miércoles, 5 de junio de 2024

Emboscada celebración de la lectura.

 

Gozoso oficio de difuntos por D. Fermín Minar Flores, cuyos últimos ejemplares existentes fueron adquiridos en las jornadas de Pizpirigaña, a los pies del macizo de Gredos, por amables intelectores.

 

          Federico Martín, quijotesco, valleinclanesco y briago ilustre del verbo encarnado, bucólico comunista, tuvo a bien oficiar lo que he calificado en el título como «gozoso oficio de difuntos» de un  muerto antiguo que, al conjuro de su voz, firme y vacilante, imperativa y llena de todos los ecos de la mejor literatura universal insufló nueva vida a personaje con tan peculiar aventura como la de vivir, primer alienígena humano que lo hacía, en el recóndito, por demasiado común, espacio del Diccionario, con la mayúscula del pequeño e ilimitado país a cuyos contados nativos  nunca acaba de conocérseles del todo.

          Como suele suceder, ¡para desconsuelo, ay, de los contumaces lectores!, fue un zorronglón quien protagonizó tan excepcional «visita», del mismo modo que hubo de ser una niña quien atravesara el espejo para conocer el revés del mundo de las paradojas —que no el mundo al revés…—, en vez del propio autor, Carroll, de quien hubiéramos esperado los más brillantes diálogos con sus fantásticas criaturas, en vez de asistir, como lo hacemos, a la gozosa cadena de perplejidades de Alicia.

          Los ritos en plena naturaleza lo tienen todo de viejos druidas moviéndose a sus anchas entre viejos conocidos: las hierbas salutíferas, los árboles, que nos dan la réplica firme de la auténtica eternidad, los animales que son fieles a lo que saben que son, ¡el más alto grado de conocimiento!, como el de los pájaros cantores, las ardillas trepadoras o el majestuoso vuelo de los cernícalos que «agarran» al escurridizo ratón de campo para fijarlo en su efímera muerte doblada, como los relojes de Dalí, antes de confundirse con las entrañas del ave.

          Federico, maestro de obra prima de la excelsa artesanía del verbo, ofició, ya digo, de Virgilio y de Mefistófeles al frente del entusiasta colegio cardenalicio de Pizpirigaña, bien afincado en la piedra ancilar de Pedro Delicado, para transformar un bosque en un bosque de palabras, presidido por el cartel, literalmente fabuloso, del nunca suficientemente ensalzado ilustrador Javier Serrano. Y en ese escenario en que convivían, sumas de armonías y luz no usada, las voces de la naturaleza, fui invitado a oficiar una celebración de la lectura para la que Federico me dio el pie (luego resuelto en cronológico puntapié…): Mamotretos, libros y libelos, un océano de suposiciones donde naufragué hasta que mis insomnios contemplaron lo que ya temí que podría suceder: la nada ingeniosa invención de la «conferencia mamotreto», una cabalgata de necias vanidades a que los intelectores somos propensos: aburrir con lo que hemos leído y escrito para hacer bueno el apotegma de Gregorio Marañón: «A menudo los aplausos de la audiencia son las gracias que se le dan al orador por haber acabado».

          De cómo me fue en la feria, al margen del ladrillo de hormigón que sigue a estas líneas, puedo decir que tuve la inmensa suerte de dirigirme a una audiencia de fraternales intelectores con quienes desde la tarima del conferenciante, creo que establecí, para mi inmediato alivio emocional, una complicidad que me permitió caminar por el desierto de tópicos y entusiasmos que no puede dejar de ser una disertación sobre algo tan íntimo como el placer de la lectura y la autobiografía lectora, lo que Coleridge llamó Biografía literaria.

          El retiro de San Pedro se llama la acogedora casa rural en cuyo generoso espacio emboscado, a los pies de la majestuosa Sierra de Gredos, se celebró el bendito aquelarre de la lectura al que se me invitó como «brujo», pero del que salí, tras la intensa solidaridad intelectora del día, literalmente «embrujado», de tal manera que mi Conjunta hubo de pellizcarme la mano, «*pizpirigañarme…», para confirmar yo que pisaba el terreno firme de la realidad, no el filológico del eternamente joven Fermín Minar Flores.

          Abrí, pues, la jornada sabatina como aperitivo de poca enjundia, pero el día fue creciendo y el bosque de palabras se fue despertando. Tras la trunca disertación —y esta es la razón por que la publico hoy aquí, en este espacio acogedor de los intelectores del Diario de un artista desencajado, albergue de tantos mamotretos, libros y libelos—, la audiencia tuvo el gozosísimo honor de asistir al prodigio del verbo encendido, ¡y la más feliz de las memorias que me haya sido dado nunca conocer!, de Emilio Pascual, quien disertó sobre su  magnificente última obra: El gabinete mágico: El libro de las bibliotecas imaginarias [Fementida nota a pie de página: Quienes lo oyeron y quienes conocen su obra, creativa y editorial, una larga y generosa historia de amor a los libros y a la lectura saben que ningún encarecimiento de su persona y su obra puede incurrir en el vicio de la hipérbole; antes al revés, quedan los justos reconocimientos tan cortos como el vuelo de las falenas, que apenas se despegan de la luz, para volver y morir en ella.] En este Diario hay admirativa reseña de libro tan portentoso, y a ella me remito. Finalizó la mañana con, para mi Conjunta y mi persona, una auténtica sorpresa: la aventura editorial de las dos editoras de Kókinos: Esther Kókinos y Cristina Peregrina, quienes, entre otras obras de su fondo, han llevado a cabo la más que meritoria nueva edición de las obras de Astrid Lindgren, autora de Pippi Calzaslargas, cuya adaptación televisiva vimos muy complacidos en aquellos tiempos en que aún «series» no significaba lo que hoy significa, pero en los que no dejaban de ser lo que hoy también son. Al hilo de la presentación de su aventura editorial —¿quién dijo que en el siglo XXI ya no había posibilidad de «aventura»?— tuvimos la fortuna de asistir a un recorrido biográfico por la vida de Astrid Lindgren tan emotivo como informativo.

          Y a partir de aquí que solo sigan leyendo los heroicos intelectores capaces de atreverse con todo, incluso con este nuevo género de la «conferencia mamotreto». Mis más expresivas y sentidas disculpas…, ¡y mi admiración eterna a quienes coronen la cima!

  

      

Federico y el ponente.


Buenos días, antes de comenzar, permítanme, por amor a la exactitud, recordarles cuál es el título completo de esta disertación:

Las zahúrdas de Hermes: los ojos que leen; el cerebro que exprime; los pulgares* que crean…

       Y la comienzo con lo que considero es la estantigua del lector profano y la divinidad del lector enamorado: una nota a pie de página. ¿Y dónde va esta nota auroral?, pues en «pulgares»:

 * La filóloga Begoña López Bueno sugiere, además de la acepción corriente, que usa «pulgares» como metonimia para «dedos», la posible alusión al autor de Los claros varones de Castilla, Fernando de Pulgar —en mis tiempos de estudiante Hernando del Pulgar—, en el hecho de sacar pecho Ginesillo de Pasamonte de haber logrado emular, siendo de tan baja condición, la obra de un autor de renombre, escribano de la Corte de Juan II.

          Quiero, además, prohijar este discurso con las palabras del gran semiólogo francés Roland Barthes, quien en su breve ensayo La muerte del autor, nos dice:

Hoy en día sabemos que un texto no está constituido por una fila de palabras, de las que se desprende un único sentido, teológico, en cierto modo (pues sería el mensaje del Autor-Dios), sino por un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original: el texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura.

 

1.    El sueño del zorronglón. 

Como soy escritor que me ahogo en una oración simple, en cuanto Federico me invitó a estas jornadas para hablar de algo tan misterioso como el título que él me indicó: Mamotretos, libros y libelos, el canguelo se apoderó de mí y me dije que no iba a salir con bien del estrecho en que me ponía mi necia vanidad al aceptar, de mil amores ¡y sin acopio de razones!, una gentileza como la suya. Sí, un estudiantón mío, Fermín Minar Flores, reconstruyó su vida a partir de la lectura y la frecuentación de personajes tan extraños para él como las palabras del diccionario y un profesor mefistofélico y anagramático como Manuel Leguna Belluz;  y no hace mucho, como si le rindiera un homenaje, tanto tiempo después, Emilio Pascual, que le regaló a aquella ficción un puesto tan honroso en la colección Tus Libros, de Anaya,  tuvo a bien acceder a la publicación, en su prestigiosa editorial Oportet, de El tesoro olvidado, que subtitulé, con esa querencia pretenciosa mía que no me quito de encima ni con los zorros del aseo doméstico, Breve tratado de la elocuencia minimalista, a pesar de que sus 751 páginas lo incluyen por derecho propio en el grupo de los «mamotretos», sobre los que se me pide que me explaye.

El más reciente que he publicado y que responde plenamente a esa categoría  es, así pues,  este tomito… El Tesoro olvidado,  una invitación al uso de palabras que corren serio peligro de desaparecer del comercio lingüístico cotidiano y hasta de los diccionarios, a juzgar por cómo va disminuyendo la competencia léxica de los hablantes y, lo que es peor, de los estudiantes.

 Por mi dureza de oído, que va requiriendo ya una digna trompetilla de anticuario…, confundí el asistente virtual de Amazon, «Alexa», la hermana preferida de todos los hijos únicos de nuestro país, con «alexia», una de las entradas del tomito, donde puede leerse:

alexia. f. Imposibilidad de comprender las ideas por escrito.

El valor de nombre propio y excesivamente común de este vocablo os permitirá brillar con indiscutible luz expresiva propia cuando lo uséis en cualquiera de las infinitas ocasiones que encontréis para ello, porque, desgraciadamente, aún vivimos en una sociedad en la que la alexia está instalada como una plaga endémica. Y el mal va a más. El dominio de los mensajes –¡pues no iba a cometer el error de llamarlos impropiamente discursos!– audiovisuales ha ido reduciendo la ya de por sí escasa capacidad de comprensión de los textos escritos que ha caracterizado a nuestra sociedad, ágrafa y analfabeta en su gran mayoría hasta hace relativamente poco y llena de analfabetos funcionales (los que sabiendo leer y escribir rudimentariamente ni leen ni escriben, al decir de Cela) que aumentan, actualmente, a medida que fracasan los sistemas educativos, de izquierdas y de derechas. Apenas la uséis con la piedad que se espera de vosotros y el respeto que a todos nos obliga para describir la impericia de alguien, habréis de deshacer el equívoco del nombre importado y encarecer la importancia de esa minúscula alfa privativa que marca tantas palabras de modo negativo para afirmar un nuevo significado (a veces en compañía de la n): anestesia, ateísmo ¡o las peligrosísimas anuria y adiaforesis! Habréis de insistir, por educación y con compasión, en que no se necesitan estudios específicos para reparar en esa construcción privativa, y que descubrirla está al alcance de cualquiera que alberguen un mínimo de sensibilidad lingüística, tan necesaria para poseer una expresión, en vez de ser poseídos, paradójica-mente, por la ausencia de ella.

Ni uno ni otro libro, ni El tesoro de Fermín Minar ni este Tesoro olvidado, se podrían haber escrito si mi afición a ellos, los mamotretos, y también a los libros y a los libelos, no me hubiera sostenido en mi santa devoción lectora, porque, en parte, hice de esa inclinación y ejercicio, una singularidad de mi carácter: no tanto leer lo que nadie lee, cuanto leer in extenso, y buena parte de a lo que pocos se atreven. Sí, lo reconozco, tendría mucho de exhibicionismo pueril, de haber hecho yo ostentación de ello, pecado que jamás he cometido: ufanarme neciamente de  haber leído, sin perdonar una nota a pie de página, los dos volúmenes de la Historia de los Heterodoxos españoles, de Menéndez Pelayo, indispensable guía de lecturas provechosas, al decir de Juan Goytisolo,  o los dos volúmenes de las Actas de los mártires cristianos, leídos con no poca intención morbosa, lo reconozco…, o los cuatro de El criticón, de Baltasar Gracián, la más feliz e ingeniosa novela alegórica de cuantas hayan sido escritas, El filósofo autodidacto de Abentofail incluido… y, acercándonos más al presente, los tres densos volúmenes de Escrito a lápiz. Microgramas,  de Robert Walser, no por haber sido escritos en el más allá vacilante de la razón, menos afortunados en sus aciertos, y baste este apunte de obra tan singular para calibrar el indeclinable atractivo de su lectura:

 ¡Ah, qué mala es la gente, qué pocilga llena de excusas el corazón humano! Las excusas baratas son extraordinariamente rápidas, y en esta rapidez se adivina algo tremendamente perezoso. Mientras hago estas declaraciones, que bien podrían ser las más sinceras que haya hecho jamás, como chocolate. Quien no es laborioso necesita de las más hermosas excusas baratas para ocultar su desgana. Una buena excusa barata es como una fortaleza. […] ¿Y qué son las excusas sino asesinos que atacan por la espalda? […] Una cosa sí sé: las excusas baratas nos hacen interesantes, de ahí que sean sencillamente un tesoro.

