martes, 18 de noviembre de 2025

«Tigre Juan» y «El curandero de su honra», de Ramón Pérez de Ayala o el melodrama de ideas en los inicios del siglo XX.

 


El análisis psicológico e ideológico del donjuanismo y de «todo un carácter»: Tigre Juan: entre el naturalismo y la renovación formal e intelectual del género novelístico.

 

          Premio Nacional de Literatura en 1926, Tigre Juan y El curandero de su honra es la novela sobre Don Juan y el donjuanismo que todo escritor, al decir de Torrente Ballester, ha de escribir alguna vez en su vida, como él mismo lo hizo, por supuesto. Los títulos parecen ubicarnos en una dimensión tradicional que se condice con el personaje escogido, Tigre Juan, quien, desde el inicio de la novela, se nos presenta más como un tipo que como una personalidad cuya historia personal sea capaz de atraernos y fijarnos a la lectura con la admiración con que, finalmente, lo hacemos. Tiene un puesto en la plaza del mercado y sus destrezas figuran en el cartelón en el que se anuncian sus servicios: Memorialista, amanuense y sangrador, esto es, una figura «popular», de cuya mano parece que vayamos a entrar en algo así como la enésima versión de la novela regionalista, al estilo, pongamos por caso, de la novelística de Pereda. La descripción del personaje redunda en esta intuición: El rostro cuadrado, obtuso, mongólico, con mejillas de juanete, ojos de gato montés y un mostacho lustroso y compacto, como de ébano, que pendía buen trecho por entrambas extremidades. La faz, bárbara e ingenua de Tigre Juan guardaba cierta semejanza con la de Atila.

                                                   

Asi ve a Tigre Juan la IA

Recordemos que en 1922 se ha publicado Ulises, de Joyce, y que, en 1926, todo en la cultura está atravesado por la revolución de los «ismos», que diría Guillermo de Torre, y, a un paso, como quien dice, de la eclosión «gongorina» de la Generación del 27. La tensión entre tradición y renovación narrativa, así como en los planteamientos intelectuales que dan pie a la novela, constituye uno de los grandes alicientes de la obra, porque lo que comienza con ese aire tradicionalista no va a tardar en plantarnos ante una obra en la que incluso se recoge la teoría de Gregorio Marañón sobre la homosexualidad de Don Juan.

          El retrato del personaje incluye ya un motivo dinámico al que se irá atendiendo muy poco a poco en el desarrollo de la novela, constituyendo un aliciente de primer orden que, al ser revelado, acentúa aún más nuestro interés por la lectura y las «complicaciones» posteriores, algunas de las cuales caen dentro del género del melodrama sabiamente construido: Teníasele en reputación de rico y avaricioso, si bien se le alababa el rasgo liberal de dar carrera a un sobrino pobre. […] Con todo, inspiraba a los convecinos invencible y no oculto recelo, quizás a causa de sus orígenes misteriosos, tal vez por su traza hosca y su carácter insociable, que le había valido el alias de Tigre Juan. Su verdadera filiación era Juan Guerra Madrigal. Esos «orígenes misteriosos» pertenecen a la novela clásica del xix y, al menos a mi entender, constituyen uno de los fragmentos más emotivos de la novela, porque Pérez de Ayala ha sabido jugar con los hechos y las emociones de tal modo que el clásico azar de los malentendidos trágicos se ceba en el destino del protagonista, quien queda ya marcado como al comienzo del libro se le retrata, aunque la evolución del personaje devendrá una de las bazas más sólidas de la novela. Poco espacio hay aquí para los clásicos «tipos» de la novela regionalista y sí un ancho espacio para la compleja psicología de los personajes auténticamente vivos. Tengamos presente que hablamos de un republicano: Cuando la Gloriosa, Juan y Nanchín habíanse hallado par a par arrastrando por las calles de Pilares el busto tetierguido y pecaminso de doña Isabel II, y amante de la reflexión, aun a pesar de su testarudez insobornable: Había ido formando, para su uso particular, un sistema político, el cual se reducía a una especie de dictadura ejercida sobre la leve por los hombres más ilustrados y honestos. A este régimen de gobierno o denomina él: «generalato de la mollera». La forma gráfica de declarar sus principios es harto elocuente de lo que podríamos llamar su ideología, en relación con ese «generalato»: Esta es mi Constitución, artículo primero y único: un país , como una familia, gobiérnase con esto, con esto y con esto —y se arreaba un manotazo sobre la frente, una puñada en el bíceps del brazo derecho y otra en las costillas, del lado del corazón; con los cuales quería sugerir la inteligencia, el trabajo y el sentimiento del honor, sinónimo para él de bravura. Tal declaración nos retrotrae a otra declaración, antitética de la presente, que formuló Ganivet en su Idearium español, también con artículo único, como el ideal de cada español: Que todos llevasen en el bolsillo una carta foral con un solo artículo, redactado en estos términos breves, claros y contundente: ‘Este español está autorizado para hacer lo que le dé la gana’.

          El tercer apartado del artículo de la constitución de Tigre Juan, el sentimiento del honor, tiene que ver, forzosamente, con el tupido desarrollo amoroso de la trama, amén de con la pasión de Tigre Juan por el teatro y su participación en un grupo de aficionados, La Talía Romántica, en el que representa, como no podía ser de otro modo, El curandero de su honra, de Calderón: Tigre Juan solía incorporar, por propia elección, el personaje de marido calderoniano, que, solo a causa de una sombra, quizás vana y ligera, de infidelidad, inflige motu proprio pena capital a la esposa, como en A secreto agravio, secreta venganza y El médico de su honra, sus dos obras predilectas. Nadie tema, a pesar de los estrechos vínculos intelectuales entre Pérez de Ayala y Leopoldo Alas, «Clarín», que sea Tigre Juan un remedo del Víctor Quintanar de La Regenta, aunque coincida con él en su admiración hacia Calderón. Hoy en día tendemos a hablar de estas coincidencias en términos de «homenajes» de unos a otros autores. La distancia entre ambos es abismal, porque Quintanar es algo así como un viejo exánime, mientras que Tigre Juan, el apodo ya lo dice, es una fuerza de la naturaleza.

          Próximo a su tabuco del mercado vive una mujer, Iluminada de Góngora, ya viuda, que lo mira con los ojos codiciosos de la mal maridada tradicional, porque, habiéndose casado, llevó con su marido escrupulosa vida de insufrible castidad. Las comparaciones entre el finado y Tigre Juan, entre lo poca cosa que era su marido y el hombretón que es Tigre Juan son frecuentes y parecen llevarnos en una dirección que, sin embargo, dista mucho del devenir real de la trama: No podía por menos de parangonar y oponer en cotejo a su marido, todo linfa y grosura, con Tigre Juan, todo nervio y tendón. […] De viuda fue enamorándose más y más de Tigre Juan; amor de fantasía y sin esperanza, pero amor absoluto, que le causaba, en los paladares del alma, un lenitivo de anestesia o embriaguez, y en el rostro aquella expresión hierática de éxtasis. No tardará esta dama en reconocer que Tigre Juan no tiene puesta en ella los ojos, sino en la nieta de una mujer, la señora Marica, en cuya casa suele jugar a las cartas con ella y con el cura Gamborena. Las complicaciones amorosas le estallan a Tigre Juan no respecto de él, sino de su sobrino, pero hijo, al que ha cuidado y dado carrera con una generosidad que hemos de poner en relación con las salvajes costumbres montañesas que él mismo describe: Viven pastores y zagalas amontonados, entreverados, sin rey ni roque, como gentiles. Pierden las mozas la honestidad, no por enamoriscadas e inocentes, sino por industria y de propósito, para luego bajar a la ciudad y hacer granjería de la crianza del hijo ajeno, en casa rica, poniendo la ubre a rédito. Y en concluyendo de amamantar a un señoritín, suben de prisa al risco y hácense de nuevo embarazadas con el primero que topan. El dinero que ganan van guardándolo a buen recaudo. El matrimonio legal aborrecen. Los hijos que paren abandónanlos en breñas y brañas, a que los socorra una cabra, con más dulces entrañas que ellas; o bien los tiran y hunden en el negro buraco del torno del Hospicio, como el navegante que arroja al agua lastre inútil para prosperar más aína; costumbres que nos recuerdan el viejo naturalismo de Pardo Bazán, por ejemplo, pero que, en el marco de una novela ceñida a un territorio muy concreto, adquieren una categoría de denuncia social imprescindible.

          Colás, el sobrino/hijo de Tigre Juan, se ha enamorado de Herminia, pero esta le ha dado calabazas y Colás decide dejar la ciudad, la casa de su protector y alistarse en el ejército, ante el estupor del tío/padre, porque, por esos azares de las novelas, el hijo acabará reproduciendo el destino del padre, quien también fue soldado en Filipinas y volvió a España con un secreto que lo atormenta hasta que, andando el tiempo, acaba descubriendo su inocencia, pero todo llegará a su tiempo.

 La discusión que tiene Colás con su tío acerca del donjuanismo y de don Juan se nos presenta no solo con un nivel elevado, sino como parte consustancial del desarrollo de la historia, dado que, abandonando el «terreno» Colás, Tigre Juan, en parte impulsado por Iluminada va a ir convirtiéndose en el candidato a la mano de Herminia, aunque a esta literalmente le repugne semejante candidato. Iluminada, por su parte, ha decidido adoptar a la hija de una mujer que muere de pura pobreza y llevarla a su casa, sin saber que cuando Colás vuelve de cumplir el servicio militar, acabará seduciendo de muy extraña manera a Carmina, la hija adoptada.

