lunes, 1 de junio de 2015

Los espacios narrativos y fílmicos de "Querelle de Brest": Genet y Fassbinder.


  
  



Espacio interior y espacio exterior en Querelle de Brest a partir de la novela de Jean Genet y la película de Rainer M. Fassbinder

             
Otro soldado, habiendo por azar caído de bruces en el combate, como el enemigo levantase la espalda para asestarle el golpe mortal, le suplicó esperase a que se hubiera dado la vuelta, ante el temor de que su amigo le viese herido por detrás.
                                                                                            Plutarco: Del amor


  LA NOVELA
         Querelle de Brest es una historia narrativamente compleja, y nada complaciente con el lector, en la que dominan los espacios interiores de la reflexión y los sentimientos frente a los exteriores que habitualmente suelen servir de marco al desarrollo de la historia. De los espacios reales exteriores que nos muestra la novela sobresalen tres núcleos principales: el mar, el barco, Vengador, y tierra firme: el puerto de Brest y, concretamente, dentro de éste, el prostíbulo La Fèria.
         Del mar podemos decir que lleva implícito de forma natural el amor y la voluptuosidad e irritabilidad femenina de sus aguas, que, a su vez, pueden considerarse simbólicamente como la parte femenina del ser humano, en contraposición a la parte masculina que representa la tierra firme, donde el comportamiento humano es más feroz, más agresivo. Los dos componentes claves del ser humano, en todas las culturas, la dualidad que representan lo espiritual y lo material, nos vienen dados en la novela por el mar como remanso de paz, de serenidad y de armonía del ser humano con la naturaleza. De hecho, el protagonista de la novela, Querelle, se siente liberado, gracias a él, de las presiones que le provocan todas las fechorías que comete en las ciudades donde atraca su barco militar, Vengador; en esos puertos por los que se mueven los marineros como un espacio físico donde lo común es transgredir las leyes de la naturaleza y de la moral.
         Podríamos decir que Vengador, la nave, representa el frame, o marco, donde el protagonista se siente a salvo y donde se desenvuelve con tal seguridad ante sus compañeros y su superior que adopta una personalidad muy distinta de la que muestra cuando baja a tierra, donde da rienda suelta a sus complejas pasiones y a sus más íntimos y turbadores deseos, tanto criminales como eróticos. El hecho de hallarnos ante un narrador omnisciente y, sobre todo, omnipotente, cercanísimo a la condición de autor, un narrador que mediatiza la creación de esos espacios, nos induce a pensar que incluso podríamos hablar de un único espacio en el que se inscribe la trama de la novela: la fértil y febril imaginación del narrador en cuestión.
La historia de Querelle, en realidad, surge del interior del narrador como una proyección de su intimidad irreductible; es él el que modela al personaje y quien lo explica, porque, como sucede con la mayoría de los personajes, excepto con el teniente de navío Seblon, ninguno de ellos es capaz de expresarse sin el auxilio que el narrador les presta. La incapacidad de los personajes viene dada por su falta de preparación intelectual, por su primitivismo instintivo que tanto seduce al narrador, quien se complace reiteradamente en las descripciones del espacio interior de sus personajes con una calidad poética, con un lirismo, dignos de destacar, y que expresan perfectamente su potentísima naturaleza.
La obsesión del narrador, nos dice él, consiste en llevar a Querelle dentro de él, en vez de estar él dentro de su personaje. Querelle se nutre del narrador, quien, a su vez, vive también a través de su creación. Esta dicotomía entre vida real y figurada no es sólo propia del narrador y Querelle, sino que se extiende a casi todos los personajes: uno a uno, desde el hermano del protagonista, Robert, hasta Lysiane, la patrona de La Féria (el burdel que se presenta como espacio nuclear en la novela, como veremos más adelante, junto con el presidio de Brest, ya abandonado en el tiempo en que transcurre la acción, donde se esconde el joven asesino Gilbert Turko), pasando por el inspector de policía Mario Dugas, Seblon o el confidente de  Gilbert, Roger; todos ellos, digo,  acaban exhibiendo el espacio inaccesible de su intimidad a través de la voz fidelísima del narrador, quien los recrea de una forma sorprendente e imaginativa.
