jueves, 27 de febrero de 2025

«Españoles de tres mundos», de Juan Ramón Jiménez, caricaturista.

 



La diversión  (etimológica) del ensimismado o JRJ y sus contemporáneos, vivos y muertos.

 

          Juan Ramón Jiménez (jamás Mantecón…)es uno de los escritores más singulares de nuestra historia literaria, un caso de ensimismamiento artístico que solo una persona en el mundo, la inteligente, dulce, hermosa y fuerte Zenobia Camprubí, supo soportar durante toda su vida, en parte vivida voluntariamente en función de la de su marido. Siempre he pensado en la clamorosa injusticia de aquel brevísimo poema, un solo verso, dedicado a Zenobia, como todo el libro en el que se halla: Diario de un poeta recién casado, posteriormente, Diario de poeta y mar: ¡Cuánto me cuesta llegar contigo a mí!, pero siempre llevo en mis ojos la imagen del poeta solitario y desvalido, próximo a su propia muerte, sentado en una silla ante la tumba de su mujer.

          Es célebre en la República de las Letras el carácter maledicente de JRJ y su mucha exigencia crítica, en justa correspondencia con lo que a él mismo se exigía, una labor de poda y reordenación en la que vivió desde su juventud hasta su muerte: la obra inacabable, la obra en progreso constante, siempre provisiona, aunque su propia rigor le llevara a defender que en lo provisional se había de tener la misma perspectiva que si fuera lo definitivo. Recordemos que JRJ era el poeta que había secuestrado a la Poesía, con la que vivía como celoso enamorado. Su vena lírica, tan impetuosa, nutrió también su prosa, y, quienes me hayan leído en este Diario, acaso recuerden lo que dije de su Platero y yo: De igual modo que leí Platero y yo a los 50 años, y concluí que esa era la edad adecuada para acercarse a él, sin poder entender, desde ningún punto de vista razonable que tal obra de JRJ esté catalogada como «lectura infantil»… Esta obra que hoy ofrezco a la consideración de los pacientes intelectores de este Diario no puede ser malinterpretada, porque se trata de una obra para lectores adultos interesados en la imagen que tenía JRJ de una pléyade de autores, vivos y muertos, artistas o gente relativamente común, sobre cuyas «caricaturas» aplica el poeta una lírica muy cercana a los mimbres de su poesía, si bien se permite una malévola proximidad al menosprecio, el sarcasmo e incluso el insulto que salpimenta sus retratos con gracia y excelente «ojo clínico».

          El retrato es técnica literaria de sólida tradición, y formaba parte de las exigencias de la vieja Retorica. El retratista había de dominar los dos elementos que componen el retrato: la etopeya o descripción moral, y la prosopografía o descripción física. Juan Ramón domina ambos procedimientos, si bien se empeña en no hablar de retratos, sino de «caricaturas», como tiene a bien explicar en el prólogo, donde, tras explicarnos la peripecia del título, entre los que ni siquiera está este que ha sido adoptado como definitivo, Españoles de tres mundos: Su título general fue primero Retratos y caricaturas de españoles variados, luego Héroes españoles varios, después Españoles, nos informa del método seguido para componerlo:  Al principio pensé separar las siluetas en retratos y caricaturas, retratos de los entes más formales y caricatura de los más pintorescos, pero pronto comprendí que la división era innecesaria y que todos los retratos podían ser caricaturas. Y así ha quedado, pero cabe añadir que JRJ hubo de salir precipitadamente de Madrid, porque fue detenido e intimidado por unos milicianos del Frente Popular, y Azaña decidió otorgarle un pasaporte diplomático y asignarlo como agregado cultural en la embajada de España en Washington hacia donde salió, junto con Zenobia, desde  Cherburgo en el buque Aquitania. Su casa fue asaltada y perdió buena parte de sus papeles, y, por lo que hace a este libro, nos dice: He reunido estas caricaturas, de copias diversas que conservaban algunos amigos mías; no he podido comparar ninguna de ellas con mis originales; es posible, por lo tanto, que haya variantes, ya que yo vario siempre mi letra cuando publico de nuevo cualquier página mía.

          El mero índice de cómo se han agrupado los personajes caricaturizados, ¡tan valleinclanesco!, nos ofrece una clara idea de la diabólica imaginación retratista de JRJ: Muertos transparentes; Rudos y entrefinos del 98 y demás; Internacionales y solitarios; Entes de antro y dianche; Estetas del limbo… La edición canónica de este libro es, sin embargo, la del crítico Ricardo Gullón, quien ha añadido no pocos documentos que acercan el libro a lo que acaso hubiera tenido en mente JRJ, como el propio autorretrato del autor, titulado: El andaluz universal. Autorretrato (para uso de reptiles de varia categoría.), en el que puede leerse: He conseguido, en cambio, cuanto me he propuesto, menos oro mercantil, y que ésa es mi única desgracia, porque, ¡lo que haría yo con dinerito! […] Mi vida y mi obra son una rueda de fuego constante de arrepentimientos; pero mi estética y mi ética, mi locura y mi cordura, mi calma y mi guerra tienen siempre una meta suficiente, que me consuela de todo: la mujer desnuda. […] Con mi vida y con mi pluma hago lo que me da la gana. […] Nunca he sentido, sin embargo, deseos de ser otro que yo. Las dos normalidades que más me gustan son: quedarme en mi casa con mi mujer y mi obra y viajar con mi mujer y conmigo. […] Perdón. De niño, mi madre, bellísima, buenísima, perfecta, me reñía cariñosamente con pintorescos nombres, exactos como todas las palabras de ella, gráfica maravillosa, que son las de mi léxico: «Impertinente, Exijentito, Juanito el Preguntón, el Caprichoso, el Inventor, Antojado, Cansadito, Tentón. Loco, Fastidiosito, mareón, Exajerado, Majaderito, Pesadito y… «Príncipe». Y perdóneseme que empiece por el final que, en el fondo, es el mejor principio posible, porque la sinceridad del autorretrato permite enjuiciar con absoluta ecuanimidad las caricaturas que JRJ hace de tantísima gente, amigos y «enemigos», porque conviene recordar que las jóvenes generaciones no siempre ni mayoritariamente lo aceptaron como el poeta español de referencia, e incluso circularon no pocas crueldades contra él. Que viviera un tiempo en la famosa Residencia de Estudiantes, lo acercó, sin embargo, a los nuevos poetas y, como tenía como máxima a la hora de escribir sus retratos, según lo dice en el prólogo, de lo que se trataba era de exaltar a los jóvenes, exigir y castigar a los maduros, tolerar a los viejos.    

          Aunque la selección de fragmentos de esta obra merecería ser expuesta en su totalidad, por la gracia y hermosura de la prosa juanramoniana, voy a picotear al azar entre lo que para mí me he transcrito, de modo que pueda servir de aliciente a los intelectores de estas líneas y, como siempre pretendo, se acerquen a libro de tan amena lectura como este, un complemento ideal de la lectura de su obra poética, y una faceta, la del interés por los demás, no insólita en persona tan profundamente ensimismada como fue Juan Ramón Jiménez, pero sí curiosa. Y sí, quienes vayan buscando algo del vitriolo famoso de sus comentarios, aquí y allá hallará algunas gotas corrosivas que provocarán la sonrisa, la admiración o el enojo, según los gustos literarios y artísticos de cada intelector. El libro también es interesante desde el punto de vista sociológico, no solo desde el psicológico o el artístico, porque de la lectura del mismo se extrae una particular visión de la España convulsa que le tocó vivir, y aunque en algunos retratos, sobre todo de mujeres, hay un cierto eco de los álbumes decimonónicos [como en el retrato de Margarita de Pedroso: ¿Y qué es lo deseado para esta Margarita? ¿Qué ve o qué quiere ver con sus ojos claros, de grises y oros claros, en el oro y el gris de la vida exterior?, de quien el poeta estuvo enamorado. Margarita fue todo un personaje en la cultura de los años 30, aunque inclinada al lado «falangista». De muy intensa su biografía, fue promotora de la recuperación de la villa histórica de Brihuega], en otras caricaturas JRJ le toma el pulso a la España del cincel, que cantó Machado, y destaca los sólidos valores del emprendimiento intelectual en pro del amejoramiento del país. Respecto de los muertos y de autores a los que no llegó a conocer, como José Martí, JRJ se apoya en ellos para extraer una lección estética que los acerca a su propia obra.

          Comencemos por el gran referente poético del autor: Rubén Darío:  ¡Tanto Rubén Darío en mí, tan vivo siempre, tan igual y tan distinto; siempre tan nuevo! […] Su palabra favorita, «archipiélago». Cuando se la decía hacia dentro, parecía que se la estaba engullendo como una docena de ostras, con gula de jigante marino enamorado. Y prestemos atención a un requisito pictórico que nos habla de la poética del autor, a propósito de José Martí: Yo quiero siempre los fondos de hombre o cosa. El fondo me trae la cosa o el hombre en su ser y estar verdaderos. Si no tengo el fondo, hago el hombre trasparente, la cosa trasparente. Y de ahí el que muchas de las caricaturas se hagan del retratado en acción, atareado en su mester, porque para JRJ el trabajo es una razón de ser, como advertimos en la caricatura de la mujer de Cossío (Tiene mucho Cossío de tierno vejetal y de rico mineral. Pocos hombres me han parecido tan paisaje), Carmen López Viqueira: Con su imajinacion morena y fosfórica y su ardiente hablar pintoresco, gracioso, de mora céltica del norte, ilumina, esculpe, ríe, talla, mima, suscita personas, cosas.

          Continuemos con una suerte de «hermano mayor», Antonio Machado, hermano en el simbolismo poético:  Siempre, cuando se va Antonio Machado, me lo represento alzada la carta del azar, pensando distraído (perpetuo marinero en tierra eterna) en el hermano viajero del ultramar hispano, héroe confuso y constante de su Del camino, ese librito secreto de los callejones y trasmuros del triste, sofocado horizonte. [Del Camino fue una antología de jóvenes poetas, en la que figuraron Machado, Azorín, Villaespesa, etc.] y aprovechemos la semblanza del dandi José Asunción Silva, joven suicida al estilo de Larra, pero no por amor (la leyenda en torno a su muerte habla de la postrera lectura de El triunfo de la muerte de D’Annunzio) para ver a JRJ tocar un tema al que fue muy sensible, el dandismo: Mal está siempre el dandismo, sobre todo el dandismo esteriorizado, en cuanto es representación inútil, teatralidad fuera de tiempo y espacio, estravagancia en la vida cotidiana. Todavía puede comprenderse, no aguantarse el dandismo auténtico y posible, es decir, cuando el dandi puede serlo plenamente, cuando no es un cursi. He oído en mi Andalucía que, entre los moros, los Cursis eran los príncipes segundones que no heredaban nombre ni bienes, los quiero y no puedo de la aristocracia convenida. El dandismo de quiero y no puedo, de imitación poblana, me parece nauseabundo. Pase, quizá en una primera juventud inconsciente, ya que la juventud suele vivir de fuera; ya mayorcitos, no. Existen muchas clases de dandismo, muchos tipos a lo tipo más o menos. Petronio, más o menos Brummell [Para conocer a Brummell, véase la entretenida película: «Beau Brummell», de Curtis Bernhardt], Wilde, D’Annunzio, Remy de Gourmont, Cocteau, Gómez de la Serna, Dalí, etcétera. Disfrazarse de ente a lo protoente X es monería, cursilería de imitación, digo, cursilería segunda. Nada más cursi que figurar en persona a Mozart, Goya, Chateaubriand, Goethe, ser cómico para uno mismo, Lo natural, lo sincero nunca es cursi, cursi es lo refigurado; no es cursi el «sentimiento» juvenil, podrá ser injenuo, inocente, simple si se quiere. Bécquer no fue cursi porque no fue snob, dandi; Silva si por su parodia ligera de París, hasta por la manera de matarse ante los demás. Esta mitad del dandismo reflejo no es siquiera sentimentalismo; el sentimentalismo es afección, generosidad; es para y por los demás, un niño muerto, la madre lejana, una hermana desgraciada; o para el propio sufrimiento, soledad, enfermedad, etc.; entrega, sí, pero no cursilería. Es la caridad de San Pablo, noble negación. Por eso no es cursi ni podrá serlo nunca el maravilloso nocturno de José Asunción Silva.

          Escojamos ahora dos manifestaciones sociales alejadas de su dedicación artística: la pintura  y la política. JRJ amaba la pintura, y fue un admirador incondicional de  Benjamín Palencia, de cuya pasión creadora se siente tan próximo:  Está nuestro pintor manchego (un niño también casi) hundido todo él, como en un soleado mar hermoso, en la profunda virtud primera del artista: la sensualidad; ese hacer lo que a uno le gusta, lo que a uno le da la gana, que es lo que hacen, hasta llorar, patear y pegar ¡fuerte! si no los dejan, los perfectos artistas que son los niños. Y en la expresión de esa sensualidad, Benjamín Palencia va flechado a la síntesis. Sensualidad y síntesis. ¿Necesita otras armas, otras manos, el joven creador? En las antípodas podría considerarse el retrato del pintor «feísta» José Gutiérrez Solana, aunque el hecho de coincidir con él en el Pombo, el café literario en cuya cripta ejercía de maestro de ceremonias su querido Ramón Gómez de la Serna, es ya, tratándose de JRJ, una circunstancia excepcional:  La vez que lo vi (Pombo, vaho de invierno, banquete con olor delgado a orín de gato y a cucharadas señoritas en el ambiente más exacto de los espejos) me pareció un artificial verdadero, compuesto con sal gorda, cartón piedra, ojos de vidrio, atún en salazón, raspas a la cabeza. Estaba lisamente encorsetado en su propio cristal triple de botella, conservado en su propio alcohol; y su presa vitalidad cuajada no se hermanaba con ninguna presencia circunstante de entonces. Cuello, corbata, ropa, botas, lo añadido, tratado sin semejante circunstancial. Ya no estaba. Y nada que ver con los dos anteriores tiene el retrato de José María Izquierdo, cercano a los postulados de Ideal andaluz, de Blas Infante: Los que lo conocieron saben que esto no es exajeración; su silueta daba en el sol de oro, en la noche azul, una emanación blanca, tierna, delicadísima, como un olor de nardo o una tibieza de leche recién ordeñada, esencia, templanza visibles ¡quizás ya un fuego fatuo, ay! La sonrisa de su fina boca grande, su navaja, era luz indudable; luz su mirada ancha, paralela a su sonrisa, del tamaño de su frente; luz del desnudo pensamiento, estrella de su mente buena; luz toda su inmaterial, su sal delgada, su «ángel» triste.

          Su distanciamiento de los miembros de la Generación del 27 recoge en la misma red a dos de sus poetas mayores y más cercanos a él, Salinas y Guillen, en quienes advierte, en diferente medida, un formalismo academicista muy lejano de sus propios planteamientos: A Jorge Guillén, como a su paralelo distinto, discípulo y maestro Pedro Salinas, yo no los llamaría hoy «poetas puros», que tampoco es mi mayor nombre, sino literatos puristas, retóricos blancos, en diversos terrenos de la retórica. Les sobra el neoclásico virtuosismo de la redicción; les falta la embriaguez, la emanación, el acento, lo natural mejor: naturalidad en lo gracioso, lo sensual, sobre todo en lo difícil, milagro auténtico de la poesía. Les falta ¡dios nos la dé! «gracia». Esa gracia que no sabemos si por solidaridad andaluza no le regatea a Federico García Lorca, en cuyo retrato se intuye un profundo respeto por la obra del autor granadino: Las paredes de añil de los callejones de su barrio secreto las dejó todas pintorreadas con cisco: rosas y ascos. En el puente de  las candilejas, encendidas ya en la tarde larga, les dijo un despectivo taco concreto a las tres brujas del agua mejor. Habló por tal oculto atajo vertical con el agüero de la escalerilla de arriba. Se encaramó en otra tapia y le tiró un nardo a la monja blanca que cavaba su huerto entre dos luces. Con una gran risa cerrada, de pronto, saltó a la comba que encontró a su paso, o pidió candela por las cuatro esquinas, de niño a niña. Luego, bajó cabriteando por el camino viejo de las lagartijas de blanco bronce, de las campanillas azules salpicadas de cal, de los hormigueros incesantes. Aunque da rienda suelta a la animadversión hacia quien, bastantes años después de él, alcanzaría el reconocimiento del Premio Nobel, Pablo Neruda: Siempre tuve a Pablo Neruda […] por un gran poeta, un gran mal poeta, un gran poeta de la desorganización; el poeta dotado que no acaba de comprender ni emplear sus dotes naturales. Neruda me parece un torpe traductor de sí mismo y de los otros, un pobre esplotador de sus filones propios y ajenos, que a veces confunde el original con la traducción; que no supiera completamente su idioma ni el idioma de que traduce. […] Hago su caricatura estando él vivo, contra mi norma, porque lo he oído por teléfono cantando contra mí en coro de necios o beodos, cuando yo no quise firmar su desairado documento de respuesta a Vicente Huidobro. […] Neruda me cantaba, con los varios suyos de entonces, coplas soeces por teléfono. Yo le digo sin soecia o que es para mí como escritor, por ser honrado con él y conmigo. Siente, por el contrario, una gran estimación por su compañero de generación novecentista Gabriel Miró, aunque no comparte la admiración que suscita otro miembro de la llamada Generación del 14, Ramón Pérez de Ayala [que a mí, aquí entre corchetes, tanto me deslumbra…]:  Si el cuerpo fuera todo corazón, y no llevara vestidos, podría decirse que era Gabriel Miró. Carne de corazón desnuda. Parece que escribe mientras guarda, pastor solo en prados hondos, un rebaño de sentimientos humanos, caliente, humeante y rayante. […] La emoción parece en él carne. ¡Emoción, emoción! Es emoción la carene de una fruta, el agua del mar, la tela de un vestido; todo es emoción hecha vida, como si, en su creación, fuera en el principio, la emoción.

          Y aquí lo dejo, no sin ceder a la tentación de cerrar la galería con el de uno de mis escritores favoritos, José Bergamín, cuya agudeza e ingenio tanto debieron sorprender a Juan Ramon, porque Bergamín bien puede decirse que nació ya a la vida literaria y a la vida común con hechuras de clásico: Delgado y largo de estirarse para cazar pájaros incojibles (casi siempre). Pero él ha cogido algunos por el pecho; de otros se ha quedado con preciosísimas plumas o con plumas vulgares como el dolor del ruiseñor; de otros, con la tibieza ligera de su roca, con el olor errante, con una nota caída de su fuga cantora, con la forma momentánea de su vuelo. (Y no es peor caza la de lo que se nos va.) […] José Bergamín se dedica a coger hilos de araña en la conversación y a trabajar con ellos una asintáxica tela crítica inverosímil, que casi siempre se le rompe. Otras veces se le alarga y se le enreda, alguna se le queda entera e igual. A la luna, esta flor de araña da reflejos entremájicos, difíciles de sostener en el sol vivo. Son telas que no se pueden lavar. ¡Qué lejos esta admiración hacia los jóvenes de su desprecio por una literatura caduca como la de Benavente, que tan mal parado sale en su galería!: He intentado releer o leer algún pasaje de Benavente en estos últimos años. Sí, veo su viveza, su lijereza, su injenio. Y sin embargo me aprieta el cuello y me pellizca la nuez, me pesan los hombros, se me entran «los bigotes» en la nariz y en los ojos. ¡Qué incomodidad y qué cursilería! Porque el injenio…, ¿hay nada malabarista de los sesos huecos, que canse, que rebaje, que pase más que el injenio?

          Sí, Juan Ramón, es, lo asociemos o no con ello, un poeta con ángel, y una boquita con incursiones de boquirrubio que ya ya…

 

lunes, 17 de febrero de 2025

«Genealogía de los sosos», de Dimas Mas.


François Damiens en La delicadeza.

Un fragmento de la primera novela de Dimas Mas: Poliantea.

 

DIMAS ME DICE QUE NO ME PREOCUPE, QUE ESCRIBA CON TODA LIBERTAD, como si con lo escrito no se hubieran de entretener otros ojos que los míos y los suyos. Insiste mucho en que escriba sin complejos, que lo que precede a mi contribución, y lo que después le seguirá, no son sino pasatiempos. ¿Cómo dijo él? Ah, sí: “insípidos zumos del ocio”. Advertencias todas ellas innecesarias: ¡como si yo pudiera escribir de otro modo que del que escribo! La verdad es que estoy arrepentido, ¡y apenas he comenzado!: me ha engaratusado de mala manera, como solo él sabe hacerlo. En fin, ya que estoy puesto, lo mejor será, para bien de todos, cumplir el compromiso con la mayor brevedad y concisión deseables; que no son previsibles, si nos atenemos a la índole del tema sobre el que (¡en mala hora!) he aceptado escribir estas líneas.

El ser soso no consiente definición: este es el Himalaya de mi empeño. De consentirla, satisficiera yo mi deuda en un decir amén. Aunque Dimas me invita a hacerlo, no veo yo con buenos ojos eso de ponerme como ejemplo y, en consecuencia, hablar de mí; pero habré de vencer mi repugnancia si quiero dar cima a mi empresa, y ello no por cosa distinta de mi verdadero deseo: rescatar cuanto antes la tranquilidad; ser, de nuevo, dueño avaro de mi intimidad.

Ser soso no es algo que se escoja: estoy convencido de que se nace soso como, pongamos por caso, se nace emprendedor, pelirrojo, patizambo, braquicéfalo o abúlico. El soso, a diferencia del loco, percibe, ya desde niño, que lo es; y sabe que habrá de serlo, además, para el resto de su vida. De ello no se sigue ningún drama, porque esa condición es irreversible e incompatible (¿pues no estaba tentado de escribir que por definición...?) con aquel: ¿cómo sufrir por ser ajeno al sufrimiento…? No se ha de creer, sin embargo, que el soso es un ser indiferente, que vive de espaldas a la realidad; de hecho, es muy frecuente encontrarse con sosos en puestos de responsabilidad, pública o privada: la sosería actúa como un aval de seriedad, y, no pocas veces, de supuesta (aunque no siempre bien fundada) competencia.

Las relaciones interpersonales: esta es la fuente de donde manan los tibios desasosiegos de los sosos. Para nadie debería ser un secreto que los sosos estamos marginados en una sociedad como la española, tan devota de la gracia, de la sal. Y yo no niego nuestra posible cuota de responsabilidad, dada la dificultad de trato que supone la sosería, de la que (¡no se olvide!) somos víctimas inocentes; pero siempre, teniendo en cuenta lo anterior, me parecerá excesiva esa respuesta humillante que es la marginación.

Tuve yo hace tiempo la peregrina idea, la quimérica idea, de fundar un club de sosos, del mismo modo que los hay de solteros, divorciados, cazadores, ajedrecistas, colombófilos o nazarenos, y si no lo hice fue porque la sosería no induce a la asociación y porque, a mi modo de ver, el soso aún no ha tomado conciencia (¡hasta cuándo!) de la marginación social en que vive. De entre esas relaciones interpersonales destaca, por las escasas posibilidades que tenemos los sosos de acceder a ella, la que se establece en términos de seducción amorosa. Sosos y sosas, en ese sentido, lo tenemos, como se dice vulgarmente, muy crudo. No imposible, claro, pues la inclinación afectiva es (esta sí que por definición) caprichosa; y a veces la sosería es un atractivo plano sobre el que apoyar esa inclinación por la que se deslice el nutritivo matalotaje (también, Dimas, tiene esta otra acepción…) de ternezas con que sostener el alma y el cuerpo en la travesía de la vida. Atajo la lógica objeción: como polos del mismo signo, que se repelen, así nos está vedado a sosos y sosas establecer esas relaciones amorosas entre nosotros; la experiencia lo demuestra: cuantas veces se ha intentado, los sosos emparejados han acabado por hastiarse uno del otro y por arruinar su convivencia hasta el inevitable extremo de tener que recobrar su soltería, esto es, su soledad.

Aunque por dos veces la soledad haya sido mencionada, de manera que pudiera entenderse como un trágico destino, no es en modo alguno así. Si supiera explicarme con claridad (¡Dimas, socórreme!), quizá no necesitara repetir ahora que el soso, fundamentalmente, es un ser acomodado a su suerte, resignado a ella. No viene a cuento, pero conozco a un soso llamado –y ya es ironía– Amador. Pues bien, nadie jamás, según él confiesa, ha relacionado su nombre con el amor, ¡ni él mismo!, todo lo más con dorado, o la ciudad marroquí…; así están las cosas.

Los sosos no somos fácilmente reconocibles a primera vista, lo que nos diferencia profundamente de los locos, así como de los bobos y también de los ñoños y los zonzos, aunque con estos últimos (¡qué le vamos a hacer!) las diferencias se adelgazan hasta un punto de sutileza tal que sólo los sosos somos capaces de percibirlas. Sin duda, Dimas le hubiera sacado punta (¡ánimo!) a esta curiosidad léxica: loco, tonto, bobo, ñoño, zonzo, soso…; como si la O nos encadenara, aun siendo tan distintos, a unos con otros; o como si fuera la sangre negativa de una familia cuyos miembros se ignoran mutuamente; ya digo, Dimas, a buen seguro, le hubiera sacado la punta que mi torpeza (¿o mi *sosez, que, aun inexistente, prefiero a sosería?) no ha podido.

Decía que no se nos reconoce fácilmente, y eso es verdad siempre y cuando no exista trato alguno, por superficial que sea, con nosotros: en este caso pronto se nos descubre, se nos marca y se nos evita, como ya dije. Muy a menudo, el soso es confundido con un aquejado de úlcera gástrica; pero ese se debe a la escasísima sensibilidad discernidora del común de los mortales, no sujetos, en su mayoría, a una oprobiosa marginación como la nuestra.

¿Virtudes? La principal de ellas, la más perceptible, es que los sosos somos muy pacíficos; un pacifismo que nace de nuestra seña de identidad más querida: la tolerancia. Sucede, no obstante, que ese bonancible carácter que nos es propio muy a menudo se toma por mansedumbre de cabestro, de ahí que no pueda considerarse paradoja nuestra enérgica reacción, lindante si es preciso con la violencia, contra tamaña equivocación de juicio, o intento de abuso; ni es el panfilismo religión en la que militemos con ciego acatamiento y humilde servidumbre: quede bien claro, para aviso de vivales y maulas sin escrúpulos.

¡Cuantísimas veces, sin embargo, preferimos los sosos no hacer caso y dejar que los necios mastiquen su necedad hasta morderse la lengua o desangrarse las encías! Mal que bien, he evitado hasta ahora lo que mucho me temía que habría de hacer: hablar de mí; aunque indirectamente lo haya hecho al incluirme en ese inevitable plural del que formo parte solidaria. Esta reticencia a mostrarse, a publicar la intimidad, no es exclusiva de los sosos, pero sí un rasgo fundamental de nuestro carácter; junto con la notoria ausencia de curiosidad por la intimidad de los demás. Es por ello (te pongas Dimas como te pongas) por lo que voy yo a poner, por mi parte, el punto final a esta superficial descripción del ser de los sosos, antes de que la inercia de estas líneas degenere en inepcia, ¿o ha ocurrido ya?

 

 

sábado, 15 de febrero de 2025

«Post mortem» y «Breviario del caos», de Albert Caraco, un escritor extremo.

 


                                         
La vida autosecuestrada y el pensamiento disolvente de un autor vitriólico.

          En el mundo de las Letras, Rubén Darío acuñó un concepto, los «raros», que aplicó, sobre todo, a poetas simbolistas franceses poco a nada conocidos incluso por lectores contumaces. Paul Valèry, más incisivo, acuñó el de «poetas malditos», tomando como pie un verso del poeta maldito por excelencia, Charles Baudelaire, a raíz de la descripción del poeta que hace Baudelaire en el poema Bendición y de su convicción, escrita en su poema La voz, de que: Son más bellos / los sueños de los locos que los del hombre sabio. Más adelante, Georges Bataille, propuso la existencia inequívoca del mal en la literatura a través de ocho autores muy significativos: Emily Brönte, Baudelaire, Michelet, William Blake, Sade, Marcel Proust, Franz Kafka y Jean Genet. La nómina de «raros» y «malditos» es bastante mas larga, y se infla o mengua en función de quiénes sean los compiladores y su particular dimensión de la «rareza» y el «malditismo», pero está claro que el éxito literario no está reñido con esos autores, porque en esa nomina encontramos desde autores totalmente marginales, como Leopoldo María Panero, hasta consagradísimos como Edgar Allan Poe o Sylvia Plath. Se trata de autores usualmente poco conocidos, como Mynona, Salomo Friedlaender, o Edgar Saltus, autor favorito de Henry Miller, quien, a su vez, también podría figurar en esta nómina, más nutrida de lo que, a primera vista, pudiera pensarse. A todos ellos los caracteriza, en buena medida, haber vivido vidas difíciles, complicadas, trastornadas o trágicas. No todo maldito es un suicida; pero muy probablemente cualquier autor suicida acabe siendo considerado un maldito, como Plath o Pizarnik, aunque, para no caer en determinismos absurdos, otros suicidios, como el de Hemingway o el de Larra, no les permiten acceder a tan selecto club.

