El más lúcido análisis de una época convulsa cuyo valor permanece intacto para nuestro agitado presente.
Curiosamente,
va para más de 55 años de mi primera y única lectura de La rebelión de las
masas, el tercer libro completo que me eché a los surcos polvorientos de mi
desierto cerebral adolescente en pleno franquismo. Durante todos estos años
siempre me he preguntado qué debió de quedárseme de aquella lectura en la que
me demoré lo mío y de la que no debí de entender ni un cuarto de la totalidad
de la obra, conceptuándome, acaso, muy por encima de mis limitaciones de
entonces, claro, y de las presentes. Supongo que una fiera defensa de la
individualidad y del pensar «por libre», esto es, atado a autores no
dogmáticos. Sí recuerdo que eso fue lo que le contesté a Miquel Alzueta, muchos
años antes de que él se convirtiera en un «pope» de la edición en catalán, cuando
me sugirió que entrara en el PSUC, donde él militaba: que a mí me gustaba «pensar
por mi cuenta y riesgo», y que no me sentía cómodo con los dogmatismos, con los
catecismos. Sigo en mis trece y sobre todo en mis trescientas, las de Juan de
Mena, el autor del verso famoso: si amor es ficto, vaníloquo, pigro…
Mi lectura
actual me ha descubierto, sin embargo, que este ensayo de Ortega, capital en su
vasta obra, puede ser leído en nuestros días como una fiel y precisa descripción
de lo que Mallada seguiría llamando, de conocerlos, Los males de la patria.
El concepto de hombre-masa es actualísimo, porque describe a una gran mayoría,
sometida al seguimiento paraideológico de gobernantes sin escrúpulos. Con
impecable metodología, Ortega parte de un radical escepticismo hacia la
comunicación: Hablar es una operación mucho más ilusoria de lo que suele
creerse, por supuesto, como casi todo lo que el hombre hace.[…] La moneda falsa
circula sostenida por la moneda sana. A la postre el engaño resulta ser un
humilde parásito de la ingenuidad. […] Cuando el hombre se pone a hablar lo
hace porque cree que va a poder decir cuanto piensa. Pues bien, esto es lo
ilusorio. El lenguaje no da para tanto. […] Dóciles al prejuicio inveterado de
que hablando nos entendemos, decimos y escuchamos tan de buena fe que acabamos
muchas veces por malentendernos mucho más que si, mudos, procurásemos
adivinarnos. Y aquí no me queda más remedio que traer a colación el
magnífico ensayo de Gustavo Bueno acerca de esa imposibilidad de entendernos
hablando. Su disección del que él llama aforismo, «hablando se entiende la
gente», es magistral, y la desarrolla, además, cosida al teatro político de
nuestros días, poniéndola en relación con la imposibilidad de entendernos
cuando usamos conceptos a los que cada cual asigna el significado que quiere, sin
dejar un terreno común a partir del cual sea posible el entendimiento que él
refuta que se pueda dar. [Aquí lo tienen: https://nodulo.org/ec/2004/n024p02.htm].
No es de extrañar, por tanto, que Ortega achaque a la fragmentación del latín
clásico en las lenguas vulgares, tras haber pasado por la época macarrónica del
mismo, la responsabilidad de la degradación del pensamiento y de la recta comunicación.
Una diatriba tan curiosa como elitista, aunque después veremos qué significa
exactamente para Ortega el concepto de «nobleza»: La sabrosa complejidad indo-europea, que
conservaba el lenguaje de las clases superiores, quedó suplantada por un habla
plebeya, de mecanismo muy fácil, pero a la vez, o por lo mismo, pesadamente
mecánico, como material; gramática balbuciente y perifrástica, de ensayo y
rodeo como la infantil. Es, en efecto, una lengua pueril o gaga que no permite
la fina arista del razonamiento ni líricos tornasoles. Es una lengua sin luz ni
temperatura, sin evidencia y sin calor de alma, una lengua triste que avanza a
tientas. Los vocablos parecen viejas monedas de cobre, mugrientas y sin
rotundidad, como hartas de rodar por las tabernas mediterráneas, ¡Que vidas
evacuadas de sí mismas, desoladas, condenadas a eterna cotidianeidad se
adivinan tras este seco artefacto lingüístico!
