lunes, 23 de agosto de 2021

«Del amor», de MaxAub y «Subida al Monte Ventoso», de Petrarca.

La tradición y el descubrimiento: los pilares del Humanismo. 

         Traigo hoy a este Diario dos volúmenes modestos, pero, a su modo, dignas muestras de la voluntad de poner al alcance de cualesquiera lectores el trampantojo de la bibliofilia. La Subida al Monte Ventoso, de Petrarca, está editada por José J. de Olañeta, Editor, en su colección de miniaturas llamada Centellas [en honor del aforista Joaquín Setantí], libritos *enquiridionales que nos acercan a los grandes nombres de la literatura a través de obras de reducida extensión primorosamente editadas, con su introducción, las notas justas y un apéndice biocronológico. A pesar de ser Petrarca universalmente conocido por su Cancionero y por haber fijado la estructura definitiva del soneto, su condición de humanista, atareado en el descubrimiento de los clásicos grecolatinos para legar sus obras a la posteridad, se manifiesta en una obra en prosa que merece tanta o más atención que su obra lírica, como sucede, por ejemplo, por ese monumento de la literatura autobiográfica que es Mi secreto. Su epistolario, género que le permitía más libertades, tiene el valor documental de revelarnos la vida de un intelectual que se afirma en su condición y reivindica su actividad, como se lo repite varias veces a su amigo Boccaccio, por algunos escrúpulos religiosos que invitaban a este a abandonar todas las veleidades de la pluma para asegurarse la vida eterna. Petrarca lo convence de que no están reñidas ambas cosas y eso que salimos ganando los lectores. Dentro de esas Epístolas ha de figurar, destacadamente esta Subida al Monte Ventoso, de la que no constan pruebas fehacientes que abonen que tal subida la hizo el poeta, además de imaginársela para ponerla al servicio de sus reflexiones vitales e intelectuales. De hecho, incluso la fecha de la «proeza», el 26 de abril de 1336 parece responder a un impulso de la ficción, más que de la documentación rigurosa. El poeta nos habla de las dificultades del camino, del cansancio, del jadeo, incluso, e intenta aliviarse mediante rodeos que no le acaban hurtando la aspereza del ascenso: Quería con ellos posponer el esfuerzo de la subida, pero no cambia sus leyes la naturaleza por las mañas humanas, ni se puede lograr que algo material llegue a lo alto descendiendo… Auxiliado por los clásicos, a los que invoca en su ayuda, Petrarca reconoce que, en boca de Ovidio: querer no es suficiente;/para conseguir una cosa/hay que desearla ardientemente. Y subir a la cima de monte tan alto es una metáfora de la ascensión a la virtud y la gloria de Dios, de ahí la necesidad del esfuerzo, la ascesis que luego abonará el terreno corporal para el vuelo místico de los monjes del Carmelo Descalzo. Aun a pesar del esfuerzo, está claro que Petrarca busca ese «retiro» elevado donde poder sentarse a leer a sus amados clásicos, porque ellos son, en el fondo, el faro que le guía. Así, y acaso en una edición también *enquiridional, Petrarca abre las confesiones de San Agustín y nos quiere hacer creer que, ¡al azar!, el libro se abrió por estas líneas: Se van los hombres a contemplar las cumbres de las montañas, las grandes mareas del mar y el ancho curso de los ríos, la inmensidad del océano y las órbitas de los planetas; y de sí mismos no se preocupan. Son constantes, así pues, las comparaciones entre la dureza de ambas, la ascensión y el descenso, que acaso, este segundo, entrañe más riesgos… y la vida espiritual ¡tan necesitada de cuidados constantes! Lugar común de este género es el «desaliño» con que confiesa el autor haber escrito la carta «a vuelapluma», pero no deja de ser otra más de las ficciones en que vive sumergido el autor, esclavo de las letras humanas y divinas.

         Del Amor, con ilustraciones de Leonora Carrington, la pintora surrealista de quien hace poco la prensa recordaba su paso por un psiquiátrico español en Santander, antes de llegar a Lisboa y trasladarse a Méjico, lo que narró en su libro autobiográfico, En bas, en 1940, es una obra nacida inicialmente como un proyecto de representación teatral  no exenta de cierto «didactismo» en el que se engarzan textos amorosos muy diversos, presentados a los espectadores merced, incluso a textos de autores que han contribuido, más allá de sus practicantes famosos, recogidos en el libro, a la interpretación del fenómeno, como Octavio Paz: El amor es peligroso porque descubre las entrañas de la vida, la otra mitad de que estamos hechos: vértigo, extravío, fascinación ante la muerte. El amor es «otro mundo», donde no rigen nuestras leyes, donde la pérdida es ganancia y la ganancia es pérdida. El amor nos cambia. Es un reto al famoso instinto de conservación: es un gasto continuo, una continua creación. Los figurines de Leonora Carrington formarían parte del espectáculo, mezclando la perspectiva surrealista con textos extraídos del canon de los grandes enamorados tradicionales, como quienes abren el espectáculo: Abelardo y Eloísa. Le sigue Subandhu, un peta persa del siglo VII, cuyo «elogio de la espalda» merece una atenta lectura. Aparece, después, la conocida como «La monja portuguesa», Mariana Alcoforado, una de las cumbres del epistolario amoroso. Los amores entre Manuelita Sáenz y Simón Bolívar no podían dejar de aparecer en el contexto Iberoamericano en que se escribe el libro. Ninon de Lenclos, según el autor, fue la hetaira más famosa de su tiempo —el de Luis XIV— y de muchos, y de ese mundo galante nos quedan la más aquilatada expresión de los sentimientos: Solo un matiz de humor puede proyectar sobre una hermosa cara la variedad necesaria para prevenir el tedio de verla siempre en la misma situación. (…) El humor es una sal en la galantería, que le impide corromperse. A continuación nos encontramos con unas páginas de Yo vivo, una obra de Aub, escrita entre 1934 y 1936, con un sesgo esteticista muy en consonancia con la prosa de vanguardia que pudimos leer en Cazador en el alba, de Ayala, por ejemplo. Se trata de una celebración del vitalismo con una prosa depuradísima. El fragmento escogido en este texto es la descripción minuciosa y muy poética del encuentro amoroso en plena naturaleza entre Enrique y Matilde, una perspectiva que la inminente Guerra Civil y el exilio truncarán como proyecto literario, dando cabida a otras perspectivas realistas y críticas e muy distinta naturaleza estética y temática. Finalmente, Betina Brentano, enamorada de Goethe, cierra el volumen con esas cartas, en parte inventadas, con el gran hombre cuya amistad y trato buscó con denuedo a través del contacto con la madre: El amor es, al fin y al cabo, juventud, savia que nada tiene que ver con el tiempo. El libro fue editado por Alejandro Finisterre (Alejandro Campos Ramírez, 1919-2007), en enero de 1972, en una edición numerada de 3000 ejemplares del que yo poseo el número 110. A título anecdótico cabe añadir que Alejandro Campos Ramírez, gallego, fue el inventor del futbolín.

