Una
indagación en los intersticios del yo y de la sociedad mediante aforismos que horadan,
a fuerza de lucidez y entusiasmo, la roca de la doble faz: la impostura y la
falsa solemnidad.
Me van a
permitir una debilidad crítica, porque la condición de amigo virtual de
Francisco, elevada a la de realidad, ¡por fin!, tan reciente como afectuosamente,
es el fruto de una larga relación de amistad con él a lo largo de estos años, y
fundamentalmente a través de la frecuentación de su blog de aforismos, microrrelatos
y frases célebres, al que le dedica una invariable dedicación diaria desde hace
muchos años, sin fallar nunca: El día que estés muerto sabrás cuanto te
quieren (https://elsexodelasmoscas.blogspot.com/).
Así
que decidió hacer una selección de sus numerosos aforismos, no todos ellos
publicados con anterioridad, tuvo la amabilidad de pedirme una colaboración en
forma de prólogo o de lo que yo considerara conveniente. Prudente como me
precio de ser, desvié hacia mi heterónimo Dimas Mas el encargo, no solo porque
él tiene aún un exiguo nombre literario, sino porque, hace algún tiempo, y
también por idénticas razones de la amistad, Dimas escribió un prólogo para el
aforismario de Luis Valdesueiro, titulado Elucidario, de raíz más filosófica
que estas Fisuras, tan llenas de la experiencia como de la desorientación
existencial que a todos nos ampara en su burbuja de dudas, temores y benéficos
deseos.
Se puso, finalmente, manos a la obra y el resultado, en una suerte
de competición prudencial, fue la escritura de un «últilogo», que, en un libro
como Fisuras, es sin duda el lugar adecuado para no entorpecer el
diálogo fecundo del autor con sus lectores. Les conviene, a los futuros
lectores de Fisuras, entrar en el libro como algunos novelistas entran
en la materia de sus obras: in medias res, porque cualquier colección de
aforismos está siempre a medio camino de todo, como los lectores.
Aunque el libro puede y debe ser adquirido
en Amazon, donde el autor ha escogido publicarlo, con un diseño de portada e
interiores magnífico, y muy en consonancia con el contenido de la obra, no creo
que viole las leyes del copyright si, a modo de elogio y de incitación a la
lectura, se lo ofrezco a los lectores de este Diario… para que sepan a qué
atenerse y resuelvan lo que en justicia procede, esto es, adquirir el volumen y
leerlo con tanto placer literario como vital, porque los aforismos de
Francisco, en su gran mayoría, más proceden del «sentir» que del «pensar», aunque,
como exige el proverbio estoico: Homo sum, humani nihil a me alienum puto…
Si la variedad de asuntos y el repertorio
de formulaciones nos revelan la gran versatilidad del autor, hay, por encima de
ambos, una suerte de fontana de cordialidad que empapa todos los aforismos con
una confianza no ciega, sino esperanzada, en la capacidad de los seres humanos
para sobreponerse a las adversidades, a todo aquello que nos puede degradar.
Hay, en todo el volumen, una devoción tan inmensa por la vida que incluso las
sombras inherentes a nuestra condición humana irradian un cierto esplendor, y
es casi imposible no asentir a ese latido de cordialidad que nos arrastra hacia
la luz, hacia la exaltación casi guilleniana de lo creado.
No ignoro que contradigo los muy
razonables deseos de Dimas Mas al ofrecer como «aperitivo» su «últílogo,
desplazándolo, pues, de su razonado lugar en el volumen. Mea culpa, pero
en este Diario…, atento a tantas publicaciones, antiguas y presentes, no
me parecía de recibo que no presentara a los pocos lectores que lo frecuentan
una obra tan digna de ser leída. Recuerdo que las ediciones al margen de los
canales editoriales tradicionales en modo alguno indican nada sobre la calidad
de los libros así publicados. Quizás, a mi modesto entender, nos sobran
editoriales y nos faltan auténticos lectores…
En todo caso, y sin mayores dilaciones, copio a continuación el «ultílogo» de marras, donde el autor amarra algunos conceptos que interpretan, en una aproximación tan subjetiva como afectiva, el mundo aforístico de Francisco, un mundo que todo los lectores inquietos deberían de visitar en cuanto puedan…
Ultílogo
A
pesar de que hace muchos años escribí un prólogo para un lúcido aforismario de
Luis Valdesueriro, Lucidario, mi actual concepto del género y su publicación me
lleva a considerar una impertinencia semejante osadía, de ahí que la amable
solicitud de Francisco para que participe de algún modo en la edición de su no
menos lúcida colección de aforismos,
Fisuras, me haya llevado a considerar que el único lugar propio para una
voz distinta de las de los aforismos que se ofrecen a la vivencia y estimación
crítica de los lectores es el del «fondo», ese espacio discreto donde siempre
suele haber sitio o donde, llegado el caso, uno se lo hace sin especial
dificultad con las mejores palabras posibles.