Es cierto que
estamos en los años 30, archimovidos en el tablero europeo de la política y con
consecuencias que han durado hasta nuestros días —y ahí está el resurgir de los
nacionalismos supremacistas y excluyentes que incluso aceptan e impulsan
partidos de pseudoizquierda, teóricamente internacionalistas, por ideología y
tradición—por eso mismo, precisamente, los juicios que Ortega vierte en su
ensayo con tanta agudeza como precisión son de u8na actualidad impagable. Y
para muestra, dos botones: Ser de la
izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el
hombre puede elegir para ser imbécil: ambas, en efecto, son formas de la
hemiplejía moral. Además, la persistencia de esos calificativos contribuye no
poco a falsificar más aún la «realidad» del presente, ya falsa de por sí,
porque se ha rizado el rizo de las experiencias políticas a que responden, como
lo demuestra el hecho de que hoy las derechas prometen revoluciones y las
izquierdas proponen tiranías. Y a nuestra propia realidad me remito para
casar con ella este juicio sobre la de los años 30. Y frente a la politización
de cada aspecto de la vida social, sin dejar el menor intersticio para escapar de ese control a lo Gran hermano orwelliano,
he aquí la saludable y razonable posición de Ortega: La política vacía al
hombre de soledad e intimidad, y por eso es la predicación del politicismo
integral una de las técnicas que usan para socializarlo. Cuando alguien nos
pregunta qué somos en política, o, anticipándose con la insolencia que
pertenece al estilo de nuestro tiempo, nos adscribe a una, en vez de responder
debemos preguntar al impertinente qué piensa él que es el hombre y la
naturaleza y la historia, qué es la sociedad y el individuo, la colectividad,
el Estado, el uso, el derecho. La política se apresura a apagar las luces para
que todos estos gatos resulten pardos.
No tarda mucho
Ortega, tras hacer unas precisiones sobre conceptos como nobleza y cultura en
describirnos un nuevo tipo de sujeto histórico que se ajusta como un guante a
lo que «sufrimos» en nuestra política actual, tan interesada, por otro lado, en
esa pulsión totalitaria —¡nada menos que estar en «el lado correcto de la
Historia»!— de la que nada buen o puede salir: Este repertorio de facciones
nos hizo pensar en ciertos modos deficientes de ser hombre, como el «niño
mimado» y el primitivo rebelde; es decir, el bárbaro. (El primitivo normal, por
el contrario, es el hombre más dócil a instancias superiores que ha existido
nunca —religión, tabús, tradición social, costumbres). […] Este
personaje, que ahora anda por todas partes y dondequiera impone su barbarie
íntima, es, en efecto, el niño mimado de la historia humana. El niño mimado es
el heredero que se comporta exclusivamente como heredero. Ahora la herencia es
la civilización —las comodidades, la seguridad, en suma, las ventajas de la
civilización. […] Es una de tantas deformaciones como el lujo produce en
la materia humana. Tenderíamos ilusoriamente a creer que una vida nacida en un
mundo sobrado sería mejor vida, más vida y de superior calidad a la que
consiste, precisamente, en luchar contra la escasez. Pero no hay tal. […] Un
mundo sobrado de posibilidades produce, automáticamente, graves deformaciones y
viciosos tipos de existencia humana —los que se pueden reunir en la clase
general «hombre-heredero», de que el
«aristócrata» no es sino un caso particular, y otro, el niño mimado, y otro,
mucho más amplio y radical, el hombre-masa de nuestro tiempo. Conviene
reparar en la distancia que establece Ortega entre la nobleza y la
aristocracia, porque la nobleza sí es un valor que él defiende como la única
manera de estar en el mundo, frente a lo que él destaca en cursiva en su texto,
como un axioma: Lo característico del
momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar
el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera. Yo me he permitido
bautizar esa tendencia con el concepto «Todovalismo», que abarca la compleja
degradación que sufrimos en todos los niveles sociales, desde la política, su
principal ámbito de manifestación, hasta la ética y la estética, porque ni el
