martes, 28 de mayo de 2024

«La rebelión de las masas», de José Ortega y Gasset, hacia su centenario…


    

El más lúcido análisis de una época convulsa cuyo valor permanece intacto para nuestro agitado presente.

 

          Curiosamente, va para más de 55 años de mi primera y única lectura de La rebelión de las masas, el tercer libro completo que me eché a los surcos polvorientos de mi desierto cerebral adolescente en pleno franquismo. Durante todos estos años siempre me he preguntado qué debió de quedárseme de aquella lectura en la que me demoré lo mío y de la que no debí de entender ni un cuarto de la totalidad de la obra, conceptuándome, acaso, muy por encima de mis limitaciones de entonces, claro, y de las presentes. Supongo que una fiera defensa de la individualidad y del pensar «por libre», esto es, atado a autores no dogmáticos. Sí recuerdo que eso fue lo que le contesté a Miquel Alzueta, muchos años antes de que él se convirtiera en un «pope» de la edición en catalán, cuando me sugirió que entrara en el PSUC, donde él militaba: que a mí me gustaba «pensar por mi cuenta y riesgo», y que no me sentía cómodo con los dogmatismos, con los catecismos. Sigo en mis trece y sobre todo en mis trescientas, las de Juan de Mena, el autor del verso famoso: si amor es ficto, vaníloquo, pigro

          Mi lectura actual me ha descubierto, sin embargo, que este ensayo de Ortega, capital en su vasta obra, puede ser leído en nuestros días como una fiel y precisa descripción de lo que Mallada seguiría llamando, de conocerlos, Los males de la patria. El concepto de hombre-masa es actualísimo, porque describe a una gran mayoría, sometida al seguimiento paraideológico de gobernantes sin escrúpulos. Con impecable metodología, Ortega parte de un radical escepticismo hacia la comunicación: Hablar es una operación mucho más ilusoria de lo que suele creerse, por supuesto, como casi todo lo que el hombre hace.[…] La moneda falsa circula sostenida por la moneda sana. A la postre el engaño resulta ser un humilde parásito de la ingenuidad. […] Cuando el hombre se pone a hablar lo hace porque cree que va a poder decir cuanto piensa. Pues bien, esto es lo ilusorio. El lenguaje no da para tanto. […] Dóciles al prejuicio inveterado de que hablando nos entendemos, decimos y escuchamos tan de buena fe que acabamos muchas veces por malentendernos mucho más que si, mudos, procurásemos adivinarnos. Y aquí no me queda más remedio que traer a colación el magnífico ensayo de Gustavo Bueno acerca de esa imposibilidad de entendernos hablando. Su disección del que él llama aforismo, «hablando se entiende la gente», es magistral, y la desarrolla, además, cosida al teatro político de nuestros días, poniéndola en relación con la imposibilidad de entendernos cuando usamos conceptos a los que cada cual asigna el significado que quiere, sin dejar un terreno común a partir del cual sea posible el entendimiento que él refuta que se pueda dar. [Aquí lo tienen: https://nodulo.org/ec/2004/n024p02.htm]. No es de extrañar, por tanto, que Ortega achaque a la fragmentación del latín clásico en las lenguas vulgares, tras haber pasado por la época macarrónica del mismo, la responsabilidad de la degradación del pensamiento y de la recta comunicación. Una diatriba tan curiosa como elitista, aunque después veremos qué significa exactamente para Ortega el concepto de «nobleza»:  La sabrosa complejidad indo-europea, que conservaba el lenguaje de las clases superiores, quedó suplantada por un habla plebeya, de mecanismo muy fácil, pero a la vez, o por lo mismo, pesadamente mecánico, como material; gramática balbuciente y perifrástica, de ensayo y rodeo como la infantil. Es, en efecto, una lengua pueril o gaga que no permite la fina arista del razonamiento ni líricos tornasoles. Es una lengua sin luz ni temperatura, sin evidencia y sin calor de alma, una lengua triste que avanza a tientas. Los vocablos parecen viejas monedas de cobre, mugrientas y sin rotundidad, como hartas de rodar por las tabernas mediterráneas, ¡Que vidas evacuadas de sí mismas, desoladas, condenadas a eterna cotidianeidad se adivinan tras este seco artefacto lingüístico!

          Es cierto que estamos en los años 30, archimovidos en el tablero europeo de la política y con consecuencias que han durado hasta nuestros días —y ahí está el resurgir de los nacionalismos supremacistas y excluyentes que incluso aceptan e impulsan partidos de pseudoizquierda, teóricamente internacionalistas, por ideología y tradición—por eso mismo, precisamente, los juicios que Ortega vierte en su ensayo con tanta agudeza como precisión son de u8na actualidad impagable. Y para muestra, dos botones: Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral. Además, la persistencia de esos calificativos contribuye no poco a falsificar más aún la «realidad» del presente, ya falsa de por sí, porque se ha rizado el rizo de las experiencias políticas a que responden, como lo demuestra el hecho de que hoy las derechas prometen revoluciones y las izquierdas proponen tiranías. Y a nuestra propia realidad me remito para casar con ella este juicio sobre la de los años 30. Y frente a la politización de cada aspecto de la vida social, sin dejar el menor intersticio para escapar  de ese control a lo Gran hermano orwelliano, he aquí la saludable y razonable posición de Ortega: La política vacía al hombre de soledad e intimidad, y por eso es la predicación del politicismo integral una de las técnicas que usan para socializarlo. Cuando alguien nos pregunta qué somos en política, o, anticipándose con la insolencia que pertenece al estilo de nuestro tiempo, nos adscribe a una, en vez de responder debemos preguntar al impertinente qué piensa él que es el hombre y la naturaleza y la historia, qué es la sociedad y el individuo, la colectividad, el Estado, el uso, el derecho. La política se apresura a apagar las luces para que todos estos gatos resulten pardos.

          No tarda mucho Ortega, tras hacer unas precisiones sobre  conceptos como nobleza y cultura en describirnos un nuevo tipo de sujeto histórico que se ajusta como un guante a lo que «sufrimos» en nuestra política actual, tan interesada, por otro lado, en esa pulsión totalitaria —¡nada menos que estar en «el lado correcto de la Historia»!— de la que nada buen o puede salir: Este repertorio de facciones nos hizo pensar en ciertos modos deficientes de ser hombre, como el «niño mimado» y el primitivo rebelde; es decir, el bárbaro. (El primitivo normal, por el contrario, es el hombre más dócil a instancias superiores que ha existido nunca —religión, tabús, tradición social, costumbres). […] Este personaje, que ahora anda por todas partes y dondequiera impone su barbarie íntima, es, en efecto, el niño mimado de la historia humana. El niño mimado es el heredero que se comporta exclusivamente como heredero. Ahora la herencia es la civilización —las comodidades, la seguridad, en suma, las ventajas de la civilización. […] Es una de tantas deformaciones como el lujo produce en la materia humana. Tenderíamos ilusoriamente a creer que una vida nacida en un mundo sobrado sería mejor vida, más vida y de superior calidad a la que consiste, precisamente, en luchar contra la escasez. Pero no hay tal. […] Un mundo sobrado de posibilidades produce, automáticamente, graves deformaciones y viciosos tipos de existencia humana —los que se pueden reunir en la clase general  «hombre-heredero», de que el «aristócrata» no es sino un caso particular, y otro, el niño mimado, y otro, mucho más amplio y radical, el hombre-masa de nuestro tiempo. Conviene reparar en la distancia que establece Ortega entre la nobleza y la aristocracia, porque la nobleza sí es un valor que él defiende como la única manera de estar en el mundo, frente a lo que él destaca en cursiva en su texto, como un axioma:  Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera. Yo me he permitido bautizar esa tendencia con el concepto «Todovalismo», que abarca la compleja degradación que sufrimos en todos los niveles sociales, desde la política, su principal ámbito de manifestación, hasta la ética y la estética, porque ni el arte se salva de esos discursos adocenados que renuncian al propio respeto y se asimilan a discursos ideológicos revisionistas, empeñados en ponerle estrechísimas puertas morales a la libertad creativa de las personas. Para Ortega, en la línea de la defensa de las personas que piensan por cuenta propia y cuidan su manera de expresarse [En una época como la nuestra, de puras «corrientes» y abandonos, es bueno tomar contacto con hombres que no «se dejan llevar»], la nobleza, entroncando con una corriente de pensamiento europea que él cifra en Goethe, aunque bien pudiera haber retrocedido hasta Erasmo o hasta Petrarca, es una aspiración irrenunciable para el hombre de pensamiento frente al hombre alienado: Contra lo que suele creerse, es la criatura de selección, y no la masa, quien vive en esencial servidumbre, No le sabe su vida si no la hace consistir en servicio a algo trascendente. Por eso no estima la necesidad de servir como una opresión. Cuando esta, por azar, le falta, siente desasosiego e inventa nuevas normas más difíciles, más exigentes, que le opriman. Esto es la vida como disciplina —la vida noble. La nobleza se define por la exigencia, por las obligaciones, no por los derechos. Noblesse oblige. «Vivir a gusto es de plebeyo: el noble aspira a ordenación y a ley» (Goethe). […] Los derechos privados o privilegios no son, pues, pasiva  posesión y simple goce, sino que representan el perfil adonde llega el esfuerzo de la persona. […] La «nobleza» no aparece como termino formal hasta el Imperio romano, y precisamente para oponerlo a la nobleza hereditaria, ya en decadencia. Para mí, nobleza es sinónimo de vida esforzada, puesta siempre a superarse a sí misma, a trascender de lo que ya es hacia lo que se propone como deber y exigencia. A ese esfuerzo lo llamaría Ortega estar «a la altura de las circunstancias”. Y ahora dígaseme si en esa dicotomía entre los deberes y los derechos hay o no hay un retrato certero de la demagogia de nuestro tiempo… En relación con el apunte histórico traído a colación por Ortega, recuerda el filósofo uno de los apuntes políticos de Rathenau: La rebelión de las masas es una y misma cosa con lo que Rathenau llamaba «la invasión vertical de los bárbaros». Y aprovecho para, desde aquí, hacer un llamamiento a nuestros editores más inquietos culturalmente para que se atrevan a publicar los aforismos políticos de quien fue Ministro de Asuntos Exteriores de la República de Weimar y fue asesinado por la organización de extrema derecha y antisemita Consol. Rathenau fue una de esas grandes figuras que, además, tuvo eco literario como personaje en una de las grandes novelas del siglo XX: El hombre sin atributos, de Robert Musil.

