viernes, 29 de agosto de 2014

La exquisitez aforística del hedonista devorado por la Revolución

                               
                                                 El lujo de la reflexión       
                               
Teoría de la ambición: La aforística delicadamente prescriptiva de Hérault de Séchelles, Le beau Séchelles

       El ingenio, la elocuencia, la aristocracia y la belleza no son ingredientes que le permitan a un  hombre navegar por el mar encrespado de la Revolución Francesa sin acabar perdiendo la cabeza, que es lo que, finalmente le ocurrió al bello Hérault, bisnieto del aristócrata que le dio nombre al archipiélago de las Seychelles. La perdió junto con Danton y Desmoulins, por celos del rousseauniano Robespierre, del mismo modo que bien hubiera podido ocurrir al revés. Hérault apenas tuvo tiempo –murió a los 35– para escribir una brevísima obra: Eloge de Suger (abad de Saint Denis), 40 páginas; La visite à Buffon, ou Voyage à Montbard (53 páginas) y la obra por la que, en el ámbito de los aforistas moralistas franceses, lo conocemos hoy y lo admiramos: Teoría de la ambición, de 1788, que no es propiamente título puesto por él, ya que la obra apareció en vida del autor, aunque de forma anónima –una convención de la época para dar mayor relieve al autor– con el poco atractivo título de  Codicille politique et pratique d’un jeune habitant d’Épone, es decir, en la tradición aleccionadora de los primeros tratados aforísticos, como el de Hesíodo. Se ignora quien decidió ponerle tan hermoso título a los consejos para llevar una vida reglada y satisfactoria que nos propone Hérault, pero se hizo respetar, porque con él ha seguido hasta nuestros días, y seguirá después. La titulación literaria o filosófica es un arte sobre el que ya me explayé a gusto en aquella entrada/proposición: El Artista Desencajado quiere hacer caja que sólo obtuvo una respuesta a la que, cortesía obliga, no cobré por mis servicios, algo que no ocurrirá ya con la segunda, aviso...
Hérault, a pesar de sus orígenes aristocráticos y de ser el protegido de la Duquesa de Polignac, amiga íntima y confidente de la reina María Antonieta, cuya influencia fue decisiva para que el joven Hérault escalase  puestos de responsabilidad en la administración del reino, pues a su apopstura sumaba su carrera de abogado, no lo dudó a la hora de unirse, con cierto ardor justiciero, a la Revolución y participar, incluso, en la toma de la Bastilla. Fue comisionado para restablecer el orden revolucionario en Saboya y Alsacia, y fue también Presidente de la Asamblea Nacional, sustituyendo a George Danton. Colaboró en la redacción de la constitución de 1793, la llamada de La Montaña, que nunca llegó a promulgarse ni aprobarse. Fruto de su visita a Saboya, aliada de la Revolución, fue el emparejamiento con Adèle de Bellegarde quien, a la sazón, era la mujer de un coronel que servía en el ejército del rey en Cerdeña. El amor apasionado de ambos jóvenes continuó en París, adonde Adèle y su hermana se trasladaron siguiendo al hedonista revolucionario. La historia de Adèle es bien curiosa, porque, caído Hérault en desgracia, sufrió la cárcel pero se libró de la guillotina. Acabada la época del Terror, fue excarcelada y triunfó en la alta sociedad parisina, llegando a ser la favorita de Talleyrand –el superviviente político por antonomasia, del que nuestro Duran i Lleida es una pálida y lasciva imitación–.  La fama de su belleza fue tal que el propio Jacques-Louis David, el pintor clasicista de la Revolución, la inmortalizó en su obra El rapto de las sabinas, retrato que, después, sirvió como modelo para el de la Marianne revolucionaria de los sellos de correos, como se advierte en las ilustraciones que siguen:

     De Adèle...                   a                Marianne.                              
                                      


      Son numerosos los tratados escritos en aforismos que, desde el siglo XVI, pretenden guiar al pretendiente en la corte, e incluso hay un juego de mesa, inventado por Alonso de Barros y descrito en su manual titulado Filosofía Cortesana que se juega sobre un tablero con 63 casillas, que corresponden a los años que pasa el pretendiente en la corte, un librito que merece de todo punto ser leído por sí mismo, pero también como venerable antecedente del manual del perfecto aspirante cortesano democrático…, podríamos decir, que es el librito de Hérault.
Hérault no está exento de responsabilidad en el uso generalizado de la violencia para instaurar la revolución, tal como lo señala acertadamente Jorge Gimeno en su precisa introducción biográfica en la  cuidada edición de Siruela, donde recoge el reproche que le envió su amigo Caspar Lavater: Vos queréis destruir el despotismo mediante el despotismo, e instaurar la libertad mediante la tiranía. Como ordenado manual que es,  la “teoría” de la ambición, que algunos autores han considerado algo así como el embrión de un ulterior desarrollo más extenso, sin  percatarse de la decidida voluntad de Hérault de inscribirse en la prestigiosa tradición de una corriente moralista con la que parece entablar un diálogo como una esgrima de ingenio, se divide en los siguientes capítulos: 1. Preceptos generales para ser persona de genio. 2. Selección de medios y circunstancias que exaltan las facultades intelectuales, ya se trate de todas en conjunto o de algunas a expensas de las demás. 3. Lectura. 4. Carácter. 5. Conocimiento de los hombres. 6. Plan de acción. 7. Conversación. 8. Forma de los libros. 9. Estilo de los libros y los discursos públicos. 10. Charlatanismo y 11. Lógica de los contractivos, a los que corresponden, con ese orden casi cartesiano e ilustrado las siguientes recomendaciones muy dignas de tener en cuenta:
 Cree en ti mismo, conócete, respétate. La práctica habitual de estas tres máximas es el secreto del hombre sano, ilustrado, bueno y dichoso.
                                 oOo
Tened una alta idea de vuestras facultades y trabajad: las triplicaréis.
                                 oOo
         Las ideas se van con quien las corteja galano; y huyen del torpe y del tocón.
                                          oOo
       No progresamos grandemente sino cuando nos volvemos melancólicos, cuando, decepcionados del mundo real, nos vemos obligados a inventarnos uno más soportable.
                                        oOo
       Una prueba de que es preciso demorarnos en un libro para tener derecho a decir “lo he leído”, es que de los dos o tres mil volúmenes que un erudito apresurado logra leer, no retiene mucho más que un marqués francés de los países por los que se desliza en silla de posta.
                                        oOo
       Venus Saepe excitata, raro peracta ingenium acuit.
 ["Venus, siempre cortejada, raramente poseída, agudiza el ingenio". Tradución de Jorge Gimeno.]
       Ver con anticipación y en poco tiempo lo que de otro modo veríamos después y con mayor lentitud; disfrutar en un día de la experiencia de las naciones y lo  s siglos; adquirir una premoción de lo que estamos llamados a conocer; recapitular sobre lo que ya conocemos; aprender a reflexionar un poco más rápido de lo que el mero paso del tiempo nos enseñaría; adquirir desde jóvenes prudencia y sabiduría; en fin, aumentar nuestra influencia sobre los demás hombres gracias a una dicción plena, bien ordenada, pura, correcta, florida, amable, flexible, fina, viril, noble, elevada, majestuosa, tales son las principales ventajas que se extraen de una larga familiaridad con los mejores escritores. [Este aforismo, peculiar por la longitud, más cerca, por el tono discursivo, de las notas de Canetti o de algunos de Lichtenberg.
[Este aforismo bien  podría figurar con todos los honores en el frontispicio de este Diario.]
                                        oOo
       Cháchara y constancia, dos cosas incompatibles.
                                        oOo
       Tenacidad y soledad: dos principios de originalidad.
                                        oOo
       La sociedad mitiga el orgullo; la soledad, la vanidad.
                                        oOo
       La clave de la voz en la escala musical se corresponde con  la clavedel carácter en la escala moral.
                                        oOo
       Haceos perdonar vuestro talento mediante la sencillez de maneras y alguna pequeña incapacidad.
                                        oOo
       El orden alivia loa memoria, destierra la irresolución , infunde audacia, robustece el paso de un escritor.
                                        oOo
       Cuando un hombre que triunfa de las circunstancias no dispone de un estilo acorde con su carácter, su tono, su gesto, su porte, es un escritor que copia, un animal de costumbres.
                                        oOo
       Estilo, hijo del eco gradual de la cabeza en el corazón.
                                        oOo
       Lo imprevisto es la base del estilo en todos los géneros.
                                        oOo
       Precisar lo vago y difuminar lo nítido.



       

sábado, 23 de agosto de 2014

El guión cinematográfico: el texto sin género.

                                    

                         La fiebre de imaginar

Cosas que nunca sabrás: Un guión, no rodado, de Pau Perramon.

         He leído, por primera vez en mi vida, el guión de una película inexistente, salvo en la mirada imaginativa de su joven director, Pau Perramon, quien me honra con su amistad desde que dejó (¡por suerte para él!) de ser alumno mío en la Secundaria, hace ya muchos años. Es extraño, el género del guión –si es que pertenece a alguno–, y entraña algo así como una pereza congénita. Se deja todo voluntariamente en la indefinición, aunque a veces se desciende a descripciones detalladísimas de ciertos gestos, miradas o maneras de dar o coger las cosas que sorprenden al lector no habituado, como este Artista Desencajado lo es. De lo que estoy convencido es de que el guión ha de tener una potencia visual que, a simple lectura, hubiera de imponérsele  al lector de los mismos. Está claro que un guionista ve el guión que escribe, de ahí que los diálogos, en términos generales, tengan un desarrollo mucho menor que en el género teatral, porque la acción no se apoya en ellos, sino que se limitan a ser un subrayado de las imágenes o, en según qué secuencias, una iluminación de las ya vistas o una prolepsis de las por venir. Podríamos decir que un guión nos ofrece los mimbres de una historia con los que, después, el director, factótum fílmico donde los haya, hace y deshace a su antojo, hasta, partiendo a veces de un guión ajeno –no es éste el caso, porque Pau es director y guionista–, hacer su película. Todos sabemos que de una poderosa historia puede hacerse una película deleznable, pongamos por caso el célebre de Bajo el volcán, de John Huston, con un Finney patético y ridículo de pura sobreactuación; y de una historia anodina salir un peliculón, pongamos por caso La dama de Shanghai, de Orson Welles, título puesto, según lo quiere la mitomanía, a partir de una novela de quiosco elegida al azar, If I Die Before I Wake, de Sherwood King, para proponérsela al productor si éste le adelantaba dinero para un montaje teatral; una película en la que, estando en proceso de separación de Rita Hayworth, cometió la osadía de hacerla aparecer con la melena cortada y teñida de rubio platino, como si quisiera matar el mito de Gilda.
          En el guión que acabo de leer, primera versión* de una segunda que me ha de llegar pronto, y en la que es posible que cambien incluso aspectos fundamentales de la primera, porque eso forma parte de la naturaleza del guión: ser proteico, susceptible de cambios tan de ultimísima ahora como el mismo día del rodaje; cambios que pueden alterar, con la aparición o desaparición de algún personaje, incluso el sentido de la narración, como bien nos mostró la siempre bien alabada La nuit americaine, de Truffaut; en esta primera versión, decía, hay un planteamiento que peca de cierta ingenuidad y, sobre todo, de un exceso de buenas intenciones, que tan malas son para la novela o el teatro o, como ahora lo he constatado, para un guión. El protagonista, Dani, dueño de una tienda de artículos relacionados con su pasión por las películas, series y cómics de ciencia-ficción, y en especial por un personaje concreto, Bruce Gallagan; un joven de marcado espíritu peterpanesco, tan propio de nuestra realidad, un punto de partida que recuerda vagamente el de High Fidelity, se convertirá, por puro azar, en anfitrión de un tío fracasado al que todo le sale mal en la vida y de una joven senegalesa, con una hermana pequeña que pasa por su hija durante más de la mitad de la película, que ansía regresar a su país, sin disponer de medios económicos para hacerlo realidad.
          Esta materia narrativa, en principio ni anodina ni apasionante, se articula en el guión en lo que a este lector le ha parecido un frenético desplazamiento constante entre espacios: Int. Piso de Dani/Salón-noche; int. Piso de Sani /pasillo-noche… Estas indicaciones son básicas para visualizar la acción y poder seguir el desarrollo de la historia con la continuidad, elipsis incluidas, que luego veremos en las imágenes. Aunque un subgénero del guión, el storyboard, labor usualmente propia del director, o directísimamente dirigida por él, se ha hecho hoy en día casi imprescindible para poder rodar “exactamente”, el guión en cuestión. Mediante dibujos como estos que me ha facilitado amablemente Pau para ilustrar esta referencia al storyboard:
                               
                                   

es difícil no realizar la película cuyo guión, como género, no alcanza a precisar, mediante la descripción, la visualización exacta que en en el storyboard sí se ofrece.
         El núcleo temático de la historia es la difícil convivencia entre personajes a los que, en principio, nada parece unirles, y cuyos pequeños gestos y reproches y malentendidos van articulando una relación compleja en la que acabarán manifestándose ciertos valores que pecan, si acaso, de almibarados, por más que sean impecablemente verosímiles. Hablamos de vidas fracasadas, la del anfitrión incluido, de ahí que dicha convivencia obre sobre ellos como una posibilidad de redención, lo que efectivamente ocurre.
         Es curioso, pero a medida que voy escribiendo sobre el guión, la historia adquiere un relieve, una importancia que durante la lectura atenta no había captado. Acaso porque el lado tópico de los tres personajes reunidos por azar en el piso de Dani me lo impedía. Con todo, he de señalar lo que tengo anotado en el guión como ciertas ingenuidades relativas, como el caso de la huida del supermercado donde trabaja Aisha, la inmigrante supuestamente sin papeles, como reponedora, como si la empresa que la ha contratado pudiera hacerlo sin cumplir ciertos requisitos de contratación. No digo que en otras actividades económicas no tan expuestas al público y a los inspectores de Trabajo, así ocurra, pero es difícil aceptarlo por lo que a un supermercado se refiere. Hay, por lo tanto, cierta sobreactuación en algunas escenas, como en la propia del atraco al jefe del aparcamiento donde trabajaba el tío de Dani, Nando, del que fue despedido tras haberse peleado con la actual pareja de su mujer, tía de Dani, que le arrojó a los pies de la garita del aparcamiento todas las pertenencias que aún le quedaban en el piso común que ahora la mujer ha decidido quedarse para ella, sin concederle ninguna prórroga a la estancia que se suponía provisional. El título de la película, Cosas que nunca sabrás, tiene que ver con la tormentosa historia conyugal de sus tíos, aunque metafóricamente puede servir como admonición  al espectador de la realidades próximas ante las que, a veces, decidimos cerrar los ojos para no complicarnos la existencia y añadir más dolor a nuestras vidas: el drama de la inmigración; la descomposición matrimonial; el sinsentido de la vida encerrada con un juguete que nos impide madurar…, son todas ellas situaciones de sobra conocidas y sobre las que es difícil hablar y filmar sin pecar alguna vez de ingenuo bienintencionado o sin caer –algo que a mi falible juicio ocurre algunas veces en el guión– en la inverosimilitud que tanto lastra el desarrollo de una historia, sea en guión, en novela o en obra de teatro.
        Lo bueno que tiene un guión, para cualquiera que lo lea, son las infinitas posibilidades de enriquecimiento que ofrece, sin por ello traicionar la historia inicial: cierta costumbre original; ciertas insinuaciones –como, en el presente guión, la que Nando ofrece como toda explicación a Dani de su fracaso matrimonial con Laura; cierto diálogo en el que se callan más cosas de las que se dicen, etc. Casi todo, en un abrir y cerrar de ojos, puede ser cambiado, algo que al guionista nunca puede molestarle, porque “por exigencia del guión” –como justificaban el desnudo las actrices españolas en la época cutre del Destape– los cambios están inscritos en el ADN del género.
        Me ha gustado la experiencia. Aunque mis ojos profanos no habrán sabido calibrar suficientemente las cualidades, las virtudes de esta primera versión de Cosas que nunca sabrás, porque, como en todo, el juicio crítico requiere un caudal de lectura de guiones del que yo carezco. No sé si ya es tarde para tratar de imponerme en el género, chi lo sa… De momento me complazco por haber tenido la oportunidad de leer el germen de lo que puede ser una excelente película, conociendo, como conozco, por cortos suyos, las poderosas imágenes con que Pau traduce guiones como el presente. Ahora solo cabe esperar a la segunda versión de Cosas que nunca sabrás y, sobre todo, que como de las musas al papel en horas veinticuatro, pase este guión del papel a la pantalla en cuanto haya un productor o productora que se arriesguen, aunque la historia, eso sí que he sido capaz de apreciarlo, no parece, en principio, una producción cara. Exteriores e interiores no requieren una costosísima inversión, desde luego… En fin, si algún intelector de este Diario es, además, persona acaudalada, ya sabe dónde podría invertir sus bienes para convertirlos en ellos mismos y ser fiel al espíritu del presente guión.
          Dejo el vínculo a uno de sus cortos para todos aquellos que quieran apreciarlo como merece:

*Habiendo sometido a la “censura previa…” de mi amigo Pau la presente entrada, me entero de que ya hay hasta un tercer guión, que la joven senegalesa ha desaparecido de él, que el propio título quizás sea Queridos intrusos y que ciertos defectos que yo señalaba han sido subsanados para desalmibarar (o acibarar) ciertas escenas...
 Extraño, indeed, un género de naturaleza tan inestable y tan propenso a la metamorfosis. Lo adecuado, me parece, sería considerar la película como el último guión, pero conocemos no pocos casos de directores que han pretendido volver a rodar no pocas escenas de películas acabadas, ¡y aun estrenadas!, y, ‘¡lamentablemente!, el de productores que han ejercido el poder del más fuerte para desvirtuar, con rodajes añadidos a espaldas del director, no pocas historias que atentaban contra sus reaccionarias creencias o sus principios estéticos kitsch.



lunes, 18 de agosto de 2014

Umbral: El sueño roto de la Falange: La mediocridad de un César de guardarropía.




 
   San Francidco...,                      novio de la muerte...

Leyenda del César Visionario: las negritas de Umbral en la gestación de la dictadura franquista.


            A Francisco Umbral lo leí asiduamente durante su colaboración, generosa y duradera, en El País, periódico del que fue columnista insignia durante muchos años en la Transición, hasta que decidió arrimarse al libidinoso Pedro José y su Mundo vertical de un siglo XXI que nunca acababa de llegar, acaso porque viajaba hacia atrás en el mundo periodístico a la búsqueda del agitprop, del que la teoría de la conspiración del 11-M acabó convirtiéndose en su losa sepulcral informativa.
           Umbral, empapado de Literatura hasta los tuétanos, y aun constipado de ella, y experto en el gacetillerismo de la anécdota elevada a categoría, se empeñó durante toda su vida en devenir un figurón literario, personaje público y pasto, a su vez, de anécdotas que lo incluyeran en su propia visión del mundo y en el molde privilegiado de sus propias negritas, con las que siempre quiso figurar. En esa faceta pública: Yo he venido aquí a hablar de mi libro; Muy bien, sí, pero ¿cuándo se hablará de mi libro?, sostenida desde la voz cavernosa y vallisoletana, envuelta en su sempiterna bufanda de quien se abriga la voz poética para no resfriarse en medios, como el televisivo, donde con facilidad se te llevan las corrientes, la verdad es que el hombretón, vuelto triste caricatura de los grandes de nuestras Letras, como Valle, por ejemplo, o el orbe Quevedo, se me volvía insignificante y antipático, a fuer de muy provinciano (la negra de Flaubert), aunque no señorito, sino esforzado autodidacto.
Lo anterior fue la razón determinante para no leer ninguna novela suya, ni siquiera la tan celebrada, polémica lingüística incluida, La noche en que llegue al Café Gijón, que tanto me olía al temido anecdotario, a poliantea, a florilegio. Su prosa periodística la intuía insufrible en una novela –como siempre me lo ha parecido la pseudolírica de Muñoz Molina, tanto en su pestiñosa Invierno en Lisboa como  en la hojeada El jinete polaco, que tanto me evocó la prosa empalagosa de los reportajes de Informe Semanal–, y no andaba del todo equivocado, aunque tampoco del todo cierto.
             Me ha complacido haber leído Leyenda del César Visionario porque es impagable la visión valleinclanesca que nos ofrece Umbral del mundo por de dentro del Movimiento Nacional, y de Falange, que inició una guerra cainita encabezada, a fuerza de codazos sangrientos, por el tripudo general masón Francisco Franco, quien maniobraría con chafarrinona habilidad galaica para deshacerse de todo intento de limitar políticamente su poder personal y autoritario –perdóneseme la redundancia– y mantenerse en el Poder hasta el día de su flebítica muerte, como le consintió la mayor parte de un pueblo agradecido y servil a partes desiguales, una base sociológica, diríamos ahora, que sintonizó con los valores tridentinos, hipócritas y antiintelectuales contra los que, por mi parte, hube de luchar durante el primer tercio de mi vida con denodados esfuerzos, porque ser hijo de un militar vencedor de la guerra no es nada fácil, menos aún cuando uno descubre que ha nacido, ideológicamente, en el bando equivocado, y, con horror, el mismo uno descubre un artículo del padre en un boletín de la HOAC con una proclama como ésta: “Hitler, Mussolini, dos ejemplos a seguir.”
           La novela de Umbral tiene la virtud de meternos, con excelentes maneras narrativas, heredadas de Valle y de Cela –de este último siempre se reconoció humilde discípulo, y de ahí, tras morir, el Nobel iriaflaviano, la inquina con que denostó a la segunda mujer tras los intentos de ésta de convertirse, desde su poquedad e insignificancia intelectuales, nada menos que en la albacea literaria de la obra del autor de La colmena-; tiene la virtud de meternos, decía, en el corazón del incipiente franquismo para comprender la insalvable mediocridad en que se fraguó una aberración histórica como la del Movimiento Nacional, digna heredera del fernandoseptismo de nuestro convulso siglo XIX. Mucho se ha escrito sobre la emigración intelectual española tras la Guerra Civil del 36, pero poquísimo se ha leído, me parece, sobre la liberal, que sufrió una represión bastante más salvaje que la franquista, como cualquiera que lea los imponentes trabajos de Vicente Llorens puede comprobar.
         Leyenda del César Visionario nos muestra, junto a la biografía inmisericorde del implacable firmante de sentencias de muerte, el patético coro de intelectuales falangistas que aspiraban a proveer al militarote africanista de doctrina ideológica relativamente sofisticada, aun en su simpleza fascista. Umbral nos describe una suerte de Pombo falangista al que asiste quienes encarnaron, supuestamente, la supervivencia de la intelectualidad española en el bando nacional, dirigido por hombres como el dechado irracional de Millán Astray; la misma que, desde la inicial adhesión al confuso ideario pistoleril de José Antonio, nutrido por Eugenio D’Ors con un afán imperial nacido en Cataluña, donde dejó su sello en el Ensanche barcelonés, comenzó a distanciarse de la evidente lógica militar de exterminio que encarnaba Franco (“Limpiarle los fondos a España”, denominaba él, según Umbral, a esa guerra que amparaba toda suerte de aniquilación del enemigo, al margen de procesos judiciales). El contraste entre la austeridad de pensamiento –perfecto ejemplo avant la lettre del pensamiento escuálido, más que débil– de un Franco cuya célebre lucecita de El pardo ya se fragua, al decir de Umbral, mientras habitaba en el Palacio arzobispal de Salamanca, y la poderosa intelectualización del coro de conspiradores falangistas es uno de los grandes alicientes de la novela, aunque la visión estática y homérica con que los describe Umbral, multiplicando y repitiendo adjetivos definidores cada vez que aparecen en el relato, lastra considerablemente el ritmo de la obra y la acerca al género de la semblanza que Umbral cultivó con éxito en El País. Umbral introduce en la leve trama de la obra –los intentos de los intelectuales falangistas para evitar la condena a muerte del teórico del anarquismo, muerte que le servirá a Franco para acallar los rumores sobre su posible responsabilidad en el accidente mortal del general Mola, el preferido de Hitler– un personaje, Francesillo, vago eco del bufón Francesillo de Zúñiga que escribió una bien humorada y realista crónica de la vida cotidiana de la corte de Carlos V, cuya lectura recomiendo, por supuesto. Francesillo, hijo de un periodista asesinado por los matones falangistas, le sirve al autor para construir una visión esperpéntica de la doble moral de los futuros vencedores. En este sentido, la creación del convento-burdel es todo un hallazgo narrativo.
           Umbral se vanagloriaba de su facilidad para el adjetivo homérico, definidor, e hizo de esa facilidad estilística algo así como su sello personal, por más que sea deudor inevitable de autores como Cela, Valle o Quevedo. Esa virtud de Leyenda del César Visionario es, al mismo tiempo, una de sus grandes rémoras, porque instala al lector en la escena costumbrista antes que en el dinámico realismo: el libro está lleno de sus negritas, aunque no aparezca ninguna. Hay, sí, una visión periodística de aquella época auroral del Movimiento Nacional que tiene su justa correspondencia en la trama en la atención que recibe un personaje, absolutamente surrealista, como Ernesto Giménez Caballero, al frente de un periódico hagiográfico del Caudillo. El episodio del impostor que se hace pasar por José Antonio como un supuesto Mesías del falangismo que va reclutando por diminutos pueblos de la geografía castellana seguidores para luchar contra la guerra civil que no es suya, sino de los militarotes tripudos, es uno de los grandes momentos del libro, junto con la atinada descripción-interpretación de los vencedores literarios que desengañados, como Ridruejo, o leales-oportunistas como D’Ors, Foxá o Laín Entralgo oscurecen esa tertulia que evoca las de tiempos republicanos, auténticamente libres frente a los atemorizados del presente. Son, pues, numerosos los aciertos estilísticos de este fresco histórico que interesa más que entretiene, o que entretiene al modo del reportaje periodístico: mezclando un estilo propio con una materia atractiva. No hay descripción baladí, sin embargo, y en todas se escuchan ecos literarios de muy diversas fuentes, también lorquianas, con una profusión de lirismos que compensan la debilidad de la trama narrativa. Se trata de una compleja mezcla de lírica e historia, pero Umbral ha conseguido, mediante ella, elaborar un atractivo método hermenéutico que nos permite comprender con total claridad los turbios y criminales fundamentos de un régimen autoritario que supo pervivir en el tiempo mediante el terror y la complicidad de potencias extranjeras como las fascistas Italia y Alemania en sus orígenes y las demócratas y antimarxistas como los Estados Unidos después.
          Son tantas las muestras de la potente prosa umbraliana que puedo aportar que bien podría alargarme veinte páginas con citas memorables, así que lo suyo es que los intelectores se acerquen al libro –es posible que lo encuentren de segunda mano en la colección biblioteca El Mundo, como a mí me sucedió– y lo subrayen con tanta profusión como la mía. He aquí, pues, la muestra de esos subrayados que espero sirvan de aliciente para que esta lúcida novela histórica tenga los intelectores que merece.
El retrato del dictador, del César Visionario, es tan cruel como ajustado a lo que fue históricamente el general simplón y vengativo: Nuestro Caudillo tiene pocos días intelectuales; Paco es un masón arrepentido, o reprimido. Los masones son los judíos de Franco. Los judíos son los masones de Hitler, que era judío; Franco ahuecaba la voz, que es el recurso oratorio de los que no tienen voz, acampanándola.
El final del episodio del funeral por el Ausente (José Antonio) en las Huelgas reales es una muestra acabada del estilo que domina la novela: Salían del monasterio en protocolo riguroso y confuso al mismo tiempo, obispos que saludaban como fascistas, intelectuales que saludaban como militares, moros que se santiguaban sin saber, falangistas que parecían conducir al caudillo como un rehén, hasta que él se adelantó bajo palio, tranquilo y sereno, todo autoridad, pero sin ninguna agresividad, y había un cioelo de campanas locas aturdiendo toda la ciudad, un techo de hierro que se fue disipando y que el Caudillo ya solo oía, lejano, cuando en  su cuarto arrojaba la boina roja sobre una silla (era el símbolo muertos de Carlos VII, y ¡esos no eran sus Borbones!), y se deshebillaba él solo (que me dejen a solas, por favor) con manos de señorita de provincias, como una monja con cartucheras y pistola, respiró aliviado, al fin. Y aún añade, Umbral: Franco es un rencoroso tranquilo; Franco, en batín y zapatillas, parece un joven opositor a notarías que trabaja de noche y a quien se le van pasando los días sin conseguir plaza; El Caudillo era carnosito y culoncillo; Este desajuste entre voz y mensaje le impedirá siempre fraguar en un todo carismático…
            De todas esas descripciones, ¡cómo no hacer involuntariamente comparaciones con algunos de nuestros presentes políticos, salvando las distancias, claro…! En cuanto a los creyentes falangistas hinchados de retóricas y ayunos de poder, veamos algunos retratos al ácido, especialidad de la casa: Un día llegó a la ciudad el conde de Foxá, hecho todo él de frases y pasteles, poeta barroco, diplomático escéptico y cornudo alegre; Serrano [Súñer], menudo y afigarado, con cara de gato y conducta de tigre; Costa y Ganivet, dos intelectuales mediocres y prefascistas, habían legitimado, sin saberlo, a todos los futuros dictadores; Eugenio Montes, con el cuello de la cazadora subido encima del uniforme es un poco el golfo de José Antonio, amigo de González-Ruano y otros señoritos perdis de la derecha; Ridruejo es bello, brillante, directamente insoportable. Lleva al cuello la cruz nazi sobre la camisa falangista; Dionisio Ridruejo es un hombre, como tantos, que camina tras los pasos de su corazón, ese hombrón incansable que le lleva de aquí para allá. Demasiado corazón, una dialéctica lúcida que sólo le sirve para darse la razón a sí mismo, y la juventud como una caballería fustigada por latigazos de whisky…
            Leyenda del César Visionario (que es imagen, según Umbral, atribuida a Federico Urrutia, pues hubo una iconografía caudillesca de Franco como un Cid redivivo para salvar y amparar a España de las hordas judeomasónicasmarxistas) es un libro lleno de sensatas reflexiones amargas y lúcidas sobre la guerra civil y sobre cómo la ignorancia y el fanatismo, hermanos gemelos, fueron capaces de armar la que armaron. Me quedo con la que aporta Umbral tras enterarse el pueblo de Salamanca de la barbarie de las cabezas cortadas a los enemigos asesinados (ellos decían ajusticiados) y puestas en las picotas que aún se conservaban en muchos pueblos: El instinto del pueblo siempre le lleva al tono justo y se habla del caso como de un choque de trenes, qué barbaridad, qué desgracia, bueno, son cosas que pasan en la vida, imprudencias, temeridades, ya se sabe, cada uno acaba como acaba, eso, cómo tiene que acabar, es cosa de Dios, Dios lo tiene escrito.
          Las negritas, esta vez, son mías, no de Umbral, claro, y quiero con ellas recordar las insensatas palabras de Artur Mas y sus secuaces, quienes a la hora de buscar metáforas para su aventurerismo político golpista se las pintan solos, sin duda…









jueves, 14 de agosto de 2014

Ante la madre: La íntima carta pública de Georges Simenon.


Carta a mi madre: George ante Henriette; Simenon vs. Brüll.





                Creo haber escrito hace tiempo que tengo la sana costumbre de leer un Simenon cada verano, o dos o hasta tres. Este verano, por fin, me he llevado a tierras almerienses -¡espectacular Jardín Botánico del parque natural de la Sierra de María!– un libro que, por razones autobiográficas, había ido posponiendo: Carta a mi madre. A nadie se le escapa que las relaciones de uno, cuando está tocado por la sana codicia de la autonomía e independencia personales, con la madre del mismo uno son lo que podríamos llamar con suave eufemismo que lo descubre todo: «materia delicada». No hay, como es obvio, relaciones madre-hijo estandarizadas y, por consiguiente, cada caso es tan singular como repetidos puedan ser los sentimientos o las circunstancias vividos. Con todo, que levanten la mano acobardada aquellos que no comulguen con la primera confesión epistolar de Simenon: Mientras viviste nunca nos quisimos, bien lo sabes. Los dos fingimos. Los intelectores han de saber cuanto antes que su madre, Henriette Brüll, nunca leyó la frase que acabo de citar, pórtico aterrador de la epístola. Simenon necesitó dejar pasar tres largos años, tras la muerte, a los 91, de su madre, para escribirle esta carta llena, sobre todo, de perplejidad, de un gélido desamor y de una infinita compasión por ese ser que vivió básicamente para sí, para asegurarse su propio futuro mediante sus propias artes «empecinatorias», rechazando cualquier ayuda, incluso la de su hijo rico y famoso.
                Con madres tan longevas, cartas como la presente la escriben ya seres relativamente envejecidos, como los 73 de Simenon cuando la redactó, quien repara en que cuando madre e hijo se ven y tan poco se dicen están, en realidad, dos viejos frente a frente, lo cual añade una dimensión estremecedora a la relación. Simenon en modo alguno busca ajustar cuenta ninguna con su madre, sino, antes al contrario, dirigirse a ella, cálidamente, para, sin dejar de constatar el terrible desapego materno (-¡Qué pena, Georges, que fuera Christian el que muriese… Era tan tierno y cariñoso! Christian era el hermano pequeño de Georges, hitleriano confeso, que murió en 1947 en la guerra de Indochina, y no solo fue el preferido de la madre, sino también del padre) intentar comprenderla hasta donde le fuera posible, pues no ignoraba la tendencia innata de su madre hacia el desequilibrio nervioso. 
            De hecho, uno de los recuerdos traumáticos de la infancia de Simenon fue observar la llegada de los loqueros en tílburi para llevarse a la hermana de su madre, pues él siempre vivió con la angustia de que algún día vinieran a llevársela  a ella también. Como Simenon dejó pronto el hogar, a los 19 años, el hijo constata que su encuentro último con su madre es el de dos extraños que apenas tienen nada que decirse: ¿Por qué has venido, Georges?, le espeta Henriette nada más recibirlo en su habitación de la clínica. A partir de ese planteamiento inicial, todo el afán de Simenon parece consistir en esclarecer el misterio de su madre, como si de una de sus novelas se tratase –Las memorias de Maigret, tan unamuniana, por cierto, es una lectura imprescindible del autor, como…, en fin, que cuesta mucho destacar entre tanto destacable como de él he leído… –. 
            A Simenon  le sorprendió saber, por terceros, que su madre estaba orgullosa del retrato que de ella había hecho en su novela Pedigree, no demasiado favorable. Pero a ella la llenó de orgullo y se lo enseñaba a familiares, amistades y conocidos con el alborozo de quien enseña el más preciado de los tesoros. Esa sensación de no entender cómo es posible que seas hijo de quien lo eres, como si te asaltara la peregrina idea de haber sido fruto de un desliz marital o de haber sido adoptado es la extrañeza con que tan bien expresa Simenon su sentimiento cuando repite lo que parece casi como un leit motiv de la epístola: estamos, en tu habitación del hospital, como dos extraños que no hablan la misma lengua –por lo demás, hablamos poco– y desconfían el uno del otro. Esa expresión casi coloquial y tópica, la de dos extraños que hablan diferente lengua, resulta en su caso una realidad empírica, porque la madre es flamencoparlante, de origen holandés, mientras que el padre es galoparlante, y cuando la madre cedía a uno de sus muy frecuentes arrebatos nerviosos o se encolerizaba con su hijo por cualquier travesura de este, estallaba su airada desesperación en una lengua, el flamenco, de la que el hijo no entendía ni jota. 
            A pesar de que la ingratitud de su madre le dolió mucho, pues un día que aceptó, finalmente, una de sus invitaciones para pasar una temporada con él, se presentó, para devolvérselo, con todo el dinero que Simenon había estado enviándole durante años para hacerle la vida, siquiera materialmente, más cómoda; a pesar de esos desengaños, digo, el retrato que traza el novelista en su carta es el de una mujer con una determinación vital a cuyo fin subordinó siempre su vida: tener una pensión, es decir, una seguridad económica en la vejez, y mantenerse fiel a su origen social: la hija número 13 de una familia en la que, cuando ello cumplió 5 años, el padre murió arruinado, dejándolos en una más que precaria situación. 
            Desde ese mismo momento, como constata Simenon, se desarrolló en su madre un poderosísimo instinto de supervivencia al cual subordinó su vida familiar, como cuando, para disgusto de su hijo, decidió alquilar habitaciones a huéspedes, con lo que su casa era un constante trasiego de personas desconocidas para quienes su madre observaba la más esmerada cortesía, a diferencia de los crispados estallidos nerviosos con que a veces regalaba a su marido y a sus hijos. A Simenon, famoso y acaudalado desde una edad relativamente temprana, siempre le resultó incomprensible la decidida voluntad de su madre de no aceptar nada que proviniera de él y el empeño más que decidido en querer mantenerse siempre fiel a su posición social humilde de persona que ha conseguido lo poco que tiene con ímprobos esfuerzos y aspira a vivir y morir sin deber nada a nadie, manteniendo una feroz independencia. En el fondo, Simenon admira esa tenacidad galdosiana de su madre: Tu casa no era una casa cualquiera: era un símbolo. El símbolo del éxito final de la hija menor de la Rué Féronstreé, el símbolo también del resultado de tu voluntad. De ahí que la única pregunta que le formula su madre desde el lecho de la agonía sea: ¿Qué vas a hacer con la casa, Georges?
            Creo que, en el fondo, la extrañeza que siente Simenon ante su madre es la que, en mayor o menor medida, sentimos todos cuando, más allá del papel que han jugado en nuestras vidas, nos preguntamos quiénes son, cómo piensan, cómo sienten y si, en ese otro fondo tenebroso de la sinceridad, se atreverán a decirnos alguna vez la verdad sobre cómo nos ven, porque es probable que les cause pavor hallar una correspondencia en la visión que tengamos nosotros de ellas. 
            Hay mucha mística barata en torno a la maternidad y a la filialidad (o hijodumbría), y no pocos malentendidos que el psicoanálisis ha intentado resolver sin mucho éxito, porque los tabúes sociales pesan como un buey en la lengua, que dice el proverbio griego. Madres e hijos y madres e hijas se atormentan con clichés de relaciones que no resisten la prueba de la verdad. Por ello es admirable esta Carta a mi madre de Georges Simenon, porque parte de un realidad incontestable: no ha habido ni amor recíproco ni intimidad compartida, y, a partir de ahí, la honestidad y la objetividad con que el hijo no amado indaga sobre la vida de la madre para intentar llegar a conocerla son un ejemplo para todos aquellos que seamos capaces de encabezar la carta a la madre con una constatación como la que encabeza estas líneas. ¡Ánimo, valientes!