El amor y el alma o hablamos de palabras mayores: el Banquete y el Fedón o la lectura como excepcional deliquio dialéctico.
Contrariando
el normal desarrollo de los diálogos anteriores, en los que se especifica el
método mayéutico de Sócrates, en El
banquete o del amor,
se opta, por un género, el encomio, que nos va a deparar una sucesión de
monólogos en los que los invitados al banquete de Agatón, quien celebra con él
su triunfo como poeta trágico, van a ir desgranando sus pensamientos sobre lo
que sea el amor. Sócrates se encarga de acabar la rueda de intervenciones, pero
lo hace, no podía ser de otro modo, reproduciendo el diálogo que mantuvo con
Diotima, de quien se reconoce discípulo en todo lo relativo a la reflexión
sobre el amor; finalmente, casi de forma inesperada, se suma una última
intervención, de Alcibíades, que tiene más de panegírico de Sócrates,
propiamente, que de exposición teórica sobre el tema propuesto como entretenimiento
en el banquete. De hecho, bien podría entenderse como una declaración de amor a
Sócrates, con lo que la velada filosófica acabaría con una demostración
práctica de cómo se manifiesta el amor. Que Alcibíades guardara gratitud eterna
a Sócrates por haberle salvado la vida en una batalla no explica el amor que
profesa al maestro y cuya raíz va más allá de la gratitud para caer en la
admiración hacia quien le reconoce el mérito absoluto de ayudarlo a convertirse
en un ser virtuoso, razón por la cual reclama ser admitido en su lecho. Aunque
me adelanto, tampoco está de más que abramos esta recensión de un diálogo tan
famoso con la respuesta que le da Socrates al temperamental Alcibíades: ¡Ah, querido Alcibíades!,
tal vez no seas realmente un hombre frívolo, si resulta verdad eso que dices de
mí y existe en mí una virtud por la cual tú pudieras hacerte mejor. En ese
caso, verías en mí una belleza indescriptible y muy superior a tu bella figura.
Por consiguiente, si la ves en mí y pretendes participarla conmigo y cambiar
belleza por belleza, no es poca la ganancia que piensas sacar de mí: lo que
intentas es adquirir algo que es bello de verdad a trueque de lo que es bello
en apariencia, y lo que pretendes es en realidad cambiar oro por bronce. Sin
embargo, ¡oh, bienaventurado!, mira mejor, no se te vaya a escapar que yo no
valgo nada, pues la vista de la inteligencia comienza a cesar en su vigor la de
los ojos, y tú todavía te encuentras lejos de esto. Lo que va a leer a
renglón seguido el intelector que aún no se haya aburrido de estas entregas es
una reflexión sobre el amor, o sobre Amor, porque todo parte de lo poco que se
elogia a un dios que todo parece gobernarlo, que ha definido nuestra vivencia
del mismo desde que Platón dio a conocer su diálogo. Sí, es evidente que los
poetas del Dolce Stil Novo,
y antes de ellos los trovadores provenzales, adoptaron buena parte de lo que
aquí dicen los comensales y lo transformaron en un ideal poético del que aún
vivimos, salvando las distancias y las variaciones telúricas que introdujeron
las Vanguardias. No sé si cada generación reinventa el amor, pero sí que buena
parte de los materiales con que lo hace están presentes en El banquete o del amor. Abre
Fedro el baile con un elogio del que destacamos un concepto arrebatado del amor:
es el único que compromete, en vida y muerte a quienes son tocados por
él: A dar la vida
por otro únicamente están dispuestos los amantes, no solo los hombres, sino
también las mujeres. Y, siguiendo ese hilo, advertimos, para pasmo de
muchos que lo lean, una crítica feroz a Orfeo, a quien nosotros tenemos como
paradigma de proverbial enamorado, y con cuya historia Gluck compuso una
de las óperas más hermosas que he oído nunca: Orfeo
y Eurídice. Fedro le reprocha a Orfeo…, pero mejor que lo diga él: en cambio, [a] Orfeo le
despidieron del Hades sin que consiguiera su objeto, después de haberle
mostrado el espectro de la mujer en busca de la cual había llegado, pero sin
entregársela, porque les parecía que se mostraba cobarde, como buen citaredo, y
no tuvo el arrojo de morir por amor como Alcestis, sino que buscóse el medio de
penetrar con vida en el Hades. Este tipo de sorpresas son, desde un punto
de vista literario, que es el mío, no propiamente filosófico, un aliciente de
primera magnitud para la lectura, y que los "citaredos" sean cobardes
por antonomasia, tiene también su puntito de gracia. Sorpresas como la propia
costumbre de Sócrates de quedarse inmóvil, donde estuviera, hasta resolver una
argumentación o distinguir las voces de los ecos de su daimón particular que
alguna reputación de venado le granjeó entre sus conciudadanos menos formados: Ese Sócrates se ha retirado al
portal de los vecinos y allí está clavado sin moverse. Por más que lo llamo, no
quiere entrar”. “Dejadlo, pues tiene esa costumbre. De cuando en cuando se
aparta allí donde por casualidad se encuentra y se queda inmóvil.
Pausanias, a continuación de Fedro hace la distinción entre los dos amores, el
espiritual y el físico, a los que él llama Uranio y Pandemos.
Este último, según leemos en la nota pertinente a pie de página, es una
Afrodita creada con posterioridad a la hija de Urano y fue llamada Pandemos,
“protectoras de todos los demos”; posteriormente se dio a este sobrenombre un
sentido peyorativo, equivalente a pánkoinos, “vulgar” y en la época de Platón
se consideraba a esta Afrodita como Venus Meretrix, patrona de las heteras y
protectora del amor carnal, mientras que la otra era símbolo del amor puro y
espiritual. Despreciado como vulgar y soez ese tipo de amor, Pausanias se
aplica en describir las características de los devotos del verdadero Amor: No todo amar ni todo Amor es bello
ni digno de ser encomiado, sino solo aquel que nos impulse a amar bellamente.
(…) El Amor de Afrodita Pandemo verdaderamente es vulgar y obra al azar. Este
es el amor con que aman los hombres viles. Y a continuación elabora una
defensa de la “locura de amor” que llega a nuestros días como un hilo
ininterrumpido, como bien se refleja en el Libro
de Buen Amor, en el que, a propósito de enaltecerlo, al buen Amor, se nos
describen con gracia eterna los jugosos y exaltados desatinos del Mal
Amor: La costumbre -sigue Pausanias- permite
alabar al enamorado que por tentar una conquista comete actos extravagantes,
actos que si alguien osara realizar, persiguiendo otro fin cualquiera o
queriendo alcanzar otra cosa salvo esta, incurriría en los mayores vituperios
[de la filosofía]. (…) Actos similares a los de los amantes con respecto a sus
amados, que ponen súplicas y ruegos en sus demandas, pronuncian juramentos, se
acuestan a la puerta del amado y están dispuestos a imponerse servidumbres de
tal especie que ni siquiera un siervo soportaría. (…) En el enamorado que hace
todo esto hay cierta gracia; y le permite la costumbre obrar así sin oprobio,
porque se piensa que realiza un acto enteramente bello. Y lo que es más
asombroso, al decir del vulgo, es que el enamorado es el único que, al hacer un
juramento, alcanza el perdón de los dioses si lo infringe, pues dicen que no
hay juramento amoroso. Poco le falta, en efecto, para añadir el clásico en el amor, como en la guerra, todo
vale…, porque de que hay una tensión en la relación amorosa que procede del
asedio al amante que tiene mucho que ver con la guerra, no cabe duda alguna. De
hecho, Pausanias, recomienda vivamente resistir frente al asedio, porque se considera deshonroso en primer
lugar el dejarse conquistar prontamente, lo que tiene por objeto que transcurra
el tiempo, que parece ser una excelente piedra de toque para la mayoría de las
cosas. Y alerta contra quienes, frente al verdadero amor, al Uranio, no
persiguen sino el materialista de la estricta sexualidad, porque es hombre vil aquel enamorado
vulgar que ama más el cuerpo que el alma y que, además, ni siquiera es
constante, ya que está enamorado de una cosa que no es constante, pues tan
pronto como cesa la lozanía del cuerpo, del que está precisamente enamorado, se marcha en un vuelo, tras
mancillar muchas palabras y promesas. Si implícitamente el amor es una
guerra, al menos entonces, parte del feliz resultado de ella era la captura de
esclavos, de ahí que el amante caído en esa contienda, el enamorado, lo
haya hecho en una suerte de esclavitud voluntaria, vituperable, para Pausanias,
quien considera que también
hay otra esclavitud voluntaria no vituperable, una tan solo: la relativa a la
virtud. De hecho, el titulo fundacional de la novela sentimental española
del siglo XV fue Siervo libre de amor, de Juan
Rodríguez del Padrón, obrita, por cierto, que junto con Cárcel de Amor, de Diego de San
Pedro, el primer best-seller europeo, me sigue pareciendo lectura
imprescindible para los amantes de la mejor literatura y, por descontado, para
los amantes del amor. El punto culminante de este diálogo, aun más allá de la
intervención de Diotima en coloquio con Sócrates, es la intervención de
Aristófanes y su curiosa antropología sobre la que han vuelto las generaciones
una tras otra para encontrar en ella fundamento a las más curiosas teorías,
como fue el caso de Otto Weininger y su Sexo
y carácter, del que ya nos hemos ocupado en este Diario. La descripción que hace
Aristófanes, de quien Platón parece haber aprendido magníficamente los
fundamentos de la sátira, es un prodigio de inventiva que a mí me ha recordado
la imaginación transgresora de Jonathan Swift y la de El jardín de las delicias, de
Jheronimus Bosch, “El Bosco”. La teoría de los tres sexos está ya en la
antología de las invenciones literarias como una muestra del poder magnífico de
la invención humana, pero, por mi propia experiencia al releerla, reparamos
poco en los pormenores de dicha invención y, como a mí me pasó, supongo
que muchos pasan por alto detalles estupendos que no solo redondean la
descripción, sino que se extraen de ella, lo hace el propio Aristófanes, conclusiones
que avalan la primacía de la homosexualidad, masculina y femenina, en aquella
cultura griega. La intervención de Aristófanes sirve, pues, como prueba última
del fundamento antropológico de una cultura amorosa contra la que lucharon las
diferentes religiones que, para bien y para mal, con su dominio político y
moral, relegaron a la filosofía griega a la oscuridad durante muchos siglos en
Europa y en Asia Menor. A pesar de que la cita es larga, me temo que nada mejor
que el propio texto para evitarme una paráfrasis en la que, forzosamente, seré
injusto con la invención platónica: Después de una afirmación preliminar: es el Amor el más filántropo de los
dioses en su calidad de aliado de los hombres y médico de males, cuya curación
aportaría la máxima felicidad al género humano, inicia Aristofanes la
lección antropológica: Pero
antes que nada tenéis que llegar a conocer la naturaleza humana y sus
vicisitudes, porque nuestra primitiva naturaleza no era la misma de ahora, sino
diferente. En primer lugar, eran tres los géneros de los hombres, no dos, como
ahora, masculino y femenino, sino que había también un tercero que participaba
de estos dos, cuyo nombre perdura hoy en día, aunque como género ha
desaparecido. Era en efecto entonces el andrógino. (…) Ahora no es más que un
nombre sumido en el oprobio. En segundo lugar, la forma de cada individuo era
en su totalidad redonda, su espalda y sus costados formaban un círculo; tenía
cuatro brazos, piernas en número igual al de los brazos, dos rostros sobre un
cuello circular, semejantes en todo, y sobre estos dos rostros, que estaban
colocados en sentidos opuestos, una sola cabeza; además, cuatro oreja dos
órganos sexuales y todo el resto era tal como se puede uno figurar por esta
descripción. El macho fue en un principio descendiente del Sol; la hembra de la
Tierra, y el que participaba de ambos sexos de la Luna. No
recordaba, por cierto, lo que viene a continuación, una paráfrasis de la
historia bíblica de la Torre de Babel en la que se cambia la lengua por el sexo
y se mantiene el pecado de orgullo desmedido, pues el origen de la división de
los sexos estriba en su intento de “asaltar los cielos” para derrocar a Zeus,
de ahí que Aristófanes reniegue de aquellos seres
terribles que intentaron hacer una escalada al cielo para atacar a los dioses.
Zeus, tras la amenaza: “Voy a cortarlos en dos a cada uno de ellos y así serán
a la vez más débiles y más útiles para nosotros por haberse multiplicado su
número.” Tras decir esto, dividió en dos a los hombres, al igual de los que
cortan las serbas para ponerlas a secas o de los que cortan los huevos con una
crin. Mas una vez que fue
separada la naturaleza humana en dos, añorando cada parte a su propia mitad, se
reunía con ella. Se rodeaban con sus brazos, se enlazaban entre sí, deseosos de
unirse en una sola naturaleza, y morían de hambre y de inanición general, por
no querer hacer nada los unos separados de los otros. (…) Compadeciéndose Zeus
imaginó otra traza, y les cambió de lugar sus vergüenzas, colocándolas hacia
adelante, pues hasta entonces las tenían en la parte exterior y engendraban y
parían no los unos en los otros, sino en la tierra, como las cigarras. Desde
tan remota época, pues, es el amor de los unos a los otros connatural a los
hombres y reunidor de la antigua naturaleza, y trata de hacer un solo ser de
los dos y de curar la naturaleza humana. Cada uno de nosotros, efectivamente,
es una contraseña [el symbolon, la tesera hospitalis de los romanos, tablilla partida en
dos cuyas mitades guardaban los hombres unidos por el vínculo de la
hospitalidad] de
hombre; como resultado del corte en dos de un solo ser, y presenta solo una
cara como los lenguados. Estamos,
como bien se advierte ante ese tópico de la media naranja, sin que me haya sido
posible averiguar, después de un par de horas viajando por la red, cuándo nace
la expresión literal “media naranja”, porque todos remiten al texto de Platón,
pero todos ignoran el uso que hace este de la “contraseña” o el symbolon, en vez de la naranja.
¡Lo que daría yo por que alguien me permitiera saber cuándo se cambió, al menos
en español, de la media pieza de cerámica a la naranja…! Después, Aristofanes,
nos describe el efecto de las particiones de Zeus: cuantos hombres son sección del
androgino son mujeriegos; los adúlteros también proceden del andrógino y las
mujeres aficionadas a los hombres y las adúlteras derivan también de él. Las
mujeres que son corte de mujer no prestan atención a los hombres , sino que se
inclinan a las mujeres y de este género proceden las tribadas [etimológicamente, la palabra
procede del verbo tribein,
"frotar"]. Los que son sección de macho persiguen a los machos, y
mientras son muchachos, como lonchas de macho que son, aman a los varones y se
complacen en acostarse y en enlazarse con ellos; estos son precisamente los
mejores entre los niños y los adolescentes, porque son en realidad los más
viriles por naturaleza. Algunos, en cambio, afirman que son unos
desvergonzados. Se equivocan, pues no hacen esto por desvergüenza, sino por
valentía, virilidad y hombría, porque sienten predilección por lo que es
semejante a ellos. El que es de tal índole se hace “pederasta”, amante de los
mancebos, y “filerasta” amigo del amante, porque siente apego a lo que le es
connatural. Al margen de ese acierto de traducción impagable loncha de macho, me llama la
atención que no haya cuajado en nuestra lengua ese término tan preciso y
hermoso, filerasta; pero
mucho más me la llama, sin duda, la defensa acérrima de la acendrada virilidad
de los homosexuales, algo que al homofobismo rampante que nos rodea debería
dejarlo en auténtico estado de shock.
Pero dejemos que Aristófanes concluya con los efectos de las separaciones
obradas por Zeus: cuando
se encuentran con aquella mitad de sí mismos, tanto el pederasta como cualquier
otro tipo de amante, experimentan entonces una maravillosa sensación de
amistad, de intimidad y de amor, que les deja fuera de sí, y no quieren, por
decirlo así, separarse los unos de los otros ni siquiera un instante. Estos son
los que pasan en mutua compañía su vida entera y ni siquiera podrían decir qué
desean unos de otros. Una
unión, sin embargo, que nada tiene que ver con el uso de afrodisíacos: no, es otra cosa lo que quiere,
algo que no puede decir, pero que adivina confusamente y deja entender como en
enigma. De ahí que, concluye
Aristófanes, Si cuando están
acostados en el lecho, se presentara Hefesto y les dijera si querían ser
fundidos los dos en uno, ninguno diría que no. Lo que yo digo lo aplico en
general a hombres y a mujeres, y es que tan solo podría alcanzar la felicidad
nuestra especie si lleváramos el amor a su término de perfección y cada uno
consiguiera el amada que le corresponde, remontándose a su primitiva
naturaleza. En estas palabras
finales de Aristófanes, ¿quién no ha descubierto el dulce abandono del amante
en la poesía erótico-espiritual de Juan de la Cruz? Sí, el arrobo místico es,
también, arrobo erótico, éxtasis de felicidad procurado por la unión más allá
de cualquier explicación racional. Finalmente, le llega el turno a Sócrates,
quien, tras después de un frío discurso del anfitrión, Agatón, en el que poco
menos que enumera el poder de Amor sobre todos los dioses, se presenta con su
humildad habitual: El elogio -dice Sócrates, refiriéndose a
quienes lo han precedido en el uso dela palabra- no solo resulta bello,
sino también pomposo. Pues bien: yo no conocía ese tipo de alabanza y por no
conocerlo os prometí hacer yo también en mi turno un encomio. Fue, sin duda,
“la lengua la que prometió, no la mente”. Adiós, pues, al encomio. Yo ya no lo
hago de este manera, porque no podría hacerlo. Sin embargo, la verdad, si os
parece bien, estoy dispuesto a decirla a mi manera, mas sin poner en parangón
mi discurso con los vuestros, para no incurrir en ridículo, y comienza la
narración del diálogo con Diotima en el que Sócrates pretenderá mostrar la
“verdad del amor” frente a la invención retórica del mismo. Y Diotima, por
oponerse a Fedro y a Aristófanes, nos ofrece otra genealogía del Amor: cuando nació Afrodita, los dioses
celebraron un banquete, y entre ellos estaba también el hijo de Metis (la
Prudencia), Poro (el Recurso). Una vez terminaron de comer, se presentó a
mendigar Penía (la Pobreza) y quedóse a la puerta. Poro, entre tanto, como
estaba embriagado de néctar, penetró en el huerto de Zeus y en el sopor de la
embriaguez se puso a dormir. Penía, entonces, tramando, movida por su escasez
de recursos, hacerse un hijo de Poro, del Recurso, se acostó a si lado y
concibió al Amor. Por esta razón el Amor es acólito y escudero de Afrodita, por
haber sido engendrado en su natalicio, y a la ve enamorado por naturaleza de lo
bello, por ser Afrodita también bella. Pero como hijo que es de Poro y de
Penía, el Amor quedó en la situación siguiente: en primer lugar, es siempre
pobre y está muy lejos de ser delicado y bello, como le supone el vulgo; por el
contrario, es rudo y escuálido, anda descalzo y carece de hogar, duerme siempre
en el suelo y sin lecho, acostándose al sereno en las puertas y en los caminos,
pues por tener la condición de su madre es siempre compañero inseparable de la
pobreza. Mas, por otra parte, según la condición de su padre, acecha a los
bellos y a los buenos, es valeroso, intrépido y diligente; cazador temible, que
siempre urde aluna trama; es apasionado por la sabiduría y fértil en recurso;
filosofa a lo largo de toda su vida y es un charlatán terrible, un embelesador
y un sofista. En esta doble naturaleza de Amor, que choca frontalmente con
las anteriores concepciones expuestas en el banquete, advertimos una visión
insólita del Amor aliado de la pobreza y otra, la de la proclividad a
filosofar, que tiene su razón de ser en la aspiración del Amor hacia la
belleza, porque, al decir de Diotima, nada hay más bello que la sabiduría, de
ahí que esta sea una de las
cosas más bellas y el Amor es amor respecto de lo bello, de suerte que es
necesario que el Amor sea filósofo, y, por ser filósofo, algo intermedio entre
el sabio y el ignorante. Esa posición intermedia la define a continuación: El tener una recta opinión sin
poder dar razón de ella. Si a ello añadimos la propia posición intermedia
del Amor entre lo mortal y lo inmortal, advertimos, en palabra de Diotima, que
el verdadera Amor no se realiza sino en la fecundación, en la propagación de la
especie, que es, como bien supo y practicó Unamuno, el único camino para la
especie humana hacia la inmortalidad: los
que son fecundos según el cuerpo se dirigen en especial a las mujeres, y esta
es la forma en que se manifiestan sus tendencias amorosas; a través de la
descendencia consiguen la inmortalidad. Pero
enseguida Diotima distingue, como ya lo hicieran los comensales en los
discursos previos, al hablar del amor espiritual y del amor vulgar, que hay
amantes fecundos físicamente, pero también intelectualmente: Los hay, sin embargo, que son
fecundos según el alma, pues hay hombres que conciben en las almas más aún que
en los cuerpos, aquello que corresponde al alma concebir y dar a luz. ¿Y qué es
lo que les corresponde? La sabiduría moral y las demás virtudes de las que
precisamente son progenitores los poetas todos y cuantos artesanos se dice que
son inventores. (…) En honor de estos hombres [fecundos según el alma] son muchos ya los cultos que
se han instituido por haber tenido tales hijos [Solón, Licurgo, etc.]; en
cambio, no se han instituido todavía en honor de nadie por haberlos tenido
humanos. Así pues, y ahora entramos de lleno en el concepto tópico del
“amor platónico”, es menester
hacerse enamorado de todos los cuerpos bellos y sosegar ese vehemente apego a
uno solo, despreciándolo y considerándolo de poca monta. Después de esto, tener
por más valiosa la belleza de las almas que la de los cuerpos, de tal modo que
si alguien es discreto de alma, aunque tenga poca lozanía, baste ello para
amarle, mostrarse solícito, engendrar y buscar palabras tales que puedan hacer
mejor a los jóvenes a fin de ser obligado nuevamente a contemplar la belleza
que hay en las normas de conducta y en las leyes y a percibir que todo ello
está unido por parentesco a sí mismo, para considerar así que la belleza del
cuerpo es algo de escasa importancia. El
diálogo Fedón o del alma no deja de ser, desde mi punto de
vista, un ars moriendi stricto sensu, precedente
singular del Tractatus (o
Speculum) artis bene moriendi, del siglo XV, que marcó las pautas generales del
género de los que se elaboraron durante la época del Humanismo, destacando
sobre ellos el de Erasmo: Preparación y
aparejo para bien morir; con traducción
de Bernardo Pérez de Chinchón y
del que mi amigo Joaquín Parellada realizó una magnífica edición crítica para
la Universidad Pontificia de Salamanca. Fundación Universitaria Española. Un
Erasmo que, tras leer este Fedón, llegó a
exclamar, como nos indica Luis Gil en su preámbulo: Sancte Sócrates, ora
pro nobis. Que el diálogo sobre el alma tenga como pretexto la inminente
muerte del filósofo, rodeado de sus amigos, con quienes mantiene una profunda
reflexión que incluye posiciones muy opuestas entre quienes aceptan la
inmortalidad del alma y quienes creen que la muerte física pone punto final a
nuestro paso por la Tierra, añade a la lectura un plus de verdad y emoción que
hasta ahora solo había encontrado en la propia Apología de Sócrates defendiéndose, con
serenidad e ironía ejemplares, de
las acusaciones endebles que se lanzaron contra él. ¿Es una celda el espacio
imprescindible para reflexionar sobre el alma? ¿Es metáfora de la cárcel del
cuerpo en la que mora? Lo ignoro, pero no está de más recordarlo, porque es
mucho lo que el pensamiento y la literatura le deben a la celda como
institución represiva. Y ahí está la décima de Fray Luis, que nunca está de más
recordar: Aquí la envidia y
mentira/me tuvieron encerrado./Dichoso el humilde estado/ del sabio que se
retira/de aqueste mundo malvado,/y con pobre mesa y casa,/en el campo
deleitoso/con sólo Dios se compasa,/ y a solas su vida pasa,/ni envidiado ni
envidioso; o la
concepción no solo del Quijote, sino
también del Guzmán de Alfarache o, paradigma incuestionable, la
creación oral del Cántico espiritual de Juan de la Cruz en la celda
miserable en que le encerraron los carmelitas calzados. En todo caso, lo cierto
es que en esas horas postreras de la vida del filósofo, este no pierde el
tiempo ni en lamentos ni en despedidas traspasadas de dolor -y enseguida le
pide a Critón que alguien lleve a su mujer, la Jantipa plañidera, a su casa- ,
sino que se embarca en un diálogo en el que se ventilan conceptos
trascendentales como el de la propia existencia del alma, su inmortalidad o
mortalidad y la peregrina teoría de la reencarnación, que acabaría haciendo
suya un filósofo tan combativo como Nietzsche, amén de una teoría del
conocimiento que va muy ligada a la especulación sobre el alma cuya existencia
nos define, pues el cuerpo, para Sócrates, no deja de ser un envoltorio y,
respecto del alma, una fuente de engaños y de errores. Pero vayamos por partes.
Lo que choca a cualquier lector es un breve par de apuntes descriptivos de la
situación del prisionero: Los Once están
quitándole los grillos a Sócrates y dándole la noticia de que en este día
morirá. (…) Entramos, pues, y nos encontramos a Sócrates que acaba de ser
desencadenado y a Jantipa con su hijo en brazos y sentada a su lado.
¡Sócrates encadenado! La sola imagen de su rechoncha figura maniatada por tales
medidas de seguridad asombra en tal medida que nos parece un castigo inhumano
para quien ha dado muestras de tan serena conformidad con la sentencia que lo
condena a muerte. El otro consiste en la objeción que le trasladan sus amigos,
de parte del verdugo, de que no hable en exceso para no acalorarse e impedir
una mejor acción del veneno, ahorrándole los dolores de la agonía: Mándale a paseo. Que cuide tan
solo de preparar su veneno para darme doble dosis, o triple incluso, si es
preciso, replica el filósofo, para quien su actividad es el pasaporte hacia
la gloria de la bienaventuranza en el más allá: Me parece a mí natural que un
hombre que ha pasado su vida entregado a la filosofía se muestre animoso cuando
está en trance de morir, y tenga la esperanza de que en el otro mundo va a
conseguir los mayores bienes, una vez que acabe sus días. Y añade: Tengo la esperanza de que hay
algo reservado a los muertos, y, como se dice desde antiguo, mucho mejor para
los buenos que para los malos. Con todo, Sócrates inicia su discurso desde
la prudencia, porque sabe que va a moverse, dialécticamente, en terrenos
resbaladizos, si no directamente cenagosos: se entra en ellos, pero no se sabe
cómo salir de ellos: También yo hablo sobre esto de
oídas. Así que lo que buenamente he oído decir no tengo ningún inconveniente en
repetirlo. Es más: tal vez sea lo más apropiado para el que está a punto de
emigrar allá el recapacitar y referir algún mito sobre cómo pensamos que es esa
emigración. En su último momento, parece que Sócrates dude de su propia
capacidad de persuasión, porque está en el umbral del no ser, donde cesa el
saber y solo se despliega la creencia: Tal vez requiera una
justificación y una demostración no pequeña eso de que exista el alma cuando el
hombre ha muerto, y tiene capacidad de obrar y entendimiento. Se aventura,
entonces, el filósofo en una demostración de la “necesidad” de la existencia
del alma previamente al cuerpo porque lo liga a la teoría del conocimiento,
según la cual las almas recuerdan lo que han conocido con anterioridad en el
plano de las ideas, lo que implica esas existencias separadas, la de las almas
y la de los cuerpos, como acepta Cebes, uno de sus interlocutores: Según ese argumento, Sócrates,
que tú sueles con tanta frecuencia repetir, de que el aprender no es sino
recordar, resulta también, si dicho argumento no es falso, que es necesario que
nosotros hayamos aprendido en un tiempo anterior lo que ahora recordamos. Mas
esto es imposible, a no ser que existiera nuestra alma en alguna parte antes de
llegar a estar en esta figura humana. De suerte que también, según esto, parece
que el alma es algo inmortal. Sócrates enseguida toma el relevo para
remachar el argumento: Pues
bien: si lo adquirimos antes de nacer y nacimos con él, ¿no sabíamos ya antes
de nacer e inmediatamente después de nacer, n solo lo que es igual en sí, sino
también lo mayor, lo menor y todas las demás cosas de este tipo? Pues nuestro
razonamiento no versa más sobre lo igual en sí, que sobre lo bello en sí, lo
bueno en sí, lo justo, lo santo, o sobre todas aquellas cosas que, como digo,
sellamos con el rótulo de “lo que es en sí”, tanto en las preguntas que
planteamos como en las respuestas que damos. De suerte que es necesario que
hayamos adquirido antes de nacer los conocimientos de todas estas cosas. (…) Se
ha mostrado que es posible, cuando se percibe algo, se ve, se oye o se
experimenta otra sensación cualquiera, el pensar, gracias a la cosa percibida,
en otra que se tenía olvidada y a la que aquella se aproximaba bien por su
diferencia o bien por su semejanza. Así que, como digo, una de dos: o nacemos
con el conocimiento de aquellas cosas y lo mantenemos todos a lo largo de
nuestra vida, o los que decimos que aprenden después no hacen más que recordar,
y el aprender en tal caso es recuerdo. Sus interlocutores no parecen poner
objeciones a esa teoría, pero el meollo de la cuestión sobre la que discuten ,
recordemos que solo momentos antes de ser ejecutado Sócrates es el muy punzante
requerimiento de Cebes: Es evidente que se ha
demostrado algo así como la mitad de lo que es menester demostrar: que antes de
nacer nosotros existía nuestra alma, pero es preciso añadir la demostración de
que una vez que hayamos muerto existirá exactamente igual que antes de nuestro
nacimiento, si es que la demostración ha de quedar completa, al que
Sócrates responde con su proverbial ironía: Teméis, ¡oh Simmias y
Cebes!, como los niños, que sea verdad que el viento disipe el alma y la
disuelva con su soplo mientras está saliendo del cuerpo, en especial cuando se
muere no en un momento de calma, sino en un gran vendaval. Lo temen, en
efecto, y en honor del propio Sócrates ha de decirse que ni siquiera él está
convencido de que no sea así, por más que, reducida a creencia, la invoque para
afrontar con esperanza el trance de su desaparición física ¿y espiritual? A
partir de ese momento, entramos en una suerte de taxonomía de las almas que no
solo las divide entre las que se desligan el cuerpo y las que están atadas a
él, sino que incluye las condiciones de ambas y cómo unas entran en la
inmortalidad de la pureza invisible y las otras quedan ligadas al cuerpo
que las ha maleado: El alma, entonces, la parte
invisible que se va a otro lugar de su misma índole, noble puro e invisible, al
Hades en el verdadero sentido de la palabra [Se
juega con Haides, “Hades” y con aidés, “invisible”], a reunirse con un dios bueno
y sabio, a un lugar al que, si la divinidad quiere, también habrá de
encaminarse al punto mi alma. (…) Si se separa del cuerpo en estado de pureza,
no arrastra consigo nada de él, dado el que, por su voluntad, no ha tenido
ningún comercio con él a lo largo de la vida, sino que lo ha rehuido, y ha
conseguido concentrarse en sí misma, por haberse ejercitado constantemente en
ello. Y esto no es otra cosa
que filosofar en el recto sentido de la palabra y, de hecho, ejercitarse a
morir con complacencia, ¿o es que esto no es una práctica de la muerte. (…)
Pero en el caso de que se libere del cuerpo manchada e impura, por tener con él
continuo trato, cuidarlo y amarlo, hechizada por él y por las pasiones y
placeres, hasta el punto de no considerar que exista otra verdad que lo
corporal, que aquello que se puede tocar y ver, beber y comer, o servirse de
ello para gozo de amor, en tanto que aquello que es oscuro a los ojos e
invisible, pero inteligible y susceptible de aprehenderse con la filosofía,
está acostumbrada a odiarlo, temerlo y seguirlo; un alma que en tal estado se
encuentre, ¿crees tú que se separa del cuerpo sola y en sí misma sin estar
contaminada? (…) Un alma de esa índole es entorpecida y arrastrada de nuevo al
lugar visible, por miedo de lo invisible y del Hades, según se dice, y da
vueltas alrededor de monumentos fúnebres y sepulturas, en torno de los que se
han visto algunos sombríos fantasmas de almas: imágenes esas que es lógico
