¡Qué vigentes, aún, los planteamientos sociales, políticos, militares y diplomáticos de una de las grandes guerras de Occidente!
¡Qué
envidia me ha producido siempre mi amigo Rafael Carrera cuando me daba noticia,
en nuestros siempre interesantes encuentros, de su lectura, en el griego
original, de la obra de Tucídides! Y un buen día me regaló la edición de
Alianza Editorial de la Historia de la guerra del Peloponeso, si bien me
hizo una sugerencia que, por supuesto, no he seguido: «no leas la crónica de
los acontecimientos propiamente dicha, porque Tucídides se detiene incluso en
lo más irrelevante de los infinitos lugares en los que transcurre su Historia,
y acabarás hecho un lío. Lee los discursos, que es lo que tiene más miga del
libro y, además, están transcritos en cursiva, por lo que es fácil
localizarlos». Debe conocerme bien, mi amigo Rafael, porque semejante
invitación lo era, en realidad, para que me metiera entre pecho y espalda las
829 páginas del volumen, como así lo he hecho.
Y
sí, confieso que la dinámica de las batallas —terrestres y marítimas—, tomas de
ciudades, asedios y otros pormenores bélicos en el contexto de tantos pueblos,
reinos y ciudades-estado exige una disposición lectora receptiva que obliga a
la consulta cartográfica, cronológica, étnica y política si se quiere
consolidar un conocimiento auténtico sobre lo historiado por Tucídides. Me
apresuro a revelar que no he hecho tal lectura, salvo la consulta de algunas
localizaciones que los mapas del libro facilitan y la lectura en la Wikipedia
de algunas biografías muy pertinentes, sobre todo las pertenecientes a los
generales o políticos en boca de quienes pone Tucídides unos discursos que son,
tenía razón mi amigo Rafael, de lo mejorcito del libro, y de los que he
extractado no pocos razonamientos de sorprendente actualidad. La eclosión de la
Razón en Grecia sí que puede considerarse como el gran milagro de la especie
humana, más allá del descubrimiento del fuego, de la invención de la rueda y de
la escritura, porque la sutileza argumental de aquella gente, más allá del
rococó, digámoslo así, de los sofistas es una obra de arte que no nace ex
nihilo, sino de los famosos presocráticos, entre los que Heráclito siempre ha
ocupado un lugar de excepción en mi interés, y considero el libro que le dedicó
Rodolfo Mondolfo uno de los más preciados de muestra biblioteca.
Aunque
está al final de la obra, en el libro séptimo, muy poco antes de que emerja, en
el octavo, con una capacidad de
seducción sin rival la figura de Alcibíades, he seleccionado unos fragmentos en
los que el lector de esta entrada del Diario puede verificar la
complejidad de los pueblos que tomaron parte en esa guerra que se extendió
durante veintisiete años, y en la que Tucídides combatió, pues representa al
historiador que recoge testimonios orales de los participantes en la guerra
para escribir su obra, lo cual no impide que su afán documentalista sea
traicionado cada vez que haga falta, sobre todo en los discursos que, como
señala el traductor y prologuista Antonio Guzmán Guerra, no reproducen literalmente
las ipsissima verba, pronunciadas en cada ocasión, sino el espíritu de
lo que en cada momento se dijo. Pero ya volveremos sobre el método tan
novedoso como empírico con que escribe Tucídides su historia. Ahora de lo que
se trata es de ofrecer esa pequeña muestra de la barahúnda de pueblos, alianzas
y servidumbres que se dan cita, al menos en la última parte de la guerra [y
léase transversalmente, por favor, a modo de cata]:
Entre los pueblos
sometidos y obligados a tributo eran de Eubea los eretrieos, calcídeos,
estureos y caristios; de las islas procedían los ceios, andrios y tenios; de
Jonia los milesios, samios y quiotas. De entre estos últimos, los quiotas no
estaban obligados a tributo, sino que les acompañaban como aliados autónomos,
obligados a proporcionarles naves. Estos pueblos eran todos o casi todos jonios
y descendientes de los atenienses, excepto los caristios (que son dríopes). Se
trataba de pueblos que eran vasallos y estaban obligados a acompañarlos, y al
menos eran jonios que iban contra unos dorios. A ellos se añadieron también
algunos eolios; los de Metimna, que aun no sometidos al pago de tributos debían
