El
privilegio de leer una obra singular que difícilmente verá la luz en un panorama literario adocenado y bestsellerificado...
Los caminos de la cultura son bastante más
inescrutables que los de las divinidades, siempre tan previsibles y con una
tendencia hacia la complicación melodramática que los vuelve aburridos,
pesados. En el ámbito de la verdadera cultura, que no suele necesariamente
coincidir -vamos, que no coincide nunca…- con lo que oficialmente entendemos
por cultura reconocida o consagrada, las posibilidades de la epifanía feliz
están en relación directa con la capacidad de ocupar, en el tiempo y en el
espacio, el lugar por el que Azar ha de portar sus dones. Mi condición de
Artista Desencajado me ha permitido tener acceso a realizaciones culturales
cuya existencia, de otro modo, hubieran permanecido ignotas para mí y para el
resto de los mortales, a quienes ahora me dirijo para hablarles de un texto, Celebración del sentido, que he tenido el privilegio de conocer. Sí, privilegio, y entiéndase la palabra en
el sentido en que la emplea Clarín para hablar de un personaje, Fernando Vidal,
en el cuento Un
jornalero: el de que podía permanecer en la Biblioteca de la ciudad, él
solo, cuando todo el mundo había tenido que abandonarla por imperativo horario,
aunque corriera por su cuenta el gasto de las velas para la iluminación durante
esas horas de trabajo en que, como un fantasma, investigaba sobre las revueltas
gremiales del medievo en su ciudad. Rafael fue alumno mío en el primer año de
profesión, uno de esos alumnos en quienes los profesores advertimos enseguida,
a su favor, el injusto reparto de las luces y de la sindéresis. Recuperado,
gozosamente, el contacto casi cuarenta años después, no solo me encuentro con
un pianista admirable, sino con la sólida, poderosa y compleja voz de un
escritor en busca del género donde verter sus incomparables dones. Sí, Celebración del sentido, pretende ser
una novela, y es posible que lo sea, porque hay un género de novela -ya ha
escrito sobre él abundantemente en este Diario, e incluso ofrecí una Receta
para confeccionarlas… , el de la novela mittleuropea, al que propiamente se
ajustaría esta novela en su estado actual, que tiene tanto de derroche íntimo,
intelectual, irónico, como de ajuste de cuentas con la propia biografía y una
complejo visión del mundo. Es difícil, salvo en los casos de decantación nítida
desde un buen comienzo, saber cuál es el género más adecuado para desarrollar
nuestras capacidades expresivas. En esta novela, muy próxima a la narrativa de
Robert Walser y la de Robert Musil, hay, sin embargo, fragmentos de texto que
no desmerecerían, en absoluto, en El
libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, o en Orbe, de Juan Larrea. Doy estas referencias, antes de meterme en
harina, como contexto indiscutible de un proyecto narrativo al que quizás el
propio concepto de narración no le es del todo predicable. La novela nos habla
de un amor perdido, el de Elsa, de unos amigos que constituyen un grupo de
agitación cultural, de una codiciada cantante de ópera y de unos personajes
corruptos que representan las flaquezas de una democracia formal en la que la
cultura y los dineros establecen relaciones prohibidas y miserables al amparo
de una ideología “regionalista”, digámoslo así, porque la indignada parodia
contra ese estado de cosas se refugia,
precisamente, en la ironía, el sarcasmo y la ambigüedad transparente. Hay no
poco de autobiográfico en la novela, no solo por lo que afecta al narrador,
limitado sosias del autor, sino también por multitud de detalles reflexivos de
los otros personajes, sobre de Aymart, en cuya boca pone el autor no pocas
reflexiones que él mismo podría asumir y defender como suyas. Esa novela
centroeuropea tan intelectualizada nos tiene acostumbrados a una construcción expositiva
-más que narrativa- que convierte la
percepción en el eje central de la imposible acción que, como concesión a la
arqueología del género, aparece, aquí y allí, a lo largo del libro con una
sólida vocación de pretexto que desaparece así que nos dejamos llevar,
cautivar, seducir y deslumbrar por los
hallazgos de todo tipo que el texto nos brinda con una generosidad digna, desde
luego, de que sea yo solo el único Fernando Vidal que disfrute de este
privilegio. A la quintaesenciada capacidad de observación de Rafael Carreras ha
de sumarse una depurada expresión capaz, además, de registros muy diversos:
líricos, filosóficos, sociológicos, cómicos…, porque, además de los finísimos
planteamientos en todos esos órdenes de la realidad que nos ofrece el autor,
este intelector infatigable agradece, sobre todas las cosas, el incisivo y