          No es mi intención ni definir ni explorar esos conceptos ni, por supuesto, considerar las candidaturas más idóneas a figurar en ellos con derechos de propiedad indiscutibles. Basten esas líneas de presentación para contextualizar la introducción de un personaje que no solo habría de figurar en esa nómina, sino que cumple, además, con los requisitos que suelen caracterizar a muchos de sus colegas: un dominio expresivo muy notable, un pensamiento que no sin violencia podemos llamar «disolvente», a fuer de corrosivo, moral e intelectualmente, y una vida tan particular que, en la vía ordinaria de la identificación con los valores tradicionales burgueses llega a la más insólita de las transgresiones, como es el caso de Albert Caraco (1919-1971), hijo de un banquero sefardí afincado en Turquía, quien, a causa de la Segunda Guerra Mundial, se refugia, tras haber vivido en varias capitales europeas, en Uruguay, nacionalidad que conservó nuestro escritor, aunque la familia se instaló de forma permanente en París y es el francés la lengua en la que están escritas sus obras, precursoras indiscutibles de la del rumano Émile Cioran, aunque no me consta que ambos se hubieran conocido. Lo          que los une, en todo caso, es su singularidad y su marginalidad, aunque el éxito literario de Cioran lo aleja de las cuatro paredes como todo auditorio en que reconoce Caraco que vive, tal y como lo expresa en su vitriólica Breviario del caos:  Yo elevo un canto de muerte sobre eso que va a perecer, y frente a nuestros regentes del exceso, frente a nuestros impostores mitrados y frente a nuestros sabios, de los cuales la mayor parte no alcanza la edad del hombre, yo, solitario y mal conocido, profeta de mi generación, tapiado vivo en el silencio en lugar de ser quemado, les pronuncio las palabras inefables que mañana los jóvenes repetirán en coro. Desde 1946 vive en su pequeñísimo mundo familiar, entregado a la lectura de libros de viajes y escribiendo una obra sin público: Mi auditorio son las paredes de mi cuarto, escribió en Mi confesión. Caraco se reconoce en la complejidad absoluta de una vida sin parangón en la que la escritura se convierte en profesión no remunerada salvo para solaz y justificación de sí mismo: Estoy lleno de meandros, y encima escribo, y ya está dicho todo, me pierdo siguiéndome a mí mismo.

          Fue en el magnífico volumen misceláneo de Luis Valdesueiro, Las esquinas del día (Divagaciones, 2009-2013), cuando leí por primera vez, hace unos meses, el nombre de Albert Caraco, y, por la presentación que hacía Valdesueiro de él, me sentí impelido a ampliar la información, momento en el que descubrí que era el autor de un libro, Post mortem, dedicado a su madre, con motivo de su fallecimiento. Lo adquirí, lo leí y, después, conseguí una versión on-line de su tremebundo Breviario del caos, un libro en el que se exhiben algunas ideas que, en nuestros timoratos y pacatos días, propensos a asustarse de cualquier nimiedad transgresora, quizá hubieran dado con los huesos del autor en una severa mazmorra, a medio camino entre la de la Isla del Diablo, de Papillon, la de If del Conde de Montecristo y la turca de El expreso de medianoche, de Alan Parker, y ello a pesar de que lo importante supo verlo Oscar Wilde con total nitidez en el prefacio de su Dorian Gray: There is no such thing as a moral or an immoral book. Books are well written, or badly written. That is all.  A mí, sin embargo, lo que más me llamó la atención del artículo de Valdesueiro fue saber que Caraco era el autor de  Post mortem, porque a este Diario… ya traje en su momento una obra relativamente parecida: Carta a mi madre, de Georges Simenon, escrita también tras la muerte de su progenitora, por lo que ninguna de las dos, ni la de Simenon ni la de Caraco, leyeron la última palabra de sus hijos sobre ellas.

          Me sigue pareciendo pertinente el modo como abrí aquella entrada dedicada a Simenon:  A nadie se le escapa que las relaciones de uno, cuando está tocado por la sana codicia de la autonomía e independencia personales, con la madre del mismo uno son lo que podríamos llamar con suave eufemismo que lo descubre todo: «materia delicada». No hay, como es obvio, relaciones madre-hijo estandarizadas y, por consiguiente, cada caso es tan singular como repetidos puedan ser los sentimientos o las circunstancias vividos. Con todo, que levanten la mano acobardada aquellos que no comulguen con la primera confesión epistolar de Simenon: Mientras viviste nunca nos quisimos, bien lo sabes. Los dos fingimos.

Hay en nuestra sociedad, a pesar del famoso heteropatriarcado tan traído y llevado, manoseado y tergiversado, un culto a la madre que yo he vivido muy de cerca en la propia figura de mi padre. Una idealización más allá del bien y del mal, esa que se tatúan los legionarios y por la que están dispuestos a morir por defenderla: «Amor de madre». No por rebelión contra el padre, sino por azares de la personalidad individual, la «materia delicada» de la relación materno filial, en mi caso, daría, también, para otra carta como la de Simenon o la de Caraco, aunque el temor a ser injusto aún me paraliza. En todo caso, leer las relaciones de otros con sus madres es algo que me atrae, porque garantiza la singularidad y, usualmente, evita los clichés y las repeticiones.

          Albert Caraco llevó una vida subordinada a los deseos de su madre, con quien se entendía y a quien casi veneraba, pero a quien, como dice desde el comienzo del libro, no quería: La Señora Madre ha muerto […] Me pregunto si la quiero y ,e veo forzado a responder: No, le reprocho que ,me haya castrado, poca cosa en verdad, pero…, y a quien reprochaba amargamente que lo hubiera parido, porque, como concluye en ese primer texto del libro: … y además me ha traído al mundo y yo profeso aversión al mundo. Con todo, y aunque esa apertura parece preludiar una nutrida catarata de reproches, el lector va a encontrarse con una aceptación sumisa de una vida «moldeada» por la madre, incluida su propia condición de escritor solitario pero contumaz: Si soy escritor, algo tiene que ver la Señora Madre, descubrió en mí talento, me insufló coraje, me apoyó frente a mí mismo y los demás.

          La vida familiar de Caraco, con mínima exposición social, pero siempre en círculos de la alta burguesía y la aristocracia lo lleva a identificarse con Marcel Proust, e incluso es capaz de brillar públicamente, al tiempo que exhibe unos modales y una educación exquisita, porque Caraco, como no puede ser de otro modo, es un lector empedernido y, mucho tiempo después, un escritor compulsivo. Sin un editor como su amigo y admirador Vladimir Dimitrijevic, quien lo retrata como un «mandarín solitario de gestos mesurados e impasibles», según nos revela Justo Navarro en la Introducción, es muy posible que su obra hubiera permanecido desconocida durante mucho tiempo, y hubiera corrido el riesgo seguro de perderse. Recordemos que la aversion al mundo de Caraco no es retórica, sino profunda convicción que lo llevará, después de anunciarlo, a suicidarse por ahorcamiento —una muerte muy bíblica en quien asumía y despreciaba su condición de judío no practicante— tras la muerte de su padre. Algo parecido se avanza ya en uno de los textos de Post mortem: La Señora Madre ha muerto, o me ahorco o la olvido, quise destruirme, me pareció que tenía algunos libros en la cabeza, decidí vivir el tiempo necesario y olvidar la aniquilación, mi Semanario no tenía otro fin, me he sacado del abismo al que me iba a precipitar. Buena parte de Breviario del caos es la proclamación de sus deseos de extinguir a más de la mitad de la población de la Tierra, porque, como una suerte de tenebroso ecologista radical, considera que la Humanidad es el cáncer del planeta y ha de ser eliminado, razón por la cual sobra, a su juicio, toda esa población que no hace otra cosa que contribuir a la degradación del planeta y, a medio plazo, a su desaparición. Me adelanto al Breviario cuando aún no he comenzado a desentrañar la curiosa relación de Caraco con su madre: Con cien millones de humanos la Tierra sería el Paraíso; con los miles de millones que la devoran y la deshonran ella será el Infierno de polo a polo, la prisión de la especie, el cuarto de tortura universal y la cloaca llena de locos místicos subsistiendo en sus desechos. La masa es el pecado del orden, es el subproducto de la moral y de la fe, eso basta para condenar el orden, la moral y la fe, pues no sirven más que para multiplicar a los hombres y convertirlos en insectos. Volvamos a ella, porque madre e hijo acaban formando una simbiosis casi perfecta.

          El libro nos habla de las relaciones entre ambos, pero también nos relata el proceso de la enfermedad que la lleva a la muerte entre terribles dolores que persuaden al hijo de lo humana que hubiera sido la eutanasia, de haber ella aceptado, por supuesto. La madre muere en 1963, y él publica su libro en 1968. El lector, a pesar del dictamen inicial que expresaba su desamor, halla en los textos siguientes una admiración profunda hacia lo gobernó de forma casi  avasalladora, quien quiso fundir su personalidad con la de su hijo, formando un reducto privilegiado en el que ambos vivieran cómodamente, al margen del padre, durante toda su vida. La madre era la maestra que le enseñaba al hijo lo perversas que pueden ser las mujeres, y sus muchas artes de encantamiento, razones que alejaron a Caraco de cualquier mujer y de la ficción cursi del amor. Ambos podían hablar de arte, de filosofía, de literatura, y aun de frivolidades sociales, desde una comunión de juicios tejida en el seno de la relación madre hijo más claustrofóbica que pueda imaginarse, aunque ellos la vivieran como una bendición. Herencia de esa relación provechosa y fluida fue la huida de toda efusión sentimental en sus escritos: Mis ideas me prohíben el pathos, mi estilo me protege incluso de rondarlo. Algo de esas ideas ya lo hemos conocido, pero lo que vendrá después rozará lo escalofriante. Su estilo, sin embargo, tanto en uno como en otro libro, es el de la enunciación fría, objetiva, serena, próximo en todo momento a los hechos ( El mundo es lo que es  y los símbolos son fantasmas) como última palabra de lo real en que vive Caraco con un aplomo que procede de su nihilismo absoluto. Pensemos en esta contundente declaración de principios recogida en su obra Mi confesión: Si hay un hombre que tiene derecho a odiar y despreciar el mundo, ese soy yo; mi trabajo rebosa odio y desprecio por él, lo que lo coloca en el rango de obras ascéticas. No me gusta ninguno de los países donde tuve la desgracia de vivir, no me arrepiento de ninguno, los otros donde no me acerqué, me son indiferentes y ni siquiera quiero conocerlos, la desaparición de tal y cual con sus habitantes no me haría suspirar y solo me arrepiento de las obras de arte, las piedras tienen más importancia para mí que los hombres. El hombre es el bien menos preciado de muchos, es un insecto sin alas y que huele mal, al contaminar el aire, el suelo y las olas, un gran científico lo llama cáncer de las ecuménicas, la humanidad se está extendiendo por nuestro planeta como enfermedades incurables y cuando todas las enfermedades estén curadas. Desde esta perspectiva, el retrato de la madre supura una objetividad que nos habla de su relación como si de una pieza de museo se tratase: La Señora Madre tenía una filosofía bastante semejante a la que profeso en estas páginas, no quiso un segundo hijo y esta resolución la había tomado apenas salida de la infancia: la visión de tantas familias numerosas y todas desgraciadas, por numerosas, le dictó la razón de su conducta. Su desconfianza en lo que respecto al amor, del que me alejó, no era ajena a tales motivos. Me recomendó un egoísmo razonable y me armó contra toda ebriedad.

