al verla escrita,  de que aquella parte del versículo que copiaba, Al este del Edén, sería el título definitivo de la obra, y así fue como se llegó a él. Otro aspecto biográfico que sorprende en el libro es la vocación inventora del autor, que se precia de inventos para los que reclama un crédito que nadie parece otorgarle, como el del pisapapeles para mesas inclinadas, por ejemplo. Esta faceta inventora tiene que ver con su pasión por los trabajos manuales, para los que, al parecer, estaba más que dotado. Lamentable efecto de esos esfuerzos es el corte que se hace en un dedo y que le molesta a la hora de escribir, como el callo que le sale en otro y que decide limar con papel de lija para ahorrase algo de sufrimiento. El corte lo “sutura” con laca para uñas, creando una película protectora que se endurece y que le permite seguir trabajando, aunque no le ahorre el dolor correspondiente, si bien, al final, ha de inventarse una caperuza de plástico que, a pesar de la presión dolorosa, le permite seguir escribiendo. Su costumbre de escribir con lápices de todas las durezas y blanduras imaginables, y que compra por docenas, aparece a menudo en el diario como una seria preocupación: si el lápiz es blando y él se levanta de mal humor o está tenso, no hay mina que se le resista; por el contrario, si el lápiz es muy duro, puede acabar rompiendo las hojas de la libreta, regalada por el editor, donde escribe, por un lado la novela y por el otro el diario, ambos a una sola cara, avanzando hacia el encuentro. Saber que el destinatario del diario forma parte principal del libro nos permite observar las complejas relaciones entre autor y editor que tan escasas son en nuestros lares: no es frecuente que nuestros escritorzuchos admitan cambios que mejoren la obra; y el orgullo autoral se cifra en que no les cambien ni las erratas evidentes o los solecismos recurrentes. Steinbeck, por el contrario, siempre anda buscando lectores de cuya lectura no profesional pueda sacar conclusiones para cambiar cuanto no “funcione” en la novela, aunque él es consciente de que ciertas partes, por “exigencias del guión”, han de ser como son para justificar lo que siga a continuación. A nuestros escritores les llamará la atención la costumbre, muy americana, de medir la extensión de los textos por palabras, no por folios,  y la conciencia viva, adquirida en la escuela, de medir con exactitud a través de ellas. De hecho, el autor fija un cupo diario de palabras que trata de respetar, y lo consigue, no sin problemas, por la dispersión que le acecha en forma de problemas familiares cotidianos, algunos de gran importancia, como la ciclotimia de su hijo pequeño, heredada de él. Quizá un reflejo de su inseguridad sea las veces que pinta su mesa de distintos colores, aun reconociendo que “no acaba de encontrar el punto a mis mesas”.
Que al autor le gusten los días grises y lluviosos me parece a mí un requisito casi imprescindible para poder ser escritor. Bien está que a Jorge Guillén le seduzcan los días soleados, luminosos, pero, desde el Romanticismo, la luminosidad y la creación no parece que hayan hecho buenas migas, del mismo modo que entre el verano y el otoño hay un abismo poético insalvable. Otra cosa es que haya de luchar, a menudo, contra fuertes dolores de cabeza y contra el insomnio, pero son características que perfilan con notable propiedad la figura del autor, como su incapacidad para estar relajado, de hecho el autor confiesa no haberlo estado ni un momento en toda mi vida. También contribuye poderosamente al retrato del autor el hecho de que huyera de las clases para ir a la Biblioteca a leer lo que él quería, no lo que le imponían en el instituto, una sana costumbre que lo retrasó tanto en las clases que no pudo ponerse a la par de los demás. Lo sorprendente es que la angustia que le generó aquella rebeldía adolescente emerja como pesadillas en su presente de autor consagrado.
De la novela que lo ocupa destaca Steinbeck lo mucho que va a costar que los lectores acepten las secuencias reflexivas de la novela, tan acostumbrados como están a los novelas “de hechos”: mucha gente está en contra de lo teórico y odia lo especulativo, suelen ser gente insegura que, asustada de su propia inseguridad, busca un punto de apoyo en los hechos. Y lo patético es que tanto los hechos como la realidad cambian de día en día, al menos su interpretación, dejándolos indefensos. Si a eso le sumamos el afán perfeccionista con que la escribió Steinbeck: no creo que haya en todo el libro ni una sola frase que no esté escrita adrede, que no esté allí para indicarnos la evolución de un personaje, el desarrollo de la historia, o para preparar el camino, podemos comprender que, finalmente, no haya sido Al este del Edén la novela más popular de cuantas escribió. Parte del proceso de creación es la comunicación constante sobre la obra que mantiene con el editor, pero hay momentos en que se arrepiente de haber hablado mucho sobre lo que acontecería en la novela, porque le parece como si dejase que la historia se fuese antes de atraparla con las palabras escritas. Con otras palabras, ya antes había dicho algo parecido: Se dice que muchos escritores, al relatar sus libros en voz alta, dejaban de escribirlos. Me identifico por completo; no paro de hablar del libro a cualquiera que quiera oírme: si me limitase a contar mis inventos y no dijera nada de mi trabajo, estoy convencido de que escribiría más. Con todo, reconoce que las notas del diario quedan exentas de esa condición, porque lo animan a que la historia crezca.
Se trata, en resumen, de una obra de circunstancias, pero de amenísima lectura que exige, casi de inmediato, la lectura de la novela para poder apreciar mejor ese complicado mundo de la gestación de la misma. Al fin y al cabo, y en eso me identifico con él completamente: los planes son los sueños, los anhelos de cada cual, y con ellos se obtiene la medida de un hombre. ¡Qué sería de nosotros sin nuestros proyectos!

2 comentarios:

  1. Leí el libro en inglés hace muchos años y estoy de acuerdo contigo en la humildad del autor y la relación que mantiene con el editor.

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    1. Sí, es de un tipo, la relación con el editor, de las que no se estilan por estos lares, de ahí lo llamativo de la obra y lo mucho que se aprende de ella. A mí me parece que la profesión de editor, en este país, está depauperada. Y buena culpa de ello la tiene la insuficiente formación humanística de los editores. Aunque suene a paradoja, no es gente leída...

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