aportar naves; los tenedios y los enios, que sí eran tributarios. Estos, qu3e
eran eolios, se vieron obligados a luchar contra otros eolios, a saber los
beocios, sus fundadores, que se hallaban de parte de los siracusanos. Los
plateenses, por su parte, fueron los únicos beocios que empuñaron las armas abiertamente
contra los beocios, y no sin fundamento, debido a su odio. En cuanto a los
rodios y a los citerenses (que eran dorios unos y otros), los citerenses, que
eran colonos de los lacedemonios, empuñaron las armas junto a los atenienses
contra los lacedemonios de Gilipo, mientras que los rodios, que eran de estirpe
argiva, se veían obligados a combatir contra los siracusanos (que también eran
dorios) y contra los de Gela, que eran colonos suyos y participaban en la
guerra al lado de los siracusanos. De entre los que habitaban las islas en
torno al Peloponeso, los cefalenios y zacintios acompañaron la expedición
ateniense en calidad de aliados autónomos, aunque en realidad fue a causa de
que eran isleños, siendo los atenienses dueños del mar. Y los corcirenses, que
eran no solo dorios sino claramente corintios, marcharon contra los corintios y
siracusanos, siendo colonos de unos y parientes de los otros; formalmente lo
hicieron obligados a ello, pero en realidad y no en menor medida por odio
contra los corintios. También acudieron a participar en la guerra los que ahora
se llaman mesenios, viniendo desde Naupacto y desde Pilos, que entonces estaba
en oder de los atenienses. Además, unos pocos desterrados megarenses, a causa
de su infortunio, se enfrentaron a los selinuntios, que a su ve también son
megarenses. […] De entre los italiotas participaron en la expedición los turios
y metapontinos, que se vieron contreñidos a hacerlo a resultas de las luchas
internas en que por entonces estaban envueltos. Entre los siciliotas, los
naxios y los cataninses, y de los bárbaros, los egestenses (que fueron
precisamente quienes los hicieron venir), así como la mayor parte de los
siculos. […] De entre los bárbaros, solo lo hicieron los sículos, que no se
pasaron a los atenienses. En cuanto a los griegos de fuera de Sicilia,
acudieron los lacedemonios, que proporcionaron un comandante espartano, así
como un contingente de hilotas y neodamodes [el termino neodamodes significa
«ser ya libre»; también los corintios que fueron los únicos que aqcudieron con
anves y tropas de infantería, así como los leucadios y ampraciotas, por razón
de su afinidad ética. Como se advierte, lo de las coaliciones Frankestein
no es nada nuevo bajo el sol…
Tucídides
responde al concepto de historiador moderno, en el sentido de que desliga la
narración histórica de la narración mitológica y se afana en construir su
relato con testimonios y la experiencia de haber participado en algunos hechos
de los narrados. Su propósito se atiene al objetivo, manifiesto en su propia
obra de ir al fondo de la cuestión, a las causas del enfrentamiento entre
Atenas y Esparta. No ignora sus limitaciones, ni la de los testimonios que
pueda recabar, claro está. Como nos dice Guzmán Guerra: Se trata de la antítesis constantemente
empleada por Tucídides entre el lógos y los érga, es decir, de un
lado están «las palabras, los discursos, lo
que se dice, y en otro orden de cosas bien distinto «las acciones, la
realidad, los hechos». Decía que el autor es consciente de la relatividad
verídica de los testimonios, y así lo dice expresamente: Tales fueron, en lo
que he podido averiguar, los acontecimientos antiguos, dominio en el que es
imposible dar crédito a cada uno de los testimonios sin distinción, pues los
hombres aceptan unos de otros sin mayores indagaciones las noticias de sucesos
ocurridos hace tiempo, incluso tratándose de su propio país. […] Tan
carente de interés es para la mayoría el esforzarse por la búsqueda de la
verdad, y tan fácilmente se vuelven a lo que se les da hecho. De ahí que
historiadores anteriores, como Heródoto, caigan en el grupo de los que denomina
logógrafos, quienes buscaban más agradar a la audiencia que la auténtica
verdad. Y por eso se reivindica como portavoz de la fidelidad a los hechos:
Me bastará que juzguen útil mi obra cuantos deseen saber fielmente lo que ha
ocurrido.
En
la medida en que los acontecimientos no involucran exclusivamente a lo que hoy
denominaríamos «las grandes potencias», sino también a los países satélites
bajo su influencia, la obra está llena de discursos de todo tipo, desde
primerísimas figuras como Pericles, Nicias o Alcibíades pasando por todo tipo
de emisarios que recogen las posturas de quienes han de hacer frente a
situaciones de conflicto no deseado y en las que han de participar exponiéndose
a una doble ira: la de los aliados y la de los enemigos, según cuál sea la
decisión que tomen. Esos discursos, por lo tanto, pueden entenderse como una
suerte de teoría política que nos ilustra a la perfección sobre lo que hoy
llamaríamos, también, las «relaciones internacionales». Tengamos presente el del
rey espartano Arquídamo, a propósito de la primera etapa de la larga guerra, en
el que intento disuadir a su pueblo de lanzarse temerariamente a la guerra
contra Atenas, el gran poder emergente de la zona: La guerra no es cosa d e
armas, las más de las veces, sino de dinero, gracias al cual las armas son
eficaces, y en especial a unos continentales frente a unos marinos.[Esta
distinción señalas las capacidades bélicas de ambas potencias, unos en tierra y
otros en el mar][…] Somos buenos consejeros porque nos educamos con
demasiado rigor para despreciar las leyes, y con una educación demasiado severa
para desobedecerlas […] y pensamos que los planes de nuestros vecinos
son semejantes a los nuestros, y que las vicisitudes de la fortuna escapan a
los cálculos de la razón. Siempre hacemos nuestros preparativos, de hecho,
frente a unos enemigos que creemos que toman decisiones acertadas. Pues no hay
que poner las esperanzas en que aquellos se van a equivocar, sino en que
nosotros hayamos tomado precauciones seguras; y no se debe pensar que hay gran
diferencia entre un hombre y otro hombre, sino que es más fuerte el que se
educa en la mayor severidad. […] Y preparaos simultáneamente para la
guerra. Pues esa es la mejor determinación que podréis tomar, y para los
enemigos la más temible. ¡Si solo
alguna vez hubiera yo oído a un político español hablar así en la sede de la
soberanía popular, qué otro conceto tendría de nuestra democracia, tan
terriblemente degrada por el septenio de Pdr Snchz en el Poder!
En
aquella guerra que se libró en innumerables frentes, ha de entenderse que la
motivación de los contendientes, cuales fueran, se identificaban, todas, en
esta opinión de los emisarios lacedemonios: ] Es propio de hombres sensatos,
si no son ultrajados, conservar la paz, y de hombres valerosos, cuando son
ultrajados, luchar en vez de mantener la paz, y más tarde, al ser favorables
las circunstancias, llegar a un acuerdo abandonando la guerra; y no engreírse
por sus éxitos en la guerra, ni dejarse ultrajar por lo agradable que es la
tranquilidad de la paz. Pero solo ellos defendían su posición frente a
Atenas: Toleramos que una ciudad se
haya erigido en tirano, mientras que buscamos derrocar la tiranía de cada
ciudad. Y no sabemos cómo este comportamiento puede estar al margen de una de
las tres mayores desgracias: la estupidez, la molicie o la indiferencia. Y
entre batallas y tratados se desenvuelve a lo largo de casi treinta años una
reñida competencia entre lacedemonios y atenienses. Está claro que Tucídides,
aunque busque la objetividad, no deja por ello de ser ateniense, de ahí que adquieran
un relieve particular los discursos del gran estadista ateniense que incluso
dio nombre a su siglo: Pericles. Todos saben, y no es necesario que yo lo
recuerde, que la política y la oratoria estaban indisolublemente unidas y que,
¡lo que son las cosas!, en la Atenas del siglo V. a de C. hubieran sido
expulsados del ejercicio político, ¡por incompetentes!, la casi totalidad de
los políticos españoles en ejercicio actualmente. A través de Pericles, pues, Tucídides
hace la loa de la gran nación enfrentada a Esparta, y escoge para ello el
discurso de Pericles en elogio de los muertos en el primer año de guerra.