          El retrato que emerge de la madre en Post mortem es el de una mujer vital, llena de recursos, bella, con un admirable dominio de sí y capaz de deslumbrar a su hijo, quien ve en ella no tanto un ideal como un escarmiento de lo que las mujeres, como antagonistas, son, aunque se reconoce inferior a ella en muchos aspectos, sobre todo en el vitalismo que tan ajeno le es a quien siente aversión hacia el mundo: Ella había superado su caos natural, su admirable carácter fue un sistema de defensa, yo no he superado el mío, indudablemente me costará la vida. La figura de la madre, bella como lo atestiguan las fotografías, no es la expresión de una naturaleza venida así al mundo, sino el producto de una conquista trabajada a lo largo de su vida: Ella era el orden y despedía luz, pero esta apariencia solo fue, después de todo, una incesante conquista al caos y las tinieblas. Y ahí, en ese caos no vencido es donde Caraco se individualiza frente a su madre, quien, como mujer, no esconde que la belleza y la coquetería son atributos a los que ni se puede ni se debe renunciar:  Decía tener la belleza del diablo. […] Conservó su disciplina de coquetería hasta las puertas de la muerte, pues conocía bien el mundo y no se engañaba respecto al espíritu que lo anima en lo que concierne a las mujeres, imperdonables en cuanto dejan de seducir. Ya se advierte lo muy lejos que tales convicciones están del discurso feminista hoy reinante, aunque esa visión del mundo de la madre de Caraco aún la compartan muchas mujeres. De hecho, Caraco echa mano del folclore para sintetizar el ideal de mujer en un personaje, Melusina, que, curiosamente, he leído muy recentísimamente en Gualba, la de mil veus, de Eugeni D’Ors, por ejemplo. Ese mundo festivo de las apariencias y la frivolidad nada tiene que ver con Caraco, pues, aunque participe junto a su madre en esos fastos sociales, su pensamiento lo aboca a una reflexión más amarga: Las bellas apariencias, las risas, los juegos, las tonterías y las zalamerías, la espuma del mar profundo y bajo la espuma un mundo negro en el que no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino a la especie. Y si algo quiere nuestro autor es distinguirse de la especie, no querer saber nada de ella, ni de sus obras ni de sus pompas ni de sus creencias. En ello halló aliento, en parte, en el descreimiento de su madre, quien vivía, junto a su hijo, al margen de la religión: La Señora Madre se burlaba de la religión, jamás practicó ninguna, renunció a sus supersticiones, en los años que precedieron a su muerte se hizo filósofa. Y de ahí saca el hijo su propio anticredo: Dios no nos ama y no es un objeto de amor, el Misticismo solo es en el fondo un Narcisismo y el Dios personal solo es un absurdo, la necesidad que tiene los miserables de sentirse consolados prueba la bajeza de los miserables y no la evidencia de las figuras que se imaginan…

          Podría seguir con el retrato pormenorizado de una intensa relación que Caraco tiene el don de sintetizar en las breves 127 páginas del texto, pero, antes de pasar a su disolvente ideario expresado en Breviario del caos, recogeré la suprema «enseñanza» que legó a su hijo el relativamente luminoso junto a quien Caraco pasó casi toda su vida: Me aconsejó no buscar la felicidad y me aseguró que todas las desgracias derivan de su búsqueda, y las únicas palabras de su madre que aparecen en el libro: Solo para mi te educaba, no me creía una madre devoradora y te he mutilado, pobre hijo mío. Deberías desconfiar más de tu madre, sin desearte mal, no te hago todo el bien que quisiera y, a mi pesar, es en mí en quien pienso. Sé un poco más brutal, un poco de ingratitud me tranquilizaría, somos todos en el fondo temibles egoístas. Quizás por ello mismo Caraco se sintió en la obligación de todo lo contrario, esto es, asegurarle su unión incondicional y eterna, hasta que, propiamente, la muerte los separase:  La Señora Madre fue, lo reconozco, una atormentada, pero llevaba en sí misma los remedios y sus alegrías tenían la fuerza que les faltaba a sus penas, por otra parte siento que fui uno de sus remedios y que mi matrimonio la hubiera dejado absolutamente sin consuelo.

          Breviario del caos es un libro nietzscheano, en el sentido del desprecio de las masas, seres inferiores cuya misión no es otra que destruir un planeta en el que un número reducido de seres podría vivir confortablemente sin la amenaza constante de que salte por los aires por efecto de la temida superpoblación, que ya denunciara Malthus en su día, temor que no hace mucho recogió la presidenta del Fondo Monetario Internacion al Christine Lagarde, al quejarse de que los humanos tendíamos a ser, en términos económicos, insosteniblemente longevos; esa minoría, sin embargo, no la relaciona Caraco con la creencia en el  superhombre niezscheano, en el que Caraco no parece creer, dada su muy negativa opinión sobre la especie humana en general. Su perspectiva es, como antes anticipé, la de un defensar a ultranza del planeta, del que la superpoblación es una enfermedad crónica:  El mundo es feo, lo será cada vez más, los bosques caen bajo el hacha, las ciudades crecen engulléndolo todo, y por doquier los desiertos se extienden, los desiertos son también obra del hombre, la muerte del suelo es la sombra que las ciudades proyectan a la distancia, se une a eso en el presente la muerte del agua, después será la muerte del aire, pero el cuarto elemento, el fuego, subsistirá para que los otros sean vengados, es por el fuego que moriremos en nuestro turno.

          Sabiendo, en consecuencia que vamos directos a la catástrofe y que la ingenua fe en el progreso se ha visto contundentemente desmentida por la realidad de una doble degradación: moral y física, de la sociedad y del planeta, los diagnósticos y los remedios de Caraco rozan aquello que él denuncia en uno de sus lucidos diagnósticos: la demencia:  En el universo, donde nos hundimos, la demencia es la forma que tomará la espontaneidad del hombre alienado, del hombre poseído, del hombre rebasado por los medios y convertido en esclavo de sus obras. La locura incuba desde ahora bajo nuestros inmuebles de cincuenta pisos, y a pesar de nuestros intentos por desenraizarla, no llegaremos al punto de reducirla, ella es este dios nuevo que no sosegaremos incluso rindiéndole una especie de culto: es nuestra muerte la que incesantemente reclama todo. Y ahora pensemos en la patologización constante de la vida en Occidente desde el cambio de siglo hasta nuestros días, para percatarnos de que poco hay de exagerado en el diagnóstico de Caraco.

          Pocos retratos tan demoledores de nuestro presente como este que traza Caraco a finales de los años 60 y que se conoce en una publicación treinta años después de su muerte. Sorprende que ya entonces intuyera nuestro autor conflictos sociales que forman parte hoy de nuestro presente más acuciante, y más sorprende, ¡y aun escandaliza!, sus propuestas de solución a esos problemas. El título no engaña, por supuesto, y ese caos irrefragable, al pensar de Caraco, va a tener en su persona no ya un debelador, sino un notario y un polémico legislador: Nosotros estamos en el Infierno, y no tenemos otra elección más que la de ser condenados atormentados o ser los diablos encargados de su suplicio. Condición añadida es el título de profeta de esa caos que Caraco se reserva:  Yo elevo un canto de muerte sobre eso que va a perecer, y frente a nuestros regentes del exceso, frente a nuestros impostores mitrados y frente a nuestros sabios, de los cuales la mayor parte no alcanza la edad del hombre, yo, solitario y mal conocido, profeta de mi generación, tapiado vivo en el silencio en lugar de ser quemado, les pronuncio las palabras inefables que mañana los jóvenes repetirán en coro.

          Para un convencido, como yo, de que vivimos, al menos en España, en un Todovalismo que degrada nuestra democracia, cómo va a sorprenderme que un «profeta» como Caraco descubra que ese nivel de incoherencia formaba parta ya de la realidad europeas tanto tiempo atrás: La libertad de incoherencia ha reemplazado a las otras, y nosotros ya no renunciaremos a ella, las artes lo ilustran y las letras a ella nos remiten, ¿qué digo?, las ciencias en ella se reconocen y los más grandes sabios renuncian a la idea misma de síntesis. Ahora bien, la idea de síntesis retirada, la coherencia es imposible y el Humanismo no es más que una vana palabra; hace mucho tiempo que la mesura no está más de moda y nadie piensa guardarla, pero con ella un segundo elemento del Humanismo cae; con respecto del tercero, la objetividad, no tenemos ya el espacio necesario y es otra paradoja el triunfo de la subjetividad entre los hombres de ahora, a pesar de la lección de las ciencias, más objetivas que nunca. He aquí por qué el laberinto es la figura de nuestra evidencia, pues su imagen nos entrega el breviario del tiempo, el laberinto es legión y no conseguimos ya comunicarnos, no tenemos más un denominador común, somos irreales y nos complacemos en serlo. ¿La palabra comunicación estaría a la moda si la comunión no fuera problemática? En verdad, somos una legión de soledades y, sin embargo, rodamos confundidos, presas de aquello que mezclándonos, no para de aislarnos. De igual manera, ¿a quién sorprenderá un análisis que  podríamos firmar hoy sin cambiar una coma de cuando Caraco lo hizo?: Nos volvemos cada vez más conservadores y llegamos a mantener las antiguallas más caducas y más vergonzosas, nuestras revoluciones son puramente verbales y cambiamos las palabras para darnos la ilusión de reformar las cosas, tenemos miedo de todo y de nosotros mismos, encontramos la manera de eliminar la audacia exasperando la audacia y de tener ocupada la locura exagerando la locura, no nos oponemos a nada y lo abortamos todo, es el triunfo de la desmesura enfeudada en la impotencia. Y de ahí el corolario inexcusable: Nunca los exploradores del mundo fueron tan miserables, los pesos y medidas son falsos, los puntos de referencia todos problemáticos, por no hablar de la aceptación de los términos, entramos en el caos de las ideas y es a lo que la prostitución de las palabras nos encaminan.

