La
vida conflictiva o el desapego existencial: la ironía escatológica.
No es fácil
escribir sobre un autor como Kierkegaard, sobre quien pesan clichés poderosos y
tópicos poco menos que irreemplazables, amén de simplificaciones tan exitosas
como imposibles de combatir. Escribir
sobre el padre de la «angustia», de la «desesperación» o, muy vagamente, del
«existencialismo» no es tarea fácil… excepto si uno lee y «disfruta» el primer
volumen de una obra como O lo uno o lo otro, a la que llegué
exclusivamente por mi interés por los aforismos del autor, los Diapsálmatas,
que constituyen una de las partes de este volumen de marcados acentos
autobiográficos, aunque Kierkegaard fue siempre bastante reservado respecto de
los hechos y dichos de su propia vida concreta, que aparecen de forma muy
restringida, por cierto, en sus Diarios, obra a la que quizás sea
necesario acercarse.
Estos escritos de relativa juventud del
autor habrían de inscribirse en el primero de los tres estadios en que él
clasificaba la vida humana: el estadio «estético», caracterizado por la
sensualidad, inclinación que puede empujarnos hacia la «desesperación», al ser
conscientes de estar viviendo en lo que él llamaba el «sótano» de la condición
humano. Los otros estadios serían el «ético y el «religioso». Para los dos
primeros, Kierkegaard escoge como figuras de referencia, a Don Juan y a Sócrates,
respectivamente. En este primer volumen de su obra, nos encontramos con un
Kierkegaard que aún no ha sufrido, tras la muerte de su padre, la conversión
religiosa que lo lleva a licenciarse en teología; pero también con un
Kierkegaard que ha sufrido la dentellada de la desesperación y ha intentado
suicidarse, a la edad de veintitrés años. Ese estadio «estético» en modo alguno
ha de confundirse, pues, con algún tipo de hedonismo dionisiaco, sino con
serias reflexiones sobre asuntos que provocaran el sarcasmo del autor, y un
cierto humor sombrío que puede apreciarse en no pocos juicios a los que
enseguida accederemos.
Los escritos que conforman O lo uno o
lo otro son muy distintos, pero de todos ellos emerge un nítido retrato del
ensayista danés —rehúyo el debate sobre si ha de ser considerado «filósofo» o
no, y lo dejo para los especialistas, aunque suele aparecer en las historias de
la filosofía, por supuesto—, quien piensa a partir del hombre realmente
existente, no desde la perspectiva de la idea con valor universal. Si algo
caracteriza a Kierkegaard es, precisamente, la individuación estrechamente
asociada a la tarea reflexiva o, en sus palabras, siempre más apropiadas y
elocuentes: La verdad es una incertidumbre objetiva ligada a un proceso de
apropiación de la interioridad más apasionada; esta es la verdad más alta que
puede alcanzar el individuo existente. Para el pensador danés, ni la
sociedad ni el pueblo, ni la masa significan nada ni tienen valor alguno. Y en
estos tiempos en que lo políticamente correcto intenta revalorizar, ¡y de forma
excluyente!, el concepto de «colectivo», como medida de catalogación social, me
complace leer un alma gemela que se opone a ese burdo intento de suprimir la
individualidad como marca, además de las usuales relaciones horizontales de
familiaridad y solidaridad, de la especie.
El lado oscuro de este primer estadio de
la sensualidad es, paradójicamente, la tendencia a los pensamientos sombríos,
lindantes con la desesperación y con la angustia. Mezcla Kierkegaard una
terrible visión sobre sí mismo y sobre la especie humana con un humor negro que
parece indicarnos cierta liviandad o frivolidad, pero ya hemos dejado dicho que
su intento de suicidio nos habla bien a las claras de la profundidad de sus
emociones. Kierkegaard es, a su manera, un defensor de la irracionalidad avant
la lettre, mucho antes de que los movimientos de Vanguardia la entronizaran en
los años en que Europa acabó abrazando los totalitarismos como expresión
política de esa tendencia filosófica. Y así, consecuentemente, abre sus
Diapsálmatas: Prefiero hablar con niños, pues de ellos cabe esperar que
acaben convirtiéndose en seres racionales; mas de aquellos que han llegado a
serlo, ¡Dios me libre! Sí, claro que hay ironía intencionada en ese uso de
la expresión popular, y ese es uno de los encantos de este libro para los
lectores agnósticos. En otras ocasiones, sin embargo, aunque de un modo
aparentemente frívolo, nos estremece la sinceridad del autor: Digo de mi
pena lo que el inglés de su casa: mi pena is my castle [es mi castillo].