«Ultílogo», así pues, en vez de prólogo,
es lo que merece cualquier libro de aforismos, y este en particular, porque los
lectores tienen todo el derecho del mundo a que ninguna voz ajena se interponga
entre ellos y los aforismos que reclaman su urgente atención para una lectura
aleatoria, que es la más pura que los aforismos exigen: dejarse llevar por el
azar de la página donde los dedos diligentes abren el libro para que emerjan
desde las páginas esos resplandores que nos iluminan, nos acompañan, nos
consuelan, nos estimulan o nos irritan y ofenden…, ¡por qué no? Estoy
convencido de que buena parte de la bondad intrínseca del aforismo estriba en
su capacidad de soliviantarnos, de hacernos replantear cualquier sólida
convicción que nos habite. ¡No vamos a ser menos que el autor de Fisuras!: Leo
para aprender a refutar mis convencimientos. Él nos marca el camino que
nosotros seguimos fielmente, porque solo una lectura que, literalmente, nos
conmueva y nos transforme será una lectura feliz. Se entiende, en consecuencia,
que pretender interponer un texto entre el título y el contenido es una osadía
que merece ser repudiada. Los lectores no necesitan la guía de nadie, ni
ninguna voz supuestamente «autorizada» para que les roture el camino y les
facilite la entrada en ese mundo tormentoso en el que se van a sumergir apenas
se atrevan a enfrentarse con la libertad creativa más absoluta, la que abre
«fisuras» en lo monolítico, la que resquebraja las convicciones heredadas, la
que hace tambalearse cualquier sistema adoptado con demasiada ligereza…: El
aforismo más que un juego intelectual debe ser una llave que abra la mente.
Exacto, sí —como quería Bergamín que fueran, ante todo, los aforismos—, pero
sin olvidar, quiéralo o no el autor, que la impronta lúdica es uno de los
factores humanizadores de la especie, al profundo entender de Joan Huizinga, y
los lectores buscamos en los aforismos la sublime combinatoria de las formas y
los fondos, los fuegos artificiales de los significantes para la meditación
profunda de los significados.
El de los aforismos es un género con
suficiente antigüedad como para que se haya de reivindicar su vigencia. Es
cierto que, a lo largo del tiempo, ha habido épocas más o menos propensas a
ellos, pero desde que los poetas, especialmente los de la experiencia, los han
descubierto, se han multiplicado sus cultivadores, y la aforística vive hoy uno
de sus momentos de mayor esplendor. Ello induce a un gran equívoco: el aforismo
está al alcance de todo el mundo, como pudiera parecer que lo está la poesía.
¿Quién no tiene alguna lección moral que dar? ¿A quién le falta un brillante
rasgo de ingenio? ¿Quién no es capaz de construir un juego verbal, sea un
anagrama, un calambur, una dilogía…? ¿Quién no ha sentido el roce lírico del
ala de la leve inspiración guiando su mano lacónica sobre el papel en un remedo
lejano de los haikús? ¿Quién no guarda un apotegma en la manga para sorprender
a propios y extraños? ¿No está, en esos aforismos populares que son los
refranes, la impronta anónima de quienes han quintaesenciado la experiencia de
las generaciones? ¿Quién renuncia, llegada la ocasión, a dejar memoria de sí,
como hemos leído, entre atónitos, asombrados y divertidos, en los fúnebres
aforismos que son los epitafios?