arte se salva de esos discursos adocenados que renuncian al propio respeto y se
asimilan a discursos ideológicos revisionistas, empeñados en ponerle estrechísimas
puertas morales a la libertad creativa de las personas. Para Ortega, en la
línea de la defensa de las personas que piensan por cuenta propia y cuidan su
manera de expresarse [En una época como la nuestra, de puras «corrientes» y
abandonos, es bueno tomar contacto con hombres que no «se dejan llevar»], la
nobleza, entroncando con una corriente de pensamiento europea que él cifra en
Goethe, aunque bien pudiera haber retrocedido hasta Erasmo o hasta Petrarca, es
una aspiración irrenunciable para el hombre de pensamiento frente al hombre alienado:
Contra lo que suele creerse, es la criatura de selección, y no la masa,
quien vive en esencial servidumbre, No le sabe su vida si no la hace consistir
en servicio a algo trascendente. Por eso no estima la necesidad de servir como
una opresión. Cuando esta, por azar, le falta, siente desasosiego e inventa
nuevas normas más difíciles, más exigentes, que le opriman. Esto es la vida
como disciplina —la vida noble. La nobleza se define por la exigencia, por las
obligaciones, no por los derechos. Noblesse oblige. «Vivir a gusto es de
plebeyo: el noble aspira a ordenación y a ley» (Goethe). […] Los
derechos privados o privilegios no son, pues, pasiva posesión y simple goce, sino que representan
el perfil adonde llega el esfuerzo de la persona. […] La «nobleza» no
aparece como termino formal hasta el Imperio romano, y precisamente para
oponerlo a la nobleza hereditaria, ya en decadencia. Para mí, nobleza es
sinónimo de vida esforzada, puesta siempre a superarse a sí misma, a trascender
de lo que ya es hacia lo que se propone como deber y exigencia. A ese
esfuerzo lo llamaría Ortega estar «a la altura de las circunstancias”. Y ahora dígaseme
si en esa dicotomía entre los deberes y los derechos hay o no hay un retrato
certero de la demagogia de nuestro tiempo… En relación con el apunte histórico
traído a colación por Ortega, recuerda el filósofo uno de los apuntes políticos
de Rathenau: La rebelión de las masas es una y misma cosa con lo que
Rathenau llamaba «la invasión vertical de los bárbaros». Y aprovecho para,
desde aquí, hacer un llamamiento a nuestros editores más inquietos
culturalmente para que se atrevan a publicar los aforismos políticos de quien
fue Ministro de Asuntos Exteriores de la República de Weimar y fue asesinado
por la organización de extrema derecha y antisemita Consol. Rathenau fue una de
esas grandes figuras que, además, tuvo eco literario como personaje en una de
las grandes novelas del siglo XX: El hombre sin atributos, de Robert
Musil.
Conviene, con
todo, aducir en qué consiste el ataque de esos bárbaros contra la «cultura» que
defiende Ortega: No vale hablar de ideas u opiniones donde no se admite una
instancia que las regula, una serie de normas a que en la discusión cabe
apelar. Estas normas son los principios de la cultura. No me importa cuáles. Lo
que digo es que no hay cultura donde no hay normas a que nuestros prójimos
puedan recurrir. No hay cultura donde no hay principios de legalidad civil a
que apelar1. No hay cultura donde no hay acatamiento de ciertas
últimas posiciones intelectuales a que referirse en la disputa. No hay cultura
cuando no preside las relaciones económicas un régimen de tráfico bajo el cual
ampararse, No hay cultura donde las polémicas estéticas no reconocen la
necesidad de justificar la obra de arte.[ 1 Si alguien en
su discusión con nosotros se desinteresa de ajustarse a la verdad, si no tiene
la voluntad de ser verídico, es intelectualmente un bárbaro. De hecho, esa es
la posición del hombre-masa cuando habla, da conferencias o escribe. ]. Y
ese hombre-masa lo asocia inmediatamente con los dos grandes movimientos de masas
de aquellos años en los que escribe este luminoso ensayo, tan clarificador: Bajo
las especies de sindicalismo y fascismo aparece por primera vez en Europa un
tipo de hombre que no quiere dar razones ni quiere tener razón, sino,
sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones. He aquí lo nuevo:
el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón.
Tiempos peligrosos,
así, pues, frente a los que solo el liberalismo político defendido por Ortega
es la solución, una instancia de centro, individualista, que pone el énfasis en
la responsabilidad individual de cada cual para contribuir no tanto al bien
común cuanto al proyecto de vida común que excluya las tentaciones totalitarias.
A juicio de Ortega, el liberalismo sería la solución cultural y europea idónea,
pero más lo considera un ideal imposible que una realidad práctica, por la
fuerza de las banderías que dominaban la vida política de España en aquella
época, no muy distinta de las que la dominan en nuestros días y que tanto nos
cuesta padecer, como cuesta sufrir la irracionalidad: El liberalismo
—conviene hoy recordar esto— es la suprema generosidad: es el derecho que la
mayoría otorga a las minorías y es, por tanto, el más noble grito que ha sonado
en el planeta. Proclama la decisión de convivir con el enemigo, más aún, con el
enemigo débil. Era inverosímil que la especie humana hubiese llegado a una cosa
tan bonita, tan paradójica, tan elegante, tan acrobática, tan antinatural. Por
eso no debe sorprender que prontamente parezca esa misma especie resuelta a
abandonarla. Es un ejercicio demasiado difícil y complicado para que se
consolide en la tierra. […] Nada acusa con mayor claridad la fisonomía
del presente como el hecho de que vayan siendo tan pocos los países donde
existe la oposición. En casi todos, una masa homogénea pesa sobre el Poder
público y aplasta y aniquila todo grupo opositor. La masa —¿quién lo diría al
ver su aspecto compacto y multitudinario?— no deseas la convivencia con lo que
no es ella. Odia a muerte lo que no es ella.
La rebelión
de las masas es un libro que toca muchos temas y sobre casi todos ellos
tiene Ortega algún pensamiento luminoso que nos permite comprender su época y
la nuestra, a pesar de los casi cien años que las separan. Acaso el que más nos
sorprenda, por su capacidad visionaria, es el que anticipa la unión europea
como una realidad política que se sobrepone a los nacionalismos que la
conforman, a los que no reconoce, frente al devenir europeo, ninguna
importancia. Europa, pues, es anterior, según Ortega, a la fragmentación
nacional de los estados que la componen, de ahí que la unión política, a la que
aún no hemos llegado, lo vea como el destino «natural» de todas esas naciones: La
unidad de Europa no es una fantasía, sino que es la realidad misma, y la
fantasía es precisamente lo otro: la creencia de que Francia, Alemania, Italia
o España son realidades sustantivas e independientes. Se comprende, sin
embargo, que no todo el mundo perciba con evidencia la realidad de Europa,
porque Europa no es una «cosa», sino un equilibrio. […] Porque el
equilibrio o balanza de poderes es una realidad que consiste esencialmente en
la existencia de una pluralidad. Si esta pluralidad se pierde, aquella unidad
dinámica se desvanecería. Europa es, en efecto, enjambre: muchas abejas y un
solo vuelo. ¡Y menuda anticipación la suya cuando nos habla de que el
motivo para la aceleración de la creación de esa unidad política se deba, en
sus propias palabras a la coleta de
un chino que asome por los Urales o bien una sacudida del gran magma islámico.
¡Ahí es nada, anticipar dos de los grandes peligros a los que se enfrenta, al
pensar de no pocos, la unidad europea aún no concluida!