Algunos figurines de Leonora Carrington: 





 

 

 

domingo, 22 de agosto de 2021

El vértigo de la culminación

 


                  El misterio de un instante.

          Sin haber salido en ningún momento de la maldición del dato riguroso, mal que bien has ido levantando la mágica montaña de la creación ex abundantia cordis de una vida errática, disparatada y dominada por las más altas y bajas pasiones de toda laya y, entre ellas, la devastadora de la sed dela fama y la gloria, en vida y post mortem.

        Ahora, a escasos cien o ciento cincuenta páginas del último capítulo que esculpa la cima sobre la ancha base, se te encoge la mano y se te seca la tinta. Dudas, en el ancho mar de las certezas, vacilas, y hasta  te tiemblan palabras en la punta del plumín que desaparecen antes de llegar al papel, como la lluvia seca, aunque estas no vengan de lejos, sino, ya digo, del abigarrado marasmo de precisiones casi judiciales. 

         Te ha pasado otras veces, pero nunca habías estado en tan larga compañía, más de veinte años de esforzada labor y, ¡ay!, casi segura maldición literal, intuyes. Te lo has dicho y lo has escrito: No te metas en vida ajena, que perderás la propia, no seas insensato. Y aquí estás, como también te lo escribiste, sin saber qué son tal cosa como los "años perdidos".

         ¿A quién no le pierde la ambición? Y esa pérdida es cuantificable en los innumerables proyectos postergados por llegar a esa cúspide al lado de la cual estás detenido, a punto de abrir el dique para que corra el agua clara de la vida exacta y verificada que no cesa, por más que tú la disfraces con la ambigua careta de lo verosímil fáctico, ¡imposible de describir! Vas a entrar en el momento fundacional de donde acabó Mad Men y se inició Mazursky en el arte de los Meliès: colgado, literalmente, de una ladera que cae, cortada a pico, sobre el Pacífico... Has entrado, salido y permanecido en ese espacio durante años, pero cuando aún dudas de si el gonzo Hunter Thompson narrará o no la noche de los dóberman, un extraño poder magnético te iza la mano, vieja pluma Parker en ristre, y ahí te deja, con las largas tiradas que te sabes de memoria, sin que emborronen el folio doblado que conviertes en cuadernillo de cuatro páginas. No, ni siquiera lo extraes de la gaveta para colocarlo ante ti con ese aire ritual, y un punto solemne, de los grandes momentos cotidianos.

          Ahora mismo estás en el cuaderno de anillas donde sí eres capaz de encajar tus miedos, tus aprensiones, tu indecisión y, por qué no decirlo, tu sorpresa: estás a menos de una décima parte de cuanto has hecho,  a trancas y barrancas, entregado y receloso, pero detenido. La vieja maldición de las tesis doctorales: o acabas tú con ellas o ellas acaban contigo la vives incluso habiendo dejado la tuya a medias cuando la vida te dio un zarpazo del que aún no sabes si te has recuperado del todo.

          Te consuela la convicción de que va a sobrevenirte, cuando menos te lo esperes, y cuando más lo desees, ese privilegiado instante en que a tientas y por las infinitas veredas perfectamente señalizadas, brotará el río que no hay que empujar y en el que nunca habrá inmersión repetida. ¡Cómo anhelas ese momento de dicha, ¡aun redicho!, en que las capas narrativas te permitirán ir ascendiendo hacia la cumbre donde tu viejo sátiro bailará su danza ebria del mitad hijo de dios, mitad hijo de puta...

         No es por falta de palabras, todas las tienes ahí, en el cofre del archivo, fichadas convenientemente; tampoco por falta de plan, aunque nos desespere a ambos tu irrefrenable proclividad a la improvisación; y menos aún por abulia o pigricia, ¡ambas reñidas con tu vitalismo y tu permanente disponibilidad!, pero, en resumidos cuentos para insomnes, aún sigues, como lastimoso poeta romanticón, esperando el advenimiento benefactor de las musas que te azoten con sus órdenes imperativas para que, ¡instante mágico!, aparezca el cuadernillo y estampes en él la puerta abierta de par en par: