sábado, 23 de junio de 2012
Homenaje a Tíbor Reves
viernes, 8 de junio de 2012
Un "apunte" de Canetti
Podríamos hablar de autobiografía
por mano ajena, para expresar lo que supone para los lectores el
conocimiento de aquellos seres con quienes nos identificamos casi hasta
la hipóstasis. Que nos desvelen es uno de los designios del lector de
literatura. Buscamos reconocernos en lo escrito como en un espejo o en el
retrato conciso que emerge de una conversación confidencial con un alma gemela,
una afinidad electiva. La maravilla se multiplica cuando eso ocurre con un
personaje de ficción que hemos creado. Y ahí entra el bueno de Juan Poz, ex
maldito, contable y prohombre del reducido radio vital. Las semejanzas entre
J.A. y el protagonista de La manzana de Poz me han asaltado
como una epifanía al leer este apunte de 1978 de Elías
Canetti, en el primero de los dos volúmenes que recoge todos los suyos, un
género tan próximo al aforismo como la carne a la uña. Nos habla Canetti de un
autor sin obra, uno de esos raros que son del gusto de quienes se saben raros
vivos, singulares. Ejerce no poca fascinación este ejemplo de obra abierta, de
desencajamiento. ¡Qué soberbia paradoja nos transmite Canetti: Lo que
más rápidamente envejece es lo que se redondea y deviene libro! Diríase que
lo hubiera escrito después de haber visitado este rincón desencajado…, en
ucrónico viaje de birlibirloque.
Canetti pone de manifiesto un rasgo de la creación que, habituados
como estamos a la rotundidez de la obra acabada, único valor de mercado, suele
pasar desapercibida: el miedo de los autores a cerrar una obra. Lo sufren más
los doctorandos embarcados en una tesis, pero no es ajeno a los escritores,
quienes difieren y difieren la llegada del momento en que han de desprenderse
de un proyecto en el que, como le pasó a Canetti con Masa y Poder,
estuvo trabajando más de veinte años. Sé bien lo que es vivir con la exigencia
de la búsqueda permanente de información y con el temor a descuidar datos de
fuentes fundamentales, pero, al fin, no es menos cierto que se halla una
paz de espíritu incomparable en el deliberado acto de evitar la clausura de un
proyecto. Proyectar, otro día hablaremos sobre ello, es consustancial a la
creación literaria. Bécquer solía anotar todos los proyectos literarios que se
le ocurrían con una minuciosidad de notario, adjudicándole incluso el título
definitivo que tendrían, una práctica muy del gusto de Juan Ramón Jiménez un
auténtico Bautista de las obras por venir, clasificadas, desclasificadas y
reclasificadas como el sudario de Penélope hasta el mismísimo día de su tránsito.
Mientras, he aquí el apunte de Canetti en
el que se me ha recreado Juan Poz (el personaje):
J.A., desde su juventud interesado en todo tipo de
quehacer artesanal, pero a la vez en las tradiciones orales de un mundo
anterior a los libros.
No desdeña nada de lo que le cuentan, lo escucha todo,
también historias sobre aparecidos y fantasmas; todo cuanto le cuentan es poco
para él. Debe todo a los demás; a su padre y a su madre, nada; sigue a sus
maestros, siempre y cuando sepan lo suficiente; aprender y experimentar lo es
todo para él. (…) Por la gente del único libro no siente interés alguno, ya que
el ama todos los libros. Siente el pasado como algo tangible (…) Tiene la
curiosidad de un hombre moderno en un momento en que la edad moderna se estaba
inventado y no se había convertido en una caricatura de sí misma. Todo es
objeto de esta curiosidad, que no establece diferencias, pero lo que más le
atrae es la gente, las razones de su diversidad: eso es lo que interesa a J.A.;
el número de personas sobre la que transmite cosas es infinito.
Lo que anotaba sobre la gente era siempre un principio;
dejaba sitio para más, que podía añadirse luego. Tal vez no pasara de una frase
o llegara a escribir cientos; cada una de ellas transmitía algo concreto y
memorable. Lo que hoy día es desprestigiado como anécdota por cualquier necio,
constituía la riqueza de J.A. Basta con imaginarse aquel tomo
único con información sobre unas ciento cincuenta personas, en el que hay más
sustancia que en veinte novelas juntas.
J.A. era incapaz de llevar algo a
término: su verdadero talento. Parte del cual habría que deseárselo a todos,
incluso a quienes han adquirido el hábito de concluir sus trabajos.
Y lo llevó a tal extremo que, en realidad, no existe
ningún libro suyo. Tanto más inquietante sigue siendo, en cambio, todo cuanto
escribió. Lo que más rápidamente envejece es lo que se redondea y deviene
libro. En J.A. todo conserva su frescura. Cada noticia está
ahí por sí misma. Uno siente la curiosidad con que fue acogida.
Son noticias cargadas de emoción porque no sirven para nada
más; cada una es su propio objetivo, no es ningún objetivo, es solamente ella
misma. J.A., que por doquier recopila infinidad de datos y luego
los anota, es un anticoleccionista. No clasifica su material ni lo ordena.
Quiere sorprender, no clasificar. Un procedimiento que acaso recuerde lo que
hoy hacen los periódicos, si bien es totalmente distinto. Pues en este caso es
él solo, un individuo, quien recopila las noticias, y no lo hace en función de
un día. Quiere, por el contrario, conservarlas. Lo que lo enfurece es que las
cosas sean destruidas y olvidadas. Por eso se agita sin descanso y consigue que
el valor de novedad coincida con el de eternidad.
sábado, 2 de junio de 2012
De Castilla del Pino a Polo de Medina
Todo el mundo sabe cómo se construyen las reputaciones en este país de todos los demonios, y todos sabemos lo que hay de cuento sin fin en el abanico de imposturas con que tantos y tantas (montaditos en la pátina de la consagración) se dan unos aires que devienen tufo, hedor y náusea corolaria en los avezados y sufridos lectores a los que una y otra vez, desde el mundo editorial, se les intenta dar podrido gato nauseabundo por prieta liebre rozagante. ¡A otros perros con esos huesos osteoporósicos! Quien advierta resentimiento en mis palabras, no yerra. Quien comparta la indignación, entra en la categoría de los justos. Hay tanta necedad impresa en este país, que necesitaríamos un siglo de reeducación estética y moral para curarnos de ella. Supongo que las editoriales son negocios que tienen derecho a prosperar, pero, en estos oscuros tiempos de mixtificaciones y agit prop, los lectores tenemos derecho a exigir claridad, que se distinga nítidamente entre el negocio y el ocio, entre lo venal (y banal) y lo cordial, entre el pasatiempo y la cultura, en vez de fiar los editores su suerte al totum revolutum del tópico río revuelto donde naufraga nuestra esperanza lectora.