miércoles, 3 de septiembre de 2025

«Dels acadèmics», de Agustín de Hipona, entre la retórica y la dialéctica.


Los escarceos argumentativos de San Agustín en su ardorosa búsqueda de la sabiduría y la verdad.

          La verdad, no sé qué hace un ignorante metido en estas enjundiosas lecturas, sino tratar de esquilar el abundante pelo de la dehesa y acercarse a la complejidad del mundo intelectual con el respeto debido y la escasez de entendimiento propia del escarmentado en obras casi siempre a trasmano de cualquier interés lector de mis próximos y de mis léjimos. Por eso vengo aquí a dejar constancia de ese trato breve, pero intenso, con una luminaria del pensamiento, de la teología y de la psicología del yo tan potente como el obispo de Hipona.

          Este Dels acadèmics, de la editorial Bernat Metge, usualmente titulado en castellano Contra los académicos, que parece más fiel a la esencia del texto, es una obra relativamente temprana en la bibliografía de San Agustín, y quince años anterior a sus célebres Confesiones, un libro capital en la historia de Occidente. Camino de dejar atrás su dedicación retórica, Agustín quiso reflexionar sobre los límites del saber y la búsqueda de la verdad, acaso alarmado por la extensión de un escepticismo que negaba que fueran posibles ambas cosas: llegar a la sabiduría y conocer la verdad. Su empeño dialéctico consistirá, pues, en luchar contra esas dos aserciones y proclamar que la única verdad concebible es la que nos proporciona la doctrina de Cristo.

          A través de un género que conocerá muchos años de gloria en Europa siglos después de haber sido un pilar del pensamiento grecolatino, el Diálogo, Agustín reúne a varios contertulios,  Trigecio, Licencio y Alipio, para dialogar con ellos sobre asuntos tan espinosos como los señalados ut supra, si bien, como nos señala Andrés Covarrubias en su estudio sobre esta obra, San Agustín utilizó sus conocimientos de retórica para articular un texto que respondía a un plan muy preciso de refutación del escepticismo que él vincula al libro perdido de Cicerón, Hortensio —una invitación a dedicarse al más noble de los saberes, la filosofía—, y de persuasión de sus interlocutores. A ello se debe la estructura del diálogo en las partes clásicas del discurso: el exordio, la narratio, la refutatio, la argumentatio, la confirmatio y probatio, la conclusio, si bien, a la hora de las conclusiones, Agustín margina el diálogo y escoge el modo de la perpetua oratione para fijar con fidelidad su pensamiento respecto de todo lo habado, cuyos meandros, los típicos del Diálogo como género, podrían entorpecer la percepción de su postura final sobre la materia tratada.

          Como señala el traductor y prologuista, Josep Batalla: Als dinou anys havia llegit el Hortensius de Ciceró. L’escrit, una invitació a l’estudi de la filosofia, l’impressionà tant que decidí de dedicar-s’hi. El mismo Batalla nos señala con total claridad cuál es el tema central del libro: Els llatins coneixien prou bé el significat del mot grec φιλοσοφία i l’etimologia els inclinava a distingir clarament entre el sapiens, σοφός , i el studiosus sapientiae, φιλόσοφος . El savi coneixia la saviesa; el qui maldava o delejava per ésser-ho, el studiosus o el cupidus sapientiae, només la desitjava. La distinció serà fonamental en l’argumentació del diàleg- ¿És possible que el filòsof esdevingui un sapiens, un coneixedor de la veritat, o bé s’ha de contentar a ésser un studiosus sapientiae, un conscienciós recercador de la veritat que ell mai no atenyerà? Aquest serà el gran tema per debatre.

          El libro se abre con una declaración cuya validez no sé si ha caducado, a la vista de cómo están fracasando los planes educativos, a tenor de los tristes y paupérrimos resultados que arrojan, respecto de las capacidades de nuestros escolares. De mi sé decir que, siendo un estudiantón más corto de luces que un topo, no desdeñé en ningún momento, a partir de los quince años, la frecuentación de la filosofía, con un provecho tan minúsculo como potente devino la afición al enrevesamiento de los discursos donde no parecía verse nunca la claridad que siempre se suele pregonar de las ideas y del proceso argumentativo, acaso cumpliendo el aserto de Agustín: les gran qüestions acostumen a engrandir els petits que les investiguen. Más adelante, tampoco fue un consuelo que Adorno se quejara de que, leyendo a Hegel, no se enteraba de la misa la media… Estoy por afirmar que he hallado más placer lector en ciertos tratados filosóficos que en obras cumbre de la literatura, pero, en todo caso, lo que defiende Agustín es que  la peculiaritat de la filosofia és tal, que cap edat no pot queixar-se de quedar exclosa del seu si. No tarda en revelar que, como innovación muy curiosa,  ha usado los servicios de un auxiliar para transcribir los diálogos, de tal modo que la obra pudiera ser fiel a los rumbos caprichosos de la reflexión. Ese auxiliar no es otro que un taquígrafo: Servint-me, doncs, d’un estenògraf, a fi que «la ventada no esbarriés la nostra tasca, no vaig deixar escapar res». Como perfectamente se nos explica en oportuna nota a pie de página: : El notarius era un escrivent, capaç de prendre notes ràpidament; era, doncs un σημειογράφος o un  ταχυγρφος. De hecho, como nos dice en el diálogo: No hi ha guardià dels pensaments més infidel que la memòria.

          Este diálogo ha de leerse como lo que en realidad es: una profesión de amor al pensamiento, al razonamiento y a las virtudes de la reflexión, si guiada por la dialéctica, herramienta privilegiada para acercarse a cualquier desafío intelectual que se nos presente. Lo dice clara y reiteradamente en el texto: La dialètica m’ha ensenyat que una vegada aconseguit l’acord sobre allò que descriuen els mots, s’ha de evitar discutir sobre els mots; afirmación que se condice con la descripción que hace Agustin del sabio: cal que el savi sigui un investigador de realitats i no pas un artesà de mots. De ahí que el proceso del razonamiento exija el cumplimiento de ciertas normas que permitan entenderse, una «técnica» del uso de la lógica que nos permita detectar, justamente, cuantos engaños nos pretenden colar por verdades esos «artesanos de las palabras» de los que habla Agustín: Pel que fa als raonaments capciosos i sofístics, hi ha una regla breu: si es basen en concessions mal fetes, cal revisar el que hom a concedit; si la conclusió mescla veritats i falsedats, cal retenir l’intel·ligible i abandonar l’incomprensible.

          En una época en la que el principio de autoridad era condición sine qua non para defender ciertos postulados, Agustín recurre al filósofo que mejor le permitirá acercarse, más tarde,  a la conciliación de la fe y la filosofía, Platón, para defender el método dialéctico y asimilarlo, de hecho, a la auténtica sabiduría: Plató ho sotmeté tot a la dialèctica la qual, conjuminant i valorant tots els elements, és la mateixa saviesa, o si més no n’és la condició indispensable. Però això diem que Plató la convertí en la disciplina filosòfica perfecta. [...] Per al meu propòsit n’hi ha prou que Plato hagués cregut que hi havia dos mons: un d’intel·ligible habitat per la mateixa veritat, i aquest altre de sensible que s’ens fa manifest als sentits de la vista i del tacte. El primer és ver, el segon versemblant i fet a imatge d’ell; des del primer, la veritat llueix i resplendeix serenament en l’ànima que es coneix a si mateixa; des del segon, en l’esperit dels insensats no es pot generar ciència sinó només opinió. Però de tot allò que en aquest món es fa per impuls de les virtuts que Plató anomenava «socials», semblants a les altres veritables virtuts conegudes només per uns pocs savis, tant sols podem dir que és versemblant. Aún estamos en aquella etapa de la vida de Agustín en que la mente, y no el alma, define, en esencia a la persona: El millor en l’home no és res mes que aquella part de l’esperit a la qual s’han de sotmetre totes les altres que hi ha en l’home. I a fi que no em demanis cap més definició, podem anomenar ment o raó aquesta part. De aquí a la definición de la sabiduría que se propone como meta el dialogo hay un solo paso, este: La saviesa és el recte camí de la vida; redefinida, poco después, de esta manera la saviesa és el recte camí qie duu a la veritat. Ahora bien, Agustín no se llama a engaño y, conociendo de primera mano los muchos artificios que el lenguaje puede construir para dar el clásico gato por liebre, del pseudoconocimiento sofístico, reconoce, humildemente, las limitaciones de la propia filosofía:  No sé com, però quan aquesta noció [la de sabiduría] salpa del port de la nostra ment, i desplega les veles de les paraules, a l’instant li arriben els innombrables naufragis dels malentesos. Y a través de este temor enlazamos con la distinción de Platón entre los dos mundos, el de las ideas y el humano gobernado por los sentidos: según él, en el primero se gesta la verdad; en el segundo, las opiniones. Y a ella se refería el filósofo Gustavo Bueno, sin duda, cuando, en un programa televisivo con la presentadora Julia Otero, decía que las «opiniones» no tenían ningún valor, por su parcialidad y la falta de armazón teórico que la defienda para convertirla en tesis. «Si solo se tiene opinión, venía a decir Bueno,  más vale estar callado». Por eso Agustín insiste: La neciesa, fins i tot a parer dels necis, és una desgràcia. [...] La vida feliç és la que discorre d’acord amb la raó.

          Está claro que, además de complicar el contenido del libro con esta recensión caótica, Dels acadèmics sigue muchos caminos que yo omito para centrarme en lo que, a mi parecer, es la esencia del diálogo: la defensa del pensamiento en acción, esto es,  la filosofía, y su principal objetivo, al parecer de Agustín: buscar la verdad.  Entre els acadèmics i jo hi ha la següent diferència, que ells creuen probable que hom no pugui conèixer la veritat, mentre que jo, si bé encara no l’he descoberta, crec que el savi la pot descubrir; porque si hay algo que le parece monstruoso al obispo de Hipona es que, más allá de desconocer la sabiduría, el sabio no asienta ante ella, reconociéndola como verdaderamente existente. Ello se debe a que, para Agustín, la dialéctica, a través del ejercicio lógico de la razón, esdevé una acció purificadora, una exercitatio animi. Quizás debería haber reproducido en parte la fase del diálogo en que se pone en cuestión el «lugar» de la sabiduría, porque, a partir de Platón, el dualismo cuerpo-mente es una fuente constante de reflexión para el filósofo cristiano: ¿Els sentits corporals ajuden o destorben el qui reflexiona sobre la moral? [...] Crec que el be suprem de l’home radica en la ment. Però la nostra recerca gira ara entorn de la ciència. [...] Jo, toix i neci, tinc el dret de saber que el bé perfecte per a l’home, on rau la vida feliç, o és inexistent, o és en l’esperit, o en el cos, o en els dos.

          La síntesis no tarda en aparecer: La saviesa és la ciència de les coses humanes i divines.

          Me he permitido traducir —el señor Batalla me disculpe…— la conclusión del diálogo para general facilidad de cuentos lectores hayan podido no seguir con demasiado fluidez las citas de su excelente traducción:

«Ahora os diré brevemente mi resolución: sea cual sea la sabiduría humana, me doy cuenta de que todavía no la conozco; y si bien ya tengo treinta y tres años, no creo que tenga que esperar a alcanzarla un día. Desdeñando, pues, todo lo que los mortales consideran un bien, me he propuesto dedicarme a buscarla. Y como los argumentos de los académicos eran un gran estorbo para mi tarea, esta discusión me ha servido para armarme suficientemente contra ellos, al menos así lo pienso. Nadie duda de que existe una doble fuerza que nos impele a aprender: la autoridad y la razón. Lo que es yo, tengo la certeza de que nunca me apartaré en absoluto de la autoridad de Cristo, pues no encuentro ninguna más firme. En cuanto a lo que debemos alcanzar con la razón es más sutil, confío en que encontraré momentáneamente entre los platónicos lo que no repugne a nuestros sagrados misterios; porque mi estado de espíritu es tal que deseo ardientemente captar lo que es verdad, no sólo creyéndolo sino también entendiéndolo».

 

[Nota miscelánea: En el texto latino de la obra me he encontrado con una palabra samardocos, que el autor despachaba como voz de origen desconocido. ¡Menudo acicate para lanzar, en el acto, una mínima investigación! El resultado me ha llevado al vocablo latino sămardăcus, con el significado de estafador, embustero e impostor. El diccionario sostenía que la palabra bien pudiera provenir de la voz Samaria, lo cual vendría a señalar esa zona como una suerte de «cuna de embusteros», o algo así. De hecho, Agustín

Agustín parafrasea en el diálogo el cuento tradicional de los dos mensajeros que se encuentran, en una encrucijada, con un pastor que les indica que sigan una dirección. Uno de los viajeros la sigue y llega a su destino; el otro nunca llega, porque el pastor era un samardacus, en el texto de Agustín samardocos, esto es, un impostor...]

domingo, 3 de agosto de 2025

«Elogio del caminar», de David Le Breton, o la vida auténtica.

                                                         

                    

El caminar como forma de vida; el camino como piedra de toque.

 

          El antropólogo y sociólogo francés David Le Breton ha fijado su atención en un hecho humano cuya capacidad de definición podría llegar incluso a calificar la especie, si nos atenemos al ensayo de Gustavo Bueno, donde defiende el concepto de homo viator en justa correspondencia con la de homo ludens u homo ridens, por ejemplo, como una definición válida de la persona, atendiendo no solo a la realidad material del desplazamiento, sino a la metafórica de la vida como camino hacia el más allá. Veremos que Le Breton ha dedicado un capítulo de su libro precisamente al peregrinaje como una clase de caminata muy particular, usualmente de índole religiosa. Y Bueno dedica, en su ensayo un apartado a la elucidación del concepto «viaje», porque ni todos lo son ni todos son verdaderos, sino que existen los fingidos, los ficticios.

          Le Breton parte de una definición: Caminar es un método tranquilo de reencantamiento del tiempo y el espacio. Es un despojamiento provisional ocasionado por el contacto con un filón interior que se debe solo al estremecimiento del instante; implica un cierto estado de ánimo, una bienaventurada humildad ante el mundo, una indiferencia hacia la tecnología y los modernos medios de desplazamiento, que irá ampliando y matizando a lo largo de una exposición en la que aportará las opiniones de muchos autores relacionados con la actividad de caminar o que hayan reflexionado sobe ella, como Roland Barthes: «es posible que caminar sea mitológicamente el gesto más trivial y por lo tanto el más humano».

          Desde el punto de vista compositivo de la obra, el lector tiene la tentación de pensar que Le Breton ha tenido la suficiente humildad como para no interrumpir los testimonios copiosos de quienes perfilan con perspicacia y nitidez qué sea la experiencia de caminar y la pureza de un hecho que se ha de realizar en estricta soledad, porque, al parecer de Stevenson, del viajar en compañía, en pareja, por ejemplo, ya no podemos hablar de «caminar», sino de algo parecido a una «merienda campestre». «Puedo disfrutar del trato con los demás —confiesa Stevenson— en una habitación; pero al aire libre la naturaleza es compañía suficiente para mí.»

          Es cierto que lo más chocante del caminar, de las caminatas, del viajar a pie a través del paisaje, de por sí ya tan acotado y privatizado, es que nos parezca un anacronismo en un mundo en el que reina el hombre apresurado y que escoge como medio de locomoción artilugios totalmente opuestos a lo que en este libre se entiende por «viajar», si ello se hace a pie, enfrentado a la realidad física del territorio, con todo lo que ello tiene de reto para el caminante. Le Breton no habla de ello, claro, pero el «caminante» aislado es, también, una figura sospechosa, es «el extraño», el «levente», el «otro» y tiende a precavernos ante lo que podemos entender como una amenaza, contra nosotros o contra nuestros bienes. En la tradición usamericana, pero en también en la nuestra europea de siglos anteriores, el extranjero, el «forastero» no siempre es bien venido ni se espera nada bueno de quien, acaso, no tenga oficio ni beneficio y de quien nos puede venir un daño. Es raro que Le Breton no haya querido indagar en esa vertiente del caminar, pero hemos de entender que, con el título del libro, Elogio del caminar, la obra dedique su espacio a la loa de una actividad que se ha de realizar en términos de curación del espíritu y reencuentro con lo mejor de nuestra naturaleza.

          La visión beatífica del caminar la concentra el autor en una serie de consideraciones idealizadoras que nos proponen afrontar el hecho de caminar más como una terapia psicológica que como un viaje singular en estos tiempos de la mecanización: Dar el primer paso es sinónimo de cambiar de existencia por un tiempo más o menos largo. Esa aspiración moderna de luchar contra la despersonalización que suponen unas vidas demasiado previsibles y en las que la lucha por la vida en modo alguno implica ya ni el desplazamiento habitual ni el caminar de un sitio para otro donde uno pueda hallar ese difícil pan nuestro de cada día. En tiempos de duro anonimato —y descollar en las redes sociales no obedece sino a ese sino: ampliar el círculo de quienes nos conozcan e incluso nos admiren—, de propensión al trauma y al trastorno, el hecho de caminar es incluso contemplado como un acto de rebeldía que nos acerca, como quieren los exoayudantes, a «la mejor versión de nosotros mismos»:  El caminante es un hombre disponible que no tiene que rendir cuentas a nadie; es el hombre de la ocasión, de lo oportuno, el artista del tiempo que pasa, un vagabundo de las circunstancias que se aprovisiona de descubrimientos a lo largo del camino. La metáfora de la vida como camino, que lleva, en su más alta expresión a la identificación de la instancia religiosa con él: «Yo soy el camino, la verdad y la vida», no solo implica una dimensión espiritual, sino, fundamentalmente, física:  Caminar reduce la inmensidad de mundo a las proporciones del cuerpo. […] Como todas las empresas humanas, incluso la de pensar, caminar es una actividad corporal, pero implica más que ninguna otra la respiración, el cansancio, la voluntad, el coraje ante la dureza de a ruta o la incertidumbre de la llegada. Y de ahí que el autor dedique un generoso espacio no solo a las adversidades del camino, sino a la impedimenta necesaria para afrontar la marcha. Pero, sobre todo, le preocupa la dimensión «íntima» de tan compeja actividad: Caminar es un modo de conocimiento que recuerda el significado y precio de las cosas, un rodeo fructífero para reencontrar el goce del acontecer. […] Las percepciones sensoriales se limpian de su rutina, se inventan otro uso del mundo. «Rutina», ese es el enemigo contra el que lucha el caminante cuando se echa al camino, en cualquier dirección y con cualquier intención, aunque sea la religiosa. Recordemos que «hacer el camino» es la expresión que sustituye, desde hace mucho, el antiquísimo «peregrinar a Compostela», de acuerdo con esa visión secular que va apoderándose de las tradiciones religiosas seculares para resignificarlas y hacerlas suyas.

          Si tenemos en cuenta que el caminante ha de caminar solo, si nos ceñimos a la definición del caminar que en este volumen se defiende, no tardamos en enfrentarnos con una de las grandes revelaciones del acto de caminar: «el silencio», definido por Le Breton como el fondo del que debe nutrirse quien camina a solas. Como bien añade, poco después,  el paisaje no está conformado únicamente por lo que el hombre ve, sino también por lo que el hombre oye, y esa sí que es una gran experiencia para quien se lanza al camino, como antiguamente se lanzaba uno a la aventura: El silencio compartido es una figura de la simplicidad, que prolonga la inmersión en la serenidad del espacio. Y, propiamente, no es tanto hablar del silencio como la total ausencia de sonidos, sino de la emergencia para nuestra audición de otros sonidos inusuales o irreconocibles: los animales, el viento atravesando las ramas de los árboles, cualquier crujido propio de la tierra viva por la que atravesamos. Como dice  el autor: la experiencia de caminar descentra el yo y restituye el mundo, inscribiendo así de pleno al ser humano en unos límites que le recuerdan su fragilidad a la vez que su fuerza. Recordemos que un mundo tranquilo y silencioso acaba por convertirse en un mundo inquietante en el que se sienten perdidos todos aquellos que están acostumbrados al ruido, por eso el hecho de caminar activamente se convierte en una suete de metamorfosis del individuo: el camino nos transforma.  O como dice Le Breton a modo de conclusión: No se hace un viaje; el viaje nos hace y nos deshace, nos inventa.

          El libro está lleno de testimonios que nos hablan no solo de los placeres del camino, sino, también, de las adversidades innúmeras sufridas por los caminantes vocacionales y casi profesionales, como recuerda  Alain Borer, quien  cuenta que ni los mulos ni los camellos hacían más de una vez en su vida el trayecto de Harar a la costa: morían durante el camino o eran abatidos al llegar por la dureza del esfuerzo. Rimbaud recorrerá a pie este itinerario una quincena de veces, en las peores condiciones. Él, que se soñaba un «peatón, nada más», pierde la pierna debido a estas marchas agotadoras y a un compromiso con el mundo que sus poemas no permiten apenas presagiar.

          El libro dedica espacio a gestas, porque así han de considerarse, como la de algunos caminantes que quisieron descubrir lugares inexplorados en el continente africano o atravesar parajes inaccesibles como en el Himalaya. Usualmente europeos y usamericanos, pero no solo ellos, sino que también nos habla de la tradición oriental, como Bashō, el poeta japonés que renuncio a la vida social y recorrió a pie todo el país, buscando inspiración para sus haikus. También se nos refiere la predilección por el caminar de autores como Rousseau o Kierkegaard, de quien se nos recuerda una excelente máxima: «Mis pensamientos más fecundos los he tenido mientras caminaba, y jamás he encontrado un pensamiento demasiado pesado que el caminar no pudiera ahuyentar».

          Estamos tan acostumbrados a la propaganda de las botas «adecuadas» para caminar que no me resisto a reseñar la experimentada opinión de un autor cuya obra cobra actualidad año tras año, Víctor Segalen, arqueólogo que realizó varias expediciones en China y acerbo crítico del conceto de «exotismo». Su reivindicación de la sandalia como calzado indispensable del caminante me ha hecho pensar en los corredores tarahumara, indios mejicanos, habituados a correr larguísimas distancias con unas snadalias que, a un corredor de maratones como yo, un fondista fondón, me mete escaloríos en el cuerpo por las lesiones que me ausarían, acostumbrado como estoy a la mullida amortiguación de las zapatillas que me preservan, sobre todo, el tendón de Aquiles, el sóleo y los gemelos:  La sandalia es, para las plantas de los pies, así como para todo el peso del cuerpo, un auxilio igual que el que aporta el bastón a la palma de la mano y al equilibrio de los riñones. Es el único calzado posible del caminante en campo abierto, y el resumen del zapato: una fina capa que se interpone entre el suelo y el cuerpo que pesa y vive […]; gracias a ella, el pie no sufre y, sin embargo, siente la experiencia delicada del terreno. Gracias a ella, y a diferencia de cualquier otro tipo de calzado, el pie se expande y se estira, y separa bien los dedos. El gordo trabaja por su cuenta, y los demás se abren en abanico. Doy fe, sin embargo, porque, siguiendo la moda que se impuso de correr con zapatillas minimalistas, hubo un tiempo en que acababa los entrenamientos corriendo descalzo por la pista mullida de hockey hierba, de que la sensación de contacto del pie desnudo con el firme, cual sea, es otra dimensión de la locomoción, por supuesto.

          Tal y como vivimos en este siglo XXI, las ciudades abarrotadas y el campo despoblado, el libro no podía dejar de prestar atención a esa variante urbanita del caminante a campo traviesa: el flâneur. El concepto, nacido en la lengua francesa ya en el siglo XVI, se convirtió, a partir del momento en que Baudelaire se apropio de él, en una de las señales características del observador ciudadano, muy opuesto al simple «mirón», sin connotación sexual. A principios del siglo XX Walter Benjamin se encargaría de articular toda una teoría alrededor de ese concepto como símbolo de la modernidad. Y hoy es una figura fácilmente reconocible en nuestras ciudades, porque a él se asocia una connotación cultural indudable. De hecho, podemos rastrear una cierta base identitaria entre el snob inglés, el dandy y el flâneur. «El observador —dice Baudelaire— es un príncipe que disfruta en todas partes de su incógnito». El flâneur es un sociólogo diletante, pero también es en potencia un novelista, un periodista, un político, un cazador de anécdotas. Benjamin dice de él que «va a hacer botánica al asfalto».

Que la ciudad es territorio de caza visual, sonora y moral,  y laboratorio donde el flâneur obtiene piezas que alimentan su archivo y nutre sus futuras conversaciones, está fuera de duda. No solo en la naturaleza el caminante puede descubrirse a si mismo y reconciliarse consigo, aunque sea un espacio privilegiado. La urbe requiere otra mirada, por supuesto, pero incluso en su interior podemos llegar a dejarnos impresionar por un silencio extraño, como es el del ensimismamiento, lo cual parece contradecirse con la extrema atención que el flâneur presta a su entorno; pero la predisposición interior serenísima frente a bullicio, el ruido, las prisas, los humos, frente a las agresiones, en suma, propias de la ciudad, permite al flâneur evitar el desmoronamiento y la desesperación:¡cuánto tiene de alma insobornablemente solitaria el flâneur entre la multitud!

Con los caminantes a campo traviesa comparte, sin duda, el flâneur la bendición del caminar que resume Le Breton: El caminar desnuda, despoja, invita a pensar el mundo al aire libre de las cosas y recuerda al hombre la humildad y la belleza de su condición. El caminante es hoy el peregrino de una espiritualidad personal, y su camino le procura recogimiento, humildad, paciencia; es una forma ambulatoria de plegaria, librada sin restricciones al genius locis, a la inmensidad del mundo alrededor de uno mismo.


                    


lunes, 28 de julio de 2025

«Historia de la guerra del Peloponeso», de Tucídides. Un hito historiográfico.

       



¡Qué vigentes, aún, los planteamientos sociales, políticos, militares y diplomáticos de una de las grandes guerras de Occidente!

 

          ¡Qué envidia me ha producido siempre mi amigo Rafael Carrera cuando me daba noticia, en nuestros siempre interesantes encuentros, de su lectura, en el griego original, de la obra de Tucídides! Y un buen día me regaló la edición de Alianza Editorial de la Historia de la guerra del Peloponeso, si bien me hizo una sugerencia que, por supuesto, no he seguido: «no leas la crónica de los acontecimientos propiamente dicha, porque Tucídides se detiene incluso en lo más irrelevante de los infinitos lugares en los que transcurre su Historia, y acabarás hecho un lío. Lee los discursos, que es lo que tiene más miga del libro y, además, están transcritos en cursiva, por lo que es fácil localizarlos». Debe conocerme bien, mi amigo Rafael, porque semejante invitación lo era, en realidad, para que me metiera entre pecho y espalda las 829 páginas del volumen, como así lo he hecho.

          Y sí, confieso que la dinámica de las batallas —terrestres y marítimas—, tomas de ciudades, asedios y otros pormenores bélicos en el contexto de tantos pueblos, reinos y ciudades-estado exige una disposición lectora receptiva que obliga a la consulta cartográfica, cronológica, étnica y política si se quiere consolidar un conocimiento auténtico sobre lo historiado por Tucídides. Me apresuro a revelar que no he hecho tal lectura, salvo la consulta de algunas localizaciones que los mapas del libro facilitan y la lectura en la Wikipedia de algunas biografías muy pertinentes, sobre todo las pertenecientes a los generales o políticos en boca de quienes pone Tucídides unos discursos que son, tenía razón mi amigo Rafael, de lo mejorcito del libro, y de los que he extractado no pocos razonamientos de sorprendente actualidad. La eclosión de la Razón en Grecia sí que puede considerarse como el gran milagro de la especie humana, más allá del descubrimiento del fuego, de la invención de la rueda y de la escritura, porque la sutileza argumental de aquella gente, más allá del rococó, digámoslo así, de los sofistas es una obra de arte que no nace ex nihilo, sino de los famosos presocráticos, entre los que Heráclito siempre ha ocupado un lugar de excepción en mi interés, y considero el libro que le dedicó Rodolfo Mondolfo uno de los más preciados de muestra biblioteca.

          Aunque está al final de la obra, en el libro séptimo, muy poco antes de que emerja, en el octavo,  con una capacidad de seducción sin rival la figura de Alcibíades, he seleccionado unos fragmentos en los que el lector de esta entrada del Diario puede verificar la complejidad de los pueblos que tomaron parte en esa guerra que se extendió durante veintisiete años, y en la que Tucídides combatió, pues representa al historiador que recoge testimonios orales de los participantes en la guerra para escribir su obra, lo cual no impide que su afán documentalista sea traicionado cada vez que haga falta, sobre todo en los discursos que, como señala el traductor y prologuista Antonio Guzmán Guerra, no reproducen literalmente las ipsissima verba, pronunciadas en cada ocasión, sino el espíritu de lo que en cada momento se dijo. Pero ya volveremos sobre el método tan novedoso como empírico con que escribe Tucídides su historia. Ahora de lo que se trata es de ofrecer esa pequeña muestra de la barahúnda de pueblos, alianzas y servidumbres que se dan cita, al menos en la última parte de la guerra [y léase transversalmente, por favor, a modo de cata]:

Entre los pueblos sometidos y obligados a tributo eran de Eubea los eretrieos, calcídeos, estureos y caristios; de las islas procedían los ceios, andrios y tenios; de Jonia los milesios, samios y quiotas. De entre estos últimos, los quiotas no estaban obligados a tributo, sino que les acompañaban como aliados autónomos, obligados a proporcionarles naves. Estos pueblos eran todos o casi todos jonios y descendientes de los atenienses, excepto los caristios (que son dríopes). Se trataba de pueblos que eran vasallos y estaban obligados a acompañarlos, y al menos eran jonios que iban contra unos dorios. A ellos se añadieron también algunos eolios; los de Metimna, que aun no sometidos al pago de tributos debían aportar naves; los tenedios y los enios, que sí eran tributarios. Estos, qu3e eran eolios, se vieron obligados a luchar contra otros eolios, a saber los beocios, sus fundadores, que se hallaban de parte de los siracusanos. Los plateenses, por su parte, fueron los únicos beocios que empuñaron las armas abiertamente contra los beocios, y no sin fundamento, debido a su odio. En cuanto a los rodios y a los citerenses (que eran dorios unos y otros), los citerenses, que eran colonos de los lacedemonios, empuñaron las armas junto a los atenienses contra los lacedemonios de Gilipo, mientras que los rodios, que eran de estirpe argiva, se veían obligados a combatir contra los siracusanos (que también eran dorios) y contra los de Gela, que eran colonos suyos y participaban en la guerra al lado de los siracusanos. De entre los que habitaban las islas en torno al Peloponeso, los cefalenios y zacintios acompañaron la expedición ateniense en calidad de aliados autónomos, aunque en realidad fue a causa de que eran isleños, siendo los atenienses dueños del mar. Y los corcirenses, que eran no solo dorios sino claramente corintios, marcharon contra los corintios y siracusanos, siendo colonos de unos y parientes de los otros; formalmente lo hicieron obligados a ello, pero en realidad y no en menor medida por odio contra los corintios. También acudieron a participar en la guerra los que ahora se llaman mesenios, viniendo desde Naupacto y desde Pilos, que entonces estaba en oder de los atenienses. Además, unos pocos desterrados megarenses, a causa de su infortunio, se enfrentaron a los selinuntios, que a su ve también son megarenses. […] De entre los italiotas participaron en la expedición los turios y metapontinos, que se vieron contreñidos a hacerlo a resultas de las luchas internas en que por entonces estaban envueltos. Entre los siciliotas, los naxios y los cataninses, y de los bárbaros, los egestenses (que fueron precisamente quienes los hicieron venir), así como la mayor parte de los siculos. […] De entre los bárbaros, solo lo hicieron los sículos, que no se pasaron a los atenienses. En cuanto a los griegos de fuera de Sicilia, acudieron los lacedemonios, que proporcionaron un comandante espartano, así como un contingente de hilotas y neodamodes [el termino neodamodes significa «ser ya libre»; también los corintios que fueron los únicos que aqcudieron con anves y tropas de infantería, así como los leucadios y ampraciotas, por razón de su afinidad ética. Como se advierte, lo de las coaliciones Frankestein no es nada nuevo bajo el sol…