produzcan tales almas, que no se han liberado con pureza, sino que participan
de lo visible, por lo cual ven. (…) Y andan errantes hasta el momento en que
por el deseo que siente su acompañante, el elemento corporal, son atadas a un
cuerpo. Y, como es natural, los cuerpos a que son atadas tienen las mismas
costumbres que ellas habían tenido en su vida. Construye, entonces, el
filósofo una suerte de bestiario moral con el que adjudica a ciertos vicios
unos animales y a ciertas virtudes otros. Así, las almas disolutas: glotonería,
desenfreno y afición a la bebida, las relaciona con el linaje de los asnos; y a
los injustos, los tiranos y los ladrones los relaciona con el linaje de los
lobos, halcones y milanos. Las almas nobles, sin embargo, se encarnan en seres
nobles y civilizados: abejas, avispas y hormigas. Pero, al margen de unas y
otras, hay otras almas que Sócrates relaciona con la divinidad: pero al linaje de los dioses,
a ese es imposible de arribar sin haber filosofado y partido en estado de
completa pureza; que ahí solo es licito que llegue el deseoso de saber. (…) Los
amantes de aprender saben que al hacerse cargo la filosofía de nuestra alma en
tal estado, le da consejos suavemente e intenta liberarla, mostrándole que está
lleno de engaño el examen que se hace por medio de los ojos y también el
que se realiza valiéndose de los oídos y demás sentidos; que así mismo aconseja
al alma retirarse de estos y a no usar de ellos en lo que no sea de necesidad,
invitándola a recogerse y a concentrarse en sí misma, sin confiar en nada más
que en sí sola, en lo que ella en sí y de por sí capte con el pensamiento como
realidad en sí y de por sí. A pesar del esfuerzo desplegado por el filósofo
en lo que bien podría entenderse como su testamento filosófico, Sócrates sigue
desconfiando de su propia convicción: Hay algo que es incierto para
todo el mundo. Helo aquí: tal vez el alma, tras de haber desgastado muchos
cuerpos y muchas veces, al abandonar el último cuerpo, quede entonces
destruida, y precisamente en esto estribe la muerte, en la destrucción del
alma, ya que el cuerpo está pereciendo incesantemente, se trata de un temor
muy humano, porque la endeblez de las pruebas -o como le objeta Simmias: los argumentos que realizan
las demostraciones valiéndose de verosimilitudes son impostores y, si no se
mantiene uno en guardia ante ellos, engañan con suma facilidad- de Sócrates
aparecen evidentes ante sus propios ojos, de ahí que les recomiende a sus
discípulos: Vosotros, si me hacéis caso,
habéis de preocuparos de Sócrates poco; de la verdad, mucho más. Y no es
excepcional que en ese duro trance por el que ha de pasar, acuda el recuerdo de
las palabras de Homero: Y golpeándose el pecho,
reprendió [Ulises] a
su corazón con estas palabras: “Aguanta, corazón, que cosa aún más perra antaño
soportaste”. Antes de concluir se embarca Sócrates en una
pormenorizada descripción del Hades, un dibujo que bien puede entenderse como
una premonición de en lo que habría de convertirse la Divina Comedia de Dante;
pero no se le escapa que su afán es más un intento narrativo mitologizante que
una de esas verdades como puños que él había sembrado en la ciudad con su
método dialéctico en una vida dedicada en cuerpo y alma a la filosofía: Ahora bien: el sostener con
empeño que esto es tal como yo lo he expuesto no es lo que conviene a un
hombre sensato. Sin embargo, que tal es o algo semejante lo que ocurre con
nuestras almas y sus moradas, puesto que el alma se ha mostrado como algo inmortal,
eso sí estimo que conviene creerlo, y que vale la pena correr el riesgo de
creer que es así. Pues el riesgo es hermoso y con tales creencias es preciso,
por decirlo así, encantarse a sí mismo. Para un descreído como yo, que no
concibo la existencia del alma ni antes de haber nacido ni más allá de la
muerte, que soy reticente al empleo del concepto “alma”, porque me parece
demasiado ligado al fenómeno religioso, y que estoy convencido de que no
quedará de mí, una vez muerto, más que el recuerdo de los otros y la obra
realizada, me parece no poco consuelo que Sócrates renuncie al conocimiento
positivo para refugiarse en la creencia consoladora, como si fuera un feligrés
de San Manuel Bueno, mártir. Sabemos, porque es ya casi un tópico, que sus últimas
palabras fueron que se le debía un gallo a Asclepio, pero en este Fedón o del alma nos enteramos de que acaso las
penúltimas fueron estas otras, no menos humildes y sensatas: Me parece mejor beber el
veneno una vez lavado y no causar a las mujeres la molestia de lavar un cadáver.
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