domingo, 30 de diciembre de 2012

Holy motors: Las metamorfosis de Ulises





Motor, cámara, ¡ acción!

Si sales de la sala sin atreverte a asentir y guardando memoria estremecida, al incorporarte al tráfico humano y mecánico de la calle, de cuanto ha sucedido en la pantalla y en ti; si lo que acabas de ver te ha, literalmente, arrebatado el mismo de tu ti mismo para cuartearlo, sumirte en el desconcierto desmembrado más absoluto y obligarte a dolorosas labores de reunificación, entonces acabas de ver Holy motors, una experiencia, una película, no el adocenado puñado de secuencias almibaradas que reciben también, injustamente, el mismo nombre y que paradójicamente okupan, con el beneplácito de los modorros, las salas de cine del mundo entero.
Holy motors es hija de una tradición que nos sirve a los espectadores para comprender, desde su genealogía, el contexto del que emerge  su ambiciosa pluralidad de significados y/o provocaciones. No es propiamente una película para cinéfilos, como no lo son El árbol de la vida, Anticristo, Bailar en la oscuridad o Crash, y sí lo fueron, en su día La Bête o Gotto, l’ile de l’amour; pero es difícil ver la película sin una mirada educada en esa tradición que la exige, la educación. No es menos cierto, por otro lado, que a menudo hemos visto mucho gato famélico y fatamorgánico en la pantalla, porque la pereza y la incongruencia, más la ceguera inducida por cinco imágenes supuestamente deslumbrantes, aspiran a independizarse de la tradición sin darse cuenta de que rodean, más ruedan, el vacío del gesto insignificante, pretencioso.
Es probable que el rechazo con que algunos responden a la compleja interpelación de la película sea una estrategia defensiva para evitar los daños que nos inflige su contemplacion. ¿A quién le gusta que le cuestionen el yo y le revelen que no es sino una máscara, la vieja per-sona(re) del gran teatro del mundo que cualquiera puede llevar por nosotros, incluso con mayor espontaneidad y propiedad, con un proceder genuino de infinita mayor capacidad persuasiva? Ahí está, para demostrarlo, la intensidad emocional del mundo de representación cinematográfico que es, en esencia, al eficaz modo televisivo cinematográfico de El show de Truman, Holy motors: somos los roles programados que representamos, y en los efímeros momentos de transición no tenemos tiempo sino para ajustarnos, con exquisita profesionalidad, al decoro del siguiente reto interpretativo.
Hay, sin duda un sólido discurso deconstructivo en el que se apoya una historia tan excesiva y magnifica como la de Holy motors, pero las nueve vidas del increíble actor que nos retrotrae a las metamorfosis ovidianas bien pueden considerarse individualmente como las no menos antiguas tranches de vie del venerable naturalismo o, a su extraña manera, el estimulante object trouvé del surrealismo eclesiástico. En ninguna de las nueve historias halla reposo el espectador para su tensión inmóvil, porque Holy motors es una de esas películas que te empuja los riñones contra el respaldo y dibuja la máxima crispación en el ángulo recto de las piernas dobladas. La mirada, mientras, asiste, devastada, a la barroca, y a la vez sutil, avalancha de imágenes de imperecedero recuerdo, como el deslumbrante encuentro erótico, en la fábrica, de los pseudoninjas estrellados, una coreografía y puesta en escena a la altura de las mejores de Pina Bausch; o la soberbia e impactante revisión de la bella y la bestia.
Para este espectador, singular y plural al tiempo, como el impecable actor que, ya fatigado por los muchos años de trabajo, intenta superarse profesionalmente, a costa de su propia salud, hay en la película una salida llena de ambigüedad, ternura y desolación que tengo por uno de los momentos cumbre de la película, si ello es posible dada el extraordinario nivel de interés de todos los trabajos que ha protagonizar. Me refiero al encuentro fortuito y efímero con quien fue su mujer cuando ésta, actriz como él, va camino, en su santa cabalgadura, de representar el último vuelo de una azafata en un edificio en ruinas de nombre transparente: Samaritaine.
De las ruinas de la civilización del consumo no puede uno viajar sino hacia la muerte definitiva o hacia un nuevo comienzo de la especie, como nos indica en paradoja kafkiana el intrigante final de la película.
Por otra parte, para los amantes de la reflexión psicológica habrá sido toda una revelación la salida en que el asesino se asesina a sí mismo, en su doble perfecto: una muestra especular y sanguinaria llena de sugerencias sobre lo real y su doble, sobre el cuerpo y la sombra, sobre el yo y el superyó en su incesante lucha sin tregua posible.
Acaso haya quienes lean la película en clave fantástica, y para quienes holy motors tenga incluso una connotación religiosa, pero ha de recordarse que la película arranca accediendo el protagonista  a la representación filmada a través de un bosque por el que  se interna al modo inequívoco de la quest del ciclo artúrico en plena naturaleza contemporánea: subido a su montura –camerino del montaje en el que actúa-, deshace entuertos y agravios, aporta seguridad a quienes carecen de ella y le da sentido a existencias que se contemplan en sus representaciones del modo fantasmal y aséptico como la audiencia del cine está separada de la vida que se proyecta en las pantallas.
Acaso la palabra que resuma mi experiencia sea desasosiego, tan amada por mí, con el añadido de la orfandad emocional que conlleva. La conclusión, sin embargo, de este acto biográfico no es otro que repetirlo, que volver a vivirlo, mitológicamente, para hallar en los detalles inadvertidos de la película, algunas imágenes que nos permitan reconstruir el móvil, o los móviles de tan ulisiana película, si los hay.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Elías Canetti: el arte de la breviografía.

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 Canetti en sus Apuntes.