          Tucídides responde al concepto de historiador moderno, en el sentido de que desliga la narración histórica de la narración mitológica y se afana en construir su relato con testimonios y la experiencia de haber participado en algunos hechos de los narrados. Su propósito se atiene al objetivo, manifiesto en su propia obra de ir al fondo de la cuestión, a las causas del enfrentamiento entre Atenas y Esparta. No ignora sus limitaciones, ni la de los testimonios que pueda recabar, claro está. Como nos dice Guzmán Guerra:  Se trata de la antítesis constantemente empleada por Tucídides entre el lógos y los érga, es decir, de un lado están «las palabras, los discursos, lo  que se dice, y en otro orden de cosas bien distinto «las acciones, la realidad, los hechos». Decía que el autor es consciente de la relatividad verídica de los testimonios, y así lo dice expresamente: Tales fueron, en lo que he podido averiguar, los acontecimientos antiguos, dominio en el que es imposible dar crédito a cada uno de los testimonios sin distinción, pues los hombres aceptan unos de otros sin mayores indagaciones las noticias de sucesos ocurridos hace tiempo, incluso tratándose de su propio país. […] Tan carente de interés es para la mayoría el esforzarse por la búsqueda de la verdad, y tan fácilmente se vuelven a lo que se les da hecho. De ahí que historiadores anteriores, como Heródoto, caigan en el grupo de los que denomina logógrafos, quienes buscaban más agradar a la audiencia que la auténtica verdad. Y por eso se reivindica como portavoz de la fidelidad a los hechos: Me bastará que juzguen útil mi obra cuantos deseen saber fielmente lo que ha ocurrido.

          En la medida en que los acontecimientos no involucran exclusivamente a lo que hoy denominaríamos «las grandes potencias», sino también a los países satélites bajo su influencia, la obra está llena de discursos de todo tipo, desde primerísimas figuras como Pericles, Nicias o Alcibíades pasando por todo tipo de emisarios que recogen las posturas de quienes han de hacer frente a situaciones de conflicto no deseado y en las que han de participar exponiéndose a una doble ira: la de los aliados y la de los enemigos, según cuál sea la decisión que tomen. Esos discursos, por lo tanto, pueden entenderse como una suerte de teoría política que nos ilustra a la perfección sobre lo que hoy llamaríamos, también, las «relaciones internacionales». Tengamos presente el del rey espartano Arquídamo, a propósito de la primera etapa de la larga guerra, en el que intento disuadir a su pueblo de lanzarse temerariamente a la guerra contra Atenas, el gran poder emergente de la zona: La guerra no es cosa d e armas, las más de las veces, sino de dinero, gracias al cual las armas son eficaces, y en especial a unos continentales frente a unos marinos.[Esta distinción señalas las capacidades bélicas de ambas potencias, unos en tierra y otros en el mar][…] Somos buenos consejeros porque nos educamos con demasiado rigor para despreciar las leyes, y con una educación demasiado severa para desobedecerlas […] y pensamos que los planes de nuestros vecinos son semejantes a los nuestros, y que las vicisitudes de la fortuna escapan a los cálculos de la razón. Siempre hacemos nuestros preparativos, de hecho, frente a unos enemigos que creemos que toman decisiones acertadas. Pues no hay que poner las esperanzas en que aquellos se van a equivocar, sino en que nosotros hayamos tomado precauciones seguras; y no se debe pensar que hay gran diferencia entre un hombre y otro hombre, sino que es más fuerte el que se educa en la mayor severidad. […] Y preparaos simultáneamente para la guerra. Pues esa es la mejor determinación que podréis tomar, y para los enemigos la más temible.  ¡Si solo alguna vez hubiera yo oído a un político español hablar así en la sede de la soberanía popular, qué otro conceto tendría de nuestra democracia, tan terriblemente degrada por el septenio de Pdr Snchz en el Poder!

          En aquella guerra que se libró en innumerables frentes, ha de entenderse que la motivación de los contendientes, cuales fueran, se identificaban, todas, en esta opinión de los emisarios lacedemonios: ] Es propio de hombres sensatos, si no son ultrajados, conservar la paz, y de hombres valerosos, cuando son ultrajados, luchar en vez de mantener la paz, y más tarde, al ser favorables las circunstancias, llegar a un acuerdo abandonando la guerra; y no engreírse por sus éxitos en la guerra, ni dejarse ultrajar por lo agradable que es la tranquilidad de la paz. Pero solo ellos defendían su posición frente a Atenas:  Toleramos que una ciudad se haya erigido en tirano, mientras que buscamos derrocar la tiranía de cada ciudad. Y no sabemos cómo este comportamiento puede estar al margen de una de las tres mayores desgracias: la estupidez, la molicie o la indiferencia. Y entre batallas y tratados se desenvuelve a lo largo de casi treinta años una reñida competencia entre lacedemonios y atenienses. Está claro que Tucídides, aunque busque la objetividad, no deja por ello de ser ateniense, de ahí que adquieran un relieve particular los discursos del gran estadista ateniense que incluso dio nombre a su siglo: Pericles. Todos saben, y no es necesario que yo lo recuerde, que la política y la oratoria estaban indisolublemente unidas y que, ¡lo que son las cosas!, en la Atenas del siglo V. a de C. hubieran sido expulsados del ejercicio político, ¡por incompetentes!, la casi totalidad de los políticos españoles en ejercicio actualmente. A través de Pericles, pues, Tucídides hace la loa de la gran nación enfrentada a Esparta, y escoge para ello el discurso de Pericles en elogio de los muertos en el primer año de guerra. Además de honrar a los caídos, Pericles defiende la singularidad ateniense en medio de sistemas autoritarios no democráticos, propios de sus vecinos, con quienes habrá de combatir a lo largo de esa guerra, que, al final, acabará convirtiéndose poco menos que en una guerra civil encubierta, cuando los oligarcas quieren acabar con el sistema democrático. Dice Pericles: Amamos la belleza con economía y amamos la sabiduría sin blandicie, y usamos la riqueza más como ocasión de obrar que como jactancia de palabra. […]Resumiendo: Afirmo que la ciudad toda es escuela de Grecia, y me paree que cada ciudadano de entre nosotros podría procurarse en los más variados aspectos una vida completísima con la mayor flexibilidad y encanto. Y que estas cosas no son jactancia retórica del momento actual sino la verdad de los hechos lo demuestra el poderío de la ciudad, el cual hemos conseguido a partir de este carácter. […] De los hombres ilustres tumba es la tierra toda y no solo la señala una inscripción sepulcral en su ciudad, sino que incluso en los países extraños pervive el recuerdo que, aun no escrito, está grabado en el alma de cada uno más que en algo material. […] La felicidad es haber alcanzado, como estos [los antepasados] la muerte más honrosa, o el más honroso dolor como vosotros y como aquellos a quienes la vida les calculó por igual el ser feliz y el morir. […] La pena no nace de verse privado uno de aquellas cosas buenas que uno no ha probado, sino cuando se ve despojado de algo a lo que estaba acostumbrado. Gran parte de la inmensa fama de Pericles radicaba, según Tucídides en que  Pericles no hablaba para agradar al pueblo buscando conseguir el poder mediante prácticas indignas, sino que gracias a la reputación que tenía llegaba incluso a oponerse a ellos, provocando su irritación. He aquí un ejemplo: A mi juicio, es más útil a los ciudadanos particulares el que la ciudad en su conjunto prospere que el que los ciudadanos prosperen como individuos pero que ella como comunidad decline. Pues un hombre a quien en lo suyo le va bien, si su patria se arruina, no en menor grado deja de perecer con ella; en cambio, si él es desafortunado en una ciudad próspera, podrá salvarse mucho mejor. […] Os irritáis de manera especial contra mí, que soy un hombre, creo, no inferior a nadie a la hora de saber lo que es necesario y explicarlo, un buen patriota, e inaccesible al soborno. […] La desgracia repentina, inesperada y que sucede más allá de todo cálculo esclaviza el entendimiento. […] Los hombres consideran igualmente justo culpar a quien por molicie queda por debajo de su propia fama y odiar a quien por su audacia aspira a una que no le corresponde. ¿Alguien, honestamente, cree capaz a ninguno de nuestros políticos —acaso con las nobles y muy notables excepciones de Alejandro Fernández y Cayetana Álvarez de Toledo—, habituales frecuentadores del *shitprop, la máxima degradación de la totalitaria «agitación y propaganda», de formular un pensamiento como ese de Pericles: La desgracia repentina, inesperada y que sucede más allá de todo cálculo esclaviza el entendimiento? En fin…

          La historia de la guerra del Peloponeso tiene diversos centros de interés que pueden acabar apasionando al lector, como a mí me ha ocurrido, y subnúcleos que aportan una visión descarnada de hechos colaterales o propiamente efetos directos de la contienda, y me refiero a la descripción de la epidemia de peste que asuela Atenas o la de los prisioneros de la guerra en Siracusa, una aventura militar perdida por haber sido sustituido Alcibíades del mando de la flota y haber ocupado Nicias su lugar.  La vívida descripción de los hechos logra conmover al lector, si bien Tucídides adopta un punto de vista objetivo y no pretende desarrollar estrategias narrativas para conseguir la empatía de los oyentes o lectores, porque estos últimos lo fueron, en aquellos años, en mínimo número, como es fácil de entender.