Muchos hombres consideran que estar apenado es una de las comodidades de la
vida. La pena como comodidad va bastante más allá de lo que puede
considerarse un desafío a las concepciones sociales habituales. Y bien podemos
decir que la angustia o la desesperación son estados en los que Kierkegaard va
a internarse como un intrépido explorador para cartografiar ese terreno para la
posteridad, a la que lega lo que Unamuno llamó el «sentimiento trágico de la
vida», aunque en el escritor vasco convivieron, haciéndose la guerra, ese
sentimiento con su antítesis: un vitalismo desbordante. Antes que él,
Kierkegaard fue muy consciente de su autoría en la creación de ese escenario
pugilístico: Yo me lamento de que en la vida no sea como en las novelas,
donde hay padres severos, duendes y ogros contra los que luchar, así como
princesas encantadas a las que liberar. ¿Qué son todos estos enemigos juntos
frente a las pálidas, exangües, tenaces y noctámbulas figuras con las que lucho
y a las que yo mismo doy vida y existencia? Esta actitud, auténticamente un
«talante» que acaba deviniendo «carácter» con el paso del tiempo, de la
reflexión y del sentimiento es lo que le lleva al autor a confesar su
inadecuación vital: Si algo me falta es paciencia para vivir.No soy capaz de
ver cómo crece la hierba. […] Mis opiniones son fugaces consideraciones
de un fahrende Scholastiker [«estudiante viajero»], que se abalanza a
través de la vida con frenesí, algo que remacha de manera reiterada a lo
largo de estos apuntes, aforismos, retazos, notas o como se les quiera llamar
que son los Diapsálmatas: He aquí una enumeración que nos retrata al
autor en su vena más sombría:
Esta vida avanza a contrapelo y es
espantosa, no puede soportarse.
La vida se me antoja un brebaje amargo.
Mi vida carece totalmente de sentido.
Esta es mi desdicha: a mi lado camina
siempre un ángel exterminador.
Ahora bien, que nadie intente sonsacarle
las «razones» que justifiquen esa actitud tan negativa frente a la existencia,
porque, como repite más de una vez: Pídaseme lo que se quiera mientras no se
me pidan razones. […] Por lo general, cuento con tantas razones y, a
menudo, tan contradictorias entre sí que por esta razón me resulta imposible
aducir razones. Es lo que decíamos antes de Unamuno, que no concibe la
existencia sin una lucha interior en la que sobran, está claro, esas razones
que tanto sirven para afirmar como para negar, con igual vehemencia y capacidad
disuasoria.
No hace mucho, en una conferencia en la
que tuve que hablar sobre Mamotretos, libros y libelos…, defendí que,
desde muy joven, desde que me inicié en la lectura, fue siempre afán mío la
perversión de leer para olvidar. En mi condición de escritor pretendía leer sin
cargar con el peso del recuerdo de lo leído, siempre en la medida de lo
posible, por supuesto. Ponía en relación esa tendencia como la forja de un
estilo de escritura personal, de modo que quien me leyera no supiera que estaba
leyendo a quienes yo había leído, lo cual era mi gran temor, y mi derrota.
Ahora, en esta suerte de alma gemela diacrónica, leo lo que sigue: Para mí
no hay nada más peligroso que recordar. […] Vivir en el recuerdo es la
forma de vida más plena imaginable, el recuerdo satisface mucho más que
cualquier realidad y posee la seguridad que ninguna otra realidad ofrece.
Más adelante, en el curioso ensayo titulado La rotación de los cultivos.
Ensayo para una doctrina de prudencia social, puede leerse esta
sorprendente declaración que abona mi intuición: Por la potencia para olvidar puede medirse
en rigor la elasticidad de un hombre. Quien no puede olvidar, no llega a mucho.
Yo no sé si en algún lugar ha de manar un Leteo, pero lo que sí es que ese arte
puede desarrollarse. […] El olvido es precisamente la expresión perfecta
de la asimilación en sentido propio, la cual reduce lo experimentado a caja de
resonancia. Por eso es la Naturaleza tan grandiosa, porque ha olvidado que era
caos, pero este pensamiento puede reaparecer cuando sea. […] El olvido
es la tijera con la que uno corta para siempre lo que no puede usar, aunque, desde luego, bajo la
más estricta vigilancia del recuerdo. Y
nótese, porque forma parte del estilo del autor, la gran paradoja que cierra la
reflexión. Habrá llamado la atención el título del breve ensayo, tomado del
mundo agrario para significar que el espíritu también ha de ponerse en barbecho
de tanto en tanto y cambiar de cultivos para mejor poder desarrollarse el
espíritu en todas las direcciones posibles o, al menos, al alcance de sus
posibilidades. Recordemos que estos dos volúmenes de la obra del apasionado
escritor están escritos desde el primer estadio, el del sensualismo.