Construidos con el material más humilde y
común, al alcance de todos: las palabras, no todos los aforismos lo son, ni su
cultivo, por más extendida que esté esa convicción, está al alcance de todo el
mundo. Umberto Eco lo dejó muy claro en su breve ensayo sobre el género y, de
hecho, tanto respeto le tenía que ni siquiera lo cultivó, aunque nos ha dejado
muchas frases espigadas en su obra que pudieran pasar por tales, dado que los
limites exactos del aforismo como género están siempre en permanente discusión,
de modo que las sentencias, los apotegmas, los refranes y los proverbios tratan
de hacerse un hueco entre ellos. Importa mucho, para el buen entendimiento del
género saber a qué atenerse a la hora de hablar de aforismos, porque de la
confusión conceptual se derivan las principales dificultades para delimitar
suficientemente el alcance de la definición. No es fácil, insisto. Prueba de
ello es, por ejemplo, la necesidad, inherente a la práctica del género, de
recurrir al «metaforismo», esto es, usarlos para definirlos, algo que en
Fisuras aparece de modo recurrente: Un aforismo es enhebrar un hilo en la oscuridad
o Un aforismo es un pensamiento enamorado de sí mismo, por ejemplo. De hecho,
no es infrecuente que los aforistas reivindiquen la paternidad de una variante
del género como la manifestación personal de su inventiva. Fisuras sería, pues,
la denominación que cubre las realizaciones aforísticas de Francisco M. Ortega
Palomares; del mismo modo que los Aflorismos serían los de Castilla del Pino,
los Aerolitos serían los de Ory, las
Quintaesencias serían los de Bernard Shaw, las Greguerías, los de Ramón Gómez
de la Serna o las Centellas, los de Joaquin Setantí.
Hay, por lo tanto, un movimiento de
apropiación del género para imprimir en él el sello de la propia personalidad y
garantizar su condición de obra absolutamente original y nítidamente
distinguible de otros cultivos del género. Ninguna aspiración más noble que la
de ser recordado por los aforismos propios, que estos se asocien de forma tan
estrecha a quien los inventó que se consideren parte esencial de su biografía.
Y por esta derrota nos adentramos en el fértil terreno en el que surge el
cultivo del aforismo: la memoria, la confesión, lo autobiográfico. Un libro de
aforismos tiene, podríamos decir, una comunión de origen con el impulso
poético: es la irreductible subjetividad de quien escribe quien cuenta de la
feria del vivir como le va en ella lo que otorga sentido a la mínima obra
llamada a magnos ecos. Nada, pues, le es ajeno al aforismo, como género, y su
campo temático es tan amplio como la propia vida de su autor se expande en
todas las direcciones existenciales imaginables. Lo propio de ellos, sin
embargo, es concentrar hasta la quintaesencia la respuesta emocional e
ideológica del autor frente a lo que lo rodea o desde lo que lo sepulta: Frente
al dolor, resistencia; frente al temor, inteligencia.
El aporte biográfico a los aforismos
presenta varias vertientes, desde el viejo pasmo ante lo real, que fue el motor
de la filosofía en la Antigüedad, hasta la respuesta emocional ante lo que nos
hiere y nos interpela exigiéndonos una actitud y una declaración, porque, para
un autor, incluso el silencio es la palabra que anticipa la palabra. Los aforismos no son la respuesta a problemas
concretos, ni siquiera a los abstractos, porque, insisto, su raíz lírica y su
tendencia al ingenio los hace aparecer ante nosotros como una tormenta eléctrica: relámpagos de
lucidez; rayos de indignación; truenos de contrariedad… Son muchos los peligros
que ha de sortear el aforismo para no ser confundido con la solemne voz pulpitesca
del moralismo o la banalidad lúdica de la retórica vacía, porque, a poco que el
aforista se descuida, tropieza bien en Scila bien en Caribdis y los píos deseos
y las buenas intenciones convierten los textos en sermones. ¡Es tan difícil
huir de la predicación cuando el alma rebosa de buenos sentimientos! Para ello,
lo mejor es usar estrategias de distancia que permiten al autor refugiarse en
la evocación de clásicos como Quevedo, el tiempo es un despojo de yoes
sucesivos, la paráfrasis amable de la
música popular, ¿quién no tiene un corazón zurcido? [que juega con el «partío»
de la canción de Alejandro Sanz] o la
transgresión expresiva radical que
heredamos de las Vanguardias, sin saber cómo, hay quien se suicida del lado
amable de este mundo para poder seguir viviendo.
