La
invención del nombre propio como necesidad a pesar de la imposición eluctable
del nombre (in)civil.
Uno nunca sabe en qué
oscura raíz se nutre el impulso que le
lleva a encarnarse en heterónimos o en pseudónimos, ni en qué lúcido momento de su vida se convence de que él es cualquiera
menos aquel a quien nombra y apellida el registro civil que otros te legaron el día que
naciste. Cada cual sabe, para sí, qué tenebrosa batalla se ha librado en su
interior antes de renegar de un nombre y unos apellidos que percibe como una
lechada de cal y optar por una invención que tiene más de marbete que de
nombre, de aspiración que de consagración, de orgullosa imposición que de
humilde sugerencia. Nacido de sí mismo es el pseudonomista y ubérrimo heterogéneo
de la creación quien se vierte en heterónimos con obra cumplida, por más que a
veces cueste hallar los matices que distinguen unas personas de otras, unos
autores de otros, unas voces de otras, unos fracasos de otros. No es máscara de
un ser pudibundo o atacado de timidez exasperada, el pseudónimo; ni tampoco
falsa humildad de quien aguarda a ser descubierto en el esplendor final del
nombre propio, porque la única propiedad de quien se pseudonomiza es la
necesidad de huir de ese nombre civil, municipal y espeso…, aunque en su
carrera artística hacia la gloria del conocimiento -jamás, en su caso, del
reconocimiento- no halle sino los oscuros corredores de la nada, el vacío, la
soledad y, a la larga, el olvido marmóreo de un epitafio erosionado por la
lluvia, el viento, el granizo y la escasa memoria de la especie. Recordemos que
Alonso Quijano no llegó a ser quien fue sino cuando, a sí mismo, ocho días después
de hallar para su caballo el nombre de Rocinante, alto, sonoro y significativo, se llamó don Quijote de
la Mancha. Así mismo, bautizó a su enamorada, motivo dinámico de sus hazañas,
como Dulcinea del Toboso: nombre músico,
peregrino y significativo. De más está averiguar -¡averígüelo Vargas!- qué
entendía el insomne intelector manchego por “significativo”, pero que quien
para sí busca un pseudónimo anda en tratos de significados y significantes no
es misterio para nadie. Qué salga de esos tratos, acaso esté de más inquirirlo,
y menos aún exigir que el interesado se explaye al respecto. Conseguido el
pseudónimo, todo está dicho, el misterio elucidado, la egolatría cumplida. Que
en el Quijote sea Sancho Panza quien le sirve en bandeja al enteco caballero
uno de sus nombres más hermosos, Caballero de la Triste Figura, algo de lo que se
precia con legítimo orgullo: -Por vida de
mi padre —dijo Sancho en oyendo la carta—, que es la más alta cosa que jamás he
oído. ¡Pesia a mí, y cómo que le dice vuestra merced ahí todo cuanto quiere, y
qué bien que encaja en la firma El Caballero de la Triste Figura! Digo de
verdad que es vuestra merced el mesmo diablo y que no hay cosa que no sepa, nos dice bien a las claras que el arte del pseudónimo está al alcance de todo el mundo..
No se llega, con todo, de buenas a primeras, y con tanta facilidad aparente
como en el Quijote al pseudónimo, al alias, al nom de guerre, al nom de
plume… De mí sé decir que quise nacer al mundo de la ficción con el de
Alonso de Celada, que deseché pronto por exceso de cervantinismo confeso; pasé
después al orgulloso Alda Bozes, porque creí, con toda la ingenuidad del mundo
que una mediocre poesía con acné podría ser un “aldabonazo” en un panorama
literario en el que tan aristocráticos pomos modulaban los sonidos de la fama;
pasé por otros que no vienen al caso y llegué a uno con el que incluso llegué a
estar encajado, y con cierto renombre tan efímero como constante ha sido la
fidelidad a su propia inspiración; muerto para el siglo el redundante, renací
transformado en el presente desde el que escribo y me prodigo en suicidios
varios de la imaginación, junto con mi aún no arrumbado Juan Pérez que nació
para una colaboración, ya extinta, con Crónica Global, bajo la inspiración
unamuniana, pero sin su augusta pretensión. No dejo de notar, en este proceso
de tantos años, cómo me he ido acercando a aquel nombre propio al que renuncié
siempre, algo que tiene su contrapartida en la firma oficial que, bajo forma
arábiga, aísla mis dos nombres vulgares hasta la extenuación, y ello desde que
me hice mi primer carnet de identidad. Siempre me ha chocado esa fidelidad
absurda a lo repudiado. Un pseudónimo ha de ser un hallazgo feliz, está claro.
