jueves, 2 de marzo de 2017

Tercera noticia de las “Obras completas” de Platón: del “Menón” al “Cratilo”.





Sobre la virtud, la dialéctica y la creación de los nombres: un recorrido sinuoso por la humanidad de un filósofo en permanente alerta contra su propio saber y las trampas del lenguaje


Excelentísimo, el retrato que hace Menón de Sócrates, y muy curiosa esa reticencia del filósofo a salir de Atenas, tan determinante, además, en su renuncia a dejarse ayudar para escapar de la prisión, una vez condenado a muerte. El diálogo con Menón, en busca de la definición de “virtud” es un ejemplo clarísimo del método socrático y, al mismo tiempo, de sus virtudes y sus limitaciones, porque en él hallamos alguna confidencia socrática que más de miles deberíamos hacer nuestra por su humildad especulativa y su rigor reflexivo: a decir verdad, hay algunos puntos en mi razonamiento sobre los cuales no me atrevería a ser realmente aseverativo; pero considerando como un deber el buscar lo que ignoramos, nos volvemos mejores, más enérgicos, menos perezosos que si consideramos imposible y ajeno a nuestro deber la búsqueda de la verdad desconocida. Claro que ese reconocimiento del valor de la búsqueda de la verdad, tan encomiable, es posterior a un retrato de Sócrates y del propio Menón en su trato con él que merece los honores de la transcripción completa: Yo, Sócrates, aun antes de encontrarme contigo, había oído decir que tú no hacías más que encontrar dificultades en todas partes y hacerlas encontrar a los demás. En este mismo momento, por lo que me parece, no sé mediante qué drogas y qué magia, gracias a tus encantamientos, me has embrujado de tal manera que tengo la cabeza llena de dudas. Me atrevería a decir, si me permites una broma, que me parece eres realmente semejante  por tu aspecto y por todo lo demás, a este gran pez marino que se llama torpedo. Este, en efecto, se entumece y adormece apenas uno se le acerca y le toca; y tú me has hecho experimentar un efecto semejante. Sí, estoy verdaderamente entumecido corporal y espiritualmente, y soy incapaz de responderte. Y, sin embargo, innumerables veces he hecho disertaciones sobre la virtud delante de las muchedumbres, y siempre, a lo que creo, me he salido muy bien de ellas. Pero en estos momentos me es absolutamente imposible de decir ni tan siquiera lo que ella es. Haces muy bien, créeme, en no querer navegar ni viajar al extranjero; con una conducta así, no tardarías mucho en ser detenido como brujo en una ciudad extraña. A lo que Sócrates, con una soberbia humildad -recordemos lo orgulloso que estaba él de la respuesta del oráculo de Delfos: Sócrates es el hombre más sabio de toda  Grecia- , responde con lo que a mí me parece toda una declaración de principios:  Yo no soy un hombre que, seguro de sí mismo, lía a los demás; si yo enredo a los demás es porque yo mismo me encuentro en el más absoluto embrollo. Tras ese reconocimiento de su disposición habitual para iniciar la indagación filosófica,  esa suerte de “permíteme que me aclare”, con la que va enredando a sus interlocutores en una cadena autocrítica de cada juicio, está claro dónde se cimenta la fama de Sócrates y cómo su droga mayéutica es capaz de llegar a conclusiones que sitúan a los interlocutores en las antípodas de lo que defendían nada más iniciar el diálogo con él. El tema de la virtud del que se habla en el diálogo de Menón es muy significativo del orden que siguen los discursos, pues partimos de la definición de Menón: La virtud de un hombre consiste en ser capaz de administrar los asuntos de la ciudad y, haciendo esto, asegurar el bien de sus amigos y el mal de sus enemigos, guardándose él mismo de todo mal. (…) La virtud de la mujer consiste primeramente en administrar bien su propia casa para mantenerla en buenas condiciones y luego en obedecer a su marido. [Sigue diciendo que hay, así mismo,  virtudes específicas de los niños, las niñas, los jóvenes, los ancianos…, sean libres o esclavos.] y enseguida Sócrates levanta la objeción que posibilitará la continuidad de la indagación:  Yo andaba buscando una virtud única y encuentro en ti un enjambre de virtudes. Y de ahí le va a ser casi imposible a Sócrates sacar a Menón, con quien se acaba