               Sin pecar por exceso, bien puede decirse que la autoficción, y en menor medida la autobiografía, serán los géneros literarios del siglo XXI, frente al predominio que la novela tradicional y experimental, desde Tolstoi a Joyce, tuvo en el XIX y en el XX. Junto a ellas, va abriéndose paso un nuevo género, la aforística, cuya dimensión biográfica –la expresión compleja de lo que podríamos llamar la Breviografía de quienes la cultivan– es evidente y no requiere ulteriores demostraciones.
Desde la consolidación romántica del discurso fragmentario con la aparición de Polen, de Novalis, hasta nuestros días, cuando no hay nadie, de cuantos se precian de pertenecer a la desconcertada República de las Letras, que no presuma de haber escrito y publicado un libro de aforismos, con mayor o menor fortuna, este nuevo género de la aforística, que acoge dentro de él formas muy variadas, desde el apunte hasta textos propiamente filosóficos, como los de Wittgenstein, tiene una vertiente autobiográfica que pretendo destacar a partir de los Apuntes de Elías Canetti (Fiel retoño alemán de la literatura española, como él se define en esos Apuntes que no dejó nunca de escribir desde que inició la redacción de su opera magna: Masa y poder. Canetti, por otro lado, es transcripción sefardí de Cañete, pueblo de Cuenca donde le nombraron hijo adoptivo, por ser la cuna de su familia), de los que hay una magnífica edición reciente en Debolsillo, edición de Ignacio Echevarría y traducción de Cristina García Ohirich, Genoveva Dieterich, Juan José del Solar y Beatriz Galán.
A lo largo de los 36 años que duró su dedicación a Masa y poder, Canetti frecuentó los apuntes, casi como un terapia de oxigenación que lo apartara de su obsesiva tarea. Andando el tiempo, sin embargo, acabaron convirtiéndose, acaso, en una obra tan o más importante que la propia Masa y poder o los dos volúmenes de su autobiografía, a los que los apuntes no refutan ni corrigen, sino que complementan. En La antorcha al oído,  segundo de sus volúmenes autobiográficos, después de La lengua absuelta, Canetti describe la fulguración intuitiva que le llevó a embarcarse en su magno proyecto flaubertiano: Esta iluminación, que tan claramente recuerdo, tuvo lugar en la Alsrstrasse. Era de noche; me llamó la atención el reflejo rojizo de la ciudad en el cielo, que iba mirando con la cabeza erguida. Al caminar despreocupadamente tropecé varias veces, y en uno de esos traspiés, con la cabeza vuelta hacia arriba y el cielo rojo –que en realidad no me gustaba nada– ante mis ojos, me vino la idea de que había un instinto de masa en permanente oposición al instinto individualista, y que la lucha de ambos permitía explicar el curso de la historia humana. Puede que no fuera una idea nueva, pero para mí lo era, por la violencia inaudita con que me subyugó. Tuve la impresión de que todo cuanto estaba ocurriendo en el mundo podía deducirse de ella. Desde ese momento, situado en 1924, inició un trabajo, sin previsión de fecha final, en el que consumió lo mejor de sus dotes intelectuales. Los apuntes, ya digo, fueron una válvula de escape, pero tienen la estructura propia de un diario caprichoso en el que aparecen críticas literarias, viajes, semblanzas, aforismos propiamente dichos, confesiones, memorias, etc., de ahí su importancia para perfilar adecuadamente la biografía de un personaje tan particular.
Que los libros de aforismos pertenecen al género autobiográfico es una verdad tan de tomo y lomo que sólo hay que leer Intelijencia, de Juan Ramón Jiménez para convencerse, o Monsieur Tete y Tel Quel, de Valéry. No hablo solo de lo que podríamos denominar biografía intelectual, al estilo de la famosa biografía literaria de Coleridge, sino de la autopercepción como ser humano en su plenitud, una visión holística. ¿De qué otra manera cabe concebir, si no, el aforismo juanramoniano en que compara el cepillado de los dientes con el aseo del propio esqueleto, con ese humor negro tan propio de la tradición española, y que aflora en Platero y yo con tan sombríos tintes solanescos?
Los dos volúmenes autobiográficos de Canetti llegan únicamente hasta 1930. De ahí en adelante, del único modo que podemos “reconstruir” su biografía íntima es a partir de los libros de apuntes que acabó dando a la imprenta con títulos tan hermosos como La provincia del hombre (de inequívocas resonancias quevedescas: Reina en ti propio, tú que reinar quieres/ pues provincia mayor que el hombre eres) o El suplicio de las moscas. A través de ellos, Canetti varía el punto de vista tradicional de la autobiografía, que mira siempre hacia el pasado con intención reconstructora, para instalarse en el presente desde el que, a menudo, retrocederá al pasado no para reconstruirlo, sino para enlazarlo con su presente, de modo que la diacronía inevitable de esa mirada se convierta en sincronía plena: el pasado es, también, presente anticipado. Con todo, y dada su peripecia vital tan compleja en el plano emocional, los apuntes requieren, a veces, del complemento de la autobiografía propiamente dicha para entender ciertas afirmaciones, como la de  tener por lectura predilecta los diarios de Hebbel. En La antorcha al oído (eco de la otra persona y su obra que tanto influyó en su vida, Karl Kraus, escritor y editor de La Antorcha), Canetti relata los inicios de su relación con Veza Taubner Calderón, con quien luego compartiría su vida hasta la muerte de ella, y nos revela el origen de esa predilección:  hablar de temas intelectuales no era algo ocioso ni pedante, sino completamente natural. Había ideas de otros que a uno le respondían como ecos, corroborando las propias. Veza las conocía, abría los Diarios de Hebbel y me mostraba algo que yo acababa de decir pero que, al no saberlo antes, no me daba vergüenza. Sus citas jamás paralizaban, sólo surgían cuando el efecto era estimulante. Ella misma aventuraba ideas propias, animada por las muchas que conocía. Fue Veza quien por entonces introdujo en mi vida a Lichtenberg.
Los Apuntes tienen tal riqueza de percepciones, de ideas, de aforismos, de retratos, de sugerencias, de intuiciones que diríase que constituyen un terreno en el que Canetti lanzaba esas semillas para que después pudieran fructificar sus pensamientos e incluso sus obras. De la lectura de los dos tomos sale el lector lleno de impulsos literarios, no sólo aforísticos sino poéticos, narrativos y aun dramáticos, y con ganas inmediatas de ponerse a la labor creadora con la misma entrega con que Canetti se dedicó a escribirlos. De igual manera, los Apuntes constituyen una biografía intelectual interesantísima, pues Canetti nos ofrece en ellos muchas páginas dedicadas al comentario de autores que lo marcaron e incluso que le permitieron sobrevivir, pues sin su frecuentación, muy otra hubiera sido su vida, como cuando dice que sin Cervantes, Gogol, Dostoievski y Büchner no sería yo nada: un espíritu sin fuego ni aristas. Pero sólo he podido vivir porque existe Stendhal. Él es mi justificación y mi amor por la vida.
Que las devociones literarias tienen un componente subjetivo que las vuelve inservibles como canon está fuera de toda duda. Veza, su mujer, llegó a decirle que ella no podría tomar en serio a un individuo que pusiera a Gogol por encima de Tolstoi. ¿Cómo superar un divorcio semejante? A través de los ensayos que Gogol dedicó a Tolstoi y que Canetti le regaló con indudable capacidad estratégica en las lides amoroso-intelectuales…
De los apuntes emerge un retrato de Canetti bastante preciso, tanto desde el punto de vista intelectual como desde el vital. Apuntes es una obra  llena de confesiones, unas aleccionadoras, otras sorprendentes, y todas ellas interesantes, en un grado que depende de las preferencias de cada lector. Como con los tradicionales botones de muestra, voy a abrir yo ahora la mercería para que tal variedad de formas y colores anime a los visitantes de este rincón a lanzarse a la lectura de esos dos volúmenes. Que la aforística sea un género cada vez más popular se debe en buena parte a la libertad de lectura y relectura que tales libros nos ofrecen. Si antes de la popularidad de los aforismos, era preceptivo llevar en la guantera del coche un libro de poemas para situaciones de emergencia, esto es, embotellamientos imprevistos, no me cabe duda de que en estos tiempos de la fragmentación entronizada es un libro de aforismos el que ha de ocupar ese estratégico lugar.
Abundan en la mercería de Apuntes lo que podríamos concebir como un tratado o arte de sobrevivir:
Uno solo puede vivir no haciendo con mucha frecuencia lo que se propone.
No concluir nada, iniciar y dejar abierto, ¿o será esto una simple receta del viejo astuto que abre mil cosas para no cerrarse él mismo?
Vive para incordiarse a sí mismo.
Hacer del miedo una esperanza. Impostura o hazaña del escritor.
Volverse impreciso, ocultar la opinión propia, decirlo todo aproximadamente, degenerar en oráculo.
Hasta la modestia simulada sirve de algo: ayuda a otros a tener confianza en sí mismos.
Uno que vuelve a su patria en muchos países.
La evolución de una persona consiste fundamentalmente en las palabras que desecha.
Cambiar de lugar para poder soportar la perseverancia del pensamiento.
A quien menos entiendo es a mí mismo. Pero es que no quiero entenderme. Solo quiero utilizarme para comprender todo lo que existe aparte de mí.
Si  él hubiera aprovechado el tiempo, no habría llegado a nada.
La mayoría de los hombres dicen “Dios” para esconderse de sí mismos.
Viajar sin que se nos desgaste el interés por los hombres.
No debe convertirse en conocimiento nada que no lo haya atormentado a uno sin piedad.
No te propongas nada, entonces vendrá por sí mismo.
Es necesario, de vez en cuando, soportar la vida sin tareas.
¿Hay algo más aterrador que ir con la época? ¿Hay algo más mortífero?