Además de honrar a los caídos, Pericles defiende la singularidad ateniense en
medio de sistemas autoritarios no democráticos, propios de sus vecinos, con
quienes habrá de combatir a lo largo de esa guerra, que, al final, acabará
convirtiéndose poco menos que en una guerra civil encubierta, cuando los
oligarcas quieren acabar con el sistema democrático. Dice Pericles: Amamos
la belleza con economía y amamos la sabiduría sin blandicie, y usamos la
riqueza más como ocasión de obrar que como jactancia de palabra. […]Resumiendo:
Afirmo que la ciudad toda es escuela de Grecia, y me paree que cada ciudadano
de entre nosotros podría procurarse en los más variados aspectos una vida
completísima con la mayor flexibilidad y encanto. Y que estas cosas no son
jactancia retórica del momento actual sino la verdad de los hechos lo demuestra
el poderío de la ciudad, el cual hemos conseguido a partir de este carácter.
[…] De los hombres ilustres tumba es la tierra toda y no solo la señala una
inscripción sepulcral en su ciudad, sino que incluso en los países extraños
pervive el recuerdo que, aun no escrito, está grabado en el alma de cada uno
más que en algo material. […] La felicidad es haber alcanzado, como
estos [los antepasados] la muerte más honrosa, o el más honroso dolor como
vosotros y como aquellos a quienes la vida les calculó por igual el ser feliz y
el morir. […] La pena no nace de verse privado uno de aquellas cosas buenas
que uno no ha probado, sino cuando se ve despojado de algo a lo que estaba
acostumbrado. Gran parte de la inmensa fama de Pericles radicaba, según
Tucídides en que Pericles no hablaba
para agradar al pueblo buscando conseguir el poder mediante prácticas indignas,
sino que gracias a la reputación que tenía llegaba incluso a oponerse a ellos,
provocando su irritación. He aquí un ejemplo: A mi juicio, es más útil a
los ciudadanos particulares el que la ciudad en su conjunto prospere que el que
los ciudadanos prosperen como individuos pero que ella como comunidad decline.
Pues un hombre a quien en lo suyo le va bien, si su patria se arruina, no en
menor grado deja de perecer con ella; en cambio, si él es desafortunado en una
ciudad próspera, podrá salvarse mucho mejor. […] Os irritáis de manera
especial contra mí, que soy un hombre, creo, no inferior a nadie a la hora de saber
lo que es necesario y explicarlo, un buen patriota, e inaccesible al soborno.
[…] La desgracia repentina, inesperada y que sucede más allá de todo cálculo
esclaviza el entendimiento. […] Los hombres consideran igualmente justo
culpar a quien por molicie queda por debajo de su propia fama y odiar a quien
por su audacia aspira a una que no le corresponde. ¿Alguien, honestamente,
cree capaz a ninguno de nuestros políticos —acaso con las nobles y muy notables
excepciones de Alejandro Fernández y Cayetana Álvarez de Toledo—, habituales
frecuentadores del *shitprop, la máxima degradación de la totalitaria «agitación
y propaganda», de formular un pensamiento como ese de Pericles: La desgracia
repentina, inesperada y que sucede más allá de todo cálculo esclaviza el
entendimiento? En fin…
La
historia de la guerra del Peloponeso tiene diversos centros de interés que
pueden acabar apasionando al lector, como a mí me ha ocurrido, y subnúcleos que
aportan una visión descarnada de hechos colaterales o propiamente efetos
directos de la contienda, y me refiero a la descripción de la epidemia de peste
que asuela Atenas o la de los prisioneros de la guerra en Siracusa, una
aventura militar perdida por haber sido sustituido Alcibíades del mando de la
flota y haber ocupado Nicias su lugar.
La vívida descripción de los hechos logra conmover al lector, si bien
Tucídides adopta un punto de vista objetivo y no pretende desarrollar
estrategias narrativas para conseguir la empatía de los oyentes o lectores,
porque estos últimos lo fueron, en aquellos años, en mínimo número, como es
fácil de entender.
La
campaña de Siracusa es uno de esos puntos fuertes del relato histórico, pero no
queda atrás lo que se ha estudiado como una «separata del libro», el llamado Diálogo
de los melios, un encuentro entre melios y atenienses, escrito casi en
forma teatral, y en el que se sustancian extremos políticos que mantienen hoy
en día su pertinencia y validez. La situación es muy simple: Atenas ha decidido
conquistar la isla de Melos y ofrece a sus gobernantes convertirse en aliados
de Atenas sin necesidad de conquista alguna y el consecuente derramamiento de
sangre. Los melios reclaman la neutralidad en la lucha de Atenas y Esparta.
Atenas considera que aceptar eso daña su autoridad. Los melios, por otro lado,
se niegan a capitular sin siquiera haber luchado. Veamos un fragmento de esa
negociación y después hablamos del resultado final:
Melios: Lo sabemos igual que lo sabéis
vosotros: en el cálculo humano, la justicia solo se plantea entre fuerzas
iguales En caso contrario, los más fuertes hacen todo lo que está en su poder y
los débiles ceden. […] ¿De modo que no aceptaríais que, siendo nosotros
neutrales, fuéramos amigos en vez de enemigos vuestros, pero no aliados ni de
unos ni de otros?
Atenienses: No. Porque no nos perjudica
tanto vuestra declaración de hostilidad como vuestra amistad. A ojos de
nuestros súbditos, esta se interpretará como prueba de debilidad, mientras que
vuestro odio sería una prueba de nuestro poderío.
Melios: Pero nosotros sabemos que hay
veces que los avatares de la guerra toman unos derroteros más inesperados de lo
que cabría esperar según la disparidad numérica de cada bando. Además, para
nosotros, ceder significa automáticamente la desesperación; en cambio, con la
acción todavía siguen vivas las esperanzas de mantenernos en pie.
Atenienses: ¡La esperanza! Es un
consuelo en el peligro: a los que recurren a ella desde una situación de
abundancia, aunque les dañe no los arruina. En cabio, quienes arriesgan en ella
todo cuanto tienen (y ella es pródiga de su natural) llegan a conocerla justo
en el momento del fracaso, cuando ya no queda recurso para precaverse de ella,
ahora que ya la conocen. […] Creemos que los dioses y los hombres (en el primer
supuesto se trata de una opinión y en el segundo de una certeza) imperan
siempre, en virtud de una ley natural, sobre aquellos a los que superan en
poder. […] Y en cuanto a la opinión que tenéis sobre los lacedemonios (que a
causa de su concepto del honor confiáis en que van a venir a socorreros), os
felicitamos por vuestra inexperiencia del mal, pero no envidiamos vuestro
simplismo. […] Quienes precisamente no ceden ante sus iguales, se comportan
razonablemente con el más fuerte. y tratan al débil con moderación, son los que
suelen prosperar.
Y
ahora, ya, podemos ofrecer la conclusión con las propias palabras de Tucídides,
corolario de esta muestra de realismo político de primera magnitud: Los
atenienses dieron muerte a todos los melios en edad adulta, redujeron a
esclavitud a los niños y mujeres; y en cuanto al territorio, lo ocuparon ellos
mismos, enviando más tarde quinientos colonos. Y es difícil no traer a
colación el desastre humanitario que ha supuesto el empecinamiento de parte del
pueblo palestino en unir tristemente su destino a la defensa del terrorismo de
hamás frente a un enemigo tan poderoso, pero, ulemas tendrán que se lo
expliquen, desde luego…
En
el libro de Tucídices hay otra línea historiográfica muy definica: la del
enfrentamiento entre la oligarquía y la democracia, algo que, en el último
libro acabará afectando a la propia Atenas, donde se librará una lucha entre
ambas de la que se pueden extraer enseñanzas para nuestro presente. A modo de
avance de lo que será esa última parte de la guerra del Peloponeso, Tucídides
recoge lo que Odría ser considerado como la primera guerra civil en el ámbito
de la Helade: la guerra civil de los córciros, en una isla, Córcira, clave para
las expediciones atenienses a Sicilia. Conviene retener, de esa narración, no
solo la crudeza de los hechos, sino también las consecuencias políticas, aún
útiles para nuestro presente: Incluso
las mujeres colaboraban con toda audacia, lanzando tejas desde las casas y
haciendo frente al tumulto con un coraje superior a de su naturaleza. […] La
muerte se instauró en mil formas diversas, y como ocurre de ordinario en
situaciones parecidas, no hubo límite para nada, sino que aún se fue más lejos.
En efecto, el padre mataba a su hijo, los suplicantes eran arrancados de los
santuarios y junto a ellos recibían muerte, y algunos murieron incluso en el
templo de Dioniso emparedados. […] Se modificó, incluso, en relación con
los hechos, el significado habitual de las palabras, con tal de dar una
justificación: la audacia irreflexiva pasaba por ser valiente lealtad al
partido; una prudente cautela, cobardía enmascarada; la moderación, disfraz de
cobardía; la inteligencia para comprender cualquier problema, una completa
inercia. La precipitación impulsiva se contaba como cualidad viril; la
circunspección al deliberar, como un pretexto para sustraerse a la acción. Los
descontentos siempre eran considerados, dignos de crédito, y quienes se les
oponían aparecían como sospechosos. Quien tenía éxito en tramar alguna intriga
era un inteligente, y aún más agudo quien la sospechaba. […] Los lazos
de sangre pasaron a ser menos sólidos que los de partido, pues en el ámbito de
este se estaba más dispuesto a ser osado sin reserva alguna. ¡Qué bien
entendemos, desde nuestro presente, veintiséis siglos después, eso de que los
lazos de sangre pasaron a ser menos solidos que los de partido… Y solo hay
que aducir las tradicionales reyertas en las mesas festivas de las Navidades,
por ejemplo, con o sin los cuñados de rigor…
Capítulo aparte y digno
de ser destacado es el que dedica Tucídides a la derrota ateniense en la
conquista de Siracusa, porque su narración nos ofrece en detalle, y con toda la
crudeza imaginable, lo que es la derrota de Atenas, habituada a los triunfos militares
y a considerarse un imperio poco menos que indestructible. En el seno de esa
narración, Tucídides está muy atento a su propio método histórico, porque
desconfía de los datos que le llegan con excesiva parcialidad, junto a los
muchos desconocidos que permitirían, caso de tenerlos, explicar mejor el
desastre de la derrota. Lo importante para el lector actual es el magnífico
nivel literario exhibido por Tucídides en ese doloroso capitulo del desastre y
su corte de males sobrevenidos. Lo mejor es leerlo en sus propias
palabras: Los atenienses se
precipitaron en una situación de gran confusión y dificultad, tal que no me
resultó fácil informarme con detalle por unos ni por otros, de qué modo se
desarrollaron los acontecimientos. Durante el día, en efecto, estos son más
claros, y aun con todo y con eso los que asisten a ellos a duras penas conocen
la situación en su conjunto, sino tan solo cada cual lo que le afecta mas de
cerca; por tanto, en una batalla nocturna (y esta fue la única que se produjo
en el curso de esta guerra entre dos grandes ejércitos) ¿cómo podría saber
nadie nada con exactitud? […] Una buena parte del resto del ejército o
acababa de subir a las Epípolas o estaba subiendo, de modo que los soldados no
sabían adónde dirigirse. […] Por su parte, los atenienses se buscaban
unos a otros y tomaban por enemigo a cualquiera que viniera de la parte
opuesta, aunque se tratara de alguno de los suyos que se retiraba huyendo. Y
como se pedían constantemente y todos a la vez la contraseña (dado que no
disponían de otro medio para reconocerse), causaron una enorme confusión entre
los suyos y dieron a conocer la contraseña al enemigo. En cambio no conocían la
de los enemigos, dado que estos (vencedores y menos dispersos) se conocían
mejor. […] Los soldados soportaban cada vez peor su permanencia allí,
pues se vieron abrumados por las enfermedades debido a dos circunstancias: por
hallarse en la situación del año en que las enfermedades atacan más a los
hombres y porque el lugar en que estaban acampados era pantanoso e insano.
[…] En efecto, como los cadáveres no habían recibido sepultura, cuando
alguien veía el de uno de sus compañeros tirado por tierra, quedaba preso de
una mezcla de pena y de temor; mientras que los que quedaban abandonados vivos
por estar heridos o enfermos, eran motivo de aflicción mayor para los
supervivientes, y más desgraciados que los que habían muerto. Entregándose a
súplicas y lamentos creaban grandes apuros; les pedían que los llevaran
consigo, llamándoles a cada uno por su nombre cuando veían pasar a algún
camarada o pariente. Se colgaban de sus compañeros de tienda cuando estos
emprendían la marcha, y les seguían todo el tiempo que podían; y si a alguno le
fallaban las fuerzas po su estado físico, quedaba abandonado no sin múltiples
invocaciones a los dioses en medio de lamentos. En consecuencia, la totalidad
del ejército se vio en un mar de lágrimas y en una situación de incertidumbre
tal que no era fácil decidir la partida (aunque se trataba de salir de un
territorio enemigo y después de haber sufrido y tener expectativas de sufrir en
el incierto futuro desgracias más que dignas de lágrimas). Grande era el
sentimiento de vergüenza y también de autocensura. Semejaban, en efecto, una
ciudad expoliada que intentara poco a poco huir —ciudad, por cierto, nada
pequeña, pues eran no menos de cuarenta mil hombres en total los que componían
la marcha. De poco les valdría la entusiasta reflexión del estratego
Nicias, quien no tardaría en ser ajusticiado, desde luego, algo que lamenta
Tucídes, para quien Nicias representa el afán de la conquista de la virtud
cívica: Pensad que vosotros
constituís de inmediato una ciudad donde quiera que os asentéis y que ninguna
ciudad de Sicilia podría resistiros si a atacarais, ni podría desalojaros si os
asentarais en cualquier parte. …] Una ciudad son sus hombres y no unos muros ni
unas naves sin hombres. Como resume a continuación Tucídides: En total
se entregaron unos seis mil hombres, y depositaron sobre unos escudos vueltos
hacia arriba todo el dinero que llevaban, llenando cuatro escudos. De inmediato
enviaron estos prisioneros a Siracusa. […] Respecto a los prisioneros de
las canteras, los siracusanos los trataron al principio muy duramente. En
efeto, al ser muchos en un espacio profundo y reducido, sufrían primero los
rigores del sol y del calor al estar al descubierto, y luego, al llegar las
frías noches del otoño, a causa de brusco cabio de temperatura, provocaban la
aparición de enfermedades. Además, al verse obligados por falta de espacio a
hacerlo todo en el mismo sitio, y acumularse unos sobre otros os cadáveres de
los que morían a consecuencia de as heridas, del cabio de temperatura y por
otras cusas parecidas, se originaban unos olores insoportables. Al propio
tiempo sufrían hambre y sed (les dieron, efectivamente, a cada uno durante ocho
mees un cótilo (1/4 de litro) de agua y dos de pan). En resumen, no se vieron
libres de ninguno de cuantos sufrimientos es verosímil que padecieran unos
hombres arrojados a un lugar de esta clase. Durante unos setenta días vivieron
en estas condiciones todos juntos; más tarde, excluidos os atenienses y algunos
sicilianos e italiotas que habían luchado de su parte, fueron todos vendidos.
Y
por sus pasos contados, aunque sea a grandes zancadas elípticas, llegamos a esa
última parte del libro en la que emerge un personaje Alcibíades, digno de
competir en importancia histórica con Pericles, aunque su biografía, bastante
novelesca, se truncó de acuerdo con esa concepción arriesgada de llevar la vida
al límite, sea ciudadano, político o amoroso. De hecho, al lector de esta Historia…
de Tucídides le convendría pasearse por las Vidas paralelas, de Plutarco, y
dedicar unos minutos a leer una semblanza de Alcibíades que recoge lo que
Tucídides dice sobre él en su Historia… y lo aportado por otras fuentes, lo que
conforma un retrato bastante ajustado de semejante personaje, amado y odiado
por igual. Así lo retrata su contemporáneo Arquipo: «tiene -dice- el andar de hombre
afeminado, con la ropa arrastrando, y para que se le tenga por más parecido al
padre, el cuello tuerce, y habla ceceoso». Sí, hablamos de quien también se
hizo famoso en Atenas por su singular amistad con Sócrates, con quien combatió
en la guerra de Potidea. Sobre su amistad con Sócrates, dice Plutarco que
Alcibíades «entró, pues, muy luego en su confianza, y oyendo la voz de un
amador que no andaba a caza de placeres indignos, ni solicitaba indecentes
caricias, sino que le echaba en cara los vicios de su alma y reprimía su vano y
necio orgullo». Putarco reconoce la dificultad de tener un conocimiento claro
de alguien tan cambiante: «¡tan difícil era formar opinión de semejante hombre
por las contrariedades de su carácter!, viéndole con el cabello cortado a raíz,
bañarse en agua fría, comer puches y gustar del caldo negro, como que no
creían, y antes dudaban fuertemente de que hubiese tenido nunca cocinero, ni
hubiese usado de ungüentos, ni hubiese tocado su cuerpo la ropa delicada de
Mileto».
En
resumidas cuentas, Alcibíades, que se había exiliado en Esparta, no tardó en mover
sus influencias para conquistar el favor
de Tisafernes, con quien pretendía una alianza para atacar Atenas e instaurar
la Oligarquía, vengándose, así, de la democracia que lo había condenado a
muerte por el oscuro asunto de las profanaciones de los Hermes, que aparecieron
decapitados en casi toda la ciudad y por la imitaion indecorosa de los
misterios eleusinos, además de algunas cuentas pendientes que algunos
aprovecharon para saldar en esa circunstancia, porque Alcibíades tenía tantos enemigos
como amigos, y en ese contexto cabe meter, aunque de refilón, la propia condena
a muerte de Sócrates, desde luego.
Ocurría, pues, que
Alcibíades se servía de los atenienses para intimidar a Tisafernes, y de
Tisafernes para intimidar a los atenienses, nos dice Tucídides, quien nos
revela que la huida de Esparta de Alcibiades tuvo que ver con haber dejado
embarazada a la esposa del rey. Más tarde, desde Samos, el fugitivo quiso
organizar una expedición para instaurar la Oligarquía en Atenas y promover el
perdón para su regreso. La democracia, no obstante, estaba lo suficientemente
arraigada como para, en apariencia, impedir ese intento, pero lo que podríamos
calificar de «guerra civil» se saldó con la instauración de la Asamblea de los
cuatrocientos, que remitia a otra superior, la delos cinco mil, que, sin
embargo, jamás se reunió, como ya tuvieron cuidado los 400 de que no sucediera,
porque eso hubiera sido lo más parecido a la democracia directa anterior a la rebelión
de esos 400. De hecho, se constituyó un nuevo Régimen e incluso se aprobó el perdón
a Alcibíades y a otros exiliados. Tucídides fue un decidido partidario de la nueva
organización política de Atenas, porque ese Consejo de los 400 venia a ser un
espacio político intermedio entre la Oligarquía y la Democracia y ello contribuyó a que la ciudad se
recobrara de la mala situación en que estaba. Aprobaron en votación el regreso
de Alcibíades y de los que con él se habían exiliado. Y tanto a él como al
ejército de Samos les enviaron unos mensajeros invitándolos a que participaran
en los asuntos de la ciudad. La clara adhesión de Tucídides a este régimen
(especie de democracia controlada) parece corresponderse con el ideario
político del historiador. En efecto, muerto Pericles, Tucídides piensa que solo
es posible huir del personalismo de hombres no muy competentes al frente del
Estado reduciendo la participación de los ciudadanos en la vida política de
Atenas, con lo que se restringía el campo de actuación de los demagogos.
O sea, que la Guerra
del Peloponeso fue una conmoción histórica que no solo afecto a la disputa por
la hegemonía entre espartanos, atenienses y persas, sino que afectó al seno de
cada uno de esos estados y contribuyó a configurar una nueva realidad que
apenas duraría sino hasta la llegada del nuevo imperio: Roma. Y eso sí que es
otra Historia…