brillante sentido del humor que preside toda la peripecia de unos personajes
muy a menudo presentados como meras voces elocutivas, desprendidas de las
circunstancias concretas de condiciones vitales tan comunes como el cuerpo, los
hábitos, el espacio común o las expresiones vitales habituales: la calle, la
casa, la cocina, la alimentación, la higiene, el clima, qué sé yo…, todos esos
minúsculos actos casi insignificantes que nos construyen como seres sociales en
un tiempo y un espacio concretos, en una lengua y en una Historia, y en una
formación. He de excluir, eso sí, las hermosas páginas que aparecen en la
novela dedicadas al paisaje, a su descripción minuciosa y al romanticismo
implícito en ellas, porque, además de una sensibilidad hacia la materialidad
específica del paisaje, hay una proyección emocional indiscutible, al menos a
mi modesto entender. Es hora de entrar en la selección de esos higlights operísticos que ayuden al
lector de estas líneas a hacerse una idea más o menos cabal de qué tipo de
narrativa nos propone el autor. Hay, me parece, una cierta intención de
construir los capítulos como “retratos”, individuales, dobles o múltiples,
corales, ateniendo al encadenamiento de discursos que, aun perteneciendo a
personajes distintos -y eso incluso podría entenderse como una cierta debilidad
del intento narrativo-, este intelector se atreve a defender que pueden ser
asociados -hasta donde se me alcanza- con el autor, lo cual nos deriva hacia
una “confesionalidad” o la creación de un “yo lírico” que aproxima este intento
novelístico a aquellos autores, sobre todo Pessoa y Larrea, de quienes ya hablé
ut supra. Que nos movamos en ese ámbito de inclinaciones expresivas nos permite
identificar algunos rasgos creativos que son, sin duda, habilidades notables
del autor, como la finura en e análisis psicológico de la pasión amorosa: Pero quién entiende, por otro lado, la
gramática del dolor cuyo léxico destruye la carne. Quien ha pasado por el
dolor, quien se ha fortalecido y debilitado por el dolor, tendrá cosas
particulares que decir, o que evitar decir. El contacto del
narrador/protagonista con el círculo de “iniciados” en la dialéctica que se
enfrenta al Todo con afán de comprenderlo, de reducirlo, de disolverlo, para lo
que es preciso abordarlo desde un pluriperspectivismo que queda manifiesto en el
texto con las reflexiones, desde ángulos tan insólitos, como las que nos
asaltan durante la lectura: Desde un
punto de vista intelectual, el deseo es poco más que una pulsión desasida de
objeto. Sin embargo, quien conoce el placer, tan ratificador, que resurge
inmediatamente tras la satisfacción y que consiste en saber que pronto se
volverá a desear lo mismo, con la seguridad de que se obtendrá aquello que se
desea, cuenta el tiempo a su manera, en forma de cumplimiento, retorno y
ausencia. A los lectores avisados no les habrá pasado por alto ese final de
párrafo, tan barroco, como quien cierra, con la recolección de rigor, una
estructura de diseminación. En efecto, las páginas de Celebración del sentido constituyen un hermoso capitulo actual de
una tendencia reunida y clasificada por Baltasar Gracián en uno de los grandes
libros de nuestras Letras hispánicas: Agudeza
y arte de ingenio. Es frecuente, además, que a esa fina agudeza se una el
afán paradójico, tan propio de los seres libres. Sin duda, la gran paradoja del
libro es la expuesta en el capítulo 13, tras haberle precedido, en el 8, una
reflexión que la prepara: No sabemos gran
cosa del sueño, ni tampoco dónde está el que duerme, desconocemos cuál es el
lugar y si lo atraviesa o permanece en él, y si su permanencia es feliz (si es
posible dar a este término un carácter plenamente simbólico, como el de una
celebración) o bien está llena de incertidumbres y repeticiones obsesivas. Tal
vez la inmovilidad exterior nos engaña
sobre el suceso del sueño y la posición en apariencia relajada que ha adoptado
el cuerpo es la que necesita el esfuerzo interior para afrontar las
dificultades que impiden un descanso profundo. Con ese antecedente, donde
ya se manifiesta el grado de elucubración a que llega el autor, desembocamos,
más adelante, en una paradoja fecunda como pocas: Pero, ¿quién es él, ese que nos recuerda quiénes somos? Nada más
individual que un sueño nocturno, y sin embargo su imaginería abunda en lugares
comunes. También es común el lenguaje de la vigilia, el lenguaje que ordena el
mundo, el indescifrable. ¿Por qué el sueño elige este durmiente en lugar de
otro? El recurrente, el evasivo, elige sus hombres, sus criaturas de
predilección. ¿Poseen una predisposición innata o adquirida? En cualquier caso,
ellos serán testigos, en la vigilia, de lo que anuncia la falta de descanso.
Inevitablemente, el sueño es el anuncio de una lucidez. ¿Se puede concebir
planteamiento más audaz que el de una suerte de Central de los Sueños que elige
a los durmientes para endosarles este o aquel sueño? El propio final del
párrafo, con toda la propiedad retórica del epifonema, es un broche de oro que
nos habla bien a las claras de los sólidos fundamentos clásicos del autor, a
quien seguro que no le gusta que yo aquí diga que lee a Tucídides en el
original griego…, pero yo me acojo al también clásico facta, non verba… Al narrador/autor no se le escapa que el gran
peligro de la inteligencia y de las personas es la dispersión - una forma de esterilidad que conduce
inevitablemente al desengaño de sí mismo. Es bueno, si uno saca las
conclusiones adecuadas. Pero uno cree abrazar el mundo con la vaguedad, y lo
único que hace es sostener los brazos en el aire-, de ahí ese sutilísimo
recordatorio que enuncia como una conjuración del peligro: Una atención dirigida constantemente a muchas cosas corre el riesgo de
convertirse, más que en el ejercicio de un talento, en un tóxico. Pero eso
sí que parece inevitable, en la novela, porque toda ella es una sucesión de
atenciones en las que parece complacerse el narrador a modo de evasión y
diversión, en su raíz etimológica, di verter:
dar giro en dirección opuesta, alejarse,
entretenerse, recrear. Desde esta perspectiva, la novela, a quien los
fulgores de la inteligencia le susciten una emoción profunda -¡es mi caso!- es
una tentación a la que resulta difícil resistirse. Es cierto que es una rareza,
una novela que se ajusta a ese “cabe todo” que decía Cela del marbete “novela”
que precede a cualquier texto, una pieza singular poco identificable con esas
vulgaridades que “atrapan” y que te hacen leer “perdiendo el huelgo” y que “no
se te cae de las manos”, pero una vez que los intelectores han aceptado el reto
que el narrador les plantea, esto es, seguir desde su percepción el asalto a la
ciudadela de las imposturas de la realidad, ninguna lectura más atractiva que Celebración del sentido, probablemente
una obra que, bien entrado el capítulo segundo -el primero es una joya lirica- ,
pierda no pocos lectores de esos a los que no se les puede pedir esfuerzos de
intelección, los ariádnicos que se limitan a seguir tranquilamente el hilo que
los lleva al desenlace y los devuelve al seguro anodino de la entrada del
laberinto. Esa supuesta dispersión, más se parece a la aspersión mediante la
que el narrador/autor va regando el jardín
emblemático donde Sánchez Ferlosio pasaba sus semanas de recreo, evocación, a
su vez, de los de Soto de Rojas: Paraíso
cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos, que a buen seguro son
lecturas que el autor, licenciado en Filología Hispánica, habrá hecho en sus
años mozos… En ese asalto a las innúmeras manifestaciones de lo real, la
cuestión de la identidad ocupa un lugar preeminente, el propio que ha de ocupar
en personas de tan marcado individualismo militante: Si el deseo encarna nuestra personalidad, lo hace rodeado de máscaras.
Hay una multitud de posibilidades que no se han desarrollado, porque otros
deseos se han situado en primera fila. Entonces, uno de ellos decide hacer de
crítico y aprobar -o desaprobar- mientras el resto se limita a aplaudir y
desaparecer por los corredores. De hecho, y esta vinculación literaria se
me ocurre al hilo de la propia definición del concepto “espacio propio”, ¿se
advierte o no el eco de Virginia Woolf en esa reivindicación de ese espacio,
equivalente a la habitación propia de la autora británica?: Todos necesitamos un espacio propio, o
pertenecer a un espacio que sentimos como propio, en el que estamos y nos
movemos. Es un espacio imaginario en primer lugar. A veces los hechos lo
rebasan, lo reducen y hasta cierto punto lo aniquilan. Pero ese espacio está
ahí, de todos modos, en confrontación, tanto si lo defendemos como si no. Y
allí encontramos el esperar y el desear, el prometer y el recordar. Pues
bien, Celebración del sentido “es”
ese espacio, y hemos de agradecer el valor del autor para ofrecerlo a la
consideración ajena con un valor que a los escritores se les supone, como a los
militares, pero que echa a muchos para atrás a la hora de dar el paso de
“ofrecerse” casi abierto en canal ante ojos críticos que no siempre tendrán las
claves de lo que el narrador les expone. La sinceridad sobre las propias
limitaciones, en modo alguna fingida, sino sentida en lo más vivo del dolor que
produce siempre la poca confianza en la capacidad del lenguaje para expresarnos
propiamente, aparece a menudo en boca del narrador, por más que a sus lectores
nos parezca una exageración que raya la falsa modestia, pero no hay tal; antes
al contrario, en las páginas de la novela hay, también, como no podía ser de otra
manera en un texto tan intelectualizado, una epistemología subyacente: Trataba de rehuirlas [las voces
interiores del un pelma que no hay quien lo
aguante] apelando a su
insignificancia, a la verdadera falta de poder sobre mí de esos restos ,
desechos que no eran capaces de prolongarse en una ensoñación ni menos aún de
articularse en un discurso, pues no eran más que el resentimiento de la
incapacidad de expresarse de otra forma. Y por ahí sí que entramos en la
parte más ardua, pero también gratificante para ciertos lectores, porque
siempre es emocionante el reto de describir el proceso del conocimiento, y
perdóneseme la longitud de esta dos citas: A
esa experiencia, productora de posibilidades, pertenecía una semántica
recorrida por constantes bifurcaciones, de apariencia fluida e inquieta, en la
que “fuego”, por ejemplo, describía un estado singular que recreaba con sólo
pronunciar esa palabra, sin aludir necesariamente al fuego. Su dinamismo
impreciso, evolutivo, hacía que evitara referir tal vivencia, y guardaba para
mí los símbolos que contenía. Presentía que tratar de expresarla habría sido
como si, después de contemplar un cuadro que representa una escena campestre,
me hubiese puesto a dar lección sobre el uso de determinada herramienta que en
el aparece pintada, una hoz, y sobre la correcta forma de empuñarla, afilarla y
guardarla. Y, más adelante: La vivencia era única, se repetía porque
volvía a sí misma, y en eso consistía su amplitud. Sin embargo, como las
palabras son comunes no solo con oros hablantes sino también con los momentos
menos extraordinarios en los que un término acostumbra a denotar de forma
directa, estas acudían como por sí solas, generadas por un impulso que escapaba
enteramente a mi voluntad, de tal modo que la misma palabra que nombra la llama
de la hoguera servía para la agitación del álamo y también para la exaltación
que surgía en mí, si se asociaba con ese momento, Y así lo hacía, como por sí
sola. No se crea, sin embargo, que esta deriva gnoseológica domina la mayor
parte de la novela. Aparece como forma inequívoca de manifestarse no solo el
narrador sino el resto de los miembros del círculo cultural que el autor
frecuenta y en el que él se incluye, si bien desde una posición ciertamente
periférica y, sobre todo, crítica. Podría seguir, sin duda, porque la novela es
rica en reflexiones de poderoso calado, al estilo de los dos siguientes apuntes
que el narrador nos regala con esa insultante facilidad suya para captar los
movimientos del espíritu: Seguramente uno
pervive en la lucidez solo cuando esta proporciona, en compensación, cierto
deleite en la indiferencia, o mejor aún, en el desprecio y esta magnífica
apología de la radical heterogeneidad del
ser que defendiera Antonio Machado en su Juan de Mairena, otro inequívoco
referente para este libro singular de Rafael Carreras: Nos apresuramos a juzgar a quienes frecuentamos, pero la opinión no abarca la multitud de personas que es un
individuo a quien hemos tratado durante años, nosotros, es decir, las muchas
personas que también somos y a las que, para ser justos, deberíamos exigir
unanimidad para dar crédito a su plural dictamen. Pero su contenido limitado
halaga nuestra inteligencia. Nunca alcanzamos a aquel que perseguimos, por eso,
en lugar de guardar silencio, hablamos, intrusores en la sombra del silencio,
creyendo sacudirnos de incertidumbres y temores para adoptar el protagonismo de
una verdad. Y, tarde o temprano, nos permitimos una opinión, más o menos
apresurada, más o menos acomodada al ecosistema de la voluntad, compuesto de
carácter, deseo, representación, discriminación, desconfianza, impulso,
repetición, crecimiento y fatiga. Debería dejar un espacio en blanco
equivalente a quince o veinte líneas para que todas estas ideas luminosas,
formuladas con tan rico estilo, fueran, a modo de berbiquí, abriéndose paso en
ese otro ecosistema del lector que es la reflexión sobre lo leído…, propiamente
la degustación. No quiero acabar, sin
embargo, sin rebajar un poco la tensión conceptual que se ha ido apoderando de
esta presentación de mi privilegio, porque acaso se acabe en mí la lista de intelectores
a quienes les ha sido otorgado, por más que este presentación busque todo lo
contrario, darlo a conocer para que alguien con poder y verdaderamente amante de la
cultura, con las mayúsculas de rigor, advierta el riquísimo mineral sin ganga
que esta obra, de indeterminado género, es y, justo por eso mismo, sin valor
comercial alguno en el mercado, pero valiosísimo para quienes saben apreciar paraísos de Rojas como el presente. Quería
acabar, ya digo, con el comentario de unas cuantas curiosidades que salpican la
lectura con un espíritu de saber misceláneo que, al menos a mí, me parece que
siempre enriquecen los textos. Una breve descripción de gestos tan cotidianos a
los que se les encuentra una analogía insospechada: Charlaban y se reían agachando la cabeza en un gesto compartido,
repetido, accionado por el resorte de la jovialidad contagiosa en la que iba y
venía el ping-pong del fastidio.O una descripción lírica del amor perdido: En la aridez del lugar, su piel relucía como
un bronce que disuelve la pátina de luz en humedad. O el chiste que emerge
de un comparación parecida a la popular de los “colmos”: Como esperar que creciera el césped en un estadio regándolo con
escupitajos…, que provoca incluso la carcajada. O el saber folclórico y
social a los que remite en un paisaje, la presencia de un brote lejano de vidalba… catalanismo en el texto -clemática vitalba en castellano- ,
porque es la hierba con que se rodean el cuello para no quemarse los participantes
en la Patum de Berga, ciudad de donde
el autor es originario, y, en castellano, una especie a la que se llama “hierba
de los pordioseros” porque los tales se untaban con ella el cuerpo para
provocarse la aparición de llagas con las que sacar buen partido de su limosneo.
¡O la referencia, insólita para mí, un ser descorbatado durante toda mi vida,
del nudo de corbata Windsor, que fui a comprobar a un tutorial de YouTube! De hecho, el propio autor viene
a decirnos que esa perspectiva “rebajada” al nivel anecdótico de lo real es el
alimento básico de lo que él denomina el kitsch, necesario, a su entender, para
sobrellevar esta existencia nuestra en un medio tan hostil: Como publico agradecemos el kitsch, porque
nos resguarda de la rigidez ética, ante la que es preferible una fantasía a
medio camino entre la suposición de lo digno y lo útil, que en todo caso
amuebla el mundo, siempre demasiado vacío. Y no seré yo quien le
contradiga, ¡faltaba más! Lamento muy sinceramente no haber sido capaz de articular
un comentario crítico que exprimiese este texto de modo que extrajera de él ese
zumo de granadas que Rebeca, la
cantante de ópera, sirve al protagonista, porque sería el néctar de los dioses
que los escasos intelectores de esta entrada merecían. ¡Quién sabe si entre las
volteretas de saltimbanqui que da la vida no acaba este texto a la venta algún
día, para íntimo placer de cuantos intelectores podrían disfrutarlo! Ojalá así
sea. Si no, de lo que estoy seguro es de que la voz interior del autor acabará
encontrando la unión perfecta entre su dominio conceptual y narrativo y la
forma genérica adecuada para que ese acceso a la difusión pública se produzca.