Impresiona observar la capacidad del autor, Genet, para dar vida a este conjunto de personajes tan complejos al que, pese a su lirismo, ¡o acaso gracias a él!, el autor es capaz de definir a la perfección. Los personajes no sólo aparecen descritos desde una perspectiva realista que los dota de una verosimilitud absoluta, sino que, gracias a esa visión poética que está presente en toda la novela, podemos penetrar en las capas últimas de las motivaciones, los deseos y las ambiciones de todos y cada uno de ellos.
Tras la segunda lectura de la novela, con un considerable lapso de tiempo entre ésta y la primera, constato que su modernidad tiene que ver con la creación de ese narrador omnisciente de cuyo ser emana la creación, entre otros, del personaje central como una proyección que muestra el lado transgresor y violento del autor, en franco desafío a la estrechez mental, la hipocresía y la doble moral de la sociedad en la que le tocó vivir. No está de más recordar que al mismo tiempo que está considerado como una de las vacas sagradas de la literatura francesa, Genet estuvo en la cárcel en calidad de delincuente común. De hecho, su indisimulada reivindicación de la violencia como un acto poético, del crimen como una de las bellas artes..., tiene antecedentes literarios en Thomas de Quincey y en el surrealismo vanguardista de entreguerras, cuando, aún en sus comienzos, el gran Papa Negro del movimiento, André Breton, llegó a decir que el más perfecto acto surrealista sería coger una escopeta, salir a ala calle y disparar al azar contra la multitud.
Hay que destacar del narrador el planteamiento interactivo que establece con los destinatarios de la obra, pues del mismo modo que él reclama la paternidad del espacio interior de sus personajes, nos invita a los lectores a que nos sumemos a su labor  de creación: Nos gustaría que estas reflexiones, estas observaciones que los personajes del libro son incapaces de plantearse o formular, os permitan situaros no como observadores, sino como creadores de estos personajes que poco a poco se independizan de vuestros propios impulsos. De ahí el uso habitual de la primera persona del plural, que nos sirve, de un lado, para convertirnos en copartícipes de esa creación literaria y, por otro, para exteriorizar ciertos fantasmas transgresores que reprimimos por miedo a reconocerlos como parte fundamental de nosotros mismos. Desde esta perspectiva, así pues, Genet plantea Querelle de Brest como una liberación a la que nos invita a sumarnos.
En la medida en que la novela es de ambiente portuario, los personajes relacionados con el mar, la descripción de los espacios ciudadanos precisos se ciñe a la parte de la ciudad por donde se mueven los personajes, y el puerto es, sin duda, el principal de ellos. Este espacio exterior está íntimamente relacionado con los espacios interiores de los personajes.
Según el narrador, Brest es una ciudad dura, sólida, con presidios en desuso de arquitectura grandiosa, construida en granito de Bretaña. En su dureza está anclado el puerto. Si Brest es ligero, ello se debe al sol que dora débilmente sus fachadas, tan nobles como las venecianas. Esta oposición entre la virilidad del puerto y la femineidad de las aguas se convierte a lo largo de la novela en uno de los ejes temáticos, porque se traslada de los espacios físicos que sirven de marco a la acción a los espacios psíquicos de los personajes, donde estos conviven con sus conflictos.
También nos habla el narrador de que es una ciudad habitada por la niebla y el frío, llena de callejuelas estrechas y sombrías, y que sus casas, las paredes y los techos parecen flotar en dicha niebla. Es un espacio simbólico donde aparentemente no ocurre nada, pero, en realidad, bajo esa niebla existe un submundo en el que los personajes se ven inmersos en acciones delictivas, en amores prohibidos, en situaciones límites: asesinatos, robos, comercio clandestino de estupefacientes..., y todo ellos protegido por ese telón invisible que forma la niebla.