          Conviene, con todo, aducir en qué consiste el ataque de esos bárbaros contra la «cultura» que defiende Ortega: No vale hablar de ideas u opiniones donde no se admite una instancia que las regula, una serie de normas a que en la discusión cabe apelar. Estas normas son los principios de la cultura. No me importa cuáles. Lo que digo es que no hay cultura donde no hay normas a que nuestros prójimos puedan recurrir. No hay cultura donde no hay principios de legalidad civil a que apelar1. No hay cultura donde no hay acatamiento de ciertas últimas posiciones intelectuales a que referirse en la disputa. No hay cultura cuando no preside las relaciones económicas un régimen de tráfico bajo el cual ampararse, No hay cultura donde las polémicas estéticas no reconocen la necesidad de justificar la obra de arte.[ 1 Si alguien en su discusión con nosotros se desinteresa de ajustarse a la verdad, si no tiene la voluntad de ser verídico, es intelectualmente un bárbaro. De hecho, esa es la posición del hombre-masa cuando habla, da conferencias o escribe. ]. Y ese hombre-masa lo asocia inmediatamente con los dos grandes movimientos de masas de aquellos años en los que escribe este luminoso ensayo, tan clarificador: Bajo las especies de sindicalismo y fascismo aparece por primera vez en Europa un tipo de hombre que no quiere dar razones ni quiere tener razón, sino, sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones. He aquí lo nuevo: el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón.

          Tiempos peligrosos, así, pues, frente a los que solo el liberalismo político defendido por Ortega es la solución, una instancia de centro, individualista, que pone el énfasis en la responsabilidad individual de cada cual para contribuir no tanto al bien común cuanto al proyecto de vida común que excluya las tentaciones totalitarias. A juicio de Ortega, el liberalismo sería la solución cultural y europea idónea, pero más lo considera un ideal imposible que una realidad práctica, por la fuerza de las banderías que dominaban la vida política de España en aquella época, no muy distinta de las que la dominan en nuestros días y que tanto nos cuesta padecer, como cuesta sufrir la irracionalidad: El liberalismo —conviene hoy recordar esto— es la suprema generosidad: es el derecho que la mayoría otorga a las minorías y es, por tanto, el más noble grito que ha sonado en el planeta. Proclama la decisión de convivir con el enemigo, más aún, con el enemigo débil. Era inverosímil que la especie humana hubiese llegado a una cosa tan bonita, tan paradójica, tan elegante, tan acrobática, tan antinatural. Por eso no debe sorprender que prontamente parezca esa misma especie resuelta a abandonarla. Es un ejercicio demasiado difícil y complicado para que se consolide en la tierra. […] Nada acusa con mayor claridad la fisonomía del presente como el hecho de que vayan siendo tan pocos los países donde existe la oposición. En casi todos, una masa homogénea pesa sobre el Poder público y aplasta y aniquila todo grupo opositor. La masa —¿quién lo diría al ver su aspecto compacto y multitudinario?— no deseas la convivencia con lo que no es ella. Odia a muerte lo que no es ella.

          La rebelión de las masas es un libro que toca muchos temas y sobre casi todos ellos tiene Ortega algún pensamiento luminoso que nos permite comprender su época y la nuestra, a pesar de los casi cien años que las separan. Acaso el que más nos sorprenda, por su capacidad visionaria, es el que anticipa la unión europea como una realidad política que se sobrepone a los nacionalismos que la conforman, a los que no reconoce, frente al devenir europeo, ninguna importancia. Europa, pues, es anterior, según Ortega, a la fragmentación nacional de los estados que la componen, de ahí que la unión política, a la que aún no hemos llegado, lo vea como el destino «natural» de todas esas naciones: La unidad de Europa no es una fantasía, sino que es la realidad misma, y la fantasía es precisamente lo otro: la creencia de que Francia, Alemania, Italia o España son realidades sustantivas e independientes. Se comprende, sin embargo, que no todo el mundo perciba con evidencia la realidad de Europa, porque Europa no es una «cosa», sino un equilibrio. […] Porque el equilibrio o balanza de poderes es una realidad que consiste esencialmente en la existencia de una pluralidad. Si esta pluralidad se pierde, aquella unidad dinámica se desvanecería. Europa es, en efecto, enjambre: muchas abejas y un solo vuelo. ¡Y menuda anticipación la suya cuando nos habla de que el motivo para la aceleración de la creación de esa unidad política se deba, en sus propias palabras a  la coleta de un chino que asome por los Urales o bien una sacudida del gran magma islámico. ¡Ahí es nada, anticipar dos de los grandes peligros a los que se enfrenta, al pensar de no pocos, la unidad europea aún no concluida!

