domingo, 30 de diciembre de 2012
Holy motors: Las metamorfosis de Ulises
viernes, 7 de diciembre de 2012
Elías Canetti: el arte de la breviografía.
Canetti en sus Apuntes.
Sin pecar por exceso, bien puede decirse que la autoficción, y en menor medida la autobiografía, serán los géneros literarios del siglo XXI, frente al predominio que la novela tradicional y experimental, desde Tolstoi a Joyce, tuvo en el XIX y en el XX. Junto a ellas, va abriéndose paso un nuevo género, la aforística, cuya dimensión biográfica –la expresión compleja de lo que podríamos llamar la Breviografía de quienes la cultivan– es evidente y no requiere ulteriores demostraciones.
sábado, 24 de noviembre de 2012
Clarín y Fichte: jornaleros del espíritu.
Fichte, hijo de Kant y padre del Krausismo –por donde llegará a influir en Clarín–, construye en sus lecciones sobre el destino del sabio –una suerte de ensayo autobiográfico, pues– una curiosa utopía que lo acerca al socialismo a través de la responsabilidad moral individual, en primer lugar, y de la cultura, como herramienta de construcción del yo y del nosotros social, en segundo lugar. Después de una profesión de fe, porque la raíz religiosa del pensamiento de Fichte es obvia, en la primacía del Yo como resultado del contacto con los otros y con todo lo que nos rodea y que no es Yo, Fichte decide que nuestro destino fundamental en la vida es construir nuestra identidad como la plena concordancia consigo mismo, algo a lo que sólo se puede llegar a través de la cultura, pues nacemos sin la razón y expuestos a cuanto, a través de la sensibilidad, nos puede apartar de esa fin último que es conseguir la unidad, la identidad, la concordancia perfecta de un ser racional consigo mismo, en palabras de Kant. Resulta curiosa la concepción fichteana del yo como una ejemplificación de la reciprocidad: El concepto de individuo es un mero concepto recíproco: “Yo soy tal y tal” quiere decir “Yo no soy otro”, y nada más. Por lo demás, hombres reales no son posibles salvo si están en relación con otros como ellos. Ningún hombre existe aislado; y el concepto de un individuo postula el concepto de su especie. La persona es, así pues, una construcción que sólo puede llevarse a cabo a través de la cultura. El último fin final del hombre es someter a sí mismo todo lo irracional, dominarlo libremente y según su propia ley. Este fin final es completamente inalcanzable. (…) No es el destino del hombre alcanzar esta meta. Pero puede y debe aproximarse a ella cada vez más y, por tanto, la aproximación infinita a esta meta constituye su vocación, su verdadero destino como hombre. (…) La perfección es la meta suprema e inalcanzable del hombre; pero el perfeccionamiento infinito es su destino, escribe Fichte.
Esta euforia igualitaria no pierde de vista que, en la medida en que ese proceso social se verifica a través de la cultura, el hombre no puede hacer virtuoso, sabio o feliz a ningún ser racional contra su voluntad. Aparte de que tales afanes serían vanos y que nadie puede convertirse en virtuoso, sabio o feliz sino por su propio trabajo y esfuerzo. La ética del esfuerzo dirigido hacia la completitud de uno mismo y la de la responsabilidad social hacia los demás como medio de llegar a la perfección de la sociedad, no obvia esa dificultad que, en nuestros días, es el primer obstáculo con que chocan quienes quieren llevar a cabo esa labor humanizadora, racionalizadora. De hecho, cada vez se amplía más el número de quienes se desentienden de sí mismos y conciben el Estado como el Padre solícito que, robándoles la libertad, los encadena al disfrute de escasos servicios, menguados bienes materiales y una precaria seguridad hacia el futuro. No sé si la profecía de Berdiaeff se ha cumplido o no, pero que estamos muy, pero que muy cerca de una nueva Edad Media, con su estremecedor vacío ideológico resulta evidente, sin que se atisben, por otro lado, los consoladores signos de un nuevo Renacimiento.
Teniendo en cuenta la realidad, que a veces no parece existir para Fichte más que como mera construcción ideal, es evidente que, dada su época, se le impusiera una visión estamental de la sociedad, y uno de esos estamentos es, precisamente, el de los sabios, al que él pertenece. Un estamento que tiene una responsabilidad inmensa en la consecución del objetivo igualitario que ha de permitir alcanzar el inalcanzable objetivo del perfeccionamiento individual y social. De algún modo, este vivir en el futuro de su misión trascendental emparenta a Fichte con el existencialismo, al menos en la importancia que, para los existencialistas, tiene el condicionamiento presente del futuro hacia el que se orienta la vida del individuo. A mí, sin embargo, lo que me ha llamado la atención de este texto de Fichte, ya lo dije al principio, es la relación íntima con un texto del cuento Un jornalero, de Clarín, cuya lectura recomiendo enfervorizadamente. La misión del sabio, según Fichte, es la de la abnegada vocación de ayuda a sus conciudadanos para devolverles lo que la sociedad le ha permitido obtener, se trata, pues, de una exigencia ética: Cada uno tiene el deber no sólo de querer ser útil en general a la sociedad, sino también de dirigir sus esfuerzos, lo mejor que sepa, hacia el fin último de la sociedad: el constante ennoblecimiento del género humano, es decir, liberarlo progresivamente de la coacción de la naturaleza y hacerlo cada vez más independiente y autónomo. Mediante esta nueva desigualdad [de estamentos] surge una nueva igualdad: un avance uniforme de la cultura en todos los individuos.
Después de haberse embarcado en una refutación de Rousseau, achacándole que la persona en su pretendido estado natural original perdería lo que la distingue de los animales: la razón, Fichte confiesa, con un final lleno de acidez y clarividencia que También a mí me está confiada, en el área correspondiente a mi especialidad, una parte de la cultura de mi época y de las épocas siguientes. También mis trabajos ayudarán a determinar el curso de las generaciones futuras y la historia universal de las naciones todavía por venir. Estoy llamando a dar testimonio de la verdad. Mi vida y mi sino no valen nada en absoluto, pero de las acciones de mi vida depende infinitamente mucho. Soy un sacerdote de la verdad. Estoy a su sueldo, y me he comprometido a hacer todo, a arriesgar todo y a sufrir todo por ella. Si por su causa debiera ser perseguido y odiado, o si debiera incluso morir a su servicio, ¿qué habría hecho de extraordinario, habría hecho otra cosa que lo que simplemente tenía que hacer? Soy consciente de cuanto he dicho ahora y sé igualmente muy bien que una época castrada y sin nervio no soporta este sentimiento ni su expresión. Sé que semejante época, con una voz tímida que delata su vergüenza interior, llama a todo a lo que ella misma no es capaz de elevarse “entusiasmo fanático”. (El subrayado es mío) ¡Nada menos que una época castrada y sin nervio! Mira por dónde el bueno de Fichte se nos ha convertido en cronista del futuro…, este presente nuestro en el que se requiere una entereza indispensable para afrontar los retos aciagos de la sustitución de las ideas por el consumo: Cuanto más nobles y mejores seáis, más dolorosas serán las experiencias que os esperan; pero no os dejéis vencer por este dolor, sino vencedlo con hechos. Se ha contado con él, y forma parte del plan de mejora del género humano. Es poco varonil cruzarse de brazos y lamentarse de la corrupción de los hombres sin mover un dedo para disminuirla.
Queda clara, pues, la providencial responsabilidad del sabio, y ahí es donde enlazamos con el cuento de Clarín.