Entre estos espacios físicos reales destacaremos los dos que tienen un carácter nuclear, pues en ambos se desarrolla la acción que compone el eje central de la novela: el burdel La Féria y el presidio. La Féria es el punto de encuentro de casi todos los personajes. Al describirlo, el narrador tiende a destacar todos los elementos que simbólicamente estrechan la relación con la novela. Por ejemplo, la puerta del burdel, de gruesos cuarterones recubiertos de hierro y erizados de largas puntas de metal reluciente, permite a los usuarios, estibadores y obreros del puerto, convertirla en el emblema de la crueldad que acompaña a los ritos del amor, lo que es, en realidad, el gran tema de la novela: la indisolubilidad del amor y la violencia, su trágica fusión. Para la patrona de La Féria, Lysiane, el espacio del burdel es, por una parte, como un castillo feudal y, por otra, la puerta cerrada a cal y canto que la convierte en una perla oceánica entre los nácares de una ostra capaz de abrir y cerrar sus valvas –la vulva metafórica- a su antojo, lo cual, atendiendo a la blancura inmaculada de su cuerpo, revela la congruencia existente entre la percepción feudal de La Féria que tiene madame Lysiane y la descripción de la ciudad de Brest como una ciudad rodeada de murallas muy anchas, compuestas de un foso profundo y un terraplén plantado de acacias. El foso se halla atestado de maleza, de zarzas, de ciénagas y sembrado de mojones. En cambio, La Féria, con sus salones tapizados de cuero dorado, lleno de espejos y de grabados que responden al tópico del burdel “lujoso”, lugar de excepción donde los personajes pueden “cambiar de mundo” o, al menos, comprar la ilusión de poder hacerlo. El burdel se convierte en espacio nuclear para el protagonista, Querelle, pues en él hace negocios y busca consuelo erótico, con el marido de madame Lysiane, a sus propias penas y remordimientos por los asesinatos que, en Brest y en otros puertos, ha cometido. En La Féria, además, se inicia la pelea a muerte con su hermano Robert, lucha cainita que rememora el conocido pasaje bíblico, cuando el nada ejemplar amante de Lysiane se rebela contra la realidad inasumible de que su hermano es un puto.
Son pocas las descripciones de los espacios físicos reales que se hallan en el texto, en relación con las abundantísimas secuencias reflexivas y narrativas, y cuando aparecen suelen estar estrechamente relacionadas con la trama, pues el espacio exterior a los personajes adquiere una cierta condición romántica que se manifiesta en el hecho de que se nos ofrezcan, esas descripciones, como proyecciones del agitado mundo emotivo de los protagonistas. Así sucede, por ejemplo, cuando, tras asesinar al marinero Vic, el bosque se convierte para Querelle en un prodigio de suavidad, dorado por un sol misterioso en el interior de un aire oscuro y claro (...) en cuyo vientre se tejía la luz de todos los despertares. O cuando Querelle decide ayudar a Gilbert Turko con la intención de cargarle su muerto, de delatarlo para que el ambiguo obrero polaco cargue con los dos, con el de Querelle y con el suyo: Al penetrar en el presidio Querelle se sintió aliviado por el miedo y la responsabilidad que iba a asumir. Mientras caminaba sin decir palabra al lado de Roger, por el sendero, sentía brotar en él los cogollos -y abrirse al punto las corolas por todo su cuerpo, al que llenaban de aromas-  de una muerte violenta. Florecía de nuevo a la vida peligrosa. El peligro le aliviaba, y el miedo. En su espacio interior, así pues, se produce una metamorfosis vegetal que indica que la violencia y el miedo son en él tan naturales como el crecimiento espontáneo de las flores, lo que pone de relieve la fusión de su mundo interior con el mundo exterior.
De la muralla hemos de trasladarnos al presidio abandonado, lugar donde se refugia Gilbert Turko, el obrero polaco, después de haber asesinado a Théo, su capataz, compañero de trabajo y albañil como él, quien trataba de conquistarlo sexualmente, al tiempo que lo ridiculizaba ante el resto de la cuadrilla a su cargo. La descripción comienza por el doble escudo de Francia y Bretaña, motivo ornamental que el narrador compara con las dos mitades de un huevo fabuloso puesto por Leda, tal vez después de haber conocido al Cisne y conteniendo el germen de una fuerza y de una riqueza sobrenaturales y naturales al mismo tiempo. Por otro lado, los mojones encadenados en el interior del presidio se ofrecen al lector como antítesis de los propios presidiarios que allí fueron guardados y a los que esa contemplación aliviaría en parte su propia condena.
Como ocurre con las calles de Brest, los caminos que rodean  el presidio también son estrechos: entraron en el estrecho camino abierto entre el muro del presidio y la explanada que dominaba Brest, donde se halla construido el cuartel de Guépin. Se trata de una estrechez simbólica, sin duda, del calvario por el que han de pasar los personajes, a vueltas con sus conflictos interiores, que les producen angustia y desasosiego, y, por otro lado, una calma y felicidad singulares. Dentro de la general tendencia simbólica del narrador a la hora de enfrentarse a la descripción de los espacios, ciertos rasgos valorativos en las descripciones, al estilo del detalle de las piedras viscosas y negras del muelle, definen la atmósfera de predestinación hacia el fracaso, hacia la tragedia, que en la imaginación de Querelle se resuelve en la sala asfixiante donde ha de dictar sentencia el tribunal que acaso algún día lo juzgue por sus muchas fechorías. Es tan evidente esta tendencia, que podemos considerar el presidio como el espacio punitivo interior que se hace presente cuando se transgrede cualquier ley de la sociedad y de la naturaleza.
El otro espacio fundamental utilizado para la historia de Querelle y su superior, el teniente de navío Seblon, es el barco, el Vengador. El barco se ofrece como marco de referencia y de actuación donde se describe el sensibilísimo espacio interior de Seblon, que se convierte en narrador autodiegético: lleva a cabo un diario como sustituto de la acción seductora que le gustaría protagonizar respecto de su subordinado Querelle y a la que nunca se atreve. Seblon se va consumiendo en su propio deseo, imposibilitado de saltar la barrera del miedo al rechazo. En el espacio real del barco, en su camarote del puesto de mando, vive Seblon su conflicto interno, originado, básicamente, por el sentimiento de la presencia dominante, en él, de una acusada femineidad, lo que le lleva a verse y juzgarse como la encarnación de la debilidad y de la fragilidad. Esa visión negativa de sí mismo le produce una profunda tristeza y le incita a compensarla con una actitud severa hacia sus subordinados, para no trasparentar lo que, según él, conduciría a que le perdieran el respeto que le deben; actitud que incluye, incluso, la renuncia a sonreír. En ese espacio de voyeur privilegiado, Seblon se recrea en su mundo interior de ensalzamiento y admiración de la belleza masculina. El espacio subjetivo que crea Seblon es percibido por él como su morada y espacio vital, libre de las enojosas presiones externas, un espacio que acoge lo mejor de sí mismo.
Como ya hemos dicho con anterioridad, el grueso de la novela refleja los espacios íntimos de los personajes. Las secuencias reflexivas se suceden casi ininterrumpidamente y nos permiten adentrarnos en la intimidad de los protagonistas para descubrir su compleja y ambigua vida interior. De ahí que las descripciones de espacios exteriores sean tan escasas y que, cuando aparecen, sirvan de marco a los acontecimientos de la historia, si bien no están exentas de una función simbólica evidente, pues muy a menudo esas descripciones reflejan, en realidad, los mundos interiores de los protagonistas de la novelas.
Finalmente, de la estructura de la novela, lo que ha interesa a Genet ha sido, sobre todo, ofrecernos la individualidad de unos personajes en torno a la presencia mítica de Querelle de Brest, el gran seductor, la irresistible tentación, el hombre afortunado por excelencia, libre, autónomo, para quien no existen barreras morales dignas de respeto.



LA PELÍCULA

         Querelle (1982), de Rainer Maria Fassbinder, fue el último film de este destacado cineasta alemán. El guión es del propio director y se trata de una libérrima adaptación de Querelle de Brest, de Jean Genet. La fotografía corrió a cargo de Xavier Schwarzenberger. La música la compuso Peer Raben. Los intérpretes principales fueron Brad Davis, Franco Nero, Jeanne Moreau y Laurent Malet.
         Al analizar los espacios que sirven de marco al desarrollo de la acción de la película de Fassbsinder llama, sin duda, poderosamente la atención la opción del cineasta de recrear los espacios físicos para situar la acción en unos decorados que no esconden, antes bien al contrario, su condición de tales, pues desde los primeros planos de la película, con la aparición en el mismo campo visual de la cubierta del barco Vengador y la entrada al burdel La Féria, observamos ya, en la muralla del puerto, dos columnas que enmarcan el  lienzo de muralla tras el que se abren las puertas del burdel, dos columnas que no son otra cosa que dos falos gigantescos con sus correspondientes testículos pétreos; todo ello con la apariencia de construcción en vulgar cartón piedra que se ofrece a la contemplación del espectador como una propuesta escénica cuyo sentido no es fácil de interpretar, a mi juicio. Estas mismas columnas priápicas las traslada a otros escenarios del puerto, como si fueran un leit motiv visual que acentúa la dimensión erótica que afecta a los personajes y a la trama en general. En la novela de Genet se alude permanentemente a la solidez, a la fortaleza y a la virilidad de los personajes como valores positivos, opuestos a la fragilidad emocional de los homosexuales afeminados o pasivos. En la película de Fassbinder, sin embargo, esos conflictos entre ternura y dureza se desarrollan en un escenario que representa la impostura, como es el cartón piedra del decorado respecto a los muchos espacios rocosos, graníticos y sólidos que aparecen en la novela. A la sensación de espacios irreales que consigue Fassbinder con los decorados, en vez de haber optado por escenarios naturales de cualquier ciudad portuaria, Brest incluida, ha de unírsele, a mi juicio, el particular uso de la iluminación que, con sobreabundancia de tonos violetas, anaranjados, amarillos, ocres, verdes y azules crea unos ambientes en los que los personajes tienden a perder realidad, ya que, en cierta manera, los difumina, circunstancia que impide verlos con los perfiles nítidos propios de sus biografías individuales. Da la impresión de que también los personajes sean de cartón piedra, a juzgar por el extremado hieratismo de su actuación, con lo que quizás Fassbinder haya querido transmitir la sobreabundancia de secuencias reflexivas que hay en la novela, suprimiendo, de paso, un buen número de acciones externas de los personajes.
El espacio del burdel, al que se dedican un buen número de secuencias de la película, en modo alguno se ajusta a lo descrito en la novela. De hecho, la puerta de cristal grabado, con recargados adornos de búcaros y flores, de pésimo gusto, a mi criterio, no contiene la fuerza, el simbolismo que posee en la novela, con aquella evocación del dolor asociado al placer que ven en ella los trabajadores del puerto, ya que al ser de cristal se abre al exterior por una comunicación visual que suprime completamente la concepción de un espacio-fortaleza, tal y como se explicita en el texto de Genet. Otro tanto ocurre con el espacio en el que Querelle consuma el asesinato del marinero que le ha ayudado a desembarcar la mercancía, el triángulo de muralla arbolado en el que aparece un pozo donde Querelle se purifica, más que se lava, de su acción homicida. La composición del espacio, con la falta de realidad natural de los elementos que lo componen: piedras, suelo, árboles y muralla, excepto el agua del pozo, incide en esa atmósfera de irrealidad y ritualismo que estamos comentando. El espacio nuclear del barco, representado por su cubierta y el puesto de mando desde el que Seblon fantasea sus imposibles aproximaciones eróticas a Querelle, se recorta contra el fondo del escenario, un fondo constituido por un cielo de color amarillento convertido en un gran telón que parece que oprima la escena en vez de abrir un espacio de libertad, como si la vida se hubiera reducido a los límites de un estrecho escenario teatral. Esta sensación de ahogo, de opresión, es la que predomina en la puesta en escena de Fassbinder, porque incluso las calles estrechas y llenas de transeúntes, la cubierta del barco, atestada de marineros, el barracón de Gilbert Turko, lleno de compañeros, o el burdel, en permanente agitación y bullicio, comunican esa sensación de la falta de espacio vital, de libertad; sensación que incluso llega a percibirse como un determinismo que ha marcado a fuego el destino de los personajes.
Del otro espacio básico, por su valor de contraste, que es el mar, se ha producido en la película una supresión casi total, pues sólo aparece físicamente en dos ocasiones y, simbólicamente, en el pozo del lugar del crimen, donde Querelle se purifica, aunque no se trata de agua de mar, por supuesto. Indirectamente, sin embargo, es permanente el cabrilleo de las aguas, el reflejo luminoso que se agita en la superficie del decorado y, a menudo, en los personajes, como si las luces ambiguas de las aguas marinas, al modo del salitre, se convirtiera en una suerte de pátina adherida a los personajes, indicando, acaso, el verdadera espacio al que pertenecen sus destinos.
El presidio donde se entrevistan y enamoran Querelle y Gil, que en la novela es un espacio potente, inmenso y abandonado, casi ruinas románticas señoreadas paradójicamente por el fantasma pusilánime y orgulloso de un perseguido por la justicia, es a los ojos del espectador desconcertado un espacio de papel, y queda reducido a un estrecho pasillo de cartón piedra en el que con dificultad parecen moverse los protagonistas; un reflejo, en definitiva, de esa asfixia que los consume y los determina. Antes de que Roger, el hermano de la enamorada de Gil y confidente de éste, le diga a Querelle que puede pasar a ver al fugitivo, Querelle aparece en un plano medio, vestido con un abrigo largo abierto, recortado contra un cielo entre amarillento y anaranjado, que recuerda la aparición “angelical” de Bruno Ganz en la maravillosa película La marquise D’O. Se trata en Querelle, como ya sabemos, del rostro angelical de Lucifer, el gran seductor, pero el gran traidor también.
La pelea callejera tiene lugar en una calle casi única en la película y en la que siempre la profundidad de campo nos permite apreciar una moto aparcada –del mismo modo que lo hace, más tarde, delante del bar donde Turko matará a su capataz, quien cae, por cierto, en brazos de sus subordinados como un Cristo descendido de la cruz-; una moto cuyo valor simbólico pudiera ser, además de la evidente figuración fálica, el de la libertad a la que nunca acaban subiendo los personajes. La pelea se convierte, además, en una danza ritual, medio interrumpida por una procesión en la que se recrea el camino crístico del Gólgota  con la cruz a cuestas, irrupción que se acerca, estilísticamente, al esperpento, no sólo por la anacronía, sino por la curiosa divinización de sentimientos marginados y anatematizados desde siempre por la religión católica , y también por los acompañantes travestidos que componen más una parodia que propiamente un motivo de reflexión. Estamos en presencia, así pues, de una transformación casi teatral de la novela de Genet, en una interpretación hecha por Fassbinder con total libertad respecto del texto original, además de con la deliberada voluntad de crear una estética gay tópica, y en la que desempeña una función básica la ritualización que preside el desarrollo de los hechos, como ocurre muy evidentemente en la pelea bíblica de los dos hermanos, precedida por su primer encuentro en el que se abrazan para golpearse los flancos como dos boxeadores hermanados por años de disputas constantes de un título que nunca acaba de decantarse por uno u otro de los contrincantes.
A mí no me ha gustado la propuesta de Fassbinder. Desde el comienzo, la intensidad emocional y la calidad lírica de la novela son sustituidos por un planteamiento casi de película porno que, afortunadamente, no llega a materializarse. Con todo, buena parte de la estética de la película, como ya he señalado en el análisis del espacio, sí que obedece a la mitología tópica de un mundo exclusivamente homófilo. Desde los torsos esculpidos hasta las devotas admiraciones silenciosas de los enamorados platónicos –Franco Nero me recuerda a Gustav von Aschenbah, el músico protagonista de Muerte en Venecia, la película de Visconti–, pasando por la vestimenta tipo comunidad gay de San Francisco de Mario, el inspector de policía, quien, sin embargo, poco después, en el decurso de la investigación de la muerte del capataz de Turko, aparece vestido al más puro estilo de la policía de paisano de la Gestapo alemana; o el símbolo fálico de la moto de gran cilindrada, ¡y no hablemos ya de las dos columnas de la muralla, tan explícitas!

En definitiva, todo en la película respira un aire a tópico que desnaturaliza el relato, convierte en pasta de cliché a los personajes y acaba distanciando al espectador. Solo cabe recordar la parodia de Lysiane en la película imitando una canción de cabaret alemán de los años 20, papel muy diferente del que le asigna Genet a la patrona del local y que, en la película, la siempre admirabilísima Jeanne Moureau saca adelante a duras penas. Finalmente, la atrevida identificación de Turko y el hermano de Querelle, que confirma el incesto entre ambos hermanos, peregrina idea que conmociona y estimula eróticamente a Lysiane, hasta el punto de unirse al coro de quienes desean a Querelle, es un añadido que complica en exceso la trama y traiciona la novela de una forma truculenta. Se ahí que una de las escenas finales, con la revelación, a través de las cartas del Tarot, de que Robert no tiene ningún hermano se convierta en un pegote añadido que en nada beneficia a la película, fría como ella sola, a pesar de la intensidad erótica que preside el texto de Genet.

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