Del mismo modo que un nombre literario ha de tener una eufonía que no admite su
antónimo. Imposible, desde este punto de vista, es que JRJ rindiera jamás
homenaje a su madre, por no tener que verse obligado a incluir un gravoso
Mantecón o que Valle-Inclán rindiera idéntico homenaje a la suya, un Peña que
unido a lo demás Ramón Valle Peña, hubiera sido nombre de funcionario de
Hacienda con visera y manguitos de
percalina…, ¡nada que ver con el no menos ato, sonoro y significativo : Ramón
María del Valle Inclán, por supuesto! ¿Qué hubiera sido de la fama de Bécquer,
si, en lugar de este, hubiera firmado con el preceptivo Bastida de la partida
bautismal? A día de hoy, pocos serán ya quienes tras Ricardo Eliécer Neftalí
Reyes Basoalto sepan que se encuentra el autor de 20 poemas de amor y una
canción desesperada, cuyo apellido pseudonímico, Neruda, el propio poeta
envolvió en un misterio casi irresoluble, porque lo “inventó” a los 16 años,
antes de siquiera conocer la existencia del poeta checo Jan Neruda. La vida
está llena de peudónimos y la antropología nos indica que en los ritos de paso,
los adolescentes que se convertían en guerreros, lo primero que hacían era
cambiar de nombre. Sea en las artes, en la política, la guerra, el deporte
o la vida corriente -ahí están los
hipocorísticos y sus excesos- pocas actividades humanas se escapan del afán de
cambiar de nombre y buscar aquel con el que las personas se identifiquen y se
encuentren a gusto. Los meandros por los que un nacido X acaba siendo conocido
por YZ forman parte de esas inquisiciones que les gustan a los biógrafos, pero
quienes sufren la compulsión de los pseudónimos o los heterónimos, como Machado o
Pessoa, a duras penas pueden explicar la fertilidad de sus desdoblamientos,
¡vitales, por otro lado, para ellos! He de reconocer que bajo este nombramiento
de Juan Poz estoy consiguiendo, en parte por ciertos ajustes de cuentas autobiográficos,
cuya revelación aún no viene al caso,
una cierta tranquilidad de espíritu que no sé cuánto durará. Curado de la podre
de la fama en lo que de hambrienta -afamada,
en catalán- hay en ella, me ayuda a combatir el desasosiego de otros naufragios
esta estabilidad nominal escueta, simple, profunda como el pozo inacabado, a
veces artesiano, a veces ciego y casi siempre desfondado. Que algo de juego hay
siempre en la elección de los pseudónimos está tan fuera de duda, que aquí dejo
el rastro real olvidado de los nombres ficticios que están en boca de todos: Emil Sinclair. David
Cornwell. Strekfus Persons. Samuel Langhorne Clemens. François-Marie Arouet. Marie-Henri
Beyle. Eric Arthur Blair. Amantine-Lucile-Aurore Dupin.Charles Lutwidge Dodgson.
Pierre-Augustin Caron Boz. Gabrielle Sidonie. Lucila de María del Perpetuo
Socorro Godoy Alcayaga. John Griffith Chaney. Isidore Ducasse. Jean Baptiste
Poquelin. Paul French. Félix Rubén García Sarmiento. Adeline Virginia Stephen.
Hiraoka Kimitake. Annos Klauusne. Alexei Maximovich Pechkov. René Babrazon
Raymond.