27 de agosto de 2...
Me fue imposible continuar: al llegar a mí mismo el ordenador se me detuvo en seco, como si me quisiera evitar el chorreo que se avecinaba, ¡caritativo él! Pero aquí estoy, ahora, dispuesto a reconocer esa verdad palmaria: la literatura deprava, no ennoblece; condena, no salva. De mí ha hecho un ser huidizo, asocial, bárbaro, inmisericorde... Misántropo, en resumidas cuentas.
Un escritor ha de ser así, sin embargo: el ombligo del mundo. Por ahí quiere atacarme quien fui para lanzarme a la aventura exterior, para hacerme rodar hacia los tropezones, hacia los picatostes del puré de la realidad. Me resistiré. Yo estoy aquí para algo muy diferente: independizarme de la ambición, de la vanidad y del orgullo. Tengo de todo, y hasta la saciedad, pero no voy a alimentarlo. Bastante tengo con mi maldición, mi bendita –es decir, bien dicha- maldición: que a nadie le interese cuanto escribo, que nadie lea cuanto vomito.
Desabrido me siento, y sin arrimo, y sin abrigo. Solo. ¡Me es tan imposible la inhumana humildad de Juan de la Cruz! ¡Me es tan ajena la voluntad indesmayable de su hermana Teresa! Sé que todo cuanto escribo es digno de ser leído, hasta cuando me equivoco, como ahora, que, entre denuesto y vituperio, apenas construyo el malencarado perfil de un esputo avinagrado y violento. Es lo que hay. Es lo que soy.
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