          Sorprende en los personajes de la novela, aunque Colás ha hecho carrera universitaria, que, al hablar sobre Don Juan, a quien defiende Tigre Juan como si fuera un valedor de la dignidad de los hombres: Jesucristo nos redimió del pecado de Eva; pero D. Juan del pecado cometido por todas las mujeres, el adulterio: aunque ellas cometen el pecado, el ridículo cae de plano sobre nosotros. Gracias a don Juan, al cual nunca tributaremos as merecidas alabanzas el ridículo y la irrisión revuelven sobre la mujer, de donde proceden, Colás tenga muy presente las teorías de Marañón sobre el personaje, expuestas en un artículo en la Revista de Occidente: Notas para la biología de don Juan, aparecido dos años antes de la publicación de la novela, en 1924.  De acuerdo con él Colás aduce la posible homosexualidad del mítico personaje en el diálogo con su tío: —Un afeminado. —¡Ja, ja, ja! No esperaba esa salida. Es lo que me queda por oír. Vamos, ¿un mariquita? —Un periquito entre ellas, que viene a ser lo mismo. Y tras ese intercambio, Colás se atreve a dar un paso que no sabe si será en falso o no, porque aduce como ejemplo la ambigüedad de Vespasiano, uno de los pocos amigos de su tío, un viajante de sedad y pasamanería, que llegaba a Pilares con su muestrario y sus narraciones fantásticas dos o tres veces al año, y cada vez demoraba una quincena —Pilares, el famoso trasunto de Oviedo en varias de las novelas de Pérez de Ayala, del mismo modo que Vetusta lo fue del Oviedo de Clarín—,  y con quien Tigre Juan puede dialogar libremente de todo: —A mí, al menos, con aquellos ojos lánguidos, aquellos labios colorados y húmedos, aquellos pantalones ceñidos, aquellos muslos gordos y aquel trasero saledizo, no puedo impedir que me parezca algo amaricado —declaró Colás, que no había levantado los ojos a fin de representarse mejor en la memoria sensitiva la corporeidad ausente del aludido Vespasiano. Mucho más llama la atención del lector moderno la radical oposición de Colás hacia quienes asesinan a mujeres, dado el relieve social que la violencia contra la mujer ha adquirido en estos tiempos convulsos: A todos los asesinos de mujeres agarrotaba yo en el acto. Apuesto que con no más de media docena de lenguas fuera del gañote se acababa in eternum esta ralea de españoles pundonorosos y valientes. El joven ignora, al pronunciar esas palabras que tanto efecto causan en su tío, que este, llevado por celos infundados, mató a su mujer, con quien se había casado en filipinas. ¡Ese era el gran secreto de Tigre Juan!, a todos vedado con extremo celo. Lo sabremos hacia el final de la primera novela, cuando la señora del capitán a quien servía, Isabel, la «capitana Semprún», una mujer abierta al adulterio con los otros oficiales del destacamento que dirigía su marido, vuelve a España y pretende hacer creer a Tigre Juan que las dos hijas a las que explota, prostituyéndolas, en Madrid, son hijas suyas.

          Hecha la revelación del secreto de ultratumba de Tigre Juan, un buen día en casa de la señora Marica contempla la belleza de Herminia y sufre un choque tremendo: Tigre Juan la contemplaba con ojos de desvarío: produjo un ronquido y se desplomó exánime. Lo que Tigre Juan había visto o había creído ver, era que en el rostro de Herminia, se reproducía el rostro de Engracia: el mismo fino ovalo, la misma suave piel de cera, los mismos ojos de aceituna, opacos. Era Engracia en persona. […] Y ya de allí adelante no fe él en sí mismo, sino que Herminia fue del todo en él. Bien leído, nos parece estar viendo la reacción de James Stewart en Vértigo, de Hitchcock. La superposición de rostros desata una tormenta pasional en Tigre Juan que lo lleva a convertirse en postulante de la mano de Herminia, algo que su abuela, a quien Tigre Juan siempre presta dineros para cubrir sus necesidades, ve con los mejores ojos. Colás le había insinuado que se casara con doña Iluminada, pero Tigre Juan, que goza de una franca amistad con ella, en la que se han dado mutuamente carta libre para decírselo todo, lo bueno y lo malo sin cortapisa ni censura ninguna, rechaza la idea:  —Viuda honrada, el hoyo de la cabeza del marido siempre en la almohada.

          A punto de boda se cierra el primer volumen, muy complejo, y entramos en el segundo, si bien sabemos del primero un dato que obrará narrativamente en este segundo: Herminia está literalmente abducida por Vespasiano, el Don Juan de guardarropía de la novela: El propio Vespasiano, en su facha, maneras y conducta, era evasivo, resbaladizo, escurridizo, seductor, como una sierpe irisada. (A poseer Herminia algún rudimento de latín, cosa que maldita la falta que le hacía y le hubiera sentado como a un Santo Cristo un par de pistolas, en vez de aplicar a Vespasiano estos cuatro calificativos, se hubiera servido de una palabra que los resume todos: lúbrico.). Y aunque comienza El curandero de su honra con el matrimonio concertado entre Tigre Juan y Herminia, esta no deja de albergar durante mucho tiempo la salvífica idea de que Vespasiano la rapte y se la lleve lejos del «ogro» hacia quien su abuela la ha empujado.

          El regreso, cojo, de Colás, va a llenar de amargura los días de Tigre Juan, porque el sobrino que vuelve de su experiencia militar es muy otro del que se fue y se ha acentuado en él una vena pesimista a fuerza de ver la realidad sin anteojeras ideológicas o morales. El narrador lo describe así:  Colás era un desilusionado, un huérfano de emoción patriótica, después de la experiencia militar y guerrera. Por saberse hijo de nadie y a causa, también, de su temperamento nostálgico de vagabundo, Colás comprendía y sentía mejor la hermandad de todos los hombres que no las escisiones y antagonismos de tantas patrias enemigas; máxime cuando, para desencanto de su protector, Colás, dejando de lado cualquier oficio relacionado con lo estudiado, huye de nuevo del lado de su tío para dedicarse al espectáculo, no sin antes haberse enamorado con muchos reparos de Carmina, con quien acaba marchando de Pilares de nuevo sin haberse casado previamente, lo que motiva uno de los grandes diálogos de la novela y del que extraeré algunas conclusiones para abrirles la boca a los curiosos intelectores que, acaso por esta recensión entusiasta, se hagan un venturoso favor y lean una novela que los sorprenderá incluso formalmente, porque tras la boda sin fundamento de Tigre Juan y Herminia, llega un momento en que la joven no soporta más la convivencia con su marido y se escapa en tren una noche, noche en la que coincide con Vespasiano en el andén, quien, a pesar de los requerimientos apasionados de Herminia, no se había atrevido a «raptársela» a su amigo Tigre Juan, cuyos estallidos de cólera conocía sobradamente, así como su fuerza y su veterano concepto del honor… Ella se acoge a Vespasiano como mero instrumento, pero este la instala en un burdel, donde hace lo posible y lo imposible para acceder a ella. Sucede que en la misma ciudad está actuando Colás, quien se ha ido de Pilares con Carmina, la hija adoptiva de doña Iluminada, quien, para radical sorpresa de Tigre Juan, adopta una posición liberal respecto de la unión libre de los protegidos de ambos que hasta nos choca a los intelectores de hoy, y supongo que mucho más a los de la fecha de su publicación, 1926. Así rebate doña Iluminada a la necesidad del uso de los formalismos sociales por parte de Tigre Juan: —Señora, vivimos en sociedad. —Pero no para la sociedad. […] En lo atañedero a la felicidad del corazón, como quiera que de la sociedad nunca nos puede venir, no hay razón para que consultemos a la sociedad de qué manera exige ella que nosotros hayamos de ser felices. Mientras no causemos daño a la sociedad, la sociedad no tiene por qué quejarse.

          Técnicamente, Pérez de Ayala intenta conseguir la simultaneidad de narraciones de Tigre Juan y Herminia, tras la noche de la huida de ella, cuando sus vidas se separan, sin que sepa si volverán a unirse de nuevo, y lo hace mediante una disposición paralela, en columnas, de las dos líneas narrativas, lo que exige del lector una capacidad lectora a la que no estamos acostumbrados, aunque, con un poco de memoria, no resulta difícil hacerse a esa lectura «paralela». Así lo explica el narrador: La vida de Tigre Juan y la vida de Herminia, confundidas y disueltas en el remanso conyugal se bifurcaron de pronto, como el río que, ante un obstáculo, se abre en dos brazos, con que lo rodea, no pudiendo saltar sobre él. De aquí adelante, cada vida había de seguir su curso, misterioso para la otra; pero las dos tenían ya que ser vidas paralelas. […] Ni Tigre Juan ni Herminia, a partir de aquel punto, podrían entender el sentido de su propia vida. Nadie pudiera tampoco, a no ser elevándose hasta una perspectiva ideal de la imaginación, desde donde contemplar a la par el curso paralelo de las dos vidas.

En ese tramo novelístico, que coincide con la noche de San Juan, se producen dos descubrimiento: que Herminia está embarazada y que Tigre Juan ha dejado de ser quien era y ya le da igual que lo llamen Juan Cabrito, Juan Búfalo o Juan Carabao, porque lo único que quiere es la vuelta de Herminia. El regreso de Herminia a Pilares y la sombra de la duda en Tigre Juan llevan a este, acosado por el remordimiento de haber asesinado a Engracia, a quitarse la vida con la lanceta de su oficio de sangrador. Descubierto por su sobrino, es rescatado y, tras la reconciliación de los esposos, Tigre Juan pone el broche apelando a que a partir de esa resurrección Juan Cordero han de llamarlo y no Tigre Juan. La novela es, pues,  en buena parte, la narración de la evolución ideológica y psicológica de Tigre Juan desde una concepción del matrimonio y de la mujer que se manifiesta en el brazalete de pedida, donde hace inscribir: Soy de Tigre Juan, hasta una mentalidad abierta que acaba coincidiendo con la de doña Iluminada y, en parte, con la de Colás.