          Está claro que la visión que tiene Ortega de su tiempo es perfectamente, como vamos leyendo, trasplantable al nuestro, y a medida que progresamos en la lectura del libro, más nos sorprende ese paralelismo nada forzado del que hablamos. Léase esto y compruébese: Un ventarrón de farsa general y omnímoda sopla sobre el terruño europeo. Casi todas las posiciones que se toman y ostentan son internamente falsas. […] El hombre-masa no afirma el pie sobre la firmeza inconmovible de su sino; antes bien, vegeta suspendido ficticiamente en el espacio. De aquí que nunca como ahora estas vidas sin peso y sin raíz —déracinées de su destino— se dejen arrastrar por la más ligera corriente. Es la época de las «corrientes» y del «dejarse arrastrar». Casi nadie presenta resistencia a los superficiales torbellinos que se forman en arte o en ideas, o en política, o en los usos sociales. Pero si esa deturpación de la identidad individual reflexiva y crítica presenta una cara totalmente rechazable es cuando afecta no ya a personas sin formación, sino a personas cultas y reflexivas que abdican de su responsabilidad en aras de la sintonía representativa del hombre-masa: Esta condición de «no escuchar», de no someterse a instancias superiores, que reiteradamente he presentado como característica del hombre-masa, llega al colmo precisamente en estos hombres parcialmente cualificados. Ellos simbolizan, y en gran parte constituyen, el imperio actual de las masas, y su barbarie es la causa más inmediata de la desmoralización europea.

          Por suerte ara sus lectores, Ortega, en la segunda parte del libro,  no se limita a la queja fundada, sino que propone una suerte de antropología positiva que define perfectamente el sentido de nuestra existencia: La vida humana, por su naturaleza propia, tiene que estar puesta a algo, a una empresa gloriosa o humilde, a un destino ilustre o trivial. Se trata de una condición extraña, pero inexorable, inscrita en nuestra existencia. […] Estos años asistimos al gigantesco espectáculo de innumerables vidas humanas que marchan perdidas en el laberinto de sí mismas por no tener a qué entregarse. […] Librada a sí misma, cada vida se queda sin sí misma, vacía, sin tener quehacer. Y como ha de llenarse con algo, se inventa o finge frívolamente a sí propia, se dedica a falsas ocupaciones que nada íntimo, sincero, impone. Hoy es una cosa; mañana, otra, opuesta a la primera. Está perdida al encontrarse sola consigo. El egoísmo es laberíntico. Se comprende. Vivir es ir disparado hacia algo, es caminar hacia una meta. La meta no es mi caminar, no es mi vida; es algo a que pongo esta y que por lo mismo está fuera de ella, más allá. Si me resuelvo a andar solo por dentro de mi vida, egoístamente, no avanzo, no voy a ninguna parte, doy vueltas y revueltas en un mismo lugar. Esto es el laberinto, un camino que no lleva a nada, que se pierde en sí mismo, de puro no ser más que caminar por dentro de sí. Por eso está el filósofo en condiciones de diagnosticar el mal de su tiempo que es, al mismo tiempo, el mal del nuestro, más aún, si cabe, en esta época de influencers analfabetos y otras malas hierbas alimentadas en sistemas educativos que han perdido el norte y, en vez de enseñar y formar en el rigor a los alumnos, los entretienen: Esta es la horrible situación íntima en que se encuentran ya las juventudes mejores del mundo. De puro sentirse libres, exentas de trabas, se sienten vacías. Una vida en disponibilidad es mayor negación de si misma que la muerte. Porque vivir es tener que hacer algo determinado —es cumplir un encargo—, y en la medida en que eludamos poner a algo nuestra existencia evacuamos nuestra vida. Dentro de poco se oirá un grito formidable en todo el planeta, que subirá, como el aullido de canes innumerables, hasta las estrellas, pidiendo alguien y algo que mande, que imponga un quehacer u obligación.

          De forma paralela a su antropología, Ortega también formula una politología que, en nuestros días, vemos como muy necesaria, porque, de nuevo, su diagnóstico clava el mal de nuestro tiempo: El Estado comienza cuando el hombre se afana por evadirse de la sociedad nativa dentro de la cual la sangre lo ha inscrito. Y quien dice la sangre, dice también cualquier otro principio natural; por ejemplo, el idioma. Originariamente, el Estado consiste en la mezcla de sangres y lenguas. Es superación de toda sociedad natural, Es mestizo y plurilingüe. Así, la ciudad nace por reunión de pueblos diversos. Construye sobre la heterogeneidad zoológica una homogeneidad abstracto de jurisprudencia. […] El Estado comienza por ser una obra de imaginación absoluta. La imaginación es el poder liberador que el hombre tiene. Recordemos, porque es necesario, su diatriba contra lo que hoy tan de moda está: el «carácter nacional», absurda bandera encubridora de las más rastreras pulsiones del ser humano: Mientras se crea que un pueblo posee un «carácter» previo y que su historia es una emanación de este carácter, no habrá manera ni siquiera de iniciar la conversación. El «carácter nacional», como todo lo humano, no es un don innato, sino una fabricación. […] No hay pueblo que, mirado desde otro, no resulte insoportable.

