La tradición y el descubrimiento: los pilares del Humanismo.
Traigo hoy a
este Diario dos volúmenes modestos, pero, a su modo, dignas muestras de
la voluntad de poner al alcance de cualesquiera lectores el trampantojo de la
bibliofilia. La Subida al Monte Ventoso, de Petrarca, está editada por
José J. de Olañeta, Editor, en su colección de miniaturas llamada Centellas [en honor del aforista Joaquín Setantí],
libritos *enquiridionales que nos acercan a los grandes nombres de la
literatura a través de obras de reducida extensión primorosamente editadas, con
su introducción, las notas justas y un apéndice biocronológico. A pesar de ser
Petrarca universalmente conocido por su Cancionero y por haber fijado la
estructura definitiva del soneto, su condición de humanista, atareado en el
descubrimiento de los clásicos grecolatinos para legar sus obras a la
posteridad, se manifiesta en una obra en prosa que merece tanta o más atención
que su obra lírica, como sucede, por ejemplo, por ese monumento de la
literatura autobiográfica que es Mi secreto. Su epistolario, género que
le permitía más libertades, tiene el valor documental de revelarnos la vida de
un intelectual que se afirma en su condición y reivindica su actividad, como se
lo repite varias veces a su amigo Boccaccio, por algunos escrúpulos religiosos
que invitaban a este a abandonar todas las veleidades de la pluma para
asegurarse la vida eterna. Petrarca lo convence de que no están reñidas ambas
cosas y eso que salimos ganando los lectores. Dentro de esas Epístolas ha de figurar,
destacadamente esta Subida al Monte Ventoso, de la que no constan pruebas
fehacientes que abonen que tal subida la hizo el poeta, además de imaginársela
para ponerla al servicio de sus reflexiones vitales e intelectuales. De hecho,
incluso la fecha de la «proeza», el 26 de abril de 1336 parece responder a un
impulso de la ficción, más que de la documentación rigurosa. El poeta nos habla
de las dificultades del camino, del cansancio, del jadeo, incluso, e intenta
aliviarse mediante rodeos que no le acaban hurtando la aspereza del ascenso: Quería
con ellos posponer el esfuerzo de la subida, pero no cambia sus leyes la
naturaleza por las mañas humanas, ni se puede lograr que algo material llegue a
lo alto descendiendo… Auxiliado por los clásicos, a los que invoca en su
ayuda, Petrarca reconoce que, en boca de Ovidio: querer no es suficiente;/para
conseguir una cosa/hay que desearla ardientemente. Y subir a la cima de
monte tan alto es una metáfora de la ascensión a la virtud y la gloria de Dios,
de ahí la necesidad del esfuerzo, la ascesis que luego abonará el terreno
corporal para el vuelo místico de los monjes del Carmelo Descalzo. Aun a pesar
del esfuerzo, está claro que Petrarca busca ese «retiro» elevado donde poder
sentarse a leer a sus amados clásicos, porque ellos son, en el fondo, el faro
que le guía. Así, y acaso en una edición también *enquiridional,
Petrarca abre las confesiones de San Agustín y nos quiere hacer creer que, ¡al
azar!, el libro se abrió por estas líneas: Se van los hombres a contemplar
las cumbres de las montañas, las grandes mareas del mar y el ancho curso de los
ríos, la inmensidad del océano y las órbitas de los planetas; y de sí mismos no
se preocupan. Son constantes, así pues, las comparaciones entre la dureza
de ambas, la ascensión y el descenso, que acaso, este segundo, entrañe más
riesgos… y la vida espiritual ¡tan necesitada de cuidados constantes! Lugar común
de este género es el «desaliño» con que confiesa el autor haber escrito la
carta «a vuelapluma», pero no deja de ser otra más de las ficciones en que vive
sumergido el autor, esclavo de las letras humanas y divinas.
Del Amor,
con ilustraciones de Leonora Carrington, la pintora surrealista de quien hace
poco la prensa recordaba su paso por un psiquiátrico español en Santander,
antes de llegar a Lisboa y trasladarse a Méjico, lo que narró en su libro
autobiográfico, En bas, en 1940, es una obra nacida inicialmente como un
proyecto de representación teatral no
exenta de cierto «didactismo» en el que se engarzan textos amorosos muy
diversos, presentados a los espectadores merced, incluso a textos de autores que
han contribuido, más allá de sus practicantes famosos, recogidos en el libro, a
la interpretación del fenómeno, como Octavio Paz: El amor es peligroso
porque descubre las entrañas de la vida, la otra mitad de que estamos hechos: vértigo,
extravío, fascinación ante la muerte. El amor es «otro mundo», donde no rigen
nuestras leyes, donde la pérdida es ganancia y la ganancia es pérdida. El amor
nos cambia. Es un reto al famoso instinto de conservación: es un gasto
continuo, una continua creación. Los figurines de Leonora Carrington
formarían parte del espectáculo, mezclando la perspectiva surrealista con
textos extraídos del canon de los grandes enamorados tradicionales, como
quienes abren el espectáculo: Abelardo y Eloísa. Le sigue Subandhu, un peta
persa del siglo VII, cuyo «elogio de la espalda» merece una atenta lectura.
Aparece, después, la conocida como «La monja portuguesa», Mariana Alcoforado,
una de las cumbres del epistolario amoroso. Los amores entre Manuelita Sáenz y
Simón Bolívar no podían dejar de aparecer en el contexto Iberoamericano en que
se escribe el libro. Ninon de Lenclos, según el autor, fue la hetaira más
famosa de su tiempo —el de Luis XIV— y de muchos, y de ese mundo galante
nos quedan la más aquilatada expresión de los sentimientos: Solo un matiz de
humor puede proyectar sobre una hermosa cara la variedad necesaria para
prevenir el tedio de verla siempre en la misma situación. (…) El humor es una
sal en la galantería, que le impide corromperse. A continuación nos encontramos
con unas páginas de Yo vivo, una obra de Aub, escrita entre 1934 y 1936,
con un sesgo esteticista muy en consonancia con la prosa de vanguardia que
pudimos leer en Cazador en el alba, de Ayala, por ejemplo. Se trata de
una celebración del vitalismo con una prosa depuradísima. El fragmento escogido
en este texto es la descripción minuciosa y muy poética del encuentro amoroso en
plena naturaleza entre Enrique y Matilde, una perspectiva que la inminente Guerra
Civil y el exilio truncarán como proyecto literario, dando cabida a otras
perspectivas realistas y críticas e muy distinta naturaleza estética y
temática. Finalmente, Betina Brentano, enamorada de Goethe, cierra el volumen
con esas cartas, en parte inventadas, con el gran hombre cuya amistad y trato
buscó con denuedo a través del contacto con la madre: El amor es, al fin y
al cabo, juventud, savia que nada tiene que ver con el tiempo. El libro fue
editado por Alejandro Finisterre (Alejandro Campos Ramírez, 1919-2007), en
enero de 1972, en una edición numerada de 3000 ejemplares del que yo poseo el
número 110. A título anecdótico cabe añadir que Alejandro Campos Ramírez,
gallego, fue el inventor del futbolín.
Algunos figurines de Leonora Carrington: