martes, 27 de diciembre de 2016

La protogestalt: “Yo, hambre y agresión”, de Fritz Perls y Lore Posner.

Otto Dix: El doctor Fritz Perls


Reflexiones desde detrás del diván: Yo, hambre y agresión, de Fritz Perls, o la rebelión contra el padre del psicoanálisis.


Durante el periodo 1941-1945, Fritz Perls se alistó en el ejército sudafricano y fue destinado al hospital de Potchefstroom, un destino que le permitía disponer de un precioso tiempo libre que empleó en darle forma definitiva al libro que recogía las notas que había ido escribiendo desde que decidió dedicarse de forma profesional al psicoanálisis. Como volvía a casa cada fin de semana, Perls pudo disponer de la incondicional ayuda del amigo íntimo de ambos, de Lore y suyo, Hugo Posthumus, un políglota holandés, originario de Frisia, en el noroeste de Holanda -una tierra de la que no dejaba de hablar maravillas- y muy buen conocedor de la doctrina freudiana, sin cuya ayuda lingüística no hubiera podido acabar dándole forma y entidad de libro a las reflexiones que en torpe inglés el doctor Perls, más metido que nunca en su papel de psicoanalista, iba desgranando en un ímprobo esfuerzo, porque, en efecto, la organización sistemática del pensamiento no era lo suyo. La brillantez, sí. El laconismo nietzscheano, también. Pero someterse al duro trabajo de “ordenar” sus pensamientos para construir un “corpus” de pensamiento que pudiera competir con el del “padre Sigmund” o, al menos, ponerle los puntos sobre las íes en ciertos aspectos, eso ya era otro cantar y otro actuar, para el que le faltaba paciencia y le sobraba orgullo.
Fritz Perls tituló el libro de forma descriptiva, acentuando los ejes del contenido: Yo, porque el libro contenía una teoría del yo (del self) no como una entidad incluso material, como la concebía Federn, sino como un símbolo de identificación; para él, el ego no es un instinto ni tiene instintos, sino que es una función del organismo, y el organismo responde siempre a una situación concreta, de ahí que Perls dedujera que era poco provechoso someter al paciente a una análisis del inconsciente reprimido, es decir, justo de aquello cuya revelación tanto turba al paciente y sobre lo que no está dispuesto a aceptar ninguna interpretación, y aconsejara centrarse en el análisis del ego a través de la descripción de su vivencia del presente;  hambre, porque el instinto de hambre le parecía a Perls, y sobre todo a Lore, a cargo de quien corrió la redacción de algunos capítulos fundamentales del libro, como el de las resistencias orales, el complejo de maniquí y el relativo al insomnio, un elemento fundamental para la autoconservación del organismo como tal, el cual, además, se autorregula, al modo como lo entendía Goldstein, con quien Fritz trabajó en Frankfurt y con quien estudió Lore; y agresión, sobre todo la agresión dental que nos sirve para transformar el alimento en algo digerible, en vez de introyectarlo sin descomponerlo previamente. La agresividad es una descarga esencial del organismo y equivaldría, más o menos, a lo que Freud llamaba catexis, un “ir hacia”. Perls recuerda que para Adler, Reich y Horney, la ansiedad se origina en la represión de la agresividad, y de ahí la necesidad de “encauzarla” adecuadamente, y, para ello, nada mejor que relacionarla con ese “instinto de hambre” alrededor del cual articula Perls una doctrina que tendrá su culminación en la concepción de las resistencias orales frente a las resistencias anales tradicionales: cuanto más nos permitamos emplear la crueldad y el ansia de destrucción en el lugar biológicamente correcto -es decir, los dientes- , menor peligro habrá de que la agresión encuentre su salida como un rasgo de carácter. No lo inventa Perls, que fue más un terapeuta imaginativo que un teórico brillante, sino que oyó hablar de las resistencias orales al psicoanalista holandés que viajó con ellos a Sudáfrica, Johan Ophuijsen, quien hubo de exiliarse porque los psicoanalistas holandeses se le echaron encima cuando defendió a los psicoanalistas alemanes, exiliados a causa del nazismo, alegando que podrían contribuir a mejorar su formación. Esa ascensión a la boca de la resistencia, la pone Perls en relación con dos mitos, que adjudica, a su vez, a las dos corrientes fundamentales del psicoanálisis, Epimeteo (Freud), relacionado con el pasado, con lo que se excreta analmente (Freud: el neurótico sufre de recuerdos), y Prometeo (Adler) que se relaciona con el futuro; el excremento es lo que dejamos atrás, el hambre tiene que ver con el futuro, con lo que vendrá, si bien más adelante se nos aclara que “planear” debe ser una guía hacia la acción, no una sublimación o un sustituto de ella.
Es evidente que, en cuanto que libro de toda una vida de estudio de la psicología humana, el libro de Fritz Perls es algo así como una especie de autobiografía psicoanalítica en la que el autor va desgranando los conceptos que hasta aquel año de edición del volumen, 1942, constituyeron el fundamento teórico y en buena medida práctico de su aplicación del psicoanálisis. El libro es tan denso en sugerencias como en alusiones y muestra bien a las claras que Perls, a pesar del rechazo que personificó después a la teorización con sus triple división escatológica: chickenshit, bullshit y elephantshit, estuvo siempre muy atento a todo aquello que podía ofrecerle material con el que construir el andamiaje de su nuevo enfoque gestáltico, primeramente llamado terapia de concentración, porque una percepción básica de entendimiento de la persona, según la Gestalt, es la de concebirla en el aquí y ahora, en la percepción sin filtros de sí misma, en la identificación con sus deseos y en la asunción de su responsabilidad para convertirlos en realidad o para asumir la imposibilidad de su realización. Podría parecer que el enfoque organísmico de Perls, basado en la asunción del principio de la indiferencia creativa, tomado de a quien consideró su primer gurú, el dadaísta Solomon Friedlaender, cuando ambos frecuentaban el café Romanische o el estudio del pintor  Grosz, donde se reunían no pocos artistas a quien trató Perls en aquellos años, como el pintor Otto Dix, que acabaría haciéndole un retrato muy en la línea de quien otro pintor a quien conoció y trató, Hanns  Katz, hizo del revolucionario Landauer, un anarcosocialista antimarxista, salvajamente asesinado tras la Revolución de Baviera en 1918, de quien Perls recordaba siempre  con admiración su obra Incitación al socialismo. Friedlaender, de quien Perls desarrolla en parte la teoría de la indiferencia creativa fue un seguidor de Heráclito y admirador de Nietzsche y de Kant. Del presocrático tomará Perls el panta rei, todo fluye, pero también, y en eso se repara menos, la conciencia de que el camino hacia abajo y hacia arriba es uno y el mismo -Perls aduce el ejemplo latino de altus, que vale tanto como “extensión en el plano vertical”, siendo el contexto el que determina si es hacia arriba o hacia abajo-, en el que se basa ese cero indiferenciado que, de alguna manera, asume en sí los dos extremos y, finalmente, la armonía de los contrarios que se resuelve en ese punto cero de la indiferencia que, por ello mismo, será creativa, no un mero vacío. Más adelante, Perls hablará del vacío fértil en relación con ese punto de indiferenciación entre los extremos. Este primer libro de Perls tiene mucho de observación del natural, de estudio de campo de la naturaleza humana y de observación atenta de la sociedad moderna en su deriva neurótica, que incluye, como es lógico, la dificultad extrema de las relaciones interpersonales. A nadie se le escapa que la concepción holística de Perls, con la noción de campo tomado de la psicología Gestalt como piedra angular de su innovadora terapia, tiene su origen en la atención con que Perls leyó el libro precursor de Jan Smuts, a quien le pidió un prólogo para este libro que, por diferentes razones, no pudo llegar a escribir. La noción de campo, por tanto, que destruye la de la ciencia tradicional, que ha contemplado la realidad como un conglomerado de partes aisladas, permitirá el análisis de la personalidad en relación con el medio en el que se desarrolla y del que forma parte inextricable. Esa totalidad es lo que permite explicar la conducta individual y permitirá el desarrollo de conceptos como el de aproximación, retirada, confluencia, contacto, etc., tan importantes en la terapia Gestalt. Perls sigue muy de cerca los descubrimientos de Köhler y Wertheimer en el campo de la psicología gestáltica, en la que gestalt ha de entenderse como una totalidad cuyo comportamiento no está determinado por sus elementos individuales  y en la que los procesos parciales están determinados por la naturaleza de la totalidad.  Perls utiliza, para explicarlo, la comparación con el ajedrez: en la caja, las fichas de ajedrez representan la visión aislacionista; en el campo de juego, ordenadas y sometidas a las reglas del juego, la concepción holística. De hecho, la concepción de Perls que más lo distancia del tradicional psicoanálisis freudiano es la de la superación de lo que él llama la  caza del pato salvaje, es decir, la indagación arqueológica del psicoanálisis en busca de las fuentes del Nilo de la neurosis del individuo, es decir, la niñez. Mientras que, por ello mismo, el psicoanálisis se sabe cuándo comienza y jamás cuándo acaba, Perls se propuso crear una terapia que fuera capaz de permitir al paciente no solo salir de su padecimiento, sino, básicamente, reconstruirse como una persona capaz de, como diría más adelante, en la época californiana, escribir el guion de su propia vida. Para todo ello, el paciente ha de reconciliarse consigo mismo en el presente, y no ha de indagar tanto en el porqué de lo que le ocurre, sino en el cómo siente lo que le está ocurriendo en el momento presente de la atención terapéutica. El terapeuta, por consiguiente, no será ya el inquietante bulto silencioso que no se manifiesta para no generar la cadena de transferencias que pueden interferir en el proceso curativo, e incluso arruinarlo, sino parte activa de un proceso que ha de llevar al paciente a ser res-ponsable de sí mismo, a ser capaz de asumir sus propias decisiones, por acción o por omisión, sabiendo que nada ocurre sin que uno sea parte de lo que ocurre. En Yo, hambre y agresión se desarrolla una visión del individuo como un todo psicofísico, algo que permitirá una indagación analítica a partir del propio cuerpo en sus gestos, reacciones, hábitos, tensiones, etc., que serán indicio básico de las complicaciones psicológicas que presente el paciente. Perls recoge, al respecto, la atinada observación de Stekel: una persona neurótica experimenta sensaciones en vez de emociones: ardor en la cara en vez de vergüenza, por ejemplo. Siguiendo las teorías de Goldstein, Perls reconoce que existe una autorregulación organísmica según la cual el organismo tiende a cubrir sus necesidades para lograr el equilibrio que permite su supervivencia, si bien ningún organismo es autosuficiente, sino que depende del medio para satisfacer sus necesidades, y en esas relaciones es donde se gestan las diferentes neurosis, usualmente en forma de resistencias, inhibiciones, confluencias, etc. Los mecanismos de defensa del yo, que estudiara Anna Freud y de los que Perls hizo un uso muy pertinente, constituyen un conjunto de recursos mediante los que se evade el sujeto de la confrontación con la raíz de su neurosis particular: el escotoma, o apagamiento de las percepciones, o punto ciego, también llamado enfermedad de Korsakov, que consiste en llenar un vacío de la memoria con sucesos imaginarios; la inhibición de la expresión de las emociones; el escapismo, como podría ser considerado el propio psicoanálisis freudiano tradicional; el intelectualismo, una actitud destinada a evitar conmoverse profundamente; y, sobre todo, la evitación, que es un factor presente en todo mecanismo neurótico.  Fritz, por experiencia propia, sabe bien, como dice en el libro, que el paciente hace muchas cosas con el propósito de ocultar cosas esenciales  (…) En el psicoanálisis, el paciente acaba adquiriendo una técnica para verbalizar el material turbador de una forma no comprometida o para endurecerse y amortiguar sus emociones. De esta forma llega a ser desvergonzado, pero no se libera de la vergüenza, por ejemplo.