Doña Iluminada es quien aporta al protagonista una visión de la realidad muy distante de sus prejuicios machistas, porque ella, que ha sabido lo que es un matrimonio célibe, sin pasión ni satisfacción sexual ninguna, está a favor de la unión libre de Carmina y Colás. Por ello avala la decisión de Carmina de irse del pueblo con Colás, hacia quien ella la ha empujado con insólita mano izquierda:  Si a ti en conciencia, no te parece disparate, deja que la gente lo llame como quiera. Ahora, si tu conciencia te dice que es un disparate, la cosa varía, porque en lugar de salirte con tu gusto te buscarás mortificaciones, tristezas y arrepentimiento. El verdadero gusto consiste en aquello de que uno nunca se arrepentirá, por mal que salga, y, a pesar de todo, tantas veces como hubiera que hacerlo, haría uno lo mismo sin titubear. […] —Sé feliz, alma mía. Tu felicidad será la mía. Un segundo de felicidad compensa toda una vida de dolor.  Muy curiosamente, es el clérigo Gamborena quien aprecia las salidas «liberales» de la viuda de Góngora: —Bravo por la viuda. Dispara sentencias hasta si estornuda, Ja Ja. Ja. Como Lepe* es de lista. Ején. Ején.

[* Ojo, ese Lepe no es el Lepe onubense de los actuales chistes, sino que hace referencia al obispo de Calahorra y Calzada, don Pedro de Lepe y Dorantes, nacido en San Lucar de Barrameda y autor de un popularísimo Catecismo cristiano; y de ahí lo de «ser tan listo como Lepe»]

La acción se precipita, sobre todo tras la representación de El curandero de su honra, en la que los espectadores miran a Tigre Juan, quien interpreta al protagonista, Gutierre, y piensan enseguida en Herminia, como destinataria de su ira a causa del adulterio que aún está por demostrarse, pero no para el juicio de la murmuración, que condena con solo las sospechas, y recordemos que en la obra de Calderón Gutierre manda desangrar a Mencía, su mujer, y de ahí lo de «médico» de su honra. La reconciliación de los esposos, sobre todo tras el intento de suicidio de Tigre Juan, acelera la narración y nos acercamos a un final en el que se pone a prueba el temple y la nueva persona que es tigre Juan en un episodio en el tren que le dejo saborear al lector por primera vez.

Antes de entrar en el Parergon, donde se plasma el debato ideológico entre tío y sobrino, quiero dejar constancia de que la vena popular de esta larga novela dividida en dos volúmenes presta mucha atención al lenguaje propio de Asturias, con un uso de términos del bable que se adelantan, está claro, a cualquier reivindicación actual, aunque se mezclan también con los vulgarismos propios de ciertos personajes incultos. No es extraño, así pues, encontrarnos con voces como :: vieyura, llombos, refuelgo, fanesias, modimanera, Bercebú, babayo (que tanto recuerda al babau catalán, que vale «bobo», «tonto»), reciella ( que vale «muchedumbre bulliciosa»), desfarrapa (que significa «se desmorona»), entónenes, ínguele, güeyos (que vale «ojos»), oreyes etc. Este uso está en relación con la tradición de los cuadros locales que puso de moda la literatura del Romanticismo tardío, antes de llegar al realismo, y que Pereda, por ejemplo, llevó a la perfección en Tipos y costumbres y Esbozos y rasguños.

Y, sin más demora, quiero ofrecerle al paciente intelector de esta presentación de una obra espléndida que amerita una lectura urgente, dada la intrínseca satisfacción que le va a deparar a quien quiera que a ello se apreste, un par de textos que enlazan esta obra y la comentada previamente en este Diario: Troteras y danzaderas. Son dos personajes muy distintos, el ministro Sabas Sicilia y el cómico Colás Guerra, sobrino/hijo de Tigre Juan. Dice así el ministro: Yo digo que la vida sería inaguantable si todos los hombres fuesen razonables. ¿Hay nada más tedioso que una conversación razonable, que un libro razonable o un discurso razonable? […] Se dice que aquello que diferencia al hombre del resto del Universo es la razón. ¿De dónde han sacado semejante desatino? Lo que le diferencia es la sinrazón. En la naturaleza todo es razonable, no hay sorpresas, todo es aburrido; pero salta este animalejo en dos pies que llaman hombre, y con él aparece la sinrazón, lo absurdo, lo arbitrario, la sorpresa, lo cómico, lo solazante y ameno. […] Lo bueno es lo inesperado, lo insólito de la sandez, lo imprevisto del disparate. […] Trabajad… Es como decir «respirad». Decir vida y decir trabajo es una cosa misma. De una manera u otra el hombre trabaja siempre. […] El ideal es el mejor estimulante de la alta cultura. Un pueblo sin ideal es un pueblo perezoso, y perezoso no quiere decir que no trabaja, sino que trabaja sin perseverancia, método o disciplina y por cosas inanes o de poco omento. Pero el ideal no se construye sino con la imaginación. El pueblo español no tiene imaginación aún.  […] La imaginación, me parece a mí, es la forma plástica de la inteligencia y del sentimiento. Tiene su mecánica, sus leyes, su realidad, realidad más alta que la misma realidad externa. En esto se diferencia de la quimera, que es una aspiración confusa, caótica, mística. España ha sido un pueblo de quimeras: nunca ha sabido lo que ha querido. […] Un español no va a la política por vocación, sino por ambición. […] No nos damos por satisfechos hasta que desde una gran altura no hemos visto muy pequeñitos a nuestros semejantes. Los españoles a los cuarenta años estamos cansados de todo.

Y, contestándole indirectamente a él y directamente a su tío, Tigre Juan, le explica Colás por qué él, que estaba en contra del matrimonio, ha acabado casándose con Carmina: —¡Quiá! Si el matrimonio fuera lo razonable, no me hubiera casado. Sigo juzgando el matrimonio como el mayor disparate. Por eso me he casado. No puedo resistir el hechizo que sobre mí ejerce todo lo irrazonable y disparatado. Un hombre estúpido se casa creyendo realizar un acto razonable y natural, Cuando ya no hay remedio, se le abren los ojos; y es un desesperado. Yo no soy de esos. Me place, me fascina lo absurdo, y hacia ello voy, pero a sabiendas. La vida es un absurdo delicioso. Y lo más absurdo de la vida consiste en que llevamos dentro de la cabeza un aparato geométrico y lógico, la inteligencia, que no tiene otra función que la de registrar y poner en evidencia ese absurdo radical de la vida. Sin ese aparato registrador, viviríamos del todo como los irracionales, sintiéndonos vivir, pero sin saber que vivimos lo cual no es vivir, ciertamente. Somos irracionales y racionales a la vez. ¡Qué contradicción! ¡Qué absurdo! Irracionales, en cuanto somos seres vivos, pues el vivir es una actividad irracional. Racionales, en cuanto sabemos que vivimos y que no podemos por menos de vivir irracionalmente. Razonamos sobre lo pasado, y aun sobre lo presente, bien entendido que el presente vivo no existe sino como forma próxima y umbral del pasado; pero no es posible razonar sobre el porvenir. Digo, los hombres inteligentes. El porvenir es siempre irracional. Si no lo fuese, tampoco sería porvenir, ni llegaría a cobrar vida. Dos y dos son cuatro. Lo han sido en el pasado. Lo serán en el porvenir. Solo que esto de que dos y dos son cuatro nada tiene que ver con la vida; pertenece a la razón y a la matemática. La razón será lo permanente, si usté quiere. Y la vida es lo mudable; por eso es irracional. La vida, lo que vive, no obedece en cada caso a otra razón que su razón de ser; y esta razón de ser es en cada caso la razón de la sinrazón. Solo el error es vida. El conocimiento es la muerte. Yo, por fortuna, he acertado a distinguir entre la Razón, con mayúscula, que es simplemente la inteligencia, o aparato registrador de la realidad el cual llevamos dentro de la cabeza; y, de otra parte, la razón de ser de cada criatura viva y cada movimiento de la vida, la razón de la sinrazón. La realidad tiene dos mitades: una, la que no vive; otra, la que vive. Se conoce lo que no vive. Lo que es vivo se vive. Aplicada a lo que no vive, la Razón propende a proclamarse soberana, y así se suele decir que el hombre es el rey de la Naturaleza; porque, como quiera que lo que vive no muda de condición, o si cambia es conforme a modificaciones regulares y siempre idénticas, la Razón atenta echa de ver ciertas pautas o leyes fijas, permanentes, cuyo conjunto se distribuyen las ciencias naturales, de donde se deduce, con aturdimiento orgulloso y pueril, que la Razón del hombre señorea la materia y es, en algún modo, árbitro del futuro de las cosas sin ida. Gran simpleza. El hombre es un simio atacado de megalomanía.

Y ahí, con esa invitación a profundizar en el despliegue intelectual que hace Pérez de Ayala en el capitulo titulado Parergon, dejo al intelector con la avidez de saber y leer más. En todo caso, porque algunos habrá, perezosos, que no se atrevan con la obra, colgaré el discurso completo de Colás en el blog donde, de tanto en tanto, me convierto en algo así como el defensor de la crestomatía:

 https://elojocosmologicodejuanpoz.blogspot.com/

miércoles, 12 de noviembre de 2025

«Troteras y danzaderas», de Ramón Pérez de Ayala o una prefiguración del esperpento de Valle-Inclán y el melodrama de ideas en los inicios del siglo xx.


       

Un estudio intelectual y patético, de tinte autobiográfico, de la España de la Restauración y el análisis psicológico e ideológico de la bohemia.

 

          La figura de Ramón Pérez de Ayala (1880-1962), a fuer de controvertida políticamente, ha sufrido un olvido que no se corresponde con la grandeza de su obra y el interés que, hoy mismo, puede despertar en cualquier lector que se acerque a ella como lo que es: un prodigio de inventiva, de estilo y de preocupación por la sociedad y la psicología, a tenor de las tres muestras, o mejor dos, porque Tigre Juan y El curandero de su honra, aunque publicadas en volúmenes independientes, constituyen una sola novela. La obra se publicó en 1926 y fue Premio Nacional de Literatura. Troteras y Danzaderas es el último volumen de una tetralogía centrada en un personaje, Alberto Díaz de Guzmán, del que se narra su vida como artista, desde el pesimismo de Tinieblas en las cumbres hasta la confirmación de sus aspiraciones artísticas en esta novela, una muestra evidente del género del Künstlerroman, cuyos orígenes se remontan al siglo xviii en Alemania. La «novela de artista», así pues, por fuerza ha de tener mucho de autobiográfico, y así sucede en este fresco social variopinto de un Madrid canalla, literario y político que debió de leer con muchísima atención Valle-Inclán, dadas las muchas afinidades que hay entre esta visión de la bohemia capitalina y el retrato que haría después de ella Valle en la inmortal Luces de bohemia. Lo apunto porque esa afinidad habría de servir para valorar esta obra de Pérez de Ayala no solo como un precedente, sino como una culminación novelística de una tetralogía en cuyo interior contamos con una novela tan importante como A.M.D.G. sobre la educación del protagonista/autor en los jesuitas.

          Pérez de Ayala, no entremos en competiciones, es uno de los máximos exponentes de la llamada Generación del 14 o Novecentismo, postergada críticamente en favor de la Generación del 27, pero cuyos fundamentos culturales son muchísimo más profundos que los de la Generación de la República —como prefería llamarla Bergamín—, y el legado de sus obras alcanza cotas de calidad iguales o superiores a las de la Generación del 27. Yo me formé académicamente en el entusiasmo hacia esta última, pero el tiempo y el estudio me han ayudado a ir descubriendo el interés esencial de la primera. Quizás obraba en mi favor que Juan Ramón Jiménez fuese mi primer descubrimiento poético, al que me he mantenido fiel toda mi vida o que el inclasificable Ramón Gómez de la Serna haya sido un ingenio deslumbrante que me mostró la capacidad seminal del lenguaje, como lo hizo otro de mis escritores preferidos, Gabriel Miro, cuyas obras, hoy preteridas, son faro potente que ha alumbrado siempre mis propios intentos narrativos. Más tarde, las figuras potentísimas del pensamiento, como Ortega y Gasset y Eugenio D’Ors, también en su «versión catalana», Eugeni D’Ors, me indicaron que la unión de esta generación con lo mejor de la anterior, Machado, Valle-Inclán, Azorín, Ganivet y Unamuno constituía algo así como la columna vertebral de la cultura española finisecular y del primer tercio del siglo xx, hasta que llegó el cainismo secular para destrozarlo todo. De hecho, tengo la conciencia de que esta presentación de las tres obras de Pérez de Ayala que he escogido tiene un mucho de reparación de unos escritores que ni siquiera son ya ¡ni mencionados! en los actuales planes de estudio, ni del bachillerato, ni casi me atrevería a decir que de la universidad. Eso sí, los neorrepresentantes de nuestro cainismo secular no dejan, cada día, de azotarnos con la entelequia sectaria de la «memoria histórica» de parte, de ahí la importancia de enfoques, llamémosles «liberales», que no se casen con la ideología, sino con las ideas y con la realidad de los hechos.

          Troteras y danzaderas es un título que proviene, al parecer, de Azorín, encarnado en este roman à clef por  un tal Halconete—diminutivo de halcón, como Azorín lo es de Azor, según descubrió el estudioso Andrés Amorós—. Lo suyo es que la adaptación del referente de donde procede, el Libro de buen amor, hubiera dado «danzarinas y troteras», pero la transformación la hizo, suponemos que por eufonía, Azorín y, de él, la tomó Pérez de Ayala. La novela, ubérrima, en la que nada se escatima: ni el retrato de los bohemios, ni el de los políticos, ni el de las pensiones —y recordemos la importancia de esa institución social en Tiempo de silencio—, ni el de los burdeles ni el de las funciones teatrales o de vodevil de la época o el de os intelectuales, es, en suma, un vívido retrato de las postrimerías de la España de la Restauración en el que destacan algunos personajes ficticios como el autor de teatro y pobre de casi solemnidad —depende de los pocos fondos siempre escasos que le envía su madre, quien regenta una pensión en Valladolid, después de que la abandonara su marido— Teófilo Pajares, trasunto de Francisco Villaespesa; el modelo de político de aquel Régimen, Sabas Sicilia, ministro y viejo amante de Rosina —a quien ama arrebatadoramente Pajares—, y quien le paga el piso en que la tiene instalada; o el protagonista Alberto Díaz de Guzmán, trasunto del propio autor, quien se deja llevar en ese ambiente acanallado hasta unir su vocación con su esfuerzo para convertirse en lo que estaba llamado a ser: escritor. Vamos a ver la vida que se nos narra a través de la visión privilegiada de Díaz de Guzmán, pero el narrador colabora indiscutiblemente con él a tenor de la crítica despiadada con que nos ofrece una realidad degradada y disparatada que solo Valle-Inclán será capaz de criticar más acerbamente al transformarla en esperpento, si bien ese «esperpento» aún no definido salta cada dos por tres de actitudes, situaciones y personajes de esta novela que me parece de lectura obligatoria para conocer una etapa de la vida española. Y ahora que lo pienso, no está lejos, mutatis mutandis, este empeño narrativo de lo que supuso Vida privada, de Josep Maria de Sagarra, para el periodo de la «Dictablanda» de Primo de Rivera.

Alberto de Guzmán, sin embargo, se nos presenta al final de su ciclo novelístico como una suerte de espejo en el que se refleja a realidad, sin que él quiera hacer nada para alterarla: Aspiraba a la mediocridad, en el sentido clásico de moderación y medida. El mucho amor y dolor de su juventud le habían desgastado el yo, nos dice el narrador. Ese «yo» vacío, a lo largo de la narración, es lo que le permite el contacto sin prejuicios con lo que lo rodea. De hecho, cuando ese yo y la voluntad han hecho migas suficientes como para convertirse en escritor, algo que sucede, prácticamente, al final de la novela, y Teófilo Pajares, que ha fracasado estrepitosamente como autor teatral, le pide consejo para «mejorar», Alberto le responde: —Yo qué sé, Teófilo. La mayor parte de las cosas en la vida son independientes del albedrio humano. Me pides consejos… soy enemigo de las frases genéricas y vanas. ¿Qué quieres que te aconseje? Que te adoctrines en la simplicidad de la naturaleza… Que escuches el rumor de árboles y ondas hablándose entre sí, sin decirse retruécanos, como hacemos los hombres… Tan piadosa recomendación telúrica pretende borrar, en parte, el desaire que supuso la crítica «honesta» con que respondió Alberto a la solicitud de impresiones que le había deparado la obra de Teófilo, a medio camino entre el viejo romanticismo medievalizante y los peor del modernismo tristemente sonoro: —Por supuesto que no se te puede echar a ti toda la culpa, antes bien, a la tradición poética española, la tradición del verso tónico, que unca ha sido verso, sino corrupción nacida de los cantos de la soldadesca, de la marinería y de las personas iletradas de Bajo Imperio, gente de áspero oído. ¿Qué será que los españoles no abren la boca sino para caer en el énfasis, la ampulosidad, la garrulería? Es cosa vieja y presumo que será eterna. Ya cicerón vituperaba en los latinistas españoles el aliquid pingue, un algo pingüedinoso, craso. A uno de los grandes predicadores españoles, San Damaso, se le llamaba Auriscalpius matronarum, cosquilleador de orejas femeninas.

          Como apunté antes que se trata de un roman à clef, está claro que en la descripción de la vida intelectual española de aquella época aparecen personajes bien conocidos hoy pero incipientes intelectuales en su momento, me refiero al profesor de filosofía, Antón Tejero, que promueve poco menos que la acción directa para acabar con el Régimen, en quien identificamos a Ortega y Gasset —¡y ya es curioso que otro intento de acción directa, en este caso la del infame Antonio Tejero, quisiera arrebatarnos la democracia antes de que esta cumpliera los diez añitos…— , y también a Valle-Inclán, aquí encarnado en Monte-Valdés, una de cuyas respuestas muestra bien a  las claras la naturaleza desafiante del escritor gallego:  Lo sé como lo sabe cualquiera que no sea mestizo de cretino e idiota; otros, anecdóticos, en el devenir de la trama, serían Sixto Diaz Torcaz, para identificar a Galdós, de quien se nos dice que estrenaba Electra; Luis Muro, alias de Luis de Tapia, poeta satírico y diputado republicano en el 31;  Enrique Muslera, alias del filósofo García Morente o Don Sabas Sicilia, trasunto del Amós Salvador, sin olvidar a Arsenio Bériz, alias de Federico García Sanchiz, creador de una profesión, «charlista», a quien el narrador se refiere como «mancebo levantino»:  Habiendo caído en el Ateneo y hecho en él algunas amistades con escritores, se había contagiado del virus literario y concebido grandes ambiciones, de manera que, dejando para siempre los libros de texto [estudiaba Filosofía y Letras], se pasaba la vida hojeando novelas y tomos de versos y ensayándose en el cultivo de todos los géneros literarios: crítica, novela, poesía, con gran despejo y desenvoltura. Si bien la estrella del «reparto» es el protagonista del melodrama que se narrará a lo largo de la obra: Teófilo Pajares, alias de Francisco Villaespesa, poeta modernista con cuyo nieto coincidí yo en el equipo de natación del Parque Móvil de Ministerios, quien, por aquel entonces, con quince años, poco o nada inclinado era a los «libracos del abuelo», así decía.

          La historia melodramática que articula el relato es el amor romántico que siente Teófilo Pajares por Rosina, la mantenida por el ministro Sabas Sicilia; un poeta que, a pesar de su reconocimiento en los ambientes literarios, no tiene ni dónde caerse muerto y que sospecha, noblemente, de su incapacidad creativa, lo cual forma parte del drama del personaje: Y pensó: «¿Qué soy todo yo sino un amasijo de palabras huecas?». Rosina —cuya vida se nos cuenta, en parte, en Tiniebla en las cumbres, como ella misma recuerda: Verás, conocí a ese muchacho [Díaz de Guzmán] el mismo día que me llevaron a aquella mala casa, en Pilares, ya sabes. […] Bueno, pues él me trató con mucho afecto, no como a una cosa, sino como a una persona ascenderá de amante del ministro Sicilia a gran estrella de las variedades, aunque eso sucederá en una vida distanciada de la mísera existencia de Pajares, si bien, andando el tiempo, el éxito de Pajares acercará de ambiguo modo a Rosina a la poliandría, porque tendrá dos enamorados a quienes trata de complacer, Fernando, una estrella de los malabares y el contorsionismo, y Teófilo, el afamado escritor de quien Alberto de Guzmán echa pestes en una crítica de su obra que supone uno de los capítulos magistrales de la obra, del mismo modo que lo será la lectura de Otelo que le hace Alberto a Verónica, otra prostituta que, sin embargo, destaca por su chispa de inteligencia, aunque vive dominada por un ambiente familiar de miseria que la condiciona. La particular lectura que hace el autor/personaje de Otelo tiene su paralelismo con la crítica pormenorizada y desfavorable que leeremos después de la obra cursi de Pajares, con la que triunfa. En esos tramos reflexivos es donde encontramos los momentos más inspirados de la obra, como cuando De Guzmán le rebate a Teófilo la posición anticultural de este:—Shakespeare está plagado de anacronismos. Ahora os ha dado a unos cuantos por machacarnos los oídos con la canturria de la cultura: cultura, cultura, ¡puaf!: una cosa que tienen o pueden tener todos los tontos y que es cuestión de posaderas. —Querido Teófilo, créeme que Pegaso es el rocín más rocín, tirando a asno, cuando el que lo cabalga no lleva  acicate y el acicate es la cultura.

          La novela nos ofrece una minuciosa descripción de diferentes tipos de vida en la capital, en sus calles, sus cafés, su Ateneo, sus burdeles, sus pensiones, etc. Nada escapa a la aguda observación de ese «yo vacío» que no se involucra en lo que observa, sino que actúa como el famoso espejo stendhaliano. En la medida en que las novelas de Pérez de Ayala pertenecen al mundo de las ideas, son propiamente novelas de marcado carácter «intelectual» y no ha de extrañarnos que salpique los diálogos con planteamientos que, sin duda, moverán a reflexión, leídas en 2025, algo más de un siglo después, por las interesantes cuestiones que somete a nuestra consideración, y, entre ellas, por supuesto, el famoso «problema de España», que ocupó buena parte de las reflexiones de la generación precedente, la del 98. En este sentido, bien puede hablarse de una continuidad histórica entre esta novela y los maestros de la generación anterior. Añádase a ello la descripción crítica de los usos y valores sociales de la época y tendremos una novela cuyo valor testimonial, al margen del estético, es muy poderoso. Si algo llama la atención novelísticamente, ello es el dominio expresivo del autor, capaz de descender al vivo lenguaje coloquial de los diferentes ambientes que se retratan en la novela [No me extraña que los hombres, cuando tropiezan con una gachí como esta [Rosina], se entreguen hasta dar la pez. (Esta expresión coloquial, hoy en casi total desuso, significa: «Llegar al último extremo de algo»)]  y de auparse a las más altas reflexiones, que dominan las fases más interesantes de lo que sin duda puede calificarse como novela de ideas. Pongamos por caso cuando la discusión deriva hacia la política, una realidad omnipresente en la novela, y el alter ego del autor, Alberto de Guzmán precisa: La política es el arte de conducir a los hombres. Ahora bien; se puede creer: primero, que el hombre es fundamentalmente malo y no tiene remedio; segundo, que es fundamentalmente bueno, y los malos son los tiempos o las leyes; tercero, que no es lo uno ni lo otro, sino un fantoche, o por mejor decir, que es tonto. Según se adopten uno de estos tres postulados, se es en política: primero, conservador; segundo, liberal, y tercero, arribista, como ahora se dice. Claro que en España la grey política se compone casi exclusivamente de arribistas, o sea hombres que juzgan tontos a los demás y no piensan sino en medrar, como quiera que sea. No puede extrañarnos que piense eso, porque el descrédito de la vida política de la Restauración queda patente, por ejemplo, en el cinismo del ministro  Sicilia en su diálogo con Rosina: ¿Trabajar? ¡Que inocente eres, Pitusa? ¿Tú crees que le hacen a uno ministro para trabajar? ¿Te figuras de veras que los ministros servimos para algo, que el Gobierno sirve para algo? ¿Sabes qué papel hace el Gobierno en una nación? El mismo que hace la corbata en el traje masculino. ¿Para qué sirve la corbata? ¿Qué fin cumple o que necesidad satisface? Y, sin embargo, no nos atrevemos a salir a la calle sin corbata. Esa es la España oficial que pretenden combatir los jóvenes intelectuales que luego formarán la Agrupación al servicio de la república, y entre quienes se encuentra Pérez de Ayala y el máximo representante del pensamiento libre en aquel momento, José Ortega y Gasset, aquí encarnado en la figura de Antón Tejero, joven profesor de filosofía y agitador político:  —Sí, un mitin. Los jóvenes tenemos el deber moral de hacer política activa, Alberto; de pensar en los destinos de la patria. Toda otra labor es estéril si no se ataca lo primero al problema de la ética política. La última crisis ha sido bochornosamente anticonstitucional y avergüenza pertenecer a una nación que tales farsas consiente.  Y luego, ¡qué Gabinete el nuevo! Las heces de la inmoralidad pública. Ese don Sabas Sicilia, un viejo cínico y corrupto, como todos saben, acusado de negocios impuros en connivencia con el erario del Estado… La podre de la podre. Y los demás del mismo jaez. ¡Ya es curioso que esas voces del pasado parezcan estar describiendo una situación de degradación moral y política como la del «Septenio Ominoso» del gobierno socialista aliado con las derechas tradicionalistas del nacionalismo ultramontano!

          El Ateneo de Madrid tiene una gran importancia en la novela, porque era un foco de actividad cultural de primer orden. Allí perora Raniero Mazorral, trasunto de Ramiro de Maeztu, cuya  conferencia, Los intelectuales y la política, de 1910, critica Teófilo, a la salida, con un ímpetu digno de mejores versos para su propia obra: Habláis mal de los tertulines (sic) de café, de la charlatanería y politiquería españolas. Pues yo que he asistido muchos años a esas tertulias, os digo que vosotros, los que os las dais de intelectuales, con vuestros énfasis, vuestras conferencias, vuestro redentorismo, no decís ni hacéis cosas más ni menos razonables o profundas que las que se dicen y hacen en los cafés. ¡Insensatos, insensatos! Queremos hacer pueblo y no sabemos hacernos hombres. Da por supuesto que España es la nación más fuerte y más culta. ¿Hubiera por ello sido Santonja más feliz o más infeliz? ¿Lo sería yo? Lo que yo quiero se es un hombre, ¿oyes?, un hombre. ¿No ves que lloro? Y es de rabia… Ya se advierte que el final de la intervención de Teófilo tiene un aire de Luces de Bohemia, concretamente de la escena con el anarquista catalán. De hecho, Teófilo se proclamará, retóricamente, próximo al anarquismo. Teófilo se conduele de esa manera porque fue él quien acabo convenciendo a Santonja —que es descrito así en la novela: Santonja se había repatriado hacía poco desde la Argentina. Estaba desviado de la espina dorsal y era cojo; la faz chata, simuladamente jocosa— de que para tirar bombas se había de tener mucho ombligo. Esa bomba de Santonja y su muerte forman parte de la estrechísima relación entre las ideas y la vida que vemos constantemente en esta novela. En ese ambiente prolifera también el secular escepticismo español respecto de la utilidad de la política y el conocimiento para transformar las miseras vidas de quienes buscan su lugar en el sol, como sentencia Luis Muro: En último término, ¿qué importa todo? La cuestión es pasar el rato. Toros, política y mujeres, esta es nuestra santísima trinidad. Ahora que parece que para los toros se requiere virilidad, para la política entusiasmo y para el amor el incentivo de la juventud, y aquí viene nuestra afición a lo paradójico: los toreros son estetas, los políticos viejos chochos, y las prostitutas viceversa de los políticos, como dijo Cánovas. Pero, en último término, la cuestión es pasar el rato.

          Se trata de una visión de España que, a pesar de la fecha de su publicación, no rehúye ningún tema escabroso, pongamos por caso la extendida práctica de la prostitución, tal y como se ve cuando llevan a la joven que se ha escapado de su casa de Pilares para «hacer carrera» en Madrid. Los protagonistas principales, menos Teófilo, la llevan a conocer el mundo de la prostitución, donde, pagando, las «niñas» hacen osturas lésbicas y otra porción de nauseabundas monstruosidades, dice el uritano narrador, para espanto de la joven Márgara, quien fiaba en su belleza esa posibilidad de «colocarse» en Madrid. Tras un recorrido infernal por los peores tugurios de la ciudad y tras conocer a prostitutas bellísimas y enfermas, Márgara decide volver a Pilares, pero como hace el camino con dos monjas, al final, en vez de a su casa, va directa al convento, donde profesa como hermana de la orden. Como resume el narrador: Madrid nocharniego es un merado o lonja al aire libre, en donde, aunque averiadas, las mercancías amorosas ostentan rara abundancia para todos los gustos y bolsillos.

          Otro tanto podría decirse del aborto, un tema prohibidísimo en nuestra literatura tras la Guerra Civil, pero no por ello, menos presente en la realidad, Guzmán presenta a Heinemann, un alemán con negocios en España, a Travesedo, a quien le piden consejo para poder abortar la mujer del alemán. Travesedo le facilita una dirección y se lava las manos. Después de una fúnebre conversación sobre las miserias de la existencia, Travesedo concluye:  —La vida es mala. No hay otro remedio sino el suicidio cósmico, que aconseja Hartmann.

          No falta tampoco una visión satírica de la actividad política en el Congreso de los Diputados, a través de un personaje como Angelón Ríos, quien, teniendo mujer e hijos en Pilares, trasunto de Oviedo, como es habitual en las novelas de Pérez de Ayala, vive en Madrid a la caza y captura de alguna importante regalía política para salir de su pobreza; pobreza en la que tratan de sobrevivir desde el mismo Alberto de Guzmán hasta Teófilo Pajares o las diferentes «heroínas» de la novela:  Sumergíase Angelón en el Congreso, y allí de corrillo en corrillo, voceando y riendo a carcajadas, que esta era su manera natural de producirse, discutía in vacuum, como siempre se hace en aquel lugar, acerca de naderías oratorias o burocráticas, o trabajaba con intrigas y conspiraciones por la vuelta al poder de su partido, y en habiendo conquistado es el Poder ponía sitio a Zancajo, el Presidente del Consejo, pidiéndole un alto cargo como justa recompensa a su lealtad política. […] Nunca se retiraba a casa sin una compañera con que aderezar el lecho y la noche. Angelón, íntimo de Guzmán, tiene abundante presencia en la novela, en la que una prostituta lo califica como el mayor miquero de Madrid y su extrarradio —Miquero quiere decir aquel que burla a las mujeres, dejándoles e satisfacer e debido estipendio. Sí, la nota léxica es del propio Autor en el texto de la narración, porque la preocupación de Pérez de Ayala por todo los registros el lenguaje es uno de los grandes alicientes de esta novela portentosa. De hecho, la dificultad de conciliar la actividad sexual con una profesión lucrativa que la permita da pie a una incisiva reflexión crítica y antisistema del autor: La actividad motriz de estos tiempos no era sino la rapiña del capital, como quiera que fuese; las demás actividades, solo rebabas, añadiduras, ejercicios suntuarios. En otras épocas, amor y belleza, las dos mitades de la vida, habían sido res nullius, cosas no estancadas, de libre disfrute para todos. Pero la edad capitalista había constituido el monopolio de la vida a modo de sociedad anónima por acciones y escindido al género humano en dos partes: los que tienen derecho a vivir y los que no pueden vivir. ¿Qué es el amor sino dulce plenitud y exuberancia de energías que por no perderse aspiran a perpetuarse, a reproducirse? ¿Y cómo pueden hacer amiganza el amor y la miseria física, el hambre y la fecundidad?

          Tampoco podemos olvidar, ¡y menos en estos tiempos en que el periodismo se ha corrompido por la polarización ideológica del actual gobierno autocrático del remedo de Su Excelencia, Pedro Sánchez!, la visión precisa y crítica, entomológica, que se nos ofrece de lo que, en aquellos tiempos, al menos, formaba parte del tablero político con una influencia que en nuestros días se ha perdido: «La «phylia» y la «callima», por ejemplo, son dos mariposas tan parecidas a una hoja, que cuando se posan en un árbol y se adhieren a una hoja de él, no se las puede diferenciar. Lo mismo hay periodistas tontos que se consustantivan con la hoja de un periódico, y, aun cuando no sirven para nada, allí se están años y más años, como si la vida misma del periódico dependiera de ellos. El mimetismo es una actividad irracional, instintiva, despreciable. Nada hay más fácil que simular talento. Por el contrario, la farsa es una cualidad específica de las grandes inteligencias, y en cierto modo puede considerarse como una de las más altas creaciones artísticas. Por eso se acostumbra a llamar pose. Recuérdese a Beaudelaire[sic], D’Aurevilly… […] Los españoles tenemos una fea tendencia al individualismo anárquico.

          Y como me pongo pesado y trato de abarcar lo inabarcable o sustituir un acto impostergable, leer de cabo a rabo esta rica descripción de la España y del Madrid de la segunda década del siglo xx, voy a limitarme a transcribir una muestra de la capacidad descriptiva del autor para criticar, aprovechando el famoso Pisuerga —Teófilo Pajares, por cierto, es natural e Valladolid—, la planicie narrativa de nuestros tiempos actuales (y no solo planetarios…): El sol, a rebalgas [«a horcajadas», es voz de la montaña, en Santander.] sobre los altos de la Moncloa, ponía un puyazo de lumbre cruel en los enjutos lomos de la urbe madrileña, de cuyo flanco se vertía, como un hilo de sangre pobre y corrupta, el río Manzanares.

 

[Nota para curiosos impenitentes. El autor salpica, aquí y allá, los inicios de algunos capítulos con citas de diferentes autores, conocidos o ignorados. Una de ellas es esta: Padre Malagrida: El don de la palabra ha sido otorgado al hombre para que pueda ocultar lo que piensa. Hecha la investigación pertinente, es muy probable que  Pérez de Ayala tomara la cita de Le rouge et le Noir, donde Stendhal la usa al comienzo del Capítulo XXII: «La palabra le ha sido dada al hombre para ocultar su pensamiento». Gabriel Malagrida, jesuita misionero en América, volvió a Portugal, después de su rica experiencia misionera con la mala fortuna de que el hombre fuerte del reino, el futuro Marqués de Pombal, lo encarcelara en los sótanos de la Torre de Belem, después de publicar un folleto en que, contra las razones científicas, defendía que era un castigo divino a los portugueses el reciente terremoto e Lisboa. Después, tras escribir dos libros con sus visiones: Tractatus de Vida, et Imperio Anti-Christ y La heroica y maravillosa vida de la gloriosa santa Ana, madre de la Virgen María, dictada por esa santa, asistida por y con la aprobación y ayuda de ese Augustísimo Soberano, su Santísimo Hijo, fue condenado por hereje y, a sus 72 años fue quemado en la hoguera y sus cenizas aventadas en el Tajo.]

 

miércoles, 29 de octubre de 2025

La oquedad de las palabras.

 


Exploración de la otra caverna…

 

          Lo hemos oído y dicho infinidad de veces: «eso son meras palabras huecas». A veces añadimos «altisonantes», como condición adjunta de lo hueco: retumban con mayor estrépito y, en ocasiones, hasta las calificamos como «estentóreas», en un arranque de *homerismo desconocido para la mayoría de quienes usan el calificativo. De tanto oírlo y decirlo, podríamos inferir que hay ya, en la lengua, un repertorio de palabras huecas perfectamente definido; que los hablantes conocemos, por el uso, la lista de esas voces de las que proclamar su oquedad como rasgo definitorio, como sucede, por ejemplo, con las «palabras malsonantes», el «lenguaje soez», los «tacos» o los «insultos», todas esas voces que viven como pez en el agua en los bajos fondos de la vulgaridad.

          Por lo general, la oquedad de ciertas palabras suele estar en relación con un uso grandilocuente de las mismas, un exceso de importancia o trascendencia que se revela, sin embargo, vacío de significado, lo que, con el latinismo ad hoc, solemos denominar flatus vocis; ello indica, pues, que no se trata de un fenómeno contemporáneo, sino con larga tradición en la cultura occidental, y, si escarbamos a conciencia, estoy seguro de que podríamos llegar incluso hasta los sofistas, como maestros de ese lenguaje pretencioso, artificioso, afectado y hueco.

          El uso de voces cavernarias suele darse en edades tempranas, cuando hay un amplísimo trecho entre el vocabulario de un hablante y su experiencia vital. A mayor número de palabras y menor número de experiencias existenciales, mayor es el vacío de ese lenguaje que pretende sentar cátedra o impresionar a audiencias que lo escuchan con la tolerancia de quien disculpa, por la edad, el desvarío sonoro de los profanadores del más valioso don del lenguaje: la sencillez, la ausencia de afectación. Suele ir asociado, ese uso, a los primeros pinitos como poetas o como oradores con futuro tribunicio, y se pronuncian en un contexto gesticulante que solo sirve para medir el nivel de ridiculez de la *megalolexia propia de las edades tempranas.

          Diríase que la oquedad afecta, sobre todo, a los sustantivos abstractos, y sí, es cierto que voces como Justicia, Dignidad, Destino, Porvenir, Amor, Triunfo, Solidaridad, Nobleza, Entrega, Soledad, Pasión, Belleza, Candidez, Porfía, Esperanza, Nostalgia…—todas ellas preceptivamente *mayusculadas— y unos cuantos cientos más las oímos, en según qué circunstancias, como auténticas palabras huecas, como mero marco de un abismo por donde se ha perdido cualquier atisbo de significado relacionado con el uso enfático que de ellas se hace. Y aquí es donde surge el pasmo de cualquiera que está acostumbrado a oír o leer esas «palabras huecas» cuyos significantes se distorsionan, en el aire o sobre el papel, como si estuvieran hechos de levísimo humo huidizo, y nos dejaran enfrentados al espeso silencio de la insignificancia: ciegos, desasistidos de los peldaños que nos llevan, dese la humildad de los significantes a la plenitud de los significados y, en algunos casos, del arte. Pero ese fenómeno afecta a cualesquiera otras palabras, incluso sustantivos concretos, verbos o adjetivos, y aun hasta me atrevería a decir que adverbios e interjecciones no se escapan de esa oquedad aniquiladora que, sin embargo, no logra enmudecer al hablante, sino transfigurarlo en un torpe y empecinado emisor  de ausencias encadenadas a la altivez.

          Desde que nos atropellan por primera vez con el dicterio: «¡Bah, bah, no me vengas con palabras huecas!», hasta que llegamos a ser conscientes de usarlas, hay un largo trecho de combativa formación que no siempre se recorre con éxito, por lo que el dicterio puede silenciarnos con un poder con tanta efectividad como ningún otro es capaz de imponérsenos. El desquite, muy a menudo, consiste en dedicarse a la política profesionalmente, porque  ningún otro ecosistema social acoge las flatus vocis con tanta naturalidad y descaro, como si hubieran nacido para darle sentido a las pobres almas que se dedican a ese menester de la rapiña institucionalizada y la alienación mediática. Si hay discursos vacíos, pero horrísonos, esos son los propios de la agitación y la propaganda políticas o cómo no decir nada con el mayor número de palabras. La sordera selectiva tampoco es remedio eficaz, aunque es cierto que, repetidas ad nauseam, ciertas voces ni siquiera adquieren la corporeidad sonora que nos permita identificarlas, del mismo modo que, por escrito, saltamos sobre ellas camino de otras partes de la oración menos alienables, porque las palabras huecas, además, se vuelven invisibles, o casi.

          A modo de cencerros que nos avisan del peligro de tropezar con ellas, y de meter el pie en el hoyo que, como antiguo socavón urbano, nos impiden seguir adelante para intentar darle un sentido al recorrido gramatical de cualquier enunciado lleno de ellas. Las palabras huecas, leídas o escritas a topa tolondro, nos inmovilizan con su necia presencia de altos vuelos gallináceos y nos obligan a esbozar la mueca desgalichada de la indiferencia y, según su insistencia, del desprecio. Detengámonos un momento en la intensidad con que un mentiroso compulsivo, como quienes defienden en política su poltrona, aun a costa de su honorabilidad, suele tratar de defender sus palabras huecas como el colmo de la densidad significativa, intentando llenar de semas trascendentes una calabaza excavada, y fijémonos en la expresión de los ojos que, con las cejas enarcadas, trata de convencer a sus interlocutores de que no solo están recibiendo un mensaje, ¡sino un axioma! Cuanto más acentuada es esa expresión de honestidad  fingida, la propia de quien te vende un caballo cojo, mayor es la oquedad de las palabras con las que te engaratusa.

          Lo que resulta muy difícil de creer es que aún haya tantos hablantes incapaces de detectar el sonido ampuloso del vacío de las palabras huecas, porque son algo así como agujeros negros que no dejan escapar ni un átomo de luz significativa: una vez enunciadas, aparece la noche del sentido y las espesas sombras de la incomunicación se expanden como los sinuosos gases tóxicos que acompañan la erupción de un volcán. Quienes las usan creen que se revisten de un manto de dignidad, pero se cubren, en realidad, con la capa llena de campanillas del bufón, objeto de mofa y escarnio. Solo quienes las usan las reciben como perlas de sabiduría, por algo se dice aquello tan manido del «entre tontos anda el juego», porque solo quienes asienten ante tales usos están a la altura de quienes con ellos los comparten: un estrépito de grandilocuencia ridícula y prosopopéyica, sólida enemiga de la verdadera comunicación.       

         

         

         

martes, 21 de octubre de 2025

«José Fernández-Montesinos y Marcel Bataillon. Crónica de un largo y continuado exilio. Epistolario 1926-1971», Editorial Renacimiento. Edición de Estrella Ruiz-Gálvez, Joaquim Parellada y Catalina García-Posada Rodríguez.

 

                                 



La erudición frente a las adversidades culturales y existenciales.

 

          Gracias a mi buen amigo Joaquim Parellada, coeditor de esta correspondencia, ha llegado a mis manos este curioso intercambio no sincronizado de cartas entre dos eruditos de gran renombre en lo que fue mi carrera académica, Filología Hispánica: José Fernández-Montesinos y Marcel Bataillon, cuyas obras son indispensables para dos temas fundamentales: el erasmismo en España, con los gemelos Valdés al frente, y los estudios canónicos de Montesinos sobre la novela española del siglo XIX, y muy específicamente sus tres volúmenes sobre Benito Pérez Galdós, amén de muchos otros, porque Montesinos comenzó, bajo el magisterio de Américo Castro, como lopista.

          La correspondencia entre ambos abarca prácticamente toda una vida. Desde finales de los años 20 hasta cerca de la muerte de Montesinos en 1972, poco después de haber visitado Cataluña e impartido dos cursos, a petición de Blecua y Rico, en las Universidades Central y Autónoma. Se conservan más cartas del estudioso granadino, emparentado con la familia de García Lorca, que del erudito francés, pero la lectura de este epistolario es altamente gratificante para quienes bien puede decirse que veneramos a todos aquellos que dedican su vida a la investigación y edición de textos con el mayor rigor filológico y paleográfico, una labor callada, ingrata difícil y a la que no siempre le acompaña el reconocimiento que merece.

          La historia de nuestra cultura europea sería muy otra sin los esfuerzos y la dedicación, más allá de lo razonable, de estudiosos que aúnan la disciplina, la intuición y la elocuencia expresiva a partes iguales en sus personas: Yo tengo la mala costumbre —y la fatalidad, pues no me deja tiempo— de trabajar de noche, de modo que no son muchas las horas normales de que dispongo.  Desde la época del Humanismo, en la que se «profesionaliza», por así decirlo, la tarea de investigación de nuestra herencia cultural, greco-latina sobre todo, pero también árabe, dedicarse a limpiar de deturpaciones los textos de nuestro acervo cultural es, lo repito, una labor callada y poco apreciada socialmente, más allá de los círculos académicos y de la minoría selecta que goza con estas cosas de la erudición, del saber, del conocimiento puro, esto es, el que libra de máculas, mixtificaciones y tergiversaciones los textos que han llegado hasta nosotros. Disponer de originales, limpios de polvo y paja, fiables y, en la medida de lo posible, «definitivos», es la tarea que se acoge a un nombre poco frecuentado, ya digo, fuera de los círculos interesados: la «Ecdótica», pero determinante para que muchos otros estudios se lleven a cabo sobre esas obras fijadas con no pocos esfuerzos. Pensemos que ahora un clic nos acerca veinte siglos de historia, con la digitalización de los archivos, pero, antes, los estudiosos habían de viajar a las bibliotecas donde imaginaban que pudiera haber fondos de su interés o mantener correspondencia con ellas para localizar el material indispensable para sus investigaciones. A mi siempre me ha parecido una heroicidad de los estudios literarios y sociales una obra como la Historia de los heterodoxos españoles, de Marcelino Menéndez Pelayo, por el caudal de información manejado en ella, y por las reconditísimas noticias que incorpora al aparato crítico el polígrafo montañés, modelo de eruditos e investigadores.

          Un epistolario, más allá de los saberes técnicos de los interlocutores, es una fuente biográfica de primer orden para reconstruir, siquiera sea parcialmente, la vida de quienes lo escriben. Y eso es lo que sucede con Montesinos, un doble exiliado, primero como joven investigador en Hamburgo [(1929) Estoy tan solo que no tengo a quién acudir. Aquí no hay interés, ni simpatía, ni siquiera respeto por estas cosas; en España no hay nadie de los míos, así es que todo es andar a ciegas.] y, tras la Guerra Civil, como exiliado republicano dentro de una diáspora que lo llevó a recalar en Francia y, posteriormente, en California. La vida de Bataillon sigue un orden tradicional que lo lleva de catedrático de Liceo a Burdeos, luego profesor universitario en Argel y, en su esplendor, en la Sorbona y, finalmente, en el Collège de France. Con todo, Bataillon fue detenido tras la invasión alemana de Francia, por haber sido candidato del Frente Popular, y pasó unos meses en un campo de Compiègne, de donde fue liberado por mediación de Le Roy Ladurie.

          La amistad de ambos se forja en torno a su dedicación común a las figuras de los hermanos Valdés, Juan y Alfonso (o Alonso, en las cartas de Bataillon), los introductores del erasmismo en España, y aunque ambos se tratan en términos de pares, Montesinos reconoce la trascendental labor de Bataillon, quien es algo así, como el factótum de todo lo relativo al erasmismo en España: (1928) A medida que voy comprobando que apenas hay línea en el Carón que no esté ya en otra parte, comprendo más y mejor la originalidad de Valdés y su radicalísimo españolismo. Es de un enorme interés ver como remodela Valdés a la española todo cuanto lee y aprende. Además, como ya le dije, quisiera puntualizar varios recursos estilísticos y técnicos que Valdés aprendió en Pontano y en Erasmo. Estoy impacientísimo por que me diga lo que todo esto le parece, pues yo, con audacísima ignorancia me metí hace dos años en estos berenjenales, sin más propósito que reeditar unos libros viejos y ganar unas pesetas, me siento cada vez más inseguro.

          Ambos, cada uno a su manera, se queja de su dedicación por la ingratitud que comporta y, en el caso de Montesinos, por la escasa retribución económica que le supone. Sí, hablamos de vidas difíciles, no excesivamente «boyantes»,  austeras y centradas exclusivamente en sus múltiples investigaciones. Son, ambos, personas preocupadas por el rigor, la veracidad y la calidad de cuanto sale de sus manos, pero, como siempre sucede, no todo está en ellas, como le ocurrió a Joyce con la edición francesa de su Ulises, plagada de deturpaciones. Las quejas de Montesinos sobre su falta de control sobre las publicaciones es reiterativa: (1926) Mi última publicación, mi primer tomo de lírica de Lope (La Lectura) ha sido un desastre. No me han mandado pruebas y los textos sacan tantos y tales disparates que me siento en ridículo. Cuando salga el segundo tomo con la fe de erratas del primero le enviaré la antología completa. De esa dedicación se deriva un estrés  físico y psicológico que repercute necesariamente en la salud, al menos, de Montesinos, según confidencia que le hace: (1929) Después de cinco años de trabajo incesante sin vacaciones pero llenos de amarguras y sinsabores estoy en un estado de surmenage tal que contra mis más vehementes deseos me veo obligado a hacer una pausa. No sé si será larga. Pues no, no es larga, porque poco tiempo después vuele a escribirle para quejársele de sus males sin remedio a la vista: (1929) Como usted ve, eso del descanso mío es una agradable quimera. Tengo entre manos como cosa «urgente»: a) el susodicho capitulo; b) las cartas de Juan de Valdés; c) los documentos de Frauenburg y otros por el estilo; d) un libro de astrología de Alfonso el Sabio; e) unos papeles interesantes de Fernán Caballero; f) un tomo de Teatro antiguo español (Barlaam y Josafat). ¡Es para volverse loco! Y esto en Hamburgo, y sin libros, y sin nadie con quien se pueda hablar ni a quien se pueda acudir en demanda de consejo o apoyo. Y todo trabajo menudo, que ni da honra ni provecho.

          A través de la correspondencia podemos ir fijando la vida editorial de ambos intelectuales, porque, así que han publicado algún estudio, se lo envían para recabar la opinión fundamentada de quien consideran que dispone de un criterio crítico de primera categoría: (1931) Mil gracias, querido amigo, por este libro sobre la picaresca [Le Roman Picaresque] tan fino y exacto. Lo he leído sin levantar cabeza, con admirativa adhesión, Todo es justo y oportuno, Con tan breves paginas hay más y mejor doctrina que en muchos libros garrafales. Desde antes, 1928, son frecuentes los párrafos en que, aún en Hamburgo, Montesinos se explaya sobre sus pésimas condiciones de vida: ¡Si viera usted cómo le envidio! ¡Qué no daría yo por pasarme tres o cuatro años, libre de prólogos, epílogos, introducciones, notas, artículos y zarandajas, preparando tranquilamente un libro! Voy perdiendo ya hasta la «vida privada» —esas horas tranquilas de lectura no profesional—, lo que no puede perder un erudito sin incurrir en grandes peligros. Pero esa y no otra es la vida de quien la pierde entre libros, bibliotecas, índices, ediciones diversas, fuentes dudosas y hallazgos sorprendentes, como el retrato de Alfonso de Valdés en una moneda, noticia que Bataillon recibe con un entusiasmo solo propio de quien dedica su ida a otro y ni siquiera sabe qué rostro tiene: (1932) No sé decirle a Vd. la satisfacción que experimento al tener delante la vera effigies… del Valdés de carne y hueso. Y no tarda en disparársele el instinto pesquisidor: (1931) Es para mí enteramente nuevo el dato que me participa acerca de la iconografía de Alonso de Valdés. […] Si Vd. puede agenciarme una fotografía e la medalla de Valdés, me hará un gran favor. En cuanto al emblema del reverso, es también nuevo para mí —lo cual no quiere decir que seas cosa desconocida, ni mucho menos—. El sentido —la fe vivificada por inspiraciones divinas— parece obvio. Procuraré ver si hay un versículo bíblico que pueda identificarse con la leyenda. Voy a escribir sobre el particular al Bibliotecario de la Sociedad francesa de historia del protestantismo. No tendría nada raro que apareciese en medallas protestantes un emblema parecido al de la medalla valdesiana.

          Para los lectores actuales son de gran interés aquellas cartas en que Montesinos, que saluda el advenimiento de la República con suma esperanza, se manifiesta acerca de aquel quinquenio tan decisivo en nuestra Historia. Por un lado, el análisis de lo que debió ser un guirigay ideológico de tantos quilates como el actual septenio ominoso del PSOE: (1933) Lo que ocurre es que, como Vd. sabe, España es un país de locos; sobre todo ahora vivimos en plena demencia, en una febril agitación que no se parece a la actividad más que en el cansancio que origina. Una vez consumado el golpe de estado del ejército contra la Republica y tras iniciarse las hostilidades bélicas y la represión homicida en ambos bandos, advertimos que a Montesinos las hostilidades le tocan muy, pero que muy de cerca:  (1937) La catástrofe me ha afectado de un modo tremendo, y no solo por razones patrióticas, morales y políticas. La guerra me ha deshecho la familia. Mi pobre hermano, dos años menor que yo, padre de tres hijos, ha sido fusilado por los fascistas en Granada, donde era alcalde. No tengo idea del estado en que habrá quedado mi casa después de ese crimen, ni quiero imaginármelo: mi madre, que era muy anciana, difícilmente habrá sobrevivido a ese dolor, y no sé qué habrá sido de mi cuñada —hermana de García Lorca— ni de los chicos. La muerte de Federico, que era para mí como mi hermano, ha sido otro tremendo dolor para mí, y la previsible ruina de su familia que, en cierto modo, era la mía. […] Pasará mucho tiempo antes de que yo sea capaz de trabajar con alguna coherencia en las cosas que antes me interesaban. Me voy sintiendo incapaz de concentrarme, incapaz de coordinar coherentemente dos ideas o de escribir veinte palabras. Esas pocas páginas de Hora de España, que Vd. enjuicia tan benévolamente. Me han costado un verdadero suplicio. Montesinos, sin embargo, y a pesar de su fidelidad a la Republica, que resulto no ser lo que él había imaginado que podía ser, era una persona de talante liberal que defendió siempre el pabellón del espíritu liberal, alejado de los extremismos ideológicos, tal y como, cuando el macartismo quiso imponer su ley en las universidades usamericanas, exigiendo una declaración explícita a los profesores de no ser ni pertenecer a ninguna organización comunista, escribió estas clarividente palabras, perfectamente aplicables a una situación como la nuestra actual en que un macartismo de izquierdas aspira a controlar todos los poderes de la sociedad: ¿1950? Esta gente ha perdido totalmente la cabeza. No saben ya lo que hacen, ni lo que dicen, n o que quieren ni lo que no quieren. Imagínese qué se les ha ocurrido ahora, en esta Universidad de California, tibiamente liberal, y tan conformista que da cierta risa considerar el caso; se les ha ocurrido, digo, exigir a los profesores y empleados un juramento de que no son comunistas, y con ese motivo hay, desde hace un año, mares como montañas. Hasta ahora nos han excluido de este lío a los extranjeros, no sé si por pudor o por otra causa. […] Usted conoce mejor que nadie mis sentimientos; nadie menos comunista que yo, por razones que se le alcanzan a cualquiera. […] Estoy sobremanera irritado con esta manía moderna de inutilizar lo poco que del pensamiento liberal queda en el mundo, por ese procedimiento e polarización con el que no transijo ni un día más: ni a ser comunista por no ser fascista, ni a ser fascista por no ser comunista. Si me echan, me iré […], pero prefiero volver al hambre a participar de esta idiotez general que explotan unos cuantos ricachos idiotas, algunos políticos sinvergüenzas y todos los periodistas, que son uno y lo otro. 

          Resulta chocante, para quienes desconocíamos la biografía de ambos corresponsales, los niveles extremos de necesidad que llegó a afrontar Montesinos, y, por supuesto, las limitaciones de disponibilidad de tiempo, etc., de la que ambos se quejan. Bataillon, por su condición de padre de familia numerosa: Me resulta ca vez más claro que los clérigos [clercs, en francés, y vale por intelectuales. Dos años antes, en 1927, Julien Benda había publicado su famoso ensayo La Traison des Clercs] no pueden serlo realmente si no son solteros. Es incalculable el tiempo que se gasta con los chicos y , más tarde,  (1931) Vd. no sabe lo que es tener tres hijos —y cuatro el otoño que viene—. Soy padre de verdad, lo cual trae consigo muchas felicidades pero supone una pérdida de tiempo enorme. Las tareas de la Universidad, los exámenes son otros modos de perder tiempo. Pero lo sorprendente es la tímida petición de una ayuda en metálico a cuenta de un ingreso futuro que le plantea Montesinos a Bataillon, y que imagino este atendería con sumo gusto, porque, aun ejercido a modesta escala, el mecenazgo para con los artistas depara una satisfacción tan profunda como difícil de explicar: Creo que las cosas comienzan a arreglarse un poco y empiezo a ver tierra. La editorial Losada me ofrece la traducción de un libro de Vossler, Geist und Kultur. […] De otra parte, mis crasos compatriotas comienzan a ocuparse un poco de mí, al menos teóricamente. Hay una vagas promesas de ayuda Ya veremos. […] Ahora que, por lo menos, lo de la traducción es dinero seguro, me atrevo a preguntarle si le sería posible adelantarme sobre ella algunos francos. ¡Cómo contrastan estas situaciones personales con las generosas ayudas sectarias que riegan hoy los diferentes ámbitos culturales a los paniaguados de turno! Resulta hiriente, retrospectivamente, que personalidades tan destacadas del Hispanismo hayan tenido que pasar por tantas dificultades, incluso las muy primitivas de la insuficiencia económica. Particularmente, me ha intrigado mucho, cuando se queja a Bataillon de las «bajas» de ilustres españoles como Salinas y otros, la mención que desliza Montesinos acerca de un desencuentro, que ignoraba completamente,  con el poeta y catedrático:  Ya sabrá de la muerte del pobre Salinas. Aunque su conducta para conmigo no tuvo nada de ejemplar. Será cuestión de indagar en las raíces de ese deterioro, pero no era algo infrecuente, como lo explicita la enemiga que sufrió Juan José Domenchina de parte de León Felipe, el poeta de tono y timbre bíblico-revolucionario.

          Aunque son pocas las cartas de Bataillon, apreciamos en todas ellas la solidaridad y fraternidad —el erudito francés habla de la sodalitas valdesiana, refiriéndose a la suerte e sociedad secreta en la que ambos militaban— de un erudito cercano políticamente a las posiciones de Montesinos, de ahí que recibiera alborozado la proclamación de la República: (1931) Excuso decirle con qué alegría he saludad la República española; me refiero sobre todo al triunfo que suponen los recientes acontecimientos para los hombres que, desde hace treinta y tantos años, vienen forjando la España nueva.  Si Vd. tiene ocasión de ver a Américo Castro en Berlín, dele de mi parte un abrazo, con el más cariñoso parabién. Recordemos que son estrechos los vínculos de Bataillon con nuestro país, porque, del mismo modo que el joven Montesinos pasa una década como estudiante en Hamburgo, Bataillon estudio en su juventud en España y en Portugal, habiendo definido ya su futuro como Hispanista. A los intelectores de esta breve presentación de un libro tan interesante les llamarán la atención las frecuentes interpelaciones de ambos corresponsales sobre los estudios que ambos se traen entre manos, y cómo comparten incluso detalles minúsculos que la IA, hoy, resuelve en un periquete, por cierto: (1931) Querido Montesinos, tropiezo en un texto de Tirso de Molina (Santo y Sastre) con una dificultad que para Vd., tan acostumbrado a los chistes del teatro Antiguo, probablemente no lo será. Dice el gracioso Pendón a Dorotea: …tienes tantas pretensiones / que cada cual me empapela / como a muchacha de escuela / que va a vender cobertores. ¿Cómo entiende Vd. empapelar tratándose de una muchacha de escuela? Y ¿de qué cobertores se trata?  El ChatGPT, hoy, le hubiera dado una respuesta acertada. La idea general sería algo así como: «Eres tan pretenciosa, que todo el mundo me critica y se burla de mí, como si fuera una muchachita ingenua que se pone a vender mantas». O, en la versión moderna: «Tienes tantas ínfulas que por tu culpa todo el mundo se ríe de mí, como si fuera una niña tonta haciendo algo ridículo».

          En fin, quede aquí bien expresada mi admiración hacia todos los estudiosos que, al margen del reconocimiento social y el bienestar económico, solo por un insorbornable amor al arte, al pensamiento, a la cultura, dedican su vida a facilitarnos el conocimiento de nuestro riquísimo pasado cultural. Modestamente, también me he ejercitado en esos menesteres, con a edición crítica que hice de la Carta de Paracuellos, de Tomás Antonio Sánchez, ¡otro erudito, por cierto!, y de la que dejé recuerdo en este mismo Diario.