De algún modo, Kierkegaard, que habla del
«individuo existente», no rehúye las pincelados autobiográficas, y todo el
volumen nos devuelve la imagen de un ser apasionado, complejo, irónico y
pesimista, quizás angustiado, sin duda, pero también, paradójicamente
vitalista, si tenemos en cuenta su definición de la angustia: «una simpatía
antipática y una antipatía simpática».
No concluimos los Diapsálmatas, pues, sin encontrarnos con este retrato
que nos acerca íntimamente a tan esquivo autor: Nunca he sido alegre; con
todo, siempre he dado la impresión de que la alegría me acompañaba, de que los
ligeros geniecillos de la alegría danzaban a mi alrededor, invisibles para los
demás aunque no para mí, cuya mirada resplandecía de júbilo. […] Nunca
he deseado hacer mal a nadie, pero siempre he dado la impresión de que cualquier
persona que se me acercase iba a ser ultrajada y agraviada. […] Esta es
mi desdicha: a mi lado camina siempre un ángel exterminador. ¿No es
aterradora esta última imagen? No hay que desdeñar la posibilidad de que sea
una antífrasis del católico «ángel de la guarda».
No es Kierkegaard un autor pedantusco que
mire por encima del hombro a los legos, y, en un ensayo como Los estadios
eróticos inmediatos o el erotismo musical, no tiene reparos en hacer una
afirmación que lo prueba fehacientemente: Sé muy bien que no soy un
entendido en cosas de música, no me cuesta admitir que soy un lego, no oculto
que soy ajeno al pueblo escogido de los melómanos, que soy a lo sumo un
prosélito del umbral. En las excelentes notas a fin de capítulo que tienen
todos los ensayos recogidos en el volumen, los autores de la edición y la
traducción, Begonya Saez [adaptación catalanista del Begoña Sáez original] y
Darío González nos ilustran con singular
sabiduría sobre extremos tan curiosos como el de esta expresión «prosélito del
umbral» que me ha parecido de una extraordinaria expresividad: «Se llamaba así —dice
la nota—a los extranjeros no admitidos en el pueblo judío que seguían el oficio
religioso desde una de las puertas del Templo». ¡Me ha encantado! Tanto que, si
este Diario naciera ahora, en vez de cuando lo hizo, lo hubiera titulado
Diario de un prosélito del umbral… de la inmensa cultura a la que me
acerco con tanto respeto como ignorancia, quizás porque tras tantos años
ascendiendo por la ladera resbaladiza del conocimiento he llegado a la misma
conclusión que Kierkegaard: La paradoja de que también en el presentimiento
y en la ignorancia es posible tener una especie de experiencia.
Entre los varios ensayos que se recogen en
este volumen, figura uno que tuvo gran éxito de forma aislada: Diario de un
seductor, escrito por quien al año de haberse comprometido con Regina Olsen
llegó a la conclusión de que no había nacido para el matrimonio y rompió su compromiso, tras lo que permaneció soltero el resto de su vida, hasta
su temprana muerte a los cuarenta y dos años. En este volumen hay una precisa
explicación de esa incompatibilidad con el compromiso matrimonial, fuente, cree
Kierkegaard, de todas las desdichas: No
se involucre uno nunca en el matrimonio. Los desposados se prometen amor por
toda la eternidad. Bien poco cuesta, pero tampoco significa gran cosa. […] Guárdese
uno siempre de contraer una relación para toda la vida en cuyo seno se puede
llegar a ser muchos. Por eso es siempre peligrosa la amistad y aún más el
matrimonio. Es cierto que se dice que los desposados acaban siendo uno; pero
este es un dicho oscuro y místico. […] Si uno tiene esposa, es difícil;
si tiene esposa y quizás hijos, es arduo; si tiene esposa e hijos, es imposible.
[…] La amistad ya es peligrosa; el matrimonio lo es aún más. […] Cuando
dos personas se enamoran mutuamente e intuyen que están hechas la una para la
otra, de lo que se trata es de tener el coraje de romper; pues con perseverar
solo se pierde, nada se gana.