¿Cuál fue el momento decisivo en la evolución psicoanalítica de Perls en su camino desde el freudianismo al gestaltismo? Lo dice él muy gráficamente al hablar de que se quitó las gafas “libidinales” y comenzó a experimentar uno de los periodos más estimulantes de su vida. Creo que es también en este libro donde recoge la anécdota de su entrevista con la princesa Bonaparte, a la sazón también en Sudáfrica, quien llega a decirle que si el no “creía” en la teoría de la libido, no podía formar parte de la Asociación Psicoanalítica Internacional, a la que, desde ese momento, no podía seguir representando en Sudáfrica. Hay en la tercera parte del libro, la que podríamos denominar “parte práctica”, en la que Perls se plantea una suerte de autoaplicación de ciertas recetas terapéuticas que pueden contribuir a mejorar la vida de los lectores que las sigan, sean o no pacientes con alguna neurosis dignosticada, que cubre ese amplio campo de perturbaciones que se relacionarían con lo que muy genéricamente podríamos denominar la psicopatología de la vida cotidiana, cuyo interés está fuera de toda duda. De esa última parte del libro me ha interesado, porque es un conflicto de dolorosa actualidad, la difícil relación con la comida que afecta a tanta gente, joven y mayor, en forma de dos afecciones que pueden llegar a convertirse en algo dramático: la anorexia y la bulimia  nerviosas.   El capítulo tercero de la tercera parte me parece de obligada lectura para cuantos padecen una relación difícil con la comida. Según Perls, aprender a comer es aprender a usar la inteligencia adecuadamente, porque para él existe un paralelismo muy claro entre la masticación y asimilación de la comida y la masticación y asimilación mentales, o, como dice al final del capítulo: Una frase bien masticada y asimilado tiene más valor que todo un libro simplemente introyectado. Si usted quiere mejorar su mentalidad, dedíquese al estudio de la semántica, el mejor antídoto contra la frigidez del paladar mental. En esa cita aparece un término, introyectado, que resulta capital en el sistema de Perls, porque esa introyección la equipara a cuantas ideas pueden pasar integras a nuestra mente sin  haber sido descompuestas, masticadas y asimiladas al modo como sucede con la comida, que requiere ser minuciosamente desgarrada y masticada para poder ser asimilada y cumplir su función vital en el organismo. La “basura” no digerida que traemos del pasado y todas las situaciones no completadas o los problemas no resueltos son introyecciones que determinan la formación de un ego patológico, pues se trata de identificaciones sustanciales, ajenas a uno mismo y que determinan, sin embargo, las acciones y sentimientos de la personalidad. Junto al fenómenos de la introyección, Perls analiza otros dos que componen, con el anterior, la triada básica que explica la mayoría de las conductas neuróticas humanas: la proyección y la retroflexión. Como describe él, también muy gráficamente: la persona que está inclinada a proyectar se parece al que está sentado en una casa con espejos en todas las paredes. Dondequiera que mira piensa que ve el mundo a través del cristal mientras que en realidad solo ve reflejos de las partes no aceptadas de su propia personalidad. La retroflexión, por su parte, significa que una función originalmente dirigida desde el individuo hacia el mundo, cambia de dirección y se tuerce hacia atrás en dirección a su originador: el narcisismo, por ejemplo. Una retroflexión genuina se basa siempre en una escisión de la personalidad. El libro de Perls, muy distinto del que escribiera años más tarde con Goodman y Hefferline, La terapia Gestalt, donde Paul Goodman revistió con galas intelectuales de primer nivel las intuiciones primerizas que vertió Perls en Yo, hambre y agresión, es una obra, sin embargo, que tiene todo el encanto de ser fruto de la experiencia individual de Perls, quien se enfrenta a ciertas teorías reconocidas, como la de la libido, por ejemplo, desde una confrontación constante con los pacientes y una reflexión que lo lleva hacia la detección de una cierta religiosidad en la concepción de la libido y de otras aspectos básicos de la teoría freudiana. En una multitud de comentarios al hilo de lo que va tratando, el intelector atento será capaz de descubrir el talante tan particular de Fritz Perls, esa suma de individualismo feroz, compasión genuina, autoritarismo despótico, ironía y permanente ansiedad jamás tratada y solo muy tardíamente reconocida en su más que disparatada e imperfecta autobiografía: Dentro y fuera del cubo de la basura. El problema de la ansiedad, esa brecha entre el presente y el futuro, se manifiesta en el conflicto agudo que se produce, según Perls, entre el impulso de respirar (para superar el sentimiento de ahogarse) y el autocontrol que se opone al mismo. El propio Perls lo experimentó en varias ocasiones, como refiere en el libro, y, de hecho, a lo largo de su vida profesional, la sufrió permanentemente al no ver materializado el éxito social de su innovadora escuela Gestalt frente a otras terapias que concitaban un mayor reconocimiento social y/o mediático. Karen Horney, la primera psicoanalista de Perls, con quien siempre mantuvo una excelente relación, y quien favoreció que Perls emigrara de Sudáfrica a Usamérica, solía decir que el neurótico vive permanentemente ávido de afecto, pero que su avidez no se ve nunca satisfecha porque una de sus características es que no asimila el afecto que se le ofrece y vive, por consiguiente, en la insatisfacción permanente.
         Yo, hambre y agresión no se agota en una lectura y a buen seguro que un libro que tanto les gustó a poderosos intelectuales como Erich Fromm, Aldous Huxley o Alan Watts, atraerá la atención de los intelectores cuya curiosidad por el peculiar mundo de las terapias psicoanalíticas -o la psicooralítica de Perls, podríamos bromear…- se paseará por este libro lleno de recompensas, curiosidades y referencias con agrado y con suficiente interés como para descubrir en él nuevas sendas de varia lección.

jueves, 15 de diciembre de 2016

Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate…: “Historia de los muertos 3. Final”, de Javier García de Castro.





Historia de los muertos 3. Final o de cómo una trilogía fantástica nos ofrece la visión más realista de la compleja naturaleza humana.



Acaba de aparecer, en Amazon, como las dos anteriores, la tercera parte, Final, de la trilogía que ha escrito Javier García de Castro,  Historia de los muertos, de cuyos dos volúmenes anteriores, Infección y Mutación, ya hice las críticas pertinentes, a las cuales remito a los lectores de ésta para tener una visión clara de qué sea esta trilogía de un género que el escritor trasciende hacia una visión de la naturaleza humana que tiene mucho que ver con lo que podemos observar cada día en este inicio de siglo en el que tantas transformaciones sociales se producirán, como desastrosa y hasta casi maléficamente lo anuncia la propia elección de Trump como presidente de Usamérica.  Remito a ellas porque allí encontrará un análisis que no tiene sentido repetir aquí y que es perfectamente válido para esta nueva entrega. Bien, pues después de dos volúmenes que habían creado una realidad apocalíptica en la que ciertos supervivientes se afanaban en descubrir algún lugar donde tratar de “establecerse” casi como avanzada de la futura repoblación del planeta desde el seguro de la inmunidad frente al posible contagio de la extraña infección que ha convertido el planeta en un espacio de zombies torpes y hambrientos, llega este Final que en modo alguno desmerece de los dos volúmenes anteriores y que acentúa, por así decirlo, la profunda vena al tiempo nihilista y esperanzada que habíamos leído en ellos. El don de Javier García de Castro para hacer partícipe al lector de las venturas y desventuras de los jóvenes e intrépidos protagonistas de esta narración tan emparentada con la literatura del absurdo y con la desazón existencialista de un libro como La peste, como ya dijimos, tiene en Final su culminación. Como lector que acaba cogiéndoles cariño, a los protagonistas con quienes ha convivido tantas páginas, he de decir que me ha costado aceptar ciertas transformaciones de los personajes, sobre todo la muy marcada de Bea, que acentúa, por así decirlo, su lado más oscuro, una tendencia que sin llegar al sadismo tampoco le anda muy lejos, por más que tenga todas las coartadas morales habidas y por haber, por supuesto, de ahí que, por ejemplo, no acabe de entender, como seres vivos que son, algunas de sus reacciones, como, pongo por caso, la inquina prejuicial contra el diputado que se transforma en sed de exterminación casi de manera gratuita. En conjunto, sin embargo, parece que se impone la lógica de la ausencia de lógica y la prevalencia del misterio y del Fatum, como exigiría la excelente literatura del absurdo, con la que tan emparentada está, ya digo, esta obra. La narración arranca en el País Vasco, pero pronto se desplaza a Valladolid, donde se inició y donde uno cree que se cerrará el ciclo de la aventura. La compañía de los dos soldados que se unieron a su grupo tras la salida de la base gubernamental introduce en la narración una tensión constante que solo se resolverá cuando la acción se traslade a Madrid, al Cuartel General de la Armada, en unas secuencias narrativas poderosísimas, escritas con un sentido del ritmo, del suspense, de la tensión electrizante profundamente cinematográficos, porque la capacidad de visualización de aquello que se lee es inmediata y ello empuja al lector a la lectura desde una entrega total. ¡Qué ganas tenía de llegar al final!, del que ni siquiera había intuido cómo podría ser, para evitar, después, comparaciones injustas. Me he dejado llevar por la narración y, de vez en cuando, eso sí, como cualquier lector, miraba el número de página y pensaba, pues si ha de volver a Valladolid -donde quedó Sara, embarazada, esperando la vuelta de Toni, el padre de la futura criatura, y Bea- no sé yo, si a este ritmo, le van a quedar páginas suficientes..., aunque tampoco me pareció, sumido como estaba en ese humano, demasiado humano, torbellino de venganzas en el que la intuición del posible final trágico de la pareja protagonista primordial nos acongoja y nos sorprende a partes iguales, que fuera decisivo que la acción hubiera de regresar, para concluirlo todo, a Valladolid, y ahí lo dejo…, que no se trata de aguar la fiesta a los lectores. A grandes rasgos, la estructura, el estilo, y el carácter de la aventura de los supervivientes guarda una rigurosa homogeneidad con los dos volúmenes anteriores, pero hay en este, ya digo, una decantación hacia terrenos sórdidos de la psique humana que bien pueden aparecer por mera acumulación de las traumáticas experiencias vividas, sin más. Lo que está claro es que el autor conoce perfectamente el valor narrativo que tienen ciertas situaciones, como el recorrido de Madrid por el metro inundado o la fantasmagórica del Cuartel General de la Armada y se recrea en ellas con una minuciosidad descriptiva que el lector agradece, porque se siente parte activa de la comprometida aventura y es capaz de vivirla, como en mi caso, consumiendo voraz y casi febrilmente las semillas tostadas de girasol con que solía acompañar en la infancia la inducida emoción del fútbol, por ejemplo. A la hora del resumen final,  toda la novela casi podría entenderse como una versión del cuento de Pérez Ayala, El hechizado, la historia del indio que se empeña en querer encontrarse con el PODER que rige el Imperio y acaba encontrándose ante la miseria humana del ser más miserable del mundo, el propio Emperador, algo así como la pura nada, el vacío. A su manera, eso le ocurre a Bea cuando sigue el rastro de las órdenes que recibe, desde Madrid, el soldado con quien ha establecido una tirante relación que no se resolverá hasta llegar a la capital. El giro sombrío del personaje me parece acertado, porque no solo demuestra que es, a su manera, víctima de la epidemia, sino porque hace impredecible su comportamiento, lo aleja del sentimentalismo en que podía degenerar la situación, cuando recogen a los escolares y permite ese final apoteósico del gore en la lucha final, un poco al estilo de la de la teniente Ripley y el monstruo en Alien, entre ella y quien, progresivamente a lo largo del último volumen, se erige en algo así como el antagonista por excelencia, el soldado López. Y ya puestos a buscar referentes literarios o cinematográficos, he de reconocer que me ha sorprendido lo suyo esa especie de versión de El monte de las ánimas de Bécquer en el Madrid de los Austrias, una escena llena de sabor romántico. Lo cierto es que el título del volumen, Final, me