Está claro que
la visión que tiene Ortega de su tiempo es perfectamente, como vamos leyendo, trasplantable
al nuestro, y a medida que progresamos en la lectura del libro, más nos
sorprende ese paralelismo nada forzado del que hablamos. Léase esto y
compruébese: Un ventarrón de farsa general y omnímoda sopla sobre el terruño
europeo. Casi todas las posiciones que se toman y ostentan son internamente
falsas. […] El hombre-masa no afirma el pie sobre la firmeza
inconmovible de su sino; antes bien, vegeta suspendido ficticiamente en el
espacio. De aquí que nunca como ahora estas vidas sin peso y sin raíz —déracinées
de su destino— se dejen arrastrar por la más ligera corriente. Es la época de
las «corrientes» y del «dejarse arrastrar». Casi nadie presenta resistencia a
los superficiales torbellinos que se forman en arte o en ideas, o en política,
o en los usos sociales. Pero si esa deturpación de la identidad individual reflexiva
y crítica presenta una cara totalmente rechazable es cuando afecta no ya a
personas sin formación, sino a personas cultas y reflexivas que abdican de su responsabilidad
en aras de la sintonía representativa del hombre-masa: Esta condición de «no
escuchar», de no someterse a instancias superiores, que reiteradamente he
presentado como característica del hombre-masa, llega al colmo precisamente en
estos hombres parcialmente cualificados. Ellos simbolizan, y en gran parte
constituyen, el imperio actual de las masas, y su barbarie es la causa más
inmediata de la desmoralización europea.
Por suerte ara
sus lectores, Ortega, en la segunda parte del libro, no se limita a la queja fundada, sino que propone
una suerte de antropología positiva que define perfectamente el sentido de
nuestra existencia: La vida humana, por su naturaleza propia, tiene que
estar puesta a algo, a una empresa gloriosa o humilde, a un destino ilustre o
trivial. Se trata de una condición extraña, pero inexorable, inscrita en
nuestra existencia. […] Estos años asistimos al gigantesco espectáculo
de innumerables vidas humanas que marchan perdidas en el laberinto de sí mismas
por no tener a qué entregarse. […] Librada a sí misma, cada vida se
queda sin sí misma, vacía, sin tener quehacer. Y como ha de llenarse con algo,
se inventa o finge frívolamente a sí propia, se dedica a falsas ocupaciones que
nada íntimo, sincero, impone. Hoy es una cosa; mañana, otra, opuesta a la
primera. Está perdida al encontrarse sola consigo. El egoísmo es laberíntico.
Se comprende. Vivir es ir disparado hacia algo, es caminar hacia una meta. La
meta no es mi caminar, no es mi vida; es algo a que pongo esta y que por lo
mismo está fuera de ella, más allá. Si me resuelvo a andar solo por dentro de
mi vida, egoístamente, no avanzo, no voy a ninguna parte, doy vueltas y
revueltas en un mismo lugar. Esto es el laberinto, un camino que no lleva a
nada, que se pierde en sí mismo, de puro no ser más que caminar por dentro de
sí. Por eso está el filósofo en condiciones de diagnosticar el mal de su tiempo
que es, al mismo tiempo, el mal del nuestro, más aún, si cabe, en esta época de
influencers analfabetos y otras malas hierbas alimentadas en sistemas
educativos que han perdido el norte y, en vez de enseñar y formar en el rigor a
los alumnos, los entretienen: Esta es la horrible situación íntima en que se
encuentran ya las juventudes mejores del mundo. De puro sentirse libres,
exentas de trabas, se sienten vacías. Una vida en disponibilidad es mayor negación
de si misma que la muerte. Porque vivir es tener que hacer algo determinado —es
cumplir un encargo—, y en la medida en que eludamos poner a algo nuestra
existencia evacuamos nuestra vida. Dentro de poco se oirá un grito formidable
en todo el planeta, que subirá, como el aullido de canes innumerables, hasta
las estrellas, pidiendo alguien y algo que mande, que imponga un quehacer u
obligación.
