miércoles, 30 de enero de 2019

«Izquierda y derecha», de Joseph Roth: ¿una obra menor?














Joseph Roth: Una cala en ciertos recursos técnicos de Izquierda y derecha que nos permiten identificar el talento de los autores nacidos con el don de la narración.

Hay autores que distinguen bien entre narraciones de largo aliento, como La marcha Radetzky, por ejemplo, y otras obras que a veces son consideradas “menores”, pero que en modo alguno lo son para sus autores, es el caso de Job o de la presente, Izquierda y derecha, que mejor debería de haberse traducido por A diestro y siniestro, lo cual despoja al título actual en castellano de una connotación política que en modo alguno domina la obra con la trascendencia que el título sugiere. Job fue el primer éxito literario del autor, y La leyenda del santo bebedor, llevada algo mortecinamente al cine por Ermanno Olmi, su última novela. Izquierda y derecha es anterior a Job y a ambas es posterior el volumen de ensayos El Anticristo, ya criticado en estas páginas. La presente novela nos ofrece una panorámica moral de la Alemania del periodo de entreguerras, la época de la inflación y el deterioro social y moral que preludia el ascenso del partido nazi al poder, inaugurando un periodo histórico que el propio autor sufrió en su exilio parisino, donde escribió sus últimas obras. El autor escoge la vida de varios personajes representativos de la época que describe y a través de ellos nos muestra esa suerte de banalidad absurda que se extendió por Alemania tras la pérdida de la Primera Guerra Mundial, en una época que conoció un gran despliegue económico y, al tiempo, la dureza extrema de una depresión económica que los llevó a la megainflación del 23 de la que salieron  escarmentados, pero no enseñados. La decadencia de una familia, vista a través de la indolencia de los hijos, que acaba con el patrimonio familiar, o la vida de éxito de un “aventurero” económico inmigrante que construye un imperio de la noche a la mañana con una mentalidad entre nihilista y mafiosa, son los hilos conductores de esta novela de la que voy a ofrecer unos cuantos fragmentos que muestran, a mi leal saber y entender, la destreza narrativa del autor, Joseph Roth, uno de los grandes escritores en alemán del siglo XX. Se trata de breves secuencias  de carácter descriptivo o reflexivo que fortalecen nuestra fe en la intelectura y avalan el crédito del autor, por más que la novela que estemos leyendo, como es el caso, no tenga la enjundia o la ambición de otras. La suprema ironía de quien también fue un maestro del periodismo, su auténtico modus vivendi hasta la llegada del éxito literario, se esparce a lo largo de la novel en multitud de ocasiones como, empecemos por él, el retrato de la madre del que podríamos considerar principal protagonista: Paul Bernheim: No era muy despierta, aunque su capacidad de juicio, teniendo en cuenta sus limitaciones, funcionaba a la perfección. Por desgracia, tendía a valorarse en exceso. A veces opinaba sobre un ministro, un poeta, el Renacimiento o la religión, y siempre con el mismo desprecio con el que solía hablar del servicio. Otras, decía bobadas con una voz de niña mimada que hubiera podido calificarse de simpática, incluso de encantadora, si hubiera tenido treinta años menos. Era como si, porque alguna ve hubiera encandilado a la gente con las tonterías que salían de sus labios carnosos y bellos, se hubiera acabado convenciendo de que era de buen tono opinar de todo lo que no conocía. Olvidaba que ya era una mujer mayor. Lo olvidaba hasta el extremo de que, a pesar del cabello gris que empezaba a teñir cuidadosamente, cuando decía una de sus memeces, un resplandor juvenil iluminaba sus rasgos fláccidos y, por un instante, la sombra de una adorable juventud acariciaba su rostro. Pero la sobra se desvanecía rápidamente y el eco de la idiotez flotaba durante mucho tiempo en el ambiente. El narrador omnisciente de Roth despliega su fundada capacidad de observación para «desnudar» a ciertos personajes cuya inconsistencia acaba convirtiéndose en motivo narrativo satírico que dibuja de una pieza, y para el resto de la obra, al personaje en cuestión. En otra ocasiones, sin embargo, la reflexión del narrador se ciñe a descubrimientos de naturaleza poética que iluminan perspectivas individuales que, bien percibidas, tienen mucho de común:  Cuando el tren se detenía, le tranquilizaba el ruido persistente y monótono de la lluvia que se extendía a lo largo de cientos de illas con la misma tenacidad y con la misma insistencia, borrando las