          Siempre me pasa lo mismo, cuando tropiezo con textos que me obligan a subrayarlos de arriba abajo: que cualquier párrafo me parece de inexcusable lectura y, por consiguiente, muy digno de que el intelector que se pasee por esa reseña lo conozca y saboree. Dejo de lado, para no hacerme pesado, el aviso que lanza Ortega contra el intervencionismo estatal, con el que se identifica hasta mimetizarse el hombre-masa descrito en el libro, el que cree, en efecto, que él es el Estado, y tenderá cada vez más a hacerle funcionar con cualquier pretexto, a aplastar con él toda minoría creadora que lo perturbe —que lo perturbe en cualquier orden: en política, en ideas, en industria, y cierro este homenaje a uno de los grandes hitos del pensamiento español del siglo XX con una descripción ajustadísima a lo que yo he bautizado como el Todovalismo de nuestros presente: Esta es la cuestión: Europa se ha quedado sin moral. No es que el hombre-masa menosprecie una anticuada en beneficio de otra emergente, sino que el centro de su régimen vital consiste precisamente en la aspiración a vivir sin supeditarse a moral ninguna. […] Cuando se habla de la «nueva» no se hace sino cometer una inmoralidad más y buscar el medio más cómodo para meter contrabando. […] El inmoralismo ha llegado a ser de una baratura extrema y cualquiera alardea de ejercitarlo. […] Si dejamos a un lado todos los grupos que significan supervivencias del pasado —los cristianos, los «idealistas», los viejos liberales, etc.—, no se hallará entre todos los que representan la época actual uno solo cuya actitud ante la vida no se reduzca a creer que tiene todos los derechos y ninguna obligación. […] Esta esquividad para toda obligación explica, en parte, el fenómeno, entre ridículo y escandaloso, de que se haya hecho en nuestros días una plataforma de la «juventud» como tal. Quizá no ofrezca nuestro tiempo rasgo más grotesco.

          Y ahora ya solo les queda lanzarse a la lectura o relectura de esta obra que se anticipó, como mínimo, un siglo a su época. Si algo puede animarles, y por las muestras lo habrán deducido, es el estilo aparentemente sencillo de un autor con la comparación fácil, la metáfora brillante y las citas oportunísimas. Se dice de él que, una vez dictada una conferencia, era capaz, después, de repetirla sin perdonar un inciso ni un cita. La facilidad de elocución y de invención le son tan connaturales como a otros la incapacidad lectora tras su paso por la escuela, y hay en el libro tan sobrados ejemplos de ellas que sería una deslealtad por mi parte impedirles descubrirlas al hilo de una lectura que no querrán abandonar en ningún momento.

sábado, 4 de mayo de 2024

«El plantador de tabaco», de John Barth o el genio recreador…

 


Epígono ejemplar de la novela cervantina a través de la asimilación inglesa del XVIII.

                   [Hace un mes y un día que murió John Barth y he querido rendirle humilde homenaje         releyendo, treinta y cuatro años después, su magna obra El plantador de tabaco. Descanse él en paz y agitémonos nosotros en animada conversación con sus obras.]


                  Pues me va a resultar harto difícil hacerle los honores que merece a una novela concebida desde el exceso y con un meditado plan que, aprovechando referencias reales, documentadas, alza una arquitectura narrativa bien podría decirse que a gusto de muchos lectores de muy variadas inclinaciones: desde la novela de aventuras a la novela filosófica, y siempre, eso sí, con la referencia constante a la obra de Cervantes, a quien el autor, sin dudarlo lo más mínimo, atribuye una cita que, hasta donde se me alcanza, parecve espuria (¿Acaso no nos habla Cervantes de un poeta español que se mercó una puta por trescientos sonetos que trataban el tema de Píramo y Tisbe?, dice el poeta cuando se empeña en pagar con una poesía el paso del río en barca…).

El plantador de tabaco es una narración que hunde su raíces en la época de la colonización del lado este del territorio usamericano y en la lucha por la independencia de Gran Bretaña, si bien la narración propiamente dicha tiene esos hechos como un decorado de las verdaderas acciones de la novela: la misión del protagonista de devenir el primer Poeta Laureado de Maryland, autor de la Marylandiada, asumir las riendas de la plantación familiar y conservar a toda costa su condición virginal, un poderoso motivo recurrente que atraviesa la novela con muy diferentes efectos, en función de las mil y una situaciones cambiantes que le son dadas vivir al ingenuo y cultivado protagonista, quien  «El Paraíso perdido se lo sabía de cabo a rabo; Hudibrás, de arriba abajo». El planteamiento inicial nos acerca al género de la novela histórica, y, de hecho, el fundamento de la obra se ha creado a partir de personajes reales, no inventados, pero el resto forma parte de una de las más felices invenciones que le haya sido dado leer a este lector voraz y agradecido. Andando la novela, advertimos, además, las serias reservas del autor frente al género de la novela «histórica», si nos atenemos al sabio juicio de Henry Burlingame, acaso más protagonista que el propio Ebenezer Cooke: Lo grave es que incluso los hechos por sí solos son confusos, más aún si se acepta, como toda persona inteligente debe aceptar, que se puede actuar mal con buenas intenciones y a la inversa; y todavía más: si defiendes que el bien y el mal son cuestión de perspectiva y que varían con el punto de vista, latitud, circunstancia y época. La historia, para abreviar, es como esos pozos de los que oído hablar en los desiertos de África: las más variadas bestias pueden beber allí codo con codo, con igual aprovechamiento.