Es probable que a muchos lectores de este Diario Desencajado quizás les atraigan más los fragmentos en los que Canetti desarrolla sus ideas literarias, ya sea sobre el ejercicio de la escritura, ya sobre el canon inevitable, ya sobre  la crítica literaria. A pesar de la prevención de Canetti contra los aforismos, como enseguida se verá, se le lee resignado a tener que dejarse etiquetar así, algo que tiene su antecedente en los de Lichtenberg, los cuales fueron escritos como meros apuntes, como ocurrencias, y solo al editor de los mismos se le ocurrió bautizarlos como Aforismos, el nombre con el que se hicieron célebres en toda Europa:
El arte consiste en elegir acertadamente lo que no se hará.
La prosa de Salustio me agradaba y me sirvió de preparación para abordar al autor latino que acabaría por integrarse totalmente en mí: Tácito. [Considérese que Tácito es un autor cuya doctrina moral y política enseguida se recopila en colecciones de aforismos a partir del s. XVI. Pasa por ser, además, el príncipe del estilo lacónico.]
Buscar frases que nadie haya masticado todavía.
Los idiomas encuentran su fuente de la eterna juventud unos en otros.
[Canetti es ejemplo señero de lo que George Steiner llamaba escritores extraterritoriales en el libro de idéntico nombre, Extraterritorial; es decir, aquellos que abandonan su lengua materna para escribir en otra, como en el caso de Nabokov, que pasó del ruso al inglés; de Beckett, que pasó del inglés al francés, de Blanco White, que pasó del castellano al inglés, de Eugenio D’Ors, que pasó del catalán al castellano, de Cioran, que pasó del rumano al francés o de Canetti, que pasó del español sefardí al alemán, aunque dominaba también el inglés (estudió la Primaria en Inglaterra) y el francés.] [Compárese esta encendida declaración de amor a todas las lenguas con la cicatería prohibicionista de un régimen político-lingüístico como el de la región catalana…]
Sin el desorden de la lectura no hay un solo escritor. [Este aforismo sirve de justificación permanente para este Diario de un artista desencajado, tan disperso, tan errático, tan selvático, a veces…]
La modesta tarea del escritor quizá sea, en fin de cuentas, la más importante: la transmisión de lo leído. [Esta tarea se cumple, a mi entender, de dos formas, como ahora mismo lo hago yo o a través de la propia obra de creación, en la que se ha de trasparentar la tradición de la que esa obra forma parte, de la que se ha alimentado. Todo ello sin que acabe uno en triste imitador, como sucedió con los epígonos del realismo mágico de Márquez o del modernismo de Rubén Darío.]
Prisionero en una autobiografía: todo lo evocado está ahora allí y sigue actuando. Ya no puede suprimirse ni ocultarse. Exige su nuevo derecho. Se desquita de la larga clandestinidad. Se enfurece ante cualquier cuestionamiento. [Esta penetrante reflexión de Canetti me invita a una larga disquisición sobre el fenómeno autobiográfico, pero me contengo y mello la punta de la pluma virtual para no abusar de la paciencia de mis sufridos lectores. Pero amenazo: volveré sobre ello…]
Ninguna escritura es lo suficientemente secreta como para que el hombre se exprese en ella con veracidad.
Nombrar es el mayor y más serio consuelo del hombre.
La muerte de los aforismos es su similitud, su forma intercambiable. Marchitos ya antes del primer aliento. Lo opuesto: la exhalación de Joubert.
Es posible que la brevedad le haya hecho perderse lo que merece la pena en las frases, sus crecidas y estiajes, sus altos y bajos, sus venturas y desventuras. Quizá no habría que comprimir las frases, tal vez no debieran ser destilación, sino plétora inagotable. Entonces, durante todos esos años de escritura, él se ha privado de ese placer encomiando en vano la ascesis de la parquedad.

Joubert tiene seriedad, gracia y profundidad. Estas tres cualidades participan proporcionadamente en su pensamiento, y por eso está más cerca de la Antigüedad que cualquier otro aforista. Un aliciente especial es su falta de peso. Su melancolía no lastra sus frases, sino que les da el condimento de una bondad participante. Es atacado, sin duda, pero él no ataca. Su pudor no le permite morder; su sentido de la duración lo mantiene alejado de todo lo pequeño. Capta lo espiritual como si fuera un movimiento del aire. Siente las ideas y las palabras como aliento, o como un vuelo de aves que subieran y bajaran planeando.
Mientras escribo me siento seguro. Quizá solo escriba por eso. Aunque da igual lo que escriba. Lo que no puedo es dejar de hacerlo. Puede ser cualquier cosa, siempre que sea para mí; no una carta, nada que sea impuesto o exigido desde fuera. Pero si paso varios días sin escribir nada, me siento perplejo, desesperado, opaco, vulnerable, receloso, amenazado por cientos de peligros.
Él se pasa dos meses poniendo orden para luego formular dos frases. En el caos, las frases se sienten venenosas.
Para hallar crédito, el relato deberá ante todo provocar asombro, sólo lo asombroso es creído.
Él no escribía sus novelas. Las caminaba
Musil aún estará ahí cuando se bostece sobre Thomas Mann. [¿No parece una versión aforística del cuento célebre de Monterroso?]

Finalmente, aunque en el autoritario orden lógico hubiera debido de encabezar este artículo sobre los apuntes de Canetti, quiero acabar con la definición que nos ofrece Canetti sobre su  costumbre de apuntar cuanto se le pasaba por la cabeza como método de supervivencia, en su sentido literal: vivir extraordinariamente:

“Diálogo con el interlocutor cruel”(1965) Recogido en La conciencia de las palabras (1975)
Los apuntes son espontáneos y contradictorios. Contienen ideas que a veces brotan de una tensión insoportable, pero a menudo también de una gran ligereza. Es inevitable que un trabajo al cual nos dedicamos día a día, durante años, nos resulte a veces arduo, estéril o tardío. Lo odiamos, nos sentimos cercados por él: sentimos que nos deja sin aliento.
Lo que hay de insoportable en un trabajo impuesto puede resultar muy peligroso para el trabajo mismo. Un hombre –y esta es su mayor suerte– es un ser plural, múltiple, y sólo puede vivir por cierto tiempo como si no lo fuese. En los momentos en que se ve a sí mismo como  esclavo de sus objetivos, no hay sino una cosa capaz de ayudarlo: ceder a la pluralidad de sus inclinaciones y anotar, sin elección previa, lo que le pase por la cabeza. Y esto debe aflorar como si no viniese de ningún sitio ni condujese a lugar alguno: será en general algo breve, ágil, a menudo fulminante, no verificado, ni dominado, carente de vanidad y de todo objetivo. (…) A lo que surja de ese modo –y suele surgir muchísimo– es mejor no darle importancia. Si logra hacerlo realmente durante muchos años, conservará la confianza en su espontaneidad, que es el oxígeno de este tipo de apuntes; pues si alguna vez llega a perderla, los apuntes no le servirán ya para nada y bien puede seguir con su trabajo habitual.

sábado, 24 de noviembre de 2012

Clarín y Fichte: jornaleros del espíritu.


Un jornalero, un cuento fichteano de Clarín.

           Ha querido el azar lector que me sumergiera en Algunas lecciones sobre el destino del sabio, de Joahn Gottlieb Fichte para, tras haber digerido la algodonosa y pegajosa nube de azúcar de su acendrado idealismo bienintencionado, con ribetes de socialismo utópico, acordarme, a raíz de una de las citas tomadas de Fichte, de un cuento de Clarín, Un jornalero, que siempre he tenido por el mejor de cuantos escribió, si bien confieso la fortísima raíz subjetiva de mi apreciación, e incluso es probable que  haya otros cuentos, como El dúo de la tos, por ejemplo, Pipá o ¡Adios, Cordera!, más notables desde el punto de vista estrictamente literario. Preocupado como lo he estado siempre por el mundo de las ideas –así, Ideas, premonitoriamente, bauticé mi primer libro de poemas, título que ya indicaba a las claras que no tengo de poeta la gracia que no quiso darme el cielo…–, me he pasado la vida bebiendo en fuentes filosóficas tan dispares que no es extraño que haya sacado un disparatado pensar sin pies ni cabeza, más próximo, paradójicamente, al rapto poético que al orden implacable de la lógica. Cualquier sistema cerrado siempre me ha producido claustrofobia y sus por consiguiente, y de ello se deriva, podemos concluir, hemos de inferir forzosamente, no podemos por menos que reconocer, etc., me han producido siempre un desasosiego incomodísimo. ¡Suerte tuve de haber leído a tiempo a Feyerabend y su Contra el método. Esquema de una epistemología anarquista, que tanto alivió mi maltrecha conciencia de andar, como es preceptivo en el árido campo filosófico, entre abrojos (al fin y al cabo, la etimología de abrojos: aperi oculos, a ello nos obliga).
         
Fichte, hijo de Kant y padre del Krausismo –por donde llegará a influir en Clarín–, construye en sus lecciones sobre el destino del sabio –una suerte de ensayo autobiográfico, pues– una curiosa utopía que lo acerca al socialismo a través de la responsabilidad moral individual, en primer lugar, y de la cultura, como herramienta de construcción del yo y del nosotros social, en segundo lugar. Después de una profesión de fe, porque la raíz religiosa del pensamiento de Fichte es obvia, en la primacía del Yo como resultado del contacto con los otros y con todo lo que nos rodea y que no es Yo, Fichte decide que nuestro destino fundamental en la vida es construir nuestra identidad como la plena concordancia consigo mismo, algo a lo que sólo se puede llegar a través de la cultura, pues nacemos sin la razón y expuestos a cuanto, a través de la sensibilidad, nos puede apartar de esa fin último que es conseguir la unidad, la identidad, la concordancia perfecta de un ser racional consigo mismo, en palabras de Kant. Resulta curiosa la concepción fichteana del yo como una ejemplificación de la reciprocidad: El concepto de individuo es un mero concepto recíproco: “Yo soy tal y tal” quiere decir “Yo no soy otro”, y nada más. Por lo demás, hombres reales no son posibles salvo si están en relación con otros como ellos. Ningún hombre existe aislado; y el concepto de un individuo postula el concepto de su especie.  La persona es, así pues, una construcción que sólo puede llevarse a cabo a través de la cultura. El último fin final del hombre es someter a sí mismo todo lo irracional, dominarlo libremente y según su propia ley. Este fin final es completamente inalcanzable. (…) No es el destino del hombre alcanzar esta meta. Pero puede y debe aproximarse a ella cada vez más y, por tanto, la aproximación infinita a esta meta constituye su vocación, su verdadero destino como hombre. (…) La perfección es la meta suprema e inalcanzable del hombre; pero el perfeccionamiento infinito es su destino, escribe Fichte.
          Desde este arranque, y dada la precariedad absoluta de la condición humana cuando nacemos, Fichte considera que, merced a nuestra educación, contraemos una deuda con el Estado, el facilitador que nos ha permitido convertirnos en seres racionales que ambicionan su plenitud, y que esa deuda hemos de pagarla en forma de reciprocidad: Hemos de ayudar a los demás a acceder al conocimiento para perfeccionarse y, de paso, perfeccionar la sociedad. El Estado, tal como lo concibe Fichte en estas lecciones, como todas las instituciones humanas que son meros medios, tiende a su propia abolición. El fin de todo gobierno es hacer superfluo el gobierno. Nos deslizamos por aquí hacia un ideal socialista o igualitario que se compadece a la perfección con  planteamientos de naturaleza utopista e incluso anarquista. Fichte describe a la persona como un ser definido por un impulso social compuesto, a su vez de otros dos: el comunicativo y el recipiendario, podríamos denominarlo: El impulso social, o sea, el impulso a entablar una relación de acción recíproca con otros seres racionales libres y a interactuar con ellos como tales, comprende los dos impulsos siguientes: en primer lugar. El impulso a comunicar, esto es, el impulso a cultivar en otros aquel aspecto de su personalidad en el que nosotros mismos estamos mejor cultivados y, en la medida de lo posible, a equipararlos a nosotros, a lo mejor de nuestro propio yo; y, en segundo lugar, el impulso a recibir, es decir, el impulso a dejarnos cultivar por otros en aquel aspecto en el que están mejor formados y nosotros lo estamos peor. Los errores que ha cometido la naturaleza son así corregidos por la razón y la libertad. La formación parcial que la naturaleza ha proporcionado a cada individuo se convierte en patrimonio de la especie entera; y la especie entera, a su vez, cultiva al individuo prestándole toda la formación que ella posee.
         
Esta euforia igualitaria no pierde de vista que, en la medida en que ese proceso social se verifica a través de la cultura, el hombre no puede hacer virtuoso, sabio o feliz a ningún ser racional contra su voluntad. Aparte de que tales afanes serían vanos y que nadie puede convertirse en virtuoso, sabio o feliz sino por su propio trabajo y esfuerzo. La ética del esfuerzo dirigido hacia la completitud de uno mismo y la de la responsabilidad social hacia los demás como medio de llegar a la perfección de la sociedad, no obvia esa dificultad que, en nuestros días, es el primer obstáculo con que chocan quienes quieren llevar a cabo esa labor humanizadora, racionalizadora. De hecho, cada vez se amplía más el número de quienes se desentienden de sí mismos y conciben el Estado como el Padre solícito que, robándoles la libertad, los encadena al disfrute de escasos servicios, menguados bienes materiales y una precaria seguridad hacia el futuro. No sé si la profecía de Berdiaeff se ha cumplido o no, pero que estamos muy, pero que muy cerca de una nueva Edad Media, con su estremecedor vacío ideológico resulta evidente, sin que se atisben, por otro lado,  los consoladores signos de un nuevo Renacimiento.
          Teniendo en cuenta la realidad, que a veces no parece existir para Fichte más que como mera construcción ideal, es evidente que, dada su época, se le impusiera una visión estamental de la sociedad,  y uno de esos estamentos es, precisamente, el de los sabios, al que él pertenece. Un estamento que tiene una responsabilidad inmensa en la consecución del objetivo igualitario que ha de permitir alcanzar el inalcanzable objetivo del perfeccionamiento individual y social. De algún modo, este vivir en el futuro de su misión trascendental emparenta a Fichte con el existencialismo, al menos en la importancia que, para los existencialistas, tiene el condicionamiento presente del futuro hacia el que se orienta la vida del individuo. A mí, sin embargo, lo que me ha llamado la atención de este texto de Fichte, ya lo dije al principio, es la relación íntima con un texto del cuento Un jornalero, de Clarín, cuya lectura recomiendo enfervorizadamente. La misión del sabio, según Fichte, es la de la abnegada vocación de ayuda a sus conciudadanos para devolverles lo que la sociedad le ha permitido obtener, se trata, pues, de una exigencia ética: Cada uno tiene el deber no sólo de querer ser útil en general a la sociedad, sino también de dirigir  sus esfuerzos, lo mejor que sepa, hacia el fin último de la sociedad: el constante ennoblecimiento del género humano, es decir, liberarlo progresivamente de la coacción de la naturaleza y hacerlo cada vez más independiente y autónomo. Mediante esta nueva desigualdad [de estamentos] surge una nueva igualdad: un avance uniforme de la cultura en todos los individuos.
         
Después de haberse embarcado en una refutación de Rousseau, achacándole que la persona en su pretendido estado natural original perdería lo que la distingue de los animales: la razón, Fichte confiesa, con un final lleno de acidez y clarividencia que También a mí me está confiada, en el área correspondiente a mi especialidad, una parte de la cultura de mi época y de las épocas siguientes. También mis trabajos ayudarán a determinar el curso de las generaciones futuras y la historia universal de las naciones todavía por venir. Estoy llamando a dar testimonio de la verdad. Mi vida y mi sino no valen nada en absoluto, pero de las acciones de mi vida depende infinitamente mucho. Soy un sacerdote de la verdad. Estoy a su sueldo, y me he comprometido a hacer todo, a arriesgar todo y a sufrir todo por ella. Si por su causa debiera ser perseguido y odiado, o si debiera incluso morir a su servicio, ¿qué habría hecho de extraordinario, habría hecho otra cosa que lo que simplemente tenía que hacer? Soy consciente de cuanto he dicho ahora y sé igualmente muy bien que una época castrada y sin nervio no soporta este sentimiento ni su expresión. Sé que semejante época, con una voz tímida que delata su vergüenza interior, llama a todo a lo que ella misma no es capaz de elevarse “entusiasmo fanático”. (El subrayado es mío) ¡Nada menos que una época castrada y sin nervio! Mira por dónde el bueno de Fichte se nos ha convertido en cronista del futuro…, este presente nuestro en el que se requiere una entereza indispensable para afrontar los retos aciagos de la sustitución de las ideas por el consumo: Cuanto más nobles y mejores seáis, más dolorosas serán las experiencias que os esperan; pero no os dejéis vencer por este dolor, sino vencedlo con hechos. Se ha contado con él, y forma parte del plan de mejora del género humano. Es poco varonil cruzarse de brazos y lamentarse de la corrupción de los hombres sin mover un dedo para disminuirla.
          Queda clara, pues, la providencial responsabilidad del sabio, y ahí es donde enlazamos con el cuento de Clarín.
          Andrés Vidal es un erudito que vive en  
N**, ciudad de muchos miles de habitantes, industriosa, rica, llena de fábricas, y en la que  no había un solo ciudadano que disputase ni envidiase a Vidal su privilegio de la Biblioteca, el cual consistía en poder quedarse a estudiar en ella por las tardes y hasta avanzadas horas de la noche, corriendo por su cuenta con el gasto de las luces que empleaba y encargarse de abrir y cerrar, dejando al marcharse las llaves en casa del conserje. Anda el bueno de Vidal metido en una competición con un colega y contrincante, socialista de cátedra, por más señas, por ser el primero en dar a la luz noticia de unos datos que cambiarían el análisis de las revueltas gremiales del siglo… En la industriosa ciudad se declara una huelga salvaje, con barricadas y piquetes armados. Vidal, cuando sale de la biblioteca, se encuentra con uno de esos piquetes cuyos extremistas componentes  lo confunden con un burgués a pesar de que su traje acusa la brillantez del desgaste y el descuido de las estrecheces propias de un erudito que vive para la investigación, y a muy duras penas de ella. La situación, tensa, se resuelve en el grito unánime de los sublevados para quemar al pobre erudito, al que acusan de ser un sabio burgués, junto con los libros de la biblioteca. Oído ese bárbaro propósito, Vidal sale en defensa de lo que constituye su razón de ser:
          -Señores –gritó Vidal con gran energía–. En nombre del progreso les suplico que no quemen la Biblioteca… La ciencia es imparcial, la historia es neutral. Esos libros… son inocentes…, no dicen que sí ni que no; aquí hay de todo. Ahí están, en esos tomos grandes, las obras de los Santos Padres, algunos de cuyos pasajes les dan a ustedes la razón contra los ricos… En ese estante pueden ustedes ver a los socialistas y comunistas del 48… Ahí tienen ustedes El Capital de Carlos Marx. Y en todas esas biblias, colección preciosa, hay multitud de argumentos socialistas: El año sabático, el jubileo… La misma vida de Job. No; ¡la vida de Job no es argumentos socialista! ¡Oh, no, ésa es la filosofía seria, la que sabrán las clases pobres e ilustradas de siglos futuros muy remotos!...
         
Ante la interpelación de uno de los amotinados: -¡No; que se disculpe…, que diga qué es, cómo gana el pan que come…, Fernando Vidal se siente herido en lo vivo y comienza, abriéndose paso entre los fusiles que le apuntaban, para dirigirse de tú a tú a quien le acusaba de ser un sabio burgués, explotador de la clase trabajadora, una defensa de la labor intelectual que coincide, punto por punto, con esa labor redentora de la sociedad que Fichte le concede al estamento de los sabios:
          -Tan bien como tú. Has de saber, que, sea lo que sea de la cuestión del capital y el salario, que está por resolver, como es natural, porque sabe poco el mundo todavía para decidir cosa tan compleja; sea lo que quiera de la lucha de capitalistas y obreros, yo soy hombre para no meter en la boca un pedazo de pan, aunque reviente de hambre, sin estar seguro de que lo he ganado honradamente…
          He trabajado toda mi vida, desde que tuve uso de razón. Yo no pido ocho horas de trabajo, porque no me bastan para la tarea inmensa que tengo delante de mí. Yo soy un albañil que trabaja en una pared que sabe que no ha de ver concluida, y tengo la seguridad de que cuando más alto esté me caeré de cabeza del andamio. Yo trabajo en la filosofía y en la historia y sé que cuanto más trabajo, me acerco más al desengaño. Huyo, ascendiendo, de la tierra, seguro de no llegar al cielo y de precipitarme en un abismo…, pero subo, trabajo. He tenido en el mundo ilusiones, amores, ideales, grandes entusiasmos, hasta grandes ambiciones; todo lo he ido perdiendo; ya no creo en las mujeres, en los héroes, en los credos, en los sistemas; pero de lo único que no reniego es del trabajo; es la historia de mi corazón, el espejo de mi existencia; en el caos universal yo no me reconocería a mí propio si no me reconociera en el sudor de mi frente y en el cansancio de mi alma; soy un jornalero del espíritu, a quien en vez de disminuirle las horas de fatiga, los nervios le van disminuyendo las horas de sueño. Trabajo a la hora de dormir, a oscuras, en mi lecho, sin querer;  trabajo en el aire, sin jornal, sin provecho…, y de día sigo trabajando para ganar el sustento y para adelantar en mi obra… Yo no pido emancipación, yo no pido transacciones, yo no pido venganzas… Desde los diez años, no ha oscurecido una vez sin que yo tuviera tela cortada para la noche que venía: siempre mi velón se ha encendido para una labor preparada; hasta las pocas noches que no he trabajado en mi vida fueron para mí de fatiga por el remordimiento de no haber cumplido con la tarea de aquella velada. De niño, de adolescente, trabajaba junto a la lámpara de mi madre; mi trabajo era escuela de mi alma, compañía de la vejez de mi madre, oración de mi espíritu y pan de mi cuerpo y el de una anciana.
          Éramos tres, mi madre, el trabajo y yo. Hoy ya velamos solos yo y mi trabajo. No tengo más familia. Pasará mi nombre, morirá pronto el recuerdo de mi humilde individuo, pero mi trabajo quedará en los rincones de los archivos, entre el polvo, como un carbón fósil que acaso prenda y dé fuego algún día, al contacto de la chispa de un trabajador futuro…, de otro pobre diablo erudito como yo que me saque de la oscuridad y del desprecio…
          -Pero a ti no te han explotado, tu sudor no ha servido de sustancia para que otros engordaran… -interrumpió el cabecilla.
          -Con mi trabajo –prosiguió Vidal–  se han  hecho ricos otros: empresarios, capitalistas, editores de bibliotecas y periódicos; pero no estoy seguro de que no tuvieran derecho a ello. Ese es un problema muy complejo; está por ver si es una injusticia que yo siga siendo pobre y los que en mis publicaciones sólo ponían cosa material, papel, imprenta, comercio, se hayan enriquecido.
          No tengo tiempo para trabajar indagando ese problema porque lo necesito para trabajar directamente en mi labor propia. Lo que sé, que este trabajo constante, con el cuerpo doblado, las piernas quietas, el cerebro bullendo sin cesar, quemando los combustibles de mi sustancia, me ha aniquilado el estomago; el pan que gano apenas lo puedo digerir… y, lo que es peor, las ideas que produzco me envenenan el corazón y me descomponen el pensamiento… Pero no me queda ni el consuelo de quejarme, porque esa queja tal vez fuera, en último análisis, una puerilidad… Compadecedme, sin embargo, compañeros míos, porque no padezco menos que vosotros y yo no puedo ni quiero buscar remedio ni represalias, porque no sé si hay algo que remediar ni si es justo remediarlo… No duermo, no digiero, soy pobre, no creo, no espero…, no odio…, no me vengo… Soy un jornalero de una terrible mina que vosotros no conocéis, que tomaríais por el infierno si la vierais, y que, sin embargo, es acaso el único cielo que existe… Matadme si queréis, pero respetad la Biblioteca, que es un depósito de carbón para el espíritu del porvenir…
         
¡Un jornalero del espíritu! Ahí es nada. Eso es todo.


sábado, 10 de noviembre de 2012

María Zambrano: La filósofa pasmada

Maria Zambrano: la serena claridad desasosegante del discurso en enigma de las razones vital y poética.

Desde que me aventuré en la lectura de la primera obra de María Zambrano que cayó en mis manos, Los claros del bosque, siempre he tenido, al leer a esta filosofa inclasificable, la misma sensación de permanecer sumido en la perplejidad y en el pasmo tras la lectura de una prosa poética que me eleva a las regiones místicas desde el trampolín de la razón hecha cuerpo y latido vital, es decir, socia amorosa de la irracionalidad.
Desde aquella primera lectura ya me deje mecer por el verbo poético y polifónico que formaba una red de melodías en las que el lector se abismaba, tan lleno de claridad y convicciones como de dudas fecundas y atrevidas hipótesis. Ninguna prosa filosófica me había embaucado nunca hasta aquel momento como la suya (excepción hecha Unamuno, en la adolescencia, del Foucault de Las palabras y las cosas, en la media madurez,cuyo primer capítulo sobre Las meninas siempre me pareció el norte de mis desvelos intelectores,  y, en la vejez, de  Clement Rosset, en su Lógica de lo peor y, sobre todo, en  Lo real y su doble, un libro, éste último, de obligada lectura para quienes sientan la pasión del filosofar y gocen con la maravilla del razonar en estado puro) ni ninguna otra me ha sumido en mayor perplejidad. La verdad es que nunca sé a qué carta quedarme, cuando me engolfo en las páginas desafiantes de María Zambrano. [Se hizo una película sobre ella que me negué a padecer: hay en la pseudoizquierda española una ñoña tendencia a la hagiografía que no puede explicarse más que por su inveterado conservadurismo y su apego a la educación católica recibida.] Tan pronto me llena de entusiasmo como me parece una embaucadora. Y paso de un estado al otro en cuestión de páginas. Acaso sea que, como buena hija de su tiempo, y heredera de la mejor tradición de la modernidad, Zambrano escogió el fragmento como método de indagación filosófica. Ese método supone una suerte de filosofar por aluvión que depende mucho del trato intelectual que se tenga en el momento en que se escribe. De hecho, buena parte de los textos de Zambrano son la respuesta a otros textos filosóficos.  Hay ciertos motivos que atraviesan de forma recurrente toda su obra, sea La agonía de Europa, sea La confesión, sea Hacia un saber del alma, sea el que ha motivado estas líneas, Notas de un método, en el que entraré con mayor detalle en breve, sea el recopilatorio Obras reunidas. Primera entrega o el aparentemente modesto, pero excepcional España, sueño y verdad, donde pueden leerse dos textos tan dispares y tan emotivos, ambos, como La mujer en la España de Galdós y Un capítulo de la palabra: “El idiota” , prólogo imprescindible para entender la pasión intelectual de Zambrano, quizás más cercana a la crítica literaria que propiamente a la filosofía, entendida ésta al modo tradicional, no al posterior a la aparición del deconstructivismo derridiano,  aunque, en su caso, se trata de una crítica enriquecida por sus saberes filosóficos. Esos motivos tienden a la interrogación esencial sobre la relación entre la razón y la vida, que su maestro, Ortega, encerró en la definición de su doctrina: la razón vital, por más que la exploración de ese fundamento acerque más a la autora a la antropología filosófica que propiamente a la filosofía clásica.  Corona toda esa obra una expresión que, aun siendo hija de su maestro predilecto, Ortega, cuya facilidad e ingenio expresivo son sobradamente conocidos, acierta a tener una deriva unamuniana y bergaminesca que enriquece su prosa con los mejores recursos de las generaciones del 98 y del 27. Al fin y al cabo, la voluntad de estilo (siguiendo el título del magnífico ensayo de Marichal) es un rasgo definitorio de la pensadora, y ello hasta tal punto que acuñará una nueva razón al acervo de las conquistas filosóficas: la razón poética, esto es, la razón como un “quehacer”, un poieo, una artesanía que exige la realización de la única obra que nos compromete: la construcción de la propia identidad, más allá de la máscara, más allá de la persona, una metafísica, al cabo.
          Notas de un método es un libro que requiere varias lecturas, en mi caso, torpe como soy hasta la exasperación,  las tres que he hecho antes de decidirme a pergeñar estas líneas, porque María Zambrano aborda en él aspectos fundamentales de la filosofía, como el nacimiento de la misma o el nacimiento del sujeto pensante. En este libro diríase que hay un aliento antimodernista, a juzgar por la distinción que hace la autora entre ritmo y melodía: Solamente en la melodía puede haber revelación; la melodía es creadora, imprevisible. El ritmo, por el contrario, es expresión de la falta de libertad. (…) Lo que  es más que ritmo es un infierno, castillo infernal, mortal por sí mismo. Rubén Darío tenía por lema: ama tu ritmo y ritma tus acciones. Pero la autora ve clara la diferencia entre someterse a la naturaleza y crear a partir de ella. Zambrano, discípula aventajada de Ortega, como ya dijimos, concibe el método como un camino que se recorre una y otra vez, pero que se ofrece al sujeto sin guía alguna que le permita recorrerlo. Es el hombre quien, en palabras de Ortega: ha de hacerse su propia vida, y ahí es donde el método se revela como una exigencia fundamental. Zambrano realiza, al hilo del poco leído –dice ella– libro de Max Scheler, El puesto del hombre en el cosmos, una distinción entre las bestias, cuya sabiduría secreta se corresponde con sus posibilidades corporales  y el hombre –término que ella usa supongo que para escándalo retrospectivo ¡y nada menos que compasivo! de las pseudofeministas de hoy– que, posterior a las bestias, devino primero residente en la Tierra y, finalmente, su extraño huésped dominador.
          Para mientes, María Zambrano, en la paradoja que usualmente pasa inadvertida al común de los pensantes: Decir sujeto es enunciar una especie de esclavitud. (…) ¿Cuándo comienza el hombre a sentirse sujeto? Cuando ha reflexionado, cuando se ha mirado a sí mismo. Mas lo primero en el ser humano no es mirar, sino sentirse mirado, sin sabe por quién ni cómo, y en la que reparé no hará mucho, con anterioridad a la lectura del libro, para construir uno de mis aforismos:  ¿No es candoroso que el sujeto se identifique con la liberad?
          La escisión primordial del sujeto procede de haber entronizado la psique hasta reducir el ser humano a mera psique, olvidando el saber primordial propio de la especie, de ahí la impostura propia de la invención del Yo o, como lo die la autora: cuando el sujeto se embebe en ese Yo, cuando se deja embeber por él, se hace personaje, deja de ser persona y entra a representar todo aquello que su Yo le impone. El sujeto de inventa a sí mismo, inventa una máscara, un tipo, un personaje; de lo que tenemos abundantes ejemplos en el cercano y ya caso olvidado Benito Pérez Galdós(…). Cuánta ambigüedad hay en este humano sujeto obligado a manifestarse. Porque si no se manifiesta, no es.
          Quisiera mostrar un fragmento emblemático del razonar de Zambrano, donde se manifiesta ese gemelaridad expresiva con José Bergamín: La experiencia nos dice que no se ve cuando se va. Al ir, si es que entendemos que el venir no sea un ir también, no se ve ni siquiera adónde se va. Si el volver es realmente un volver y no la repetición del ir, es cuando el ver se presenta. Así lo testifica el recordar, la necesidad de la mirada retrospectiva. El movimiento propio del vivir personal, único que puede llegar a sernos relativamente diáfano, es el de avanzar a ciegas primero y haber de retroceder después en busca del punto de partida. El buscar el punto de partida es el motor, la verdadera “causa movens” del recordar, del revivir para ver; un ver que es un entrever. Ver entre el asalto de los sentimientos, de las percepciones, más intensas y más nítidas también que cuando surgieron. Ya que todo lo que nace irrumpe ciegamente, invasoramente en la lucha con lo que le rodea, en agonía de crecer y de mostrarse. Un fragmento que parece una paráfrasis del Génesis, libro al que remite María Zambrano para extraer de la serpiente la analogía del camino que lleva al árbol de la Ciencia del bien y del mal, ese sendero retorcido que es el propio método que no se adquiere, sino que se manifiesta, se recibe. Al fin y al cabo, es María Zambrano una excelente creadora de metáforas que no las concibe como un adorno del discurso, sino como un más allá de él, una instancia de plenitud y una visión del centro que articula lo que le rodea, capaz de definir su quehacer filosófico. Para ella, la metáfora es una forma de relación que va más allá y es más íntima, mas sensorial también, que la establecida por los conceptos y sus respectivas relaciones. Se trata de una
relación, en definitiva, que llega a ser intercambiabilidad entre formas, colores, a veces hasta perfumes, y el alma oculta que los produce.
Eje sustancial del filosofar de Zambrano es que todo él arranque de un factor fecundo: el asombro:  El suceso que decidió el dejar en suspenso la sabiduría para preguntarse por el ser de las cosas, de la realidad, fue el asombro. (…) No hay palabra en el asombro, tan sólo el silencio y, a lo más, una exclamación. El asombro es pasmo, el pasmo que se da cuando se vislumbra algo insólito, pero que es aún más puro y fecundo cuando se  produce ante algo de sobra conocido y que de repente se presenta como nunca visto. El pasmo es, pues, el estrato más profundo e íntimo del asombro. Filósofa pasmada, podríamos denominarla, a ella, que así se ha quedado tanto ante textos capitales de la historia del filosofar humano, como las Confesiones o los Pensamientos de Pascal, como ante su propia experiencia vital, fuente constante de su asombro y de su pasmo.
          Hay una distinción entre sabiduría y pensar que interpela al lector con una agudeza tal que nos pincha de una vez por todas el globo de los tópicos al que nos subimos para sentirnos seguros, porque desde ellos creemos que dominamos el mundo, teniéndolo ante los ojos: La sabiduría es riqueza, y es ancha, inmensa. El pensar es pobreza, porque es renuncia a saber y después dificultad casi insuperable de entender lo que no se adquirió pensando, lo que no es hijo del pensamiento. (…) Si la acción del pensamiento descubre, desvela las cosas, es porque la sitúa en el orden del ser. Y si descubre los sucesos es porque los sitúa en el orden del tiempo.
Así pues, concluye Zambrano: No hay método, pues, para el saber de la vida. Porque la vida es irrepetible, sus situaciones son únicas y de ellas sólo cabe hablar por analogía y eso haciendo muchos supuestos y aun suposiciones.(…) El saber, el saber propio de las cosas de la vida, es fruto de largos padecimientos, de larga observación, que un día se resume en un instante de lúcida visión que encuentra a veces su adecuada fórmula.  ¿Cómo no advertir en esa formulación una defensa del aforismo como síntesis vital? Al fin y al cabo, la autora está convencida de que el más hondo saber, el de las cosas de la vida, no pueda apenas transmitirse: viene a la mente la imagen del fondo de las edades del sabio envuelto en su silencio: “el que más sabe más calla”.  Y ahora, ¿quién se atreve a continuar después de tal conminación a guardar el silencio del que, acaso, surja el pensar sinuoso?

sábado, 27 de octubre de 2012

Luces de Bohemia: El prodigio teatral de La Perla 29.






La emoción apasionante de la ficción: Max astroso y Poz desencajado.

Ayer volví al teatro. Vi Luces de Bohemia, en un montaje del grupo catalán La Perla 29. Salí como pedía la vieja retórica, habiendo sufrido una purificadora catarsis. Juan Poz es hermano de fracaso de Max Estrella. Conmovido y conmocionado (en el supuesto de que mover y mocionar sean algo distinto), he dejado pasar unos días para que no me dicten las palabras las emociones y poder explicar estas últimas con aquellas, acaso con la pretensión de ponerme estupendo.
El primer encuentro en el teatro es siempre con la escenografía, lo que los cursis llaman la dramaturgia o la galicista puesta en escena. En estos tiempos de telones caídos, los espectadores ultraimaginativos (nada que ver con los imaginadores ultraístas) como mi menda entran en la sala y ya comienzan a ver ante sus ojos buena parte de lo que verán después, sobre todo si van a ver una obra que, como es el caso, han leído decenas de veces y de las que se saben diálogos enteros y aun definiciones clásicas, como la canónica y archifamosísima del esperpento. Los espectadores estábamos sentados en gradas que formaban una  U y en ese pasillo angosto, a menos de dos metros de nosotros, los actores iban a representar la obra noctívaga de Valle. Rompía la U en una esquina un reducido espacio para la taberna de Picalagartos y un acceso para la entrada y salida de los personajes.
La cercanía de los actores al público no es una mera necesidad del espacio de la sala –que forma parte del complejo arquitectónico de la arquitectónicamente excepcional Biblioteca de Cataluña, que fue, con anterioridad, en el siglo XV, un  hospital–, sino el fruto de una concepción del teatro como experiencia humana directa. He de confesar que contra la distancia brechtiana, la cercanía broggibrosiana –Oriol Broggi y Sebastià Brosa son los responsables de tan imaginativa interpretación de la obra– me ha aportado una vivencia del clásico en la que la experiencia física ha contribuido en gran manera a la recepción entusiasta, ¡eufórica!, de la obra. A la distancia de un escenario a la italiana, los seres humanos que representan en él sus grandezas y sus miserias parecen marionetas que se desgañitan para que sus emociones lleguen con claridad a todas las localidades de la sala. Cuando al espectador le llega el aliento, y hasta la salivilla…, de quien puede modular su voz para expresar registros de muy varia naturaleza sin el altavoz potente que los distorsiona en otro espacio, la experiencia teatral adquiere un significado completamente nuevo. No se trata, tampoco, de un espacio como el de Grotowski para El príncipe constante, en el que los espectadores habían de asomarse, como mirones, a ventanucos desde los que contemplar el interior de un cubo enorme, en el cual se representaba la acción, un espacio del que los espectadores estaban  físicamente exentos, separados. Y sin embargo, algo del teatro pobre del polaco hay en esta representación en la que los múltiples y variados espacios de la acción, para los que los espectadores actuamos como paredes vivas -¡aquí sí que cuadra lo de “hablarles a las paredes”!– , se decoran con los mínimos elementos necesarios.
Quiero resaltar, sobre todos los elementos de la escenografía, la arena sobre la que se representa la obra. Que para tan españolísima obra en la que se reniega de España –especialidad intelectual del país– se haya dispuesto un albero, me parece un acierto espléndido. En la propia obra hay un momento, en la escena con el increíble D. Filiberto, en la redacción del diario, en el que cobra vida mortal la arena del “polvo eres y en polvo te convertirás” que el joven modernista no sabe siquiera citar en latín, como se queja el redactor. Es la arena, también, del camposanto, y la arena, indudablemente, donde luchan los gladiadores contra la miseria y el olvido de la fama; la arena, por supuesto, donde coger las piedras con la que luchar contra la opresión del desgobierno de los corruptos de turno. Esta polisemia de los elementos escénicos predispone al espectador a favor de la representación. Sabe que todo se representa sobre un elemento natural: la tierra; y que, en consecuencia, los personajes no son hijos de la mente más o menos calenturienta de un autor, sino emanación viva de la tierra, producto natural de ella; sabe que las emociones de esa tragicomedia no son, representadas por los actores, arte de la ficción, sino fruto estremecido de la única verdad posible, la del arte vivo.
Sin el trabajo magnífico de los actores y actrices, por otro lado, es imposible que un texto teatral se convierta en vida. El milagro de la técnica teatral, las emociones fingidas de quien las controla al milímetro para que los espectadores las vivan como una experiencia turbadora, alcanza en la obra que he visto unas cotas difícilmente superables, aunque no en todos los actores y actrices por igual, claro está. Pocas veces a  Max lo he vivido tan yo como en esta representación. Pocas veces la famosa execración, “en España las letras son colorín, pingajo y hambre” ha estado tan cerca de hacerme derramar –con el recuerdo del Valle indigente e indignado al fondo- las lágrimas de la indignación, del mismo modo que ha sucedido en esas autoafirmaciones del orgullo literario de Max, “yo no me humillo”, que me sumaban a su encumbrada exigencia artística, justo el tiempo suficiente para aceptar lo contrario casi sin solución de continuidad: la caridad del ministro con que darle una larga cambiada y efímera a la atrocidad de la miseria.
 Quien ha convivido con Luces de Bohemia, quien haya representado todos y cada uno de sus personajes en sus lecturas de la obra, distingue a la perfección la verdad de la impostura. De ahí el mérito excepcional de esta versión. Un Max, Lluís Soler, perfecto. Un D. Latino que supera con creces el cotejo con el inolvidable e insuperable forjado por Agustín González, y un eficacísimo reparto que con indudable versatilidad saca adelante, con total verosimilitud los muy diferentes personajes de la obra, teniendo cada uno de ellos su momento de gloria a lo largo de la representación, como en el caso de la escena del prisionero catalán. ¡Qué emoción telúrica la vivida a través de aquel golpe de genio de Max: Yo te bautizo Saulo. Soy poeta y tengo derecho al alfabeto. Algo que, viniendo de quien se reconoce el dolor de un mal sueño, nos acerca a una vivencia de la historia española que describe el preso catalán a la perfección del día de hoy: En España el trabajo y la inteligencia siempre se han visto menospreciados. Aquí todo lo manda el dinero. No es de extrañar que en el programa de mano se le den las gracias a todos los indignados, porque las algaradas callejeras descritas en la obra, así como la represión policial parecen un trasunto de las actuales. Es en ese momento de la obra  cuando la transformación social de Máximo Estrella  adquiere su verdadera dimensión dramática: ¡Jamás oí voz con esa cólera trágica!, exclama ante la “contemplación” de la queja lorquiana ( ¡Negros fusiles, matadme también con vuestros plomos! ¡Que tan fría, boca de nardo!) de la verdulera con el hijo pequeño, recién asesinado, en brazos. Hay mucho de teatro, le responde su perro, D. Latino, la encarnación del cinismo. Y frente a la insensibilidad del egoísmo, Max sólo ofrece el desprecio absoluto:  ¡Imbécil! Es preciso hacer notar la enorme cantidad del mismo que puede albergarse en un insulto tan aparentemente neutro si este es proferido con la entonación adecuada, como sucede en esta representación magnífica, y en esa escena en concreto.
Para un artista desencajado y relativamente empobrecido, el teatro es un lujo tan fuera de su alcance como lo estaba  la gloria literaria para Max Estrella (¡mon semblant, mon frêre!). Sin embargo, una representación como la que he vivido, capaz de arrastrarme, conmovido y exaltado, a lo largo de una hora y media apasionante, me parece una experiencia que ningún amante del arte debería perderse, siempre y cuando aparezca por su ciudad esta maravillosa representación.
Quienes frecuenten este Diario saben que no soy dado al elogio, aunque en esta ocasión me ha parecido que cumplo con el clásico: Es signo de mediocridad alabar siempre moderadamente, reconocía Vauvernagues. Pues eso, escapemos de la mediocridad.

jueves, 18 de octubre de 2012

¿Aforrefranes o Refraforismos?





Baciyelmos del género lacónico.                   

                

                  Quienes frecuentan este Diario de un artista desencajado son conocedores de mi dedicación al fenómeno del aforismo, sobre el que he escrito reiteradamente aquí desde hace mucho. Hay un abordaje teórico, con su derivada académica, en el que no voy a entrar ahora, pero en el que sigo acumulando lecturas, notas y borradores. Hoy pretendo reflexionar brevemente sobre la más que estrecha relación existente entre el aforismo y el refrán. 

                  En apariencia, puede parecer que haya entre ellos un abismo, y que la anonimia del segundo y la autoría del primero marquen una diferencia que, definitivamente, los conforme como “géneros” distintos, aunque no distantes. He de dejar claro desde el principio que la anonimia del refrán es  un mero fenómeno circunstancial, anecdótico. Dicho de otra manera, alguien ha tenido que elaborar alguna vez y en algún sitio los refranes que después han pasado de boca en boca a través de generaciones hasta llegar a la nuestra. Digo elaborar y no escribir, aunque en el decurso de la creación del refranero bien puede intuirse que algunos de ellos incluso hayan podido ser escritos antes que elaborados oralmente. 

                    Que los refranes vienen de muy lejos y que pueden ser considerados como “universales” de la experiencia popular es algo casi inobjetable. Ahora bien, al margen de las turbadoras coincidencias que hay entre los refranes de culturas distintas, me interesa señalar que, más allá de la síntesis de la experiencia humana, hay en los refranes un aliento poético innegable, no solo por los constantes juegos lingüísticos a los que recurren, sino por el uso frecuente de casi todas las figuras retóricas, entre las que la comparación, la metáfora, el retruécano y la antítesis ocupan lugar destacado, aunque también la imagen suele aparecer con frecuencia en ellos, como “visión” privilegiada de la conformación de lo real. Es señal característica indudable de los refranes el hecho de recurrir a la rima como método nemotécnico, pues los refranes han de poder ser “fijados” con claridad, sin confusiones enojosas que se presten al equívoco o a la duda sobre la intención del usuario, y ese es quizás el rasgo que más los aparta de los aforismos, poco dados a recurrir a la rima interna, con la que suelen mostrarse usualmente incompatibles, si bien hay numerosas excepciones. 

                       Salvado ese pequeño escollo, es cierto que hay muchos refranes que, enunciados sin delatar su condición de tales, bien pueden pasar por aforismos, y a la inversa. Esa suerte de viceversabilidad es lo que me anima a derribar los muros con que quieren algunos teóricos ubicarlos en compartimentos estancos. Cualquiera que haya leído alguna colección de refranes habrá hallado muestras como las que yo voy a usar a continuación, si bien es forzoso reconocer que los tales no se hallan entre los más populares, entre los más usados. Por otro lado, no hay duda de que el gran triunfo del aforismo es, sin duda, perder la autoridad y ser repetido como si se tratara de esa supuesta creación popular en la que habrían participado numerosas lenguas o numerosas plumas, ¡ningún honor más alto, para el autor, que desaparecer en la propiedad comunal –como la gran última lección del genio que fue Mozart, confundirse sus restos con los de la fosa común- y asegura, en su aforrefrán, la eternidad de su obra! Esa sería la tenue frontera entre el aforismo arrefranado y la cita de campanillas.

                        Veamos, sin más dilación, algunos ejemplos de esos aforrefranes o refraforismos de los que vengo hablando:

Acometa quien quiera, el fuerte espera, en todo semejante al proverbio japonés según el cual El que tiene seguridad en sí mismo no suele agredir, sino resistir las injurias del enemigo. Advertimos, pues, uno de esos “universales” que suelen encarnarse en los refranes.

Al herrero con barbas y a las letras con babas. De inequívoco sabor quevediano.

A los sordos, peerlos. No está exento el refrán del impulso escatológico ni de la crueldad, como tampoco del ingenio. No deja de ser curiosa la presencia en este refraforismo del humor negro tan propio de la literatura popular como de la culta.

           Aunque soy grande, soy estambre. En ninguna colección de refranes de  las centenares de miles que hay en internet se ha recogido (según el buscador de Google), si bien aparece, como no podía ser menos, en el libro digitalizado  de Gonzalo Correas: VOCABULARIO DE REFRANES Y FRASES PROVERBIALES Y OTRAS FÓRMULAS COMUNES DE LA LENGUA CASTELLANA EN QUE VAN TODOS LOS IMPRESOS ANTES Y OTRA  GRAN COPIA QUE JUNTÓ EL MAESTRO GONZALO CORREAS  Catedrático de Griego y Hebreo en la Universidad de Salamanca. Es apreciable, en este  acaso más que en ningún otro, la fuerte impronta poética y moralista del aforrefrán. En todo se asemeja al estilo de los aforismos de Pascal y específicamente al que dice: El  hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza, pero es una caña pensante.  

Guárdate del hombre que tiene rincones. ¡Cómo no volverse enseguida hacia las personas “esquinadas” de las que nos prevenía Unamuno! En el bilbaíno eran seres hacia afuera, agresores, con los que se topaba; los del aforrefrán, son seres hacia dentro, maquinadores. No sé cuáles son peores.

Servir es ser vil. Cualquier aforista, como buen libertario que todos son, en el fondo, firmaría orgulloso este falso calambur ingenioso y luciferófilo.

Culos conocidos, de lejos se dan silbos. Gabriel García Márquez confesó en un artículo (El País, 18/8/1982) que los viejos refranes españoles fueron sus primeros iniciadores en la poesía, y aportaba este ejemplo señero. Que cada cual descubra para sí la música de la poesía en este deslenguado y musical refraforismo de turbadora imagen.

A luengas vías, luengas mentiras. De igual modo que en los romances aparecieron inmediatamente los arcaísmos como marca de antigüedad, de nobleza de lengua, en los refranes ocurrió otro tanto. La presencia de ciertas voces actúan, pues, poéticamente y permiten una contemplación poética del aforrefrán. Que se aplique, además, a los fabulosos –en su sentido literal—  comentarios de los viajeros por geografías y pueblos exóticos, tan comunes en la vida de cada quisque, permite la identificación inmediata con las sufridoras videoaudiencias que soportan a cena enjuta la atroz redundancia de las imágenes y los relatos.

Discreción es saber disimular lo que no se puede remediar. Finalmente, en el más tradicional estilo definidor de los aforismos, amigos siempre de reescribir los cariñosos (y pegajosos) lugares comunes, este refraforismo, tan sabio como conciso y despojado de los oropeles de la retórica, bien puede reclamar la condición que le estamos reconociendo.

Endura, endura y viene quien desboruja. Aunque solo sea por el amor al arcaísmo, del que antes hablamos, ¿cómo no enamorarse de esta críptica constatación de una realidad trivial, a muchos avaros les hereda un despilfarrador, podría ser una traducción no excesivamente infiel. (Endurar: 4. escatimar, ahorrar; desborujar -inexistente hoy–: despilfarrar).

Madrastra, madre áspera. He aquí uno de esos aforrefranes a los que son tan dados no pocos autores amantes de las definiciones como Ramón Gómez de la Serna o José Luis Coll, por ejemplo, aunque es propensión de muchos y solo resultado feliz en pocos.

Más vale onza de sangre que libra de amistad. Más allá de las medidas antiguas, absolutamente anodinas en su tiempo y hoy tan llamativas, incluida la arroba, merece la pena destacar este lacónico canto al espíritu de clan germánico que dominó durante tanto tiempo nuestra jurisprudencia.

Para sacar de su casa a un muerto son menester cuatro hombres. He aquí un refraforismo de los excelentes, los que denotan una perspicacia singular, propia de espíritus bendecidos por la agudeza. Al tiempo, el elogio poético de la última lucha épica del ser en la existencia recibe cumplido homenaje

        ¿Qué espejo hará la fuente do la vecera se mete? Siquiera sea, de nuevo, por la posibilidad de devolver a la circulación lingüística una voz como vecera, ‘manada de puercos’, ya merecería ser acogido este reafraforismo en el grupo de los escogidos. Si sumamos el valor metafórico del mismo, ‘que el vicioso no pueda dar ejemplo’, se acrecienta, sin duda, el valor del ejemplo.

        Regla y compás, cuanto más, más. ¿Y qué decir de este aforrefrán propio, a pesar de la atrevida adjudicación, de místicos como Juan de la Cruz o Teresa de Jesús. ¡Regla y compás!, nada menos. Disciplina y ritmo, porque en la renuncia a las pasiones y  en el vuelo del alma hay un secreto ritmo que solo escuchan y siguen quienes ejercitan las virtudes del pájaro solitario.

        Cada cual es muy suyo de buscar más ejemplos de los baciyelmos  que pueda encontrar en este mundo inagotable del laconismo. A los comentados, añado una breve muestra de otros que también lo merecerían, ser comentados:

A gran arroyo, pasar postrero.

Al loco y al aire, darles calle.

Alcanza quien no cansa.

Culos conocidos, de lejos se dan silbos.

De alcalde a verdugo, ved cómo subo.

De hora en hora, Dios mejora.

Do entra beber, sale saber.

Dos al saco y el saco en tierra.

El que ha de besar al perro en el culo no ha menester limpiarse mucho.

El que quiere, va: el que no quiere, envía.

Hay ojos que se enamoran de legañas.

Ir romera y volver ramera.

La que se viste de verde, con su hermosura se atreve.

Muchos ajos en un mortero, mal los maja un majadero.

No en los años están todos los desengaños.

No hay tal caldo como el zumo del guijarro.

Pared blanca, papel de necios.

Pedo con  sueño no tiene dueño.

Peer en botija para que retumbe.

Trabajos, y a la vez andrajos.

La verdad huye de los rincones.

Viejo amador, invierno con flor.

Ya que no seas casto, sé cauto.