Sócrates enredando para no concluir nada positivo, excepto lo único con lo que podemos quedarnos a falta de una definición más ajustada:  La virtud no es ni un don de la Naturaleza ni la consecuencia de una enseñanza, sino que, en aquellos que la poseen, se debe a un favor divino, sin intervención de la inteligencia, a no ser que por casualidad se encontrara algún político capaz de transmitirla a los demás. Si se encontrara un hombre así, se podría decir de él que sería entre los vivos lo que Homero dice de Tiresias entre los muertos, cuando afirma que en el Hades “es el único que posee la sabiduría” y que los demás “no son más que sombras errantes”. De la idea de que es imposible “enseñar” la virtud se derivó la importancia de la ejemplaridad como método de transmisión de la misma, y de ahí a las vidas ilustres o a las colecciones de apotegmas de los que derivar, como de los de sentencias, aforismos, etc., un manual de virtudes, apenas había un pequeño paso que cimentó, sin embargo, una tradición didascálica actualmente muy bien considerada, seguida y remedada. En el Eutidemo o el discutidor, que continúa esa línea de crítica radical de la sofística, Platón nos ofrece algo así como un entremés cómico al subir a la escena del diálogo a un par de hermanos, sofistas ambos, Eutidemo y Dionisidoro, quienes se jactan poco menos de poseer el saber de saberes, el saber supremo, gracias al cuál son ellos los únicos capaces de enseñar la virtud y de hacerlo en el menor tiempo posible. Frente a ellos, Sócrates y sus amigos pondrán de relieve, aprovechando las sofisterías de ambos hermanos, que a la sabiduría solo nos llevan dos caminos: la del verdadero interés por las cosas y el conocimiento y la falsa que solo busca el lucimiento personal, que no es, por lo tanto, vía alguna a la sabiduría, sino un mero juego de malabares con los nombres dejando intactas las cosas y el conocimiento de las mismas. Ese afán exhibicionista, narcisista, es lo que lleva a Sócrates a comparar los embaucamientos sofísticos con las danzas de los misterios que bailaban los coribantes en el momento de la entronización del aspirante a la iniciación, cuando dichos coribantes bailan a su alrededor mientras el candidato está sentado en una suerte de silla gestatoria.  Con todo, en esa indagación sobre cuál sea la ciencia de la virtud, la que la enseñe, la que la transmita -esa de la que se reclaman aventajados poseedores ambos hermanos-  no siempre se alcanzan resultados que nos consuelen del penoso esfuerzo intelectual para conseguirlos, como dice Sócrates: Como los chiquillos persiguiendo golondrinas o alondras, a cada momento nos creíamos a punto de coger cada una de las ciencias, y ellas cada vez se nos escapaban. ¿Para qué contarte los detalles? Llegamos finalmente al arte regio, y estábamos dispuestos a examinar si era ese el que produce la felicidad; pero, entonces, como si hubiéramos ido a caer en un laberinto, cuando pensábamos ya tocar al término, nos volvimos a encontrar, como quien dice, luego de haber dado toda la vuelta, al comienzo de nuestra búsqueda y habiendo avanzado tan poco como al comenzar nuestra investigación. Ese arte regio no es otro que el de la política, del que parece que derive, dada su actividad, la virtud, pero Sócrates no tarda ni un minuto en levantar una crítica de esa nueva ciencia que la inutiliza para el fin que se persigue: Todos los resultados que alguien podía atribuir a la política -e imagino que habría más de uno, como son la riqueza que procura a los ciudadanos, la libertad y la ausencia de partidos-, todos estos resultados, digo, no nos habían parecido ser ni males ni bienes; este arte tenía que hacer sabias a las gentes y comunicarles la ciencia, para ser el que da el provecho y la felicidad. Pero en modo alguno lo es. Advierta el intelector la curiosa condición benéfica de la democracia, tal y como Sócrates la plantea al menos: “la ausencia de partidos”, ¡nada menos! Pero ya llegaremos, en su momento, a la lectura de La República para percatarnos de las verdaderas ideas políticas platónicas, porque el fundamento del Eutidemo es, sobre todo, la limitación intrínseca de la sofística, el trampantojo de sus logomaquias y charlatanerías sin sentido, como les recuerda, a los hermanos, Ctesipo:  Ve con cuidado, Eutidemo -dijo Ctesipo-, que, como suele decirse, “no atas el lino con el lino”. (…) Me parece, Eutidemo, que estás dormido estando despierto y, si es posible hablar sin decir nada, me pareces estar haciéndolo. Sócrates se apresura en hacer callar a los hermanos que se vanaglorian de su capacidad para hacer fortuna: Es la rareza, Eutidemo, lo que se cotiza; el agua es lo más barato que hay, aun cuando sea “el primero de los bienes”, según Píndaro. Y ahí advertimos esa singularidad socrática del razonamiento que desarma y reduce al contrario, dejándolo en la inferioridad que hiere y que educa, porque a Sócrates le preocupa la búsqueda de la verdad no aplastar a un interlocutor, razón por la que acaba el diálogo con una compasiva consideración: Situados en tercera fila en la realidad, buscan la manera de ocupar la primera en la opinión. Perdonémosles esta ambición, y, sin enfadarnos, tomémoslos por lo que son; hay que dar buena acogida a todo el que manifiesta en sus expresiones la chispa más pequeña de razón y lleva adelante su ingeniosidad con una valentía obstinada.

Y llegamos al Cratilo o de la exactitud de las palabras, uno de los grandes diálogos de la obra de Platón, porque la investigación gnoseológica, con una aproximación a la teoría de las ideas incluida, ha suscitado innúmeras discusiones entre los estudiosos de Platón y también entre los lingüistas, porque la reflexión sobre el lenguaje y su naturaleza no es privativo de los filósofos, obviamente, y aun me atrevería a decir que es terreno más propio de la poética que de la teoría del conocimiento. Algo tan obvio como la naturaleza convencional del lenguaje , que no hay nexo causal alguno entre el lenguaje y la realidad más que el acuerdo de los hablantes para que cada palabra designe una realidad, se somete a discusión en el Crátilo con una pasión etimologizante que hace las delicias de los aficionados a la genealogía de las palabras, como a mí me ocurre, lector asiduo del monumental Diccionario Crítico Etimológico castellano e hispánico, de Joan Corominas. El diálogo arranca con la decidida posición de Hermógenes, hijo de Hipónico, uno de los fieles discípulos de Sócrates. En favor de la convencionalidad del lenguaje: la Naturaleza no asigna ningún nombre en propiedad a ningún objeto; es cuestión de uso y de costumbre que han adquirido el hábito de asignar los nombres. Y Sócrates, precavido como siempre, lo inicia con un “ya veremos”: Hay un antiguo proverbio que dice que “las cosas bellas son difíciles”, cuando se trata de llegar a conocer su naturaleza. Con todo, no tarda Sócrates en admitir la congruencia de la tesis de Cratilo, que él resume a la perfección: Cratilo tiene razón al decir que los nombres corresponden naturalmente a las cosas, y que no a todo el mundo le ha sido dado ser un artesano de nombres, sino solamente a aquel que, puestos los ojos en el nombre natural de cada objeto es capaz de imponer la forma de este a las letras y a las sílabas. Ya advertimos, no obstante, que, entre las dos posturas enfrentadas, que el nombre sea imitación de la cosa o que mantenga con ella una relación arbitraria, se inmiscuye en el diálogo el asunto del “hacedor de nombres”, del “artesano” a quien corresponde la creación de los mismos y, como veremos al final, Cratilo acaba recurriendo a los dioses como, a lo largo del diálogo, le sugiere Sócrates a Hermógenes: Imitemos a los autores trágicos quienes, cuando se encuentran en una situación embarazosa, recurren a las máquina, levantando dioses por los aires. Lo más curioso de este Cratilo, lleno de observaciones fecundas sobre las que se ha de volver, con la reflexión una y otra vez, como cuando refiere que las mujeres están directamente emparentadas con el habla ancestral, a diferencia de los hombres, más en contacto, pues, con la lengua primigenia; lo curioso, decía, es que Platón se siente más que atraído por el postulado imitativo de Cratilo, según el cual, los nombres son imitación estricta de las cosas, o, en palabras de Sóctrates: Así pues, para que el nombre sea semejante al objeto, los elementos a base de los cuales se constituirán los nombres primitivos deben, necesariamente, ser por naturaleza semejantes a los objetos, ¿no es así?  (…) De la misma manera, ¿podrían nunca los nombres parecerse a ningún objeto, si estos elementos de que se componen los nombres no ofrecieran en su forma originaria alguna semejanza con los objetos de los que los nombres son imitaciones? ¿Y esos elementos que deben servir para la composición no son acaso las letras?  Cratilo le responde afirmativamente, pero ello más se debe a que  Sócrates ha hecho un maravilloso despliegue etimológico previamente con la intención de concluir, diríase, que, en efecto, en el nombre está la cosa misma, y, así, ha pasado revista a un buen número de conceptos cuya explicación etimológica prueba esa relación entre nombre y realidad. La relación sería larga, aunque siempre atractiva para los amantes de esa novela policíaca que es cualquier indagación etimológica.  Poniéndose, momentáneamente, del lado de Cratilo, Sócrates parece convencido de la teoría de este: Cratilo tiene razón al decir que los nombres corresponden naturalmente a las cosas, y que no a todo el mundo le ha sido dado ser un artesano de nombres, sino solamente a aquel que, puestos los ojos en el nombre natural de cada objeto es capaz de imponer la forma de este a las letras y a las sílabas. Así, por ejemplo, ocurre con: Orestes corre el riesgo de ser un nombre dado con exactitud sea que el nombre se haya debido al azar, sea que se deba a algún poeta, pues su naturaleza hosca, su carácter salvaje y montañés (oréinos) se manifiesta en su nombre.  Agamenón: admirable (agastós) por su perseverancia (epimoné). Atreo tiene un sentido bastante claro: tanto en el sentido de inflexible (ateïrés) como en el de intrépido (átrestos) y de funesto (atéros). Alma (psyché) se debe a que ella con su presencia es para el cuerpo la causa de la vida, procurándole la facultad de respirar y refrescándole (anapsychon); apenas falta este principio refrescante, el cuerpo perece y muere. Cuerpo (sóma). Algunos lo definen como la tumba o sepulcro (sêma) del alma, donde ella se encontraría actualmente sepultada; y, por otra parte, puesto que por medio de él es como el alma expresa sus manifetaciones bajo este concepto es exactamente llamado signo (sêma). En cuanto a los que escriben ôsia [para ousía, la esencia de las cosas], estos deben cree más o menos, como Heráclito, que las cosas existentes se mueven todas y que nada permanece; que ellas tienen, pues, como principio y como causa directores el impulso (to ôzoun), de donde se sigue con razón el nombre de ôsia. Respecto del nombre Hades, la mayoría parece admitir que este nombre expresa el invisible (aeïdés). Y el nombre de Hades, Hermógenes, lejos de ser derivado de invisible (aeïdés) indica mucho mejor el conocimiento (eidenái) de todas las cosas bellas; de ahí ha sacado el legislador la denominación de Hades. Sócrates hace en el Cratilo un ejercicio etimológico que no siempre se aviene con la realidad de las cosas, y llega a conclusiones muy variopintas, como que buena parte de los nombres originales de la lengua griega han sido deformados con el paso de los años por buscarles una eufonía y una belleza que ha sepultado, por decirlo así, las raíces de donde nacieron, su estado primigenio. De hecho, no duda ni un momento en recurrir, cuando está ayuno de explicación razonable, al origen “bárbaro” de la palabra, es decir, distinto de la lengua griega, como en el caso de una palabra tan griega como Sofía.  Por otro lado, es muy curiosa la teoría socrática, según la cual, el pensamiento de Heráclito ha determinado, en buena forma, la actividad creadora de los nombres, porque, como él propio Sócrates dice: Lo que ha determinado la asignación de nombres a las cosas es esta idea, la de que son todas ellas presas del movimiento, del flujo y del devenir. (el pensamiento (frónesis), el flujo (forâ nóesis), el movimiento (forás ónesis), el conocimiento (gnome), la intelección (nóesos). En cuanto al término Sofía (saber), significa contacto con el movimiento o traslación. El nombre es bastante oscuro y de forma extranjera. Hay, en la concepción de Sócrates un impulso poético que repara incluso en el significado de los fonemas y las grafías aisladas, de tal modo que vocales y consonantes, por el significado que