          La campaña de Siracusa es uno de esos puntos fuertes del relato histórico, pero no queda atrás lo que se ha estudiado como una «separata del libro», el llamado Diálogo de los melios, un encuentro entre melios y atenienses, escrito casi en forma teatral, y en el que se sustancian extremos políticos que mantienen hoy en día su pertinencia y validez. La situación es muy simple: Atenas ha decidido conquistar la isla de Melos y ofrece a sus gobernantes convertirse en aliados de Atenas sin necesidad de conquista alguna y el consecuente derramamiento de sangre. Los melios reclaman la neutralidad en la lucha de Atenas y Esparta. Atenas considera que aceptar eso daña su autoridad. Los melios, por otro lado, se niegan a capitular sin siquiera haber luchado. Veamos un fragmento de esa negociación y después hablamos del resultado final:

Melios: Lo sabemos igual que lo sabéis vosotros: en el cálculo humano, la justicia solo se plantea entre fuerzas iguales En caso contrario, los más fuertes hacen todo lo que está en su poder y los débiles ceden. […] ¿De modo que no aceptaríais que, siendo nosotros neutrales, fuéramos amigos en vez de enemigos vuestros, pero no aliados ni de unos ni de otros?

Atenienses: No. Porque no nos perjudica tanto vuestra declaración de hostilidad como vuestra amistad. A ojos de nuestros súbditos, esta se interpretará como prueba de debilidad, mientras que vuestro odio sería una prueba de nuestro poderío.

Melios: Pero nosotros sabemos que hay veces que los avatares de la guerra toman unos derroteros más inesperados de lo que cabría esperar según la disparidad numérica de cada bando. Además, para nosotros, ceder significa automáticamente la desesperación; en cambio, con la acción todavía siguen vivas las esperanzas de mantenernos en pie.

Atenienses: ¡La esperanza! Es un consuelo en el peligro: a los que recurren a ella desde una situación de abundancia, aunque les dañe no los arruina. En cabio, quienes arriesgan en ella todo cuanto tienen (y ella es pródiga de su natural) llegan a conocerla justo en el momento del fracaso, cuando ya no queda recurso para precaverse de ella, ahora que ya la conocen. […] Creemos que los dioses y los hombres (en el primer supuesto se trata de una opinión y en el segundo de una certeza) imperan siempre, en virtud de una ley natural, sobre aquellos a los que superan en poder. […] Y en cuanto a la opinión que tenéis sobre los lacedemonios (que a causa de su concepto del honor confiáis en que van a venir a socorreros), os felicitamos por vuestra inexperiencia del mal, pero no envidiamos vuestro simplismo. […] Quienes precisamente no ceden ante sus iguales, se comportan razonablemente con el más fuerte. y tratan al débil con moderación, son los que suelen prosperar.

          Y ahora, ya, podemos ofrecer la conclusión con las propias palabras de Tucídides, corolario de esta muestra de realismo político de primera magnitud: Los atenienses dieron muerte a todos los melios en edad adulta, redujeron a esclavitud a los niños y mujeres; y en cuanto al territorio, lo ocuparon ellos mismos, enviando más tarde quinientos colonos. Y es difícil no traer a colación el desastre humanitario que ha supuesto el empecinamiento de parte del pueblo palestino en unir tristemente su destino a la defensa del terrorismo de hamás frente a un enemigo tan poderoso, pero, ulemas tendrán que se lo expliquen, desde luego…

          En el libro de Tucídices hay otra línea historiográfica muy definica: la del enfrentamiento entre la oligarquía y la democracia, algo que, en el último libro acabará afectando a la propia Atenas, donde se librará una lucha entre ambas de la que se pueden extraer enseñanzas para nuestro presente. A modo de avance de lo que será esa última parte de la guerra del Peloponeso, Tucídides recoge lo que podría ser considerado como la primera guerra civil en el ámbito de la Helade: la guerra civil de los córciros, en una isla, Córcira, clave para las expediciones atenienses a Sicilia. Conviene retener, de esa narración, no solo la crudeza de los hechos, sino también las consecuencias políticas, aún útiles para nuestro presente:  Incluso las mujeres colaboraban con toda audacia, lanzando tejas desde las casas y haciendo frente al tumulto con un coraje superior a de su naturaleza. […] La muerte se instauró en mil formas diversas, y como ocurre de ordinario en situaciones parecidas, no hubo límite para nada, sino que aún se fue más lejos. En efecto, el padre mataba a su hijo, los suplicantes eran arrancados de los santuarios y junto a ellos recibían muerte, y algunos murieron incluso en el templo de Dioniso emparedados. […] Se modificó, incluso, en relación con los hechos, el significado habitual de las palabras, con tal de dar una justificación: la audacia irreflexiva pasaba por ser valiente lealtad al partido; una prudente cautela, cobardía enmascarada; la moderación, disfraz de cobardía; la inteligencia para comprender cualquier problema, una completa inercia. La precipitación impulsiva se contaba como cualidad viril; la circunspección al deliberar, como un pretexto para sustraerse a la acción. Los descontentos siempre eran considerados, dignos de crédito, y quienes se les oponían aparecían como sospechosos. Quien tenía éxito en tramar alguna intriga era un inteligente, y aún más agudo quien la sospechaba. […] Los lazos de sangre pasaron a ser menos sólidos que los de partido, pues en el ámbito de este se estaba más dispuesto a ser osado sin reserva alguna. ¡Qué bien entendemos, desde nuestro presente, veintiséis siglos después, eso de que los lazos de sangre pasaron a ser menos solidos que los de partido… Y solo hay que aducir las tradicionales reyertas en las mesas festivas de las Navidades, por ejemplo, con o sin los cuñados de rigor…

Capítulo aparte y digno de ser destacado es el que dedica Tucídides a la derrota ateniense en la conquista de Siracusa, porque su narración nos ofrece en detalle, y con toda la crudeza imaginable, lo que es la derrota de Atenas, habituada a los triunfos militares y a considerarse un imperio poco menos que indestructible. En el seno de esa narración, Tucídides está muy atento a su propio método histórico, porque desconfía de los datos que le llegan con excesiva parcialidad, junto a los muchos desconocidos que permitirían, caso de tenerlos, explicar mejor el desastre de la derrota. Lo importante para el lector actual es el magnífico nivel literario exhibido por Tucídides en ese doloroso capitulo del desastre y su corte de males sobrevenidos. Lo mejor es leerlo en sus propias palabras:  Los atenienses se precipitaron en una situación de gran confusión y dificultad, tal que no me resultó fácil informarme con detalle por unos ni por otros, de qué modo se desarrollaron los acontecimientos. Durante el día, en efecto, estos son más claros, y aun con todo y con eso los que asisten a ellos a duras penas conocen la situación en su conjunto, sino tan solo cada cual lo que le afecta mas de cerca; por tanto, en una batalla nocturna (y esta fue la única que se produjo en el curso de esta guerra entre dos grandes ejércitos) ¿cómo podría saber nadie nada con exactitud? […] Una buena parte del resto del ejército o acababa de subir a las Epípolas o estaba subiendo, de modo que los soldados no sabían adónde dirigirse. […] Por su parte, los atenienses se buscaban unos a otros y tomaban por enemigo a cualquiera que viniera de la parte opuesta, aunque se tratara de alguno de los suyos que se retiraba huyendo. Y como se pedían constantemente y todos a la vez la contraseña (dado que no disponían de otro medio para reconocerse), causaron una enorme confusión entre los suyos y dieron a conocer la contraseña al enemigo. En cambio no conocían la de los enemigos, dado que estos (vencedores y menos dispersos) se conocían mejor. […] Los soldados soportaban cada vez peor su permanencia allí, pues se vieron abrumados por las enfermedades debido a dos circunstancias: por hallarse en la situación del año en que las enfermedades atacan más a los hombres y porque el lugar en que estaban acampados era pantanoso e insano. […] En efecto, como los cadáveres no habían recibido sepultura, cuando alguien veía el de uno de sus compañeros tirado por tierra, quedaba preso de una mezcla de pena y de temor; mientras que los que quedaban abandonados vivos por estar heridos o enfermos, eran motivo de aflicción mayor para los supervivientes, y más desgraciados que los que habían muerto. Entregándose a súplicas y lamentos creaban grandes apuros; les pedían que los llevaran consigo, llamándoles a cada uno por su nombre cuando veían pasar a algún camarada o pariente. Se colgaban de sus compañeros de tienda cuando estos emprendían la marcha, y les seguían todo el tiempo que podían; y si a alguno le fallaban las fuerzas po su estado físico, quedaba abandonado no sin múltiples invocaciones a los dioses en medio de lamentos. En consecuencia, la totalidad del ejército se vio en un mar de lágrimas y en una situación de incertidumbre tal que no era fácil decidir la partida (aunque se trataba de salir de un territorio enemigo y después de haber sufrido y tener expectativas de sufrir en el incierto futuro desgracias más que dignas de lágrimas). Grande era el sentimiento de vergüenza y también de autocensura. Semejaban, en efecto, una ciudad expoliada que intentara poco a poco huir —ciudad, por cierto, nada pequeña, pues eran no menos de cuarenta mil hombres en total los que componían la marcha. De poco les valdría la entusiasta reflexión del estratego Nicias, quien no tardaría en ser ajusticiado, desde luego, algo que lamenta Tucídes, para quien Nicias representa el afán de la conquista de la virtud cívica:  Pensad que vosotros constituís de inmediato una ciudad donde quiera que os asentéis y que ninguna ciudad de Sicilia podría resistiros si a atacarais, ni podría desalojaros si os asentarais en cualquier parte. …] Una ciudad son sus hombres y no unos muros ni unas naves sin hombres. Como resume a continuación Tucídides: En total se entregaron unos seis mil hombres, y depositaron sobre unos escudos vueltos hacia arriba todo el dinero que llevaban, llenando cuatro escudos. De inmediato enviaron estos prisioneros a Siracusa. […] Respecto a los prisioneros de las canteras, los siracusanos los trataron al principio muy duramente. En efeto, al ser muchos en un espacio profundo y reducido, sufrían primero los rigores del sol y del calor al estar al descubierto, y luego, al llegar las frías noches del otoño, a causa de brusco cabio de temperatura, provocaban la aparición de enfermedades. Además, al verse obligados por falta de espacio a hacerlo todo en el mismo sitio, y acumularse unos sobre otros os cadáveres de los que morían a consecuencia de as heridas, del cabio de temperatura y por otras cusas parecidas, se originaban unos olores insoportables. Al propio tiempo sufrían hambre y sed (les dieron, efectivamente, a cada uno durante ocho mees un cótilo (1/4 de litro) de agua y dos de pan). En resumen, no se vieron libres de ninguno de cuantos sufrimientos es verosímil que padecieran unos hombres arrojados a un lugar de esta clase. Durante unos setenta días vivieron en estas condiciones todos juntos; más tarde, excluidos os atenienses y algunos sicilianos e italiotas que habían luchado de su parte, fueron todos vendidos.

          Y por sus pasos contados, aunque sea a grandes zancadas elípticas, llegamos a esa última parte del libro en la que emerge un personaje Alcibíades, digno de competir en importancia histórica con Pericles, aunque su biografía, bastante novelesca, se truncó de acuerdo con esa concepción arriesgada de llevar la vida al límite, sea ciudadano, político o amoroso. De hecho, al lector de esta Historia… de Tucídides le convendría pasearse por las Vidas paralelas, de Plutarco, y dedicar unos minutos a leer una semblanza de Alcibíades que recoge lo que Tucídides dice sobre él en su Historia… y lo aportado por otras fuentes, lo que conforma un retrato bastante ajustado de semejante personaje, amado y odiado por igual. Así lo retrata su contemporáneo Arquipo: «tiene -dice- el andar de hombre afeminado, con la ropa arrastrando, y para que se le tenga por más parecido al padre, el cuello tuerce, y habla ceceoso». Sí, hablamos de quien también se hizo famoso en Atenas por su singular amistad con Sócrates, con quien combatió en la guerra de Potidea. Sobre su amistad con Sócrates, dice Plutarco que Alcibíades «entró, pues, muy luego en su confianza, y oyendo la voz de un amador que no andaba a caza de placeres indignos, ni solicitaba indecentes caricias, sino que le echaba en cara los vicios de su alma y reprimía su vano y necio orgullo». Putarco reconoce la dificultad de tener un conocimiento claro de alguien tan cambiante: «¡tan difícil era formar opinión de semejante hombre por las contrariedades de su carácter!, viéndole con el cabello cortado a raíz, bañarse en agua fría, comer puches y gustar del caldo negro, como que no creían, y antes dudaban fuertemente de que hubiese tenido nunca cocinero, ni hubiese usado de ungüentos, ni hubiese tocado su cuerpo la ropa delicada de Mileto».

          En resumidas cuentas, Alcibíades, que se había exiliado en Esparta, no tardó en mover sus influencias para  conquistar el favor de Tisafernes, con quien pretendía una alianza para atacar Atenas e instaurar la Oligarquía, vengándose, así, de la democracia que lo había condenado a muerte por el oscuro asunto de las profanaciones de los Hermes, que aparecieron decapitados en casi toda la ciudad y por la imitaion indecorosa de los misterios eleusinos, además de algunas cuentas pendientes que algunos aprovecharon para saldar en esa circunstancia, porque Alcibíades tenía tantos enemigos como amigos, y en ese contexto cabe meter, aunque de refilón, la propia condena a muerte de Sócrates, desde luego.

Ocurría, pues, que Alcibíades se servía de los atenienses para intimidar a Tisafernes, y de Tisafernes para intimidar a los atenienses, nos dice Tucídides, quien nos revela que la huida de Esparta de Alcibiades tuvo que ver con haber dejado embarazada a la esposa del rey. Más tarde, desde Samos, el fugitivo quiso organizar una expedición para instaurar la Oligarquía en Atenas y promover el perdón para su regreso. La democracia, no obstante, estaba lo suficientemente arraigada como para, en apariencia, impedir ese intento, pero lo que podríamos calificar de «guerra civil» se saldó con la instauración de la Asamblea de los cuatrocientos, que remitia a otra superior, la delos cinco mil, que, sin embargo, jamás se reunió, como ya tuvieron cuidado los 400 de que no sucediera, porque eso hubiera sido lo más parecido a la democracia directa anterior a la rebelión de esos 400. De hecho, se constituyó un nuevo Régimen e incluso se aprobó el perdón a Alcibíades y a otros exiliados. Tucídides fue un decidido partidario de la nueva organización política de Atenas, porque ese Consejo de los 400 venia a ser un espacio político intermedio entre la Oligarquía y la Democracia  y ello contribuyó a que la ciudad se recobrara de la mala situación en que estaba. Aprobaron en votación el regreso de Alcibíades y de los que con él se habían exiliado. Y tanto a él como al ejército de Samos les enviaron unos mensajeros invitándolos a que participaran en los asuntos de la ciudad. La clara adhesión de Tucídides a este régimen (especie de democracia controlada) parece corresponderse con el ideario político del historiador. En efecto, muerto Pericles, Tucídides piensa que solo es posible huir del personalismo de hombres no muy competentes al frente del Estado reduciendo la participación de los ciudadanos en la vida política de Atenas, con lo que se restringía el campo de actuación de los demagogos.

O sea, que la Guerra del Peloponeso fue una conmoción histórica que no solo afecto a la disputa por la hegemonía entre espartanos, atenienses y persas, sino que afectó al seno de cada uno de esos estados y contribuyó a configurar una nueva realidad que apenas duraría sino hasta la llegada del nuevo imperio: Roma. Y eso sí que es otra Historia…

 

 

miércoles, 18 de junio de 2025

«Duelo sin brújula», de Carme López Mercader o «Más allá hay dragones…».

 


     

Enfrentarse a la terra incógnita del duelo y tener valor para contarlo: una pudorosa ofrenda de amor más allá de la muerte. 

          Aun no siendo un mariísta contumaz, siempre he apreciado lo mucho que sobre el arte de novelar nos ha entregado Marías en sus obras, y sí que me convertí, andando el tiempo, en seguidor fiel de sus brillantes columnas en la última página del suplemento semanal de El País. Lo he leído desde Todas las almas, lo cual significa que ha sido, la suya, una presencia intelectual cercana y estimulante desde hace mucho. Ignorante de su enfermedad, la noticia de su muerte me sorprendió y me «tocó», en la medida en que solo era dos años mayor que yo. Desde la vitalidad cotidiana de a quien ni siquiera se le pasa por la cabeza la desaparición, salvo por planteamiento retórico, narrativo o reflexivo, la muerte súbita de Javier Marías fue lo que coloquialmente describimos como «un palo», porque la cercanía que se consigue con los autores a través de las columnas semanales es muy estrecha y deja huella, se convierte en un interlocutor privilegiado, por experiencia, por formación y por capacidad creativa. Si, además, respirabas políticamente al unísono con él contra la degradación democrática que ha supuesto el paso del caudillo Sánchez por nuestra paupérrima democracia, capaz de albergar la mayor mediocridad imaginable, el vínculo se volvía casi «familiar».

          Las parejas de larga duración tienen códigos de convivencia muy  propios y un ecosistema particular de subsistencia especialmente ajeno a las uniones fugaces que no traspasan el umbral de los quince años de convivencia sin quebrarse estrepitosamente, como nos dicen las estadísticas que sucede en España. Parte de esos hábitos sería, por ejemplo, un cierto pudor «declarativo»: «A ambos nos parecía una redundancia decir con palabras lo que nos resultaba obvio, lo que más allá del matrimonio nos mantenía unidos: que nos queríamos y queríamos estar juntos». A ese respecto hay una dulce confesión en el libro que no revelo, porque leída en su momento revela a su vez la complicidad que sustentaba su relación.

Carme López Mercader ha sido la compañera, amiga y mujer de Javier Marías durante más de 30 años, y la pérdida del seu home, como ella reivindica llamarlo, y el duelo consiguiente, es el contenido de este último libro, así lo confiesa ella, editora junto al seu home de Reino de Redonda, una editorial que solo seguirá activa, ya, mientras genere ingresos para ir reeditando sus fondos. De hecho, los beneficios de este último libro irán a la Fundación Javier Marías para la investigación del impacto neurológico del SDRA. Como confiesa en el libro, Carme López vivía ya muy ajena al mundo editorial, que había sido su mundo, a pesar de mantener los contactos esenciales para poder seguir manteniendo viva Reino de Redonda.

          No por el hecho de haber estado unida a alguien más o menos tiempo, el efecto terrible de la perdida es más intenso, pero sí que desordena en mayor o menor medida tu vida. Y ese choque brutal, y la inexperiencia y la ausencia de brújula para moverse en la terra incógnita que se abre ante sus pies, tras el fallecimiento de tu pareja, se suman para intensificar el desconcierto, la tristeza y sufrir lo que la autora describe como «la inclinación del eje del mundo cambia con la desaparición», porque todo, absolutamente todo, cambia. No es lo mismo la vida sola que la vida en compañía de Marías. Es una obviedad, pero, al tiempo, algo que los demás no acaban de comprender.

          Este libro de Carme López (solo he encontrado otra referencia suya. Unas misteriosas pistas, un álbum ilustrado para primeros lectores) es un testimonio de cómo ha vivido ella una experiencia para la que nadie, por más que se haya educado en los clásicos del estoicismo, está preparado. Tengo en la memoria, muy presentes, y están reseñadas en este Diario, las emotivísimas narraciones de Julian Barnes, La pérdida de profundidad, de Fernando Savater, La peor parte. Memorias de amor y de Francisco Umbral, Mortal y rosa, como para no haber captado hasta la más mínima emoción que destila un libro tan dolorido como este de Carme López Mercader.

          Me ha emocionado, muy particularmente, el estilo seco y directo, sin buscar la floritura literaria ni las galas de la retórica, para comunicar lo que ella describe como el dolor «feroz» que impide pensar y que la acompaña mientras «Avanzas hacia el vacío y hacia esa nada que va a ser tu mundo sin él». No hay manera de referirse a lo sucedido, sino con las palabras más comunes e impactantes, aquellas con las que todos nos sentimos identificados: la desaparición de con quien lo has compartido todo es «una catástrofe vital absoluta». Sí, tal cual, sin paliativos. Y en esa situación límite, en la que uno aún ni siquiera se ha orientado, mientras lucha con los «dragones» que los antiguos cartógrafos decían que había más allá de esa terra incógnita, la aspiración de la encarnación del dolor es nítida: «Los dolientes solo queremos dos cosas: que nada de lo que ha pasado haya pasado y que nos dejen en paz. Que no se fijen en nosotros, que nos permitan […] pasar desapercibidos». ¡Cómo se clava en quien ni siquiera se reconoce a sí misma, porque «la identidad cambia con la pérdida», y la persona aún vive en una suerte de robotización que le permite salir a paso de los gestos mecánicos del vivir cotidiano, esa pregunta que nos parece inocua y se sufre como una carga explosiva de profundidad: «¿Cómo estás?» «Esa pregunta a mí ha llegado a sacarme calladamente de mis casillas. Lo que deseo: que nadie me pregunte nada, que me ignoren». ¡Y lo que cuesta, en tiempo de duelo, preservar la propia soledad donde seguir conviviendo aún con el fallecido, cada cual a su manera y en función de cómo haya sido su convivencia a lo largo de los años!

          Hay una afirmación en el libro que me parece el fundamento que le ha permitido escribirlo: «Creo que ambos supimos cuidar el sentimiento y la convivencia durante el tiempo que nos fue concedido». He aquí una hermosa descripción del único mecanismo que permite la longevidad en las relaciones amorosas: el cuidado constante, permanente y la imaginación con que se ha de cultivar dicha relación: el hábito es la negación de la vida en común, la imaginación que los niega, su nutriente básico para que nunca se instalen en el seno de la pareja con sus deletéreas monotonías. Y el respeto a la independencia del otro es una pieza fundamental en esa relación de complicidad que requiere, como no puede ser de otro modo, aficiones comunes que la sustenten: en el caso que nos ocupa los viajes, el cine, la investigación erudita, el trabajo común… en suma, y como revela Carme López que dijo Marías en una de sus obras:  «El matrimonio es una institución narrativa». Ellos lo hablaban todo.

La afición individual exclusiva de Carme López es la travesía de montaña —Marías era, al parecer, un acreditado urbanita…—, y en esa mezcla de deporte y esparcimiento aprendió sobradamente que uno siempre ha de caminar a su propio ritmo, que no puede seguir otro que no sea el suyo. Y esa lección se manifiesta en las muchas veces en que, en este libro, se rebela contra los bienintencionados deseos delos amigos que la incitan, ¡insensatos ignorantes!, a «rehacer» su vida. ¡Como si algo así fuera factible para quien sufre la perdida tan duramente como ella lo describe: «Hay momentos en los que sin querer se baja la guardia, y el duelo, siempre alerta […] te asalta a traición, te derriba y te sacude entera como un pressing catch de libro». Y no hay noche en que no se anhela que cese el dolor y que se cumpla el viejo sueño de la afición de Marías a los fantasmas, como el burlón que trata con la señora Muir: que haya una dimensión en que ambos se encuentren, aunque haya ella de vencer los sólidos prejuicios racionales que le impiden aferrarse a esa esperanza.

     De sus veladas compartidas, recuerda Carme López un diálogo entre un viejo indio y una mujer blanca en una película: «Mi espíritu está dentro de ti y el tuyo dentro de mí», y a mí me ha venido a la memoria, y con él cierro esta respetuosa intromisión en el duelo ajeno, uno de mis pozaforismos:

 «Te intuyo», dijo, como absoluta declaración de amor…