          Es, sin embargo, en las «recetas», donde Caraco adopta una deriva que pasa por la derecha a la ultraderecha de nuestros días, teniendo en cuenta, además, la convicción que lo guía: La idea de lo justo y de lo injusto no ha sido nunca más que un delirio, al cual estamos atados por razones de conveniencia. Y de ahí, en consecuencia, barbaridades como la que no tiene reparo en manifestar: El único remedio para la miseria es la esterilidad de los miserables, pero el orden para la muerte, el orden de los comerciantes y de los sacerdotes, nos prohíbe incluso hablar de ello. […] En un mundo que la pobreza amenaza, toda familia pobre agrega a la miseria, toda familia pobre es ya criminal por el solo hecho de su existencia.

          Sentado lo anterior, no es de extrañar que su visión política coincida milimétricamente, salvando tanta distancia temporal, con discursos que oímos día sí y al otro también: Europa es rica y débil, la Historia nos enseña que el deber del rico es ser más fuerte que el pobre o esperarse lo peor […] Estoy convencido de que nos desengañaremos demasiado tarde y de que el Racismo tiene futuro. […] Los Africanos y los Asiáticos descubrieron que el Nacionalismo y el Racismo no les es ajeno, estos hombres marchan sobre nuestras huellas y si esperamos que quieran desengañarse, nos volveremos sus siervos o sus víctimas, nuestras mujeres sus prostitutas y nuestros bienes su botín.

          Menos mal, después de todo, que la catástrofe a la que descendemos será el fin del Nacionalismo, y bien merecido lo tendrá, porque el Nacionalismo es el arte de consolar a la masa de no ser más que una masa y de presentarle el espejo de Narciso: nuestro futuro [la catástrofe]romperá ese espejo. Se mire como se mire, un final apocalíptico que solo un humanismo renovado podrá impedir, aunque el camino para lograrlo esté jalonado por guerras que adoptarán formas que nos cuesta imaginar: El orden no es amigo de los hombres, se limita a regentarlos, rara vez a civilizarlos, y aún más rara vez a humanizarlos. No siendo infalible el orden, es a la guerra a quien corresponde un día reparar sus faltas, y porque el orden continúa multiplicándolas más y más, vamos hacia la guerra, la guerra y el futuro parecen inseparables. Esta es la única certeza: la muerte es, en una palabra, el sentido de toda cosa y el hombre es una cosa frente a la muerte, los pueblos lo serán de igual forma, la Historia es una pasión y sus víctimas legión, el mundo, que nosotros habitamos, es el Infierno moderado por la nada, donde el hombre, negándose a conocerse, prefiere inmolarse, inmolarse como las especies animales demasiado numerosas, inmolarse como los enjambres de langostas y como los ejércitos de ratas, imaginándose que es más sublime morir, morir innumerable, que reconsiderar finalmente el mundo que habita.

 

 

 

 

domingo, 26 de enero de 2025

«Epistolario completo Ortega-Unamuno», edición de Laureano Robles.

 

Dos visiones autobiográficas y dos modos diversos (y no siempre coincidentes) de afrontar la reflexión filosófica y sociopolítica.

 

      A lo largo de casi 30 años no son muchas las cartas que cruzaron Unamuno y Ortega y Gasset, pero este epistolario completo reunido en volumen y cuidadosamente editado por Laureano Robles es una estimulante y provechosa lectura para entender una parte de nuestra historia sociopolítica y, por supuesto, subirse a un mirador privilegiado para contemplar la intimidad de dos pensadores de talla universal, cuyas respectivas obras deberían ser de lectura constante, aunque su desoladora percepción de la realidad española de su época es hoy, más de un siglo después de que iniciaran su intercambio epistolar, tristemente actual, dada la vertiginosa degradación democrática que estamos viviendo desde que la extrema izquierda y el neofascismo nacionalista han devenido los únicos sostenes de un disminuido y radicalizado partido socialista, con poco de obrero y perdiendo a pasos agigantados lo de español, en beneficio de no se sabe bien qué plurinacionalidad indefinible. Hacia el final del epistolario, en una de esas cartas escritas por Ortega pero que no llegó a enviar a Unamuno, fechada en 1933, leemos: Nos llegan tiempos de prueba y de confusión. Los cabecillas políticos no aciertan a desentrañar —desentrañar, ¿eh?— de los actos del pueblo —unas elecciones, por ejemplo— su estado de ánimo. ¡Es tan difícil desentrañar de actos estados! ¡Llegar al hondón de la conciencia comunal!  En otra, de 1907, el desaliento de Ortega ante la realidad le lleva al extremo de decir nada menos que lo siguiente:      Los españoles han sido hoy y siempre una raza simiesca, un arrabal de la humanidad. Pero entre ellos ha habido unos semi-hombres que no se han contentado con pensar en hacerse hombres sino que han querido asaltar a Dios, derretirse en todos los infinitos. Monos y sobrehombres: eso ha sido Celtiberia. Lo que no se puede buscar son hombres. Solo ha habido un castellano que siendo sobrehombre supo a fuerza de ironizarse tomar su sobrehumanismo como espectáculo, superarlo y llegar, si no totalmente, por lo menos teoréticamente a Hombre. Fue Cervantes. Esta opinión se condice con su reacción ante la lectura de la Vida de don Quijote y Sancho, de don Miguel: Por lo demás… ¡he llorado! —desde que soy platónico todo me hace llorar— pensando que a la hora de ahora es posible que no haya quinientos españoles que lo hayan leído y ni diez que lo hayan comprendido. ¡He ahí un fiel retrato de la soledad del intelectual en la España del primer tercio de siglo XX! Ambos tienen la sensación de, como se dice vulgarmente, clamar en el desierto, pero no por ello abdican de su alta labor intelectual con la esperanza de sacar a España del «marasmo» que denunciara una y otra vez Unamuno en su esforzada labor polígrafa.

          He llegado tarde al género memorialístico, acaso porque, muy quijotesco y bovariano a mi manera me perdí desde muy joven en el laberinto de la novelería, tan gustoso como terrible; pero será la edad, en su franja septuagenaria, la que me empuja hacia el recuerdo y hacia las vidas, hechos y escritos de los otros, no ficticios, sino reales, como si se declarara con ella, la edad, una última necesidad de realidad «palmaria» que acabara dándole sentido a tanta imaginaria como he vivido antes de abandonarla definitivamente. No estoy muy seguro de ello, pero como yo vivo de continuo en un poblado jardín de hipótesis de toda laya, advierto que ha crecido esta, y la riego. Y leo, de tanto en tanto, memorias, confesiones y epistolarios como un cotilla de la vida intelectual de los demás, cumpliendo acaso el viejo impulso de asomarnos a la ventana para ver la vida de los otros ya cercarnos a nuestros desemejantes… Unamuno y Ortega se llevan diecinueve años, son de generaciones muy distintas, uno, de la del 98; el otro, de la del 14. El primero aún arrastra la memoria de las guerras carlistas; el segundo, es un español abierto a las corrientes europeas del pensamiento, que tanto influirán en su concepción de Europa como una superación del nacionalismo, ese que Ortega define en estas cartas de este modo: El prejuicio nación es un octavo pecado capital. El atrabiliario rector de Salamanca, sin embargo, será un antieuropeísta convencido, el adalid del tan incomprendido «¡Que inventen ellos!», que en estas cartas justifica con tanto ingenio:  La luz elécttrica alumbra aquí tan hien como donde se inventó. (Me felicito de habérseme ocurrido este aforismo tan ingenioso). 

                      Como el género epistolar tiene mucho del típoco cajon de sastre,m del batiburrillo o del matalotaje, tiene el intelector una sensación de fuerte reparo ante el cruce de intimidades que no le han sido destinadas y que acaso han sido escritas amparándose en la lectura exclusiva que hará el destinatario. Otra cosa es que los corresponsales, como creo que ocurre en este caso, sean conscientes de que cualquier esrito de ambnos será suscetible de formar parte de su «obra», y contribuirá a fijar su perfil humano e intelectual definitivo. Accedemos, desde esta perspectiva, a unas manifestaciones íntimas muy alejadas del discurso elaborado, y leemos revelaciones ciertamente sorprendentes que nos acercan a una visión de ambos intelectuales muy distante de la imagen más divulgada de ambos. ¿Qué decir de esta sorprendente revelación de Ortega, al poco de iniciar su cruce epistolar con Unamuno:  Luego me agarra la convicción de que no sé ni una palabra de nada; pero así: ni una palabra. ¡Y piense ahora el intelector de estas páginas en la catarata de declaraciones ebrias de cuantos se reclaman «autoridad» intelectual a propósito de cualquier cosa, desde el conflicto entre Israel y los terroristas árabes hasta la fracturación hidráulica, pasando por las entretelas de las esferas de poder rusas! Como si supiera perfectamente con quién habla, que lo sabe, sabe definirse en los términos que apreciará profundamente su interlocutor: Me creo capaz de ser un hombre franco, bueno, justo, de aire libre, al mismo tiempo que entendido, aficionado, studiosus, lento y calientalibros. Sí, sí, con este último neologismo encantador, porque en las cartas suele desatarse una creatividad a la que no le aplicamos los criterios normativos de la obra pública, por supuesto. Remachemos, con otro fragmento de la misma carta primeriza, de 1904, esa sensación de «intruso» en la vida intelectual de Ortega: Nunca olvidaré las frases amargas, humanas, con que habla Turguenev, en Humo, de los diamantes en bruto, de su país: «No extendáis por Rusia la idea de que se puede hacer algo sin el estudio, ¡por Dios! No; aunque se tenga una frente como una hectárea, hay que estudiar, comenzando por el alfabeto; si no, hay que callarse y estarse quieto». Una de las cosas honradas que hay que hacer en España (como en Rusia), donde falta todo cimiento, es desterrar, podar del alma colectiva la esperanza en el genio que viene a ser una manifestación del espíritu de la lotería, y alentar los pasos mesurados y poco rápidos del talento. Seguro que no habrá ningún intelector que no reconozca en este párrafo el credo de los regeneracionistas como Costa o Lucas Mallada, y ello porque la sociedad española, tan deficitaria en el terreno educativo, necesitaba un impulso que tardará aún muchos años en llegar, y, según y cómo, aún, a pesar de todo lo conseguido, aún no se ha completado, sobre todo si atendemos a las pruebas internacionales que evalúan no solo a nuestros alumnos, sino al sistema educativo en su conjunto. No tardará mucho Unamuno, en 1906, en devolver una confidencia semejante, al hablar de la brava tormenta por que mi pobre espirituelo está pasando:  Cada vez me siento más solitario. Y ya apenas gozo si no con la compañía de los solitarios como yo. No me interesa nada de lo que interesa a la generalidad; no les interesa a ellos nada de lo que a mí me interesa.