deja poco margen de crítica sin chafar a los lectores aspectos que deben ser preservados de su conocimiento. No puedo, ni debo, así pues, avanzar contenidos que me gustaría comentar desde el punto de vista de la estructura de esta especie de road movie literaria que toma como pretexto narrativo una infección perfectamente verosímil, e incluso tópica, a juzgar por alguna serie televisiva de éxito, con el decidido y juicioso propósito de que el lector no se interrogue por el fenómeno en sí de la epidemia y, libre de esas minucias “técnicas”, atienda a la vivencia límite de los protagonistas, sometidos a un estrés existencial muy difícil de soportar, de ahí su condición admirable de héroes anónimos y cotidianos, que tanto facilita nuestra identificación con ellos; pero no quiero dejar de decir que el autor usa un recurso que puede verse estos días en la película de Denis Villeneuve, La llegada, y que es tan válido como cualquier otro para darle un sentido estructural a la obra.  A mi entender, dada la implicación afectiva que he experimentado respeto de los protagonistas de la historia, creo que la novela de Javier García de Castro cumple escrupulosamente el dictum de Forster, en Aspectos de la novela,  sobre el test que permite comprobar la calidad de cualquier novela: La prueba firme de una novela será el cariño que nos inspire. Me parece una experiencia notable que Javier García de Castro haya conseguido, a través de un género que ni frecuento ni mucho menos escribo, despertar en mí, en tanto que intelector, un cariño sincero por el destino de unos personajes a través de los cuales se nos ofrece una sombría pero también esperanzada visión de la especie humana. ¡Qué bien viene, de vez en cuando, un final, de lo que sea, que no defraude! Y este Final es buena prueba de ello.

martes, 13 de diciembre de 2016

Gozosa relectura de “Gramática parda” y decepcionante de “Los vaqueros en el pozo”, de Juan García Hortelano.






De los apólogos a los milesios, salen ganando los segundos, en la obra de García Hortelano: Gramática parda, una obra maestra del humor; Los vaqueros en el pozo, un empacho de pretenciosidad.
  
Vaya por delante que desde que conozco el título del libro y he querido leerlo, conocimiento y deseo separados por 37 años, jamás de los jamases se me había ocurrido en todo este tiempo que “vaqueros” se refiriera, en la novela de Juan García Hortelano Los vaqueros en el pozo,  a la prenda de vestir. Ese hecho, tan decepcionante, aunque perfectamente inserto en la narración, ninguna duda al respecto, no ha sido el único responsable del desencanto que he sufrido al leer esta novelita “al perfume de su época”, esto es, a la experimentación narrativa consistente en someter al lector, mediante un final inesperado, a una relectura de cuanto había leído para completar él, desde su función lectora, el posible verdadero significado de la obra. La ambigüedad, así pues, está en la base de la historia y solo desde ella se construye la historia, a medio camino entre una jornada del Decamerón y una comedia de alta sociedad, es decir, la más pavorosa de la indeterminación que acaba siendo suplida por la afectación y la impostura en la que conviven desequilibrios expresivos marcadísimos, desde descripciones excelentes, muy propias del mejor Hortelano, hasta diálogos inverosímiles, pedantones y apolillados que es imposible siquiera concebir que hayan sido alguna vez enunciados fuera del ámbito de la parodia. Y a través de la parodia enlazan estos vaqueros malentendidos con el excelente sabor de intelectura que me dejó Gramatica parda y que ahora, con levísimos reparos, sobre todo por la extensión y por la deliberada confusión, que acaba derrotando al ingenuo lector que se quiera tomar en serio la trama disparatada, he revalidado con éxito e incluso con mayor placer, si cabe, porque no recuerdo que en su momento supiera calibrar el ejercicio tan depurado de cuento milesio que supuso esta novela, que fue justamente galardonada con el Premio de la Crítica. Milesio en clasificación del autor, está claro, cuando escribió sus Apólogos y milesios, es decir, su lado formal y su lado irreverente, la realidad desde una aproximación racional y su reverso, la narración que desnuda, con su irracionalismo transgresor e hiperagresivo, esos sólidos supuestos de la razón gobernante y no poco castradora. Los vaqueros en el pozo tiene más de cuento largo que de novela corta, y su estructura es típica de una narración breve, con giro sorpresivo final incluido que fuerza al lector, como antes señalé, a replantearse si la reunión de amigos en torno a una vieja prostituta que se enriqueció durante el franquismo y con quienes los invitados a su finca mantienen evidentes relaciones de dependencia económica y en parte moral. A medio camino entre la narración psicológica, la herencia de la novela social, un torpe realismo de chata denuncia de la doble moral, y las nuevas técnicas objetivistas, la acción de Los vaqueros en el pozo transcurre toda ella en una finca donde aparecen los amigos de la dueña, con quienes se irán relacionando en grupo e individualmente en una suerte de ceremonia de la traición y de ajuste de cuentas que nos muestra un supuesto modo “moderno” de encarar las relaciones interindividuales en los diferentes planos de la amistad, el sexo, el amor, las relaciones de poder, la fragilidad psicológica, la soledad, e incluso el delirio y la ficción, porque la aparición de elementos de corte fantasmagórico en la narración,  Darío: esta tarde la hoja del calendario correspondía al mes en que estamos, del año 1928, genera esa ambigüedad fundamental que atraviesa todo el relato: ¿es real o imaginado lo que ocurre?, ¿se recuerda o se desea?:  ¿Has observado, Niso, que en esta casa jamás hemos encontrado ninguna huella de nadie? Ni un sombrero olvidado, ni unas gafas, ni un frasco de depilatorio vacío, ni una fotografía. Si ocurriese una calamidad, también nosotros desapareceríamos sin dejar rastro.  En cualquier caso, hay en esta novela de Hortelano una retórica totalmente trasnochada que ha hecho envejecer notablemente a la obra, muy de su tiempo, pero incapaz de superar esa circunstancia temporal, porque la retórica de la situación, que no es otra que la de sus protagonistas, resulta algo indigerible para el paladar educado en la llaneza que predicaba Cervantes. Piénsese, por ejemplo, en el acartonamiento, de cartón piedra, de un diálogo en el que hay intervenciones de este tenor:
-Por consiguiente, ¿no hay un barranco allí?
O esta interpelación de Marcela a su amante bandido…, puesto que no aspira a más que a desvalijar a la anfitriona, reventando su caja fuerte:
-Renuncia a ese lenguaje de cómoda enunciación, principito, que tengo derecho a terminar en paz este condenado incidente.
         Con todo, y a pesar de los muchos tópicos que se vierten en la construcción de los personajes, un poco al estilo de esos relatos pretenciosos de deslumbrante modernidad de la Década Prodigiosa, García Hortelano es capaz de ir enhebrando una narración con suficientes motivos simbólicos y metafóricos como para entretener a sus lectores en la resolución del jeroglífico narrativo que ha construido. Que ni siquiera falte un personaje a quien ¡nada menos que Prudencia! llama Viernes, redondea ese cierto aire de fábula que acaba teniendo el relato; como si ellas dos, aparte de la criada, ¡nada más que Dionisia!, fueran las únicas habitantes de una isla alejada de la sociedad, del medio, porque  Prudencia vive “retirada” en su mansión, sin apenas otro contacto con las gentes del pueblo que el que mantiene con Dionisia, quien la sirve y con quien tiene ensoñaciones eróticas, y Viernes, que representa la cultura y la distinción. Prudencia hablaba con ella, tomando un té, como si, desde que se había lanzado a hablar, estuviera tratando de convencerla no de que ella era más feliz acompañada que solitaria, sino de que ellos existían. (…) Prudencia se encontró extraviada, inerme, una lastimosa mujer sosteniendo una taza de té y na sonrisa torpe. (…) La inquietud de Prudencia se transformó en una odiosa sospecha: Viernes. Bajo un cortés recelo, la suponía loca, había venido a comprobar que seguía viviendo sola y ahora ya ni siquiera creía que ellos tuviesen existencia real. La capacidad descriptiva de Hortelano es magnífica, y su retrato de la “vieja dama” lasciva y acaudalada en cuya mente se mezclan la realidad y el deseo, el pasado y el presente, es espléndido, aunque resulten tópicos muchos extremos de su biografía y no pocas de sus evocaciones, como la de su poder de seducción: -A mí me vino con los años [la irritación, el desasosiego, la impaciencia y el malestar]. Claro que tú eres una persona y yo a tu edad era un animal. Un hermoso animal solo útil para el placer. Un animal hermosísimo. (…) Tendrías que haberme visto… Me ponía un vestido, y qué vestido…, sobre la carne, me echaba a la calle y, te lo juro, la calle hervía, hervían las calles. Yo empecé allá, en el sur. (…) Cuando salí de mi ciudad, ya había perdido el acento del sur. Ahora ni sabría imitar cómo hablaba yo mientras viví en la mierda. La presencia el pozo en el jardín de la casa tiene un fuerte contenido simbólico, como se lo describe en la novela: Dionisia lo mantiene abierto permanentemente por la superstición de que atrae a las alimañas y en él perecen ahogadas. (…) El pozo encubre una pantalla protectora. En los primeros tiempos, hasta que la convencí para que usara la piscina, Dionisia bajaba a bañarse en sus aguas profundas. Si no hubiese sido por el peligro que representa, le habría seguido permitiendo la aventura. En él es en el que cuelgan los invitados un pantalón vaquero para que se moje, se suavice y se encoja, el mismo que mucho tiempo después, al final de la narración, con la ayuda de un vagabundo, Dionisia logra extraer del pozo como un amasijo enorme de tela, cieno y menudos animales de diferentes especies cuyos ojos brillan en el crepúsculo en que se consiguió la hazaña de extraer. La reacción de Prudencia, rociarlo el amasijo con petróleo y prenderle fuego viene a ser como una suerte de ceremonia inquisitorial en la que se someten los recuerdos a la purificación del fuego para liberarse de ellos, o quizás del maleficio de tener que evocarlos regularmente como parte de la propia rutina vital.  A pesar de que pudieran intuirse ciertos elementos narrativos capaces de dar mucho juego, las actitudes afectadas de los personajes y sus ortopédicas maneras de expresarse de las que, alguna vez, rara, pero haylas, se contagia el autor (Conforme la voy conociendo, conforme, ¿por qué ocultarlo?, alguna beneficiosa influencia ejerzo sobre Teresa, creo, por el contrario, que es ella la perjudicada.), pronto acaban disuadiendo al lector, a pesar del interés con que, por el solo hecho de ser una obra de García Hortelano, la ha cogido, de que poca gratificación va a encontrar en esas páginas a las que les sobra falsa “modernidad” y les falta vida sin adjetivos ni coartadas ni pretensiones.  