Hudibrás, de Samuel Butler es una parodia del Quijote, con trasfondo religioso antipuritano, pero tan inglesa que le veda la posibilidad de despertar las simpatías de lectores de otras latitudes, atendiendo al hecho de que, además, es una suerte de ajuste de cuentas con poetas menores ingleses de aquella época. Es importante la referencia porque marca no solo la influencia cervantina de la presente obra, sino que sierve de precedente para la métrica empleada por Ebenezer: el pareado. De hecho, más que una parodia del Quijote se trata de una antítesis, porque de ningún modo aparece en Hudibrás la grandeza de Don Quijote. La locura de Hudibrás no procede del ideal de la caballería, sino de la autosuficiencia de la razón, de la que el caballero se considera propietario universal o poco menos, aunque sus desatinos sean parejos de los del licenciado Vidriera cuando este “no toca”. Por cierto, este Samuel Butler satírico del XVII is not to be confused… con el otro Samuel Butler, también satírico, del XIX, el autor de dos libros muy famosos: El destino de la carne, de carácter autobiográfico, y la utopía Erewhon que es anagrama doble de nowhere y de now here, donde, entre otras muchas cosas de interés, alerta contra el futuro poder de las máquinas, ante las que la humanidad se convertirá en la «raza inferior», se trata de la primera insinuación de los peligros de la ahora tan de moda inteligencia artificial- Aldous Huxley reconoció la importancia del libro y su influjo en la creación de su propia utopía: Un mundo feliz.

          Ebenezer Cooke, cerramos la digresión bibliográfica…, es el protagonista de El plantador de tabaco, si bien el instructor de los gemelos, pues Ebenezer tiene una hermana gemela, Anna, no tardará en disputarle, por méritos propios esa condición a Ebenezer. En efecto, Henry Burlingame va poco a poco apropiándose de la narración con un poder de seducción que este lector casi da por pasajes perdidos todos aquellos en los que no aparece nuestro intrigante, camaleónico y ovidiano Burlingame: el hombre de las mil transformaciones, de las más insólitas personalidades: un repertorio de mutaciones que fija, incluso, su propia concepción de la vida:  ¿No es la imprecisión de nuestras percepciones, pregunto, lo que nos permite hablar del Támesis y del Tigris, o incluso de Francia e Inglaterra, pero sobre todo de y de ti como si los objetos a que tales nombres hacían referencia en el tiempo pasado guardaran alguna relación con los objetos presentes? A fe mía que al hilo de esto que decimos, ¿cómo sería posible que habláramos de objetos de no ser porque la imprecisión de nuestra visión no alcanza a advertir los cambios que en los mismos se operan? El mundo es en verdad un flujo, como afirmó Heráclito: el universo mismo no es más que cambio y movimiento. Y supongo que ahora se entiende por qué la vertiente filosófica de la novela supone uno de sus grandes atractivos. Reparemos, no obstante, en la transparencia del nombre del personaje: Burlingame, «juego de burlas», podríamos traducir libérrimamente. Sin embargo, la concepción lúdica de la existencia la expresa, con inusitado fervor, el poeta virgen, quien «rueda» por la narración como llevado, ¡y hasta a trompicones!, por ese Dios Azar al que tanto poder le reconoce: Preguntarle a alguien qué opina de jugar por dinero es como preguntarle qué opina de la vida. […] Más aún, ¿no es la vida una apuesta desde el principio hasta el final? Desde el momento en que somos concebidos es un  juego nuestra vida; cada comida que hacemos, cada paso que damos, cada giro que efectuamos es un desafío que le hacemos a la muerte; los hombres todos son peleles en manos del azar, salvo el suicida, e incluso este juega la apuesta de si existe un infierno en el que se consumirá. Así pues, por fuerza, el que ama la vida ama el juego, porque el juego es una conquista del Dios Azar. Además, todo jugador es optimista porque jamás se apuesta si uno cree que va a perder.

A todo ello responde, pues, la portentosa la invención de la formación del proteico Burlingame, quien vino al mundo como Moisés, pues es abandonado en un cestillo  en las aguas de un río con una inscripción en el pecho: Henry Burlingame III. Rescatado por el capitán Salmon y adoptado, se con vierte en grumete y marinero de la nave, aunque, una vez adiestrado en la lectura y la escritura por su madre adoptiva, me tropecé […] con un ejemplar del Quijote de Motteux; me pasé el resto del día con el libro, pues aunque Mamá Salmón me había enseñado a leer y a escribir, aquella era la primera historia verdadera que leía. Tanto me cautivaron el gran manchego y su fiel escudero que perdí la noción del tiempo, y el capitán Salmón me echó una regañina por presentarme tarde ante el cocinero. Aquel día dejé de ser marino para convertirme en estudiante. Un libro, en consecuencia, que «marca» un destino vital, expresión del poder absoluto de la literatura.

De lo dicho se deduce claramente que uno de los muchos hilos interesantes que se nos ofrecen en la novela es el del descubrimiento de la identidad de Henry Burlingame. Y el giro narrativo que nos va a llevar de sorpresa en sorpresa no es otro que el descubrimiento de la referencia a un tal Burlingame en la historia de John Smith y la princesa india Pocahontas, que John Barth reescribe para nosotros: técnica del manuscrito hallado que irá apareciendo en la novela hasta llegar al magnífico capítulo de la berenjena, sobre el que no me cabe dar explicación ninguna, pero que se inscribe, por derecho propio, en una vena, la escatológica, cultivada con esmero por Barth, quien consigue escribir capítulos memorables en los que ningún pudor veda el desarrollo de acciones que harán enrojecer a los más pudibundos y celebrarlas a los más procaces. Esa veta escatológica forma parte de los antecedentes literarios de la obra, porque no hemos de olvidar que el Hudibrás tiene, además de la influencia cervantina, la de Rabelais

          La referencia al Quijote va más allá de la creación de los personajes, y atiende, además de a las historias intercaladas que alargan provechosamente para el lector la disparatada trama de la obra, a recursos estructurales tan reconocibles en el Quijote como los refranes de Sancho, aquí convertidos en proverbios populares que festonean la narración, por no hablar de los cambios de personalidad entre Ebenezer y sus diferentes criados, especialmente Bertrand Burton —otro sosias de Burlingame—, quien se hace pasar por él ante el pasaje en el largo y accidentado viaje a Maryland: Esto de ser señor no tiene mucho misterio, de eso me he dado cuenta; lo puede hacer cualquiera que tenga pronto el ingenio y los ojos y las orejas abiertas. […] Nadie sabe valorar mejor que vuestro criado los méritos de la riqueza y del nacimiento —afirmó con benignidad—, pero que me ahorquen si merced a la una o al otro jamás hombre alguno fue un ápice más inteligente o virtuoso. Quizá, retomamos el hilo de los proverbios…,  sobrepasen la sesquicentena, y a veces se encadenan unos con otros como el propio Sancho engarzaba refranes para desesperación de su amo. Son de este tenor, y siempre insertados en los diálogos con una vocación aclaratoria que incita, a veces, al juego de espadachines, por como se ataca y se responde con ellos: Un gallo gordo es el mismísimo diablo cuando anda entre gallinas. Había cenado antes de que el sacerdote hubiera bendecido la mesa. Que indica que la joven en cuestión ha sido desvirgada antes de pasar por la vicaría. Un gran hombre y un gran río son malos vecinos. El botín de un rey es una bendición dudosa. Los locos irrumpen donde los sabios no se atreven a pisar. La tormenta puede tomar un castillo que jamás caería ante un asedio. El hombre que sabe lo que necesita consigue lo que quiere. La cólera posa su mirada en el pecho de los hombres juiciosos, mas solo descansa en el seno de los locos. Todos ellos, en conjunto, adornan los diálogos con una naturalidad y capacidad de persuasión fuera de toda duda, porque la sabiduría popular los usa como argumentos apodícticos. Las distancias entre los espíritus cultivados y las candorosas almas que viven ajenas a esas preocupaciones es enorme ( —No, Eben, me temo que tú no tienes madera de sabio. Puede que tengas el amor del escolástico por la sabiduría, pero no tienes ni la paciencia ni la destreza ni tampoco, mucho em temo, ese cierto olfato para detectar lo que es relevante, ese dominio del mundo que distingue al pensador del chiflado, le llega a decir Burlingame a Ebenezer)  , pero del mismo modo que el conocimiento aspira a salvar la distancia social entre Burlingame y Ebenezer, la novela está llena de situaciones en las que esas barreras caen, por fuerza o por necesidad, como cuando llegan los protagonistas a una isla, tras ser arrojados por los piratas al mar, y Ebenezer descubre el sinsentido de la estructura social: —Somos náufragos en una isla dejada de la mano de Dios —dijo—; estamos lejos del mundo de las pelucas y los tirabuzones. ¿Qué sentido tienen aquí el título de Poeta Laureado o las etiquetas como amo y criado? Tú eres un hombre, yo otro y sanseacabó. Ahí entra la novela en una variación de Robinson Crusoe, con su Viernes incluido, que no acaba con el diálogo entre amo y criado acerca del poder del saber, del conocimiento y del uso de la razón:

[…] importa un rábano lo poco o mucho que se haya vagado por el mundo, o que uno se haya quemado los ojos delante de los libros, o que se haya afilado los ingenios con inteligentes compañías; el caso es que cada vez que uno dice sí, siempre le dirá no alguien que es un poco más simple, y otro tanto hará alguien que es un poco más brillante, de modo que a las gentes inteligentes les importa menos lo que uno piensa que por qué lo piensa. Eso es lo que me salva.

