miércoles, 3 de julio de 2024

«Dansant amb la natura (2021-2023)», obra pictórica de Roser Bosch.

 


El contacto físico con la naturaleza y la experimentación formal: el paisaje «entrañado».

 

                                                                     Joseph Kosuth: «Sin intención artística no hay arte»

 

Sabía, de cuando éramos amilegas, que Roser Bosch tenía una mano especial para el dibujo, por eso no me sorprendió en absoluto que, ambos ya jubilados, y tras reencontrarnos con otros amilegas, porque la vida cotidiana te impone distancias, pero en modo alguno merma los afectos, me invitara a visitar su exposición de pinturas Dansant amb la natura. Y tuve, además, el privilegio, de visitarla a una hora muy temprana en compañía de la artista, los dos solos en la sala.

Sin estrategia, pero con dulce  habilidad, la autora no abrió la boca y me dejó, como siempre que visito una exposición, «solo ante el prodigio», porque para un inútil plástico absoluto como yo cualquier obra pictórica, de partida, «es»  un prodigio; luego vendrá ya el juicio preciso sobre cada obra, y ahí mis ignorancias se abren  paso de forma tan expedita como irresponsable, pero no recuerdo «exactamente» qué pude decirle en el transcurso de esa visita, aunque sí sé que hablé acaso más de lo que debía. Nada malo debí decirle, imagino, porque me agradeció, con su eterna amabilidad afectuosa, los más que atrevidos comentarios que, como acreditado lego en la materia…, le hice.

¿Quién soy yo, además, para atreverme a enjuiciar la obra plástica de nadie? Un amante de la pintura, sí, pero ahí se acaban mis fundamentos. Un experto admirador de cuantas maravillas he visto a lo largo de mi vida, porque aquellas artes en las que uno es un «negado» nos atraen con mayor fuerza que otras en las que creemos que podríamos ejercitarnos sin excesivo desdoro. Sí, uno lee aquí y allá tal historia o tal tratado o tal ensayo, y cree que «entiende» algo, pero, como tengo por costumbre en los museos, solo acudo a la contemplación de las obras que me «reclaman» la atención. En este caso tuve el placer de poner yo toda la atención, en honor a la autora y para mi deleite y asombro, porque el nivel artístico de la obra expuesta picaba muy pero que muy alto…

Lo que sigue es una aproximación a lo que acaso le pude haber dicho en aquella hora de sobremesa en la que formas, colores y materiales me mantuvieron los ojos bien abiertos al milagro de la transmutación de la mirada en pintura, siguiendo la mano de la autora  órdenes tan precisas como atrevidas, en un diálogo interno por cuya transcripción no sé qué daría, porque ese es, y no otro, el milagro de la creación. Roser Bosch, además, es una pintora de exterior, y el contacto con la naturaleza, no como objeto de observación, sino como experimentación in situ, inclemencias del tiempo incluidas y dificultades de desplazamiento o acceso vencidas, explica a la perfección la extraordinaria sensación de naturaleza vivida que comunican las pinturas: no son solo fruto de la habilidad técnica, sino de la emoción primigenia de un sentimiento telúrico, de «comunión» con la naturaleza difícil de explicar si no se siente.

Tomemos como punto de partida para este viaje a través de la última obra pictórica de Roser Bosch, la definición del gran teórico del Arte Conceptual Joseph Kosuth, según la cual la «intención», el «deseo» y la «voluntad» del artista de convertir en arte aquello que él crea es un requisito sine qua non para incluir en el concepto de Arte aquellas creaciones humanas que solemos considerar como tales. Arte sería, así pues, lo que el artista declara que es arte. Y ello implica un proceso de reflexión y de práctica bastante más que discutible, porque con manga tan ancha no es extraño que se cuele el famoso gato por la hermosa liebre, pero yo no he venido aquí a hablar del arte conceptual, que tanto ha hecho por confundir, y a veces «timar» a los espectadores, sino a deleitarme en el comentario de unos cuadros magníficos que expresan una verdad artística de tomo y lomo. Ni siquiera podría decir que, al pintarlos, haya en la autora ese deseo de convertir en arte lo que hace, porque, como para el músico que compone o para el escritor que escribe, la pintura es, igualmente, un modo de respirar en el mundo. ¡Vengan, después, los críticos a elaborar teorías!, pero artistas como Roser Bosch no están preocupadas sino por alcanzar la excelencia de lo que hacen, esto es, que se corresponda lo material con lo imaginado por la contemplación, que, como cualquiera puede advertir, no es «exactamente» el paisaje que tiene, inerte, ante sí, sino el que su visión particular traslada desde la emoción ante la realidad concreta al lienzo.

Si «ver no es tan simple como mirar», y en eso a Kosuth sí que le asiste la razón, es evidente que en la exposición Dansant amb la natura se celebra el resultado material de una visión apasionada de la naturaleza, no solo una mirada casual o distante, la propia de quien quiere abarcar una panorámica o enmarcar un horizonte, sino la visión creadora que acaba dotando de sentido a aquello que se ve; y ese sentido no es otro que la obra de arte que cuelga luego en las paredes de una sala de exposiciones, con un contexto, el de la totalidad de la obra expuesta,  que deviene algo así como el hilo narrativo del baile que se anuncia: cada cuadro, aun siendo experiencia singular y única en el momento de ser creado, guarda una relación dialéctica con el total de los expuestos, porque vienen a ser, todos ellos, la música que guía los movimientos de la danza.

Una pintora de exterior, como lo es Roser Bosch —y al final del catálogo hay una exposición fotográfica de esa relación física en dos direcciones: los materiales de la obra y el referente de la obra, porque acercarse a la pintura de la naturaleza tal y como ella lo hace, significa, como ya hemos dicho,  «comulgar»  con la naturaleza, formar parte de ese continuo de materialidades, clima, ambiente y espacio que ha de ser necesariamente acotado, sin que por ello se violente la grandeza del espectáculo. La pintura es arte de detalle, arte humilde. No aspira a la totalidad, casi como ningún arte que se precie de ser lo que es, un metódico sistema de limitaciones; y por esa razón, la visión creativa va a trasladar al lienzo una versión singularísima que muy difícilmente será igual a la de otro artista. ¡Esa es su grandeza! Ese afán, de hacer pasar el paisaje a través de la mirada para que la mano lo cree en el lienzo es lo que aparta a la pintura de Roser del realismo tradicional y la lleva por caminos que, desde el impresionismo, según y cómo, y aun siendo pintura de paisajes, puede lindar incluso con la abstracción.

              

Los paisajes del Pallars Jussà, áridos, monumentales, modestos, hermoseados por los ojos que los contemplan, se visten de ocres, marrones, oscuros verdes y atrevidos azules en los que se confunden el cielo y la tierra en un horizonte desdibujado. Son paisajes en los que las pinceladas parecen guiadas por el viento, y a veces detectamos incluso espirales vangoghianas de luminoso recuerdo, como en los árboles de la Dansa de tarda a la Ribera:

Es difícil resistirse a la experimentación con los materiales y a construir nuevas texturas y perspectivas visuales sugerentes a través de materiales que se incorporan al lienzo, como el cartón, que otorga, a algún paisaje, la ambigüedad de no estar seguros de si se trata de un paisaje natural o urbano; o como la densidad, casi de bajorrelieve, del óleo que emerge de la superficie del lienzo para crear una nueva perspectiva que en algún momento, nos recuerda a grandes experimentadores de dicha técnica, como Tàpies.

Deshacer la ilusión de la bidimensionalidad con esos pequeños detalles que nos acercan a la necesidad de tocar la pintura, para reconocerla como un nexo entre nuestra realidad y la de la figuración en la que se cuela, al modo del expresionismo abstracto, por figurativo que sea el asunto de la tela, indica bien  a las claras la necesidad de la autora de ir más allá, acaso, del impulso inicial tradicional de la pintura de exteriores: apresar la realidad en el lienzo. Esos detalles, a veces minúsculos, deshacen la ilusión de la copia y refuerzan intensamente el sentido visionario de la artista.

  

Del mismo modo que las texturas apelan al tacto, la paleta de colores, con un contraste muy marcado entre lo seco y lo florido, entre los tonos sombríos de l’herbassar y los brillantes del fenàs i l’ametller, que nos llenan de gozo los ojos admirados por la polifonía cromática que, en sinestesias poéticas, nos acompañan durante la visita, ¡por no hablar del ballet visual de la mencionada Dansa de tarda a la Ribera, tan dinámica!; esa paleta, decía, es el vehículo para conseguir emociones muy diversas, porque la luz, ¡y su ausencia!, nos afectan anímicamente de formas muy diversas. Hay pardos sombríos y lunares como el del Turó sense nom, del mismo modo que hay amarillos exultantes, conmo los árboles en llamas de la Vall fosca; y no necesariamente unos invitan mas que otro a internarnos en esos «escenarios»: cada uno tiene su mundo, su atmósfera, y nos predispone anímicamente, ya digo, a una u otra emoción.



Lo cierto, y ese me parece un gran valor de la exposición, es que ante ninguno cabe la indiferencia, ¡el gran temor del artista!: que el visitante pase «pasando» ante sus cuadros, como si no existieran. En ningún momento me ha sucedido, acaso porque escribir es, en cierto modo, otra manera de ver, y estoy acostumbrado a la hermenéutica de las visiones, y porque soy un curioso impenitente, de tomo y lomo y de lienzo y de sonidos y de espacios y de pantallas… ¡Cuánta vida en el arte! Y no es menor arte, me parece, el de disfrutar de él en cada una de sus plurales manifestaciones.

La zona acotada por la autora es la del Pallars Jussà, y he de reconocer que la contemplación de su obra invita a recorrer aquellas tierras que han alumbrado una metamorfosis pictórica como la suya. Del mismo modo que la arquitectura nos invita al viaje; también lo hacen los paisajes. ¿Quién no ha ido a Soria para ver expresamente aquel paisaje donde el Duero «traza su curva de ballesta»…? Hay en esos paisajes un sí sé qué de austeridad y de humildad que la artista ha sabido captar y ensalzar, como la Cinglera de la Conca Dellà, que tanto recuerda el misticismo de la montaña sagrada de Montserrat, por ejemplo. La «espectacularidad» de ciertos paisajes son tan valor artístico en su misma esencia natural, que pintarlos vendría a ser una redundancia, y me vienen a la memoria ahora los estremecedores paisajes alpinos; pero cuando una pintora, útiles en mano, se desplaza a pie por una naturaleza aparentemente de escaso «relumbrón», buscando donde instalar el caballete para cumplir con su «necesidad» expresiva, solo entonces, las Muntanyes de Gurb, por ejemplo, se transforman, al modo goyesco, en un espacio mágico, lleno sombras como amenazas o como promesas, porque hay siempre, en el uso de la luz una cierta ambigüedad generosa de la que Roser Bosch saca un excelente partido: deja al espectador como intérprete y como agente de la aventura visual que significa internarse en sus visiones.


No sé, ya digo, qué fue capaz mi ignorancia de decirle en aquella visita en la que me dejó solo y parlante ante su obra, pero sí sabe que cuanto dije y cuanto ahora he escrito solo sale del corazón cuya única virtud, acaso, sea la de agradecer el regalo de la verdad y de la belleza.

Recorrido visual: 

https://www.instagram.com/rondabarcelona/reel/C0w4uJOqRId/


(Parte de esta exposición más otras obras podrán verse en La Pobla de Segur desde el 23 de agosto al 1 de setiembre)