Fisuras, en consecuencia, es una ventana
abierta al mundo íntimo del autor, quien ha escogido la metáfora de la
incertidumbre, de la amenaza para mostrar a sus lectores una fragilidad
radical, la suya propia y la intuida de los demás; porque de la lectura del
volumen emerge una suerte de desengaño
de lo real que, si no impide la celebración ingenua de la esperanza,
constata de forma abrumadora la lenta y contradictoria «evolución» de la
especie, como si la condición humana no pudiera liberarse de las cadenas que
nos ligan a lo atávico con un poder que nos sorprende, a fuer de resultarnos
incomprensibles por su puro anacronismo. ¡Menos mal que, en palabras del autor,
el humor es el lado culto de la desesperanza!, porque ese escudo nos protege
frente a tantas adversidades como nos asedian permanentemente. Diríase que
vivir es defenderse, que lo propio es estar vigilantes ante la impostura,
detrás de una risa falsa vive una persona adulterada, y prestos a organizar la
trinchera defensiva que nos permita sobrevivir. Y si la caridad bien entendida
empieza por uno mismo, la lucidez del autor le permite constatar que la
resistencia es el arte de la paciencia con uno mismo, antes de ejercerla con
los demás.
Sostenía antes que uno de los grandes
peligros del género son las buenas intenciones, una cualidad que adorna a las
personas, pero deturpa los textos, porque la ambigüedad, la plurivocidad, la
polisemia y la intercontextualidad dinamizan cualquier creación en lo esencial
de su desafío a los lectores, quienes no suelen ser amigos de esas buenas
intenciones que, desde Samuel Johnson, sabemos que pavimentan el infierno. Si algo no permite el aforismo es dar
lecciones. Tampoco son bienvenidas las certezas a través de ellos. El mejor
camino lo conoce el autor como la palma de la mano con que ha escrito sus
fisuras: Un aforismo es el indicio de un gran texto aún no escrito. Fisuras,
así pues, puede ser contemplado como una gran aurora en cuyos juegos cromáticos
advertimos el revés de la trama, la sospecha de lo bueno y lo maravilloso, pero,
también, el rostro horrible de la maldad y la necedad, si ambas no son una
misma cosa.
El autor de estos aforismos ha escogido la
sencillez —sencillez, que no simpleza…, matiza en oportuno aforismo— como el
punto de vista privilegiado de quien se apea voluntariamente de la impostura de
la grandilocuencia en la que tan fácil es caer cuando, a veces contra nuestro
deseo, se nos imposta un tono admonitorio que no tardamos, ¡afortunadamente!,
en rechazar como lo que es: la máscara del vacío —A menudo se es víctima de las
propias creencias, y no tardamos en superponer, con ese juego de connotaciones
que tantos significados genera en los aforismos, «carencias», que tan a menudo
suele ser la condición última de esas «creencias»—; sencillez, en definitiva, que viene a representar algo así como «el
lugar en el mundo» desde el que escoge dirigirse a nosotros el autor: ser minúsculo es esencial para que los
detalles sean importantes. Cualquier vida, bien mirada, ¡y vivida!, lo tiene
todo de una suma de detalles que nos definen, y de ahí la exacta paradoja que
señala Francisco: La mayor sofisticación se consigue desde la sencillez.
Los lectores de estos aforismos ya han
podido sumergirse en el mundo del autor, han compartido con él los lances
biográficos de sus sentimientos complejos y sus ideas generosas: la mayoría,
consoladoras; no pocas de ellas, desafiantes. Nada aporta este Ultílogo a su
lectura, y eso me consuela: que sea perfectamente prescindible. Quiero creer,
no obstante, que cada lector ha tenido la oportunidad de escribir el suyo, bien
sea en forma de apostillas a los aforismos del autor, bien en forma de
asentimiento a sus propuestas o de disentimiento razonado frente a las misma.
Es importante recordar la concepción que tiene Francisco del aforismario como
un río que fluye y en el que, parodiando al oscuro aforista que fue Heráclito,
podemos decir que nunca vamos a leer dos veces el mismo aforismo: cada nueva
lectura, cada nueva inmersión en el río de su «acontecer», cada nueva travesía,
tenemos la oportunidad de rescatar
inesperados significados enriquecedores de la lectura: No vale con el
goce intelectual de una máxima, el súmmum de un aforismo es su acontecer. Estoy
convencido, en consecuencia, de que los lectores del libro harán lo que este
ultilogista ha hecho con sumo gusto: volver a perderse una y otra vez en la lectura aleatoria de Fisuras para sumar
descubrimientos a la admiración, máxime cuando, como los años prescriben: A una
cierta edad, cada día es una consecuencia grave del día anterior.
Dimas Mas