Justo lo contrario de lo que le ocurrirá si se adentra en esa narración megamilésica que es Gramática parda, un disparate continuo con un excelente sentido del humor en el que destaca, por cierto, el uso paródico de las maneras de expresarse que, con patética voluntad de estilo, hallamos en Los vaqueros en el pozo. La novela surge, en realidad, de un cuento publicado en el volumen Apólogos y milesios, titulado El día que Castellet descubrió a los novísimos o las Postrimerías, en el que se narra la investigación abierta en el seno de un grupo de amigos para poder ayudar a Duvet, la hija de cuatro años de edad de Georges y Paulette Dupont, a resolver un problema literario: cuál fue el día en que Castellet descubrió a los novísimos. De ahí, con una trama ad hoc para la ocasión, la compra de armas a un viejo anarquista español para llevar adelante acciones violentas que siembren el caos en París, por parte de un grupo terrorista de escolares denominado La Horda, a Gramática parda apenas hay un trecho que se acerca a las 352 páginas, a lo largo de las cuales, Juan García Hortelano construye una de las novelas más divertidas que se hayan escrito en el último tercio del pasado siglo. Divertida y abrumadora, la verdad, porque la capacidad del autor para sumar historias, personajes y disparates es tan acusada que es posible que a más de algún lector se le acabe indigestando tal volumen de datos, de personajes, de conflictos y de derroche imaginativo. Desde el punto de vista estilístico, sin embargo, la novela es un continuo goce, y más aún desde el de la metaliteratura, que es la base de la obra. Duvet, una niña que quiere ser Flaubert, y a quien su madre secuestra en su propia casa para prohibírselo, se erige en la verdadera protagonista de esta historia llena de situaciones y personajes propios de un delirio montipythoniano o ansí… Desde el principio, el tono se afianza en la narración, una novela parisina en la que, sin embargo, hay un eco perfectamente distinguible del mejor humor de Enrique Jardiel Poncela y de Miguel Mihura, por ponerle nombre a algunos de los referentes que parecen haber inspirado la pluma del autor. Desde que advertimos el propósito de convertirse en autor literario de Duvet, de serlo, de hecho, como veremos a lo largo del relato, a través de las conversaciones entre Duvet y su niñera, Venus Carolina Paula (española, como dios manda en París…), llenas de parodia literaria como lo está toda la novela, iremos disfrutando de una situación ante la que no cabe más actitud que la de dejarse llevar, como lo haríamos, por ejemplo, en una screwball comedy como La fiera de mi niña, por ejemplo: Saber (y Duvet no lo sabe) que el baúl mundo sobre el que se sienta encierra alguno de los nefandos secretos de Paulette no habría detenido la aguja del aborrecimiento ni la aguja de la impotencia que, al coincidir, señalan la hora de la desesperación. La Pequeña se lanza contra la puerta y, golpeándola con sus puñitos comienza a vociferar. Luego a gemir. (…) Porque en aquella hora mañanera y carcelaria, la vida no ofrecía a Duvet otra alternativa a la aflicción que haber volado escaleras abajo, que correr al boudoir donde Paulette telefonea y narcisea, arrojarse a sus pies, admitir su error, suplicar perdón y jurar terminantemente que nunca, mamá, queridísima mamá, mamita de mi corazón, de ahora en adelante no me encierres más y nunca, te lo prometo, nunca jamás querré ser de mayor Gustave Flaubert. Adviértase, por ejemplo, ese rasgo de estilo apotegmático, no habría detenido la aguja del aborrecimiento ni la aguja de la impotencia que, al coincidir, señalan la hora de la desesperación, que constituirá uno de los recursos favoritos de Hortelano, como si, en el fondo, la peripecia milesia quisiera encubrir un fondo apologético como el expresado en ese estilo sentencioso del que pueden hallarse innumerables ejemplos de este estilo: Toda persona razonable desconfía de la fortuna cuando esta se pone redundante, o de este, cuando Duvet, finalmente, se escapa de casa y ha de realizar ciertos trabajos de pane lucrando en una imprenta: La más provechosa consecuencia que Duvet sacaba de sus oficios de subsistencia era el cálculo exacto de la cantidad de tedio y de humillación que un escritor puede soportar a cambio de seguir siéndolo sin morir de hambre. La inspiración humorística de Hortelano, que se centra, como ya creo haber dicho, en el carácter metaliterario del libro, se vierte también en el uso del diálogo, lleno de ingenio, de réplicas certeras y de un registro coloquial excelente, cuando no es vehículo, además, de un anecdotario de muchos quilates, como este:
Venus Carolina Paula: Pues si solo va a servir para ponerte mustia, ¿sabes lo que te digo?, que no escribas.
Duvet: Y yo te contesto lo que, paseando por los jardines de Montpelier le decía Gide a Valéry, que si a él le impidiesen escribir se mataría.
Venus Carolina Paula: Y ¿qué le contestaba el señor Valéry, eh, qué le contestaba a ese trepa de Gide, que era un trepa del Parnaso? Pues le contestaba que precisamente él se mataría si le obligasen a escribir.
El humor es género difícil donde los haya y lo que hace reír a cada cual, por más que haya una homogeneidad de formación y sensibilidad con otras personas allegadas, puede marcar una distancia enorme con esos prójimos. Con todo, la ironía, fina y gruesa, que de todo hay, del autor, cuya novela fue escrita mucho antes de que la corrección política erigiera muros difíciles de escalar y salvar, es capaz, a mi juicio, de vencer hasta las más exquisitas reticencias. No sé si hoy en día, ya digo, se le admitiría una comparación como esta: El embajador se reconcilió con cada una de nosotras dos y cada una de nosotras dos le propusimos que nos llevase a cenar a un restaurante de esos, donde él con las reverencias de los camareros disfruta más que un bebé fascista con un chupete judío…; o el inciso parentético de esta otra frase: El descargo de la violencia que arrebató a El Incógnito (si la violencia contra una mujer voluptuosa merece alguna justificación), habría que recordar que en los últimos días no era aquella la primera agente que se le rebelaba. Que esa capacidad irónica se vierta sobre todo en el ámbito cultural, como sucedía en origen en el cuento sobre Castellet del que salió esta Gramática parda, permite fijar un territorio común a sus muchos lectores, quienes apreciarán, me imagino, esos estoconazos retóricos que salpican el texto casi a cada página, como cuando la niña