Y si hay autor «interesante», ese no puede ser otro que Robert Walser, admirado por Robert Musil, Herman Hesse y Franz Kafa; un autor que describió su propia muerte, tal y como sucedería realmente años más tarde, en su novela Los hermanos Tanner, nítidamente autobiográfica. Los Microgramas, escritos con lápiz en caracteres ultradiminutos, han requerido una paciente obra de transcripción de más de quince años para lograr desentrañar lo que escribió en papeles de toda laya. Se creía obra de loco sin otro significado que el desvarío, pero la transcripción minuciosa ha desvelado la divina locura creativa de la literatura, la cuarta manía que describiera Platón.

Todos estos meandros van, finalmente, a desembocar en la imposibilidad, ya comprometido yo en firme con Federico, de encontrar esa excusa perfecta de la que habla Walser y que me hubiera hecho renunciar, ya advierto que muy lamentablemente…, a estar hoy aquí con ustedes. De todos modos, y para hacer frente a los serios daños colaterales de mi vanidad, ¡tan presta a comprometerme como a ignorar mi temible tendencia a huir de los deberes!, amparada, eso sí,  en la autoridad bíblica: El ocio del escritor aumenta su sabiduría, el que está poco ocupado se hará sabio, confiaba yo en que en el curso de algún sueño de los días por venir, pudiera encontrarme esta conferencia bien acabada, aseadita y dispuesta, una conferencia como mandan los cánones: un discurso que, emergiendo de la experiencia lectora íntima pudiera llegar al corazón de la audiencia; o bien como acaso podría escribirla, según dicen, la amenazadora inteligencia artificial, sin duda más poderosa y seductora que la biológica de este «servidor» (¡y a punto he estado de decir de este «rúter»…!) tan escasamente ordenada.

 La tentación era grande: meter todos los datos en la benemérita auxiliar y asistir al espectáculo de cómo los organizaría para que saliera algo con un rostro reconocible. Dejo aquí la incógnita que, a tenor de lo sucesivo, habrán de despejar mientras esté en el «abuso»… de la palabra: «¿Nos está hablando el ponente o su alias cibernético…?» Lo que, traducido al sermo vulgaris, vendría a ser algo así como: «¿Habrá tenido la desfachatez de venir a «deponernos» una insólita conferencia en play back…!»

Lo cierto es que no hubo tal sueño, y, de lo segundo, no me está permitido decir ni el clásico mu, que, al decir de los sinólogos, es como se pronuncia, también wu, el ideograma de la nada, del vacío, de la ausencia, el único que figura en la lápida del gran director japonés de cine Yasujiro Ozu, maestro de maestros. Ahora bien, por lo que tiene de declaración autobiográfica, dicho todo lo anterior, no está de más que les recuerde una sentida entrada de este Tesoro olvidado, que guarda estrecha relación con lo que acabo de decir:

[Leer la entrada «zorronglón» del diccionario.]

zorronglón, na. adj. Aplícase al que ejecuta lentamente o con repugnancia las cosas que le mandan.

          Con el cariño y la esperanza que los escritores ponen en el uso de palabras que no pertenecen al habla común, introduje yo zorronglón en mi otro Tesoro, el de Fermín Minar, y aun a pesar de la difusión de la obra, no me consta que haya revertido al pueblo aquella aportación, el reverdecimiento de una voz que, en el ámbito de la educación al menos, es capaz de describir  casi hasta a un cuarenta por ciento del alumnado, a triste día de hoy, claro, en que las autoridades académicas, de todas las ideologías, han perdido el norte de lo que ha de ser la educación en nuestro país y la contemplan como lugar de catequesis o de auxilio social, y todas, por halagar a los ignorantes votantes, como un centro penitenciario donde recluir ad nauseam a quienes requieren algo más que la escuela obligatoria para su formación integral. Que zorronglón lleve un zorro en sus entrañas parece contradecir el significado de la palabra, ateniéndonos a la astucia y diligencia características del habilidoso ladrón de ganado avícola y protagonista de diversas fábulas; pero, como en otras ocasiones, ahí está la severa disciplina etimológica para buscarle explicación a ese aparente contrasentido e indicarnos, de la  sabia mano de Joan Corominas, el origen onomatopéyico del lusismo zorrar, ‘arrastrar’, y de ahí a la dificultad de arrastrar un peso y hacerlo lentamente ya hay un pequeño trecho que se salva sin ninguna dificultad.  Lo maravilloso de zorronglón, sin embargo, es ese final «—onglón» que parece remitir a la dificultad de pronunciar con claridad, como si a alguien que estuviera haciendo  gárgaras se le exigiera de forma perentoria una respuesta para cualquier pregunta, por banal que fuera. La composición total de la palabra, así pues,  indica bien a las claras no sólo la repugnancia a hacer lo que a uno le ordenan, sino, en no pocas ocasiones, la incapacidad intelectual para hacerlo de forma eficaz. “¡Estoy rodeado de zorronglones! ¡Cómo es posible que nadie haya traído los deberes hechos!” “A los zorronglones les es de aplicación el perspicaz aforismo de Emilio Pascual: Es posible que el olvido sea una forma piadosa de la falta de voluntad” . “En este país das con la vara del deber en tierra y te florecen los zorronglones como las amapolas en primavera, pero sin la más mínima vergüenza…”

Descrito y acaso aforismado quedo, como más adelante se verá.

Finalmente, ya para acabar este prólogo acaso demasiado extenso, los amantes de las digresiones, las simas y las zahúrdas…, saben que de los sueños, como las binzas del pimiento de la digestión, salen íntegros algunos poemas, esbozos de novelas, guiones de películas y aforismos, pero nunca una conferencia… Hube, pues,  de recurrir al fondo de armario del vestuario lector para entresacar de tantos años de fatiga ocular algo que darles hoy, para cumplir con el gravoso encargo de Federico, como un insólito juglar que se ha quedado sin materia, en vez de hacer lo que el momento y la ocasión exigen: mirar a nuestro alrededor y solazarnos en el callado discurso de la Naturaleza, que le inspiró a María Zambrano uno de sus libros más hermosos, por cierto: Los claros del bosque; un espectáculo, este de la naturaleza, con el que es imposible competir…, y Juan Ramón lo dejó dicho, con no poca tristeza en su poema Árboles hombres:

Ayer tarde

volvía yo con las nubes

que entraban bajo rosales

(grande ternura redonda)

entre los troncos constantes.

 

La soledad era eterna

y el silencio inacabable.

Me detuve como un árbol

y oí hablar a los árboles.

 

El pájaro solo huía

de tan secreto paraje,

solo yo podía estar

entre las rosas finales.

 

Yo no quería volver

en mí, por miedo de darles

disgusto de árbol distinto

a los árboles iguales.

 

Los árboles se olvidaron

de mi forma de hombre errante,

y, con mi forma olvidada,

oía hablar a los árboles.

 

Me retardé hasta la estrella.

En vuelo de luz suave

fui saliéndome a la orilla,

con la luna ya en el aire.

 

Cuando yo ya me salía

vi a los árboles mirarme,

se daban cuenta de todo,

y me apenaba dejarles.

 

Y yo los oía hablar,

entre el nublado de nácares,

con blando rumor, de mí.

Y ¿cómo desengañarles?

 

¿Cómo decirles que no,

que yo era sólo el pasante,

que no me hablaran a mí?

No quería traicionarles.

 

Y ya muy tarde, muy tarde,

oí hablarme a los árboles.

(Tomado de «Romances de Coral Gables», en En el otro costado, 1936-1942.)

 

El bosque donde nos hallamos y estos versos de Juan Ramón me han traído a la memoria una escena que mi heterónimo Juan Poz recogió en su bitácora Provincia mayor que el mundo eres —sí, claro, un título tomado de otro poema de Quevedo:

De buena mañana, cuando marcho lleno de energía al trabajo, gracias a las gachas de avena con leche de soja, arándanos, y frutos secos con que me desayuno, suelo tropezarme a menudo con una persona que desafía al frío vestido con una liviana chaqueta y con unos pantalones que le llegan apenas por encima del tobillo. Tiene una tontuna expresión beatífica que indica bien a las claras que habita en un mundo distinto del de la mayoría de los mortales, entre los que me encuentro. Lleva siempre una bolsa de plástico colgando del antebrazo, pero ignoro qué guarda en ella, aunque bien pudiera ser comida para las palomas o para los gatos callejeros. Lo esencial, para mí, de esta persona es la costumbre que tiene, cada día, de recorrer la avenida arbolada por donde llego al trabajo, besando el tronco de cada árbol, agradeciéndole que esté allí, preservando la naturaleza, recordando que todo el terreno era suyo hasta que lo ocupamos con casas y calles, dejándoles el exiguo del alcorque, algunos de ellos llenos de colillas, desde la prohibición de fumar en el interior de los edificios. El hombre sonriente los besa sin excesivos aspavientos, un beso cálido y breve, al que sigue  un abrazo mediante el que arrima su cuerpo al tronco para establecer un contacto íntimo, mas no turbador. Besándolos, uno por uno, recorre la vía como si fuera una vía gloriosa en vez de un vía crucis. Algunos ciudadanos que lo miran, como yo lo hago, no pueden reprimir la sonrisa de superioridad de quienes se deben decir que están cómodamente instalados en la razón frente al desamparo de la locura ajena: ¡el mundo al revés!, me digo. Y sigo mi camino.  Cuando me acerco a los árboles, saco la mano del bolsillo del abrigo y rozo la corteza de los plátanos majestuosos de piel lechosa. Y me siento otro.

Pero poco antes de venir, releyendo un libro al que luego aludiré, La rebelión de las masas, de Ortega, me encontré con este párrafo que refuta nuestra «reencuentro» con la naturaleza como algo excesivamente «primitivo»: 

                          Pero el grecorromano —nos explica don José con su proverbial lucidez, en su apogeo intelectual en aquellos años, de 1927 a 1930, en los que escribe un libro tan luminoso— decide separarse del campo de la «naturaleza», del cosmos geobotánico. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo puede el hombre retraerse del campo? ¿Dónde irá, si el campo es toda la tierra, si es lo ilimitado? Muy sencillo: limitando un trozo de campo mediante unos muros que opongan el espacio incluso y finito al espacio amorfo y sin fin. He aquí la plaza. No es, como la casa, un «interior» cerrado por arriba, igual que las cuevas que existen en el campo. La plaza, merced a los muros que la acotan, es un pedazo de campo que se vuelve de espaldas al resto, que prescinde del resto y se opone a él. Este campo menor y rebelde, que practica secesión del campo infinito y se reserva a si mismo frente a él, es campo abolido y, por tanto, un espacio sui generis, novísimo, en que el hombre se liberta de toda comunidad con la planta y el animal, deja a estos fuera y crea un ámbito aparte puramente humano. Es el espacio civil. Por eso Sócrates, el gran urbano, triple extracto del jugo que rezuma la polis, dirá: «Yo no tengo que ver con los árboles en el campo ; yo solo tengo que ver con los hombres en la ciudad».

2.    De simas o zahúrdas e ingenuos penseques…

De antes de lo que acabo de leer, incluido el poema de Juan Ramón que ha motivado estas curiosas digresiones, una psicológica y la otra filosófica, es  «simas», sin duda,  el concepto que ha de retenerse ahora, porque su zarraspastrosa prima hermana, «zahúrdas»,  me ha servido para titular de forma tan quevedesca esta conferencia.

Todos los que leemos acabamos cayendo en la red tupida que tejen  los volúmenes escritos y, dándonos perfecta cuenta de ello, nos vemos arrastrados a lo que, estableciendo un símil con el yacimiento de Atapuerca, podríamos llamar  la sima profunda de los huesos morales de la cultura universal, un privilegiado yacimiento en el que vamos a encontrar desde el poético y filosófico Yijing chino, el famoso Libro de los cambios —antes conocido como I Ching—, un manual de adivinación basado en la doctrina del Dao —antes el Tao— hasta el enigmático, pero no indescifrable, Finnegans Wake, de Joyce, un homenaje al poder genésico de la palabra; desde el Tesoro de la lengua castellana o española, de Covarrubias hasta el apasionante viaje radical del Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española, de Roberts y Pastor; desde la Farsalia de Lucano, crónica muy amarga de las guerras inciviles, hasta el Paradiso, de Lezama Lima, jardín abierto para pocos y cerrado para muchos;  Desde el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz hasta las Soledades de don Luis de Góngora o Poeta en Nueva York de Federico García Lorca… Y así podría, cualquiera de los aquí presentes, seguir enumerando los hitos de su particular autobiografía lectora…

Que yo me atreva a describir esta sima nuestra, la de los lectores contumaces, como Las zahúrdas de Hermes, robándole en parte el título al indefenso Quevedo, al que le robaré también el epitafio de mi urna cineraria: polvo serán, más polvo enamorado…, es fácil de entender: infierno, gehena, hades o caína son ambas, las de Quevedo y las de Hermes.

Nuestra sima, al contrario que la ilustración de Botticelli del Infierno de la Divina Comedia, tiene más de campana que de copa, porque una sola tentación en la cúspide, casi cualquier libro tiene ese poder, nos hace caer por el interior de las laderas forradas de bien provistos anaqueles hasta el amplio fondo que nos acoge a todos los ingenuos —en tanto que libres…—pecadores. Podría, alargando el préstamo —ese anhelo de todos los hipotecados…—, hacer un recorrido por los distintos barrios de nuestra sima y detenerme sobre todo en el de los penseques que hemos ido cayendo en ella, felices en vez de arrepentidos,  para desear no salir jamás de nuestro tormento, porque, como le pasaba a La mujer de la arena, en la simbólica película de Hiroshi Teshigahara, estamos hechos a la supervivencia en las más adversas condiciones: cada día descubrimos nuevas obras del ingenio humano para las que nuestra frágil «caña pensante» y nuestro robusto corazón sintiente no dan abasto, pues ni siquiera podemos descansar lo que el equilibrio homeostático del organismo exige.

Si la decisión más heroica frente a la tentación es caer en ella, como sugirió Oscar Wilde, ¡cuánto no habremos de guardarnos de los cada vez más numerosos  *lapidadores al uso,  dispuestos a lanzar la piedra de no haber abierto jamás un libro…! Sí,  es cierto que se nos acusa a los lectores de insociables, y acaso no falte razón en el dicterio. Lo explicó perfectamente Juan de Zabaleta.  En sus Errores celebrados, una de las lecturas más deliciosas que haya hecho nunca, sugiere que los animales sin discurso, en cogiendo la presa, buscan el rincón. Coger un hombre el plato y meterse con él en su silencio es salirse del convite y desmentirse de hombre. Pues bien, lo mismo le sucede al animal con discurso que, supuestamente, somos los lectores: en cogiendo la presa, el libro, buscamos el rincón y el silencio, para vivir en conversación con los difuntos, escuchando con nuestros ojos a los muertos. Y sí, tal vez nos desmintamos de «hombres» a fuer de insociables, pero nos acreditamos de personas.

De Zabaleta, por cierto, aprendí una estrategia docente que me sirvió durante muchos años: Nada hace callar tanto como el callar. Pero aquellos míos de entonces eran alumnos que fueron directos a la lectura del libro cuando me oyeron otra de sus sentencias felices: Quien quisiere trabajar, descanse. El trabajo que no halla sosiego no dura… Ese descanso arcádico que yo buscaba, talludo zorronglón, al confiar en el sueño para que me ayudara a cumplir con mi emboscado compromiso. 

3.    El bosque de palabras.

Mi segunda opción para organizar esta conferencia, ¡casi casi la del clavo ardiendo…!,  tras aceptar la invitación de Federico —ya ven que el insomnio da para mucho!, como lo saben quienes lo padecen y quienes hayan leído Travesía nocturna, de Clément Rosset, el autor de un ensayo gozoso, Lo real y su doble y otro tenebroso: Lógica de lo peor—; mi segunda opción, decía,  consistió, dada la orientación de mis lecturas hacia el olvido engendrador, sobre lo que no tardaré en explayarme, en aprovecharme del profundo sentido colaborativo que intuyo en ustedes para ir construyendo al alimón,  entre preguntas y respuestas, esta conferencia, ¡de lo que yo tanto provecho hubiera sacado!, porque los inquilinos de las Zahúrdas de Hermes estamos siempre atentos a cazar al vuelo cualquier novedad que oigamos o leamos, en cualquier ocasión: todas calvas, ¡ay!, cuando se ha perseverado toda una vida en el mester del vicio lector.

 No de otro modo cacé, en el Gabinete mágico de Emilio, aquí presente, el Mockingbird, de Walter Tevis, Sinsonte, en castellano, porque es especie americana, aunque aquí traducimos habitualmente Mockingbird por «ruiseñor», como en el título de la célebre película de Robert Mulligan, Matar a un ruiseñor. Tevis es  más conocido por la serie que se ha filmado sobre su Gambito de dama que por la ficción de un mundo en el que ni se lee ni se escribe y alguien, un rebelde,  aprende a hacerlo leyendo los intertítulos de las películas mudas y tras haber descubierto la existencia de un libro llamado «diccionario», que es descrito como un objeto que contiene un bosque de palabras, y del que recibe una impresión tan poderosa que todo su afán de ese momento en adelante consistirá en dominar algo prohibido: leer y escribir.

Mucho antes de que Emilio me hiciera tropezar con Tevis en una de las hermosas bibliotecas que describe con tanta sabiduría y amor a la lectura en su milagroso Gabinete mágico, había escrito yo una obrita para las seis edades —ahora que peco de septuagenario me aferro con pasión reverdecida a la clasificación leída en otro de esos mamotretos que han marcado mi vida lectora: Las Etimologías, de Isidoro de Sevilla, quien divide en seis las edades de la persona, infancia, niñez, pubertad, juventud, madurez y senectud, frente a nuestras míseras tres actuales— titulada Aurelia, los tonos y los timbres (Una historia de terror), aún inédita. La última página de esa novelita introduce a la autora: NOTICIA BIOGRÁFICA. Aurelia Octavia nació en Madrid, en la popular glorieta de Quevedo, hace algunos años… Doctorada en Filología Hispánica y especialista en el lenguaje no verbal, ha cultivado la literatura infantil desde sus inicios como escritora. Ha destacado por la desbordante fantasía con que se ha acercado a la materia prima de la Literatura: las palabras. Su obra El bosque de palabras fue finalista del Premio Nacional de Novela Infantil y Juvenil del año pasado. Aurelia, los tonos y los timbres… (Una historia de terror) es su última novela, y la más autobiográfica de todas ellas.

La obra narra el encuentro de Aurelia Octavia con los jóvenes lectores de un colegio, supuestamente para hablar del  Bosque de palabras, pero, ante el entusiasmo de su audiencia, acaba relatándoles la historia de terror que fue su vida de niña al descubrir sus padres que ella era incapaz de asociar las palabras con los significados y que solo entendía los tonos y los timbres, de modo que sus padres, absolutamente desconcertados, hubieron de improvisar un método que les permitiera acceder a su hija o en las propias palabras de Aurelia:

—Sabiendo que «no me pasaba nada» que la ciencia pudiera diagnosticar, mis padres se armaron de una paciencia sobrenatural y, cuando aún no había cumplido los quince días de vida, pusieron carteles por todos los rellanos de la escalera de vecinos pidiendo disculpas por las inexplicables «perras» de la niña del quinto… Tan compulsivos eran mis llantos que en aquella casa solo había descanso cuando comía o cuando, rendida después de un día de contraer y expandir el diafragma, me dormía como un lirón careto. A los seis meses, sin embargo, como cosa de milagro o de brujería, no solo callé, sino que, literalmente, enmudecí. De nuevo otra llamada urgente al pediatra y de nuevo el viejo dictamen: no tiene nada que la ciencia pueda diagnosticar…, lo que a mis padres no les tranquilizó en absoluto. No soy especialmente coqueta, a la vista está —abrió Aurelia los brazos como para exhibir la elegante modestia de su vestuario—, pero mis padres pusieron su buena montaña de arena para que lo llegara a ser, a juzgar por las horas muertas que se pasaban observándome como si fuéramos, los tres, los protagonistas de un documental naturalista de La 2. Un mal día, porque no todas las cosas, como bien sabéis, ocurren «un buen día», mi padre rompió el silencio en que nos contemplábamos mutuamente y se le ocurrió susurrar un «¡demonio de invento…!» casi inaudible, mientras me acariciaba la mejilla… De repente, emití un sonido tan agudo, antes de romper a llorar a voz en grito, que mi padre, sorprendido por mi reacción, reculó con tal energía que venció la silla hacia atrás con el impulso y cayó, dándose un costalazo monumental contra el piso, con el espanto cuajado en el semblante… «¡Ya está bien, criaturita!», se enfadó mi madre conmigo, después de comprobar, con espanto, que mi padre, al caer, se había hecho una herida en la cabeza tras chocar con la pestaña de hierro que libera una de las cuatro ruedas del carro de la televisión. La visión de la sangre pudo con ella y le hizo perder los nervios. Entonces, para su sorpresa, de esas a las que llamamos «morrocotudas», comencé a reír, al parecer, como nunca hasta ese día lo había hecho, lo que provocó que mis padres se abrazaran llorando, al tiempo que me repetían: «criaturita, criaturita…», lo que me incitaba a seguir riendo. Eso sí, en cuanto a mi padre, repuesto del golpe, se le ocurrió decir: «¿Quién te quiere a ti, preciosidad…?», lo que habían sido risas benéficas se convirtieron en maléficos gritos que, tras su desconcierto y perplejidad solo pudieron acallarse en parte adelantándome la hora del baño para, a continuación, darme de cenar y confiar en que esos cambios de humor no me perturbaran el sueño, en el que entré sin demasiado convencimiento, al parecer. Y ahí es posible que se gestara el pertinaz insomnio que he padecido siempre, y que tanto ha contribuido, ¡lo que son las cosas!, a mi dedicación literaria.

Más adelante, la madre toma la decisión de ir catalogando las reacciones de su hija ante las palabras que ella y su marido emplean, de modo que, con cierta dedicación, es capaz de crear un lenguaje aparentemente absurdo, como el de la escritura automática, que les permite referirse a la realidad  de un modo tan arbitrario como lo fue en su momento la propia creación el lenguaje, más allá de las onomatopeyas. O Como lo resume uno de los jóvenes oyentes de Aurelia:

—O sea…, a ti te decían «merienda» y tú te lavabas los dientes…

—¡Pero bueno, Alicia, sí que te lo tenías bien guardado…! Estos alumnos tuyos, tan maravillosos… Mejor no lo podría haber explicado ni yo misma, desde luego. Pues sí, jovencito, así es, o así fue, a mí me decían «merienda» y yo me lavaba los dientes… Al principio estaban muy contentos de haber encontrado una manera de relacionarse conmigo, pero a medida que iban pasando los años y se acercaba el momento de tener que llevarme a la escuela, en aquella época todos íbamos a la escuela al cumplir los seis años, a mis padres les entró un miedo tan terrorífico como el que llevaban padeciendo desde que nací. Al principio todo les pareció un juego, absurdo, no se engañaban, pero un juego. ¡Nunca he sido tan feliz en mi vida! Y me atrevería a decir que lo mismo les pasó a ellos. Todo juego es un reto, un desafío: queremos ganar a toda costa y cuesta muchísimo aceptar la derrota… De hecho, y aunque suene un poco solemne, el aprendizaje más importante de la vida es saber aceptar las derrotas, algo que cuesta lo suyo…

La novelita está construida dialécticamente, un diálogo constante entre la escritora y sus jóvenes alumnos, y va progresando hasta el momento en que aquella solución surrealista ha de dejar paso al duro momento de encarar la peculiar niña la vida académica, un severo choque que no se intuye muy fácil. Antes de llegar a ella, los padres deciden deshacer el orden tan pacientemente construido, y lo hacen a las bravas, lo que provoca en la niña un desconcierto y un desamparo totales: 

Aquel día en que mi madre rompió los mapas de navegar, lo que valía tanto como leerme la cartilla de mis desdichas, más que de mis obligaciones, y, junto con mi padre, me metieron a la fuerza en el mundo de los demás, el que ellos compartían al margen de nuestra burbuja, conocí el poder absoluto del terror. Apenas mi madre rompió a hablar de forma «normal», es decir, ininteligiblemente para mí, muchos de sus sonidos me taladraron los tímpanos, casi me hicieron perder el sentido, tal fue el dolor indescriptible que sentí. De repente, la televisión, la radio, las canciones del reproductor de CDs, las voces de los vecinos que entraban por la, desde aquel día, política de ventanas abiertas que también inauguraron…; todo, sí, todo parecía confabularse para destrozarme los nervios y sumirme en el más atroz de los sufrimientos. No entendía nada. Me paseaba por la casa llorando, con las manos en los oídos, apretándolas contra ellos con una furia y una fuerza insospechada. No les perdonaba a mis padres, sobre todo a mi madre, que me hicieran lo que me estaban haciendo… Al final acabamos convirtiendo la casa en lo que nunca quisieron ni imaginar que podría convertirse: en una casa de locos… Ellos hacían «vida normal»: me hablaban, tratando de reforzar sus palabras con signos que me ayudaran a entenderlos rectamente; pero yo huía de ellos con los oídos tapados y gritando una especie de sonidos parecidos a los que hacen las mujeres bereberes en las bodas, por ejemplo, moviendo enérgicamente la lengua de un lado a otro para entrecortar la emisión de sus mensajes; negando con la cabeza con una velocidad sorprendente en un ser humano que cayera, acto seguido, redondo al suelo, con un morrocotudo mareo. ¡No tenía sitio donde esconderme! ¡Hasta llegué a meterme, bien lo recuerdo, debajo del colchón de mi cama! Estaba sola: mis padres, aunque por mi bien, se habían vuelto contra mí, y yo no tenía a nadie a quien poder recurrir, alguien que fuera capaz de entender mis sufrimientos y, como habían hecho mis padres hasta ese día, de evitármelos. El pánico se había apoderado de mí, pero en ningún momento, ¡por suerte!, se me ocurrió salir de casa y buscar ayuda fuera de ella. ¿Adónde podría haber ido?

Cerca ya del final, y voy acabando…, Aurelia Octavia describe a los niños un episodio de aquella peculiar historia de terror que, dada la naturaleza en que nos hallamos, me parece oportuno traer a colación, excepto que haya signos ostentosos de que no insista, por supuesto:

Aquella noche, curiosamente, me levanté, no sé si despierta o en sueños, porque desde Calderón ninguno de nosotros sabe ya a ciencia cierta si vive o sueña que vive, y, después de arrimar una silla del salón, con curioso sigilo, ¡yo, que era un horrísono escándalo andante!, parece ser que me entretuve en abrir libro tras libro, sin saber qué pudiera buscar en ellos, pues a duras penas distinguía los sencillos dibujos del alfabeto e ignoraba por completo el significado de las palabras que al reunirse formaban… Uno tras otro fueron cayendo al suelo, los volúmenes, sin que el sordo estrépito despertara a mis padres, que dormían un poco más allá, al fondo del piso, como si los bomberos hubieran desplegado la lona con que recogen a quienes se lanzan desde las ventanas de un edificio en llamas… Algo habría de desesperación  mía en aquel arrojar los libros al suelo después de haber pasado la vista por ellos como la podemos pasar todos ahora, salvo excepciones, que sé que su estudio se ha puesto de moda…, por los ideogramas chinos: quedándonos «a dos velas»… No más intensa que el de ellas sería la luz que alumbraba mi aventura nocturna, porque todo ese escrutinio lo realizaba con el resplandor apagado de la que procedía de mi cuarto, una lengua de luz que iba oscureciéndose a medida que me acercaba a la puerta entornada de mis padres. Con una constancia que me parecía impropia de mi persona, tan propensa desde que nací a la dispersión y al cambio continuo de quehaceres, fui corriendo la silla a lo largo de la estantería y dejando, tras de mí, una gruesa alfombra de libros, como si un terremoto hubiera vaciado con sus sacudidas los acogedores estantes: abiertos o cerrados, según la suerte con que cayeran, la alfombra iba creciendo en grosor a medida que, como una bibliotecaria haciendo inventario, recorría el pasillo que me separaba de mis padres… En cierto momento, cuya ubicación temporal en el desarrollo de aquella noche pavorosa ignoro por completo, no me contenté con pasear la vista extrañada sobre las páginas de los libros, sino que comencé a arrancar hojas de ellos y a lanzarlas al aire como quien suelta palomas mensajeras, aunque aquel mensaje de barbarie no tenía más destinatarios que quienes conocían al dedillo las causas de mi aflicción… A aquellos signos extraños con los que iba tropezándome pronto se unió el agresivo recuerdo auditivo de todas las palabras que yo oía como ruidos feroces, y enseguida todo ello se convirtió en una especie de salvaje reunión de pájaros de todo plumaje que, para mi pánico, entraban y salían de mi boca como si fuese una caverna abierta en la escarpada ladera de una montaña; pájaros de todas las formas y todos los cantos imaginables sumaban su algarabía en mi paladar dejándome muda y aterrorizada. Poco a poco, a medida que entraban más aves, el entrechocar de alas y las garras que se adherían fugazmente a las paredes de mi garganta, antes de reiniciar la combativa conquista del espacio, me produjeron un escozor y un dolor en el cuello que, por la densidad de pájaros que revoloteaban en aquel diminuto y al tiempo grandioso espacio, no pude traducir en grito alguno… Me llevé las manos a la garganta y apreté con todas mis fuerzas, para ver si así conseguía ahuyentar a aquellas aves maléficas que me impedían no ya gritar, que eso era lo de menos, ¡sino respirar! Pero fue en vano…, los empellones de aquella volatería en mi boca, los picotazos que sentía en las amígdalas, como si las aves se cebasen en inmensos granos de uva madura, los arañazos inmisericordes que me marcaban el interior de la garganta como si esas heridas en carne viva quisieran borrar algún mensaje que otras aves, antes, hubieran escrito con mi sangre y sus garras de feroz y férrea curvatura agresiva… Ruidos, palabras, gorjeos, gruñidos, tableteo de alas, golpes sordos de paraguas restallantes que se abren: cartón, nube, sierra, lavabo, recreo, escuela, padres, arena, niños, silbatos, cascos, lentejas, lará, larí, larí, lará, frambuesa, merluza, corral, pollo, tejado, castigo, ja, ja, ja, buitres, estorninos, tortugas, colgador, bata, tiza, aula, balcón, garra, [Pausa y manoteos] águila imperial, timbre, gafas, móvil, música tachín tachán, baldosa, leche, bollo, galleta, cuentos, ag, ag, ag, alcatraz, gaviota, gruñido, vecinos, correr, valiente, cormorán, sopa, corro, manos, llanto… —a medida que Aurelia Octavia progresaba en la enumeración caótica, movía las manos delante de su cara como si con esos manotazos enérgicos pudiera impedir el tráfico de entrada y salida de su boca que, de vez en cuando, haciendo una pequeña parada entre palabra y palabra, dejaba abierta, sin dejar de manotear, lo que comenzó a asustar a los niños, quienes, viendo la dolorosa manera como Aurelia rememoraba aquel sueño, temieron que, de nuevo, acabara desmayada, o algo peor… Se miraban entre sí, porque la invitada hacía rato que, a pesar de tener los ojos abiertos, no veía cuanto tenía ante ellos, y después miraban a Alicia, quien, sin embargo, no perdía ripio de aquella enumeración y estaba en una tensión evidente, por si tenía que volver a intervenir, en caso de que…; pero su invitada continuó con un ritmo in crescendo solo parangonable al aleteo de sus manos, que intentaba evitar lo imposible, que no se le siguiera llenando la boca del disparatado (o no tanto…) diccionario inacabable:— pan, estera, coche, calle, zapato, blusa, feliz, canción, mendrugo, perchero, risa, saludo, arena, mueca, pon, pon, porompompón, obedecer, veterinario, semáforo, carta, cordones, rodilla, golpe, ¡ay, ay, ay!, uña, médico, lápiz, almohada, aguja, cubo, parque, madrugar, dientes, corro, legaña, amor, sola, lejos, ciudad, engaño, incomprensión, picotazo, daño, no, no, no, noche, tejado, voz, garganta, montañas, plumas, nido, herida, caverna —aceleró  el ritmo, ya totalmente fuera de sí, mientras seguía espantándose las moscas y las pupilas parecían haber adquirido vida propia, independientemente de la ya escasa voluntad de Aurelia, dominada por una fuerza interior devastadora que se había apoderado de ella, o así al menos se lo pareció a todos, contra su voluntad. Alicia se había acercado discretamente y se mantenía en una alerta mayor, como la madre que vigila los primeros pasos de su criatura con solicitud y confianza, los brazos siempre tendidos para servir de refugio— ¡gato! , ¡balón!, ¡pijama!, ¡sábana!, ¡puerta!, ¡naranja, ¡siesta!, ¡pupitre!, ‘sirena!, ¡choque!, ¡zas!, ¡uf!, ¡bah!, ¡patatús!, [Las dos manos en la garganta] ¡tenedor!, ¡escaleras, ¡cepillo!, ¡hueco!, ¡adiós!, ¡primos!, ¡fragilidad!, ¡desconcierto!, ¡cabeza!, ¡arrugas!, ¡servilleta!, ¡libros!, ¡coser!, ¡comba!, ¡televisión!, ¡armario!, ¡bocaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!

Justo después de ese preciso instante en que Aurelia Octavia interrumpió la veloz y cantarina enumeración, afincándose en la más abierta de las vocales, como si siempre hubiera vivido exclusivamente en ella y abriera con ella de par en par las puertas de su garganta para facilitar que todas aquellas palabras que en forma de aves multiformes entraban y salían la dejaran respirar; justo en ese momento sonó el timbre que anunciaba el final de la clase y el comienzo del recreo. Alumnos y profesora intercambiaban perplejidades y los primeros esperaban de la segunda que tomara la iniciativa. La escritora se había «congelado» en una actitud de crispación, inmóvil y silente, que daba la impresión de que Aurelia se hubiera convertido en una estatua, porque ni respirar se la oía, la mirada la tenía totalmente extraviada y las manos atenazaban el cuello como si sostuvieran la cabeza para que ésta no se doblase, como si fueran un improvisado collarín como con el que Alicia se presentó a principio de curso por un problema con las cervicales… La profesora, como la vez anterior, decidió esperar unos segundos que a sus alumnos les parecieron eternos… Aurelia, sin embargo, estaba bien sentada en la silla de Alicia y no emitía señal alguna de que estuviera a punto de vencerse y caer de ella…, aunque Alicia y algunos alumnos se pusieron de pie en actitud de inmediato socorro, por si las moscas… Fue innecesario: en cuanto Aurelia oyó el timbre, como si fuera el del despertador que nos sirve para detener el proceso terrorífico de una pesadilla cerró la boca, se desciñó el cuello y, como una actriz que pasa de la histeria a la calma total o como una durmiente que se incorpora sudorosa en la cama, la mandíbula aún colgando…, después de haber vivido una atroz pesadilla, se reacomodó en la silla, se alisó la falda sobre los muslos, y, como si todo hubiera sido una fingida interpretación, sonrió y se dirigió, dulcemente, a los niños:

—No os habréis asustado, supongo… 

4.     El poder del olvido.

Bueno, pues, tras la angustia volátil de Aurelia, bien nos merecemos entrar en este balsámico capítulo del olvido en el que avancé que me explayaría, porque en estos tiempos en los que andamos a vueltas con la memoria y la desmemoria, personal o histórica, supongo que chocará oír que alguien tiene la excentricidad de leer para olvidar, pero ahí he de reconocer otra de mis «extra-vagancias» (sic sí, con el guion intercalado, ¡a cada zorronglón lo suyo!). Cuando era joven, porque intuí que mi mayor peligro como escritor era dejarme arrastrar por aquellos a quienes admiraba, de modo que bien pudiera acabar convirtiéndome en lo que tan mal suena: «remedador» o, tirando a lo clásico, mero «epígono»; años después, es decir, entrado en ellos,  porque tuve la suerte académica de leer uno de esos libritos discretos y poco conocidos, pero con la impronta de «clásico» en el lomo: La voluntad de estilo, de Juan Marichal, donde descubrí,  por boca de mi admirado Unamuno que el estilo es camino, y es a la vez lo que camina, como es un río. No un camino por el que se va, sino un camino que nos lleva, lo que, he de reconocerlo, me dejó perplejo y en manos del célebre axioma de  Buffon: El estilo es el hombre mismo. Y desde ahí ya fue todo un vivir en el sinvivir de leer y escribir, sin tener la más mínima idea de cómo acabaría emergiendo, de hacerlo, mi propio estilo. Solo en mi vejez, cuando conocí la convicción de Gamoneda, encajaron la intuición juvenil y la práctica de toda una vida: la poesía —sentenció el poeta—  no es literatura, ficción, sino emanación directa de la vida, hechos existenciales y, por consiguiente, el concepto de literatura es incapaz, por inapropiado, para definirla. Una concepción hermana de la que tiene Ortega de la Razón: ¡Como si la razón no fuera —dice el filósofo— una función vital y espontánea del mismo linaje que el ver o el palpar!  Y leyendo los aforismos de Juan Ramón Jiménez, una faceta de su personalidad menos valorada de lo que merecería, porque invirtió mucho tiempo e ingenio en ellos durante toda su vida, indesmayablemente, hallé esta confirmación de la experiencia y de la intuición: El olvido no pierde nada, todo lo atesora. Y si merecemos la memoria, ella nos dará la llave del olvido.