aportan individualmente, son capaces de darle al nombre que resulta de su agrupación ordenada por lo que Sócrates llama, en principio, los legisladores o creadores de los nombres, y que Cratilo identifica, después con los dioses:  El establecer el nombre no corresponde al primero que venga, sino a un hacedor de nombres; y ese, por lo que parece, es el legislador; es decir, el artesano que más raramente se encuentra entre los seres humanos. Me viene a la memoria, leyendo el Cratilo, aquella exigencia perentoria de Fray Luis cuando describe la actividad del creador literario: elige las que convienen y mira el sonido de ellas y aun cuenta a veces las letras y las pesa y las mide y las compone para que no solamente digan con claridad lo que pretenden decir, sino también con armonía y dulzura. Algo de eso observamos en ese escrutinio que hace Sócrates, literalmente entusiasmado, con las letras y palabras del griego ( La r me produce la impresión de ser algo así como el instrumentos adecuado para expresar toda clase de movimientos; la i ha servido para todo lo que es ligero y especialmente capaz de atravesarlo todo; el efecto de la d y de la t, que es comprimir la lengua y apoyarse en ella, parece haberle parecido útil parfa imitar las ataduras (desmós) y la acción de detenerse (stásis), etc.). Después de ese hermoso despliegue lingüístico, llega, sin embargo, el momento de la recapitulación, cuando Sócrates, formula la gran paradoja que desarme a Cratilo: Si en la investigación de las cosas toma uno como guías los nombres, examinando el sentido de cada uno de ellos, ¿te das cuenta de que corre uno el gran peligro de engañarse?(…) ¿Cómo, pues, diremos que los han establecido [los nombres] con conocimiento de causa o que hacían una obra propia de legisladores, antes de la existencia de ningún nombre que pudieran ellos conocer, si verdaderamente no puede aprender uno las cosas más que con la ayuda de los nombres? Y ahí es cuando Cratilo ha de recurrir al deus ex machina: La que ha dado a las cosas los nombres primitivos es una potencia superior al hombre, de forma que ellos son necesariamente exactos. La conclusión en favor de Hermógenes y su teoría de la relación arbitraria entre el nombre y la realidad viene, pues, rodada: Conocer de qué manera hay que aprender o descubrir las cosas existentes está quizá por encima de mis fuerzas y de las tuyas. Contentémonos con admitir de común acuerdo que no hay que partir de los nombres, sino que hay que aprender a investigar las cosas partiendo de ellas mismas, más bien que de los nombres. (…) Ningún conocimiento, evidentemente, conoce el objeto al que se aplica, si este no tiene ningún estado determinado. (…) Y probablemente tampoco podría ya haber ninguna cuestión o problema sobre el conocimiento, Cratilo, si todo se transforma y nada permanece. El remate viene a cuento de lo imposible que sería una teoría del conocimiento si, siguiendo las teorías de Heráclito, todo fluyera y mudara su estado permanentemente, como ya vimos la referirse a la creación de ousía, “la esencia de las cosas”. Hay, al menos desde el punto de vista de la creación del alfabeto, una base pictórica que, muy en el fondo, puede advertirse en la creación de las grafías, como es el caso de la m, por ejemplo, tomada de la imitación gráfica de las olas, según puede leerse en ese amenísimo libro de A. C. Moorhouse, Historia del alfabeto, en la mítica colección de los Breviarios del Fondo de Cultura Económica. Lo que sí puedo asegurar es que a nadie le puede resultar ni abstrusa ni aburrida la lectura del Cratilo, como espero que haya podido deducirse de mis torpes líneas de presentación del diálogo.

2 comentarios:

  1. No sabe cómo le agradezco esta serie sobre diálogos de Platón, que tendré que guardar para leer despacio, muchas veces.

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    1. Le agradezco su generosidad, pero, a pesar del placer indescriptible que me depara la lectura continuada del buen Platón, advierto, mohíno, que mis presentaciones dejan mucho que desear, pero, como decimos por aquí, "d'on no n'hi ha, no en raja...", aunque no dejaré de porfiar en mi aventura. Gracias por su apoyo.

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