Luego hablaremos de ese Diario famoso,
porque antes quiero hacerlo de otro, muy breve, pero muy significativo: El
más desdichado, que lleva por subtítulo este tan curioso de Una
entusiasta alocución a los
Συμπαρανεκρωμένοι [Co-fallecidos]. La sola idea de un «club de
desdichados» donde los socios diserten acerca de su incompatibilidad con la
vida nos sugiere en el acto una extravagancia solo digna del temperamento
inglés. En este ensayo casi chestertoniano, Kierkegaard establece una
«filiación» sombría con la desdicha que nos sobrecoge casi tanto como cuando
leemos su declaración de aversión hacia el matrimonio: Nosotros que no
pensamos ni hablamos de modo aforístico sino que vivimos de modo aforístico;
nosotros, que pasamos cual aforismos por la vida, αφορισμένοι y segregati
[segregados], sin asociarnos con nadie, sin ser partícipes de las alegrías ni
de las penas de nadie; nosotros, que no consonamos con el júbilo de la vida,
sino que somos aves solitarias en la quietud de la noche, reunidos en algunas
ocasiones para edificarnos mediante representaciones de la infamia de la vida,
de la largura del día y de la infinita duración del tiempo; nosotros, queridos
Συμπαρανεκρωμένοι, que no creemos ni en el juego ni en la alegría ni en la
felicidad de los necios; nosotros, que en nada creemos salvo en la desdicha.
[…] El más desdichado es aquel que no puede morir, que no puede dejarse caer
dentro de un sepulcro; […] dichoso quien muera en su vejez, más dichoso
quien muera en su juventud, el más dichoso sería quien muera al nacer y más
dichoso que nadie, quien nunca llegue a nacer.
Diario de un seductor es una obra
literaria de notable entidad que desarrolla las facultades de Kierkegaard para
el análisis psicológico y la descripción de costumbres, como la de los
noviazgos con carabina, entre otras, porque los noviazgos habían de ser
tutelados, vigilados, de modo que se mantuviera el decoro y la integridad de la
joven que se exponía al contacto con un hombre. El autor parte del recurso el
manuscrito hallado que va a transcribir para los lectores. Como tiene la suerte
de conocer personalmente a la destinataria de los esfuerzos seductores del
joven, Cordelia, logra que esta le entregue unas cartas cruzadas entre los
aspirantes a amantes con la que se redondea el retrato del proceso de
seducción, analizado con no poco sentido del humor y en el que el relator
intercalará aquí y allá su propia experiencia personal sobre los procesos de
seducción. Empecemos por el final, porque es allí donde se declaran las
intenciones del texto: La mujer es y será siempre para mí un inagotable tema
de reflexión, una eterna superficie de observación. El hombre que no siente la
necesidad de este estudio puede, por mi parte, ser lo que él quiera, pero hay
algo que no es: no es un esteta. Eso es precisamente lo que la estética tiene
de glorioso, de divino, que solo hace acto de presencia en relación a lo bello;
tiene que ver esencialmente con la bella literatura y con el bello sexo.
A lo largo del relato, advertimos un
cierto cinismo en el personaje que nos
choca, porque parece contradecir el motivo de su aproximación a Cordelia. Todo
ello se complica con la aparición de un rival a quien, estratégicamente,
incluso alienta el protagonista para, después, desplazarlo y ganar él el favor
de la dama. Está claro que el escepticismo domina la actitud del seductor y esa
falta de creencia sólida en su propósito acaba determinando el final implícito
en su actitud escéptica: la ruptura. Partimos de una posición inequívoca: De todas las cosas ridículas, un noviazgo
es la más ridícula. El matrimonio tiene cuando menos algún sentido, a pesar de
que ese sentido me resulte incómodo. Un noviazgo es una invención puramente
humana que no honra en absoluto a su inventor. No es ni carne ni pescado y
guarda la misma relación con el amor que la que la guarda la banda que pende de
la espalda del bedel con el traje de un profesor. Con todo, ya puesto en su
labor seductora, el protagonista reconoce que ha de ajustarse al modelo
social: Cuando uno mismo tiene novia
es muy provechoso iniciarse en las idioteces de los novios. Hace algunos días
se apareció el licenciado Hansen acompañado de la adorable muchacha a la que se
ha prometido. Me confió que era encantadora, yo ya lo sabía; me confió que era
muy joven, yo lo sabía también; me confió asimismo que la había escogido
exactamente por eso, para poder formarla de acuerdo al ideal al que venía
dándole vueltas en la cabeza. ¡Dios santo, ese lastimoso licenciado —junto a
una muchacha saludable floreciente y rebosante de alegría! Yo, pese a mi
larguísima experiencia, nunca me acerco a una muchacha si no es como a un
venerabile [venerable] de la Naturaleza, y antes que nada, aprendo de
ella. Si llego a tener alguna influencia en su formación, es la de volver a
enseñarle una y otra vez lo que he aprendido de ella. Esa oposición a los
hábitos sociales honra al seductor, porque llega hasta tan lejos como los años
40 y 50 del pasado siglo la idea de que los hombres habían de «escoger» mujeres
más jóvenes que ellos y a quienes poder educar. Me viene a la memoria una
pequeña «joya bibliográfica» de estricto valor familiar: La felicidad en el
matrimonio, de Andrés Révesz, leído y generosamente subrayado y comentado
por mi padre, quien parece que lo tuvo como guía matrimonial. En él se defiende
esa idea que al autor le repugna.
En el proceso de seducción, tan cauteloso
como ha de ser por su propia naturaleza, el protagonista se emplea a fondo para
discriminar los tipos de besos que pueden darse, y actúa ahí más como «sociólogo»
que como enamorado, aunque la clasificación resultante tiene su gracia
literaria: Un beso entre hombres no sabe a nada o, en el peor de los casos,
sabe mal. Acto seguido, creo que un beso está más cercano a la idea cuando un
hombre besa a una muchacha que cuando una muchacha besa a un hombre. En los
casos en que, con el paso de los año, esa relación se ha vuelto indiferente, el
beso ha perdido su significado. Esto vale para el hogareño beso conyugal con el
que las personas casadas, faltas de servilleta, se limpian mutuamente la boca
diciendo: que aproveche. ¡Y no se me diga que el último apunte costumbrista
no destila un humor impío magnífico! Más tarde entra en la clasificación
propiamente dicha: Si se hace el intento de clasificar el beso, cabe pensar
en varios principios de clasificación. Puede ser clasificado según el sonido.
Lamentablemente, aquí la lengua no da lo bastante de sí para mis observaciones.
No creo que todas las lenguas del mundo juntas dispongan de la provisión de
onomatopeyas requerida para designar la disparidad de que solo en casa de mi
tío he llegado a conocer. Puede ser chasqueante, susurrante, restañante,
explosivo, compacto, hueco, algodonado, etc., etc. Se puede clasificar el beso
en relación al roce, el beso tangente, o el beso en passant, o el cohesionante.
Se lo puede clasificar en relación al tiempo, según lo prolongado o lo breve.
En relación al tiempo hay aún otra clasificación y este es, en el fondo, la
única que me ha satisfecho. Se establece una diferencia entre el primer beso y
los otros. Aquello sobre lo cual aquí se reflexiona es inconmensurable con lo
manifestado en las demás clasificaciones; es indiferente al sonido, al roce, al
tiempo en general. El primer beso es, sin embargo, cualitativamente distinto de
todos los otros. Son pocos los que piensan que sería una lástima que ni
siquiera uno solo pensara en el asunto.
En excelente resumen del autor: Eros
gesticula, no habla.
Como lector habitual de Unamuno, no quiero
dejar de reseñar el hecho de haber descubierto en este Diario el origen de uno
de los aforismos más característicos del Rector salmantino: A una persona
que habla como un libro es extremadamente tedioso escucharla; de vez en cuando,
sin embargo, resulta harto provechoso hablar así. Un libro tiene justamente la
extraña propiedad de que puede ser interpretado de cualquier manera. Esta
propiedad la obtiene el discurso de uno cuando habla como un libro.
Observación que, a mi atrevido entender, dio lugar al famoso aforismo unamuniano:
El hombre que habla como un libro es incapaz de hacer un libro que hable
como un hombre. Kierkegaard prueba sobradamente en este volumen la verdad
de tal aserto, y quienes lo lean, lo disfrutarán y se sorprenderán.
"Por la potencia para olvidar puede medirse en rigor la elasticidad de un hombre. Quien no puede olvidar, no llega a mucho. Yo no sé si en algún lugar ha de manar un Leteo, pero lo que sí es que ese arte puede desarrollarse."
ResponderEliminarAñadiría que quien no puede olvidar no tiene gran memoria.
Interesante aporte: Gracias