—Yo más bien diría que eso es lo que acabará contigo! El necio puede repetir cual loro los juicios  del sabio, que jamás puede esperar ser capaz de defenderlos.

Vuestro poeta no ha menester de complicarse la cabeza dando ninguna explicación: los hombres creen que están en posesión de la llave maestra que permite el acceso a la alcoba de la Dama de la Verdad, por lo que se sonríen cuando ven  a los sabios aprestar sus escalas en el patio. Esa Urbanidad y Sensatez de que habláis son sus peores enemigos; el poeta lo que tiene que hacer es pellizcarles a las damas en el trasero y tirarles de las barbas a los eruditos. Podríamos decir que sus modales son su solo argumento, y una sonrisa enigmática su única refutación.

Pero Ebenezer, poeta y virgen, hace una encendida defensa de su condición: El poeta posee el ojo del pintor, el oído del músico, la inteligencia del filósofo, la persuasión del letrado; cual un dios atisba el alma secreta de las cosas, la esencia que se oculta bajo la forma de las mismas, sus más recónditos recodos. Cual un dios conoce las fuentes del bien y del mal: ve la semilla de la santidad en la cabeza de un asesino, el gusano de la lujuria en el corazón de una monja. Y no han de extrañarnos las últimas afirmaciones, porque la baqueteada existencia de Ebenezer desde que se embarca para las colonias hasta que llega y pierde y recupera su hacienda y se reencuentra con la prostituta Joan Toast, con quien se acaba casando, como lo había sentenciado cuando la conoció y ella lo rechazó, aunque en unas condiciones que constituyen algo así como la apología del desengaño, le han permitido al protagonista adquirir una visión del mundo que ha tirado por la borda cualquier rasgo de idealismo que pudiera haber albergado desde que su padre lo instituyó como heredero de los bienes familiares.

De verdad, es muy difícil intentar resumir en unas pocas líneas una obra que es algo así como un homenaje a la literatura como viaje existencial y físico, porque buena parte de ella transcurre en travesías marítimas y tiene en los barcos un espacio privilegiado, no en vano el autor es un aficionado a la náutica, como se aprecia en la foto de la portada de su libro de ensayos. Lo que sí está claro es que esta obra que cierra su trilogía del escepticismo, una visión muy negativa de la existencia, influida por la lectura del existencialismo francés. Estamos ante un libro que no solo recoge la novela inglesa del XVII, sino también buena parte de la mejor literatura universal.  La virtud de Barth en esta obra magna, a la que cabe considerar un mágico «mamotreto», es haber sabido transitar con éxito por la novela de aventuras, la novela sentimental, la picaresca, las intrigas políticas, la gran novela del XIX, la novela filosófica, la novela histórica…, y todo ello con un sentido del humor y una compasión para con sus personajes que nos hacen in olvidables muchos de los pasajes de la novela, sea por su crudeza, por su humor irreverente, por su delicado equilibrio entre lo escatológico y las pasiones humanas. El plantador de tabaco, eso sí, es una novela solo apta  no solo para los lectores amantes de los «mamotretos», sino para los lectores lentos y delicados que paladean los frutos del ingenio y del estilo allá donde súbitamente aparecen, y a veces donde menos se esperan, como muchas de las reflexiones que jalonan un viaje tan maravilloso como el de la lectura de este libro inmortal.  No me resisto a relacionar la referencia a Clío que se hace en esta novela y en los Episodfios Nacionales de Galdós. Mariclío es una maravillosa invención narradora de Galdós, y así nos la describe en ellos: O’Donnell es el rótulo de uno de los libros más extensos en que escribió sus apuntes del pasado siglo la esclarecida jamona doña Clío de Apolo, señora de circunstancias que se pasa la vida escudriñando las ajenas, para sacar de entre el montón de verdades que no pueden decirse, las poquitas que resisten el aire libre, y con ellas conjeturas razonables y mentiras de adobado rostro. Lleva Clío consigo, en un gran puchero, el colorete de la verosimilitud y con pincel o brocha va dando sus toques allí donde son necesarios. Pues cuenta esta buena señora… Se trata de esa Clío que, para Barth, o mejor dicho, para sus personajes, es incapaz de franquear ciertos límites:  Los ojos de Clío son como los de las serpientes, que nada pueden detectar salvo el movimiento: ella registra la ascendencia y la caída de las naciones, pero en las cosas inmutables (las verdades eternas y los problemas ajenos al transcurrir del tiempo)m ella no repara, y hace bien, pues tiene miedo a penetrar cual cazador furtivo en los territorios que son dominio de la Filosofía. Quizás la mejor manera de acabar esta invitación a la lectura de una obra que, a mi modesto entender, habrá de ir creciendo en la estimación de los lectores futuros hasta acabar ganando la condición de clásico indiscutible sea recordar el entusiasmo de un personaje secundario ante uno de los relatos que se multiplican en esta historia de historias: Un cuento bien urdido es chismorreo de dioses, a quienes les es dado ver el corazón y la médula de la vida que hay en la tierra; es la telaraña del mundo; la Urdimbre y Trama… ¡Vive Dios, lo que me gustan las historias, señores!