Motor, cámara, ¡ acción!
Si sales de la sala sin
atreverte a asentir y guardando memoria estremecida, al incorporarte al tráfico
humano y mecánico de la calle, de cuanto ha sucedido en la pantalla y en ti; si
lo que acabas de ver te ha, literalmente, arrebatado el mismo de tu ti mismo para
cuartearlo, sumirte en el desconcierto desmembrado más absoluto y obligarte a
dolorosas labores de reunificación, entonces acabas de ver Holy motors, una experiencia, una película, no el adocenado puñado
de secuencias almibaradas que reciben también, injustamente, el mismo nombre y
que paradójicamente okupan, con el beneplácito de los modorros, las salas de cine del mundo
entero.
Holy motors es hija
de una tradición que nos sirve a los espectadores para comprender, desde su
genealogía, el contexto del que emerge su ambiciosa pluralidad de significados y/o
provocaciones. No es propiamente una película para cinéfilos, como no lo son El árbol de la vida, Anticristo, Bailar en la oscuridad o Crash,
y sí lo fueron, en su día La Bête o Gotto, l’ile de l’amour; pero es difícil
ver la película sin una mirada educada en esa tradición que la exige, la
educación. No es menos cierto, por otro lado, que a menudo hemos visto mucho
gato famélico y fatamorgánico en la pantalla, porque la pereza y la
incongruencia, más la ceguera inducida por cinco imágenes supuestamente
deslumbrantes, aspiran a independizarse de la tradición sin darse cuenta de que
rodean, más ruedan, el vacío del gesto insignificante, pretencioso.
Es probable que el rechazo
con que algunos responden a la compleja interpelación de la película sea una
estrategia defensiva para evitar los daños que nos inflige su contemplacion. ¿A
quién le gusta que le cuestionen el yo y le revelen que no es sino una máscara,
la vieja per-sona(re) del gran teatro del mundo que cualquiera puede llevar por
nosotros, incluso con mayor espontaneidad y propiedad, con un proceder genuino
de infinita mayor capacidad persuasiva? Ahí está, para demostrarlo, la
intensidad emocional del mundo de representación cinematográfico que es, en
esencia, al eficaz modo televisivo cinematográfico de El show de Truman, Holy motors: somos los roles programados que
representamos, y en los efímeros momentos de transición no tenemos tiempo sino
para ajustarnos, con exquisita profesionalidad, al decoro del siguiente reto
interpretativo.
Hay, sin duda un sólido
discurso deconstructivo en el que se apoya una historia tan excesiva y
magnifica como la de Holy motors, pero las nueve vidas del increíble actor que
nos retrotrae a las metamorfosis ovidianas bien pueden considerarse individualmente
como las no menos antiguas tranches de
vie del venerable naturalismo o, a su extraña manera, el estimulante object trouvé del surrealismo
eclesiástico. En ninguna de las nueve historias halla reposo el espectador para
su tensión inmóvil, porque Holy motors es una de esas películas que te empuja
los riñones contra el respaldo y dibuja la máxima crispación en el ángulo recto
de las piernas dobladas. La mirada, mientras, asiste, devastada, a la barroca,
y a la vez sutil, avalancha de imágenes de imperecedero recuerdo, como el
deslumbrante encuentro erótico, en la fábrica, de los pseudoninjas estrellados,
una coreografía y puesta en escena a la altura de las mejores de Pina Bausch; o
la soberbia e impactante revisión de la bella y la bestia.
Para este espectador,
singular y plural al tiempo, como el impecable actor que, ya fatigado por los
muchos años de trabajo, intenta superarse profesionalmente, a costa de su
propia salud, hay en la película una salida
llena de ambigüedad, ternura y desolación que tengo por uno de los momentos
cumbre de la película, si ello es posible dada el extraordinario nivel de
interés de todos los trabajos que ha
protagonizar. Me refiero al encuentro fortuito y efímero con quien fue su
mujer cuando ésta, actriz como él, va camino, en su santa cabalgadura, de
representar el último vuelo de una
azafata en un edificio en ruinas de nombre transparente: Samaritaine.
De las ruinas de la
civilización del consumo no puede uno viajar sino hacia la muerte definitiva o
hacia un nuevo comienzo de la especie, como nos indica en paradoja kafkiana el
intrigante final de la película.
Por otra parte, para los
amantes de la reflexión psicológica habrá sido toda una revelación la salida en
que el asesino se asesina a sí mismo, en su doble perfecto: una muestra
especular y sanguinaria llena de sugerencias sobre lo real y su doble, sobre el
cuerpo y la sombra, sobre el yo y el superyó en su incesante lucha sin tregua
posible.
Acaso haya quienes lean la
película en clave fantástica, y para quienes holy
motors tenga incluso una connotación religiosa, pero ha de recordarse que la
película arranca accediendo el protagonista a la representación filmada a través de un
bosque por el que se interna al modo
inequívoco de la quest del ciclo artúrico en plena naturaleza contemporánea:
subido a su montura –camerino del montaje en el que actúa-, deshace entuertos y
agravios, aporta seguridad a quienes carecen de ella y le da sentido a
existencias que se contemplan en sus representaciones del modo fantasmal y
aséptico como la audiencia del cine está separada de la vida que se proyecta
en las pantallas.
Acaso la palabra que
resuma mi experiencia sea desasosiego,
tan amada por mí, con el añadido de la orfandad emocional que conlleva. La
conclusión, sin embargo, de este acto biográfico no es otro que repetirlo, que
volver a vivirlo, mitológicamente, para hallar en los detalles inadvertidos de
la película, algunas imágenes que nos permitan reconstruir el móvil, o los móviles
de tan ulisiana película, si los hay.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarDescubrir que no somos más que máscaras es inquietante... Comprobar que somos meros actores desempeñando roles programados es desolador... Saber que de las ruinas de esta nuestra civilización se viajará muy probablemente a la muerte definitiva de la humanidad o, en el mejor de los casos ¿o peor?, hacia un volver a empezar de nuevo es terrible...
ResponderEliminarDesde nuestros albores no hemos hecho más que matarnos entre nosotros... Guerra tras guerra, yo y el otro, hombres enfrentados especularmente, en el acto de matar al “otro” se están asesinando a sí mismos (la representación final del film). Y parece ser que no cejaremos en el empeño hasta que, definitivamente, logremos extinguirnos...
Estoy leyéndole en los finales del 2012, seguro que en el 2024 estaremos al borde de conseguirlo... Abrazo
Rescato de su lectura nuestra tendencia a la máscara, porque ando releyendo "El plantador de tabaco" y las máscaras, sobre todo de un personaje proteico de la narración deviene casi una constante humana: escondernos y revelarnos, casi como ese juego para bebés de taparnos la cara y desaparecer para reaparecer entre risas... Gracias infinitas por su "devoción lectora"...
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