diferencias entre regiones y paisajes. El mundo ya no se componía de montañas, valles y ciudades, sino exclusivamente de noviembre. ¿Es o no es una joya lírica ese quiebro final, reduciendo el clima al tiempo y este al calendario! En esos detalles es en los que los autores demuestran que sobrevuelan, majestuosos, las pequeñeces de la mayoría de narradores que andan atentos a la peripecia y al lugar común. Retrato de época, de la época turbulenta que precede socialmente al conflictivo periodo final de la Republica de Weimar (entre todos la mataron y ella sola se murió) es este «apunte» sobre el vacuo y anglófilo protagonista Paul Bernheim: Y así fue como un día unos soldados le pegaron una paliza y apareció en ciertos periódicos de derechas como un modelo de heroísmo y lealtad a la patria. Era la primera vez que veía su nombre en letra impresa y decidió hacerse conservador y patriota, como si nunca hubiera sido antibelicista ni en el campo de batalla tampoco hubiera antepuesto la vida a la muerte, ni Inglaterra a su patria. Ya se veía de diputado e incluso de ministro Preferiblemente, de ministro. Al otro lado de la novela, el de los refugiados que escapaban de la revolución soviética -Roth iría como enviado especial del Frankfurter Zeitung a conocer de primera mano, en 1926 dicha Revolución, visita de la que volvió con los entusiasmos socialistas pasadísimos por agua-, emerge el retrato del aventurero económico Nikolai Brandeis:  Él también era un desertor, pero no llegaba a entender ese tipo de patriotismo que consistía en llorar a una patria, que aún existía, como si se la hubiera tragado el océano. En realidad, la gente lloraba por su samovar de plata. Con esa habilidad sociológica de Roth, no es de extrañar que sepa caracterizar con tanta ironía a un par de personajes secundarios a uno de los cuales incluso acabará comprándole la mujer, una actriz con quien une Brandeis su destino:  Los encontró simpáticos y los saludó. Ambos eran calvos y sus cráneos brillaban con el reflejo de las luces. Pero eran tan distintos el uno del otro como solo pueden serlo dos rusos: pertenecían a una gran nación compuesta de muchas pequeñas naciones. (…) El moreno pequeño, de tez amarillenta y bigote negro, era del sur de Ucrania. El rubio alto, sin cejas, de cráneo alargado y piel tan sonrosada que parecía que estaba siempre ruborizado, procedía de Polonia o del Báltico. Pero ambos eran dos magníficos rusos. Tenían los mismos gustos, hacían la  digestión de forma parecida, sus cuerpos reaccionaban de la misma forma ante el alcohol. «Y el mío también, y el de los alemanes y el de los judíos. Todos tenemos las mismas necesidades físicas», pensó Nkolai Brandeis, mientras se tomaba otro aguardiente a la salud de sus vecinos de mesa.  La capacidad de Roth para moverse en registros que aparentemente son «poco literarios», como el discurso económico, no deja de sorprender al lector, máxime cuando, en nuestros días, nos hartamos de manejar esos conceptos en el debate político, algo que ignoro si era tan familiar para los alemanes de aquella época:  Los franceses creen en la fortaleza del franco, una característica psicológica que resulta de la mayor importancia para garantizar su estabilidad. O consolidan la deuda o aumentan los impuestos sobe el capital o, lo que es más probable, incrementan si deuda externa con el aval del oro del Banco de Francia. Pero su genialidad se pone de manifiesto cuando hinca la metáfora en algo tan común y corriente como una sala de espera:  Hacía unos años él también había hecho esperar a la gente. Ahora comprendía que la institución de las salas de espera era el purgatorio del cielo capitalista. No hay nada peor que verse obligado a tener paciencia mientras suenan sin cesar los timbres que avisan a los ordenanzas de la llegada de  nuevas visitas y se hojean con desgana unas revistas que se ofrecen para aliviar la espera y solo provocan un desaliento mayor. He ahí, en resumen, un autor de fuste, el que sabe acercarse a lo común desde una visión metafórica o simbólica que lo trasciende: la visión de las usualmente inhóspitas salas de espera, sobre todo las de los bancos, como purgatorio del cielo capitalista es un acierto narrativo de primer orden. En ellos es en lo que es Roth un especialista, y de ahí la afición a frecuentarlo, poco a poco, eso sí…El desmoronamiento del protagonista alemán, de Paul, se advierte cuando observamos cómo va descapitalizándose y se empecina en seguir viviendo sin adquirir una formación que le permita no caer en la miseria: lo fía todo a un golpe de