          Parece una maldición, que los poderosos intelectos hayan de sufrir la soledad, como ese «pájaro solitario» del que predicaba Juan de la Cruz que no sufre compañía, aunque sea de su naturaleza. En este caso, la gozan ambos, a pesar de sus discrepancias, que las hubo, porque Ortega no es tan espiritualista como lo fue Unamuno, por supuesto. ¡Qué escalofriante, viniendo de quien viene, esta confesión!: Es el caso que habiendo hecho no pocos favores en esta vida a otros bípedos, no tengo un solo amigo, […] Años he buscado algún otro hombre que acordara con mi ánimo. Inútil. Todos están preocupados con la realidad, todos necesitan de su tiempo y del de los demás para ir a alguna parte; en la tierra donde es sentencia «fulano no va a ninguna parte» es casi imposible dar con alguien que no quiera ir a parte alguna. Pocos años después, aunque en la lectura se produce una suerte de continuo cronológico que salva los años y lo reduce todo a una larguísima conversación entre ambos…, Unamuno corresponderá a la humanísima confidencia de Ortega: Mi batalla es en este país que dicen atacado de individualismo y donde en realidad se odia la personalidad y carga a cada uno lo que en el otro es el hombre, pelear por el respeto y el interés hacia el hombre. Mi lema es: ecce homo, abrirme el pecho, aunque esto me cueste la vida, y decir: ecce homo. Y enseñar así a que cada cual haga lo mismo. El interés por el hombre concreto, palpitante, individual, ese interés que ha matado el confesionario. A mí me interesa usted personalmente, no sus ideas. Esta última idea del párrafo la reitera a lo largo del epistolario y la asocia a su cristianismo militante: Lo grande del cristianismo es ser el culto a una persona, a la persona, no a una idea. No hay más teología que Cristo mismo, el que sufrió, murió y resucito. Y solo me interesan las personas.

          Este epistolario recoge una pluralidad de intereses de ambos escritores que lo convierten, como dije al principio, en un privilegiado mirador sobre la España de aquellos años; pero me van a permitir que ponga el acento en las confesiones íntimas, porque esas expansiones el ánimo nos ofrecen un retrato, acaso poco divulgado, que es justo conocer, por acercarnos a nuestra experiencia individual la vida de aquellos dos hombres excepcionales en nuestra historia cultural: Estoy amargado, muy amargado. —le confiesa Unamuno—. Es cosa triste que festejen a las ideas expósitas a que por caridad dimos nuestro nombre y saluden fríamente y no más que por compromiso a los hijos de nuestra alma. […] La batalla entre el ambiente y yo llega al punto de mayor tristeza para mí. Quieren hacer mis mejores amigos una cosa de mí y yo quiero hacerme otra cosa. Una sensación de sentirse instrumentalizado que hirió profundamente a Unamuno, quien defendió su individualidad y su criterio aun a costa de enfrentarse a todo el mundo, y su final es una clara muestra de su coherencia. Ortega conoce a la perfección esa soledad de quienes moran en el encumbramiento del pensamiento y de la emoción: Mi querido Unamuno: todos tenemos nuestra soledad porque todos tenemos nuestro Yoecillo —Egunculus— pero la mía es más modesta que la de U. y de todo tiene menos de espléndida. Se trata de la soledad de quienes se mueven en el alto mundo de la especulación filosófica, social y moral, porque, como defiende Ortega: «La moral es la vida buena, el buen orden de la vida». Pero volvamos a la exigencia intelectual que rige la vida de ambos filósofos: ¿Cuál es el español capaz de olvidarse y despreocuparse por completo de sí mismo? ¿Para quién solo existan las ideas? Esto es lo clásico. Clásico es el espíritu que nazca cuando naciere está soterráneamente en comunicación con la corriente soberana de la eterna tarea humana, la que se cumple en horas de siglos. […] Lo clásico es pues lo sincero y lo sincero no es preocuparse en ser por fuera lo que se es individualmente por dentro, sino en no preocuparse de nada que no sea la idea. Ninguno de ellos, sin embargo, se ajusta escrupulosamente a esa exigencia rigurosa que plantea Ortega, porque el compromiso social en aras de una racionalización de nuestra vida política les llevó a dedicar muchos esfuerzos y un tiempo precioso a la labor política, con el convencimiento de que se trataba de un imperativo moral que no podían rehuir en aras de una labor solitaria, por importante que fuera. Ampliamente conocida es la vida de ambos como para reproducirla aquí, pero los dos pagaron un alto precio por esa dedicación, permanentemente sembrada de incomprensión por buena parte de una sociedad polarizada que respondía más a la propaganda barata que a la razón poderosa, casi me atrevo a decir que como en este sexenio ominoso de nuestra política actual… Al principio, 1904, Ortega se resiste: Creerá usted que es avaricia o temor a comprometerse; pero yo le aseguro que es respeto a las ideas, y —¡qué demonio!— cierto asco de entrar a formar parte, casi a sabiendas, del coro de ocas; pero no tardará en volcarse en esa dimensión política de su actividad intelectual: «Creo que estamos en momentos precisos para resucitar el liberalismo y ya que los de oficio no lo hacen vamos a tener que echarnos nosotros ideólogos a la calle. No hay más remedio: es un deber. Hay que formar el partido de la cultura».

          Algunos aspectos anecdóticos de ese epistolario llamarán la atención de intelectores suficientemente informados para apreciar algunos juicios llamativos, como el desprecio que manifiesta Unamuno por Gabriel Miró: Iría a informar en eso o en otra cosa si estuviese dispuesto a llevar una docena de palabritas nuevas como un Miró cualquier (pero qué huero y qué estúpido es lo de este levantino!) […] pero estoy en ánimo de cagarme en lo que llaman estilo y es todo lo contrario. Que informe el camello estridente, quiero decir, D. Melquiades, con su retórica sahárica en la que no hay más rocío que el del sudor. Se trata de una libertad de juicio con manifiesto animus iniurandi que solo se manifiesta al amparo de la confidencialidad del correo. Como cuando recomiendo al «espectador»: Hay que darse baños de bêtise humana. Son como los baños de fango. Y más usted que quiere ser el hombre de la calle. Lo más propio del hombre de la calle es aguantar los codazos de la muchedumbre callejera y las salpicaduras de barro de los coches. Por otro lado, no faltan datos anecdóticos como el recuento de los ingresos que tiene Unamuno como rector en la universidad de Salamanca, más lo que gana con los artículos en La Nación y otros ingresos, para declinar la oferta que le hace Ortega de irse a Madrid a ocupar una cátedra de Historia de las religiones: Ir ahí, a Madrid? A ese indecente, a ese bochornoso, a ese indolente, a ese repulsivo Madrid? A esa cueva de políticos, estetas, chulos, pedantes, cómicos y periodistas? Voy a probar cuánto tiempo puedo pasarme sin pisar eso, le contesta. De igual tenor podría considerarse la confidencia de las aspiración a la aurea mediocritas de quien en alguna carta firma Pepe Ortega: Yo deseaba casarme e irme a vivir a la sierra de Córdoba cerca de la ciudad en cuyo Instituto creo que va a haber vacante. La serenidad de Córdoba me enamora. Córdoba es una mujer en mis sueños.

          Permítanme concluir con la descripción que hace Unamuno de su modo de trabajar: Y si hay, según Schopenhauer, escritores que escriben sin pensar, otros que escriben porque han pensado y otros que piensan para escribir, los hay también, y creo contarme entre ellos, que piensan escribiendo. Una pluma en la mano es mi mejor excitante. Y es como mejor me refuto a mí mismo y me contradigo.

          El resto de maravillosos descubrimientos de este epistolario lo conocerán quienes se acerquen a él, y ya les aseguro que lo harán con insólito provecho.   

miércoles, 22 de enero de 2025

«‘Tú eres la tarea’. Aforismos», de Franz Kafka.

Las ideas sin género: el acercamiento de Kafka al judaísmo.

 

          Ahora que han pasado los exiguos «fastos» del centenario de la muerte de Franz Kafka y evitamos las cifras redondas que tanto ofenden a Enrique Vila-Matas, estoy en condiciones de acercarme a una obra que puede tener la apariencia de «menor» en el total de las obras del autor, pero que, bien leída, nos ofrece claves para entender buena parte de su obra, marcada por la fiera determinación de ser construida como absoluta prioridad vital: Dos tareas del comienzo de la vida: limitar cada vez más tu círculo y verificar una y otra vez si tú no estás escondido en algún lugar fuera de tu círculo. Los magníficos comentarios de Stach a los aforismos nos permiten adentrarnos en los vínculos que estos tienen con otros textos de diferente época del autor, como esta anotación de 1912 en su diario: Puede reconocerse muy bien en mí una concentración orientada a la escritura. Cuando se hizo claro a mi organismo que escribir era la dirección más productiva de mi naturaleza, todo tendió con apremio hacia allá y dejó vacías todas aquellas capacidades que se dirigían preferentemente hacia los gozos del sexo, la comida, la bebida, la reflexión filosófica, la música. Adelgacé en todas esas direcciones.

El esmerado prólogo de Reiner Stach confiesa de buen comienzo lo obvio: Resulta problemático calificar de aforismos la colección de breves piezas de Kafka que normalmente se publica con el título de Aforismos o Aforismos de Zürau. Desde esa constatación, pues, nadie espere lo propio del género aforístico: el ingenio, la agudeza e incluso el humor; pero sí, por supuesto, la sinceridad extrema y un excelso surtido de pensamientos que inciden en las constantes propias del autor: su fe en la escritura y su temor a la realidad.

 Los supuestos aforismos de Kafka constituyen un nutrido conjunto de reflexiones que, partiendo de una idea fuerza: la existencia de dos mundos, el espiritual y el físico, se dedica a plasmar, acaso de forma reiterativa, la sombría concepción del mundo , ¡y de sí mismo!, que tenía el autor checo y que le han valido fama universal. Los textos escritos durante su estancia en casa de su hermana Ottilie, en el campo, en Zürau, una vez se le había declarado la tuberculosis que, pocos años después, le causaría la muerte. Su hermana, familiarmente Ottla, fue la responsable de acercarlo al judaísmo y suscitó el interés del autor por el mundo yiddish, su teatro, sus tradiciones y, claro está, por la lectura de la Biblia, muy presente en los pensamientos de este libro.

Que sus pensamientos giran en torno a los grandes relatos bíblicos se advierte casi desde el inicio del libro: Hay dos pecados capitales humanos de los que derivan todos los demás: la impaciencia y la dejadez. […] Por la impaciencia fueron expulsados del Paraíso, por la impaciencia no regresan. Este volumen no solo recoge los pensamientos de Kafka, sino, como ya hemos visto en el primer párrafo, los oportunos comentarios del editor, Reiner Stach, quien con suma habilidad suele poner en relación lo expresado por Kafka en el aforismo con el conjunto de su obra, una benemérita tarea de la que se beneficia el lector poco asiduo de Kafka, pues constituye una suerte de introducción a su obra completa, y en lo mas interesante de ella: los planteamientos vitales e intelectuales que determinan una vida tan compleja como la del autor checo, quien lo sacrificó todo a su escritura, la posible felicidad con yugal incluida. Recordemos que fue en Zürau donde tomó la decisión definitiva de romper su compromiso matrimonial con Felice Bauer. Pongamos como ejemplo el comentario de Stach acerca de la disquisición de Kafka sobre el mal y el demonio interior: [Sobre el demonio interior: El día anterior Kafka había anotado una pieza en prosa que ofrece un contexto narrativo del motivo del demonio interior:] Sancho Panza, quien por cierto nunca se jactó de ello, logró con el paso de los años, aprovechando las tardes y las noches, apartar de sí a su demonio —al que más tarde dio el nombre de Don Quijote— por el método de proporcionarle una gran cantidad de libros de caballerías y novelas de bandoleros… Los conocedores de la vida de Kafka están al cabo de lo mucho que apreciaba la obra de Cervantes y especialmente el Quijote.

Que Kafka no era una persona sencilla y sí un ser de altísima autoexigencia se constata uno tras otro en estos aforismos en los que su visión pesimista, lindante con el absurdo, recurre a demostraciones cuya lógica solo puede formar parte de un ser de excepción, ajeno al discurrir de la existencia, y anclada en conflictos, muchos de ellos irresolubles, que lo atrapan en una espira depresiva: Todos los errores humanos son impaciencia, una interrupción anticipada de lo metódico, un aparente cercar con estacas las cosas aparentes. Era Kafka un ser en lucha contra las obligaciones que lo apartaban de su creación y, con todo, una persona cumplidora y eficaz en sus cometidos, llamémosles «civiles», porque hasta su jubilación por enfermedad, Kafka se procuró su sustento y soportó la adversidad de su mala relación con su padre, con quien ajustó cuentas en esa obra maestra de la escritura memorialista que es Carta al padre.

Como no puede ser de otra manera, la escritura fragmentaria de Kafka, vía síntesis extremas de sus planteamientos narrativos, es capaz de sorprendernos con verdaderos aforismos que nos impactan por lo insólito y, en cierto modo, por la extrema coherencia con el resto de los fragmentos: Una jaula fue en busca de un pájaro. El buen hacer de Stach nos remite enseguida al aforismo 32 (son 109 los que contiene el volumen) donde Kafka habla de los grajos y pone en relación el pájaro del 16, con la palabra checa para grajilla, Kavka, de lo que podría inferirse que el autor nos habla de la pérdida de libertad. En otro aforismo cercano, más narrativo, esa pérdida de libertad se asocia directamente con el suicidio: El suicida es el prisionero que ve exigir un cadalso en el patio de la prisión y, creyendo erróneamente que está destinado a él, por la noche escapa de su celda, baja y él mismo se ahorca, que se nos presenta en forma de paradoja, lindante con el absurdo, otra de las «especialidades» de Kafka.

A pesar del tono íntimo de estos textos y de lo mucho que tienen de análisis de sí mismo, no era Kafka muy amigo de estas introspecciones, como no lo fue, en términos generales, de la nueva ciencia del psicoanálisis. Con todo, su experiencia de la vida social lo llevo a esta constatación: Tratar con personas induce a la observación de sí mismo. Y como dicha observación lo convertía poco menos que en rata de laboratorio y lo enajenaba de sí mismo, no era de extrañar que se manifestase enérgicamente contra algo que, hoy, constituye una auténtica «plaga psicológica», según se recoge en su diario: Mi odio a la observación activa de uno mismo. A interpretaciones psicológicas del tipo de: “Ayer estuve así por tal motivo, hoy estoy asá por tal otro” […] Soportarse con calma, sin precipitarse, vivir como es debido, no andar mordiéndose la cola como los perros. Como bien añade Stach: «En los cuadernos de Zürau incluso caracterizó la observación de uno mismo como instrumento del mal: Conócete a ti mismo no significa obsérvate. “Obsérvate” es lo que dice la serpiente. […] Finalmente, en marzo de 1922: ¿Qué pasaría si uno se estrangulase a sí mismo? ¿Si la agobiante observación de uno mismo redujese o cerrase del todo el orificio por el que uno se vierte al mundo? Hay momentos en que no estoy lejos de eso».

La dualismo bíblico de la lucha entre el bien y el mal está muy preeente en estos aforismos, de tal modo que acepta, a menudo, una doble realización, como idea y como narración: Los pensamientos secretos con los que acoges en ti al mal no son los tuyos, sino los del mal. Y, poco después, lo aplica a la forma narrativa: El animal arrebata el látigo de las manos del amo y se azota a sí mismo para convertirse en amo, y no sabe que esto es solo una fantasía nacida de un nuevo nudo en la correa del látigo del amo. Puede parecer simple esta vivencia del texto bíblico, pero esa dualidad que ha mecido a la especie humana desde que se aupó a la racionalidad y su expresión verbal va más allá, como vamos comprobando, del planteamiento maniqueo. Que el mal forme parte de nuestras vidas abre un insospechado territorio de ambigüedad en el que Kafka se mueve con envidiable soltura, pero no sin su correspondiente tortura, porque Kafka es un profeta de la tiniebla y el abismo, no de la luz y la esperanza, por supuesto. Y ya hemos visto que la tentación del suicidio no se extingue en él, pero su propio proceso físico final reviste todas las características de un suicidio biológico, con una garganta tan inflamada que no admite la ingestión de alimento ninguno. Recordemos que la última obra de Kafka, cuyas galeradas corrige en el lecho de muerte, es El artista del hambre. Premonitoriamente, en el cuaderno de Zürau escribe estas palabras: No hay un tener, solo un ser, solo un ser que anhela el último aliento, la asfixia.

Pocos autores han descrito mejor el absurdo de nuestra existencia que Franz Kafka, aunque él no tuviera conciencia, en ningún momento, de que estaba convirtiéndose en el principal exponente de esa tendencia literaria que tantas obras maestras nos ha legado: Se les dio a elegir entre ser reyes o correos de los reyes. A la manera de los niños, todos quisieron ser correos. Por eso hay tantos correos, corren presurosos por el mundo y, como no hay reyes, se gritan unos a otros mensajes que ya no tienen sentido. Gustosamente pondrían fin a esa vida miserable, pero no se atreven a causa del juramento profesional que prestaron. He aquí, en forma de narración, lo que bien podría considerarse una anticipación de un género de moda en nuestros días, la «microficción». Bien leída, parece un resumen de buena parte de sus obras mayores.

Kafka vivía con la idea de su imperfección, y por eso es un artista de lo que podemos entender como «autolimitación»: Entender la suerte de que el suelo sobre el que estás no puede ser más grande que los dos pies que lo cubren, hija de una visión de sí mismo francamente desmoralizadora, según puede leerse en una de las cartas a Felicia Bauer, según lo recoge Stach para contextualizar adecuadamente estas meditadas expansiones íntimas que son los Aforismos de Zürau: No tengo memoria, ni para lo que aprendo ni para lo que leo, ni para lo que vivo ni para lo que oigo, ni para las personas ni para los acontecimientos, me doy a mí mismo la impresión de que no hubiera vivido nada, de que no hubiera aprendido nada, de hecho sé de la mayoría de las cosas menos que los niños de una escuela de párvulos, y lo que sé lo sé tan superficialmente que a la segunda pregunta no puedo ya responder. Soy incapaz de pensar, al pensar tropiezo constantemente con limitaciones, aisladamente puedo coger al vuelo algunas cosas, pero en mí un pensamiento coherente y susceptible de desarrollo es completamente imposible.

          Esta humildad «fundacional» de un autor tan torturado como Franz Kafka, ¡cómo contrasta con el papo hinchado de tanto autorzuelo de tres al cuarto que se pavonea en los media! ¡Y aun de algún consagrado como Eduardo Mendoza quien, para epatar a su audiencia, le confeso paladinamente que «Kafka es un mal escritor», y siguió, después, con unas consideraciones tecnicas más que discutibles.