sábado, 16 de febrero de 2019

Las campañas electorales o el aburrido circo de los campeadores…Un capítulo-botón de «La España vulgar».



 

10. De gofos y gofas. (¡Ahora sí que sí...!, y sic)


           Curiosamente, por ninguno de esos espacios vulgocráticos se pasean los prohombres y las promujeres de la política cuando nos visita, cada cuatro años o asín, el circo de las vulgares campañas electorales, supremo ritual del adocenamiento, la ranciedumbre y la soez estulticia publicitaria. 

No hay mejor escaparate para calibrar la vulgaridad de un país que una ocasión excepcional, y al tiempo frecuente, como es la del desarrollo de una interminable campaña electoral. En nada se distinguen las tales del resto de la vida política habitual, sino en la intensidad con que se manifiestan los peores resabios de la desigual comunión que estrecha, hasta la asfixia, a los representantes y a los representados, en un abrazo vivificador para ambos: absoluta confirmación de sus inanidades respectivas. Tales para cuales. Demos los cría y ellos se juntan en la Gogia, en perfecta ouroborosía, y vuelva a disculpársele al libelista el atrevido neologismo, de común significado, no obstante.

En ese periodo excepcional, en el que se suspende el principio de racionalidad, ad maiorem populi gloriam, y los labios se ven desbordados por el ímpetu falaz de las promiscuas lenguas promitentes, ¿dónde esconderse de las necedades que, al modelno bombo y platillo de los cutrísimos vídeos de trasnochado agitprop, ofenden a los escasos y avergonzados depositarios del sentido común, aquellos a quienes ya les ofendieron, en los nefastos tiempos en que los parieron, los ferocísimos doberman que babeaban y ladraban su agresividad de camada negra?  

No hay lugar en la realidad donde ocultarse del vocerío desgarrado, del atropello del insulto, de la falacia contumaz, de la chirigota  grosera, del esperpento consumado, de la amenaza del miedo, de los eslóganes aciagos y así sucesivamente hasta la basca final. Se queda pequeña, la realidad, en efecto, para huir de la viscosidad que se extiende hasta lograr que todo se enganche en ella. Allá donde uno vaya, en periodo electoral, le será imposible distanciarse de la sombra pegajosa de la irracionalidad que pretende obnubilarle para que el así ensombrecido –sin asomo de asombro...– acabe dando por buena y justa la derrota de la razón y proclame la buena nueva de la bandería, de la secta, de la horda. 

Con razón hablan del juego de la política. Y una campaña electoral es la suprema expresión de ese espíritu lúdico que banaliza cuanto toca, que trivializa cuanto existe, que lo infantiliza todo. De ahí que, con deleznable paternalismo, se apele, con sospechosa constancia, a la mayoría de edad del electorado y a su madura capacidad de decisión. Primero te ponen a bailar el corro de la patata al ritmo del romance del traidor Marquillos o de la adúltera Catalina, y después pretenden que separes el grano de la paja de los diferentes programas que se te ofrecen reducidos a latiguillos, muletillas, chascarrillos y esloganillos que, con pericia y devoción divulgan los organilleros de rigor por todas las plazas de España. 

En última instancia, sin embargo, la petición final no es que te guíes por un análisis razonable de las diversas ofertas que se te ofrecen y que decidas en conciencia, sino que reconozcas a qué bando, a qué tribu perteneces y cierres filas para derrotar al adversario, la encarnación de todos los males habidos y por haber. Democracia y espíritu crítico son una pareja mal avenida, incompatible, en constante desavenencia, imposible. Democracia y sumisión, el matrimonio ideal por el que suspira el espectro político desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha. Asentimiento entusiasta,  adulación cortesana y obediencia ciega, la tríada mágica que abre las puertas del escalafón que lleva a la gloria del poder con mayúsculas, el PODER, o a la mera ficción del tal, cuando se es el líder de un partido en la oposición, como le ocurre a quienes, como Rajoy o Mas,  tienen el triste hábito de perder elecciones y ganar disgustos.

¿Qué más risible, bochornoso y patético, por poner el ejemplo autonómico bien conocido, que un Molt Honorable in péctore y sin Govern ni DOG que llevarse a la firma paseando su esencialismo  y su carisma presidencial —con heredada gesticulación pujoliana ad hoc— por las inventadas Vegueries de la Cataluña sempiternamente amenazada y en peligro de extinción, de consunción patriótica? El señor Mas, a quien le aplanan el nombre –Àrtur, dicen los amantes de decir A Coruña y LLeida, en vez de los castellanísimos La Coruña y Lérida, para pasar por paletos lingüísticamente correctos– para kennedyficarlo y darle un toque internacional de Prime Minister de mercadillo, es un alma en pena, atiborrada de triunfos electorales morales que no le han deparado sino un eterno aire de apolillado figurón de la política que acabará deshaciéndose en el aire de sus fracasos, como las momias expuestas a la curiosidad de los profanadores de tumbas, antes de alcanzar el poder real, la firma, y la visita de pleitesía a Montserrat. Y si algún día llegara a gobernar, ¿quién duda ya de que lo acabará haciendo como un espectro, como una sombra pitarresca, como el simulacro torpón y difuminado de quien pudo haber sido?