suerte que lo libre de esa caída: En seguida descubrió que una de las características más curiosas de la soledad es que pesa más cuando se vive en una única habitación. No deja de darle vueltas a la constatación de su fracaso vital:  La mención de sus treinta años le resultó especialmente dolorosa, le produjo una angustia casi física. Ya habían llegado los treinta y él no había hecho nada en la vida. Era como si las décadas se amontonaran junto a él, año tras año, día tras día, formando una montaña de tiempo, mientras él permanecía a su lado pasivo, pequeño, sin edad. Por eso, cuando se presenta, a través de la relación con una rica heredera indómita en un baile de disfraces de agarrarse a tan dorada oportunidad, el narrador se lanza de lleno a la creación satírica y consigue una de los mejores hallazgos descriptivos que había leído desde hace mucho: El brillo azul de sus ojos, algo desvaído a consecuencia de la inflación, era tan intenso que la señorita Enders no pudo dejar de admirarlo a pesar de la oscuridad… ¡El azul desvaído por la inflación…! Supongo que en todas las escuelas de escritores deberían de seleccionar ese sujeto gramatical como un acierto/faro que debería de iluminar a cualquier aprendiz para no caer en las rocas del adocenamiento y del juntapalabrismo. Si seguimos un poco más la lectura, entonces la magnificencia del estilo de Roth, en una secuencia de penetración psicológica sin par, nos revela las alturas artísticas por las que no todos están llamados a volar con tan majestuoso vuelo como el suyo. Léase, léase, si no…:   Era presa de una felicidad sosegada y nunca podría escapar de ese limbo en el que uno se dedica a los placeres en vez de disfrutarlos, tiene alegrías en vez de alegrarse y culpa a la mala suerte en vez de ser desgraciado. Es una vida fácil, pero hay que estar completamente vacío para soportarla. Contrasta con esa altura, una tirada narrativa en la que, como en el caso de las salas de espera, el narrador centra su mirada en algo cuyo carácter trivial, el vestíbulo de un hotel, acoge, sin embargo, una reflexión sobre el carácter de un personaje mucho más profunda que el marco descrito, o dicho de otro modo, la singularidad casi extravagante del personaje se define mejor en el contraste con lo común:  Se permitió uno de los placeres con el que más disfrutaba: entrar en el vestíbulo de un gran hotel. En su opinión era el único ligar en el que uno podía ser desdichado sin perder la dignidad (…). Paul se reencontró con su auténtica patria en ese vestíbulo en el que iban y venían los viajeros, ricos, ocupados, con las carteras repletas de billetes de banco que parecían no agotarse nunca. Recordemos que estamos en una época, el primer tercio del siglo XX lleno de inventos que definen la vida moderna tal y como la conocemos, de ahí que la reflexión del narrador sobre el automóvil nos choque no poco a los intelectores actuales de la obra de Roth: Conducía [Paul] a setenta kilómetros por hora, la velocidad que recomiendan todos los novelistas que han analizado las relaciones existentes entre el corazón humano y los motores. La índole viciada de la época la cifra Roth en la preeminencia del rumor frente a la verdad, lo que acerca mucho los años 30 del pasado siglo a los 20 por venir del actual, ¡y esperemos que no a los 30. En fatal círculo histórico!, a tenor de la presencia cada vez más inquietante del fenómeno del populismo:  En una época en que las verdades son cada vez más raras, no hay nada tan creíble como un rumor, Cuanto más absurdo y extravagante sea, mas dispuestas estarán las personas fantasiosas y románticas a creerlo. En cualquier caso, y al margen de esa pincelada feminista tan de agradecer -Las mujeres necesitan creer cualquier cosa que les dé seguridad. Hace siglos que se las seduce con mentiras y no con verdades-, quiero concluir con una reflexión que mezcla a partes iguales la desesperanza y la esperanza ante lo real: Todas las carreteras del mundo se parecen. Los burgueses del mundo entero se parecen. Los hijos se parecen a sus padres. Puede que, quien llegue a esta conclusión, desespere pensando que nunca asistirá a transformación alguna. Por mucho que cambien las modas, las formas de gobierno, el estilo y el gusto, nunca lograrán eclipsar esas leyes eternas que hacen que los ricos construyan casas y los pobres chozas, que los ricos lleven ropa y los pobres harapos. Pero esas mismas leyes son las que hacen también que tanto los ricos como los pobres amen, nazcan, enfermen y mueran, recen y mantengan la esperanza, desesperen y se marchiten.
Pues bien, de ese orden estilístico es todo  lo que los intelectores van a encontrar en esta aparente obra menor que denuncia el poderoso empobrecimiento moral de la sociedad antes de la llegada del Mal nacionalsocialista.

viernes, 18 de enero de 2019

«Robinson Crusoe», de Daniel Defoe: el *longario piadoso de un converso solitario.





Robinson Crusoe o la imposible novela juvenil de la aventura espiritual de un náufrago que se convierte al cristianismo, coloniza una isla y se proclama rey del lugar.

Haberme iniciado en la lectura tan tarde como a los quince años significa que me he perdido una buena parte de las lecturas que, supuestamente, son prescriptivas a ciertas edades. No tengo, por lo tanto, un cielo protector de lecturas que me hayan “marcado” o que hayan contribuido a cimentar ya mi actual pasión intelectora, ya el mundo mítico de los héroes que acompaña el desarrollo de la personalidad en los primeros años de la pubertad y la adolescencia posterior. De igual modo que leí Platero y yo a los 50 años, y concluí que esa era la edad adecuada para acercarse a él, sin poder entender, desde ningún punto de vista razonable que tal obra de JRJ esté catalogada como “lectura infantil”, me he acercado, a mis 65, a Robinson Crusoe, y ello a pesar de haber sido convocado a leerlo mucho antes, cuando, en las páginas inmortales de La piedra lunar, de Wilkie Collins, me tropecé, ¡bendito encuentro!, con uno de los personajes, narrador y protagonista,  más sólidos y entrañables, a pesar de todos los pesares, que me ha sido dado conocer: Gabriel Betteredge. A su juicio, como lo recoge Emilio Pascual en el fundado epílogo que sigue a la obra, No ha sido ni podrá ser escrito jamás otro libro como este. A tal punto lleva Betteredge su admiración por la obra de Defoe que incurre en la extravagancia de la bibliomancia, esto es, abrir al azar el libro de Defoe para leer en la página así escogida la solución al problema que se le ha presentado. Robinson Crusoe, teniendo en cuenta que Betteredge encarna una de las grandes instituciones de los británicos: el mayordomo-jefe, cuyos descendientes, tanto en la literatura como en el cine forman un género propio dentro de las letras y el cine británicos, y ahí está Lo que queda del día, de Ishiguro, por ejemplo, o la gran creación televisiva de la serie Downton Abbey, el mayordomo Carson, interpretado por Jim Carter, entre muchos otros, por supuesto. Lo he leído con la atención con que siempre suelo hacerlo, y más si se trata de obras consagradas que diríase que no admiten refutación posible, y sigo sin entender, como en el caso de Platero y yo, la adscripción a la literatura juvenil de esta obra tan poco atractiva, en principio para un lector de esas edades comprendidas entre los 12 y los 16. De hecho, y salvo la aventura contra los marineros que han llevado a cabo el motín en el buque que ancla en la bahía donde él ha estado viviendo solo casi 30 años, una victoria que le permitirá, ¡por fin!, huir de sus “dominios”, quizás las páginas de acción más interesantes de la novela sean las que transcurren en las montañas nevadas entre Navarra y España, cuando la expedición que se dirige a Calais -para sortear una travesía que pudiera depararles, a Robinson y Viernes, un naufragio no deseado- es atacada primero por un oso, del que se libran con una treta insólita de Viernes, y luego por una numerosa manada de lobos hambrientos que ven en los caballos de los expedicionarios una apetitosa fuente de calorías. Y tras eso, la placidez de las explicaciones finales, que incluyen un viaje a su isla, donde dejó a marineros ingleses delincuentes y españoles que convivían con una tribu aborigen a la que pertenecía Viernes. Robinson Crusoe pasa por ser la creación de las virtudes emblemáticas del pragmatismo británico, forjador de su imperio y virtud máxima que les ha permitido ser considerados, desde siempre, una de las grandes potencias del mundo. Al decir de Betteredge y de no pocos estudiosos, Crusoe es el legítimo representante de la iniciativa británica, siempre activa y dispuesta para “emprender”, sean cuales sean las circunstancias. A ese respecto, son ejemplares, sin duda, tantas y tantas páginas en que Crusoe se organiza en “su” reino para ordenarse la vida de tal manera que se la haga lo más llevadera posible, dado que ignora cuánto tiempo habrá de permanecer en ese islote perdido no sabe dónde. Lo primero a lo que atiende es al modo de garantizar el cómputo de los días. Y poco después inicia la redacción de un diario -recordemos que ha rescatado muchos bienes del barco en que naufraga- en el que nos irá relatando los pormenores de su vida cotidiana, sus progresos y sus fracasos. Desde la construcción de bienes muebles, hasta el cultivo de la tierra, pasando por la cerámica, la sastrería, la cestería - en aquella ocasión fue de gran utilidad para mí el hecho de que, cuando niño, solía experimentar gran placer observando cómo trabajaba el cestero del pueblo donde vivía mi padre, ¡como en el Eusebio, de Pedro Montengón, en el que se exige al infante que aprenda un oficio manual antes de ejercitarse en el adiestramiento cultural! y el que sale elegido es el de cestero-, la cría de ganado -las cabras autóctonas de la isla-, la forja, la pastelería y la construcción naval, no hay capítulo en el que el genio riguroso del orden metódico no nos sorprenda con alguna conquista que le pueden llevar meses o años de aprendizaje, eso sí, pero el protagonista está convencido de que a pesar de que nunca en mi vida había manejado una herramienta (…), al cabo de un tiempo, con trabajo, aplicación e ingenio, llegué a la conclusión de que no había cosa que necesitara que no me fuera posible hacer, si contaba con unas herramientas. Hasta aquí, todo transcurre como es de esperar en un caso de naufrago como el suyo. Pero no tarda en aparecer lo que podríamos llamar la cuestión religiosa, esto es, el proceso de conversión de un agnóstico radical, como lo era Crusoe, en un ferviente cristiano a través de una suerte de “caída del caballo” paulina que ocupará buena parte del libro en adelante. Hasta el momento del naufragio, la vida de Robinson Crusoe tiene algunos aspectos muy llamativos. El primero, que el gran héroe británico, quien encarna las virtudes de un pueblo, resulta ser hijo nada menos que de un alemán, de nombre Kreutznaer (literalmente, “el que está cerca de la cruz”), cuyo apellido adapta al inglés por la facilidad de pronunciación, básicamente, lo cual, hasta el presente, jamás lo había visto destacado; el segundo, que nada más huir de casa para seguir una vida aventurera, naufraga en el puerto, antes de ponerse en camino; y el tercero, que en una de las aventuras marítimas es apresado y convertido en criado de un árabe en la costa atlántica, un cautiverio que dura un par de años y del que escapa con una pequeña barca y otro criado con el que se compincha, un episodio de raigambre cervantina muy marcada. La aventura vital de Crusoe, la que lo llevará al naufragio y a la “colonización” de “su” isla, se inicia, tras haberse establecido en Brasil y alcanzar un cierto estatus social mediante la compra de unas plantaciones, con la idea de embarcarse en un buque para pasar a África y traficar con esclavos. Teniendo en cuenta su deficiente formación, sobre todo entre marineros y gente de semejante ralea, Crusoe  carecía de todo conocimiento religioso; las lecciones que había recibido de la buena instrucción de mi padre se habían agotado en ocho años consecutivos de ininterrumpidos desarreglos, propios de la gente de mar, y la sola frecuentación de incrédulos y profanos en sumo grado, como yo mismo. (…) Era la criatura más empedernida, caprichosa y perversa entre todos los marinos, sin el menor sentimiento ni temor de Dios en el peligro ni la gratitud en la salvación. Poco a poco, no obstante, a medida que se agudiza su capacidad reflexiva, comienza a plantearse las típicas preguntas sobre el ser, la procedencia y el destino, una ontología y una escatología que le hacen desembocar en la, para su formación y en aquella época, única respuesta: Dios. Se inicia, entonces, la historia de una conversión en toda regla. Se autoimpone la lectura de la Biblia, comenzando por el Nuevo Testamento. Poco a poco, a partir de ese movimiento piadoso, va adentrándose en las respuestas, más que en los misterios, de la fe, como consigna el 4 de julio: Dejé el libro y elevé mi corazón y mis manos al cielo en una especie de éxtasis, exclamando en voz alta: -¡Jesús, Tú, hijo de David, Jesús, Tú que eres glorificado como Príncipe y Salvador, concédeme el arrepentimiento y el perdón! Es de tal magnitud su inmersión religiosa, tan acendrado su nuevo sentimiento espiritual que, en un momento dado de su cautiverio forzado, este deja de parecerle tal:  En cuanto a mi vida  solitaria, ya no era nada: ya no rogaba a Dios que me salvara de ella ni lo pensaba, puesto que no significaba nada en comparación con aquello. Y agrego esto aquí para sugerir a quien lo lea que, cuando se llega a aceptar el verdadero sentido de las cosas, el perdón por el pecado es una bendición más grande que la liberación del dolor. Desde esta nueva perspectiva, está claro que la visión de su situación cambia radicalmente, cuando entra en posesión de ese bálsamo precioso para todas las adversidades que es la confianza en Cristo y la esperanza en su promesa redentora. De hecho, incluso se atreve a agradecer lo que le ha ocurrido, si tenemos en cuenta la vida pecaminosa que llevaba antes de naufragar. La cita es larga, pero nos habla claramente de esta perspectiva piadosa que asume la narración y que tan lejos está de o que solemos entender por “literatura juvenil”:  Di humildes y fervientes gracias a Dios por haberme concedido la capacidad de descubrir que acaso podía sentirme más feliz en esta situación solitaria que gozando de libertad en la vida social, rodeado por todos los placeres del mundo. (…) Fue entonces cuando comencé a darme cuenta de cuánto más feliz era mi vida, pese a todas las lamentables circunstancias, que la existencia sórdida, perversa y abominable que había llevado en el pasado. (…) Ahora comenzaba a ejercitarme con nuevos pensamientos Todos los días leía la palabra de Dios y aplicaba si consuelo a mi situación. Una mañana, sintiéndome muy triste, abrí la Biblia y mis ojos recayeron sobre estas palabras: Nunca jamás te dejaré, ni te abandonaré. Inmediatamente pensé que ella se dirigían a mí, ¿a quién si no podían referirse en forma tan pertinente , en el preciso instante en que me sentía tan triste y abandonado por Dios y por los hombres? (…)  Si no puedo decir que me sentía agradecido a Dios por estar allí, sinceramente le daba las gracias por haberme abierto los ojos -aunque las providencias de las cuales se había servido eran muy dolorosas- induciéndome a considerar mi vida anterior bajo otra luz, y a purgar su vileza con mi arrepentimiento. No abrí ni cerré nunca la Biblia sin bendecir a Dios desde lo más profundo de mi alma, por haber inspirado a mi amigo de Inglaterra a incluirla entre mis cosas, sin que yo se lo hubiese pedido, y por haberme ayudado luego a rescatarla del naufragio del barco. Su pasado, así pues, lo contempla, antes bien, como una fuente de pecado del que el naufragio le ha liberado. La nueva vida que lleva, revelada a partir del conocimiento de la religión, acaba dándole auténtico sentido a su existencia: Ahora contemplaba el mundo como algo remoto, con lo que no tenía nada en común, en lo que no depositaba esperanza alguna y, ciertamente, de lo cual no tenía deseos; en una palabra, algo con lo que no tenía nada que ver, ni tendría nunca, de modo que se me aparecía como algo que acaso se podía considerar desde el más allá, es decir, como un lugar donde había vivido, pero al que había abandonado. (…) Me encontraba lejos de la perversidad del mundo. (…) En una palabra, al cabo de una justa reflexión, comprendí que la naturaleza y la experiencia me habían enseñado que todas las cosas buenas de este mundo no son buenas más que por el uso que hacemos de ellas; y que las disfrutamos tanto cuando nos sirven como cuando las juntamos para dárselas a otros, pero no más.
         La esperada aparición de Viernes, por la que cualquier lector que ya conoce el argumento  suspira, se produce hacia el final de la novela, cuando Robinson incluso tiene casa de campo y un sistema de escapatoria, en caso de ser asediado, que incluye la posibilidad de disponer de un segundo aprisco con cabras que le puedan servir de alimento. El encuentro gira en torno al agradecimiento que siente quien devendrá Viernes un poco más adelante respecto de quien se presenta, sin más, como su “amo”, tras matar este a sus perseguidores. La adopción del caníbal, porque Viernes también lo es, es progresiva, pero, en términos narrativos, muy rápida. Tanto que en muy pocas páginas consumimos los dos años a través de los cuales Robinson le ha enseñado el idioma y ha progresado en la evangelización del agradecido salvaje, lo que da pie, sin duda, a uno de los momentos más “comprometidos” y, al tiempo, graciosos del libro: los intentos de Viernes de racionalizar los absurdos religiosos de la doctrina cristiana, como cuando Robinson trata de explicarle la existencia de Satanás y la tensa relación casi de tú a tú entre quienes, sin embargo, son totalmente desiguales, pues Dios está muy por encima del poder de Satán: -Pero si Dios es mucho más fuerte -añadió Viernes-, mucho más poderoso que el diablo, ¿por qué no mata al diablo para que no haga más el mal? -Al final Dios lo va a castigar severamente. Él lo tiene reservado para el día del juicio, en que será arrojado a un abismo sin fondo, donde permanecerá en el fuego eterno. -Al final lo tiene reservado, mí no entender. Razonamientos impecables que llevan a Crusoe a la única conclusión posible: Había, Dios lo sabe, más sinceridad que sabiduría en todos los métodos que adopte para la instrucción de esta pobre criatura.
         El libro, desde el punto de vista del lector español, sin estar tocado por ninguna devoción patriótica ni nada por el estilo, por fuerza ha de chocarle, porque Defoe consigna en él una réplica exacta y contundente del descrédito español por la leyenda negra iniciada, como a nadie se le oculta, por la encendida defensa de los indios hecha por Fray Bartolomé de las Casas. Defoe repite punto por punto ese planteamiento y  arremete contra la obra colonizadora en América que, ciertamente, no estuvo exenta de abusos en todo punto comparables a los e cualquier otra potencia europea que se moviera por aquellos ámbitos y más al norte: Esto justificaría la conducta de los españoles y todas las atrocidades que practicaban en América, donde exterminaron millones de estos seres, pese a ser bárbaros e idólatras y observar varios ritos sangrientos en sus costumbres, como el sacrificio de seres humanos a sus ídolos, con relación a los españoles eran inocentes. Así es que hoy los mismos españoles y todas las otras naciones cristianas de Europa hablan de este exterminio como de una verdadera masacre, de una sangrienta y monstruosa muestra de crueldad, injustificable ante los ojos de Dios y de los hombres. Por ello, el nombre de español se ha vuelto odioso y terrible, para todas las almas plenas de humanidad o compasión cristiana; como si España se hubiese destacado por haber producido un raza de hombres sin principios de piedad y sin entrañas para con los infelices; sentimiento que con razón es considerado como el signo esencial de la generosidad humana. Con todo, cuando aparece un español en la trama, Crusoe habla de él llenándolo de elogios y apreciando su valor y su capacidad de lucha contra los caníbales. Luego, además, los deja en posesión de su isla para que disfruten de ella y, junto con los delincuentes ingleses, se la cuiden y acrecienten, porque Crusoe sigue considerándose el rey y dueño de la misma. 