De forma
paralela a su antropología, Ortega también formula una politología que, en
nuestros días, vemos como muy necesaria, porque, de nuevo, su diagnóstico clava
el mal de nuestro tiempo: El Estado comienza cuando el hombre se afana por
evadirse de la sociedad nativa dentro de la cual la sangre lo ha inscrito. Y
quien dice la sangre, dice también cualquier otro principio natural; por
ejemplo, el idioma. Originariamente, el Estado consiste en la mezcla de sangres
y lenguas. Es superación de toda sociedad natural, Es mestizo y plurilingüe.
Así, la ciudad nace por reunión de pueblos diversos. Construye sobre la
heterogeneidad zoológica una homogeneidad abstracto de jurisprudencia. […] El
Estado comienza por ser una obra de imaginación absoluta. La imaginación es el
poder liberador que el hombre tiene. Recordemos, porque es necesario, su
diatriba contra lo que hoy tan de moda está: el «carácter nacional», absurda bandera
encubridora de las más rastreras pulsiones del ser humano: Mientras se crea
que un pueblo posee un «carácter» previo y que su historia es una emanación de
este carácter, no habrá manera ni siquiera de iniciar la conversación. El
«carácter nacional», como todo lo humano, no es un don innato, sino una
fabricación. […] No hay pueblo que, mirado desde otro, no resulte
insoportable.
Siempre me
pasa lo mismo, cuando tropiezo con textos que me obligan a subrayarlos de
arriba abajo: que cualquier párrafo me parece de inexcusable lectura y, por
consiguiente, muy digno de que el intelector que se pasee por esa reseña lo
conozca y saboree. Dejo de lado, para no hacerme pesado, el aviso que lanza
Ortega contra el intervencionismo estatal, con el que se identifica hasta
mimetizarse el hombre-masa descrito en el libro, el que cree, en efecto, que
él es el Estado, y tenderá cada vez más a hacerle funcionar con cualquier
pretexto, a aplastar con él toda minoría creadora que lo perturbe —que lo
perturbe en cualquier orden: en política, en ideas, en industria, y cierro
este homenaje a uno de los grandes hitos del pensamiento español del siglo XX
con una descripción ajustadísima a lo que yo he bautizado como el Todovalismo
de nuestros presente: Esta es la cuestión: Europa se ha quedado sin moral.
No es que el hombre-masa menosprecie una anticuada en beneficio de otra
emergente, sino que el centro de su régimen vital consiste precisamente en la
aspiración a vivir sin supeditarse a moral ninguna. […] Cuando se habla
de la «nueva» no se hace sino cometer una inmoralidad más y buscar el medio más
cómodo para meter contrabando. […] El inmoralismo ha llegado a ser de
una baratura extrema y cualquiera alardea de ejercitarlo. […] Si dejamos
a un lado todos los grupos que significan supervivencias del pasado —los
cristianos, los «idealistas», los viejos liberales, etc.—, no se hallará entre
todos los que representan la época actual uno solo cuya actitud ante la vida no
se reduzca a creer que tiene todos los derechos y ninguna obligación. […] Esta
esquividad para toda obligación explica, en parte, el fenómeno, entre ridículo
y escandaloso, de que se haya hecho en nuestros días una plataforma de la
«juventud» como tal. Quizá no ofrezca nuestro tiempo rasgo más grotesco.
Y ahora ya
solo les queda lanzarse a la lectura o relectura de esta obra que se anticipó,
como mínimo, un siglo a su época. Si algo puede animarles, y por las muestras
lo habrán deducido, es el estilo aparentemente sencillo de un autor con la
comparación fácil, la metáfora brillante y las citas oportunísimas. Se dice de
él que, una vez dictada una conferencia, era capaz, después, de repetirla sin
perdonar un inciso ni un cita. La facilidad de elocución y de invención le son
tan connaturales como a otros la incapacidad lectora tras su paso por la
escuela, y hay en el libro tan sobrados ejemplos de ellas que sería una
deslealtad por mi parte impedirles descubrirlas al hilo de una lectura que no
querrán abandonar en ningún momento.