Una madura novela sentimental escrita a una edad, dieciocho años, en la que aún, la mayoría de los jóvenes, está rompiendo el cascarón de la existencia…
La precocidad
extrema en el desarrollo intelectual, con frecuencia asociada al fallecimiento
prematuro, por propia o ajena mano (la de Átropos e imitadores), como el caso
de Otto Weininger, Hildegart Rodríguez, Jim Morrison, Egon Schiele, Janis
Joplin Évariste Galois o en quien hoy me fijo, Raymond Radiguet, invita a
escribir un capítulo —acaso ya escrito, que mis lagunas son aterradoras, por lo
vastas y profundas…— de la historia de la teratología, ciertamente.
Si algo me llama la atención del estreno
literario de Radiguet es que lo hiciera con una novela, género propiamente de
madurez, frente a la poesía, que parece admitir de mejor grado la precocidad
genial, como es el caso de Rimbaud o de Rubén Darío; y una novela amorosa,
además, que cualquier lector leerá como si hubiese sido escrita por un
experimentado hombre de mundo que cuenta su aventura galante entretejiéndola de
observaciones sobre la existencia, el amor, la Historia y la sociedad que
sorprenden por su madurez y su nivel de conceptualización. Parece, el autor,
como se dice coloquialmente, «de vuelta de todo», cuando, en realidad, está
comenzando a vivir.
Sí, se trata de un caso atípico, eso está
claro: prefirió dejar los estudios y dedicarse a leer, ¡y a fe que lo hizo con
enorme provecho!, porque no se trata ya del estilo o del plan narrativo, sino,
como vengo diciendo, del alto nivel de sus consideraciones sobre una variada
gama de realidades, entre las que el análisis del proceso amoroso ocupa un
lugar muy destacado. Lo llamativo, con todo, es la naturalidad con que nos
habla de la relación que mantuvo con una joven prometida y luego casada con un
joven que estaba en el frente, durante la Primera Guerra Mundial. El autor —
Voy a exponerme a no poco reproches. Pero, ¿qué puedo hacer? ¿Acaso fue culpa
mía tener doce años algunos meses antes de la declaración de la guerra?—
narra unos hechos autobiográficos y lo hace con total sinceridad, libertad y,
sobre todo, efectividad, porque su capacidad para seducir al lector no deja
lugar a dudas. A modo de premonición, resulta muy chocante que el primer
episodio narrativo sea el intento de suicidio de una criada de la casa vecina,
que era maltratada por el amo. Se deja caer desde el tejado, mientras el autor,
aupado a hombros de su padre para no perder ripio del suceso, contempla el
despeñamiento de la jovencita. Mientras le tiemblan las piernas.
La novela fue
un éxito desde el mismo momento de su publicación y el autor devino, casi
inmediatamente, una celebridad. Amigo íntimo de Jean Cocteau, se le abrieron
todas las puertas de la intelectualidad y el arte de su momento y, tras otra
novela, no tan exitosa como la primera, murió a causa de la fiebre tifoidea a
los veinte años. En esta novela hay unas líneas que pueden ser leídas como una
absurda premonición de su muerte: Me
enardecía, me apresuraba, como las personas que han de morir jóvenes y van a
marchas forzadas. […] Pretendía a los dieciséis años un género de vida
que solo se desea en la madurez. Y sí, se advierte en el ritmo de la
narración una suerte de extraño frenesí, como si quisiera vivir en pocos años
toda una vida. De hecho, incluso llega, a edad tan temprana, a tener un hijo
con su amante, lo que, en cierta manera, lo consuela de la muerte de ella, aunque
sea el marido el que se encargará de la criatura, porque le pone el nombre del
joven amante, y de ahí la ironía final de que ella muera llamando a su hijo,
que el protagonista entiende como llamándole a él, porque la confesión que le
hace poco antes de su separación es inequívoca: «Prefiero —susurró— ser
desgraciada contigo que feliz con él» Son esas expresiones amorosas que no
quieren decir nada, y que da vergüenza referir,
pero que, pronunciadas por la boca amada, producen embriaguez,
escribe el protagonista, con ese aplomo suyo inidentificable con el adolescente
que, más allá de vivir una pasión amorosa, se recrea en recontarla con una
precisión y una sabiduría vital que asombra.
Son muy
frecuentes las alusiones a su condición de joven que no disfruta de la
independencia necesaria para poder vivir a fondo su absorbente pasión amorosa.
A pesar de que reconoce, de buen comienzo, que mis padres me mimaban y no me
reñían nunca, la anómala situación de un joven cortejando a una mujer
casada con un marido que defiende a la patria en las trincheras, suscita una
oleada de rumores que llegan a los padres, de ahí que después de haber
mantenido en casa una fachada digna, él [su padre] perdía toda
moderación y, cuando yo pasaba varios días sin volver, enviaba a la doncella a
casa de Marthe con un recado dirigido a mí, ordenándome que volviera con urgencia; si no, comunicaría mi
fuga a la prefectura de policía y demandaría a la señora L. por corrupción de
menores. […] Al cabo de un rato volvía yo a casa, maldiciendo mi edad:
me impedía ser dueño de mí mismo.
Desde que se
conocen, ella tiene fama local de excelente acuarelista, él inicia un proceso
de «descubrimiento» que deriva rápidamente hacia los gustos literarios, algo
que fue, durante mucho tiempo, una pieza clave en las relaciones entre jóvenes,
porque el amor debía sustentarse en la afinidad de los gustos, en la identificación
imprescindible del «alma gemela» que garantizara el sustrato último de la
«afinidad electiva», siguiendo el modelo goethiano, autor del protorromántico Las cuitas del joven Werther. No es El
diablo en el cuerpo —título tomado de una narración de Giacomo Casanova en
la que relata la relación amorosa que, teniendo él doce años, mantuvo con una
joven de diecisiete…—, una narración romántica, sino un relato realista y, dada
la época, muy desafiante. El hecho mismo de la infidelidad de una joven para
con un marido que luchaba en el frente y la consideración de ese periodo bélico
como unas largas vacaciones para el joven son aspectos que suscitaron no poca
polémica en el momento de su publicación. En todo caso, estamos más cerca de
una suerte de «educación sentimental» que de una novela deliberadamente
transgresora. En el fondo, además, la visión de las relaciones amorosas se
ajustan a un modelo hasta cierto punto muy conservador o machista, porque, como
el narrador destaca: A fuerza de orientar a Marthe en un sentido que me
convenía, iba formándola poco a poco según mi imagen. De esto me acusaba a mí
mismo, y de destruir a sabiendas nuestra felicidad. Que se me pareciera, y que
eso fuese obra mía, me encantaba y me contrariaba. Se trata de un
comportamiento que durante mucho tiempo formó parte del modelo de relación
amorosa: el hombre había de «educar» a la esposa que, usualmente, solía ser
siete o diez años más joven que el marido (¡cómo oro en paño guardo un librito
de Andrés Revesz, La felicidad en el matrimonio, profusamente subrayado
y anotado por mi padre, quien acabó su matrimonio con un divorcio traumático, a
punto de convertirse en uxoricida…!), y el narrador habla, tras relatar su
semejanza de gustos literarios, de que el prometido de Marthe (Alice en la vida
real) le prohibía según qué lecturas: Intenté averiguar sus gustos
literarios; me hizo feliz que conociese a Baudelaire y Verlaine, y me encantó
su modo de amar a Baudelaire, distinto, sin embargo, del mío. […] Su
prometido, en sus cartas [desde el frente], le hablaba de lo que leía, y
si bien le aconsejaba algunos libros, también le prohibía otros. Le había
prohibido Las flores del mal. En la novela, sin embargo, ella es mayor que
él, lo que lleva al joven adolescente a una sobreactuación inequívoca: Cuando
conocí a Marthe, algunos meses atrás, mi pretendido amor no me impedía
juzgarla, ni encontrar feas la mayor parte de las cosas que le parecían bellas,
y pueril la mayor parte de lo que decía. Ese día, al contrario, si mis
opiniones no coincidían con las suyas, yo mismo me quitaba la razón. Tras la
rudeza de mis primeros deseos, la dulzura de un sentimiento más profundo era lo
que me engañaba. No me sentía capaz de emprender nada de lo que me había
propuesto. Empezaba a respetar a Marthe, porque empezaba a amarla.
A pesar de ese
dominio masculino atávico, destaca en el proceso de amores la sutil evolución
del protagonista cuando descubre, como acabamos de leer en la cita, que se ha
enamorado. Entonces, además del «diablo en el cuerpo», hace acto de presencia
el «demonio de los celos», porque le resulta incomprensible que la joven acepte
casarse con el «rival», para quien no tiene,
desde luego, muy buenos sentimientos: Le debía mi naciente felicidad a la
guerra; esperaba de ella la apoteosis. Confiaba en que favorecería mi odio del
mismo modo que un anónimo comete el crimen en lugar nuestro.
El detalle
psicológico de gran precisión aparece a lo largo de toda la narración, como nos
muestran estos ejemplos que dan fe de la teratológica precocidad de
Radiguet:
A fuerza de
vivir con las mismas ideas, de no ver, si se la desea ardientemente, más que
una sola cosa, se termina por no apreciar la perversidad de los propios deseos.
El amor,
que es el egoísmo a medias, sacrifica todo a sí mismo y vive de mentiras.
Ignoraba
que, servidumbre por servidumbre, vale más ser vasallo del corazón que esclavo
de los sentidos.
Quizá sea
cierto que el amor es la forma más violenta del egoísmo.
Los verdaderos presentimientos se
forman en unas profundidades que nuestro espíritu no visita.
Viene esta recensión a cuento de haber
visto la película de Claude Autant-Lara, con el mismo título de la novela, y
protagonizada por un inconmensurable Gerard Philippe y una «madura» Micheline
Presle que convertía la obra en algo así como una prefiguración de En brazos
de la mujer madura, de Stephen Vizinczey, algo muy distinto del original de
Radiguet. Y como se trataba de una de esas novelas que siempre tienes pendiente,
he aprovechado para leerla y quedarme «de una pieza», como se decía coloquialmente…,
ahora el elogio se reduciría a un «¡brutal!», y a otra cosa… Ahora, pues, que
ya estoy al cabo de la calle de la historia original, me juzgo en condiciones
de hacer la crítica de la película en el Ojo correspondiente.