35 años dan para mucho, desde luego, y desde esa perspectiva ha de agradecerse a Defoe que haya tenido tan buena mano para la síntesis y que la novela se lea en un suspiro, aunque sea conventual, por supuesto. Buena parte del libro está dedicada a la conversión religiosa, como ya vengo repitiendo, sin duda porque me parece lo más llamativo de esta extraña aventura espiritual sobre la que tenía formada una vaga idea que, en el recuerdo de lo leído al respecto, no como ahora el original, destacaba otros aspectos más propios del espíritu del capitalismo. En realidad, de lo que ahora me doy cuenta es de que  este libro es algo así como el perfecto ejemplo del libro de Weber: La ética protestante y el espíritu del capitalismo, cuya recensión puede consultarse también en ese Diario de un Artista desencajado. Parte no poco importante de ese proceso religioso y capitalista de Robinson Crusoe son las continuas llamadas de atención a los lectores para que saquen provecho, espiritual y material, de la experiencia individual suya que nos relata en el libro, el cual se nos presenta, en consecuencia, como un prontuario de consejos, avisos y normas para bien vivir, con un criterio utilitario perfectamente adecuado al espíritu emprendedor de quien la redacta. Tomemos nota, pues:
Desde entonces [Decidirse a volver a casa tras el “fiasco” de su huida…], he podido observar a menudo cuán incongruente e irracional es la índole humana, especialmente la juventud, cuando se enfrenta a la razón que debería guiarla en circunstancias de este tipo. A saber, que el hombre no se avergüenza del pecado, sino de su arrepentimiento; que no se avergüenza de los actos por los cuales, con justicia, será considerado como un necio, sino de volver atrás, lo cual les valdría en cambio la reputación de hombres prudentes.
O los consabidos tópicos:
Aprendí a considerar más el aspecto brillante de mi situación que su lado sombrío, y a valorar más lo que disfrutaba que lo que me faltaba, y este recurso, a veces, me proporciono tan inefable consuelo, que apenas puedo expresarlo. (…) Me parecía que todo nuestro descontento por aquello de lo que carecemos procede de nuestra falta de gratitud por lo que tenemos.
La gratitud no suele ser una virtud inherente a la naturaleza del hombre: los hombres suelen evaluar menos su conducta por los favores recibidos que por las ventajas que puedan esperar de ellos.
Además de lo extraído directamente de la experiencia propia:
¡Qué extraña y variada obra de la providencia es la vida de un hombre! ¡Y qué secretos y contradictorios impulsos mueven nuestros afectos, según las diferentes circunstancias! Hoy amamos lo que mañana odiamos. Hoy buscamos lo que mañana evitamos; hoy deseamos lo que mañana nos dará miedo; más aún, lo que mañana nos hará temblar de horror.
¡Oh, qué absurdas resoluciones adopta un hombre poseído por el miedo! Este le priva del uso de los medios que la razón le proporciona para su alivio.
El miedo al peligro es diez mil veces más terrible que el peligro mismo, y el peso de la ansiedad es mayor que el mal que la provoca. Pero aún peor que todo aquello era que en mi inquietud no podía encontrar alivio en la resignación, cosa que antes solía practicar, y de la cual me creía capaz.
         En fin, a día de hoy, una provechosa lectura que desvela la naturaleza religiosa de un texto que imaginé exclusivamente de “aventuras”, aunque no cabe duda de que en la civilización europea la aventura espiritual es de tal naturaleza que nada tiene que envidiar a las de otra naturaleza, como la mística o la ascética se encargas perfectamente de demostrar. Vale.