Las campañas electorales derrochan dineros, esfuerzos y euforias levantiscas con una alegría de nuevos ricos que ofende incluso más que sus viciados contenidos de catecismo elemental. Las costosas banderolas, las vallas intimidatorias, la megalomanía sembrada aquí, allá y acullá, las cuñas coñonas y agresivas en las radios, las páginas enteras en la prensa, las ideas esquinadas en los simulacros de debates con espadas de tercera fila, y más aún con los primeros espadas, diestros de postín, pero auténticos postes respondones que monologan y predican.

Pero nada es comparable al gran mitin, el fantástico aquelarre donde el Gran Buco preside el oficio de tinieblas en las que con extático placer se sumergen los participantes, los laicos feligreses. Un mitin es un agujero negro de la realidad: lo engulle todo y no irradia nada, a fuerza de desearlo, no obstante. Cualquier espectador de telediarios desvía la atención cuando, entre rugidos, vítores, aplausos, requiebros, y siempre ¡más caña! y ¡dales duro!, ¡y vengan globos!, ¡y banderas, banderolas y banderines!, el líder de turno le quita el torniquete al herido adversario para que se desangre ante la concurrencia sedienta de su fracaso. ¡No en vano se escogen las plazas de toros para el supremo ritual partidario!  

Los asistentes y las asistentas al oficio religioso de la comunión colectiva aguardan las revelaciones aduladoras del BucoBocazas con la misma fe depositada en otros dioses menores y santos mayores. Un chapuzón de piropos, un baño de elogios, una ducha de localismo, una fiebre de bandería y tres consignas mal cosidas al paño raído de un discurso lleno de mentiras y anacolutos sirven graciosamente al fin perseguido: ruge la marabunta; se desborda la emoción primitiva de la horda; se besan con estruendo las manos al ritmo febril que marcan los himnos fanfarriones y todo el mundo sale satisfecho de haber estado presente y haber contribuido a lograr un nuevo score en la batalla democrática: «¡Que lo superen, si pueden!», se congratula el jefe de campaña, con fe ciega en la falacia de cantidad. Y a recogerlo todo para llegar a tiempo al próximo escenario, donde se repiten ce por be las mismas escenas, los mismos arrebatos, las mismas bromas ad hominem, las mismas brumas de la razón, los mismos bramidos de entusiasmo y regocijo... 

Y el líder entronizado, Gran Buco al que se le rinde pleitesía, vasallaje. Todo gira en torno a su mágica capacidad de seducción: nadie sonríe mejor; nadie es más honesto; nadie inspira más confianza; nadie dice la verdad como él; nadie tiene tantas palabras de aliento para los desfavorecidos y los preteridos; nadie tiene tantos elogios para quienes se acercan a él... ¡y se alejan salvos! ¡Día dichoso aquél en el que, gracias a la mujer del amigo del primo de un vocal tercero de la asociación del barrio, pudo el humilde votante anónimo tener la fortuna de estrechar la mano teresiana, a fuer de santa, del líder, por la suerte de estar sentado al lado del pasillo por donde hizo su entrada triunfal en el coso!

Las campañas electorales van prescindiendo poco a poco de esos grandes mítines por la imposibilidad de movilizar a un electorado que, a medida que pasan los años, es más difícil de engatusar, aunque más fácil de convencer. La división enconada del espectro falaciológico favorece la política de reducción del gasto y la invención de nuevas vías de propaganda: desde las mortecinas páginas web de los candidatos, donde está celosamente reservado el derecho de admisión, razón por la que se censura cualquier mensaje que no sirva de claca al sermón de cada día, hasta los SMS, pasando por los vídeos colgados en la red para solaz y estrechamiento de lazos entre los conmilitones, y para espanto y sonrojo de quienes se niegan a creer que la abyección alcance cotas, ¡y costas!, semejantes.

Aun así, en la quincena infinita de su existencia, ¿quién puede quedarse a salvo de ella?, ¿dónde hay un sagrado al que acogerse, sin riesgo de que la vulgaridad exacerbada se te lleve por delante, como una turbia riada que todo lo anega, dejando un estéril barrizal a su paso? Ni aunque por ley fueran las campañas electorales en el mes de agosto, lograría el sufrido y castigado abstencionista hallar rincón patrio donde refugiarse frente al turbión (3ª acepción) devastador. 

El allanamiento de morada electoral es de tal naturaleza que el único remedio radical sería decretar su prohibición, cortar por lo podrido, por la sangría de dineros y de bajezas pseudointelectuales con que se maltrata a la ciudadanía con amparo legal, de tal manera que los ciudadanos hubieran de escoger a sus representantes tras cuatro años de evaluación constante de su acción de gobierno o de oposición. La objeción evidente, se convertirían las legislaturas en cuatro años de campaña electoral constante, queda anulada por la constatación de que eso es lo que ya sucede de hecho. El derecho siempre llega tarde. La realidad siempre va muy por delante de la legislación. Del mismo modo que la acción política siempre camina siguiendo el husmo de las estadísticas cocinadas...