Andrés Vidal es un erudito que vive en N**, ciudad de muchos miles de habitantes, industriosa, rica, llena de fábricas, y en la que no había un solo ciudadano que disputase ni envidiase a Vidal su privilegio de la Biblioteca, el cual consistía en poder quedarse a estudiar en ella por las tardes y hasta avanzadas horas de la noche, corriendo por su cuenta con el gasto de las luces que empleaba y encargarse de abrir y cerrar, dejando al marcharse las llaves en casa del conserje. Anda el bueno de Vidal metido en una competición con un colega y contrincante, socialista de cátedra, por más señas, por ser el primero en dar a la luz noticia de unos datos que cambiarían el análisis de las revueltas gremiales del siglo… En la industriosa ciudad se declara una huelga salvaje, con barricadas y piquetes armados. Vidal, cuando sale de la biblioteca, se encuentra con uno de esos piquetes cuyos extremistas componentes lo confunden con un burgués a pesar de que su traje acusa la brillantez del desgaste y el descuido de las estrecheces propias de un erudito que vive para la investigación, y a muy duras penas de ella. La situación, tensa, se resuelve en el grito unánime de los sublevados para quemar al pobre erudito, al que acusan de ser un sabio burgués, junto con los libros de la biblioteca. Oído ese bárbaro propósito, Vidal sale en defensa de lo que constituye su razón de ser:
-Señores –gritó Vidal con gran energía–. En nombre del progreso les suplico que no quemen la Biblioteca… La ciencia es imparcial, la historia es neutral. Esos libros… son inocentes…, no dicen que sí ni que no; aquí hay de todo. Ahí están, en esos tomos grandes, las obras de los Santos Padres, algunos de cuyos pasajes les dan a ustedes la razón contra los ricos… En ese estante pueden ustedes ver a los socialistas y comunistas del 48… Ahí tienen ustedes El Capital de Carlos Marx. Y en todas esas biblias, colección preciosa, hay multitud de argumentos socialistas: El año sabático, el jubileo… La misma vida de Job. No; ¡la vida de Job no es argumentos socialista! ¡Oh, no, ésa es la filosofía seria, la que sabrán las clases pobres e ilustradas de siglos futuros muy remotos!...
Ante la interpelación de uno de los amotinados: -¡No; que se disculpe…, que diga qué es, cómo gana el pan que come…, Fernando Vidal se siente herido en lo vivo y comienza, abriéndose paso entre los fusiles que le apuntaban, para dirigirse de tú a tú a quien le acusaba de ser un sabio burgués, explotador de la clase trabajadora, una defensa de la labor intelectual que coincide, punto por punto, con esa labor redentora de la sociedad que Fichte le concede al estamento de los sabios:
-Tan bien como tú. Has de saber, que, sea lo que sea de la cuestión del capital y el salario, que está por resolver, como es natural, porque sabe poco el mundo todavía para decidir cosa tan compleja; sea lo que quiera de la lucha de capitalistas y obreros, yo soy hombre para no meter en la boca un pedazo de pan, aunque reviente de hambre, sin estar seguro de que lo he ganado honradamente…
He trabajado toda mi vida, desde que tuve uso de razón. Yo no pido ocho horas de trabajo, porque no me bastan para la tarea inmensa que tengo delante de mí. Yo soy un albañil que trabaja en una pared que sabe que no ha de ver concluida, y tengo la seguridad de que cuando más alto esté me caeré de cabeza del andamio. Yo trabajo en la filosofía y en la historia y sé que cuanto más trabajo, me acerco más al desengaño. Huyo, ascendiendo, de la tierra, seguro de no llegar al cielo y de precipitarme en un abismo…, pero subo, trabajo. He tenido en el mundo ilusiones, amores, ideales, grandes entusiasmos, hasta grandes ambiciones; todo lo he ido perdiendo; ya no creo en las mujeres, en los héroes, en los credos, en los sistemas; pero de lo único que no reniego es del trabajo; es la historia de mi corazón, el espejo de mi existencia; en el caos universal yo no me reconocería a mí propio si no me reconociera en el sudor de mi frente y en el cansancio de mi alma; soy un jornalero del espíritu, a quien en vez de disminuirle las horas de fatiga, los nervios le van disminuyendo las horas de sueño. Trabajo a la hora de dormir, a oscuras, en mi lecho, sin querer; trabajo en el aire, sin jornal, sin provecho…, y de día sigo trabajando para ganar el sustento y para adelantar en mi obra… Yo no pido emancipación, yo no pido transacciones, yo no pido venganzas… Desde los diez años, no ha oscurecido una vez sin que yo tuviera tela cortada para la noche que venía: siempre mi velón se ha encendido para una labor preparada; hasta las pocas noches que no he trabajado en mi vida fueron para mí de fatiga por el remordimiento de no haber cumplido con la tarea de aquella velada. De niño, de adolescente, trabajaba junto a la lámpara de mi madre; mi trabajo era escuela de mi alma, compañía de la vejez de mi madre, oración de mi espíritu y pan de mi cuerpo y el de una anciana.
Éramos tres, mi madre, el trabajo y yo. Hoy ya velamos solos yo y mi trabajo. No tengo más familia. Pasará mi nombre, morirá pronto el recuerdo de mi humilde individuo, pero mi trabajo quedará en los rincones de los archivos, entre el polvo, como un carbón fósil que acaso prenda y dé fuego algún día, al contacto de la chispa de un trabajador futuro…, de otro pobre diablo erudito como yo que me saque de la oscuridad y del desprecio…
-Pero a ti no te han explotado, tu sudor no ha servido de sustancia para que otros engordaran… -interrumpió el cabecilla.
-Con mi trabajo –prosiguió Vidal– se han hecho ricos otros: empresarios, capitalistas, editores de bibliotecas y periódicos; pero no estoy seguro de que no tuvieran derecho a ello. Ese es un problema muy complejo; está por ver si es una injusticia que yo siga siendo pobre y los que en mis publicaciones sólo ponían cosa material, papel, imprenta, comercio, se hayan enriquecido.
No tengo tiempo para trabajar indagando ese problema porque lo necesito para trabajar directamente en mi labor propia. Lo que sé, que este trabajo constante, con el cuerpo doblado, las piernas quietas, el cerebro bullendo sin cesar, quemando los combustibles de mi sustancia, me ha aniquilado el estomago; el pan que gano apenas lo puedo digerir… y, lo que es peor, las ideas que produzco me envenenan el corazón y me descomponen el pensamiento… Pero no me queda ni el consuelo de quejarme, porque esa queja tal vez fuera, en último análisis, una puerilidad… Compadecedme, sin embargo, compañeros míos, porque no padezco menos que vosotros y yo no puedo ni quiero buscar remedio ni represalias, porque no sé si hay algo que remediar ni si es justo remediarlo… No duermo, no digiero, soy pobre, no creo, no espero…, no odio…, no me vengo… Soy un jornalero de una terrible mina que vosotros no conocéis, que tomaríais por el infierno si la vierais, y que, sin embargo, es acaso el único cielo que existe… Matadme si queréis, pero respetad la Biblioteca, que es un depósito de carbón para el espíritu del porvenir…
¡Un jornalero del espíritu! Ahí es nada. Eso es todo.
sábado, 10 de noviembre de 2012
María Zambrano: La filósofa pasmada
sábado, 27 de octubre de 2012
Luces de Bohemia: El prodigio teatral de La Perla 29.
jueves, 18 de octubre de 2012
¿Aforrefranes o Refraforismos?
Baciyelmos del
género lacónico.
Quienes frecuentan
este Diario de un artista desencajado son conocedores de mi
dedicación al fenómeno del aforismo, sobre el que he escrito reiteradamente
aquí desde hace mucho. Hay un abordaje teórico, con su derivada académica, en
el que no voy a entrar ahora, pero en el que sigo acumulando lecturas, notas y
borradores. Hoy pretendo reflexionar brevemente sobre la más que estrecha
relación existente entre el aforismo y el refrán.
En apariencia, puede
parecer que haya entre ellos un abismo, y que la anonimia del segundo y la
autoría del primero marquen una diferencia que, definitivamente, los conforme
como “géneros” distintos, aunque no distantes. He de dejar claro desde el
principio que la anonimia del refrán es un mero fenómeno circunstancial,
anecdótico. Dicho de otra manera, alguien ha tenido que elaborar alguna vez y
en algún sitio los refranes que después han pasado de boca en boca a través de
generaciones hasta llegar a la nuestra. Digo elaborar y no escribir, aunque en
el decurso de la creación del refranero bien puede intuirse que algunos de
ellos incluso hayan podido ser escritos antes que elaborados oralmente.
Que los refranes
vienen de muy lejos y que pueden ser considerados como “universales” de la
experiencia popular es algo casi inobjetable. Ahora bien, al margen de las
turbadoras coincidencias que hay entre los refranes de culturas distintas, me
interesa señalar que, más allá de la síntesis de la experiencia humana, hay en
los refranes un aliento poético innegable, no solo por los constantes juegos
lingüísticos a los que recurren, sino por el uso frecuente de casi todas las
figuras retóricas, entre las que la comparación, la metáfora, el retruécano y
la antítesis ocupan lugar destacado, aunque también la imagen suele aparecer
con frecuencia en ellos, como “visión” privilegiada de la conformación de lo
real. Es señal característica indudable de los refranes el hecho de recurrir a
la rima como método nemotécnico, pues los refranes han de poder ser “fijados”
con claridad, sin confusiones enojosas que se presten al equívoco o a la duda
sobre la intención del usuario, y ese es quizás el rasgo que más los aparta de
los aforismos, poco dados a recurrir a la rima interna, con la que suelen
mostrarse usualmente incompatibles, si bien hay numerosas excepciones.
Salvado ese pequeño escollo, es cierto que hay muchos refranes que,
enunciados sin delatar su condición de tales, bien pueden pasar por aforismos,
y a la inversa. Esa suerte de viceversabilidad es lo que me
anima a derribar los muros con que quieren algunos teóricos ubicarlos en
compartimentos estancos. Cualquiera que haya leído alguna colección de refranes
habrá hallado muestras como las que yo voy a usar a continuación, si bien es
forzoso reconocer que los tales no se hallan entre los más populares, entre los
más usados. Por otro lado, no hay duda de que el gran triunfo del aforismo es,
sin duda, perder la autoridad y ser repetido como si se tratara de esa supuesta
creación popular en la que habrían participado numerosas lenguas o numerosas
plumas, ¡ningún honor más alto, para el autor, que desaparecer en la propiedad
comunal –como la gran última lección del genio que fue Mozart, confundirse sus
restos con los de la fosa común- y asegura, en su aforrefrán, la
eternidad de su obra! Esa sería la tenue frontera entre el aforismo arrefranado y
la cita de campanillas.
Veamos, sin más dilación, algunos ejemplos de esos aforrefranes o refraforismos
de los que vengo hablando:
Acometa
quien quiera, el fuerte espera, en todo semejante al proverbio japonés según el
cual El que tiene seguridad en sí mismo no suele agredir, sino resistir
las injurias del enemigo. Advertimos, pues, uno de esos “universales” que
suelen encarnarse en los refranes.
Al
herrero con barbas y a las letras con babas. De inequívoco sabor quevediano.
A
los sordos, peerlos. No está exento el refrán del impulso
escatológico ni de la crueldad, como tampoco del ingenio. No deja de ser
curiosa la presencia en este refraforismo del humor negro tan
propio de la literatura popular como de la culta.
Aunque soy grande, soy estambre. En ninguna colección de refranes de las centenares de miles que hay en internet se
ha recogido (según el buscador de Google), si bien aparece, como no
podía ser menos, en el libro digitalizado de Gonzalo Correas: VOCABULARIO DE REFRANES
Y FRASES PROVERBIALES Y OTRAS FÓRMULAS COMUNES DE LA LENGUA CASTELLANA EN QUE
VAN TODOS LOS IMPRESOS ANTES Y OTRA GRAN
COPIA QUE JUNTÓ EL MAESTRO GONZALO CORREAS Catedrático de Griego y Hebreo en la
Universidad de Salamanca. Es apreciable, en este acaso más que en ningún otro, la fuerte
impronta poética y moralista del aforrefrán. En todo se asemeja al
estilo de los aforismos de Pascal y específicamente al que dice: El hombre no es más que
una caña, la más débil de la naturaleza, pero es una caña pensante.
Guárdate del hombre que tiene rincones. ¡Cómo no volverse enseguida
hacia las personas “esquinadas” de las que nos prevenía Unamuno! En el bilbaíno
eran seres hacia afuera, agresores, con los que se topaba; los del aforrefrán,
son seres hacia dentro, maquinadores. No sé cuáles son peores.
Servir es ser vil. Cualquier aforista, como buen libertario que
todos son, en el fondo, firmaría orgulloso este falso calambur ingenioso
y luciferófilo.
Culos conocidos, de lejos se dan silbos. Gabriel García Márquez
confesó en un artículo (El País, 18/8/1982) que los viejos refranes españoles
fueron sus primeros iniciadores en la poesía, y aportaba este ejemplo señero.
Que cada cual descubra para sí la música de la poesía en este deslenguado y
musical refraforismo de turbadora imagen.
A luengas vías, luengas mentiras. De igual modo que en los romances
aparecieron inmediatamente los arcaísmos como marca de antigüedad, de nobleza
de lengua, en los refranes ocurrió otro tanto. La presencia de ciertas voces
actúan, pues, poéticamente y permiten una contemplación poética del aforrefrán.
Que se aplique, además, a los fabulosos –en su sentido literal—
comentarios de los viajeros por geografías y pueblos exóticos, tan
comunes en la vida de cada quisque, permite la identificación inmediata con las
sufridoras videoaudiencias que soportan a cena enjuta la atroz redundancia de
las imágenes y los relatos.
Discreción es saber disimular lo que no se puede
remediar. Finalmente,
en el más tradicional estilo definidor de los aforismos, amigos siempre de
reescribir los cariñosos (y pegajosos) lugares comunes, este refraforismo, tan
sabio como conciso y despojado de los oropeles de la retórica, bien puede
reclamar la condición que le estamos reconociendo.
Endura, endura y viene quien desboruja. Aunque solo sea por el amor al
arcaísmo, del que antes hablamos, ¿cómo no enamorarse de esta críptica
constatación de una realidad trivial, a muchos avaros les hereda un
despilfarrador, podría ser una traducción no excesivamente infiel. (Endurar:
4. escatimar, ahorrar; desborujar -inexistente hoy–:
despilfarrar).
Madrastra, madre áspera. He aquí uno de esos aforrefranes a
los que son tan dados no pocos autores amantes de las definiciones como Ramón
Gómez de la Serna o José Luis Coll, por ejemplo, aunque es propensión de muchos
y solo resultado feliz en pocos.
Más vale onza de sangre que libra de amistad. Más allá de las medidas
antiguas, absolutamente anodinas en su tiempo y hoy tan llamativas, incluida la
arroba, merece la pena destacar este lacónico canto al espíritu de clan
germánico que dominó durante tanto tiempo nuestra jurisprudencia.
Para sacar de su casa a un muerto son menester cuatro
hombres. He
aquí un refraforismo de los excelentes, los que denotan una
perspicacia singular, propia de espíritus bendecidos por la agudeza. Al tiempo,
el elogio poético de la última lucha épica del ser en la existencia recibe
cumplido homenaje
¿Qué
espejo hará la fuente do la vecera se mete? Siquiera sea, de nuevo,
por la posibilidad de devolver a la circulación lingüística una voz como vecera,
‘manada de puercos’, ya merecería ser acogido este reafraforismo en
el grupo de los escogidos. Si sumamos el valor metafórico del mismo, ‘que el
vicioso no pueda dar ejemplo’, se acrecienta, sin duda, el valor del ejemplo.
Regla
y compás, cuanto más, más. ¿Y qué decir de este aforrefrán propio,
a pesar de la atrevida adjudicación, de místicos como Juan de la Cruz o Teresa
de Jesús. ¡Regla y compás!, nada menos. Disciplina y ritmo, porque en la
renuncia a las pasiones y en el vuelo del alma hay un secreto ritmo que
solo escuchan y siguen quienes ejercitan las virtudes del pájaro solitario.
Cada cual es muy suyo de buscar más ejemplos de los baciyelmos que
pueda encontrar en este mundo inagotable del laconismo. A los comentados, añado
una breve muestra de otros que también lo merecerían, ser comentados:
A
gran arroyo, pasar postrero.
Al
loco y al aire, darles calle.
Alcanza
quien no cansa.
Culos
conocidos, de lejos se dan silbos.
De
alcalde a verdugo, ved cómo subo.
De
hora en hora, Dios mejora.
Do
entra beber, sale saber.
Dos
al saco y el saco en tierra.
El
que ha de besar al perro en el culo no ha menester limpiarse mucho.
El
que quiere, va: el que no quiere, envía.
Hay
ojos que se enamoran de legañas.
Ir
romera y volver ramera.
La
que se viste de verde, con su hermosura se atreve.
Muchos
ajos en un mortero, mal los maja un majadero.
No
en los años están todos los desengaños.
No
hay tal caldo como el zumo del guijarro.
Pared
blanca, papel de necios.
Pedo
con sueño no tiene dueño.
Peer
en botija para que retumbe.
Trabajos,
y a la vez andrajos.
La
verdad huye de los rincones.
Viejo
amador, invierno con flor.
Ya
que no seas casto, sé cauto.