Duvet, llega a la conclusión de que si vuelve a saber que aquella ciudad por la que vagabundeaba se llamaba París, fue que por todas partes oía hablar en argentino. La trama, en términos generales, tiene algo, lejano, de El hombre que fue Jueves, de Chesterton, dado el carácter político de la misma, si bien la banalización del terror, aunque sea a través de esos escolares que se bautizan con nombres latinos y que se convierten en niñas, en una feminización cuyo hallazgo literario hubiera recibido los plácemes de los cupaires y podemitas, por ejemplo, no deje de suscitar cierto reparo en lectores a quienes puede parecerles que haya un exceso en ello, y más en una sociedad como la nuestra, tan golpeada por él:  ¿De qué medios dispone esta conspiración? ¿Ha sido autorizada por ese supremo secretísimo, que nos dirige, del que nadie habla o en el que nadie cree? O ¿conspiran con una autorización del supremo falsificada? ¿Quién, en medio del caos, se aprovecha de la nada? Buena parte de la narración se basa en esa trama político, confusísima, en la que cuesta un trabajo ímprobo saber a qué atenerse, máxime cuando algunos personajes como los padres de Duvet se desdoblan en otros que actúan al margen e incluso en sentido contrario de los titulares, un juego de dobles que, a mi parecer, es un rizo rizado que, salvo algunas situaciones curiosas, no aporta a la trama nada de lo que no hubiera podido prescindirse. No ocurre así con las Ideas burocráticas que un personaje le envía al padre de Duvet,  un tal Maurice L’Encre (algo así como no dejarse nada en el tintero…) que intercambia confidencias de cariz filosófico y biográfico con Georges, el padre de Duvet, y en cuyos textos no es raro que se desahogue la profunda y excelente vena lirica de Hortelano: Pero ¿qué sueños recuerdas, si duermes tan descuidadamente que en los espejos de la mañana solo escudriñas el mapa de tu barba y la sima de tus bostezos?  La novela algo debe, aunque parece que no se note, a las Historias de Cronopios y Famas, de Cortázar; del mismo modo que, a su manera, se anticipa, en el uso de la narración jocosa de tipo arcaizante, a las novelas del detective de Eduardo Mendoza, algo que no se ha recordado estos días en que incluso tuvimos la oportunidad de leer la crítica de bienvenida al olimpo de la literatura que escribió Hortelano para la novela de Mendoza La verdad sobre el caso Savolta. Quizás algún día Mendoza pueda reconocer, si es que la hubo, esa influencia, que a mí me parece evidente, de García Hortelano en sus novelas del detective sin nombre. La parodia cultural que anima Gramática parda constantemente se manifiesta, a menudo, en hallazgos como el entierro de Vallejo descrito en un divertidísimo capítulo de la novela, todos ellos lo suficientemente breves como para dotar a la novel de una agilidad lectora que no siempre se compadece con la que debería tener el desarrollo de la espesa trama delictiva, aunque está claro que eso es lo que menos le importaba a Hortelano a la hora de escribir la novela, como lo prueba, por ejemplo, ese capítulo en el que Duvet despierta con el recuerdo de un sueño que soñará la noche siguiente… para asistir al entierro de César Vallejo, quien, en justa correspondencia con el sueño de Duvet, había escrito:  Me moriré en París con aguacero, / un día del cual tengo ya el recuerdo.  El cortejo fúnebre lo encabeza Aragon  como miembro del Partido comunista, pero en él que también van Barral, Larrea, Valverde, Sarrión, etc. Le extraña, sin embargo, la ausencia de Otero, de Darío, de Éluard, de Celso Emilio y de tantos otros…   Este tipo de alteraciones temporales, también las hay espaciales, le otorgan a la narración ese aire de travesura narrativa sin igual, algo a lo que colaboran especialmente, los títulos de los capítulos y los nombres de los personajes de la Horda terrorista: Virtus Deserta; Fabulae Centum; Bonus Eventus; Miseria Honorata; Laetitia Rubicunda; Ignorantia Destra; Utrumque Tempus… Y en cuanto a los títulos de los capítulos: Función del azar en las condicionales irreales; La posición de los agentes o astucias de la pasiva; Objeto directo y objetivo infecto; El fonador fonea y la mónada monea; La literatura en el bodoir; o el inequívocamente cortazariano Reglas de apertura de una carta ajena, que parece inspirado en las celebérrimas Instrucciones para subir una escalera. En la Horda, por ejemplo, se ha de prestar juramento de adhesión a la misma, en estos términos: ¿Juras, Ignorantia Destra, destruir, incendiar, socavar, conculcar, mentir, calumniar, corromper, pervertir, sin retroceder ante ningún medio criminoso y colaborando en cualquier empresa infame, hasta el triunfo final? Finalmente, aceptado, el juramento, se le marcaba en la nalga el lema de la Horda: Si duo faciunt ídem non est ídem, una distorsion de la sentencia de Terencio: Duo cum faciunt idem, non est ídem. Y así, poco a poco, va transcurriendo esa Gramática parda hasta llegar al momento en que la protagonista, que no escribe, por supuesto, decide, meterle mano a su obra maestra, justo antes de que haya de dejarlo porque le hacen las pruebas para el uniforme del internado donde comenzará sus estudios: Emma, con un incesante movimiento de labios, se repetía la definición de gramática: -Gramática es el arte de convertir correctamente el ir muriendo en un ir viviendo, con arreglo a las normas dictadas por la experiencia de la falsedad y en concordancia con los recuerdos de lo inexistente. Gramática es el arte… Cuando Emma oyó que era llamada, tembló. Como un torbellino de ideas blancas….
Gramática parda es uno de esos libros que, leído 35 años después de su aparición, como yo me he atrevido a hacer, no solo no “se cae de las manos”, sino que entra mucho mejor por la vista de quien descubre en la relectura un magisterio narrativo que aún sorprende más que en la primera lectura, e incluso me atrevería a decir que menos aún que en la tercera, dentro de otros veinte años... ¿La convierte eso, acaso, en un clásico? Pues no me extrañaría nada. En cualquier caso, Gramática parda, respecto de las últimas producciones de la literatura española en este siglo XXI, está a algo más que años luz, ¡a años de ingenio, estilo y sabiduría narrativa! A su manera, por inspiración, contraste y estilo, entre Los vaqueros en el pozo y Gramática parda hay, para entendernos, la misma distancia que entre El Jarama e Industrias y andanzas de Alfanhuí, hecha la salvedad de que los Vaqueros…sea del todo incomparable con El Jarama.