En esta ajada juventud distinta de mi presente… he comprendido que lo leído y olvidado obra en el escritor por ósmosis y que, a través de su propia invención, fluye siempre, de forma encubierta unas veces, en forma de homenaje otras, todo aquello que el excéntrico lector lee para olvidar, y que emerge tal y como lo define Barthes en el epígrafe sobre la archifamosa intertextualidad que prohija este discurso.

Pensando y pensando durante muchos días sobre esta conferencia-tormento, traté de consolarme con el koan que me repetí mil veces durante la noche de insomnio que me regaló, sin él saberlo, la envenenada propuesta de Federico: Un maestro iba a dar una conferencia que los discípulos aguardaban con expectación. A través de la ventana de la sala les llegó a todos, de repente, el bellísimo canto de un pájaro. El maestro concentró toda su atención en los agudos melismas del sanjuanesco pájaro solitario. Cuando el pájaro calló, el maestro se giró a sus discípulos y les comunicó que la conferencia ya había sido impartida.

No sé si a esta hora nos habrán traído ya los funcionarios municipales los pájaros cantores…, pero aunque las paradojas del Zen me han parecido siempre un bello reto poético, no me atrevo a imitar al viejo maestro, con quien comparto la vejez, pero no la maestría. Imagino que otro tanto habría, ¡o ha hecho…!, la inteligencia artificial de quien se sospecha la autoría de esta peculiar «disertación» de la que el autor, vulgo «mi menda leyenda», habría desertado…

De ese pájaro del zen se aprende también, en otros koanes, que no canta para expresar nada, sino porque lleva el canto dentro y ha de sacarlo, so pena de dejar de ser lo que es. Quiero creer que lo mismo nos ocurre a los escritores que leemos para olvidar y escribimos porque no podemos dejar de escribir, como lo exige nuestra primera naturaleza.

Recordemos, para acabar este capítulo del balsámico olvido, que en el Fedro de Platón, cuyo volumen con los diálogos completos es otro de esos benditos mamotretos que lo tienen todo de nutritivos y nada de indigestos, hay un decidido ataque a la escritura como elemento disuasorio del saber, pues este está para Platón ligado íntimamente al ejercicio de la memoria: fiarse de la escritura es perder la memoria, y quien , como yo, tiene por costumbre leer para olvidar, puede que sume vida, sí, pero también las oscuridades propias de la nesciencia. La escritura conserva el fruto de los desvelos y el mayor o menor ingenio creativo, pero, y yo soy testimonio vivo de ello, deja a la persona vaciada de casi todo aquello que la memoria convierte en un ser vivo singular y atractivo, porque la memoria feliz es un don solo comparable a la bondad y a la falta de afectación, virtud, esta última,  loada sobre todas las cosas en nuestra Biblia nacional: el Quijote.

5.    Lectura y biografía: el heroísmo de Andrés Vidal.

Hablar de Mamotretos, libros y libelos es, pues,  una manera inusual de hablar de nosotros mismos, de convertir cuanto se lee y de ello se hable  en nuestra propia biografía, porque aunque haya vida fuera de la literatura, muy poco puede competir con la que hay en ella. Usualmente los lectores nacen, con una inclinación hacia las palabras y las historias que, si alimentadas por los padres en la infancia, se convierte en el eje alrededor del cual puede llegar a girar una existencia. En ausencia de aquella amorosa función nutricia, y aun poseyendo la pasión por el verbo, a veces es un fenómeno tardío la eclosión lectora de un enamorado de las palabras.

Escribir —si a garabatear sobre el papel puede así llamársele…— yo diría que he escrito desde los ocho o nueve años; leer, más allá de los tebeos y las ilustraciones de los libros de Colección Historias de Bruguera —¡jamás el texto…!—, solo comencé a hacerlo con quince años y me estrené con dos obras muy distintas: El lobo estepario, de Hesse y Eternidades, de Juan Ramón Jiménez, poeta predilecto mío desde entonces. La primera se me cayó de las manos en la relectura adulta; la segunda, multiplicó su valor. Pero el salto hacia los mamotretos tardó en producirse, sobre todo porque mi afición lectora funcionaba, también, como intervención formadora del pensamiento y de la escritura. Supongo que La rebelión de las masas, de Ortega, mi tercera lectura iniciática, contribuyó a entrenarme en la perseverancia lectora en la que Cela se ejercitaba cuando, tras despistarse en la lectura de alguno de los volúmenes de clásicos de la BAE, de Rivadeneyra, se imponía como penitencia volver a empezar, según confesó en las amables palabras de presentación que escribió para mi Fermín Minar. Eso lo supe más tarde, pero me gustó coincidir con un escritor cuya obra me pareció la propia de un clásico desde San Camilo, 1936, la primera novela suya que leí, y la cuarta de mi prometedora carrera lectora.... Andando el tiempo llegué, por vía familiar, mi madre era amiga de su segunda esposa, a conocer al gran escritor, ¡una persona radicalmente distante de la mayoría de sus obras inolvidables!, pero siempre le estaré agradecido por la amabilidad que tuvo de escribirme aquellas palabras introductorias para El tesoro de Fermín Minar. Y este sí que fue mi primer mamotreto propio, porque la versión inicial del mismo se iba, si no recuerdo mal, a más de seiscientas páginas, ¡para una novela supuestamente juvenil!, pero la sabiduría editorial de Emilio impidió que brillaran más sus muchos defectos que las pocas virtudes que se hallan en el fárrago. No creo que en estos tiempos de influencers y otras hierbas, se hubiera atrevido Emilio a editarla, como no se atreve Anaya ya a reeditarla.

Un salto cualitativo en  mi mamotretofilia fue la decisión que tomé en aquella época en la que Jordi Pujol renovaba sus mayorías políticas en Cataluña a piñón fijo: me impuse amorosamente la costumbre, por rebelarme de algún modo contra el nacionalismo excluyente y supremacista, de leer, enterito, un diccionario: el primero fue el Diccionario ideológico de la lengua española, de Julio Casares, que era el que usaba a diario como auxiliar indispensable a la hora de escribir, y del que llegó un día que, de puro maleado, hube de desprenderme, pero conservé las dos primeras partes, la sináptica y la analógica, que aún sigo consultando…; el segundo fue el de María Moliner, Diccionario de uso del español; el tercero fue el normativo de la RAE, Diccionario de la lengua española; y alternado con todos ellos, los seis del Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico de Juan Corominas y José Antonio Pascual. El de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española, lo leí en el pleistoceno, allá por el 75, cuando estábamos en la Universidad y una de las extras como funcionarios de Hacienda que éramos entonces mi Conjunta y yo se nos fue en esa joya y en algún tomo nuevo de la Historia de la literatura española de Juan Luis Alborg, una heroicidad crítica, se mire como se mire, que nos acompañó durante aquellos cinco años mágicos de dedicación amorosa a nuestra vocación, aunque más tarde se convirtiera en profesión, por seguir el dictum de Nietzsche: Una profesión es el espinazo de una vida. Y luego, con ese veneno adictivo en la sangre,  seguí leyendo muchos otros…

A pesar de mi pasión lectora, y sin duda por la ausencia de patrimonio con que hacer frente a tan cara inclinación, nunca he pecado de bibliófilo, aunque admiro, como cualquiera, las primeras ediciones, los incunables, los códices y todas las maravillas ológrafas e impresas que nos son dadas contemplar en museos y bibliotecas. Y viene esto a cuenta de que en aquellos años de juventud y aprendizaje académico tuvimos la inmensa suerte de ser alumnos de un profesor de literatura del siglo XVI, José Manuel Blecua, cuyo magisterio tanto influyó en nosotros, y a quien debemos una deliciosa tarde en su casa, a la que nos invitó para exhibir como un bibliófilo la cola de pavo real de sus tesoros bibliográficos:  ¡había que verlo moverse entre sus anaqueles con la severa elegancia de su porte y su voz llena de afecto a los filólogos en agraz: tomando con fervor las primeras ediciones con dedicatoria ológrafa de la Generación del 27 y sonriendo complacido en el valor de la palabra que él analizó en uno de sus mejores libros: Sobre el rigor poético en España. De aquella visita inolvidable me quedó para siempre en la retina un espectacular fotograma: su dormitorio de viudo: libros en las cuatro paredes, y, arrimado al fondo del cuarto, un lecho espartano y una mesilla con una lámpara…

Gracias a él, no me cabe duda, tuvimos la suerte inmensa de que Dámaso Alonso accediera a impartir una lección magistral en el Aula Magna de nuestra Universidad de Barcelona, aquella en la que, evocando las figuras de tantos genios literarios como conoció, nos recordó la terrible impresión que sufrió Juan Ramón, invitado a casa de Machado, al contemplar, tras haber sido invitado a sentarse, que había nada menos que un huevo frito en la silla que le ofrecían…

Supongo que mis dos Tesoros por fuerza han de ser hijos de aquella mamotretofilia mía… Y me atrevo a anunciar, con las debidas reservas, que hay otro en camino, si acaso bien acaba lo que con tanto entusiasmo he comenzado: Diccionario del español que pudo haber sido. En él podrá saberse que nuestros veranos y otoños son *estíferos, esto es, abrasadores; que la *agripnia es el femenino de insomnio;  que *bófago es un tragón, que come como un buey; que *dentiscalpio es una finísima manera de llamar al vulgar  «mondadientes»; que *hircoso, pues eso, que apesta a macho cabrío, como algunos recintos cuartelarios…, y que el desdichado *cocistrón era el esclavo encargado de probar la comida para saber si estaba envenenada o no…Y no digo más.

A estas alturas de tan libresco discurso, quizás vaya quedando claro que si bien las lecturas hacen a la persona, una persona no «es» la suma de sus lecturas y aun me atrevería a decir que ni de sus «escrituras», por más que recorriera yo las «Sagradas» hasta tres veces, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, buscando los aforismos que nunca reciben ese nombre en el Libro de libros, aunque se prodiguen como muestra de Sabiduría, cuyo principio femenino, por cierto, aparece representado en alguna estela junto a Yahvé, y de ahí el culto que ha recibido siempre el saber, la inteligencia, entre los judíos: El que ama la corrección, ama el saber; el que detesta la reprensión se embrutece o aquel proverbio que tanto nos recuerda el confuciano de quienes miran el dedo que señala la luna: La sabiduría está delante del sensato, pero el necio mira al infinito. Dada mi historia lectora, no es de extrañar, sin embargo, que me hiciera feliz encontrar entre esos aforismos uno que me precio de haber cumplido al pie de la letra: Observa quién es inteligente, y madruga para visitarlo, que tus pies desgasten sus umbrales. En esas dos líneas se resume, en gran parte, la historia de mi vida. Bueno, y también en las muy sentidas de quien se ve en otro estrecho aún peor que este mío: salvar toda una biblioteca ¡y a sí mismo!  de las llamas indignadas de las masas revolucionarias enfurecidas.

En este caso, no se trata ni de un mamotreto ni de un libro ni de un libelo…, sino de un cuento breve de Clarín, Un jornalero. Estoy hablando, en efecto, de Andrés Vidal, el «hombre de vida» que no tiene otra que la del estudio y el comercio con los libros, cuyo discurso en defensa de las bibliotecas, que no de sí mismo, debería encabezar cualquier crestomatía que leyeran los estudiantes o que los profesores les leyeran, una actividad que genera más vocaciones lectoras que dejarlos enfrentados, sordos y mudos, lo que vale tanto como inermes, a los textos:

 —Señores –gritó Vidal con gran energía–. En nombre del progreso les suplico que no quemen la Biblioteca… La ciencia es imparcial, la historia es neutral. Esos libros… son inocentes…, no dicen que sí ni que no; aquí hay de todo. Ahí están, en esos tomos grandes, las obras de los Santos Padres, algunos de cuyos pasajes les dan a ustedes la razón contra los ricos… En ese estante pueden ustedes ver a los socialistas y comunistas del 48… Ahí tienen ustedes El Capital de Carlos Marx. Y en todas esas biblias, colección preciosa, hay multitud de argumentos socialistas: El año sabático, el jubileo… La misma vida de Job. No; ¡la vida de Job no es argumentos socialista! ¡Oh, no, ésa es la filosofía seria, la que sabrán las clases pobres e ilustradas de siglos futuros muy remotos!...
          
Ante la interpelación de uno de los amotinados: —¡No; que se disculpe…, que diga qué es, cómo gana el pan que come…, Fernando Vidal se siente, como escribe Clarín,  herido en lo vivo y comienza, abriéndose paso entre los fusiles que le apuntaban, para dirigirse de tú a tú a quien le acusaba de ser un sabio burgués, explotador de la clase trabajadora, y esgrimir una defensa de la labor intelectual que coincide, punto por punto, con esa tarea redentora de la sociedad que Fichte le concede al estamento de los sabios en su obra, Algunas lecciones sobre el destino del sabio, donde reconoce a este una misión hermana de la Vidal: Soy un sacerdote de La verdad. Estoy a su sueldo, y me he comprometido a hacer todo, a arriesgar todo y a sufrir todo por ella.

          —Tan bien como tú. Has de saber, que, sea lo que sea de la cuestión del capital y el salario, que está por resolver, como es natural, porque sabe poco el mundo todavía para decidir cosa tan compleja; sea lo que quiera de la lucha de capitalistas y obreros, yo soy hombre para no meter en la boca un pedazo de pan, aunque reviente de hambre, sin estar seguro de que lo he ganado honradamente…
          He trabajado toda mi vida, desde que tuve uso de razón. Yo no pido ocho horas de trabajo, porque no me bastan para la tarea inmensa que tengo delante de mí. Yo soy un albañil que trabaja en una pared que sabe que no ha de ver concluida, y tengo la seguridad de que cuando más alto esté me caeré de cabeza del andamio. Yo trabajo en la filosofía y en la historia y sé que cuanto más trabajo, me acerco más al desengaño.
[…] He tenido en el mundo ilusiones, amores, ideales, grandes entusiasmos, hasta grandes ambiciones; todo lo he ido perdiendo; ya no creo en las mujeres, en los héroes, en los credos, en los sistemas; pero de lo único que no reniego es del trabajo; es la historia de mi corazón, el espejo de mi existencia; en el caos universal yo no me reconocería a mí propio si no me reconociera en el sudor de mi frente y en el cansancio de mi alma; soy un jornalero del espíritu, a quien en vez de disminuirle las horas de fatiga, los nervios le van disminuyendo las horas de sueño. Trabajo a la hora de dormir, a oscuras, en mi lecho, sin querer;  trabajo en el aire, sin jornal, sin provecho…, y de día sigo trabajando para ganar el sustento y para adelantar en mi obra… Yo no pido emancipación, yo no pido transacciones, yo no pido venganzas. […] Pasará mi nombre, morirá pronto el recuerdo de mi humilde individuo, pero mi trabajo quedará en los rincones de los archivos, entre el polvo, como un carbón fósil que acaso prenda y dé fuego algún día, al contacto de la chispa de un trabajador futuro…, de otro pobre diablo erudito como yo que me saque de la oscuridad y del desprecio…
          —Pero a ti no te han explotado, tu sudor no ha servido de sustancia para que otros engordaran… -interrumpió el cabecilla.
          —
[…]No tengo tiempo para trabajar indagando ese problema porque lo necesito para trabajar directamente en mi labor propia. Lo que sé, que este trabajo constante, con el cuerpo doblado, las piernas quietas, el cerebro bullendo sin cesar, quemando los combustibles de mi sustancia, me ha aniquilado el estómago; el pan que gano apenas lo puedo digerir… y, lo que es peor, las ideas que produzco me envenenan el corazón y me descomponen el pensamiento… Pero no me queda ni el consuelo de quejarme, porque esa queja tal vez fuera, en último análisis, una puerilidad… Compadecedme, sin embargo, compañeros míos, porque no padezco menos que vosotros y yo no puedo ni quiero buscar remedio ni represalias, porque no sé si hay algo que remediar ni si es justo remediarlo… No duermo, no digiero, soy pobre, no creo, no espero…, no odio…, no me vengo… Soy un jornalero de una terrible mina que vosotros no conocéis, que tomaríais por el infierno si la vierais, y que, sin embargo, es acaso el único cielo que existe… Matadme si queréis, pero respetad la Biblioteca, que es un depósito de carbón para el espíritu del porvenir… ¡

Recordemos que en el «Prólogo para franceses» a su Rebelión de las masas, Ortega dice de sí: Mi trabajo es oscura labor subterránea de minero… 

6.     La gala del ingenio, la flor del libelo…

Por estos pasos contados de los mamotretos, los libros y aun los cuentos, hemos llegado  al capítulo de los «libelos», y me temo que hemos sido injustos al preterir los «legajos»,  porque en ellos los filólogos de verdad, no los de pacotilla, como yo, suelen descubrirnos auténticas maravillas hasta ese momento ocultas, cuando no lo hace esa recurrente inteligencia artificial a la que hemos ido aludiendo aquí y allá desde que iniciamos esta estática travesía emboscada, pues a ella cabe responsabilizar de la atribución a Lope de Vega, Fénix de los ingenios y Monstruo de la naturaleza,  de la comedia La francesa Laura.

 Curiosamente, sin embargo, la noticia del libelo del que me propongo hablar me llegó en la lectura de este otro leve mamotreto, porque la primera referencia a la obra de Tomás Antonio Sánchez con la que me tropecé fue la del presbítero José María Sbarbi y Osuna  en esta monumental Monografía sobre los refranes, adagios y proverbios castellanos y las obras o fragmentos que expresamente tratan de ellos en nuestra lengua, cuya primera edición es de 1891, y que yo consulté con fervor cuando me embarqué en una tesis doctoral sobre los aforismos que quedó trunca, aunque salva quedara, a cambio, una novela-mamotreto que por ahí circula pretendiendo embaucar a algún editor…. Aquí, Sbarbi dice de la intitulada Carta de Paracuellos escrita por D. Fernando Pérez a un sobrino que se hallaba en peligro de ser autor de un libro: «Bonito y no muy común libro, salpicado todo de tantos refranes como ironía». Y con tan sucinta referencia y tan acezante intuición, allá que me lancé yo como un cernícalo —y créanme que sigo sin entender, y menos en un entorno como este,  cómo una rapaz tan bella ha degenerado en insulto tan grosero y que tanto falta al respeto estético y biológico a criatura tan hermosa…—, dispuesto a cobrarme otra presa de esas «que nadie lee», por si sonara la flauta dulce de la grata sorpresa. Y sonó.

Tomás Antonio Sánchez, miembro de la RAE desde 1767, fue un lexicógrafo y crítico literario, bibliotecario real, que editó por primera vez, con las limitaciones que pueden imaginarse, nuestros más antiguos textos: el Mio Cid, el Libro de Alexandre, las obras de Berceo y el Libro de buen amor. Benemérito hombre dedicado a la literatura, tuvo a bien escribir este libelo que acabo de mencionar. Tuvo tal eco en su tiempo, que el arduo polemista de la época, Juan Pablo Forner, el autor de Exequias de la lengua castellana, tuvo a gala publicar un opúsculo criticando el texto y al autor, al que Tomás Antonio Sánchez replicó a su vez. Eran tiempos de esgrima intelectual no exenta de sal gruesa que nos convencen de que, socialmente, el «progreso» moral casi puede considerarse una falacia. A título anecdótico, me permito añadir que Forner fue muy amigo de Meléndez Valdés, ambos, en su momento, fiscales, empleo que le permite a este último escribir sus Discursos forenses, acaso poco conocidos, pero de muy entretenida lectura, y que recomiendo fervientemente. Recomendación que hago extensiva a otro libro que no figura entre las obras destacadas de su autor, Azorín, su Parlamentarismo español, que yo adquirí  en esas otras simas milagrosas que son las librerías de segunda mano, en una más que cascada edición de Bruguera, pero aún legible y subrayable, lo que no puede decirse de todos los libros que en esas otras maravillosas zahúrdas de la lectura pueden adquirirse, y, desmintiendo mi frágil memoria, me acuerdo de uno que conservo entre algodones y en el que me fue casi imposible meter el lápiz, si no quería, literalmente, hacerlo añicos: Eyeless in Gazza, «Ciego en Gaza», de Aldous Huxley, una barata edición de bolsillo usamericana.

Instalado en la antífrasis cómo método compositivo del texto, D. Fernando Pérez va a tratar de convencer a su sobrino, quien sufre propiamente del hirsutismo de la dehesa, de que, si se quiere dedicar a la profesión de escritor, siga escrupulosamente sus reglas, la antítesis de lo que realmente debería hacer, porque solo de ese modo será aceptado, reconocido y aun ensalzado. El autor prodiga la sorna,  la ironía y el buen humor, con un aparato erudito, propio de su época, por supuesto, que no dejan de sorprendernos en una lectura actual del texto. Desde la vocación hasta el título de la obra y los propios con que se adorne el autor, D. Fernando realiza una crítica de la literatura de su tiempo que acaso alguien debería de imitar para hacer la de los nuestros, porque, al decir del autor: En todos los reinos y en todos los siglos ha habido sabios e ignorantes. En el presente, llamado el siglo de los Filósofos, reina el atrevimiento y la superficialidad, y triunfa del verdadero mérito la charlatanería y el arte de aparentar. Tan es así, que, de buen comienzo, emerge el retrato de lo que significa ser un autor de éxito: Yo bien sé, Bartolo, que tomando de aquí, hurtando de allí, y robando de la otra parte largos retazos, y capítulos enteros de otros libros y materias, podrías al cabo zurcir un tomo de a folio, como lo hacen muchos escritores de viejo, que nunca han ascendido a maestros de obra prima. […] No escrupulices en tomar de otros libros sin citarlos lo que te convenga para esponjar y engrosar el tuyo; que si uno lo conoce, más de ciento no lo conocerán, pues son poquísimos los que leen. Y no seas bobo: toma a manos llenas, que el libro ganará, y el impresor también, y aun tú, si la obra tiene buen despacho. Y este consejo no pienses que es de ahora. Muchos años ha que se dijo: del pan de mi compadre, buen zatico a mi ahijado; y los escritores todos son compadres y camaradas y lobos de una camada. Y si por ventura llega el tiempo de que algún follón mal hablado te eche en cara que lo más y mejor de tu libro es hurtado, dile que miente el bellaco: que no es hurtado lo que la caridad hace común de todos y propio de cada uno: y es cosa muy sabida que los escritores siempre se han tenido gran caridad; pues aunque suelen tirarse sus estocadillas, son de pluma, que no sacan sangre, ni hacen roncha más que en la estimación, que es una grandísima friolera.

Cuando el autor del libelo centra su sátira en lo tocante al estilo, el lector que lleva ya sobre sus ojos la complacencia de haber dado con un alma gemela, da en pensar que, en cierta manera, Tomás Antonio Sánchez puede ser leído como un antecedente lejano, al menos en esta sátira, del estilo de Mariano José de Larra, tal es su desenvoltura y chispeante gracejo con segundas y aun terceras…, las propias de las fiebres tercianas que dice padecer mientras se dedica a redactar este aviso de navegantes dedicado a su imaginario sobrino: Tocante al estilo, harás mal en gastar el calor natural y devanarte los sesos en limarle, en pulirle, en afeitarle y en peinarle. Tú no eres cerrajero ni bruñidor ni barbero ni peluquero de estilos ni tienes molde de ellos como de pelucas. Siempre he oído decir que esto del estilo es una cosa que Dios la da y Dios la quita, y que no está en mano de la criatura. Y así que tu estilo sea de verde sapo o de color de Isabela, eso es una chilindrina sobre que no deberás afanarte. La bondad del estilo es respectiva. El que gusta a uno desagrada a otro. Lo que es bueno para el hígado es malo para el bazo. Nunca llueve a gusto de todos. Un estilo que a todos guste échatemele acá. Quiero decir que de nada te aprovechará que tu estilo sea más terso (decía tieso) que un cristal, y más florido que una primavera, si el tonto del lector no lo conoce ni lo agradece. ¿Viste cómo los Saludadores se paseaban a pies descalzos por la barra encendida sin que les hiciese daño? Pues sábete que así se pasean muchos lectores por libros de admirable estilo sin que les haga provecho; como si se previniesen de ciertos antídotos para que nada bueno se les pegase

Otrosí te prevengo que te guardes mucho de escribir en estilo y lenguaje de calzas atacadas. La última moda siempre es la mejor. Pues escribe en estilo de moda, esto es, a la francesa. ¿Qué hombre civilizado, aunque haya nacido y criádose en el riñón de Campos, no se avergüenza ya de parecer español? Si presentaras ahora al público un libro con los resabios del siglo XVI, me atrevería a jurar que te le habían de silbar los hombres los más sensatos y te habían de poner en ridículo. Dirás que no puedes dar un tur afrancesado a tu obra, porque no tienes el honor de saber el francés. Esa sí que es bobería. Lee nuestros libros modernos y lo sabrás. El amor de tío me ha dictado esta advertencia, considerando que de esta suerte te pondrás a cubierto de las reproches que te serán hechas por tus émulos y envidiosos.

Tras recomendarle encarecidamente el uso de etimologías (Sácalas siempre de las lenguas más desconocidas y enrevesadas; porque sobre mostrar tu pericia en los idiomas exóticos, repicarás en salvo, y evitarás las impugnaciones que querrán y no podrán hacerte los enemigos de tu gloria, y envidiosos de tu fama), le sugiere que llene su texto de metáforas (úsalas como te dé la gana: adóptalas como quieras: invéntalas como se te antoje, con tal que guardes en ellas las tres unidades: de acción, tiempo y lugar . No hallo ley divina  ni humana, ni la hay en las Siete Partidas, que prohíba a los ingenios sublimes y creadores inventar metáforas. Pues invéntalas, Bartolo, y úsalas en tu libro con toda libertad); le recuerda también que no se olvide de los imprescindibles equívocos (no te duermas, Bartolo, aprovéchate de tan importantes lecciones: aplica ese tu piquillo de oro al torrente de tan resalados equívocos y con ellos viste y engalana tu libro: que aunque él no sea de la mayor importancia por los asuntos que contenga, créeme que los adornos y arreos de los equívocos le harán parecer hermoso: porque, como dicen: vistan a un palo y parecerá algo; con buen traje se encubre ruin linaje; dámele vestido y dártele he vellido; afeita un cepo y parecerá mancebo, y otras zarandajas que prueban la virtud que tienen los adornos para hacer brillar a las cosas)  y, finalmente, le recomienda vivamente que no dude en usar el combativo estilo apologético, en cuya descripción se puede vislumbrar una velada crítica a Forner: Tal vez te verás precisado a usar de estilo apologético para batir en brecha y convertir en humo a los enemigos de la patria o de tus glorias. En este caso no gastes la pólvora en salvas ni el tiempo en rodeos y cortesías, vete derechamente al adversario sin mostrar cobardía, ni que te huelen a miedo los calzones. No te suceda lo que a un soldado valentón.

          Qui quando sensit trombas taranta sonare,

          Territus implevit, se latitando, bragas,

como nos lo cantó en su Moschea un autor grave y digno de toda fe llamado Merlin Cacayo (¿o Cocayo?). […] En tus respuestas no gastes muchas ironías, que acaso no las entenderán, ni las tomarán por donde queman. Cáscales bien la liendre, ponlos de oro y azul, y las peras a cuarto, y quien tal hizo que tal pague.

          Siguiendo el orden inverso de la obra creada, Tomás Antonio Sánchez recomiendo que el libro de su sobrino lleve un Prólogo al benévolo lector, prólogo que él caracteriza, por cierto,  como «el teatro de las venganzas», pues lo considera idóneo para «ajustar cuentas» con los enemigos. La recomendación básica, que va más allá de la sátira propiamente dicha, sirve para cualquiera en cualquier obra: En lo que te considero muy embrollado, y no alcanzo por dónde has de sacar tu caballo, es en dar el tratamiento correspondiente a cada persona que lea tu prólogo, según su sexo y jerarquía. Yo soy de parecer, salvo meliori, que mientras no se publique una pragmática de cortesías con fuerza de ley que se mande guardar en los prólogos, trates a todo lector a la cuácara, de tú por tú, como lo hacen muchos hombres doctísimos, no sólo en, los prólogos, sino en las conversaciones. Basta que tu prólogo hable a todo el mundo con la gorra en la mano, esto es, con mucha urbanidad y comedimiento.

          Al entrar en consideraciones sobre el título de la obra que está decidido a escribir su sobrino, he de reconocer que me he dado por aludido, a tenor de lo que le sugiere: Este primer golpe que dan los títulos gritados y clamoreados por las gacetas y papeles públicos, o vistos y leídos en las esquinas y portadas de los libros, de tal suerte conquista las voluntades de las gentes, y las arrastra con tan suave violencia, que al cabo los compran y no los leen. Y con esto ya tienes conseguido el fruto de tus desvelos, que es ganar dinero. Y nadie tendrá razón para murmurártelo: porque sobre que la murmuración está prohibida, digno es el obrero de su salario. Así que, Bartolo, entusiásmate y electrízate de modo que des a tu libro un título estrepitoso, metafórico, hueco, altisonante, portentoso, retumbante, soberbio, hinchado, rimbombante y campanudo, de manera que piense un cristiano al leerle, que está oyendo las badajadas de la campana grande y cascada de Toledo: que por semejantes títulos se perecen los eruditos de gusto delicado. […] Pero yo, sobrino, aunque te pongo los buenos ejemplos delante de los ojos, dudo mucho que alcances a imitarlos. Porque esto requiere tanto ingenio, que no lo juzgo asequible de quien tenga el cráneo tan tupido, y la mollera tan cerrada como la tuya. Sin embargo, no desmayes: que tal vez excederás a los que pretendas imitar. Ellos fueron hombres y tú eres hombre

 Decía que me siento convertido en sufrido San Sebastián fondón de su sátira porque conviene recordar, ahora que hace ya un siglo que comencé a hablar…, que esta supuesta conferencia tortuosa lleva por título bartolesco: Las zahúrdas de Hermes: Los ojos que leen; el cerebro que exprime; los pulgares* que crean…

          Espero que los benévolos oyentes no me lo tomen en cuenta. En última instancia me acojo a la acreditada humildad socrática: Yo no soy un hombre que, seguro de sí mismo, lía a los demás —se justificaba Sócrates ante sus siempre sorprendidos interlocutores—; si yo enredo a los demás es porque yo mismo me encuentro en el más absoluto embrollo. Y si ello no bastara, me acojo al lúcido dictamen de Walser en sus Microgramas: No es en el camino recto, sino en los rodeos, donde se encuentra la vida. 

7.   Un mamotreto ejemplar: El plantador de tabaco, de John Barth.

Finalmente, ¡a la cuarta vez que lo anuncio sí que va la vencida…!,  y si aún me queda algo de ese tiempo que solo pasa volando cuando no se ha de dar una conferencia…, me gustaría dedicar unas breves palabras a un «mamotreto» que leí hace más de treinta y tres años, lo que recuerdo, desmintiéndome una vez más, por la sencilla orteguiana razón vital de que aún no había nacido nuestro primer hijo,  y que he vuelto a releer en homenaje al autor, para infinito placer lector mío y para, como ha sido el caso, poder hablar hoy de una obra, acaso poco leída, pero de lectura más que agradecida. Me refiero a El plantador de tabaco, de John Barth, de quien pasado mañana se cumplirán los dos meses de su muerte.

Del mismo modo que la lectura seguida de las 46 novelas de los Episodios nacionales la emprendí y consumé, una detrás de otra, ininterrumpidamente, desde Trafalgar hasta Cánovas,  a raíz de una operación de menisco que me obligó a guardar reposo, primero, y muy limitados ejercicios después, ya una vez jubilado, el clásico tiempo sin tiempo para el que me las reservé; El plantador de tabaco la leí también de una «sentada» durante el mes de baja que me deparó, en su día,  la operación de colecistectomía, es decir, la extracción de la vesícula. Como se trata de una lectura apasionante, no estaba yo en condiciones, en aquel momento, de detenerme a subrayar nada, algo que sí he hecho profusamente en la reciente relectura, de modo que me permitiera volcar el resultado en un recensión crítica.

Me va a resultar harto difícil, sin embargo,  hacerle los honores que merece a una novela concebida desde el exceso y con un meditado plan que, aprovechando referencias reales, documentadas, alza una arquitectura narrativa bien podría decirse que a gusto de muchos lectores de muy variadas inclinaciones: desde la novela de aventuras a la novela filosófica, y siempre, eso sí, con la referencia constante a la obra de Cervantes, a quien el autor, sin dudarlo lo más mínimo, atribuye una cita que, hasta donde se me alcanza, y también hasta los alcances de un eminente cervantista acreditado como el propio Emilio Pascual,  parece espuria: ¿Acaso no nos habla Cervantes de un poeta español que se mercó una puta por trescientos sonetos que trataban el tema de Píramo y Tisbe?, dice el poeta, protagonista de la novela, cuando se empeña en pagar con una poesía el paso de un río en barca…

El plantador de tabaco es una narración que hunde su raíces en la época de la colonización del lado este del territorio usamericano y en la lucha por la independencia de Gran Bretaña, si bien la narración propiamente dicha tiene esos hechos como un decorado de las verdaderas acciones de la novela: la misión del protagonista, nombrado Poeta Laureado de Maryland, de escribir la que imagina que devendrá la más célebre epopeya del lugar: la Marylandiada; asumir las riendas de la plantación familiar,  y preservar a toda costa su condición virginal, un poderoso motivo recurrente que atraviesa la novela con muy diferentes efectos, en función de las mil y una situaciones cambiantes que le son dadas vivir al ingenuo y cultivado protagonista, Ebenezer Cooke, quien, como se recoge en la narración: «El Paraíso perdido se lo sabía de cabo a rabo; Hudibras, de arriba abajo».

El planteamiento inicial parece acercarnos al género de la novela histórica, y, de hecho, la obra se ha creado a partir de personajes reales, no inventados, pero el resto forma parte de una de las más felices invenciones que le haya sido dado leer a este lector voraz y agradecido. Andando la novela, advertimos, además, las serias reservas del autor frente al concepto de «historia», si nos atenemos al sabio juicio de Henry Burlingame, acaso más protagonista que el propio Ebenezer Cooke: Lo grave es que incluso los hechos por sí solos son confusos, más aún si se acepta, como toda persona inteligente debe aceptar, que se puede actuar mal con buenas intenciones y a la inversa; y todavía más: si defiendes que el bien y el mal son cuestión de perspectiva y que varían con el punto de vista, latitud, circunstancia y época. La historia, para abreviar, es como esos pozos de los que oído hablar en los desiertos de África: las más variadas bestias pueden beber allí codo con codo, con igual aprovechamiento.

Antes de continuar, no obstante, permítanme decir dos palabras acerca de esa enigmática referencia bibliográfica para los lectores no especialmente aficionados a la literatura inglesa. El Hudibras, de Samuel Butler, por si alguien lo desconocía, es una parodia del Quijote con trasfondo religioso antipuritano y promonárquico, tras la revolución parlamentaria de Cromwell, pero tan inglesa que le veda la posibilidad de despertar las simpatías lectoras de otras latitudes, atendiendo al hecho de que, además, es una suerte de ajuste de cuentas con poetas menores británicos de aquella época. Es importante la referencia en la novela a esta obra porque marca no solo la influencia cervantina en Barth, sino porque sirve de precedente para la métrica empleada por Ebenezer: el pareado. De hecho, más que una parodia del Quijote se trata de una antítesis, porque de ningún modo aparece en Hudibras la grandeza de Don Quijote. La locura del caballero Hudibras, en efecto, no procede del ideal de la caballería, sino de la autosuficiencia de la razón, de la que el caballero se considera propietario universal o poco menos, aunque sus desatinos sean parejos de los del licenciado Vidriera cuando este “no toca”.

Por cierto, este Samuel Butler, escritor satírico del XVII, is not to be confused with… con el otro Samuel Butler, también satírico, del XIX, y autor de dos libros muy famosos: El destino de la carne, de carácter autobiográfico, y la utopía Erewhon que es anagrama doble de nowhere y de now here, donde, entre otras muchas cosas de interés, alerta contra el futuro poder de las máquinas, ante las que la humanidad se convertirá en la «raza inferior». Se trata de la primera insinuación de los peligros de la ahora tan de moda inteligencia artificial- Aldous Huxley reconoció la importancia del libro y su influjo en la creación de su propia utopía: Un mundo feliz. Recordemos, porque acaso no lo dije en su momento, que en el libro de Walter Tevis del que ya hemos hablado, Mockingbird, Sinsonte, que me descubrió Emilio, son los robots los dueños del planeta y quienes tienen sometidos a los pocos humanos que quedan…

          Ebenezer Cooke, como hemos dicho, y damos por cerrada la digresión bibliográfica…, es el protagonista de El plantador de tabaco, si bien el instructor de los gemelos, pues Ebenezer tiene una hermana gemela, Anna, no tardará en disputarle, por méritos propios esa condición. En efecto, Henry Burlingame va poco a poco apropiándose de la narración con un poder de seducción que este lector casi da por pasajes perdidos todos aquellos en los que no aparece nuestro intrigante, camaleónico y ovidiano Burlingame: el hombre de las mil transformaciones, de las más insólitas personalidades: un repertorio de mutaciones que fija, incluso, su propia concepción de la vida:  ¿No es la imprecisión de nuestras percepciones, pregunto, lo que nos permite hablar del Támesis y del Tigris, o incluso de Francia e Inglaterra, pero sobre todo de y de ti como si los objetos a que tales nombres hacían referencia en el tiempo pasado guardaran alguna relación con los objetos presentes? A fe mía que al hilo de esto que decimos, ¿cómo sería posible que habláramos de objetos de no ser porque la imprecisión de nuestra visión no alcanza a advertir los cambios que en los mismos se operan? El mundo es en verdad un flujo, como afirmó Heráclito: el universo mismo no es más que cambio y movimiento.  

Este párrafo nos permite entender, imagino, por qué la vertiente filosófica de la novela supone uno de sus grandes atractivos. Reparemos, no obstante, en la equívoca transparencia del nombre del personaje: «Burlingame», que muy osadamente podríamos traducir como «juego de burlas», castellanizando en «burlas» el burl que hace referencia, sin embargo, a las agallas nudosas que afectan a tantos árboles; aunque la concepción lúdica de la existencia la expresa, sin embargo, y con inusitado fervor, el poeta virgen, quien «rueda» por la narración como llevado, ¡y casi siempre a trompicones!, por ese Dios Azar al que tanto poder le reconoce:

Preguntarle a alguien qué opina de jugar por dinero es como preguntarle qué opina de la vida. […] Más aún, ¿no es la vida una apuesta desde el principio hasta el final? Desde el momento en que somos concebidos es un  juego nuestra vida; cada comida que hacemos, cada paso que damos, cada giro que efectuamos es un desafío que le hacemos a la muerte; los hombres todos son peleles en manos del azar, salvo el suicida, e incluso este juega la apuesta de si existe un infierno en el que se consumirá. Así pues, por fuerza, el que ama la vida ama el juego, porque el juego es una conquista del Dios Azar. Además, todo jugador es optimista porque jamás se apuesta si uno cree que va a perder.

La adscripción cervantina del texto queda fijada cuando Burlingame, tras ser rescatado como Moisés de la canastilla en la que ha sido abandonado en el río, y tras haber sido enseñado a leer y a escribir por su madre adoptiva, acaba descubriendo un ejemplar del Quijote: me tropecé […] con un ejemplar del Quijote de Motteux; me pasé el resto del día con el libro, pues aunque Mamá Salmon me había enseñado a leer y a escribir, aquella era la primera historia verdadera que leía. Tanto me cautivaron el gran manchego y su fiel escudero que perdí la noción del tiempo, y el capitán Salmon me echó una regañina por presentarme tarde ante el cocinero. Aquel día dejé de ser marino para convertirme en estudiante. Un libro, en consecuencia, que «marca» un destino vital, expresión máxima del poder absoluto de la literatura.

De lo dicho se deduce claramente que uno de los muchos hilos interesantes que se nos ofrecen en la novela es el del descubrimiento de la identidad de Henry Burlingame. Y el giro narrativo que nos va a llevar de sorpresa en sorpresa no es otro que el descubrimiento de la referencia a un tal Burlingame en la historia de John Smith y la princesa india Pocahontas, que John Barth reescribe para nosotros: técnica del manuscrito hallado que irá apareciendo en la novela hasta llegar al magnífico capítulo de la berenjena, sobre el que no me cabe dar explicación ninguna, pero que se inscribe, por derecho propio, en una vena, la escatológica, cultivada con esmero por Barth, quien consigue escribir capítulos memorables en los que ningún pudor veda el desarrollo de acciones que harían enrojecer a los más pudibundos y celebrarlas a los más procaces. Esa veta escatológica forma parte de los antecedentes literarios de la obra, porque no hemos de olvidar que el Hudibrás tiene, además de la influencia cervantina, la del ubérrimo Rabelais.

          La referencia al Quijote va más allá de la creación de los personajes, y atiende, además de a las historias intercaladas que alargan provechosamente para el lector la disparatada trama de la obra, a recursos estructurales tan reconocibles en el Quijote como los refranes de Sancho, aquí convertidos en proverbios populares que festonean la narración, por no hablar de los intercambios de personalidad entre Ebenezer y sus diferentes criados, especialmente Bertrand Burton —otro sosias de Burlingame—, quien se hace pasar por él ante el pasaje en el largo y accidentado viaje a Maryland: Esto de ser señor no tiene mucho misterio, de eso me he dado cuenta; lo puede hacer cualquiera que tenga pronto el ingenio y los ojos y las orejas abiertas. […] Nadie sabe valorar mejor que vuestro criado los méritos de la riqueza y del nacimiento —afirmó con benignidad—, pero que me ahorquen si merced a la una o al otro jamás hombre alguno fue un ápice más inteligente o virtuoso.

Quizá, retomamos el hilo de los proverbios…,  sobrepasen estos de largo la sesquicentena, y a veces se encadenan unos con otros en la conversación como el propio Sancho engarzaba refranes para desesperación de su amo. Son de este tenor, y siempre insertados en los diálogos con una vocación aclaratoria que incita, a veces, al juego de espadachines, por cómo se ataca y se responde con ellos: Un gallo gordo es el mismísimo diablo cuando anda entre gallinas. Había cenado antes de que el sacerdote hubiera bendecido la mesa. Que indica que la joven en cuestión ha sido desvirgada antes de pasar por la vicaría. Un gran hombre y un gran río son malos vecinos. El botín de un rey es una bendición dudosa. Los locos irrumpen donde los sabios no se atreven a pisar. La tormenta puede tomar un castillo que jamás caería ante un asedio. El hombre que sabe lo que necesita consigue lo que quiere. La cólera posa su mirada en el pecho de los hombres juiciosos, mas solo descansa en el seno de los locos. Todos ellos, en conjunto, adornan los diálogos con una naturalidad y capacidad de persuasión fuera de toda duda, porque la sabiduría popular los usa como argumentos apodícticos.

Son muy frecuentes, en la novela, los diálogos con serias reflexiones sobre asuntos culturales, porque tanto Burlingame como Ebenezer mantienen una rivalidad incesante de principio a fin de la historia, la propia del maestro y del discípulo que quiere emanciparse de su tutela:

Importa un rábano lo poco o mucho que se haya vagado por el mundo, o que uno se haya quemado los ojos delante de los libros, o que se haya afilado el ingenio con inteligentes compañías; el caso es que cada vez que uno dice sí, siempre le dirá no alguien que es un poco más simple, y otro tanto hará alguien que es un poco más brillante, de modo que a las gentes inteligentes les importa menos lo que uno piensa que por qué lo piensa. Eso es lo que me salva.

—Yo más bien diría que eso es lo que acabará contigo! El necio puede repetir cual loro los juicios  del sabio, pero jamás puede esperar ser capaz de defenderlos.

Vuestro poeta no ha menester de complicarse la cabeza dando ninguna explicación: los hombres creen que están en posesión de la llave maestra que permite el acceso a la alcoba de la Dama de la Verdad, por lo que se sonríen cuando ven  a los sabios aprestar sus escalas en el patio. Esa Urbanidad y Sensatez de que habláis son sus peores enemigos; el poeta lo que tiene que hacer es pellizcarles a las damas en el trasero y tirarles de las barbas a los eruditos. Podríamos decir que sus modales son su solo argumento, y una sonrisa enigmática su única refutación.

Pero Ebenezer, poeta y virgen, hace una encendida defensa de su condición: El poeta posee el ojo del pintor, el oído del músico, la inteligencia del filósofo, la persuasión del letrado; cual un dios atisba el alma secreta de las cosas, la esencia que se oculta bajo la forma de las mismas, sus más recónditos recodos. Cual un dios conoce las fuentes del bien y del mal: ve la semilla de la santidad en la cabeza de un asesino, el gusano de la lujuria en el corazón de una monja.

No han de extrañarnos las dos últimas afirmaciones del poeta, porque la baqueteada existencia de Ebenezer desde que se embarca para las colonias hasta que llega y pierde y recupera su hacienda y se reencuentra con la prostituta Joan Toast, con quien se acaba casando, le han permitido al protagonista adquirir una visión del mundo que ha tirado por la borda cualquier rasgo de idealismo que pudiera haber albergado desde que su padre lo instituyó como heredero de los bienes familiares.

Créanme, es muy difícil intentar resumir en unas pocas palabras una obra que es un homenaje a la literatura como viaje existencial y físico, porque buena parte de ella transcurre en travesías marítimas y tiene en los barcos un espacio privilegiado, no en vano el autor es un aficionado a la náutica, como se aprecia en la foto de la portada de uno de sus libros de ensayos literarios: Further Fridays, así llamados porque en el primero de ellos The Friday Book, Barth confiesa que de lunes a jueves escribe ficción y que los viernes los dedica a la no ficción, de ahí ambos títulos.

Esta obra cierra su trilogía del escepticismo, una visión muy negativa de la existencia, influida por la lectura del existencialismo francés. Estamos, pues, ante un libro que no solo recoge la novela inglesa del XVIII, sino también buena parte de la mejor literatura universal.  La virtud de Barth en esta obra magna, a la que cabe considerar un mágico «mamotreto», es haber sabido transitar con éxito por la novela de aventuras, la novela sentimental, la picaresca, las intrigas políticas, la gran novela del XIX, la novela filosófica, la novela histórica…, y todo ello con un sentido del humor y una compasión para con sus personajes que nos hacen inolvidables muchos de los pasajes de la novela, sea por su crudeza, por su humor irreverente o por su delicado equilibrio entre lo escatológico y las más nobles pasiones humanas.

El plantador de tabaco es una novela idónea no solo para los lectores amantes de los «mamotretos», cuanto, además, para los lectores lentos y delicados que paladean los frutos del ingenio y del estilo allá donde súbitamente aparecen, y a veces donde menos se esperan, como muchas de las reflexiones que jalonan un viaje tan maravilloso como el de la lectura de este libro inmortal. 

No me resisto, ya para acabar,  a comparar la referencia a Clío, la musa de la Historia,  que se hace en esta novela con la que se lee en los Episodios Nacionales de Galdós:

 Mariclío es una maravillosa invención narradora de Galdós, y así nos la describe en ellos:

O’Donnell es el rótulo de uno de los libros más extensos en que escribió sus apuntes del pasado siglo la esclarecida jamona doña Clío de Apolo, señora de circunstancias que se pasa la vida escudriñando las ajenas, para sacar de entre el montón de verdades que no pueden decirse, las poquitas que resisten el aire libre, y con ellas conjeturas razonables y mentiras de adobado rostro. Lleva Clío consigo, en un gran puchero, el colorete de la verosimilitud y con pincel o brocha va dando sus toques allí donde son necesarios.

Se trata de la misma Clío que, para Barth, o mejor dicho, para sus personajes, es incapaz de franquear ciertos límites:  

Los ojos de Clío son como los de las serpientes, que nada pueden detectar salvo el movimiento: ella registra la ascendencia y la caída de las naciones, pero en las cosas inmutables (las verdades eternas y los problemas ajenos al transcurrir del tiempo)m ella no repara, y hace bien, pues tiene miedo a penetrar cual cazador furtivo en los territorios que son dominio de la Filosofía.

Quizás no haya otra manera más congruente de acabar esta invitación a la lectura de una obra que, a mi modesto entender, habrá de ir creciendo en la estimación de los lectores futuros hasta acabar ganando la condición de clásico indiscutible, que la de recordar el entusiasmo de un personaje secundario ante uno de los relatos que se multiplican en esta historia de historias: Un cuento bien urdido es chismorreo de dioses, a quienes les es dado ver el corazón y la médula de la vida que hay en la tierra; es la telaraña del mundo; la Urdimbre y Trama… ¡Vive Dios, lo que me gustan las historias, señores!

Muchas gracias.


Con Emilio Pascual al pie del alcornoque...